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Las tropas de Salomón, compuestas de genios, de hombres y pájaros,
fueron agrupadas ante él y formadas. […]
Pasó revista a los pájaros y dijo:
«¿ Cómo es que no veo a la abubilla?
¿O es que está ausente?» […]
No tardó en regresar y dijo:
«Sé algo que tú no sabes, y te traigo de los saba una noticia segura.
He encontrado que reina sobre ellos una mujer, a quien se ha dado de todo y que posee un trono augusto.
He encontrado que ella y su pueblo se postran ante el sol…»
El Corán, Sura 27
Era grácil como una gacela y astuta como un zorro del desierto.
Tenía los suaves ojos castaños del corzo,
pero a veces desprendían también destellos dorados
como los de un leopardo.
Al-Kisai, según Clapp en La reina de Saba
El viejo Arik suspiró al tumbarse en la piedra que quedaba a la sombra de la acacia. El solitario árbol se alzaba al pie de unos peñascos negros y escabrosos que se derramaban en aquel lugar del desierto y se perdían entre pedregales y unas colinas de arena sobre las que el cielo blanco se deshacía como metal fundido.
El camino hasta allí había sido largo, pero había merecido la pena.
En la pendiente de la duna de delante pacían sus cabras, manchas blancas en una extraña ondulación de un verde intenso que el viento hacía estremecerse como el flanco de un animal. Unas noches antes había llovido en la linde del desierto y la lluvia había hecho brotar ese desacostumbrado esplendor de raudo florecer. Arik lo había presentido nada más salir de su tienda aquella tarde, en el olor del aire, en el zumbar de los insectos. Había visto incluso el oscuro telón de la tromba de agua a lo lejos, negro como la barba del demonio de la lluvia, Afrit, donde los demás no habían visto más que una extraña nube en el crepúsculo.
Hasta el viejo llegaba el incesante sonido de los animales arrancando la hierba con el hocico, y lo hacía asentir, complacido. Las bobas chiquillas de la tribu que solían encargarse del pastoreo de los rebaños, que corrían por ahí con sus cayados dando saltos sin atender a nada, no conocían las lluvias del desierto. Las últimas habían caído cuando ellas no habían nacido aún, y las siguientes las contemplarían siendo ya madres, pero el viejo Arik las conocía bien y no pensaba compartir con nadie su secreto. La hierba y las flores crecerían durante apenas unos días, las cabras las devorarían y darían una leche más sustanciosa y dulce. Bien podían reírse en el pueblo de él porque, callado y tozudo, seguía siempre sus propios senderos apartados. Por un momento, Arik creyó oír en el viento unas risas y un cristalino tintineo de campanillas, y alzó la cabeza.
No, se había confundido. Con un gemido volvió a echarse sobre la piedra lisa; el brazo por almohada bajo la cabeza, y los duros pies, ennegrecidos por el sol, escondidos bajo los pliegues de su larga única como al abrigo de una tienda. Con gran parsimonia sacó un pañuelo azul y se lo echó sobre la cara. Un último gesto de su cayado ahuyentó al gran lagarto que compartía con él aquel lugar. Las fauces del animal se abrieron sin emitir sonido alguno cuando el viejo blandió el bastón hacia él, y luego desapareció veloz entre los zarzales. «Eso, eso -pensó Arik-, mi furia es mayor que la tuya.»
Inmóvil bajo su pañuelo, sintió cómo caía el peso del calor sobre sus extremidades sin dejar de escuchar el silencio. Oía cada paso de su rebaño. Arik no era como esas jovencitas que se reunían a mediodía en improvisadas tiendas a charlar y echar un sueñecito, ajenas al mundo, para soñar con sus amados o incluso pasar allí con ellos unos íntimos momentos de amor, mientras fuera el aire se estremecía de calor y las cabras erraban descarriadas.
El viejo levantó el pañuelo y escupió. Se rascó el muslo, malhumorado, y volvió a tumbarse en una buena postura. Jamás dejaría que ninguna de esas niñas pastoreara sus animales, por mucho que se burlaran los demás.
– Viejo Arik -se mofaban cuando pasaba cojeando por delante de ellas con la cabeza gacha y mirando al suelo-, amargo Arik. Tu tienda está vacía como un uadi seco, estás solo, eres solitario como el caminante en el desierto, tan regañón y espinoso como una acacia. -Soltaban unas risitas y se alejaban con sus chivos saltarines, haciendo ondear sus melenas mientras sus tobilleras tintineaban.
«Id, id -se burlaba entonces él en silencio-. Id y manchad con deshonra vuestros nombres y los nombres de vuestros padres.»
Como si él pudiera olvidar que talmente así había partido su propia hija aquella mañana lejana, brincando como el palpitar de un corazón feliz. Y la noche no la trajo de vuelta. Al viejo se le escapó un sonoro gemido al verse rendido por ese recuerdo.
Arik la había buscado durante días enteros, había gritado su nombre en los uadis, se había arrastrado por la arena del desierto hasta llegar casi a los límites de la legendaria ciudad muerta. También había ascendido por la ladera negra de la montaña, donde le salió al paso el macho cabrío: Almaqh en persona, con la luna divina entre los cuernos.
En su mirada ancestral no encontró Arik ninguna esperanza, de modo que aferró su cayado con más fuerza, descendió hasta el pie de la montaña y se retiró a su tienda.
La negra tienda de vellón de cabra estaba vacía. Todo lo familiar le era indiferente. La tetera de plata seguía fría y llena de hollín junto al fuego extinguido, no salía de ella ningún aroma a té preparado por las manos de su hija, especiado con jengibre y cardamomo, como a él le gustaba. Durante cuarenta alientos solía dejar que se hiciera la infusión, exactamente cuarenta cada vez, antes de servirla desde bien arriba y ofrecerle una taza. Nadie sabía servir el té desde tan arriba como su hija, ninguna muchacha escanciaba el delgado chorro en la taza con tanto tino. Encima de la infusión dulce y caliente quedaba entonces una espuma crepitante que él sorbía siempre con placer, y ella lo miraba en ese momento con una sonrisa. De pronto estaba solo.
Aquel día Arik se tumbó sobre las alfombras arenosas, abatido, y en sus oídos sonó entonces una voz:
– ¿Venerable padre?
Se le detuvo el corazón durante un latido entero, pero la que hablaba no era su hija, sino una boba chiquilla de mejillas sonrosadas y ojos negros que había entrado a importunar su duelo. La muchacha se balanceaba con timidez sobre los talones y vaciló largo rato antes de ponerse a soltar disparates. El viejo no alzó la cabeza para oír lo que tenía que contarle.
Que ella y sus amigas, aquel día en que desapareciera la niña de sus ojos, habían visto a unos jinn allí donde la arena se encontraba con las piedras. Que iban montados en unos fastuosos camellos con bridas doradas, uno de los cuales llevaba sobre su lomo una litera con colgaduras más brillantes que la granada, un palacio de la aurora. Que en la caravana se oía música, que las sedas tableteaban al viento, que resonaban campanillas de plata y que unos espíritus maravillosos conformaban la comitiva.
Arik la escuchó con los labios apretados, palabra tras palabra, y con cada una de sus absurdas frases moría un poco más.
Los «espíritus» que habían visto eran grandes y hermosos, dijo la niña, no se parecían a los mortales, llevaban los refulgentes ojos perfilados con kohl, alhajas en las barbas. Había sido una visión inimaginable, Arik debería haberlos visto.
El viejo permaneció en silencio para no gritar y no zurrar a aquella necia. Ay, demasiado bien podía imaginar la escena, hasta el último detalle.
La muchacha prosiguió como si tal cosa. Uno las había señalado con el dedo y había dicho algo a sus compañeros. A ella le había latido entonces el corazón con una fuerza tal como nunca antes y había huido a todo correr hacia un bosquecillo de tamariscos, pero la hija de Arik había avanzado como hechizada hacia la caravana, muy despacio, y sin duda la habían encantado, pues había partido con ellos hacia un lejano reino de hadas. La muchacha dijo que jamás olvidaría la mirada del jinni que les había hecho señas, que la llevaba grabada a fuego en el corazón, y que Arik no se lo explicara a su padre, por favor, que ella rogaba a Almaqh todas las tardes y todas las noches.
Arik le dio su bendición y le dijo que se fuera.
Después, no obstante, la pequeña le explicó su historia a todo el que quiso escucharla, y desde entonces en la tribu se dio por cierto que la hija de Arik moraba entre los jinn. El viejo no estaba descontento con eso. Era mejor soportar la necedad que sucumbir a la burla. Sin embargo, sus labios jamás volvieron a pronunciar el nombre de su hija, y los relatos de los cuentacuentos le provocaron aversión por siempre jamás. Desde entonces se mantenía alejado de todos, iba al pozo cuando los demás aún no se habían levantado, evitaba la plaza del poblado y para hacer negocios buscaba a los viejos, que, como él mismo, nunca preguntaban nada y hablaban poco.
Sólo en una ocasión se había presentado ante él el anciano de la tribu. Con dedos torpes y rígidos, Arik le había servido un té mientras el hombre guardaba silencio. Así estuvieron sentados largo rato, sin decirse nada. Al cabo, el invitado dejó su taza:
– Mi hija -empezó a decir-, que Hamyim, diosa del sol, la proteja, pues no sirve para nada…
Arik esperó a ver de qué se trataba, pues ésa no era sino la introducción que mandaba la costumbre y no dejaba entrever nada. No era de buena educación alabar en voz alta las virtudes de una mujer soltera.
– … aunque cierto es que tiene unas piernas más o menos veloces y se da maña con el ganado -el anciano se aclaró la garganta con incomodidad-, todas las mañanas sale con mis rebaños y por la tarde trae los animales de vuelta sin haber perdido ni uno, sanos y bien alimentados. Le doy gracias a Almaqh.
Arik permaneció imperturbable ante su discurso. El anciano se volvió hacia él y lo miró con sus ojos tornasolados, cuyos iris habían palidecido ya y en los que el blanco se había vuelto amarillo como el ámbar.
– También podría cuidar de tus animales, por una pequeña parte de la leche. ¿Qué opinas? Llegaríamos a un acuerdo.
En lugar de dar una respuesta, Arik miró al suelo.
– Quiero pensarlo -contestó al cabo.
No dijo más. Tampoco era necesario. Se quedaron allí sentados en silencio, soplando el hirviente espejo del té y apurando sus tazas. Después, el anciano le puso una mano en el hombro:
– Seguro que no le va mal -dijo con titubeos-, allí donde está ahora.
Arik ni siquiera asintió con la cabeza.
El anciano se marchó entonces y no regresó.
Arik soltó una tos áspera y triste. El calor le había secado la garganta. Se irguió con un jadeo. «Los jinn», pensó. Como si no supiera él nada… Esos que recorrían el desierto con sus camellos eran cualquier cosa menos apariciones espectrales, eran personas como él y como la gente de la tribu; aunque sí eran igual de misteriosos, igual de soberbios y malvados. Había oído hablar mucho de ellos. En su juventud, Arik había comerciado con incienso entre varias tribus y había viajado un tanto, más que la mayoría de sus conocidos. Nunca había llegado a alejarse hasta las regiones de los sedentarios, pero junto a las hogueras de los mercaderes a quienes solía visitar había oído explicar historias sobre ellos.
Sabía de los lugares en los que construían sus casas de piedra y embalsaban el agua con la que convertían mágicamente el desierto en vergel. Esas gentes ya no temían a Afrit, el demonio del agua, sino que lo apresaban sin ofrecerle los debidos sacrificios. Trazaban en la arena del desierto líneas que ningún ojo humano era capaz de ver y vertían sangre por ellas. Se paseaban vestidos con ropajes de colores y amontonaban tesoros como los que ningún nómada vería jamás.
Pensó que tal vez Marib, a lo mejor Sirwah. O puede que Timna, que quedaba más al este. Había oído esos nombres en boca de los viajeros, pero ¿qué sentido tenía pensar en nombres? Los nombres no significaban nada, los lugares no significaban nada. Se levantó con cansancio; le dolían los huesos. Sólo el tiempo decidía sobre todas las cosas. El ya no era joven para pasar tantas horas tumbado en la piedra. En lo que le quedaba de vida no volvería a poner un pie fuera de esas montañas. El pañuelo azul se arrugó entre sus manos agrietadas. Entonces oyó un silbido en lo alto y miró hacia arriba.
– ¡Bu, bu, bu! -exclamó el ave, y se posó en una rama justo por encima de su cabeza. Enseguida llegó otra, que recogió sus alas con elegancia y se unió a la llamada-: ¡Bu, bu, bu!
Asombrado, Arik contempló a las dos abubillas. Con sus picos largos y elegantes, sus erguidas crestas y ese plumaje blanco y negro que parecía un manto echado sobre los hombros, le parecieron muchachas acicaladas. Sí, se le antojaron como las misteriosas mujeres que debían de vivir en esos lugares lejanos en los que acababa de pensar, criaturas de belleza y ostentación.
– Bu, bu, bu -volvió a oírse.
Arik alzó su cayado para ahuyentar a las alborotadoras. Entonces la vio.
Se había echado una capa encima, igual que las aves, pero la suya era azul y estaba hecha de un tejido que Arik no había visto nunca. Brillaba en un azul más intenso que el propio cielo, igual que si hubieran cortado un pedazo de horizonte. Incluso el tierno verde de la pradera parecía tenue a su lado. Verdaderamente podía creerse que era una inniyah. Arik agachó la cabeza; ese esplendor indecente había avivado su furia.
Los pies de su hija iban calzados en unas pequeñas babuchas con bordados, esplendorosas obras de arte que no tenían nada en común con el polvoriento suelo que pisaban. Arik vio sus brazos, engalanados con bandas de plata, perlas y piedras preciosas, vio sus anillos, las manos tatuadas de alheña. No la miró a la cara. Entonces reparó en la criatura que estrechaba con fuerza. El mantón con el que la llevaba envuelta ondeaba al viento, rojo como la ira del lagarto.
Se sentó en silencio junto a él, y Arik reconoció su forma de recolocarse la falda alrededor de los talones. No lo llamó «padre»; él asintió con rabia. De haberlo hecho, la habría golpeado. De modo que permanecieron un rato en silencio. Cuando la muchacha se movía, los abalorios de las sienes le tintineaban, lluvias de plata que parecían encandilar al bebé, cuyas manitas salían de la tela para intentar atraparlos. Arik lo veía todo con el rabillo del ojo. A su pesar, el espectáculo lo había cautivado.
– Conque te va bien -dijo al cabo de un rato. Sintió un dolor en la garganta al proferir las palabras, como si se le hubiera colado arena con el viento.
No obtuvo respuesta, pero le pareció que ella contemplaba con agrado los anillos de sus dedos. Las manitas de la criatura intentaban alcanzar con torpeza las codiciadas joyas. Su madre no se lo impedía.
Arik abrió la boca para advertirle de ello, pero la volvió a cerrar. No pensaba decir nada más. Si ella se disculpaba, bueno, ya vería entonces. Tenía que reconocer que más de una vez había soñado con cómo sería todo si ella regresaba, harapienta, mísera, una perdida. Siempre había imaginado que la acogía y la cuidaba, y que ella le aferraba una mano con sus últimas fuerzas y apretaba allí sus labios para rogarle perdón por toda la vergüenza que había hecho caer sobre él. Sí, reconocía que todas esas veces la había perdonado, arrasado en lágrimas, y le había cerrado los ojos moribundos con una mano trémula de emoción.
Aquélla, sin embargo, impasible y enjoyada como la imagen de una diosa… No, no diría nada más. El bebé barboteó con suavidad.
– Te traigo una hija -dijo ella. ¿De veras era su voz?
Arik miró hacia otro lado.
– Yo ya no tengo hija -graznó con cansancio-. Cuidaba de los animales y se extravió.
– Ahora ha regresado-replicó ella.
Se inclinó hacia delante y dejó a la criatura en el regazo del viejo, que, antes de poder rechazarla, sintió la leve carga sobre las piernas y se quedó instintivamente petrificado, como si el más leve movimiento pudiera romperla.
Arik no pudo por menos de mirarla. «Ojos como palomas -pensó, y persiguió con la mirada los intranquilos aleteos de sus largas pestañas-. Dientecillos como perlas.»
– ¿Cómo…? -empezó a decir.
«¿Cómo se llama?», había querido preguntar, pero algo se movió junto a él. Se volvió a ver qué era; su hija se había levantado sin despedirse y se había alejado hasta una roca tras la cual, como vio entonces Arik, aguardaba un camello con montura. Antes de que pudiera decirle nada, la vio ya en la silla.
– ¡Hat, hat, hat! -exclamó la joven, evitando su mirada.
Sus movimientos eran decididos; su voz, cargada de impaciencia; el paso del animal, silencioso. Su titilante y lejana estampa pronto no fue más que un espectro en la arena.
A Arik se le saltaron las lágrimas.
– ¿También ella huirá de mí, como tú? -le gritó con desesperación.
– Bu, bu, bu -contestó la abubilla.
La sombra había desaparecido por completo en el centelleo del desierto. Arik, deslumbrado, bajó la mirada.
La niña que tenía en el regazo volvió la cabeza a uno y otro lado, buscando, balbuceó y se echó a llorar con suavidad. Cuando Arik le acercó un dedo, lo aferró, se lo llevó a la boca y chupó. Cansado, apoyándose en el cayado con la mano que le quedaba libre, el viejo se puso en pie. La pequeña tenía hambre, era evidente, y al darse cuenta sintió apremio; no habría sido capaz de decir por qué.
Salió de la sombra cojeando todo lo deprisa que podía. Bajó la pequeña ladera y fue hacia sus cabras. En el zurrón llevaba un poco de pan y quería dárselo a la pequeña mojado en leche fresca. Con chasquidos y lisonjas dispersó al rebaño, buscando entre los animales a la madre que tenía en mente, y dejó su valioso hatillo con sumo cuidado sobre la hierba crecida para poder ordeñarla.
– ¡Ooo, estate quieta, vieja amiga!
Agarró a la reticente cabra de la cornamenta para mantenerla en la posición adecuada y empezó a tirar de sus ubres. La cálida leche cayó formando espuma en el recipiente de madera. Qué bien le habrían venido un taburete y un cubo… Al encorvarse para realizar la tarea le dolía la espalda, pero estaba feliz. Arik empezó incluso a canturrear sin darse cuenta y, cuando terminó, se lamió una gota dulce de los labios.
Después se volvió hacia la pequeña. Con una afable reprimenda ahuyentó a la curiosa cabra que se había puesto a mascar el pañuelo rojo.
– Mi cabritilla -dijo entonces-, mi estrella, tan brillante como el disco de Almaqh, aquí tienes… -Entonces se quedó mudo.
El cuenco de leche se le resbaló de la mano y las cabras se abalanzaron con fuertes balidos sobre el líquido blanco que goteaba de las briznas de hierba. Rodearon a Arik y a punto estuvieron de hacerlo caer, pues se había quedado helado mirando a la niña. La curiosidad había hecho que los animales tiraran del pañuelo que la tenía envuelta y lo hicieran a un lado. La niña estaba desnuda, estirando los bracitos hacia Arik.
Éste, sin embargo, no podía apartar la mirada de su piececito izquierdo. Tenía los dedos unidos, dos hacia la derecha y tres hacia la izquierda, de manera que parecía una pezuña partida. «Un pie de demonio», le cruzó por la mente, y se espantó. Enseguida se alejó unos cuantos pasos y miró en derredor. Allí yacía la pequeña, rosada entre aquel verdor, lloriqueando con suavidad. Su primer impulso fue el de dejarla allí abandonada. Su hija no la quería, entonces lo comprendió. Nadie querría quedarse con ella, era como si su existencia misma estuviera marcada por una maldición. Arik agarró el cayado con más fuerza y llamó a las cabras, pero en ese momento la niña soltó por primera vez un grito, fuerte y estridente. Como si hubiera comprendido que el hombre pretendía dejarla sola.
Arik se detuvo y apretó los dientes con todas sus fuerzas. Tenía que salir corriendo tan deprisa como pudiera, lejos de allí. La niña volvió a chillar. Arik seguía de pie en la hierba, colérico, segando flores, arremetiendo contra las briznas. Sin embargo, no dio un solo paso. Otro grito. Arik gimió, se volvió. Por su rostro caían sudor y lágrimas. La pequeña calló en cuanto encontró su mirada. «Almaqh -rezó Arik en silencio-, esta carga es demasiado pesada para mí, que sólo soy un viejo, mi vida ha llegado ya a su fin.» Pero sentía que la esperanza le hacía latir el corazón en la garganta. La niña seguía mirándolo con aquellos ojos grandes. «Ojos de paloma», pensó Arik, y en el silencio se cerró un pacto. El viejo cogió su pañuelo azul y se limpió la cara. Recobrada la energía, se acercó cojeando a la pequeña, la cogió en brazos, la envolvió otra vez en su arrullo con mucho cuidado y la estrechó contra su pecho. Allí, a la sombra de su manto, descansó durante todo el trayecto de vuelta a casa. Teniéndola allí tumbada, le dio la sensación de que ya conocía su peso, como si ese hueco hubiese estado esperándola desde el principio. Arik llamó a las cabras y se puso a silbar.
– ¿Habéis visto eso? -exclamó alguien cuando el viejo llegó al poblado.
Lo cierto es que era una estampa poco habitual. Hacía años que los habitantes de las tiendas no lo veían caminar con tanto ánimo y balanceando el cayado de tan buen humor. Las cabras correteaban a su alrededor como una marea alegre, los niños lo rodeaban y le tiraban de la ropa. Él no los ahuyentaba con regañinas y gruñidos y gestos amenazadores, como era su costumbre, sino que parecía alegre de charlar con ellos.
– ¿Qué les está enseñando? -preguntó una joven con el ceño fruncido, y se acercó. Sus amigas la siguieron-. ¿Es que lleva un cabritillo?
Medio preparadas para ser recibidas con un reniego, se acercaron algo más con paso inseguro. Algunos niños salieron corriendo en busca de sus madres para tirarles de las faldas -hicieron oír sus entusiastas voces agudas- y arrastrarlas también hasta donde estaba Arik, en mitad de su rebaño y con pose erguida de orgullo.
– Venerable padre -lo lisonjearon ellas con precaución-, anciano, poseedor de cabras blancas como la leche, ¿qué llevas ahí?
Enseguida vieron el hatillo que sostenía en el hueco del brazo.
– ¿Es un niño?
– Sí que lleva un niño.
Corrió la voz. Después de los chiquillos y las mujeres, también los hombres dejaron de lado su pose de dignidad. La curiosidad los hizo levantarse y salir de las tiendas a la explanada polvorienta, donde rodearon al viejo. Arik llevaba su tesoro envuelto en el arrullo colorado y encerraba en su mano los inquietos piececillos escondidos.
– Es hija de los jinn -informó a la tribu.
Llegó el anciano, que se inclinó sobre la pequeña poniendo ceño. No se atrevía a expresar en voz alta sus dudas, pero Arik las leía en sus ojos.
– He ido al desierto, al lugar en el que Afrit derramó anoche sus bendiciones, y allí la he encontrado.
Arik miró al corro que se había formado a su alrededor. Watar, el cuentacuentos, estaba de pie junto al anciano y se rascaba la barba. El viejo no pudo evitar sonreír al verlo.
– La he encontrado en mitad de una pradera verde. Allí había una tienda, azul como el cielo, que alcanzaba hasta el horizonte. Dos aves grandes como personas aguardaban sentadas en la entrada. Yo iba a salir huyendo, pero me han llamado por mi nombre. Entonces he hecho acopio de valor y he entrado.
Un murmullo recorrió la muchedumbre. Watar zarandeó la cabeza, dubitativo. Sabía que los jinn eran grandes expertos en montar tiendas de enorme belleza y legendaria amplitud. En ellas hacían caber valles enteros, desiertos e incluso ciudades y, aun así, estaban fabricadas con tanta delicadeza que cabían en el capullo de un gusano de seda. El mismo las había descrito muchísimas veces.
También Arik lo sabía y, dándose alas, prosiguió:
– En el interior me esperaba una mujer bellísima. He caído de rodillas y he querido besarle el borde de la túnica, que era toda de oro y piedras preciosas, pues la he tomado por una reina. Sin embargo, ella me ha dicho que no era más que una modesta criada del jinni que es señor del palacio de la aurora, el que tomó a mi hija como esposa preferida. -Un pequeño grito lo interrumpió.
Arik reparó en la amiga de su hija, la que en aquel entonces había ido a visitarlo a su tienda. Se asía el rostro con ambas manos, tenía las mejillas encendidas de exaltación y se balanceaba como si estuviera en trance.
– Lo sabía -susurraba, excitada, una y otra vez-. Lo sabía. ¿Acaso no lo sabía? -Se puso a saltar con nerviosismo y a darles golpecitos en los hombros a sus amigas antes de volverse de nuevo hacia Arik con ojos relucientes-. Oh, es una maravilla.
– Sí que lo es -masculló el anciano, que seguía sin estar muy convencido-. ¿Y esa criada te ha entregado a tu nieta, dices?
Los demás se acercaron sin atreverse a respirar. Arik tosió.
– Sí -respondió con voz resuelta, y posó una mano protectora sobre el pecho de la niña.
Vio quo so había quedado dormida y que la cabecita le había caído a un lado. En la curva de su tierno cuello palpó entonces algo por primera vez. Era un colgante. La cadena se tensó cuando Arik quiso hacerse con él. Relucía al sol como ningún otro material que hubiesen visto jamás en la tribu. Era más claro que las tobilleras de bronce de las muchachas, más reluciente que las teteras de las celebraciones, las mejor pulidas, el orgullo de todas las tiendas, más destellante que la superficie de un manantial sobre el que sopla el viento al sol.
Tenía que ser oro, comprendió Arik. Vio en él la cornamenta de Almaqh y, con una oración silenciosa, le dio gracias al dios por que su hija no hubiera caído entre infieles, pero el signo que había debajo no logró desentrañarlo. Tampoco había visto nunca con sus propios ojos nada parecido a la piedra que relucía entre los dos cuernos, transparente como el agua pero roja como la sangre.
– Eso es un rubí-afirmó el anciano, e intentó que nadie notara su leve sobresalto-. Un rubí -volvió a mascullar, y como un eco se repitió la palabra en boca de unos y otros.
Fue como una onda que se expande en círculos por el agua y en cuyo centro estaba Arik, orgulloso y quedo. «Yo he lanzado la piedra -pensó-. Ahora veremos hasta dónde llega.»
– Simboliza el palacio de la aurora, de donde procede -explicó. Él mismo quedó maravillado de la seguridad que denotaba su voz-. Y un día regresará a él.
Con cuidado recolocó la cadena alrededor del cuello de la niña y bajó la mirada hacia su pequeño tórax. Se sintió agradecido de poder ocultar el inesperado abatimiento que habían hecho surgir esas últimas palabras. Había dicho lo primero que le había venido a la mente, sin pensarlo mucho. ¿Podía ser que hubiera profetizado la verdad en un momento de clarividencia? ¿Lo abandonaría ella también?
Un repentino dolor brotó en su interior y Arik se aferró con congoja a lo que los dioses le habían entregado. «Me partirá el corazón», pensó.
– ¿Watar? -El anciano se volvió hacia el cuentacuentos, que era al mismo tiempo el guardián de sus tradiciones. Lo que no atesorara él en su memoria no había sucedido jamás.
Watar se inclinó sobre la niña. Su larga barba casi le rozó la piel blanca. Arik, instintivamente, se hizo un poco atrás.
– Ya había oído hablar antes de algo así-murmuró el cuentacuentos, y extendió una mano de uñas amarillentas y resquebrajadas para tocar con cuidado a la pequeña, que dormía, pero la dejó suspendida en el aire. Con vacilación, añadió-: En la tradición existen narraciones sobre hijos de los jinn. -Pero ninguna era tan buena como la de ese viejo tonto, y Watar sintió un poco de rencor hacia Arik por que la historia no fuera suya.
Entonces cayó en la cuenta de que nadie le impedía relatarla a partir de entonces, transformarla, adornarla, hacerla perfecta y darle la forma con la que finalmente se convertiría en verdadera. Para él, para la tribu, para sus vecinos y hasta para los dioses. Se irguió y miró a Arik con severidad.
– Esa criada de los jinn, ¿ha desaparecido en la nada? -preguntó en tono duro.
Arik se apresuró a asentir con la cabeza. «En la nada», pensó. ¿Acaso no había sido así?
– ¿Y no ha dejado más que un aroma embriagador? -En la pregunta de Watar resonaba ya la victoria de quien se sabe con la razón.
Arik pensó en el olor de la hierba sobre cuyas florecillas zumbaban las abejas. Pensó en la fragancia de la leche y en el perfume de las cabras sanas.
– Sí -afirmó de nuevo con convicción.
Watar se enderezó y asintió en dirección al anciano. Este repitió el gesto en dirección a los miembros de la tribu que se habían reunido. El silencio que había reinado hasta ese momento se convirtió en un estallido de parloteos entusiastas. Todos querían comentar algo sobre el increíble acontecimiento. Arik se sentía como en mitad de una tormenta de arena; zarandeado por los sonidos de su alrededor, que lo dejaban sin aliento. Watar alzó entonces las manos. Todavía no había terminado.
Todos volvieron a callar.
– Es evidente -empezó a decir-, y muy digno de mención, que la niña ha venido a nosotros después de que Afrit, el demonio de la lluvia, se nos haya aparecido.
Miró a los ojos a Arik, que de pronto había palidecido bajo el moreno de su tez. ¿Por qué no podía haberse guardado para sí algo que no había querido explicar a nadie? En las cabras, en el bienestar de las cabras había pensado, y por la mañana había partido sin decir nada hacia su verdeante secreto. ¿Por qué no había podido regresar también sin decir nada y haber protegido, así, el bienestar de la niña? ¿Por que de repente se había sentido tan orgulloso? Arik bajó la mirada.
Los demás asintieron, aún más emocionados, expectantes. Acababan de comprenderlo. La pequeña habría de ser nada menos que la novia del demonio de la lluvia. ¡Menuda bendición para su poblado! Las madres estrecharon a sus hijas contra sí.
Arik abrazó a la niña con tanta fuerza que la despertó y empezó a patalear. Unos ojos enormes y relucientes se abrieron ante su mirada. No pudo evitar que se le saltaran las lágrimas. Pensó que aquello no podía llegar a suceder. Era muy probable que esa boda nunca tuviera lugar.
– ¿Cómo habrá de llamarse? -preguntó alguien.
Watar abrió la boca.
Arik, que sabía lo que diría, se le adelantó:
– Simún -dijo enseguida, con resolución-. Se llama Simún. -Parpadeó y alzó la mirada con obstinación-. Me lo ha dicho la inniyah.
Watar respiró hondo y después cerró la boca. El anciano alzó su cayado del suelo para corroborarlo.
– Simún -repitió-. Así se llamará.
– Chsss -hizo la chiquilla, y toqueteó con una ramita seca al lagarto, que alzó la cabeza a la defensiva. Las fauces triangulares del animal se abrieron con una amenaza insonora. La niña se echó hacia atrás las brillantes trenzas y se acercó todavía un poco más-. Ven, dragoncito, que te hechizaré.
Seguía en cuclillas, muy concentrada, y de nuevo se inclinó sobre el animal para tocar imperceptiblemente su coraza de escamas con la punta del palo, justo al lado de la palpitante vena del cuello. Estaba segura de que su magia surtía efecto, de que el lagarto iba cambiando con cada latido de su pequeño corazón a través de sus venas. Pronto sería un dragón, la montura de una princesa de los jinn -que, por supuesto, era ella misma-, y se subiría a él para alejarse volando a inspeccionar su reino: aquellos guijarros de allí que eran sus montañas, el bosque de hierba de detrás del cauce seco, en el que la tribu de las arañas hacía estragos, y el palacio de retama en cuyas flores vivían los príncipes jinn.
Estiró un dedo con sumo cuidado. La piel del lagarto era seca y fría.
– Llévame -susurró.
A Simún le gustaba la compañía de los animales. Eran dóciles y dejaban que jugara con ellos a sus juegos de niña. Las personas, por el contrario, eran mucho más complicadas, reservadas e incomprensibles. Nunca aparecían en sus fantasías. A excepción de su abuelo, por supuesto, que vivía justo al lado del palacio de retama. Casi siempre estaba allí sentado, usando por banco una rama plateada, nudosa y seca, y era el viejo hombre de confianza del linaje de las hadas, de cuyo reino era el único humano que conocía la existencia.
Junto a él se sentaba a veces Simún, que ordenaba a su montura plegar las verdes alas y hacía un alto para relatarle sus últimas y espeluznantes aventuras.
Simún vio entonces la brillante coraza negra del caballero escarabajo. Tiró de las riendas de oro de su dragón para descender planeando y zarandeó en pleno vuelo su mágica daga curva.
La pequeña estaba tan absorta en su juego que no se dio cuenta de que una horda de niños se le acercaba con curiosidad. Estaba retando a un duelo al caballero negro con un audaz discurso y tenía las mejillas sonrojadas de excitación mientras sus labios se movían en un monólogo silencioso.
Uno de los chiquillos se llevó un dedo a los labios diciéndoles a los demás que guardaran silencio y se acercó con mucho sigilo a Simún, que seguía acuclillada. El chico sabía bien lo que tenía que hacer; consiguió acercarse lo suficiente sin ser descubierto para agarrar el dobladillo de la ancha túnica de la niña y, en un abrir y cerrar de ojos, tirar de ella hacia arriba todo lo que pudo.
– ¡Simún, sopla y levántame la falda! -vociferó con alborozo, visiblemente entusiasmado por haberlo conseguido.
Los espectadores respondieron con un coro de carcajadas.
Simún montó en cólera y dejó caer la ramita con la que había estado intentando hechizar al lagarto. El animal verde esmeralda se quedó un momento inmóvil en el suelo polvoriento, rodeado por un revuelo de inquietos pies morenos. En el cuello estirado le latía el pulso, exaltado e impetuoso, y entonces huyó como el rayo a esconderse bajo una piedra. El alboroto era cada vez mayor:
– ¡Suelta o lo lamentarás! -La amenaza de Simún fue tan vana como sus intentos por liberarse.
Por mucho que ella intentaba apartarlo a puñetazos, su atacante seguía sin soltarle el vestido. De nuevo se agachó el chico, riendo, y volvió a levantar la tela hasta tan arriba que la niña creyó oír cómo se rasgaba.
– ¡Simún, sopla y levántame la falda!
Pensar que sus piernas estaban desnudas y desprotegidas ante la mirada de todos la enfureció. Le cayeron lágrimas de ira por el rostro mientras el chico empezaba a dar vueltas sobre sí mismo cada vez más deprisa, como una peonza, haciéndola girar. La fuerza centrífuga la alejaba de él y por eso no llegaba a pegarle.
Obligada a danzar en círculo, no podía hacer nada más que intentar sostenerse sobre ambas piernas. Las trenzas negras le azotaban en la cara; las cintas de colores con que estaban atadas ondeaban alegremente, como para burlarse de ella.
Simún empezó a sentir vértigo. Al final tropezó, cayó y arrastró consigo a su atacante. Los dos rodaron entrelazados en una nube de polvo. Simún sintió un dolor caliente cuando sus rodillas golpearon el suelo, pero aprovechó la oportunidad para darle al otro una patada con todas sus fuerzas en la barriga. Vio con alivio que el chico la soltaba y daba bocanadas para coger aire mientras se retorcía en el suelo. Se recompuso el vestido y lo estiró deprisa para cubrirse las piernas.
– ¿Le habéis visto el pie? ¡Aaaj! -En la voz de los niños que la rodeaban y la señalaban con el dedo se oía un escalofrío placentero.
– ¡Tiene una pezuña de cabra!
– ¡Y le crecen pelos! -añadió alguien.
«No es verdad», -quiso gritar Simún, pero no le salió más que un graznido.
Un enorme nudo en la garganta le impedía hablar. Era tan grande que le dolía y, por mucho que tragara, no lograba hacerlo bajar. Se agazapó aún un poco más, esforzándose por exponerse lo menos posible.
– Enséñanoslo otra vez -pidió una muchacha mayor, de melena greñuda y voz exigente, que llevaba a su hermano pequeño apoyado en la cadera.
El niño miraba a Simún con unos enormes ojos negros, sin comprender nada, y se chupaba el pulgar. Nadie le apartaba las moscas de las comisuras de los ojos. Simún las oyó zumbar en ese instante de silencio.
Un graciosillo repitió con poca originalidad desde el fondo:
– Simún, sopla y levántame la falda.
… pero nadie siguió su broma. En lugar de eso, uno de los chicos mayores del grupo se separó de los demás. Simún sabía que se llamaba Tubba. Dio un paso al frente y le hizo un gesto a su hermano para que lo imitara. Los dos se arremangaron las mangas de la túnica con ganas de pelea. Simún vio sus músculos bajo su piel morena; no cabía duda de que eran más fuertes que ella, mucho más fuertes. Se le aceleró el corazón. Involuntariamente se empujó un poco hacia atrás, los pies todavía ocultos bajo la falda como escondidos en una tienda. El primer atacante, que seguía junto a ella, en el suelo, intentó retenerla de la mano, pero ella logró zafarse y enseguida se puso en pie de un salto.
– Nos lo vas a enseñar ahora mismo -anunció Tubba con expresión grave.
Su tono no admitía discusión. Los demás asintieron. El hermano torció el gesto con una sonrisa sarcástica, Simún vio sus relucientes dientes blancos contra su rostro bronceado. Los miraba a ambos con lágrimas colgando todavía de las pestañas pero la boca cerrada con fuerza. Antes de que los niños la alcanzaran, dio media vuelta y echó a correr todo lo deprisa que pudo.
– ¡Atrapadla! -chillaron ellos, exultantes, y salieron tras su presa.
La cacería recorrió todo el campamento, se dispersó por entre las tiendas y ocasionó algunos desperfectos. Las cabras, nerviosas y sin dejar de balar, saltaron hacia los lados y cocearon cuando la exaltada jauría se abalanzó sobre ellas sin ninguna consideración.
– ¡Niños! ¡Niños!
Unas mujeres que estaban sentadas frente a una tienda, haciendo pan, alzaron las enharinadas manos blancas para detenerlos. Tosieron y agitaron los brazos para disipar la polvareda que se les metía en los ojos, soplaron sus discos de masa y los limpiaron con cuidado, pero no hicieron sino reír. Enseguida retomaron la tarea y sus conversaciones; sus largos dedos morenos amasaban el pan y aplanaban las hogazas con rapidez y destreza, sin tener que mirar siquiera lo que hacían. Los tocados de sus sienes tintineaban con alegría y sus ojos perfilados con kohl relucían mientras charlaban unas con otras. Ninguna de ellas le dedicó una sola mirada a Simún.
Sólo Watar. El cuentacuentos, con el ceño fruncido, seguía los acontecimientos por entre las cabezas de algunos hombres que se habían reunido en torno a él y vio que Simún se escabullía entre las tiendas, rauda como una gacela. Sin embargo, a pesar de ser muy rápida, iba perdiendo la carrera. Sus perseguidores se separaron y le cortaron el camino a su casa. Simún dudó, se vio por un momento entre la espada y la pared, pero enseguida echó a correr hacia el pedregal que había al pie de las cercanas montañas.
Los niños de la tribu corrieron tras ella; los mayores primero, los pequeños detrás. La más rezagada era la muchacha con el hermano a la cadera, que con enfado les gritaba a los demás que la esperaran.
Watar le dio unas palmadas en el hombro a su interlocutor para disculparse y echó a andar en la dirección por la que había desaparecido la comitiva.
Simún llegó entretanto al destino de su carrera, los primeros peñascos. Gruesas columnas de piedra negra se alzaban en aquel lugar hasta varios metros de altura. Las paredes eran porosas, alisadas por el viento y el calor del sol. No era la primera vez que iba allí, de modo que sabía bien en qué resquicios y qué huecos tenía que apoyar sus pies desnudos para escalar las escarpadas paredes. Decidida, alcanzó un saliente con una mano y se dispuso a ascender. Tras apenas unos movimientos precisos ya estaba arriba. Buscó un pequeño descansillo entre las columnas, una grieta que quedaba oculta a las miradas de los que estaban abajo, medio cubierta por temblorosas flores amarillas y provista de una hilera de piedras afiladas en el interior. La experiencia le había enseñado a hacer acopio para los malos tiempos.
Cogió la primera con una mano, sintió su tranquilizadora dureza, cálida y polvorienta, su peso cargándole el puño, y se inclinó hacia delante con curiosidad. Los primeros perseguidores ya se habían reunido bajo su refugio. Tubba tenía un pie puesto en la roca y miraba la pared con ojo experto, buscando el mejor camino para ascender. Con arrogancia les explicó a los demás cómo lo haría. Simún se asomó, apuntó y le dio de lleno en la cabeza.
El chico tardó un poco en comprender qué lo había herido, se frotó la frente y miró en derredor con una expresión en la cara que hizo reír a Simún a carcajada limpia.
– Eres demasiado gordo y demasiado torpe para subir aquí arriba.
Tubba sacudió un puño en dirección a ella.
– Todo lo que puedes hacer tú, tullida, yo hace tiempo que lo domino. -Intentó hacer realidad su amenaza, pero la lluvia de piedras que le cayó encima se lo impidió.
Los niños de abajo se agacharon para buscar buenas piedras con las que corresponder al aluvión, pero no encontraron más que pedazos de barro seco del uadi de al lado, cocidos por el sol pero ligeros y quebradizos. No llegaban lo suficientemente arriba y reventaban contra el negro basalto convirtiéndose en nubecillas de polvo. Enviaron entonces a unos cuantos a buscar munición mientras lanzaban palitos arrancados a toda prisa de la maleza seca. Tubba y sus amigos daban órdenes como si aquello fuera un asedio, y los demás participaban con gusto en el divertido juego. Estaban completamente entregados a derrotar a Simún.
Ella seguía arriba, acuclillada, agazapada en su grieta para esquivar las primeras piedras que llegaron volando. Volvió a asomarse cuando todos los tiros hubieron errado el blanco y soltó una risa todo lo fuerte y maliciosa de lo que fue capaz. Quería que montaran en cólera, aunque ella más bien tenía ganas de llorar. Las heridas de las rodillas le latían de dolor, y se estremecía cada vez que le daba una piedra, aunque el impacto fuera inofensivo. Le habría encantado poder hacerse un ovillo, como un animalito, y llorar, pero tenía que sostenerle la mirada a Tubba, que no hacía más que intentar escalar hasta allí arriba al amparo de la granizada de piedras que lanzaban sus tropas.
Bueno, ahí llegaban otra vez. Con el corazón acelerado, Simún se apretó más contra la pared interior de la grieta. Uno, dos, tres, cuatro, cinco… Las piedras seguían estrellándose contra la roca. ¿Hasta dónde habría trepado Tubba? ¿Podía atreverse a asomar la cabeza por el borde otra vez?
Una piedra la alcanzó entonces e hizo que se tambaleara hacia atrás. Se mareó.
– ¡Le hemos dado! -gritó alguien-. ¡Ya la tenemos!
De repente oyó una voz.
– Niños, ¿qué estáis haciendo?
– ¡Perseguimos a la tullida! -chillaron ellos con alegría.
– ¡Pero bueno…!
Watar, el cuentacuentos, zarandeó la cabeza y le hizo una señal a Tubba, que estaba atascado a medio camino de la pared de roca, sin poder subir ni bajar. El niño pareció contento de aprovechar la oportunidad para dejarse caer pesadamente al suelo y se le acercó trotando sin asomo de vergüenza.
Simún estiró el cuello al percibir el repentino silencio y espió por el borde con cautela, sin dejarse ver. Allí estaba el cuentacuentos, que había reunido a su alrededor a los niños del campamento y hablaba con ellos. ¿Qué les estaría diciendo?
«A mí qué más me da -pensó-. Por mí, como si desaparecen todos, como si la tierra se abre y se los traga de repente. Los odio.»
Lo cierto es que los niños se alejaron enseguida, charlando alegremente en pequeños grupos. «¡Lo lamentaréis!», tenía ganas de gritarles Simún, pero guardó silencio y permaneció en su escondite. Watar seguía allí plantado como si quisiera echar raíces. ¿Es que no pensaba irse nunca?
Al cabo de un rato, como el cuentacuentos no se había marchado todavía, Simún se incorporó, enfadada, y sin dignarse mirarlo inició su descenso. Se descolgó de asidero en asidero con habilidad, aprovechando todas las hendiduras de la roca en las que cabían sus pies, pero no dejaba de sentir la mirada de Watar sobre sí, y eso la ponía furiosa y a la vez nerviosa, de modo que erró un punto de apoyo, se hizo un buen corte en el pie y poco le faltó para resbalarse.
Cuando por fin llegó al suelo, se dio cuenta de que no podía pisar bien. «Ahora sí que camino como una tullida, por su culpa -pensó-. Fantástico.» Ni mucho menos iba a darle las gracias a Watar por haberla salvado. «¡En mi fortaleza habría resistido toda la eternidad!» Repitiéndose mentalmente esa frase una y otra vez con los labios apretados, echó a andar, cojeando, sin hacer caso del cuentacuentos. Cómo detestaba dar espectáculos…
Watar estuvo largo rato mirándola. Lo que veía no era más que una niña pequeña, huesuda, seca y torpe como todos los niños. Sin embargo, sus extremidades delataban que algún día sería alta y esbelta, de hermosas proporciones, largas piernas y finos tobillos.
Tenía la piel aterciopelada, como si el sol no pudiera quemarla. El polvo del desierto parecía sobre ella polvo de oro. Su rostro, tan enjuto y de nariz recta, era orgulloso, y así miraban también sus ojos. Grandes, negros, a la sombra de las espesas pestañas pero sin rastro de indolencia. En ellos había atención, un dolor muy bien oculto… y una ira abrasadora.
Simún se echó las trenzas hacia atrás cuando pasó frente a Watar, siete trenzas negras como la noche, una por cada uno de sus siete años. Arik, que se sentía orgulloso de su nieta, había trenzado también cintas rojas y azules en ellas.
El cuentacuentos no pudo evitar sonreír. Sí, también el viejo lo sabía; esa chiquilla tenía un destino especial. Alzó la mano para pasársela por la cabeza.
– ¿Y bien, mi pequeña Wasila?
Simún se agachó como el rayo para zafarse de su caricia.
– Yo no me llamo así-bufó.
No dijo más y se alejó de allí corriendo todo lo que pudo.
Watar, sin darse cuenta, cerró los dedos formando un puño. «¿Conque nada de darme las gracias? -pensó-. Pues espera y verás.» Contempló su apresurado cojear y tuvo que sonreírse de nuevo. «Sí que eres Wasila. Agua rápida y efímera. Y también estás en mis manos.» Alzó el puño para abrirlo de inmediato. Con las manos extendidas en señal de respeto, bajó la cabeza. «Y por supuesto también en las tuyas, poderoso Afrit, señor de la oscuridad.» Masculló una oración allí de pie, vuelto hacia las montañas.
– ¿Abuelo?
Simún sintió tal descanso al encontrarse otra vez en la protectora penumbra de la tienda, al ver sus objetos conocidos, la alfombra, la tetera abollada, al oler los familiares aromas a madera, cabras e incienso, mezclados con un toque de cardamomo, que se le saltaron las lágrimas antes aún de ver al viejo.
Arik levantó la mirada al oírla entrar. Simún, que lo vio sonreír, se abalanzó hacia él, hundió el rostro en su regazo, se abrazó a su cintura y empezó a sollozar con ardor y desconsuelo.
En lugar de saludarla, Arik alzó las manos con torpeza.
– Bueno, bueno, ¿qué te pasa…? -murmuró, confuso, y enmudeció ante su pena.
Empezó a acariciarle la espalda temblorosa con inseguridad, despacio, con manos secas y resquebrajadas de viejo.
Un sublevado sorber de mocos fue la respuesta.
Arik escuchó su relato entreverado de sollozos ahogados; no le prestó mucha atención, siempre era lo mismo. Al principio, cada vez que sucedía algo así, agarraba su cayado con la mano izquierda y con la derecha la manita de Simún e iba a hablar con los padres de los niños, a quienes dirigía airados discursos. Nada había sacado con ello. Los padres lo trataban con afabilidad y achacaban lo sucedido a la naturaleza salvaje de la infancia, a la crueldad natural de los niños de esas edades, a su curiosidad, que no tenía mala intención. Nada era nunca con mala intención y, además, tampoco había pasado nada.
Le metían a Simún dátiles desecados en la boca, le acariciaban la cabeza, deprisa, casi con premura. En las sonrisas nerviosas de la gente, Arik veía entonces que en el fondo de su corazón compartían la suspicacia de sus hijos. El viejo sabía lo que opinaban en silencio: ¿acaso no era deforme la chiquilla?, ¿es que no era un monstruo? Debería estar agradecida de vivir entre ellos sin que nadie la molestara. Arik suspiró. Casi podía oír sus voces. Si alguien tenía la poca vergüenza de poseer una tara como la de Simún, mejor haría no siendo remilgado. Seguramente así lo veían ellos.
El viejo no dejaba de acariciar a su nieta. El movimiento monótono los tranquilizaba a ambos y casi los llevaba a una suerte de trance. Los sollozos fueron haciéndose más débiles en el regazo de Arik. «Si sólo fuera eso», prosiguió éste con sus cavilaciones. No era capaz de formularlo con claridad, pero sentía que la vida de Simún sería más fácil si se conformara con ocupar el último lugar de la fila, como pobre inválida que era. Sin embargo, su niña no era de ésos. Arik lo presentía, y eso le partía el corazón. Sin darse cuenta la apretó más contra sí. Su Simún era bonita, ninguna niña de las que habían nacido en la tribu había sido tan bonita. Arik había visto los veranos de muchas de ellas.
«Me preocupa», admitió, y siguió acariciándola con una sonrisa de felicidad, apartándole de la cara los mechones revueltos que se le habían escapado de las trenzas y se le pegaban a la piel cálida y húmeda. Simún lo rechazó y ocultó el rostro arrasado en lágrimas. También era terca, obstinada y orgullosa. «Menudo diablillo», pensó, medio triste y medio exultante. La chiquilla no aceptaba nada sin antes haber hecho preguntas, todo había que explicárselo. Simún era exigente. Siempre quería respuestas, atención, afecto. Qué impetuosas eran a veces sus ternuras. Como un cabritillo malicioso lo embestía, a veces, con la cabeza en el costado, y él tenía que agarrarse con fuerza a su cayado porque ella no dejaba de empujar con brío. Como si supiera que le habían arrebatado el amor más decisivo, el de su madre. Como si intuyera que en su vida… Ahí se interrumpió Arik, y estrechó entonces a su nieta con tal fuerza que la hizo boquear en busca de aire, sorprendida. La niña se apartó de él con un zarandeo.
– ¡Eh, que me ahogas! -protestó, y lo miró con el morro torcido.
Arik le limpió las lágrimas y la suciedad de la cara. Si de él dependiera, su nieta tendría todo cuanto deseara. Le regalaría jardines de rosas y palacios, reinos enteros y también a un príncipe. Palomas blancas revolotearían a su alrededor y la luna le sonreiría. Sin darse cuenta, sonrió él también mientras la miraba. Pero no tenía nada más que su amor. Pobre Simún.
¿Pobre? ¡No! Arik se sublevó. El la envolvería en ese amor, lo desplegaría ante ella como un escudo, como protección contra el mundo entero. El corazón empezó a latirle con tal fuerza que pensó que se le saldría del pecho y por un momento creyó ser capaz de cualquier cosa.
Con cariño, hizo que volviera a posar la cabeza sobre sus piernas y, mientras le deshacía las trenzas con dedos torpes para trenzarlas de nuevo, empezó a hablarle de la niña de los jinn que encontrara en el desierto y que un día regresaría a su reino mágico. Le describió las maravillas de ese mundo, sus escaleras de oro y sus campanillas de plata, sus arcas llenas de piedras preciosas y preciadas fragancias con tanto fervor que casi llegó a creer que su tienda se transformaba con cada palabra.
– Y el gobernante, tu padre, monta sobre un elefante blanco con colmillos de oro.
«¿Qué es un elefante?», solía preguntar siempre Simún en ese punto, pero ese día preguntó:
– ¿Cuándo, abuelo, cuándo vendrá?
Se rompió el hechizo. Arik volvió a encontrarse sentado en su deslucida tienda, un viejo de dedos gotosos que ya no era capaz de hacer nada. Masculló algo incomprensible.
– ¿Y le dará una buena tunda a Tubba? -Simún se enderezó y lo miró a los ojos.
Arik hizo un gesto como diciendo que no valía la pena. Sintió repugnancia de su propia debilidad.
– Bah, deja a Tubba en paz -gruñó-. Es un tonto, no es nadie. -Miró hacia otro lado y revolvió las cenizas con el cayado-. Solo te tienen envidia porque eres mejor que ellos -espetó de repente-. Eres muy especial.
Por primera vez, Simún dejó caer la cabeza.
– Pero es que yo no quiero ser especial -dijo en voz baja-. Yo quiero que jueguen conmigo.
Arik miró al frente y sacudió la cabeza. Tardó un momento en comprenderla.
– Nada puede hacérsele -sentenció el viejo-. Cada uno es como es.
Estuvieron largo rato sentados en silencio.
– Los odio -dijo Simún en algún momento.
Arik se movió, pero no repuso nada.
Fuera arreciaba el calor del mediodía, todos los sonidos eran más débiles. Ya no se oían voces, sólo desde lo lejos llegaba la llamada de algún pájaro. Simún se preguntó si sería una abubilla, que la buscaba.
El griterío de los espectadores era ensordecedor. Incluso los camellos, lejos de la muchedumbre, alineados al borde del árido bosquecillo de tamariscos que era el punto de salida de la carrera, estaban inquietos a causa de tanta agitación. Percibían el ruido lejano como el rumor de un mar desconocido, olfateaban el entusiasmo, el temor y la esperanza, y se inquietaban como viajeros antes de partir. Torcían los ojos, resoplaban por los ollares, soltaban imperiosos berridos y con sus desbocados movimientos prometían dificultades a sus diminutos jinetes.
En las sillas montaban niños de unos diez años con grave semblante, muy impresionados al ser conscientes de la importancia que tenían ese día. Exaltados, percibían los emocionantes sucesos de su alrededor como a través de un velo. Aquel ruido susurraba en sus oídos, el latir de su corazón les cerraba la garganta. Los hocicos de sus animales estaban llenos de espuma que salpicaba en las bridas de ostentosos bordados y sobre sus muslos desnudos. Las borlas de las sillas volaban. Los cuerpos de los camellos se frotaban unos con otros. Los niños alzaban las piernas morenas y se sentaban agarrados como garrapatas. Sus ojos relucían en esos rostros tatuados, el pelo les brillaba de sudor bajo los turbantes de colores. Eran pequeños reyes y, no obstante, apenas un leve peso sobre los animales, que iban acicalados con mayor alarde que sus jinetes.
Los chiquillos tiraban de las riendas con todas sus fuerzas y desatendían las últimas instrucciones que les dirigían sus padres, tíos, mentores, que gritaban y gesticulaban en aquel barullo, no menos exaltados que los niños. Cada uno de ellos tenía una receta secreta para que su animal fuera el más rápido de todos. Uno le frotaba los tobillos a su camello con un aceite especial, el otro le ponía al suyo unas hierbas obradoras de maravillas ante los ollares. Con un gesto furtivo, Tubba metió un talismán bajo la silla de su hermano pequeño, que ese día iba a montar como él mismo lo hiciera dos años antes.
– ¿Qué es? -quiso saber Mujzen.
– Chsss -hizo Tubba, y se acercó la cabeza de su hermano hasta tenerla pegada a la boca para susurrarle al oído-: Vas a ganar. -Y, para terminar, algo más alto-: Igual que gané yo en mi día.
Mujzen asintió quizá con cierta vaguedad, pero la fortaleza y la confianza de su hermano mayor le infundieron valor, como siempre. Agarró mejor las riendas de su camello y le dio unos golpes en el cuello para tranquilizarlo, y también a él mismo.
– ¡Eh, Walid, que haya suerte!
– ¡No te caigas, Mujzen! -Los gritos se cruzaban entre sí en aquel caos.
Sólo donde estaba Simún había un poco más de silencio. Montada ya en su animal, aguardaba algo apartada del resto, mirando al frente sin decir nada y sin hacer ningún caso del ajetreo que la rodeaba. Se convenció de que todo ese ruido y esa alegría no significaban nada. Su misterioso silencio tenía mucho más significado. Además, no estaba sola. Entrecerró los ojos. Allá lejos, donde apenas si se veía la hilera de árboles, aguardaba la meta. Allí la recibiría Arik. También ella tenía a alguien que compartía su entusiasmo y sus esperanzas. Su abuelo simplemente estaba demasiado débil para aventurarse entre el tumulto de la salida, nada más. Y, sobre todo, era ya demasiado lento para seguir a los animales corriendo por el borde de la explanada, como harían todos los demás, que luego llegarían sin aliento a la meta poco después que los jinetes para compartir la alegría de la victoria y el triunfo. Sin embargo, en la meta ella también tendría quien la jaleara. Una vez llegara allí, las miradas de los demás le resultarían por fin ligeras, ya no serían un peso que amenazaba con dejarla sin aliento. Todos se quedarían maravillados y la contemplarían con asombro, pues se alzaría vencedora.
Simún apoyó el pie contra el cuello de su animal y le habló con palabras tranquilizadoras. El camello no era suyo, no había crecido con ella, como era el caso de la mayoría. Arik no podía permitirse un camello. Cuando Simún lo había asaltado con sus peticiones porque quería participar en la carrera, el viejo, tras mucha reticencia, había ido por fin a ver a un vecino y le había pedido un favor en pago de una antigua deuda. Era lo último de lo que podía echar mano. A Simún no le pareció un derroche. El camello era una preciosidad, de color crema, casi blanco; lo había lavado con leche esa misma mañana. Tenía el pelo rizado y unos ojos grandes y claros protegidos por pestañas largas, como las de una muchacha. Y aunque las riendas no eran doradas, la chiquilla había tejido durante incontables tardes una funda de lana amarilla para que ese día relucieran como el propio sol.
Simún ya no llevaba cintas en el pelo, pero en la silla de su camello había atado tantas que al montar ondearían tras ella.
¡La galopada! Simún creía sentir ya el viento en el rostro y las ondulaciones del animal bajo sí. Ya oía la fuerte trápala de las pezuñas que se transformaba en vuelo, en pura velocidad, que la dejaba sin aliento. Era como un murmullo que se la llevaba del presente, más bello que cualesquiera de los vuelos que hubiera emprendido en su imaginación. Cuántas tardes no había practicado ella sola, apartada de los demás, en la linde del pedregal… La penumbra lo había convertido todo en un paisaje impreciso y el viento había hecho que se le saltaran las lágrimas, de manera que lo había visto todo borroso. Había imaginado que cabalgaba por un mundo extraño, desconocido y de ensueño, llevada por el latir de su pulso y el jadeo de su respiración, que resonaba en sus oídos. Nunca se había sentido tan ella misma. Todo le había parecido tan intenso, tan sobrecogedor… Todo estaba bien. Simún pensó que un día asiría las riendas, partiría al galope y ya no se detendría jamás.
– ¡Sooo, eeeh! -Sofrenó a su animal, al que ningún pariente servicial sostenía por la brida.
Ya no faltaba mucho. Con un último movimiento enérgico se ató mejor el pañuelo rojo que debía sujetarle el pelo. Sintió su presión contra la frente como una premonición, como la circunferencia de una corona secreta.
Recuperada la confianza, se atrevió a mirar a sus competidores y se dijo que no tenían razón para mirarla con esos ojos. Irguió la cabeza con orgullo. En ningún sitio estaba escrito que una muchacha no pudiera participar en la carrera. Que todavía no lo hubiera hecho ninguna no quería decir que estuviera prohibido. Su abuelo había acabado por comprenderlo y había abandonado su resistencia. Le había encontrado el camello. Nadie había dicho nada. Y nadie se fijaba en ella.
Poco a poco, los animales empezaron a formar una fila. Azuzados por sus jinetes, empujados y tirados por numerosos ayudantes, ocuparon sus posiciones a regañadientes. Simún procuró unirse por sus propios medios al grupo, que seguía haciendo como si no estuviera allí. Sólo un muchacho la miraba.
Simún se dio cuenta enseguida. Vio que Mujzen y Tubba tenían las cabezas muy juntas y cuchicheaban algo, vio que el hermano pequeño sonreía y luego alzaba la cabeza. Entonces la miró a los ojos. Simún vio los blancos dientes en su rostro oscuro y apartó enseguida la mirada. Ahí llegaba ya el grito de salida.
Se oyó un chillido penetrante, y entonces fue como si descargara una tormenta. Como el torrente de un uadi, así se abalanzó la tropa de jinetes sobre la explanada. La polvareda se tragó al grupo como si fuera una nube de espuma de mar.
– ¡Yiiiiii! -El grito se arrancó del pecho de Simún casi sin que ella se diera cuenta. El viento le soplaba el cabello, la ropa, era una sensación maravillosa-. ¡Vuelo! -gritó de júbilo.
«Vuelo y me alejo de todos vosotros.» Los movimientos del animal ondeaban bajo ella como las olas de aquel océano del que su abuelo le había hablado una vez y que ninguno de los dos había visto nunca. Era una fuerza mayor que la suya propia. Simún sintió que se alzaba y se la llevaba consigo, cada vez más y más deprisa. ¡Deprisa!
Sin embargo, no podía perder de vista la meta. Con la cabeza gacha y los ojos entornados para que no le entrara polvo, intentó dominar su euforia y abrirse camino entre aquellas apreturas. Allí delante, los árboles crecían del horizonte. Allí aguardaba la colorida muchedumbre a la que tenía que ser la primera en llegar. Si de veras quería escapar volando de ellos, tenía que vencer.
Simún volvió la mirada. A izquierda y derecha tenía jinetes, un ovillo prieto que luchaba a gritos con azotes, patadas, empujones y reniegos. Veía sus bocas abiertas, pero no oía los alaridos en el barullo general. No existía más que el silbido del viento, la trápala de las pezuñas de los camellos. Tenía que escapar de ese infierno. Alzó la fusta y azotó a su animal en el flanco derecho y en el izquierdo, enseguida notó que alargaba el cuello y aceleraba. Poco a poco, algo más con cada paso, se fue separando del pelotón. Entonces alguien se cruzó en su camino.
Simún tiró de las riendas para evitar un choque, pero al mismo tiempo le hincó los talones en el cuello a su animal. Más deprisa, significaba eso, más deprisa. Por un instante pareció que las trayectorias de las dos moles de pelo fueran a chocar. Simún volvió a levantar la fusta. De soslayo vio cómo su contrincante alzaba las piernas para que no le quedaran atrapadas y aplastadas entre los poderosos cuerpos. Tiró de las riendas hacia arriba y gritó algo. Simún no lo oyó. Un paso más, y otro. El pelo áspero le raspaba en las pantorrillas, sintió que se le soltaba el pañuelo, la presión contra su frente remitía, había pasado delante.
Profirió un grito triunfante. No había frenado, no se había dejado ganar terreno; era el animal del otro el que había perdido el paso. Con la cabeza vuelta hacia atrás, Simún vio que había quedado rezagado y tenía que retomar de nuevo el galope. Entonces se volvió otra vez hacia delante, su melena suelta ondeaba como una bandera. Todavía quedaban otros jinetes a su misma altura, pero ella era más rápida y desde el vaivén de su galope veía cómo sus contrincantes quedaban atrás, con renuencia pero sin remedio. Su camello ganaba terreno a cada paso, sobrepasaba a los demás como si no compartieran su mismo presente. Un ollar de ventaja, una cabeza, un cuello, lo había conseguido. Por delante aguardaba el campo abierto, la polvareda quedaba atrás. Simún respiró un aire claro y azul.
Sólo un animal galopaba todavía por delante de ella, un poco a la izquierda. Simún reconoció al jinete: era Mujzen. «Cómo monta», pensó, y contempló su pequeña figura, cuya cabeza asentía al ritmo del desenfrenado galope. Cómo sostenía las riendas, agarrotado y con los hombros encogidos. Como si tuviera miedo de la velocidad. Una sonrisa descubrió los dientecillos depredadores de Simún. Si tanto miedo le daba volar, que no desplegara las alas.
La chiquilla azuzó a su camello y, complacida, sintió que el animal la obedecía. Palmo a palmo se fue acercando al flanco del camello de Mujzen mientras veía cómo trabajaban sus músculos bajo el pelaje. Un poco más cerca. Sin tener en cuenta a sus perseguidores, a quienes cerraba el paso, Simún llevó a su animal hacia la izquierda, acercándolo más aún al de Mujzen. Éste debió de sentir algo, pues volvió la cabeza.
La muchacha vio sus ojos abiertos, los puntos azul oscuro del tatuaje de su frente. ¿Qué hacía? ¿Gritaba algo, se reía de ella? Simún no veía más que sus deslumbrantes dientes blancos, y entonces alzó la vara y fustigó a su montura.
– ¡Eeeh!
Esta vez sí oyó el grito de protesta de Mujzen, pero no le hizo caso. El animal del chico sintió que la tensión de las riendas remitía y perdió el paso. Su desconcertado jinete se balanceó en la silla. El camello bramó. Simún le clavó el mango de la fusta en el flanco, se separó de su voluminoso cuerpo con una patada y lo dejó atrás. Allí delante, los tamariscos crecían hacia lo alto. Allí delante aguardaba la victoria.
Arik rezaba. Esperaba junto a las mujeres y los niños la llegada de la horda salvaje que se abalanzaba hacia ellos. Aquí y allá veía un brazo desnudo, un bastón que golpeaba el flanco de un animal o a un contrincante. Todo era una enorme maraña envuelta por la polvareda, en la que poco a poco empezaban a distinguirse sólo algunos jinetes. Al principio no eran más que puntos oscuros a lomos de los animales, pero Arik, como los demás, conocía cada detalle de todos los camellos, la línea de sus cuellos y el ritmo de sus pasos, y era capaz de distinguirlos unos de otros, aunque no fueran más que una silueta lejana recortada en el horizonte del desierto.
Aquel de allí era Yida; allá estaba el hijo de Watar, sobre el gran animal rojizo. Y Mujzen, de los primeros, como era de esperar del hermano de Tubba. Detrás de él, sin embargo, ondeaba un pañuelo rojo que, como arrebatado por un puño iracundo, voló entonces hacia el cielo y cayó de nuevo en un suave remolino.
– Simún -murmuró Arik, y pronunció una oración antes de volver a alzar la mirada.
El pañuelo ya no estaba, había desaparecido en el polvo. No había más que un estruendo de pezuñas de camello camino de la meta.
– ¡Ooooooh! -gritó el gentío a su alrededor.
Un jinete había caído y había desaparecido como el pañuelo rojo, pero no era Simún. El viejo Arik se enjugó el sudor de la frente y dio gracias a Almaqh. Cojeó todo lo deprisa que pudo hacia la línea de meta. Con apenas un parpadeo de diferencia fueron llegando los jinetes. Su salvaje llegada obligó a la muchedumbre a abrirse y reunirse inmediatamente después, como un enjambre de abejas espantadas a punto de emprender el ataque, para rodear a los camellos que apenas si acababan de frenar. Arik tuvo que recurrir a su cayado para abrirse paso.
– ¡Fuera de ahí! ¡Que me dejéis pasar he dicho!
Cuando por fin llegó junto a Simún, le faltaba el aliento como si él mismo hubiera participado en la carrera.
– ¡Abuelo, he ganado!
Con las mejillas encendidas, Simún se inclinó hacia él, todavía desde la silla. Arik habría querido lanzarse hacia ella y reconfortarla para evitar que se hundiera en esa nube de voces que zumbaba con malicia.
– ¿Qué es lo que pasa? -preguntó a quienes estaban a su alrededor con toda la dignidad que pudo reunir. Ante todo quería volver a instaurar la calma. «Estoy viejo -pensó-. Todas estas voces y este alboroto me dan miedo.»
– ¡He ganado! -repitió Simún, pero nadie le respondió.
La muchedumbre abrió paso a Mujzen, que seguía acuclillado sobre su camello. Su padre lo llevaba de las riendas, y Tubba, agotado de la carrera, llegaba tras ellos.
– ¡Le ha dado un golpe! -gritó ya desde lejos, jadeando y sin aliento, y señaló a su hermano pequeño, que tenía el pelo lleno de polvo y una salpicadura de sangre en la cara.
– Bueno, bueno -dijo Arik para intentar calmarlo. Miró a Mujzen, que, como todos podían ver, todavía era demasiado frágil para montar camellos. En su porte no se vislumbraba ni pizca de la seguridad que desprendía su hermano-. No es el único que ha caído hoy, ¿verdad?
Sin embargo, la gente sacudía la cabeza. Lo que el viejo había dicho era cierto, lo sabían, pero no les gustaba y no expresaba lo que sentían.
Mujzen alzó un dedo acusador.
– Me ha dado con la fusta en la cara en plena carrera.
Arik alzó las manos con ánimo apaciguador. En la carrera se permitía todo. Todos lo sabían. ¿Por qué iba a estarle eso prohibido a Simún?
Ella echó la cabeza hacia atrás y se rio de las recriminaciones. Hizo chasquear su vara con ánimo festivo y, al hacerlo, mostró el brazo en el que ella misma había recibido también un verdugón considerable.
– Si eres un niño tan pequeño, haberte quedado en casa.
Algunas mujeres sacudieron la cabeza con desprecio. Se alzó un murmullo cada vez más fuerte. Arik vio los rostros hostiles de la gente y también hacia dónde dirigían la mirada. Se acercó a Simún y, con un rápido movimiento, la agarró de la falda y tiró para cubrirle el pie desfigurado, que estaba descalzo y bien visible contra el flanco del camello.
El animal hizo un gesto tan brusco que a la chiquilla le costó controlarlo con las riendas. Fulminó a su abuelo con una mirada de espanto. «Antes no querían más que contemplarlo -parecían decir sus ojos-. Cuando ocultaba mis piernas castamente, como cualquier niña de doce años, todos querían verlas.» ¿Por qué iba a esconderlas de pronto? ¿Ahora que había ganado?
Miró con ojos desafiantes a Tubba, que le sostenía la mirada a punto de lanzarse contra ella. Simún parecía más que dispuesta a pelearse con él, como en los viejos tiempos. Alzó la barbilla todo lo que pudo.
El padre de Tubba lo agarró entonces del hombro. Señaló hacia Mujzen y le dijo algo a su hijo pequeño, que, sin embargo, sacudía la cabeza y oponía resistencia. Su padre, con todo, no hizo caso de mis negativas, le tomó el rostro entre las manos, le obligó a abrir la boca y le enseñó a Tubba lo que había ocultado.
– ¡Al chico le falta un diente! -Lo gritó de súbito y con gran indignación. Una vez, dos veces, cada vez más alto. Se lo hizo saber a toda la tribu-. ¡Le ha hecho perder un diente a mi chico!
El espanto cerró la garganta de Arik. Sin querer, se pasó la lengua por sus tocones de dientes, amarillentos y negros. Un diente era un tesoro; una dentadura sana, el orgullo de un hombre, prueba de su juventud y su fuerza. El pobre desgraciado al que le faltaba alguno era objeto de burlas, y las mujeres lo evitaban dando rodeos. Mujzen tendría que pagar unas buenas arras si quería encontrar a una novia que lo aceptara con semejante defecto. Todo eso cruzó velozmente por su cabeza mientras a su alrededor crecía el alboroto. Se volvió con brusquedad de espaldas al padre de Mujzen y su mirada de reproche. Fue cojeando hacia Simún y tiró de sus riendas.
– Cabalga hasta la tienda -le ordenó- y no salgas de allí.
Esperaba que no hubiera notado el miedo que sentía. Simún quiso alzar su voz:
– No he hecho más que lo que hacen todos -exclamó con indignación, sin estar demasiado segura de a quién dirigía sus protestas, si a los demás o al destino, que se había ocupado de que aquello que todos hacían siempre hubiera acabado en una terrible desgracia en su caso. Era una injusticia. Repitió con obstinación-: Y he ganado.
«Peor aún», pensó Arik, pero no lo dijo en voz alta.
De todos modos, algo debió de leerse en la expresión de su rostro, pues Simún se inclinó hacia él.
– ¿ Acaso no tengo razón? -preguntó, esta vez con un tinte de inseguridad-. ¿No está todo permitido en la carrera?
Arik asintió. Comprendía muy bien su indignación.
– En la carrera todo está permitido -corroboró con tristeza-, pero Mujzen ha perdido un diente. Y tú eres tú.
En el semblante de la muchacha se dibujaron la duda y la obstinación. Arik, en un arrebato, tiró de la niña hacia sí. Por encima del cuello del camello vio que los demás seguían reunidos en grupos, hablando. Toda la familia de Mujzen se había congregado a su alrededor y miraban con ira a la ganadora. Sin darse cuenta, Arik abrazó a su nieta con más fuerza.
– Estoy orgulloso de que hayas ganado -le susurró al oído, y esperó que no hubiese notado el angustiado latir de su corazón-. No ha sido más que una desafortunada desgracia. Ahora ve. -Y la siguió con la mirada.
– No dejes que te provoquen -gritó Simún por encima del hombro, y se despidió con la fusta.
Después desapareció tras la multitud.
Arik se volvió y vio que el anciano del clan se le acercaba. Watar y el padre de Mujzen iban a su lado. Instintivamente apretó la mano con la que sostenía el cayado.
– Esto tiene que terminar, Arik.
Esta vez el anciano no se anduvo con rodeos. Había invitado a Arik a su tienda, había echado a las mujeres y lo estaba agasajando el mismo con un té.
– Pero si no ha hecho nada malo -replicó Arik. Estaba dispuesto a proteger a su nieta hasta donde pudiera-. ¿Qué va a hacerle ella, si es la mejor jinete?
El anciano se sentó con un gemido y se volvió hacia él:
– No tendría que habérsele permitido correr, y lo sabes muy bien.
Arik siguió defendiéndose:
– Nadie dijo nada en contra -adujo-, pero, ahora que ha ganado, los envidiosos no quieren reconocérselo.
– Pues escucha… -replicó el anciano.
Dejó vagar la mirada hacia un lado de una forma muy elocuente, como si quisiera indicar a Arik que mirara allí. Estaban solos en la tienda y, sin embargo, los rodeaban sonidos y voces que llegaban a ellos desde el exterior, desde las hogueras encendidas entre las tiendas, donde la gente se había reunido a conversar bajo el cielo estrellado. Arik escuchó.
No comprendía todas y cada una de las palabras, pero sentía la excitación de fuera, la indignación, la exaltación y -tal como comprendió con asombro- el miedo. En las voces de la gente había un temor que reconoció.
Arik agachó la cabeza. No podía fingir que no sabía de qué le hablaba. Aunque él no lograba comprenderlo, pues todo eso que temían los demás, él lo adoraba: que Simún fuera una muchacha, que su voz no flaqueara al hablar, que montara y cazara como un hombre y que pareciera atravesar con su mirada meditabunda a todos con quienes hablaba. Que una inniyah se la hubiera entregado como obsequio a todos ellos. Sin embargo, él sabía que entre la gente había quien empezaba a murmurar que también había jinn malignos.
Pensativo, miró hacia la entrada de la tienda y vio allí fuera a la esposa del anciano, sentada con sus hijas y sus nueras. Los niños saltaban por entre ellas, que los llamaban, les daban de comer y los regañaban. Los más pequeños se acurrucaban en el regazo de sus madres y escuchaban atentos las conversaciones que tenían lugar por encima de sus cabecitas.
Simún nunca había pertenecido a ninguno de esos grupos, pensó entonces Arik. Le había faltado su madre y nunca había buscado un vínculo con las demás mujeres. Ya de pequeñita prefería acercarse a los niños, con el resultado de que había aprendido a montar muy bien, a pelear y a utilizar la honda. Simún no se interesaba por las interminables historias que las mujeres intercambiaban junto a la hoguera sobre lo que hacían todos los del pueblo, quién amaba a quién y quién era desgraciado con quién. Una vez incluso se lo había dicho ella misma, y a él le había parecido bien. ¿Había sido acaso cómplice de su aislamiento? Arik tuvo la sensación de que, esa tarde, todos los de la tribu estaban sentados en compañía de alguien, incluido él. Sólo Simún, en su tienda, estaba sola sin saber qué la aguardaba.
Tensó los músculos. Se sentó bien erguido y dio un sorbo a su té, pero le temblaba la mandíbula. «Me hago viejo -pensó-. Viejo y débil. ¿Qué será de ella cuando yo ya no esté y tenga que enfrentarse a todos?»
La voz del anciano adoptó un tono conciliador cuando le puso una mano en el hombro y dijo:
– Lo de Mujzen está bien convenido, te lo digo yo. Has hecho lo correcto.
Arik asintió, pero sintió un escalofrío al pensar en ello. El padre de Mujzen, como era de esperar, había exigido una compensación por que su hijo hubiese quedado desfigurado: joyas y ganado que más tarde pudiera añadir a las encarecidas arras que tendría que pagar. Arik no tenía suficiente de ninguna de las dos cosas, de manera que había aceptado la única solución que le quedaba: había ofrecido una novia para Mujzen.
Al recordarlo, sin darse cuenta volvió a sacudir la cabeza. Abrió sus viejas manos gotosas, con las que había sellado el trato, y se las quedó mirando. No sabía de dónde sacaría el coraje para explicárselo a Simún.
El anciano volvió a ponerle la mano en el hombro.
– Ocúltaselo de momento a tu nieta. Enséñale humildad, eso le irá bien como futura esposa. -Asintió-. Por su bien -añadió, y le dio un par de palmadas a Arik en el hombro para infundirle ánimo-. Por el bien de todos.
– ¿Abuelo? -Cientos de preguntas no expresadas y un reproche se escondían en esa palabra con la que Simún lo recibió.
Arik hizo un gesto para que lo dejara tranquilo, estaba cansado. Se derrumbó en su yacija y, sin oponer resistencia, dejó que su nieta se llegara de un salto junto a él, le quitara el cayado y le pusiera una taza en la mano. El vapor del té caliente le golpeó en la cara preñado del aroma de ese cardamomo que normalmente tanto adoraba. Inspiró hondo su fragancia, que le recordaba a tiempos más felices, y se sintió mayor. Entonces sacudió la cabeza y dejó la taza a un lado. «Ya basta de té por hoy.»
Vio el dibujo de la alfombra, desgastado en el lugar donde colocaba siempre los pies al sentarse. Vio las deslustradas manchas de la tetera y los rincones raídos de las pieles de la tienda, y le sobrevino la sensación de que todo había llegado a su fin.
– Abuelo, ¿qué ha pasado? ¿No he ganado?
El anhelo y el tenue desaliento que oyó en su voz le dolieron. Más aún la ilusionada esperanza que percibió también de que él, con sus débiles fuerzas, pudiera arreglarlo todo. Habría preferido verla imperiosa y orgullosa, con un brillo en la mirada, como la había conocido siempre. ¿Dónde estaba su obstinación de antes? ¿Qué la había hecho desvanecerse en ese rato? Ciertamente habría merecido toda su ira, pero su nieta le quitó las sandalias con cierto recelo, le lavó los pies y volvió a ofrecerle la bebida caliente mientras se arrimaba cariñosamente a él.
– Dímelo de una vez.
El abatimiento de Arik no remitía. Miró el pelo de su nieta, negro como la noche, y, al recordar las miradas maliciosas que lo habían seguido mientras caminaba hacia su casa, le saltaron las lágrimas a los ojos.
– Nunca más podrás… -empezó a decir.
Ella enseguida le puso un dedo en los labios. Arik sacudió la cabeza y luego la dejó caer, incapaz de decir lo que tenía que decir. Ambos guardaron silencio durante un rato y escucharon atentamente las voces de fuera. La muchacha se había incorporado y había ladeado la cabeza. Aquí y allá se oía alguna que otra voz más estridente, más fuerte que las demás. Parecían mecerse unas con otras.
– Siempre has dicho que yo era más bonita y más lista que todos ellos. -El tono de su voz era acusador, pero también triste.
– Lo eres -susurró Arik. Sus viejas manos secas crepitaron al acariciarle las trenzas-. Y nada de eso serán capaces de perdonarte mientras sigas viviendo con ellos. Primero tienen que hacerte pedazos para, después, poder convertirte en un cuento. -Lo que dijo le fue brotando a medida que hablaba, y en ese mismo momento un escalofrío le recorrió la columna.
Pensó en Watar, cuyas miradas seguían siempre a Simún por doquier. Sin duda también él los habría visto esa mañana, habría observado cómo se enfrentaban solos a los demás, aislados, amenazados. Seguro que le habría complacido.
Mientras él seguía con sus sombrías reflexiones, Simún dijo:
– Me iré, como mi madre. -Sonó aún con inseguridad.
– ¿Adonde quieres ir? -Arik sintió que se le encogía el estómago. Había temido algo así-. No tienes adonde ir, todavía eres demasiado joven, no…
Como langostas tras la época de lluvias saltaban sobre él motivos con los que retenerla. No había persona en este mundo, nadie, que estuviera esperando a la hija tullida de una concubina. Abrió la boca con intención de decir algo, pero volvió a cerrarla. El rubor afluyó a su rostro; se le partía el corazón por haber pensado siquiera algo así.
Como si hubiese adivinado su pensamiento, ella se irguió aún un poco más. Se quedó mirando la delgada colgadura de la tienda, que los encerraba como en una vaina, pero que al mismo tiempo mantenía el mundo a raya. Igual que el amor de su abuelo, no había sido más que un espejismo de protección. Todo, todo había sido un engaño, sólo la aguardaba la desesperación.
– Eres… -empezó a decir el viejo.
Sin embargo, Simún lo interrumpió de nuevo. Miró al fieltro de lana fijamente, como si allí se dibujara una salida.
– Soy una inniyah -dijo.
Arik la miró boquiabierto. De hecho, su nieta sonreía. Esa sonrisa iluminaba sus rasgos como un destello, sus ojos oscuros brillaban. El viejo sacudió la cabeza sin dar crédito. Sí, pero… ¿Simún lo creía de verdad? ¿Pensaba realmente que las leyes de este mundo no valían para ella? ¿Le habían confundido el juicio los viejos cuentos de niños? El miedo se apoderó del viejo pastor. «Pero ¿qué he hecho? -pensó con horror-. Almaqh, perdóname.» ¿Acaso no parecía una demente? Nunca antes le había parecido tan hermosa como en ese momento, casi sobrenatural, y aun así, aun así… Antes de que el propio Arik comprendiera lo que estaba haciendo, ya había levantado un brazo y le había dado una bofetada. Después se tapó la cara con las manos.
Simún se quedó de piedra allí sentada. No se movió ni dijo nada. Era como si el estruendo del golpe hubiera resonado por todo el cuerpo, hubiera acallado todo lo demás y hubiera detenido incluso el universo. Poco a poco fue comprendiendo lo que Arik decía entre gemidos y gimoteos, con la boca tapada. El viejo se balanceaba hacia delante y hacia atrás al ritmo de sus lamentos:
– No me abandones -decía-. No me abandones.
Simún se quedó en las tiendas de la tribu. Entre ella y el mundo se extendían las montañas, se abría el desierto y su incapacidad de imaginar más allá. No tenía ningún referente de lo que podía esperarla al dejar atrás su cotidianeidad. La bofetada de Arik había hecho huir espantados a los blancos camellos de los jinn. Jamás habían regresado. En su tienda no se explicaron cuentos nunca más. El laconismo de Arik sí persistió, y Simún se acostumbró a ello. Por la mañana, temprano, salía con las cabras y no regresaba hasta el anochecer.
Infinidad de veces al día pensaba Arik: «Mi pequeña paloma, la niña de mis ojos», y alzaba la mano como para acariciar a la ausente. Sin embargo, no decía nada cuando estaba junto a él, y poco a poco eso lo iba asfixiando. Nadie sabía qué pensaba Simún.
La chiquilla había creído que su vida se volvería más complicada después del accidente de la carrera, pero en realidad se había hecho más fácil. No sabía por qué, pero los demás parecían haberse acostumbrado de pronto a su presencia. Le daba la impresión de que le habían adjudicado un lugar en la tribu, no un lugar en el centro, sino en la periferia, en una zona de muda tolerancia. Sin embargo, Simún estaba dispuesta a aceptarlo. No tenía nada más que esperar.
Así llegó el día en que todos asentían complacidos con la cabeza cuando ella pasaba por delante. Recibía saludos desde las entradas de las tiendas, y los contestaba. Nadie le gritaba ya rimas burlonas ni le levantaba el bajo de la túnica. También había pasado ya la edad en la que algo así hubiera sido apropiado. Los muchachos que antes fastidiaban a las chicas, de pronto se mantenían pudorosamente alejados de ellas y se limitaban a lanzarles de vez en cuando nuevas miradas con ojos brillantes. Simún tomaba como una bendición que ninguna de esas miradas estuviera dirigida a ella.
Ya no pasaba las tardes calurosas sola con el rebaño, sino que se minia con las otras muchachas bajo un toldo que montaban.
Buscaban también pastos para todas ellas y se echaban a desperezarse en la cálida sombra, rodeadas por el tintineo de los cencerros de sus cabras. Simún adoraba esas horas de desidia en las que el tiempo parecía detenerse. Le gustaba tumbarse boca arriba y seguir con la mirada las escarpadas paredes de roca del valle, hasta que éste se perdía en el interminable azul del cielo. Al contemplar esa visión azul sentía un hormigueo en su interior. Le encantaba inhalar el aroma de su propia piel, que estaba cálida y húmeda y desprendía una fragancia como de fruta exótica, oscura y dorada, que el viento se llevaba consigo. Escuchaba con atención el pulso de la sangre que latía bajo ella. Nunca se había imaginado más viva que en esos momentos de quietud en los que, sin embargo, todo descansaba.
Lo que ya no le gustaba tanto eran las conversaciones con las demás muchachas, eternas danzas en corro en las que todas esperaban su turno para participar con un par de pasos o una vuelta, un interminable y predecible balancear y oscilar de cuitas y opiniones que siempre eran irremisiblemente las mismas, coloreadas aquí y allá por la enfática nota de la estridente flauta de alguna novedad. Tampoco allí tenía Simún un lugar más que en la periferia del círculo. La toleraban como oyente, aceptaban su aquiescencia, su asombro, una pregunta. Sus opiniones, por el contrario, interesaban poco. La experiencia le había enseñado que todo cuanto explicaba topaba con un asombro extrañado, un titubeo que atascaba la conversación. Por lo visto, nadie sabía qué contestar a nada de lo que decía ella porque lo consideraban demasiado raro. Era como si con sus contribuciones añadiera notas equivocadas a la melodía y a las demás les costara un buen rato volver a encontrar la cadencia y la tonada.
Simún, de todas formas, no se sentía demasiado decepcionada. Desde pequeña se había acostumbrado a estar sola y a no compartir sus experiencias con nadie más que con Arik. Ahora que también él se había convertido en un extraño y que ella había cambiado su compañía por la mera coincidencia espacial con las demás, que dejaban que llevara a sus cabras con ellas, la mayor parte del tiempo se retiraba a lo más profundo de su mundo de sueños.
– Bueno, Hamyim, seguro que pronto cargarás por ahí con el tuyo propio.
El comentario fue recibido con risitas mientras todas se volvían hacia la interfecta. Hamyim se puso colorada, sonrió y se tiró del pelo. Ya no lo llevaba tan desgreñado como antes, cuando andaba con la horda de los niños, sino que se lo trenzaba con pudor y lo ocultaba bajo un pañuelo rosa estampado. En su frente resaltaba ya el complicado dibujo de puntos del tatuaje con que se distinguía a las mujeres casadas. El niño que una vez llevara apoyado en la cadera, su hermano pequeño, tenía cuatro años y estaba jugando algo apartado, entre unas grandes piedras que había al pie de una acacia. Su mirada se volvió instintivamente hacia allí, el árbol tenía unas espinas largas y peligrosas, pero el niño estaba tranquilo y del todo ensimismado.
– Sí-respondió con voz soñadora-. Tendré uno mío.
– ¿No quieres, antes, tener las manos libres durante un tiempo? -Era Simún, que se había incorporado para hacer la pregunta.
La respuesta fue un silencio molesto. Todas las mujeres jóvenes casadas tenían hijos, era importante, era lo que se esperaba. Todas se habrían preocupado de haber sido de otro modo. Además, ¿qué habrían podido hacer para evitarlo? Nadie entendía la pregunta.
Hamyim y sus amigas se miraron durante un rato, cambiaron la postura en que estaban sentadas, juguetearon con sus brazaletes y, al final, la primera interlocutora prosiguió:
– Aunque primero él tiene que ir a visitarte con el vellón de cordero blanco…
Esa insinuación sobre la noche de bodas hizo que todas rieran y soltaran grititos otra vez. El lecho nupcial se cubría con el vellón blanco mientras, fuera, las mujeres se sentaban en círculo y los hombres realizaban la danza tradicional en la que se hacían girar unos a otros como locos para luego caer de cuclillas y saltar todo lo alto que pudieran. Las mujeres tocaban los tambores y soltaban también agudos chillidos gorjeantes. Los ojos de las muchachas jóvenes se fijaban en quién era capaz de dar los saltos más altos y atrevidos. En algún momento de la noche se exhibía el vellón manchado de sangre, se paseaba sostenido en una larga vara y finalmente se quemaba en un fuego crepitante, símbolo de una condición que dejaba de ser, alimento para algo nuevo.
Las muchachas se explayaron con entusiasmo en alusiones a lo que debía de suceder durante la orgiástica celebración dentro de las colgaduras de la tienda, e inevitablemente llegaron a la historia de la muchacha de un pueblo vecino -siempre era en un pueblo vecino- que había perdido la inocencia mientras cuidaba de las cabras y tenía que obrar todo tipo de intrigas para conseguir teñir de rojo su vellón blanco. Las voces se volvían sin querer más bajas y apremiantes mientras fabulaban sobre si habría usado zumo de moras, se habría herido ella misma o habría hecho acopio de la sangre del mes. ¿Y acaso no explicaban también la historia de un seductor que había acabado casándose con su amada y que en la noche de bodas había protegido su honor con su propia sangre? También eso decían que había sucedido en un poblado cercano. Hamyim y sus amigas suspiraron.
Simún, por el contrario, ya no las escuchaba. Se había tumbado y había sacado el colgante de debajo de su vestido para jugar con él. Balanceaba la cadena delante de sus ojos y seguía con la mirada los reflejos de luz roja que arrojaba el rubí sobre su piel. La piedra estaba rodeada de unos dibujos extraños que siempre le habían llamado la atención. Aquello de allí eran los cuernos de Almaqh, el macho cabrío, pero ¿qué significaban esas figuras grabadas en el oro? Reconoció la hoz de la luna menguante, pero la extraña flor de tallo oscilante que había debajo le resultaba desconocida. En ella había unos signos que Arik una vez le había explicado que eran letras.
– ¿Qué son las letras? -había preguntado ella, y como respuesta le había oído explicar que eran símbolos que capturaban las palabras que se decían.
Desde entonces, a veces tenía la sensación de que su madre le hablaba desde esos dibujos. Pasó un dedo por encima con suavidad.
– ¡Aaay, mirad eso!
Mahdab señaló con un dedo a la entrada del valle. La muchacha que estaba junto a ella dio un respingo y, al hacerlo, golpeó a Simún, que enseguida hizo desaparecer el amuleto bajo su pañuelo rojo y miró también a los recién llegados. Su semblante se ensombreció al reconocer a quienes se acercaban. Tubba y Mujzen avanzaban con sus cayados hacia ellas por el cauce seco del fondo del valle.
– Aquí sólo pueden venir las chicas -exclamó Hamyim con alegría-. Ya podéis desaparecer, los dos.
Sin embargo, ya les habían hecho un hueco en la sombra. Todas se recolocaron los pañuelos y los mantones. Las conversaciones cesaron durante un rato, pero pronto revivieron otra vez.
Tubba se sentó cruzando las piernas sin muchos miramientos, se rascó la entrepierna, alcanzó unos dátiles que había en un cuenco de madera colocado en el centro del círculo de muchachas y, mientras masticaba, señaló con la barbilla el tatuaje de Hamyim.
– Bueno, ¿ya has sentido el peso del matrimonio? -preguntó sin dejar de masticar, escupió un hueso y sonrió.
Hamyim le apartó los dedos de un bofetón cuando quiso tocarle la frente, pero rió.
– No tengas miedo -dijo Tubba-. Dicen por ahí de tu amado que es un buen jinete. -Unos grititos de alborozo respondieron al insinuante gesto que hizo con los ojos. Tubba dejó que le cayeran algunos cachetes-. ¡Ay, ay! -exclamó, agachando la cabeza.
De repente agarró una mano que le estaba revolviendo los rizos, tiró de su desconcertada propietaria hacia sí y le dio un beso que resonó en el aire.
Mujzen miraba al corro con cierta incomodidad, pero, aparte de él mismo, nadie parecía haber creído que la insinuación sobre la maestría en el montar fuese una alusión a él ni a su fracaso. Hacía ya cuatro años de aquella carrera, pero él llevaba el recuerdo marcado en la cara. Se esforzó con timidez por sonreír con los demás. Sin embargo, todas las chicas que se cruzaban con su mirada se cubrían el rostro con su pañuelo, avergonzadas, y bajaban los párpados. «No les gusto -pensó Mujzen-, y es por culpa tuya.» Lanzó una mirada furiosa en dirección a Simún, que se encogió de hombros y miró para otro lado.
– Eh, Mujzen, ¿tú qué dices? ¿Quién de los dos saltará más alto bailando? -Tubba le dio unos golpecitos afables en el hombro.
Mujzen bajó la cabeza. No aprovechó la oportunidad que con camaradería le ofrecía su hermano para permitirse una pequeña jactancia.
– Tú, desde luego, lo sabes muy bien.
Las eses le siseaban de forma extraña al hablar a causa del incisivo perdido. Normalmente se esforzaba por ocultarlo, pero ese día le faltaba la presencia de ánimo, y tener a las muchachas cerca lo ponía nervioso.
Mahdab ocultó la parte inferior de su rostro con su pañuelo rosa y le lanzó a Hamyim una mirada que hizo que ésta se desternillara de risa.
– Recita tan dulces poesías -ceceó alguien en voz baja.
Mujzen lo oyó y apretó los dientes con fuerza. Sin darse cuenta se puso a jugar con la lengua en el agujero del diente, pero entonces se le ocurrió que alguien podía verlo y cerró también los labios. Todo quedó en silencio.
– Bueno, Hamyim, ¿cómo es…? -empezó a preguntar Tubba. Un grito del hermano pequeño de Hamyim lo interrumpió.
La muchacha les dirigió a todos una mirada de disculpa y se levantó. Sin darse demasiada prisa se fue para allá, refunfuñando ya desde lejos:
– Te he dicho un centenar de veces que no acerques los dedos a las espinas, que te… -La palabra se le quedó atascada en la garganta al acercarse. Se quedó paralizada a pocos pasos del chiquillo-. No te muevas -susurró, pero él echó a correr hacia ella y se aferró a su pierna, llorando.
A la serpiente a la que habían molestado aquello no le gustó nada. Irguió su ancho cuello y balanceó la cabeza amenazadoramente hacia uno y otro lado ante los dos hermanos. Su larga lengua negra siseaba entrando y saliendo de sus fauces. Hamyim no se atrevía a arrodillarse para coger a su hermano en brazos y le puso las manos en la cabeza, impotente. No apartaba la mirada del animal.
– ¿Tubba? -llamó con voz trémula.
El joven acudió presuroso a su llamada y sacó el arma de su cinto en plena carrera. Justo antes de llegar a donde estaba ella, se detuvo con brusquedad. La daga que asía en su mano era lamentablemente corta y la serpiente, la más grande de todas las que había visto hasta entonces. Tubba lo pensó un instante.
– No he traído la honda -le dijo a la temblorosa Hamyim-. Espera… -Miró febrilmente en derredor y luego se agachó para coger una piedra que sopesó lanzándola con poca fuerza al aire. Las demás muchachas se habían apiñado a su espalda-. No te muevas. Intentaré… -Apuntó mientras hablaba y luego lanzó.
Sin embargo, la piedra erró el blanco. Rebotó en el suelo y llegó rodando hasta la cola del animal sin hacerle daño alguno. La serpiente, siseando de excitación, se abalanzó hacia delante. Hamyim gritó, pero justo entonces se oyó una vara cortando el aire. Todos oyeron el golpe seco de la madera en la carne y vieron cómo el largo cuerpo de la serpiente salía despedido. Cayó al suelo con pesadez, a unos pasos de la acacia, pero viva todavía. Se retorcía sobre sí misma en interminables lazos, como si quisiera quitarse de encima el dolor causado por el varazo de Simún.
Las muchachas la miraban paralizadas por la repugnancia.
– ¡Qué grande es!
– ¡Y negra como un demonio!
– ¡Seguro que es un espíritu maligno! -exclamó Mahdab, y se besó presurosa el nudillo del pulgar para ahuyentar los malos augurios.
– Mátala, Simún.
Ése era Tubba, que hacía retroceder a las muchachas que se asomaban por encima de su hombro y su brazo, que había extendido para protegerlas. Hamyim había vuelto a subirse a la cadera a su hermano pequeño, que se aferraba a ella con unos ojos grandes y bañados en lágrimas.
Simún, con el bastón aún en las manos, se acercó unos pasos más a la serpiente. Fue como si el animal reconociera a su atacante, pues apenas se aproximó la muchacha, dejó de retorcerse, se estiró cuan larga era y salió huyendo, dejándolos a todos sobrecogidos.
– Por Almaqh -susurró Tubba sin tener en cuenta que las muchachas pudieran oírlo-, era tan gruesa como mi brazo. -Y en voz más alta insistió-: Mátala de una vez.
– Mátala tú con tu piedra -replicó Simún, y añadió con sorna-: Ah, es verdad, nunca has tenido mucha puntería.
El rechazo de los demás azuzó su obstinación. Ya no tenía miedo, así que contempló al animal con gran curiosidad. Sus escamas eran de un negro brillante y duras como una coraza. A ambos lados de la cabeza, por el contrario, eran más claras y casi relucían como en un tono dorado.
Sí, al mirar con detenimiento parecía que todo su cuerpo estuviera recubierto por una delicada redecilla de oro. Con qué elasticidad se movía…
– Es preciosa -exclamó Simún sin darse cuenta mientras contemplaba fascinada los movimientos de la serpiente.
Nunca antes había visto tan de cerca ese deslizamiento espectralmente ligero, esa elegancia, ese poder insondable. Se le erizó el vello de toda la espalda, pero aun así siguió al reptil, con la vara levantada aunque sin golpear.
La serpiente se dirigió entonces hacia la acacia, entre cuyas largas espinas desapareció sin perder un instante. Simún se agachó un poco y vio aún una de sus brillantes curvas negras rodeando una de las peligrosas espinas. Hurgó con el palo tras ella y, descubierta, la hizo salir de su escondite por un lateral. El reptil se deslizó a gran velocidad por el suelo polvoriento para alejarse y se dirigió hacia el solitario toldo de las muchachas. Mujzen, que era el único que se había quedado allí, la vio acercarse.
– ¡Quiere comerse a Mujzen! -fue el estridente grito de Mahdab.
– ¡Pero mátala de una vez! -La furia hacía temblar la voz de Tubba.
Empujó a las muchachas hacia atrás y se dirigió a la acacia para buscar un palo él mismo.
– Enseguida -repuso Simún-. Sólo quiero ver… -No terminó la frase.
El pobre Mujzen estaba paralizado. Lo único que logró hacer fue acercar las piernas más al cuerpo y quedarse mirando al animal, pero la serpiente rodeó la desconocida textura de la manta de piel de cabra sobre la que estaba sentado. Dejó al joven en paz y siguió deslizándose.
– Mirad, si no hace nada.
Simún apenas le dirigió una rauda mirada a Mujzen y, agachada, se apresuró tras el objeto de su curiosidad. Las voces de los otros quedaron atrás. Pronto había desaparecido por un recodo del estrecho valle.
Tubba y los demás la seguían con la mirada sin poder creer lo que veían.
Mujzen volvió entonces en sí.
– Qué repelús -espetó, y se frotó los brazos.
Sus palabras fueron recibidas con histéricas risas de alivio. Cuando Simún regresó, la sombra de la pared de piedra del oeste cubría ya el cauce seco del uadi.
– ¡Anda, ahí estás! -La bienvenida sonó sarcástica.
A Simún le sentó como una bofetada. Acababa de vivir una serie de experiencias que clamaban por ser compartidas. Le hubiese encantado explicarle a alguien lo maravillosamente hermoso que le había parecido el animal, y con qué habilidad había escapado de ella hasta colarse en su madriguera por un agujero que había entre las rocas. El brillo de sus escamas y la majestuosidad del cielo solitario que se extendía allí, al otro lado del valle. Sin embargo, ninguno de ello querría oír nada de eso. «Al menos podrían darme las gracias -pensó con acritud, mientras se mordía los labios-. ¿Acaso no he salvado a Hamyim y a su hermano?» Pero ¿a quién miraban como a su héroe? A Tubba, que se había quedado allí plantado y no había hecho más que empeorar las cosas. «Es como si todos me odiaran.»
Simún tragó saliva, pero no hizo más que encogerse de hombros.
– ¿Es que ahora nos ayudáis a vigilar las cabras? -le preguntó a Tubba, y pasó de largo junto a él para ir en busca de su rebaño-. ¿Cómo, si no, es que estáis aquí todavía?
Tubba puso los brazos en jarras, pero fue Hamyim quien respondió:
– Nos protege de las serpientes, por si te interesa saberlo. Gracias a ti siguen acechando por aquí.
Mujzen la secundó:
– ¿O esss que acassso la hasss matado?
– ¿Qué dicesss? -repuso Simún con mofa, y rio-. ¿A esssa serpiente tan hermosssa? -Miró al corro, pero nadie se unió a su broma.
Volvió a encogerse de hombros y se fue hacia sus cabras, las contó, acarició sus pelajes y regresó después al toldo, que ya quedaba completamente en sombra.
Nadie la miró siquiera cuando se sentó. Todos estaban curiosamente ocupados unos con otros.
Simún sacó hacia delante la mandíbula inferior, pero antes aún que pudiera decir nada, Hamyim se le adelantó:
– Nos has puesto a todos en peligro -le recriminó-. Has puesto en peligro a Mujzen…
– Eso es -terció Tubba, y le puso una mano en el hombro a su hermano pequeño, que se la quitó de encima con una sacudida molesta.
– Y después vas y desapareces como si nada, pero ¿tú en qué estabas pensando?
A Simún le molestaron mucho esos reproches y la ingratitud con que la recibían.
– Habría sido bien tonta -replicó, por tanto, algo más alto de lo que hacía falta- si hubiese matado a mi propia suerte.
– ¿Que quieres decir con eso? -La voz de Tubba sonó desconfiada.
Simún le dirigió una mirada de soslayo.
– Lo que oyes. Esa serpiente me traerá buena suerte. Me lo ha prometido.
– ¿La serpiente te ha prometido eso? -Mahdab miraba boquiabierta a Simún.
La muchacha alzó las manos.
– Pues claro que sí. No era una serpiente normal y corriente, ¿es que no os habéis dado cuenta?
Tubba resopló:
– Bah, pues a mí bien que me lo ha parecido.
– Sí -apuntó una muchacha-, pero era la más grande que he visto jamás.
Otra voz le dio la razón:
– Si eso era una serpiente, es que era la reina de todas las serpientes.
– ¿Alguna vez habíais visto alguna tan negra?
– ¿Y esos ojos? ¿Habéis visto qué ojos tenía? -Las muchachas se pisaban las frases unas a otras. Incluso Hamyim intervino en el coro-: Tenía los ojos rojos, una cosa muy rara. Me han dado escalofríos por la espalda.
– ¿Cómo te ha hablado? -preguntó Mahdab, volviéndose hacia Simún.
También las demás rogaron:
– ¡Cuenta, cuenta!
Tubba se limitó a hacer un gesto despectivo con la mano, como si aquello no le importara lo más mínimo, pero también él se quedó allí sentado.
– Bueno, pues he trepado tras ella -empezó a explicar Simún-. La verdad es que ha sido muy complicado no perderla de vista, porque iba más rápido que el fluir del agua, y era silenciosa.
– Un agua que fluye monte arriba -apuntilló Tubba, y se dio unos golpecitos con el índice en la sien, pero nadie le hizo caso.
– Al cabo de un rato me ha dado la impresión de que sabía muy bien adonde iba. Y, efectivamente, cuando hemos dejado atrás las agujas de piedra, ¿sabéis esas agujas rojas?, pues ha torcido subiendo por la colina del este, donde hay un saliente con un solitario árbol del incienso, y ha desaparecido por un agujero que hay entre sus raíces.
¡Un árbol del incienso silvestre! Las muchachas se miraron unas a otras de forma muy significativa. Cuando sucedía algo maravilloso, sucedía siempre cerca de ese valioso árbol. Lo sabían por las historias de Watar. Su repugnancia remitió y siguieron el relato de Simún con creciente entusiasmo.
– He intentado meter el palo por él, pero el agujero era muy profundo, más profundo que cualquier otro que haya visto nunca. Cuando me he arrodillado para intentar mirar lo más al fondo que pudiera, de la oscuridad ha salido una voz que me ha hablado. «Déjame», ha dicho. «Y yo te recompensaré con riquezas.» Ya podéis imaginar cómo me he asustado. He dado un salto y he mirado en derredor, por si alguien estaba intentando reírse un rato a mi costa.
Su mirada recayó entonces como por casualidad en Mujzen, que tenía los hombros tensos de rabia. Simún prosiguió-: Pero no había más que dos milanos dando vueltas en círculo a gran altura. La voz, empero, salía de la tierra, era clara y bonita, y ha repetido: «Te traeré buena suerte si me ayudas.»
Simún miró a lo lejos con ojos soñadores; de soslayo, sin embargo, observaba al grupo de oyentes. Podía estar contenta con la atención que recibía.
– Entonces me he arrodillado más aún y he gritado por el agujero: «¿Quién eres? ¿Qué debo hacer por ti?» Me he sentido un poco tonta…
– ¡Ja! -espetó Tubba en ese momento.
Simún no hizo caso:
– … y he pensado que a lo mejor me lo estaba figurando todo. Entonces la serpiente ha sacado un poco la cabeza por la abertura. Sí que es verdad que tiene los ojos de un rojo muy brillante, como has dicho tú, Hamyim. -Asintió con aquiescencia en dirección a la muchacha-. Y mientras me miraba con ellos, me he sentido muy extraña.
Por primera vez miró a los demás a los ojos, y a ellos les pareció que algo extraño se escondía en esa mirada, como si estuvieran viendo los purpúreos iris de un espíritu.
– ¿Qué te ha dicho la serpiente? -Mahdab fue la primera en recuperar el habla.
Simún sonrió con superioridad.
– Me ha pedido que le lleve leche. «Tráeme un cuenquito el primer día», ha dicho. «Entonces mi cuerpo negro se tornará de bronce. Tráeme otro cuenquito el segundo día, y mi cuerpo de reflejos rojizos se volverá de plata. El tercer día tráeme un último cuenco, y así mi cuerpo plateado se hará de oro puro.»
– ¿Y después? -preguntó Hamyim, casi sin aliento, cuando Simún hizo una pausa.
La muchacha la miró fijamente.
– Después tengo que desenterrarla de debajo del árbol del incienso. Las raíces albergan un tesoro, me ha dicho, que me pertenecerá. -Se encogió de hombros, como si no fuera con ella.
– Sí, pero ¿qué será de la serpiente? -insistió Hamyim.
Simún sacudió la cabeza.
– Eso no puedo desvelarlo -contestó.
Todas la asediaron a preguntas, e incluso Tubba arrugó la frente de rabia mientras pensaba cómo podía obligarla a que lo desembuchara todo. Simún se hizo de rogar un rato y después explicó:
– Bueno, seguro que mal no hará. Pero tenéis que prometerme que no vendréis detrás de mí cuando llegue el momento y vaya a buscarla. -Se inclinó hacia el corro y susurró-: La serpiente es una muchacha, una inniyah hechizada, y cuando se haya deshecho de su piel dorada volverá a ser libre.
Ufana, tras esas palabras volvió a enderezarse y dejó a los demás murmurando suposiciones.
Tubba fue el primero en recuperar el aplomo:
– Y pretenderás que te tome en serio…
Simún lo miró directamente a los ojos.
– No -respondió para sorpresa de todos. Se encogió de hombros, se recostó otra vez y se puso a jugar con su colgante como si nada-. No lo pretendo. Yo de ti no pretendo nada. Porque de estas cosas no tienes ni idea.
– ¿Ah, no? -replicó Tubba, y cruzó una rauda mirada con su hermano pequeño, que seguía la disputa con nerviosismo-. Pero tú sí que entiendes mucho de esto, ¿verdad? -Extendió mucho los brazos, como si quisiera mostrarle a Simún el mundo entero-. Tú eres de esas que saben de princesas hechizadas, de esas que hablan con las serpientes. Ja. -Su risotada fue despectiva.
Hamyim y sus amigas guardaron silencio. A ojos de ellas, Simún era precisamente de ésas, sí, y con un escalofrío recordaron su procedencia y ese pie que hacía ya tiempo que no veían, pero no dijeron nada en voz alta.
Simún, por el contrario, respondió con firmeza y claridad:
– Pues sí, si tanto te interesa.
– Ah, ¿y cómo es eso? -Tubba sonrió con malicia-. ¿Porque eres una lisiada?
Mujzen inspiró con sobresalto. Su mirada saltaba sin cesar de Tubba a Simún.
La chica se irguió con orgullo.
– Porque soy una inniyah. -Dejó que su frase pendiera un rato en el aire-. La muchacha serpiente sirve a mi padre. El la hechizó, yo puedo liberarla.
Todo eso lo dijo como si fuera la cosa más natural del mundo, y al hablar hizo balancear su colgante para que el sol recayera sobre la talla de rubí y la hiciera refulgir de rojo. Mahdab lo señaló enseguida con el dedo y exclamó algo. Simún lo confirmó asintiendo con la cabeza:
– Es su ojo, sí. Y debajo… ¿Veis esa línea sinuosa? Es el símbolo de la serpiente. Ella lo ha visto cuando la he golpeado. Por eso ha hablado conmigo.
Se puso en pie de un salto e hizo ademán de marcharse.
– ¿Qué haces? -quiso saber Tubba, receloso.
Simún alzó en alto un cuenquito de madera.
– Voy a llevarle leche. ¿No acabo de explicároslo?
Dicho eso, se dirigió hacia el valle. El suelo pedregoso quedaba ya completamente cubierto por la sombra. Tubba dirigió una mirada al cielo, sondeando la oscuridad de su azul. Al oeste se veía un velo de niebla de color rosado y, por encima de él, el horizonte se teñía de verde.
El crepúsculo caía deprisa en la región. Antes de que se dieran i cuenta, ya estaría oscuro. Algunas muchachas empezaron a llamar a sus cabras. ¿De verdad quería Simún vagar de noche, sola, por ese desierto?
– No te atreverás -dijo, y la miró con desafío.
Simún bamboleó las caderas dando unos cuantos pasos.
– Eso lo dices sólo porque tú no te atreves.
Su risita de superioridad hizo enfurecer a Tubba, que se puso en pie de un salto y le quitó el cuenco de la mano.
– Si hay que liberar a alguna princesa, entonces seré yo quien…
No dijo más: su hermano Mujzen se había abalanzado hacia ellos y le había arrebatado el cuenco de madera.
– Yo lo haré -anunció. La emoción lo había dejado casi sin aliento-. Yo… -tomó aire-… solo. Yo… -Fuera lo que fuese lo que iba a decir, no logró pronunciarlo.
En lugar de eso, miró a Simún y a su hermano con unos ojos que eran mitad súplica y mitad odio. Enseguida emprendió el camino.
Tubba se lo quedó mirando sin poder decir nada. Al cabo, jadeó profundamente y se volvió hacia la muchacha.
– Si le pasa algo, esta vez no te irás de rositas. ¿Te queda claro? -Y la dejó allí plantada.
Las muchachas se apresuraron a levantar el campamento con congoja. Simún se unió a las que desmontaban el toldo. Mientras doblaban las telas y recogían los palos, Mahdab le preguntó:
– ¿De veras es cierto lo que has explicado de la muchacha serpiente?
– Claro que sí-contestó Simún con tedio.
No pudo evitar sonreír al pensar en Mujzen. El muy bobo se había buscado pasar una noche solo en las montañas. Ya lo veía acuclillado delante de un agujero, hablándole al negro aire. Se lo tenía merecido.
Mahdab retrocedió unos pasos con expresión dubitativa y les cuchicheó algo a sus amigas. Juntas echaron a andar sin esperar a Simún. Sólo una se le acercó a todo correr cuando las otras no se dieron cuenta. No era mucho más joven que las demás, pero sí de una fragilidad casi alarmante. Tenía la piel pálida, casi transparente, lo cual contrastaba insólitamente con sus gigantescos ojos, de un brillante castaño cálido. Nunca hablaba mucho en el gran corro del mediodía.
– Yo creo que cuentas unas historias fantásticas -susurró a toda prisa, y miró hacia atrás por encima del hombro, como si no quisiera que nadie se enterase.
Simún se quedó tan sorprendida que no supo qué decir.
Shams se limitó a asentir. Ya estaba a punto de alejarse, rauda y veloz, pero se volvió un instante más.
– Y has sido muy valerosa con la serpiente.
Simún se la quedó mirando sin salir de su asombro. En su interior se despertó una cálida emoción, aunque le hacía demasiado daño para ser alegría. Un nudo doloroso asomó a su garganta, tuvo que tragar saliva para contener las lágrimas. «Gracias», le hubiera gustado decir, pero no fue capaz más que de alzar una mano como despedida, un gesto al que Shams correspondió con disimulo y roja de contento antes de correr hacia las demás.
También Hamyim se le acercó aún y se dirigió a ella en un tono cargado de reproche:
– No deberías haber tratado a Mujzen con tanta dureza -dijo. Simún se frotó la cara con obstinación y silbó para llamar a sus cabras.
– ¿Por qué no? -preguntó con una voz ronca que no acababa de obedecerla-. ¿Porque está lisiado? -«También yo», pensó. «¿Y acaso ha hecho eso que alguno de vosotros seáis más benévolos conmigo?»-. También vosotras os habéis reído de él -añadió, y dio media vuelta para seguir a sus animales.
Hamyim la retuvo agarrándola del brazo.
– Pero nosotras no estamos prometidas con él.
Dicho eso, se recolocó el pañuelo con mucha dignidad y se fue.
En las tiendas cundió la inquietud al ver que había caído la noche y Mujzen todavía no había regresado. Los mayores llamaron a Hamyim y escucharon de sus labios que el muchacho había ido a llevarle un cuenquito de leche a una serpiente que vivía debajo de un sagrado árbol del incienso para que pudiera convertirse en una inniyah.
Hamyim profirió su relato con una voz clara y segura. Cuando le preguntaron cómo sabía todo eso, señaló a Simún y reparó, no sin satisfacción, en la desconfianza y la ira que asomaron en los rostros de los hombres. La mandaron salir con un gesto de las manos y ella obedeció. Antes aún de que las colgaduras de tela de la entrada se hubieran cerrado tras ella, se levantó el vocerío.
No fueron pocos quienes se llevaron los amuletos a los labios y comentaron que aquel asunto podía esconder algo serio. En el fondo, era lo que habían estado esperando desde que Arik llegara con esa niña contrahecha. Otros, entre ellos el padre de Mujzen, escupieron furibundos en la arena. Todo aquello eran historias, puro teatro. Después de lo sucedido en la carrera, hacía años que debieran haber abandonado a esa chica a su suerte en el desierto. Los hombres lo miraron sin decir nada y él vio en sus ojos el desconcierto y el temor que se apoderaba de ellos siempre que hablaban de Simún. Uno lo expresó en voz alta:
– Si la expulsamos y es una inniyah, entonces ¿qué…?
La presencia de Simún durante todos esos años les había infundido miedo. Sin embargo, precisamente el miedo les impedía emprender ninguna acción contra ella.
– Os digo que son cuentos -gritó una voz como un graznido.
– Pero el cuñado de mi sobrino, del clan del macho cabrío del otro lado de la montaña, me explicó una vez que uno de sus guerreros había… -El orador narró su relato, una historia como las que contaba Watar junto a la hoguera, como las que todos conocían-… y encontró en aquel lugar un pedazo de plata -termino.
¿Aquello que les estaba sucediendo a ellos sería algo de la misma naturaleza? ¿Una de esas leyendas que siempre habían creído ciertas? ¿Regresaría Mujzen a casa con un tesoro? Watar, pidieron que acudiera Watar para que les diera su interpretación. Su ojo era clarividente.
El anciano intentó hacerlos entrar en razón.
– Con jinn o sin jinn, el chiquillo está solo ahí fuera, en la oscuridad -opinó-. De eso debemos ocuparnos.
Los mayores callaron. Nadie salía del campamento durante la noche, ya que en la negrura acechaban depredadores y espíritus malignos. Se quedaba uno junto al fuego, en la segura protección del resplandor, y le rezaba a Almaqh, cuyos cuernos relucían en el cielo, para que el sol dador de vida volviera a salir por la mañana. La oscuridad de la noche estaba entretejida de desgracia, y lo que la desgracia se llevaba consigo estaba perdido para siempre. Sus antepasados siempre habían matado a palos a quienes, extraviados, habían pasado la noche fuera y regresaban por la mañana. Lo hacían para proteger a la tribu, porque no se sabía con qué poderes se habrían encontrado ni qué desgracias traerían quizá consigo. De eso hacía ya mucho, pero, aun así…
– El pastor va en busca de su oveja descarriada -dijo el anciano.
Nadie respondió.
El padre de Mujzen escarbaba con los pies en la alfombra.
– Mujzen es un joven valiente -anunció.
Sin embargo, su mirada vagó sin encontrar la de sus vecinos. Todos agachaban la cabeza. En su fuero interno se preguntó por qué no habría sido Tubba; Tubba, que lo conseguía todo. Seguro que Tubba habría logrado volver a casa.
Justo entonces entró en la tienda el muchacho, como si hubiera oído su nombre. Irrumpió precipitadamente, sin preocuparse del silencio que reinaba en la reunión.
– Padre, tenemos que… -empezó a decir, pero su padre lo hizo callar con un gesto airado.
– ¿Qué se te ha perdido a ti en el consejo, muchacho? -lo conminó-. ¿Acaso te he educado yo así? ¿Han de pensar los demás que mi hijo no tiene ningún respeto y no me obedece?…
Iba a seguir con su letanía, pero el anciano lo disuadió con un gesto y se volvió hacia Tubba:
– ¿Qué tenemos que hacer? -preguntó con gentileza.
El joven bajó la cabeza con timidez y no respondió enseguida, pero no tardó en alzar de nuevo la barbilla bruscamente.
– Tenemos que ir a buscarlo -pidió-. Él… -Tubba se mordió los labios-. Él solo no sabrá arreglárselas.
Su padre profirió un gruñido de protesta. Ambos se miraron a los ojos en silencio. Fue Tubba quien volvió a hablar primero:
– Sólo lo ha hecho porque Simún se estaba burlando de él. Ha salido corriendo como un niño terco. Creo que quería demostrar algo. -Se quedó callado. No sabía cómo expresarlo con mayor exactitud. Pensó en su mano, posada sobre el delgado hombro de Mujzen, y en cómo su hermano se la había quitado de encima, en la inseguridad que veía en sus ojos cada vez que lo impelía a hacer algo. Entonces volvió a oír la voz burlona de Simún, y las imágenes se desvanecieron-. Ella tiene la culpa de todo -acusó. Él mismo se sorprendió de lo fuerte que había sonado su voz-. Ella tiene la culpa -repitió, no obstante, con obstinación-. Lo ha hechizado con sus disparates.
La discusión volvió a encenderse de nuevo, pero pronto quedó interrumpida por la llegada de otra persona.
– ¡Watar!
El cuentacuentos fue recibido con exclamaciones de alivio. Le hicieron sitio y le invitaron con gestos a sentarse en el consejo. Todos querían ser los primeros en hablarle de Mujzen y la serpiente mágica.
– Watar, dinos qué crees tú de esta historia.
El cuentacuentos seguía de pie entre ellos, acariciándose la larga barba, que hacía que su rostro alargado y de nariz prominente pareciera talmente una máscara estrecha. Al final sacudió la cabeza.
– Serpientes, tesoros. ¡Con qué os entretenéis aquí sentados! -Extendió los brazos como si quisiera abarcar a todo el corro. Los mayores enmudecieron-. Hermanos -dijo Watar-, ha llegado, lo he visto. Nuestro señor Afrit. -Ese nombre retumbó como un tambor oscuro por la tienda-. Venid conmigo a ver. Venid y rezad.
Conmocionados, lo siguieron al exterior de la tienda y miraron al cielo. Allí, sobre las montañas, donde la mole negra de la piedra empujaba al estrellado cielo nocturno, allí crecía algo. Una franja negra, más negra aún que la noche, más negra que las montañas, crecía oscura y amenazadora, devorando las lucecitas de las estrellas.
– Afrit -murmuró Watar, y alzó las manos-. Llegará esta misma noche.
Los hombres miraron fijamente a las nubes que surgían frente a olios, acumulándose cada vez hasta más arriba. En las montañas descargaría una tormenta tal como no la habían visto sus abuelos; lo presentían. Se precipitaría como un depredador sobre las piedras, imprevista y repentina, y engulliría rugiendo cuanto encontrara a su paso. La tierra se empaparía, pero al cabo de pocos días volvería a yacer sedienta bajo el sol. Cuanto creciera allí sería una bendición para ellos. Lo que lo haría crecer, su muerte; a menos que lo apaciguaran y le mostraran veneración.
Los hombres se arrodillaron y alzaron las manos como Watar, con las palmas hacia el cielo. Le rezaron a Afrit, el poderoso demonio del agua. Le pidieron humedad y ricas cosechas para tener con qué alimentar al ganado, agua para los pozos, pero rogaron indulgencia para sus animales y para ellos mismos. Afrit despertaba espanto, era tan terrible como su poderoso semblante, el que en esos momentos crecía por encima de ellos, en el horizonte.
El anciano se había erguido.
– ¡Reunid al ganado! -exclamó. No quería arriesgarse a que una cabra extraviada se ahogara ni a que la tribu perdiera alguno de sus valiosos camellos. Más de uno había huido, invadido por el pánico en una tormenta, y no había vuelto a saberse de él-. Llevadlo a la garganta y atrancad la entrada.
Cada cual se fue en una dirección para ocuparse de ello. Tubba agarró a su padre del hombro.
– Ya, pero Mujzen… -balbuceó de nuevo, y señaló hacia las montañas por las que había desaparecido su hermano.
Las cimas ya no se veían bajo el manto de densas nubes. Una ráfaga de viento frío les azotó la cara. Instintivamente, inspiraron hondo y la olieron, igual que la olfatearon los animales en sus dehesas y empezaron a chillar con nerviosismo. Ahí estaba, extraña, amenazante y prometedora: la lluvia.
La mano del anciano cayó pesada sobre el hombro de Tubba, que sacudió la cabeza, despacio al principio, con más fuerza después, y finalmente se zafó de él.
– ¡Voy a buscarlo! -exclamó el chico.
Su voz quedó sumergida en un rugido profundo y lejano. Su padre se estremeció y enseguida extendió una mano para detenerlo, pero él ya había echado a correr. Su veloz silueta desapareció entre las piedras.
– ¡Tubba!
Fue un grito de lamento. Cuando se volvió, su mirada recayó en una tienda, la única en la que no se veía trajín. Silencioso y calmo se veía el resplandor del fuego en la ranura de la entrada. Blandió un puño amenazador en esa dirección. Ella, ella tenía toda la culpa. Entonces se fue a poner a salvo su ganado.
Simún y su abuelo estaban sentados en silencio junto al fuego. Todo había sido dicho ya. Ella le había preguntado si era cierto que Mujzen era su prometido. Arik lo había confirmado. La compensación que exigiera el padre de Mujzen por el diente había sido demasiado elevada.
– Eso o morir de hambre -dijo el viejo.
Simún habría preferido morir de hambre, sin dudarlo.
– ¡Pero si ni siquiera es un hombre! -exclamó, indignada-. Si tiembla delante de mí, sólo con verme.
Mujzen y su ceceo, Mujzen y su semblante perpetuamente ofendido. Cuanto más intentaba imaginarlo, menos lo comprendía. Entonces le vino un nuevo pensamiento: ¡Mujzen y el vellón de cordero blanco! Las historietas de los mediodías con las muchachas adquirieron de súbito un significado completamente nuevo. Vio a los bailarines con sudor en la frente, vio las miradas ardientes de los espectadores. Vio a Mujzen, que entraba en la tienda y se quedaba de pie ante ella. Mujzen, que… Ahí le falló la imaginación. En lugar de seguir por ese camino, Tubba se coló en su pensamiento. Tubba, que le daba unas palmadas a su hermano en el hombro y le susurraba unos consejos al oído. «Mi hermano es un buen jinete», oyó que decía. Simún zarandeó la cabeza.
– Jamás -anunció.
Arik movió la cabeza como si no la hubiera oído bien.
– Lo cuidarás, lo respetarás y serás una buena esposa para él -dijo, en voz baja y modesta, como si afirmara lo evidente.
Simún no lo comprendía. ¿De qué estaba hablando? Su abuelo repitió su frase una vez más, con énfasis. Simún lo oía, pero no entendía nada. No entendía que esa imagen de su vida futura era una esperanza a la que Arik se aferraba, una esperanza en todo caso débil, que menguaba como las ascuas de un fuego que se extingue y que él atizaba con el aliento de esa frase.
Arik no estaba sordo, había oído gritar a los animales, no estaba ciego y no se le había pasado por alto que en el tiro del hogar habían desaparecido las estrellas. Incluso dentro de la tienda podía oler eso que los demás olían también y que Simún no conocía: el aliento lejano de la lluvia. Sabía que había llegado el día, y aun así seguía aferrándose a aquella ilusión: Simún, una mujer hecha y derecha, puede que no feliz, pero sí resignada a su destino, bella e íntegra, con un niño en la cadera, su bisnieto… Arik gimió. Un trueno ahogó su voz. Fue entonces cuando Simún levantó la mirada del fuego, al que llevaba largo rato mirando obstinadamente.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó.
Arik no respondió. Había alguien en la entrada de la tienda. El viejo ya se había dado cuenta, pero Simún no lo vio hasta que se acercó al resplandor del fuego. Era Watar.
– Ha llegado el momento -dijo el cuentacuentos.
– ¿El momento de qué? -preguntó Simún enseguida, y alzó la cabeza. No soportaba al cuentacuentos ni esa forma sigilosa que tenía de entrar en las tiendas de otras personas. ¿Es que no podía esperar fuera y llamar, como hacían todos los demás cuando iban a visitar a alguien? Se comportaba como si el poblado y todos sus habitantes fueran de su propiedad. Watar extendió una mano para acariciarle la cabeza, pero ella se zafó como hacía siempre-. ¿El momento de qué? -insistió, levantando la voz.
Su mirada iba una y otra vez del cuentacuentos a su abuelo, pero de ninguno de ellos recibía una respuesta.
Watar señaló a la entrada con la mano.
– Ha llegado la hora -dijo-. Tú lo sabes.
Arik no daba muestra alguna de haber oído una sola palabra. Seguía mirando fijamente al fuego. Watar se acercó más y se inclinó sobre él.
– Entrégamela ahora mismo -exigió.
Arik se puso en pie tan repentinamente que hizo retroceder al hombre. Ahogando un grito, el cuentacuentos se tambaleó hacia atrás varios pasos y después entornó con fastidio sus ojos pequeños. Arik estaba allí de pie, con su cayado en la mano. Todavía no había dicho nada, su rostro era pétreo.
Watar se arregló la vestimenta y se sacudió la arena de los zapatos. Reflexionó. Alguien lo llamaba fuera. Una vez más paseó su mirada por el viejo y la muchacha.
– Muy bien -dijo entonces, como quien se da por satisfecho de momento-, vendré por ella mañana. ¿Me has oído, viejo? ¡Mañana! -Su voz sonó imperiosa y amenazante.
Simún se levantó instintivamente, dispuesta a defender a su abuelo. Sin embargo, el cuentacuentos se marchó sin decir más.
Arik salió tras él y lo siguió con la mirada; también Simún salió al aire libre. A su alrededor, la agitación reinaba en el poblado. La luz de las hogueras salía por las tiendas abiertas e iluminaba el paisaje con inquietos centelleos. El que no estaba ocupado con el ganado, rezaba o aguardaba de pie al borde del campamento, observando con pavor el muro de nubes y entregándose a suposiciones, bravatas o temores.
Simún se contagió de la inquietud general y empezó a balancearse con impaciencia sobre los pies.
– Abuelo, ¿quieres que vaya a buscar también a nuestras cabras y las lleve al aprisco de arriba? -preguntó al fin, ansiosa por hacer algo.
Esperó largo rato una respuesta. En lugar de decir nada, Arik contempló un buen rato el cielo y el valle, luego se agachó. Recogió un puñado de tierra y la deshizo entre sus dedos. Tal como había pensado: el polvo era fino como lodo seco. El viento se lo llevaba de sus dedos sin dejar rastro. Sonrió. «Sí, aquí hubo agua una vez.» Miró a la boca del valle, a la explanada que había frente al campamento y las colinas que quedaban tras las tiendas.
– Y volverá a haber agua -murmuró.
Cuando se volvió hacia Simún, en su rostro se veía una cruda satisfacción.
– No habrá ningún mañana -anunció, y se volvió cojeando al interior de la tienda.
Simún se quedó allí helada. ¿Había perdido el juicio su abuelo? ¿Qué había querido decir con que no habría ningún mañana? ¿Y a qué se había referido Watar, por su lado, con ese «mañana» amenazante? Se arrodilló, confusa, e hizo lo mismo que había hecho Arik: examinó la tierra del suelo. Era, ciertamente, muy fina. Una delgada capa que se extendía sobre un lecho de guijarros y piedrecillas redondeadas como las que había en los cauces de los riachuelos. Como si hubiera sido arrastrada hasta allí por la corriente y la sequía la hubiera convertido en polvo. ¿Era eso lo que había comprendido su abuelo?
– Y volverá a haber agua -masculló Simún.
Se enderezó y miró en derredor, hasta donde la luz de las hogueras del campamento le dejaba ver. La composición del suelo era igual en todo el poblado. No cambiaba hasta allá atrás, junto a las últimas tiendas. La capa de piedras se derramaba allí en ondas. Simún supo ver sus amplios círculos bajo el polvo. Allí había una grava más gruesa, salpicada de rocas que sobresalían. «Y volverá a haber agua», repitió para sí. Unos rayos cruzaron el cielo, seguidos de un trueno seco, lejano, y de repente Simún comprendió qué significaba todo aquello: llegaba la riada. Un torrente incontenible de agua se vertería por el uadi y los atraparía allí. Aguzó el oído para escuchar el lejano retumbar y tuvo la sensación de que el suelo temblaba bajo sus pies. Corrió angustiada a la tienda y zarandeó de los hombros a Arik, que había vuelto a sentarse junto al fuego.
– ¡Abuelo, abuelo! Tenemos que desmontar la tienda. La riada puede llegar hasta aquí. El campamento no está lo bastante elevado. -La agitación hacía que le costara trabajo respirar-. ¿No me has oído? Tenemos que advertirlos a todos. Estamos acampados sobre la zona que se inundará, tú mismo lo has visto, lo has…
De repente se interrumpió y se quedó mirando a su abuelo, que, aún sentado, seguía aferrando su cayado y no hacía nada más que mirar a las llamas como si el mundo ya no le importara. Sus labios se movían formando las silenciosas palabras de una oración y su cuerpo se balanceaba imperceptiblemente siguiendo su ritmo. La muchacha comprendió entonces también otra cosa: que para su abuelo no habría ningún mañana. Arik se había sentado a morir allí.
– Pero… -fue lo único que logró decir.
Los pensamientos se atropellaban en su mente. ¿Por qué no quería seguir viviendo? ¡Viejo loco! Se irguió, desconcertada. ¡Ella no quería morir! Ni quería que muriera tampoco la gente del pueblo. No lo permitiría. Había olvidado ya esa infantil ocurrencia de que prefería la muerte a ser la esposa de Mujzen. Simún sintió el fuerte latir de su pulso, que ansiaba vivir.
– Si tú no quieres ayudarme… -exclamó.
De nuevo se detuvo, pero, al no recibir respuesta, salió corriendo fuera. «Lo haré yo sola», pensó. El temor al peligro, la exaltación de la certidumbre y las palpitaciones que sentía sólo con pensar en el rescate al que tenía que enfrentarse desbancaron sus preguntas acerca del porqué.
Miró presurosa en derredor. Tenía que encontrar al anciano y explicárselo. A él o al padre de Tubba. O a Watar. Incluso a él estaba dispuesta a recurrir. No podían quedarse allí a esperar a que el agua se los tragara. Pero Simún no veía más que a mujeres y niños corriendo en la oscuridad, ocupados en cubrir los tiros de los hogares, recoger todos los enseres en el interior de las tiendas, intentar dominar a perros rebeldes o reunir a los niños más movidos. Las tiendas de alrededor tenían las colgaduras bien abiertas y Simún veía los titilantes hogares encendidos y las yacijas de detrás, con las mantas revueltas. Allí estaban ya los más pequeños, con ojos muy abiertos, vigilados por sus hermanos mayores, apenas niños ellos también.
«Tenemos que salir todos de aquí -pensó Simún, presa del pánico-. Pero ¿dónde se han metido los hombres?» Extendió una mano y detuvo a una figura que pasaba corriendo junto a ella. Era Hamyim.
– ¿Dónde están los hombres? -preguntó.
Hamyim se apartó y la miró con odio.
– Han ido a buscar a Tubba y a Mujzen -dijo, y añadió-: Todo es culpa tuya.
– ¿Han ido a buscarlos? -tartamudeó Simún con sorpresa, y soltó la manga de Hamyim-: Pero ¿y la riada?
Miró en derredor con impotencia. ¿Cómo iban a conseguirlo sin los hombres? Había que desmontar las tiendas, había que hacer fardos con las varas, cargar todas las pertenencias en los camellos. Cuánto trabajo… era para desesperar. ¿Quién le haría caso a ella?
Hamyim no prestó atención a la preocupación del semblante de Simún y dio rienda suelta a la indignación acumulada:
– El anciano los ha convencido. Los ha sacado a todos de las tiendas, a mi padre e incluso a mi prometido. -Respiró hondo e intentó ahuyentar las imágenes que le hacía ver el miedo. Su ira la empujó a seguir. Otras muchachas oyeron su voz potente y exaltada, y se acercaron. Hamyim, contenta de tener un público cuya presencia la respaldaba, no dejaba de abrumar a Simún con reproches-. Y si ahora se los llevan los espíritus de la noche, todo será por tu culpa -declaró-. ¡Por qué has tenido que contarnos esos disparates y enviar a Mujzen al desierto!
Se alzó un murmullo de aquiescencia. En una de las tiendas, un niño se echó a llorar con ganas.
– No eran disparates -se defendió Simún, aunque con mala conciencia. Ella misma se dio cuenta de que había sonado a floja excusa-. Y Mujzen ha decidido él solo irse a las montañas. ¿No os acordáis? -Se volvió hacia sus oyentes en busca de apoyo-. Me ha quitado el cuenco de las manos a la fuerza y se ha ido con él. Si un lo hubiera hecho eso, sería yo la que estaría ahí fuera.
– Eso, sin duda, habría sido mucho mejor para todos -dijo alguien desde la oscuridad.
– Sí, eso, a ti los hombres no habrían salido a buscarte en plena noche -apostilló Hamyim sin inmutarse-. Y ahora podrían ayudarnos con las cabras.
A Simún le costaba respirar. Esa franca animosidad le hacía daño, pero en ese momento no podía pensar sólo en sí misma.
– Bah, olvídate de las condenadas cabras -exclamó-. Y de las historias y de Mujzen. Vendrá el agua, ¿no lo comprendéis? Llegará hasta aquí. Tenemos que irnos cuanto antes.
– Ya estás otra vez -siseó Hamyim, y estrechó contra sí a su hermano pequeño, al que llevaba a la cadera, como siempre. El pequeño se puso a gimotear y Hamyim le dio la espalda a Simún para consolarlo-. No pasa nada, no pasa nada -le susurró, pero el niño no se calmaba.
– Me da miedo el agua -lloriqueó.
Hamyim le apretó la cabecita contra su pecho y se volvió furiosa hacia Simún.
– Mira lo que has hecho con tus embustes. Sumhu tiene miedo. Siempre tienes que andar metiendo miedo a la gente, siempre dándote importancia.
Acunó a su hermano, que seguía llorando en voz baja.
– Sin mí, Sumhu ya estaría muerto -exclamó Simún. Sintió que las demás se apartaban de ella-. La serpiente de esta tarde le habría mordido. -Alzó las manos-. Sí, reconozco que no era ninguna serpiente mágica, y que tampoco protege ningún tesoro, ¿contenta? Pero sus colmillos eran de verdad, y yo la he ahuyentado.
Simún inspiró hondo. Nunca había hablado tanto rato con ningún miembro de la tribu. Le costaba trabajo formular sus pensamientos ante los demás. Esa fría hostilidad casi la paralizaba, pero el miedo la hizo seguir adelante y sus palabras brotaron casi con tanta intensidad como las de Hamyim.
– Hace un momento me preocupaba por vuestro bienestar. Os digo que el agua vendrá hasta aquí y que nos arrastrará a todos si no vamos a un lugar más alto. -De nuevo hizo una pausa.
Las muchachas se la quedaron mirando, dubitativas, llenas de recelo.
– ¿Cómo sabes tú eso? -preguntó Mahdab con aspereza-. ¿Acaso te lo ha susurrado también tu serpiente maravillosa?
Nadie rio. Todas contenían la respiración, tensas.
Simún se retorció las manos.
– El suelo me lo ha dicho -gritó-, y me lo han dicho los animales.
Señaló a un perro que estaba atado junto a la tienda y aullaba lastimeramente mientras tiraba de su correa con tanta fuerza que el cuero se le había hincado en la carne. Intentaba quitársela con la pata, desesperadamente, y se hacía heridas sangrientas. Las muchachas contemplaron con inseguridad al animal enloquecido y luego se miraron entre sí.
– También me lo ha dicho mi abuelo.
Simún jugó con eso su última baza. Le costó mucho recurrir a la fama del hombre que la había vendido y cuyo comportamiento ya no era capaz de comprender. Sin embargo, era consciente de que la tribu entera lo sabía: el viejo Arik siempre presentía dónde iba a haber agua.
Shams lo expresó entonces en voz alta:
– Siempre lleva a sus cabras a donde llueve. -Alzó las manos y se volvió hacia todas ellas-: A lo mejor también sabe cuándo va a llegar la riada.
Simún, con gratitud, asintió sin parar ante esas palabras. Hamyim se mordió los labios y se quedó pensando.
– Le preguntaremos a él -dijo entonces-. Vamos a ver al viejo Arik. Después hablaré con mi madre y con mi tía, y cuidado si…
Simún la interrumpió:
– Pero tenemos que darnos prisa, tenemos que…
Resonó un trueno ronco que hizo temblar el cielo y la tierra. Las muchachas alzaron la cabeza. Simún creyó sentir de nuevo que el suelo se movía bajo sus pies. Sin embargo, esta vez leyó en los rostros de las demás que no habían sido imaginaciones suyas.
La voz de Shams sonó funesta en el silencio que siguió:
– ¿Qué ha sido eso?
– ¿Mujzen?
Los gritos de Tubba eran más angustiados cuanto más se internaba en el valle. La oscuridad era casi completa a su alrededor y el círculo que iluminaba su antorcha, pequeño. Le mostraba una tierra fantástica y desconocida, llena de extrañas formaciones rocosas nunca vistas y grotescas figuras arbóreas con sombras danzantes y sonidos nunca oídos. Cada contorno parecía ser el de un espíritu; cada sonido, proceder de un perseguidor misterioso. El miedo había empapado su cuerpo de la cabeza a los pies, le aflojaba las rodillas, hacía que le temblaran las manos y que jadeara al respirar antes aún de estar cansado. El joven se sacudía de nerviosismo y se sorprendía incluso de lograr avanzar. Se tambaleaba, más que caminaba, por un reino desconocido. No tenía ni la menor idea de dónde estaba.
Ya hacía un buen rato que debería haber llegado a ese lugar que conocía bien y en el que las muchachas solían montar siempre el toldo a mediodía, pero de ninguna de las maneras lograba dar con ese rincón que de día habría encontrado con los ojos cerrados.
– Mujzen, maldito seas.
El reniego estaba más cargado de miedo que de ira. Tubba intentaba orientarse desesperadamente por la silueta de la pared del valle mientras las nubes no la ocultaran todavía. Sin embargo, también su cresta dentada se asemejaba cada vez más a unas horribles fauces y menos a cualquier cosa que hubiera visto nunca.
Su pie tropezó entonces con una piedra, Tubba se tambaleó, resbaló y casi perdió el equilibrio sobre la grava. Aquello era condenadamente escarpado. ¿Se habría adentrado ya un buen trecho en el uadi o es que había subido más de lo que había creído por la pared del valle? Tubba levantó la antorcha para ver un poco por delante. Una maleza de enebro que sin duda veía por primera vez en la vida. ¿Qué era aquello oscuro que había detrás? Tubba avanzó con la fugaz esperanza de haber encontrado el árbol del incienso. Entonces oyó un fuerte crujido y un chasquido entre la vegetación. Algo saltó hacia él, tan de súbito y tan cerca que casi lo tiró al suelo.
El chico gritó. A duras penas logró mantener el equilibrio sobre el suelo quebradizo haciendo aspavientos con los brazos, con lo que tiró la antorcha, que humeó y perdió intensidad al caer. El joven echó mano a su arma y se quedó mirando de hito en hito a aquella sombra gigantesca. Era un antílope, lo distinguió claramente por su larga cornamenta. El animal debía de haberse espantado al menos tanto como él mismo, pues huyó presa del pánico. Tubba respiró hondo, pero entonces se despertó en él un nuevo pensamiento inquietante: si el antílope tenía miedo de él, ¿por qué no había echado a correr lo más rápido posible pendiente abajo? ¿Por qué bregaba por subir la ladera, donde apenas si se podía avanzar? Sin acabar de comprenderlo, siguió con la mirada al grácil animal, que luchaba en vano por subir a un saliente y con las pezuñas arañaba la roca desnuda. Al tercer intento por fin logró alzarse sobre la elevación y desapareció en la oscuridad. Tubba sacudió la cabeza y se inclinó para recoger la antorcha antes de volver sobre sus pasos. Una serpiente se escurrió serpenteando entre el fuego y él. Era delgada y marrón, Tubba la reconoció enseguida, era inofensiva. Aun así, el corazón le había dado un vuelco.
– Animal de los demonios.
Le dio una patada desdeñosa y cogió la antorcha. A su luz vio otra serpiente, y otra más. También ellas se apresuraban colina arriba.
– Pero ¿qué pasa aquí? -masculló para sí-. ¿Se han vuelto todos locos? -No tenía tiempo para entretenerse con eso. Tenía que encontrar a su hermano. Puso un pie con cuidado entre los cuerpos resbaladizos. Una vez más llenó los pulmones-: ¡Mujzen!
En el fondo, no creía que fuera a contestarle. Entonces lo oyó.
Una voz débil gritó el nombre de Tubba. El muchacho dio la vuelta a una roca y allí vio a su hermano, agazapado en el suelo con los brazos alrededor de las rodillas. Mujzen no lo saludó, no apartaba la mirada del suelo.
– Me he perdido -dijo a media voz.
Tubba se dejó caer de rodillas a su lado, con pesadez, abrazó a su hermano por los hombros y lo zarandeó.
– Eso no importa -susurró una y otra vez.
– Ni siquiera he encontrado el árbol del incienso.
Tubba se mordió los labios. En el suelo, junto a su hermano, vio el cuenco de madera y de una patada lo hizo desaparecer en la oscuridad. Oyeron su golpeteo resonar en algún lugar de la negrura, debajo de ellos.
– Vayámonos ya. -Tubba tiró del brazo de Mujzen y lo puso en pie -. Es hora de salir de aquí. Watar ha dicho que la riada no tardará en llegar.
– Por eso todos los animales van hacia arriba. -Mujzen señaló con la barbilla a una araña que correteaba junto a ellos-. Me había extrañado.
No se atrevió a reconocer que durante las largas horas de soledad había empezado a creer que la caravana de seres vivos que había visto pasar se había puesto en marcha con el único propósito de burlarse de él e intimidarlo.
Tubba volvió a alzar la antorcha. La pared de roca que quedaba por encima no era precisamente seductora. Unos enormes peñascos desmoronados obstruían el camino, algunos de ellos sueltos en parte sobre el lecho de guijarros. Las zarzas tapaban las grietas.
– Lograremos pasar -dijo sin mucho convencimiento. Mujzen sacudió la cabeza.
Tubba le dio unas palmaditas de ánimo en el hombro.
– Ya verás como sí, lo conseguirás.
– Es lo que dices siempre, y nunca lo consigo.
Mujzen miró para otro lado. Entonces vio dos puntos relucientes en la oscuridad. Eran los ojos de un zorro, que los contempló unos instantes con recelo antes de seguir camino pasando junto a ellos. Mujzen alzó un dedo y lo señaló.
– ¡Eso es! -El animoso golpe de Tubba en la espalda de Mujzen casi le hizo perder el equilibrio a su hermano pequeño-. Tras él. Por donde pase él también pasaremos nosotros.
Mujzen seguía teniendo sus dudas, pero siguió obedientemente a su hermano y al zorro colina arriba.
– ¡ Más deprisa, más deprisa! -gritó Simún. Una ráfaga se llevo las palabras de su boca. A su alrededor, las mujeres se apresuraban con sus hijos hacia la roca salvadora-. Más deprisa, tenemos que llegar a suelo rocoso.
Lanzó una mirada hacia donde estaban Mahdab y su madre, que habían levantado a Arik por debajo de los brazos. El fino pelo del viejo le azotaba en la cara y Simún no reconoció sus rasgos. El grupo había llegado ya a lo alto del pequeño saliente elevado que había en la ladera y que Simún esperaba que les ofreciera suficiente protección. En cuanto bajó al niño que llevaba apoyado en la cadera, se lo entregó a su madre, descargó el fardo que se había echado a la espalda, se enderezó y se dispuso a regresar de nuevo. Todas las que tenían las manos libres la acompañaron. A medio camino se encontraron con la familia de Hamyim, que tenía dificultades para subir montaña arriba con todos los pequeños y la madre, ya mayor. Mahdab se quedó con ellos. Simún le dirigió un gesto de aquiescencia y siguió corriendo. Todavía quedaban muchas cosas por subir a la seguridad de lo alto. Se apartó el pelo de la cara. Allí estaban las tiendas. Sacó el cuchillo y cortó de un tajo el cuero que apresaba al perro desesperado, que dio un salto y se perdió en la noche.
– ¡Dejad los enseres! -exclamó al ver a varias figuras ajetreadas en el interior de las tiendas. El viento había hecho volar ya casi todas las colgaduras. Las mujeres, a la desesperada, intentaban hacer con las alfombras hatillos llenos de teteras, lámparas y cuchillos para tirar de ellos tras de sí-. ¡Pensad mejor en el ganado! -Simún no sabía si la oía alguien. Siguió corriendo. Casi se tropezó con una pequeña que tenía los puños apretados contra los ojos y chillaba de espanto. Cogió impulso para alzar a la niña en brazos y se la entregó a la primera mujer con la que se cruzó antes de seguir corriendo-. ¡Shams! ¡Shams!
La delicada muchacha se peleaba con una carga demasiado pesada que había logrado meter en un cesto y que la hacía tambalearse sin rumbo. Simún se lo arrebató de las manos y lo tiró al suelo. Shams lloró de desesperación al verlo rodar y perder todo su contenido. Simún la estrechó para consolarla.
– Ponte a salvo -le dijo.
– Sí -respondió ella con voz lastimera-, perdona. -Fue a echar a correr hacia el saliente, pero dio media vuelta al darse cuenta de que Simún no la acompañaba-. ¿Tú adonde vas? -exclamó.
– A ver si alguien se ha quedado atrás.
– Voy contigo.
El viento las dejaba mudas y sin aliento; la arena las golpeaba en la piel. Dadas de la mano recorrieron las tiendas, pero todas estaban vacías.
– Vamos al aprisco -ordenó Simún, y tiró de Shams tras ella.
Allí estaban ya algunas mujeres, ocupándose de amarrar a los camellos, que desobedecían y chillaban de pánico. Cuando se acercaron a la abertura de la cerca, casi les pasó por encima un rebaño de cabras que huía hacia la oscuridad.
– ¡Esas son las nuestras! -exclamó Shams, y se volvió para seguirlas-. ¡Ay, no!
– ¡Shams!
Simún, desconcertada, vio que su amiga bajaba corriendo por la pendiente, donde desapareció en la oscuridad. Una nueva ráfaga llena de arena la obligó a taparse la boca y la nariz con el pañuelo. Alguien le puso un palo en la mano y ella empezó a dirigir al siguiente rebaño en dirección al saliente con fuertes gritos y exagerados gestos. Para ello tuvo que emplear toda su atención. Cuando al fin logró llegar a aquellas apreturas de gente y animales, totalmente sin aliento, se quitó el pañuelo y miró en derredor. No fue hasta entonces cuando se dio cuenta de que la tormenta había pasado.
Se acercó al borde del escalón de roca y miró abajo. Todavía se veían las últimas luces en el emplazamiento de las tiendas. Ardían con calma en una noche al fin tranquila. Los cencerros de las cabras extraviadas repicaban familiarmente cuesta arriba; casi parecía que todo fuera como siempre. Simún alzó la cabeza hacia el cielo. Vio que las estrellas volvían a estar allí, las funestas nubes habían pasado. El azul del cielo era reluciente como el cristal, casi transparente, como lo era siempre antes del alba. Sólo por encima de las montañas seguía azotando algún débil rayo, aquí y allá. Oyó las voces do los primeros pájaros. ¿Habría pasado todo?
Sin embargo, el temporal había vertido en las lejanas montañas su cargamento de lluvia, que se estaría deslizando por las pendientes, se reuniría en las gargantas sin ser absorbida por el suelo, buscaría una salida en caudalosos riachuelos y remolinos, y recorrería los valles arrastrando consigo tierra, piedras, árboles y a todo ser viviente que encontrara a su paso.
Cuando Simún ya iba a respirar tranquila, volvió a oírse un rugido creciente, más fuerte y amenazador que ninguno de los que habían oído hasta entonces. Parecía que la tierra se abría. La muchacha alzó los brazos de golpe, instintivamente, como si quisiera impedir que la derribaran. Miró horrorizada hacia abajo, al nacimiento del uadi, a la garganta por la que resonaba el estruendo. Entonces abrió la boca y gritó con todas sus fuerzas:
– ¡ Shams!
– ¡No quepo! -La voz de Tubba era desesperada.
Estaba por debajo de Mujzen, en una rendija que se abría entre dos grandes rocas redondeadas que se alzaban hasta varios metros por encima de ellos. Si Mujzen se inclinaba, lograba ver la cara de su hermano bajo él, e incluso alcanzarle la mano. Alzó la antorcha algo más, pero lo que vio confirmaba lo que decía Tubba. El paso era demasiado estrecho para la fuerte complexión del cuerpo de su hermano. A él mismo le había costado trabajo colarse entre las rocas. Tubba, no obstante, había quedado atascado.
– A lo mejor dando la vuelta por fuera -dijo con vaguedad, aunque sabía bien que de nada valdría. Por la derecha, la pared de roca ascendía en vertical, por la izquierda había un guijarral que ni siquiera una serpiente habría podido atravesar sin peligro. Tubba estaba atrapado-. Lo conseguirás -gritó Mujzen, desesperado.
Tubba sonrió al oír su propia frase. Después negó con la cabeza.
– No -dijo-, esta vez no, hermano.
Tras él se oyó un fuerte retumbar que ahogó todo lo que dijo después.
– ¿Qué? -exclamó Mujzen, y se inclinó más hacia abajo.
– … vuelta… -logró oír aún. Tubba chillaba con todas sus fuerzas, pero apenas se le oía-… pero tú… tienes que… arriba!
Mujzen sacudió la cabeza y se sobresaltó al oír un silbido maligno. Sonaba como si una serpiente gigantesca promulgara su ira a los cuatro vientos. Alzó la cabeza y vio que el pedregal que tenían al lado empezaba a moverse, que resbalaba camino de las profundidades como si algo gigantesco tirara de él. Las paredes de roca temblaban.
– ¡No! -gritó Mujzen. La imagen de su hermano, que seguía riendo ahí abajo, hizo que se le saltaran las lágrimas-. Lograrás pasar. Sólo tienes que… -Su mirada se volvió hacia un lado. Movió la jadeante antorcha y entonces lo vio-. Sólo tienes que subir un poco más -exclamó-. ¿Me oyes?
Alzó la tea para que Tubba viera a qué se refería. La grieta se hacía un poco más ancha a medio metro por encima de la cabeza de su hermano antes de que las paredes de roca se unieran inexorablemente. Su hermano podría hacer pasar su cuerpo por aquel punto si conseguía llegar un poco más arriba.
Tubba parecía haberlo entendido, pues intentó buscar un asidero con las manos para alzarse por la lisa superficie.
– Sí -lo animó Mujzen-, sí, ahí…
Un nuevo rugido le hizo levantar la cabeza. El agua ya estaba allí. Apareció en el recodo de la garganta y golpeó como un puño contra la pared contraria, recorrió toda la roca espumeando, lamió las crestas y se llevó por delante todo lo que encontró. Mujzen vio un árbol del incienso escorarse lentamente en su roca y desaparecer después en los remolinos. Vio a un macho cabrío y vio cómo el pedazo de roca partida sobre el que se había subido se deshacía en una nube de polvo y espuma. Creyó oír su grito.
Por debajo, Tubba gimió:
– No puedo.
– ¡Shams!
Antes de que nadie pudiera retenerla, Simún bajó del saliente de piedra y regresó corriendo a las tiendas. Creía oír aún los cencerros de los animales de Shams, que sonaban más desamparados y desesperados a cada paso.
– ¿Dónde estás?
Las hogueras del poblado se extinguieron de golpe ante ella. Simún tardó un rato en comprender: el agua estaba allí. Torció hacia las agujas de roca que de pequeña siempre le habían ofrecido refugio. Frente a ella tenía el pueblo y a la derecha el nacimiento del uadi, el conocido y verdeado acceso a sus pastos.
Cómo había cambiado el uadi. Se había convertido en unas fauces rugientes de las que brotaban unas fuentes amarronadas y sucias. El agua recorría el suelo como una bestia veloz, lo lamía y lo alcanzaba todo, extendía sus garras y se tragaba lo que encontraba en su camino. Al mismo tiempo, con todo, era silenciosa, imprevisible, un mar batiente y tumultuoso que no hacía más que crecer y crecer. Al ver aquellos remolinos, Simún no pudo evitar pensar en la interminable sinuosidad de la serpiente, en su lisa velocidad, más rápida de lo que lograba ver el ojo. Esa agua era más rápida aún. Antes de que comprendiera cuán grande era el peligro, ya había llegado hasta ella, la alcanzó, la atrapó y la lanzó con toda su rabia.
– ¡Shams! -gritó Simún otra vez, pero tragaba agua y se debatía por salvar su vida.
Algo le golpeó en la cabeza, el dolor la dejó sin aire y por un momento se hundió. Sin embargo, sus manos se movían en todas direcciones a causa del pánico y asieron el objeto con el que había chocado. Eran las varas de una tienda, atadas entre sí pero abandonadas en la huida por una de las mujeres de la tribu. Simún se aferró a ellas con fuerza y tiró de sí hacia arriba. Por fin logró descansar medio cuerpo sobre la improvisada balsa que le había brindado el azar, pero aún no estaba a salvo. No muy lejos de allí vio un remolino con forma de embudo que tiraba de todo cuanto tenía a su alcance. Una rama de tamarisco, espuma sucia, un jirón de tela, el cadáver de una cabra, todo desaparecía igual de silenciosamente.
Simún remaba con los brazos para salvarse, pero no controlaba la dirección de su travesía. Se veía lanzada y zarandeada de aquí para allá, sumergida y salpicada. Aquello era peor que cabalgar sobre un camello desbocado. Una imperiosa sacudida alcanzó entonces su balsa. Algo había chocado contra ella. Las varas empezaron a separarse, se desataron del todo y se fueron a la deriva. Simún, sin un lugar al que asirse, se hundió en el agua. A punto de ahogarse y presa del pánico, se agarró al objeto que había destrozado su embarcación. A tientas vio que era un tronco de árbol que estaba medio hundido, pero que no cedió ni giró sobre sí mismo cuando se aferró a él. Comprendió que debía de estar atascado o anclado en alguna parte. El agua no podía ser muy profunda en aquel lugar, un metro, dos como mucho, pero la corriente llevaba mucha fuerza, y todas las veces que Simún intentó tocar el fondo y andar sobre él tuvo que acabar agarrándose a la madera con pies y manos. Al final logró arrastrarse a lo largo del tronco hasta llegar a la raíz. El árbol seguía clavado en el suelo, y en aquel punto se había acumulado tanta madera que Simún pudo avanzar sobre ella hasta llegar a un lugar en el que el agua le cubría sólo hasta los tobillos. Logró izarse a cuatro patas y se arrastró por los charcos como un animal hasta que sintió arena seca bajo las manos. Allí se derrumbó jadeando, pero no descansó mucho, pues el agua iba tras ella. Simún se puso en pie a duras penas y miró en derredor. El resplandor del alba iluminaba los contornos con mayor claridad y comprobó con asombro que no estaba tan lejos como había creído del nacimiento del uadi. Con la creciente luz del día no le resultaba tan difícil orientarse. Allí estaba la pared de roca oriental, con su característico pico, allá la garganta de donde habían sacado a los animales, todo seguía allí, sólo el pueblo… Simún miró hacia allí hasta que le ardieron los ojos. El poblado había desaparecido.
Llorando se dirigió hacia los apriscos del ganado.
– Podríamos haber dejado a las condenadas bestias donde estaban -murmuró. Por pura rabia dio una patada contra una piedra y la envió al lodo-. Y Shams seguiría viva.
Entonces oyó que alguien gritaba su nombre. La voz era tan débil que casi creyó haberse confundido. Sin embargo, al levantar la cabeza y apartarse el pelo mojado de la cara para mirar en derredor, vio que, en efecto, había una figura agazapada en el suelo. Era Shams.
Simún corrió hacia allí y se agachó junto a ella. La muchacha levantó la cabeza y la miró con ojos empañados.
– ¿Simún? -preguntó otra vez.
Ésta, preocupada, le echó un brazo sobre los hombros. Parecía tan desamparada y ausente como si no estuviera del todo en sus cabales. ¿Qué hacía allí tan quieta, en mitad de la explanada, donde la riada seguía subiendo inexorablemente? Una rauda mirada le desvelo a Simún que el voraz nivel del agua seguía ascendiendo hacia ellas en silencio pero sin tregua. Tenían que alejarse de allí, y lo antes posible.
– Algo me ha golpeado la cabeza -dijo Shams. Casi balbuceaba-. Y estoy muy cansada.
Simún le miró la cabeza, la tomó entre sus manos y la volvió con cuidado hacia todas partes. No veía ninguna herida. O sí, allí. Palpó un bulto bajo el pelo de Shams, que estaba pegajoso y cubierto de polvo. Cuando apartó los dedos, vio que los tenía manchados de sangre.
– ¿Puedes andar, Shams?
Sin esperar que respondiera a su pregunta, Simún levantó a la muchacha y le pasó un brazo por los hombros. Shams colgaba de ella como un saco. Dio unos pasos, después se derrumbó y tiró con su peso de Simún, que se tambaleó y casi cayó al suelo. Apretó los dientes.
– Está bien -murmuró-, lo haremos de otro modo.
Simún enderezó a Shams y la colocó tras de sí. Después cogió los brazos fláccidos de la muchacha y se los echó alrededor del cuello como si fueran un pañuelo, dobló un poco las rodillas y se cargó con su peso a la espalda.
No fue sencillo: Shams, delicada como parecía, pesaba mucho más de lo que había creído. Sus pies se balanceaban a escasa distancia del suelo y no hacían más que entorpecer las piernas de Simún. Sus brazos estrangulaban a la muchacha, que tenía que inclinarse mucho y jadeaba ya antes de caminar cargada con ella. Enseguida se dio cuenta de que no podría acarrearla mucho más allá. El agua subía implacablemente. Simún, que la intuía tras de sí, enfiló entonces el camino hacia el saliente, aunque todavía no sabía cómo lograría recorrer el largo trecho y escalar la roca con Shams a cuestas. Sin embargo, no tardó en comprobar que la riada les llevaba ventaja. Entre el saliente de roca salvador y ellas había una hondonada, una caldera que en algunos puntos quedaba por debajo del terreno sobre el que se encontraban en ese momento. Con horror comprendió que, deprisa y en silencio, se estaba convirtiendo en un gran lago reluciente, liso y traicionero, que les cerraba el paso.
Al principio Simún se empeñó en atravesarlo, pero el agua le subió enseguida de los tobillos a las pantorrillas y no tardó en llegarle a las rodillas. Además, el fondo era irregular y no se veía nada a través de las sucias aguas marrones y revueltas, llenas de trampas imprevisibles. Los trozos de madera a la deriva le golpeaban las piernas y una rama atascada debajo del agua la hizo tropezar peligrosamente. Cuando Simún quiso retirar el pie, se le había quedado atrapado.
– ¡Tienes que conseguirlo, Tubba!
Mujzen, desesperado, se inclinó todo lo que pudo hacia delante y alargó el brazo hacia su hermano, que lo asió con dedos desgarrados. Mujzen tiró con todas sus fuerzas. La sangre hacía que los dedos de Tubba resbalaran y amenazaran con escurrírsele. El agua ya lo había alcanzado, le tiraba de las pantorrillas y lo empujaba contra la pared de roca, sus remolinos parecían a punto de llevárselo por las piernas.
El muchacho saltó hacia arriba una última vez, completamente desesperado. Con la mano libre se asió a la roca desnuda mientras sus pies arañaban la pared. Mujzen tiró una vez más, los ojos y los dientes apretados por el extremo esfuerzo. Sintió entonces que la fuerza remitía un tanto. Como si fuera el tapón de una jarra, Tubba se liberó de su prisión. Cuando Mujzen abrió los ojos, vio su tronco atravesado en el hueco. Sus piernas seguían balanceándose con torpeza en el aire, pero ya estaba arriba. Habían logrado pasar.
Mujzen recobró energías.
– ¡Ahora voy -exclamó con gran afán-, espera!
Agarró de las caderas a su hermano, que se impulsaba sobre las rocas con sus últimas fuerzas, y lo alzó. La fuerza de ambos hizo que Tubba pasara por la grieta. El agua, como si quisiera quedárselo para ella, se lanzó al espacio que había quedado libre y salpicó a Mujzen en la cara. Ambos se arrastraron hacia lo alto, chorreando, jadeando, lejos de la espuma crepitante que brotaba de la grieta. El agua seguía subiendo. Les alcanzó los dedos de los pies y luego los tobillos, pero entonces decreció como si hubiera perdido fuerza y desapareció entre las piedras con imperiosos borboteos.
Los dos muchachos se quedaron allí tumbados, resollando, con el pelo empapado y la ropa calada. Tubba tenía los pulmones a punto de estallar. Mujzen fue el primero en mirar en derredor. La riada había apagado la antorcha, pero un cielo cada vez más claro, que anunciaba la proximidad de la mañana, le mostró los primeros contornos de su paradero separando los objetos de las sombras. No muy lejos de ellos, bajo un arbusto, el zorro estaba lamiéndose las patas. Mujzen le sonrió. Debió de moverse, porque el animal alzó la cabeza y se escabulló presuroso.
El niño volvió a dejarse caer. La unión auspiciada por la catástrofe había llegado a su fin; los hombres volvían a ser hombres y los animales, animales. Y seguían vivos. Lo invadió una oleada de felicidad que lo sacudió, hizo que se enderezara y encontró salida con un grito.
Tubba lo miró sobresaltado.
– ¿Estás bien, hermano? -preguntó, y le puso una mano en el brazo. También él paseó entonces la mirada por doquier-. Ya lo ves -dijo-, lo has conseguido.
Mujzen no pudo evitarlo, tuvo que echarse a reír.
Simún, aterrorizada, profirió un grito penetrante cuando sintió que tenía el pie atrapado. En un primer momento pensó que algo vivo la había apresado. Tropezó y, puesto que con Shams sobre la espalda no tenía posibilidad alguna de mantener el equilibrio, se precipitó al agua como un árbol talado. El tobillo atrapado se le torció y sintió un dolor muy fuerte.
– ¡Sal, sal, sal!
Resollando, a ciegas y aterrada, empezó a dar patadas contra la articulación con el pie libre, como un animal enjaulado. Sin embargo, gracias a ese desesperado debatirse logró liberarse igual de insospechadamente que había quedado atrapada. Un perro muerto y con el vientre hinchado salió medio a flote y pasó junto a ellas rodando despacio. Simún se estremeció de repugnancia y después dio la vuelta.
El agua empujaba a las muchachas hacia las paredes de roca. Simún se dejó llevar, se arrastró con Shams pendiente abajo y no tardó en llegar a aquellas columnas de roca negra que conocía bien. Miró hacia arriba con desconfianza. Las rocas tenían no menos de tres metros de alto hasta el descansillo en el que siempre se había refugiado de pequeña. ¿Bastaría con eso?
– Tienes que escalar -le dijo a Shams, que resbaló de su espalda al suelo y allí se quedó sentada.
La chica asintió con obediencia, pero no dio muestra alguna de tener intención de ponerse en pie.
– Shams. -Simún la zarandeó de un hombro-. Tenemos que subir ahí arriba, ¿lo entiendes?
Su amiga levantó la cabeza y entrecerró los ojos mirando al sol naciente. Volvió a asentir, pero no realizó ningún otro movimiento.
Simún suspiró y la levantó. Tenían poco tiempo; el nivel del agua ya casi había llegado al grupo de rocas. Levantó a Shams por delante de ella, la apoyó contra la pared de piedra, le enseñó dónde estaban los asideros para pies y manos, que ella utilizó con valentía pero sin fuerza, y la empujó hacia arriba.
– Me encuentro mal -se lamentó Shams.
Simún, por debajo, oyó que las arcadas la hacían devolver en una roca plana.
– Tienes que subir más arriba, Shams -exclamó desde abajo, y sintió entonces con pavor que el agua le llegaba a los pies. Subió todo lo que pudo, hasta que el cuerpo de su amiga le impidió avanzar más-. Tienes que subir, ¿me oyes? Si no, nos ahogaremos.
Shams no respondió, pero Simún se alegró al notar que sí empezaba a moverse.
El espacio que las separaba se agrandó, Simún pudo alzarse hasta el primer punto de apoyo e indicarle a Shams dónde tenía que colocar los dedos para seguir ascendiendo.
– Y el pie en esa grieta, eso, así.
Le agarró el talón a la muchacha y lo colocó en el lugar adecuado, después empujó con un hombro contra sus nalgas.
Shams obedecía.
Cada uno de sus movimientos se veía seguido por el agua implacable, que espumeaba alrededor de las rocas, gorgoteaba en las grietas y ahogaba las matas de hojas amarillentas que crecían allí. Sin embargo, en cuanto las muchachas lograron tumbarse rodando sobre el descansillo, estuvieron a salvo.
Simún se quedó un rato allí echada, respirando con dificultad, antes de levantarse. Cogió algo con la mano y lo alzó en alto.
– Mira esto, Shams. Esto es lo que les lanzaba a Tubba y a los de mas hace muchos años, cuando me llamaban tullida y me levantaban la falda. -Tiró la piedra hacia arriba con poca fuerza y volvió a atraparla-. Siguen aquí.
Shams sonrió con los ojos cerrados, le cogió una mano y apretó. «Qué lástima que en aquel entonces no estuviera conmigo pensó Simún-. Siendo dos, les habríamos hecho frente a todos.» No pudo evitar reír al imaginarlo. Con la piedra en el puño se inclinó sobre el borde, como antaño, dispuesta a dirigir su proyectil contra el ataque del enemigo, pero bajo ella no encontró la cálida corriente de aire que antaño subía desde el abismo. Espantada, contempló su propio reflejo tembloroso a sólo medio brazo del borde de su refugio.
– Está bajando.
Tubba y Mujzen estaban arrodillados en una cornisa de piedra y miraban por encima del borde. La voz del mayor estaba henchida de triunfo.
– La absorbe el suelo del desierto.
Mujzen, con la cabeza inclinada, contempló la devastación que había dejado el agua tras de sí.
– Afrit llega y se va -masculló. Era una fórmula de oración habitual. La había pronunciado cientos de veces, pero ese día por primera vez comprendía su significado. Bajo ellos había madera y piedras en montones desordenados. El lodo fluía apático pendiente abajo. Mujzen vio que arrastraba el cadáver de un pájaro que iba dando lentas vueltas sobre sí mismo-. Aun así, será mejor que nos quedemos un rato más aquí arriba -dijo.
Tubba se levantó y asintió con la cabeza. Juntos emprendieron la vuelta a casa por la dura ruta de las alturas.
Los hombres de la tribu no los encontraron hasta horas más tarde. Se habían protegido en uno de los refugios de caza que utilizaban cuando perseguían al macho cabrío, como mandaba la tradición. Se trataba de una galería de piedra que había debajo de un gran saliente, en lo alto de una cresta. Era estrecha pero alargada, y proporcionaba cobijo para un gran número de hombres. Allí había herramientas, toldos. Incluso leños había apilados; el humo de las hogueras encendidas con ellos había atraído a Tubba y a Mujzen. A esas alturas, a mediodía, las llamas ya eran pálidas y transparentes. Algunos hombres secaban aún su ropa mojada. Otros se levantaron y fueron a recibir a los jóvenes. El anciano los abrazó y los estrechó en silencio contra sí. Ellos se dejaron hacer con la cabeza gacha. Muchísimas cosas les pasaron por la mente en ese instante. Por fin Tubba se apartó.
– ¿Y mi padre?-preguntó.
Nadie respondió. Al cabo, el anciano se aclaró la garganta.
– Afrit nos ha mostrado todo su poder -respondió Watar, adelantándose a él.
– ¡No! -gritó Tubba, y retrocedió de un salto.
Empezó a mirar a su alrededor, frenético, como si su padre fuera a aparecer en alguna parte sólo con que él buscara suficientemente bien.
Corrió de aquí para allá, estiró el cuello, apartó a los hombres de en medio, hizo ramas a un lado. Mujzen permaneció inmóvil, con la cabeza caída. A él se dirigió el anciano:
– No ha dejado que se lo impidiéramos. Aunque le he dicho que de momento era mejor quedarnos aquí arriba.
Alargó los brazos para consolar a Mujzen, pero el muchacho se apartó.
– Ha ido a buscar a Tubba -dijo en voz baja.
El anciano sacudió la cabeza.
– Os buscaba a los dos.
Mujzen no se dejó consolar.
– Peor aún -masculló.
Tubba regresó entonces. Tenía lágrimas en los ojos y el rostro transido de ira.
– Todo es culpa de ella -exclamó antes aún de que el anciano pudiera decirle nada-. De ella y de nadie más. Con sus estúpidos cuentos -Se dio un fuerte puñetazo contra la palma de la mano contraria-. Siempre nos trae desgracias.
Watar se adelantó un paso y le puso una mano apaciguadora en el hombro. Mujzen vio sus uñas amarillentas y resquebrajadas hundirse en la camisa de su hermano. El cuentacuentos le dirigió una mirada. ¿Era posible que estuviera sonriendo?
– Todo esto tendrá solución -dijo.
Simún caminaba hacia el saliente de roca con Shams a su lado. Su amiga se había recuperado un poco, después de la retirada de las aguas había logrado descender casi ella sola, pero luego había vuelto a apoyarse en el brazo de Simún, el suelo enfangado se le pegaba a los pies y los hacía muy pesados. Tenían la ropa, el cabello, todo empapado de agua, se les pegaba al cuerpo. Al fin llegaron a la roca, tambaleándose, y vieron unas manos que se extendían hacia ellas, rostros conocidos.
Simún dejó a Shams en brazos de su familia y después se arrodilló. Cayó exhausta allí donde estaba, agotada pero feliz. Todas aquellas personas estaban a salvo. Nada había sido en vano. Oyó con alegría los balidos de las cabras, la llamada lastimera de un camello, el familiar murmullo de los demás. Todo estaba bien.
Entonces sintió sed. No pudo evitar reír. Costaba creerlo. Acababa de escapar de la mayor masa de agua que había visto jamás, se había arrastrado hasta tierra seca y de pronto sentía justamente sed. Tenía que contárselo a Shams.
Alzó la cabeza.
– Por favor, ¿podría…? -empezó a decir.
Entonces vio los rostros de las mujeres de la tribu. La habían rodeado en un amplio corro silencioso. Sorprendida, abrió la boca para decir algo.
– ¡Mensajera de desgracias! -exclamó alguien.
Simún volvió la cabeza hacia esa voz, pero entonces se alzó otra:
– ¿Qué, ya estás contenta?
Su mirada vagaba con desconcierto de una a la otra.
– Sí… pero… ¿qué? -No lo entendía.
Una anciana apoyada en un bastón se abrió camino cojeando hasta llegar casi a su lado. Con la espalda encorvada se inclinó hacia adelante y la fulminó con la mirada.
– Lo hemos perdido todo: las tiendas, los enseres, el ganado.
– Somos mendigos -corroboró una nueva voz.
Una mujer robusta exclamó desde detrás:
– A mí me ha prohibido recoger mis enseres.
– A mí también.
– Ha espantado las cabras de Shams.
Alguien gritó:
– Yo he tenido que quitarle a un niño de los brazos. ¡Quién sabe lo que habría hecho con él si no!
– Pero todo eso no es verdad, ni mucho menos. -Simún oyó su propia voz como un grito que llegaba resonando hasta ella salido de una pesadilla-. Yo sólo quería ayudaros. ¡Shams!
Se puso en pie a duras penas para buscar a su amiga; seguro que ella hablaría en su defensa.
Pero la familia de Shams, que estaba débil y sin fuerzas, la apartaba de la perjudicial compañía de Simún y ella no ofrecía resistencia.
– Por tu culpa han muerto nuestros hombres -oyó tras ella.
– No… Yo… -Simún dio media vuelta. Se le saltaron las lágrimas y se frotó obstinadamente los ojos con los puños. Allí nadie la vería llorar. Colérica, alzó la cabeza y se enfrentó a la muchedumbre-. ¡Todo eso no es cierto! -exclamó-. Os habríais ahogado si yo no os hubiera advertido, y ahora queréis echarme en cara que el agua se os ha llevado un par de ollas. -Rio con crudeza.
– Mirad, y encima se alegra -graznó la madre de Hamyim.
– Puedes quedarte con nuestras ollas -gritó alguien-, pero devuélvenos a nuestros hombres.
– Sí, ¿dónde están, tullida?
– ¿Se los ha comido tu serpiente?
– ¿Los ha embrujado tu padre jinni?
La mofa y el temor se mezclaban en sus invectivas, unas con risa, otras con estremecimiento, pero juntas expresaban una ira inmensa, atizada por los miedos embalsados de la noche, que de pronto se desfogaban contra Simún.
– ¡Los has hechizado!
– ¡Tú tienes la culpa de todo!
La primera piedra le alcanzó en la barriga, casi sin fuerza. No era especialmente grande y no le hizo ningún daño. Sin embargo, Simún se quedó mirando el lugar donde le había impactado como si se le hubiera clavado una flecha mortífera. La segunda fue más certera, le dio en la cabeza y le dolió tanto que lo vio todo negro y alzó las manos en un acto reflejo. Como si ese gesto hubiese sido una invitación, la lluvia se precipitó entonces sobre Simún. Ella quería gritar, defenderse, pero el pánico la había dejado sin aliento. Miraba en derredor como ciega, incapaz de distinguir de dónde venia el dolor, y antes de saber lo que hacía ya había echado a correr. Apartó hombros a empujones, bajó tropezando del escalón de roca, sintió empellones, golpes, alzó las manos sobre la cabeza para protegerse y siguió corriendo. Sus pies no tardaron en chapotear en el agua, sintió el lodo escurridizo, resbaló, cayó y volvió a levantarse. Sin embargo, sus torturadoras ya la habían alcanzado. La alzaron y la zarandearon entre unas y otras de aquí para allá sin haber decidido aún qué hacer con su víctima.
Simún vio a Hamyim pegada a su rostro, enseñándole los dientes. Parecía una completa desconocida. Cuando le escupió en la cara, Simún apretó un puño y golpeó. Se oyó un grito y Hamyim se tambaleó hacia atrás con la boca ensangrentada. Simún logró zafarse a patadas, estaba dispuesta a defenderse. Alguien le tiró del pelo desde atrás, creyó que se le partía la nuca. Su garganta se estiró al máximo, expuesta a cualquier atacante. Entonces llegó el golpe.
Simún cayó al suelo y perdió el conocimiento. Con vaguedad, sólo como en un sueño, vio las piernas de quienes la rodeaban, vio que de pronto retrocedían, vio abrirse el círculo y aparecer a los hombres. Sin salir de su estupor, le pareció que debía alegrarse. Quiso abrir la boca para llamar al anciano, pero se oyó a sí misma como una niña pequeña, con una vocecilla aguda que decía algo. Le respondió su abuelo, pero desde tan lejos que no logró entenderlo. Escuchó con alegría su voz familiar. Simún se vio de pronto junto a él en los pastos, el viento acariciando la hierba y un pájaro que gritaba: «¡Mucha suerte, mucha suerte!» Después las sombras cayeron sobre ella. De nuevo abrió los ojos, parpadeando con cansancio. Tenía todo el rostro enfangado.
Watar no dejaba de mirarla e inspeccionaba sus heridas con dedos raudos. Después se enderezó.
– Así no puede ser -dijo, y negó con la cabeza. Su grave semblante se volvió hacia los miembros de la tribu, que se apretaban unos contra otros a cierta distancia-. Entregaremos a Afrit lo que es suyo, pero en buenas condiciones, como es debido. -Rozó la frente de Simún y escribió un símbolo en el aire sobre ella-. Oh, Afrit -exclamó-. Acepta nuestra ofrenda como desde tiempos ancestrales y danos a cambio lo que nos corresponde.
– Ricas cosechas -murmuró el coro.
Watar sonrió. El sol brillaba y hacía que la devastación que los rodeaba por doquier les pareciera aún más triste. Cansados y cubiertos de lodo, los miembros de la tribu aguardaban frente a él. La barba del cuentacuentos relucía a la luz.
– Sí -dijo en voz baja, y se volvió hacia el anciano y los demás hombres, reunidos tras él-. Ricas cosechas.
También sus rostros se fueron iluminando poco a poco. De Simún, tirada en el agua, a sus pies, no salió un solo sonido.
Cuando Simún volvió en sí, se sorprendió de encontrarse de nuevo en una tienda. Era más sencilla que las que solía ocupar el clan, improvisada, varias colgaduras echadas sobre la baja copa de un arrayán y sujetas entre sí. Debía de hacer ya un buen rato que estaba allí, reclinada contra el tronco y con los brazos atados hacia atrás, porque le dolían las articulaciones y apenas conservaba sensibilidad en las piernas estiradas.
– Sed -susurró.
«Sigo teniendo sed.» Abrió la boca para llamar a alguien, pero no lo hizo. Recuperó el recuerdo de los últimos momentos vividos antes de caer inconsciente. Había tenido a Watar al lado, inclinado sobre ella. ¿La habría atado él así? No había entendido muy bien lo que decía. Sin embargo, otra imagen desbancó a ésa. Watar entrando en la tienda de su abuelo y exigiendo: «Entrégamela.» En aquel momento no lo había comprendido, pero de repente vio claro como la luz del día que el cuentacuentos se refería a ella. Aún sentía sus gestos de propietario, como si le perteneciera. ¿Acaso no había sido siempre así? ¿No la había mirado Watar, ya de niña, como si el, sólo él, conociera un secreto que la atañía? Wasila, la llamaba siempre. Simún esbozó una sonrisa llena de amargura al comprenderlo. Wasila: agua que fluye sobre la llanura. Ahora que el agua había llegado, Watar estaba en lo cierto, también había llegado el día. Wasila, así se llamaba en todas las antiguas historias la doncella que sacrificaban al demonio del agua para que éste refrenara sus poderes malignos y salieran a la luz los del bien. Ricas cosechas. El murmullo resonaba aún en los oídos de Simún. De repente se estremeció.
«Necia-se reprendió-. ¿Acaso no has sido siempre la primera en creer que los cuentos eran verdad? Deberías haberlo sabido.» Había sido evidente desde el principio. Mujzen no había sido el primero al que la había vendido su abuelo. Siendo una niña de pecho ya se la había ofrecido a Watar. Desde que llegara, su muerte había sido la condición impuesta para su convivencia con la tribu. Todos lo habían sabido. Todos menos ella.
Simún se miró los pies, furiosa. Estaban descalzos sobre el suelo. Ahí estaba, la deformidad. Cuántas veces no se había agazapado de pequeña en un rincón oscuro a amasar ese trozo de carne, como si así pudiera abrir los espacios que faltaban entre sus dedos. Si se miraba con atención, se veían las líneas divisorias, sí, como pequeños surcos. Por las noches se ataba el pie un rato con correas, con la esperanza de que las tiras fueran ahondando los surcos, fueran haciéndolos cada vez más grandes, y los dedos, que se insinuaban en la carne, se separaran unos de otros. Sin embargo, al cabo de unos días no había hecho sino cojear, le habían salido unas ronchas rojas que anunciaban una incipiente inflamación y finalmente el dolor la había obligado a desistir. Desesperada, había cogido entonces un cuchillo, pero su abuelo la encontró después del primer corte. El hombre, espantado al ver tanta sangre, le arrebató el arma, la cogió en brazos y se la llevó a la tienda, donde le vendó el pie. Después la acunó y le explicó un cuento. Simún apretó los dientes; los cuentos podían ser mortales.
«Nadie me querrá con esto. Nadie me aceptará tal como soy.» Al mismo tiempo que comprendía eso, algo se reveló en su interior. «No -gritaba su fuero interno-, no quiero morir.» No se rendiría ante aquello que los demás habían decidido para ella. No quería resignarse a morir ni a ninguna otra cosa. No renunciaría a nada.
Tiró con todas sus fuerzas de las ataduras para sacudir el joven árbol. El balanceo de sus ramas debía de verse desde fuera, pero a Simún le daba lo mismo. Frotó y rascó hasta que el dolor de las muñecas fue insoportable.
– ¡Agua! -gritó entonces. Y luego-: ¡Cerdos!
Nadie acudió.
La oscuridad era tan completa en la prisión de Simún que enseguida se dio cuenta de que alguien apartaba un poco las colgaduras de la entrada. Apenas fue una ranura estrecha, pero las estrellas de aquella pequeña tajada de cielo entraron refulgiendo de vitalidad, como ojos coléricos. Simún despertó de golpe.
– De noche y a hurtadillas -exclamó-, a eso sí os atrevéis. -Iba a seguir con su diatriba, pero una mano pequeña y caliente le tapó la boca.
– Chsss -oyó al oído-. Soy yo.
– ¿Shams? -espetó Simún. Entonces bajó la voz a un ardoroso susurro-. ¿Qué haces aquí…? -Buscó un insulto que expresara la decepción que sentía por su desleal amiga, que no había dicho una sola palabra para defenderla.
– Traigo un cuchillo -la interrumpió Shams.
Simún podía ver poco, pero oyó que la figura que tenía a su lado rebuscaba entre su ropa y al cabo sintió la hoja del arma sobre su brazo. Estaba caliente; Shams debía de haberla llevado escondida contra la piel.
– N o es muy grande -se disculpó la muchacha-, ni muy buena, me temo, pero…
Calló a causa del esfuerzo que tenía que hacer para serrar las correas de cuero de Simún, que estaba quieta y sin decir nada. Tenía todos los músculos tensos, el alma le vibraba. Había tantas cosas que quería decirle y reprocharle a Shams… Sin embargo, calló. El nudo de ira y orgullo que tenía en la garganta era tan grueso que no dejaba salir palabra.
Shams, de todos modos, parecía saber ya lo que sentía. Como si hubiera oído sus reproches en el negro silencio, de súbito dijo:
– Tienes que entenderlo. Yo no soy capaz de plantarme delante de todos y contradecirles, como haces tú. -Calló y siguió serrando-. Tengo miedo de que se pongan en mi contra. Si me vieran ahora… -Su voz se hizo más débil.
Simún sintió cómo temblaba. Tragó saliva.
– También yo tengo miedo -dijo.
Shams alzó la cabeza. La luz de las estrellas que entraba en la tienda bastaba para hacer brillar un poco sus ojos. Las dos muchachas se sonrieron. Después Shams siguió con su trabajo, aunque sus movimientos eran cada vez más nerviosos e inútiles.
– No lo consigo -masculló-. Esta hoja no sirve para nada.
Simún lanzó la cabeza hacia atrás, desesperada, y se la golpeó mas veces contra el tronco. Sin embargo, no aparecía ninguna idea salvadora.
– Sigue -pidió al fin-. ¡Oh, por Almaqh, por favor… chsss!
Fuera se oyeron unos pasos que paralizaron a las muchachas. Se quedaron agazapadas una junto a la otra, inmóviles. Quien estuviera allí fuera se detuvo ante la tienda. Simún pronunció una muda maldición. Oyó el crujido de la arena bajo las suelas de esos zapatos cuando quienquiera que fuese dio media vuelta. ¿Qué hacía allí?
– ¡Mira! -exclamó Shams con voz contenida, apenas un gemido.
Apretó el brazo de Simún y miró a la entrada, donde ya se movían las colgaduras. ¿Por qué no volvían a su sitio? Las dos chiquillas sentían el palpitar del corazón cerrándoles la garganta. De pronto vieron una mano, la masa oscura de una cabeza que ocultaba las estrellas, un movimiento veloz y otra vez la oscuridad total. El desconocido había vuelto a cerrar la tienda casi del todo. Sin embargo, estaba en el interior; lo oían respirar.
Las uñas de Shams se clavaron en la carne de Simún, que se aclaró la garganta, dispuesta a soltarle unos improperios al extraño. Entonces se encendió una chispa, una lucecilla titilante que de súbito lanzó su resplandor y dejó ver una lamparita, una mano que la sostenía y el rostro que se inclinaba sobre ella con cautela. La claridad se extendió por unas mejillas y una frente, una nariz que arrojaba profundas sombras, unos ojos que brillaban como oscuras grutas llenas de secretos. Era Mujzen.
– El resplandor no saldrá al exterior -dijo, y alzó la cabeza.
Shams no pudo contener un gritito. Mujzen se sobresaltó.
– ¿Qué haces tú aquí? -preguntó con aspereza.
– Déjala tranquila -replicó Simún, que no le quitaba ojo de encima.
Le sostenía la mirada llena de recelo. ¿Qué quería Mujzen de ella? ¿Había ido a buscar su pequeña venganza personal antes de que fuera demasiado tarde? Apretó la boca con desdén. «Mujzen el llorica», recordó entonces que lo llamaban cuando era pequeño. Jamás había contado con la personalidad de Tubba, siempre había sido vacilante, siempre un poco resentido con la vida. Simún no tenía la menor duda de que la odiaba por haberle hecho perder el diente, y el hecho de que ella misma tuviera mala conciencia por ello tampoco ayudaba a mejorar las cosas. Sería mejor que se quitara de encima ese remordimiento. No podía soportar a Mujzen y no pensaba humillarse ante él. Se irguió todo lo que pudo.
– Veo que Tubba te rescató del uadi -dijo, en tono de constatación.
Mujzen se encogió de hombros y después sonrió.
– Sí -se limitó a decir. Que en realidad hubiera sucedido lo contrario sería un valioso secreto que guardaría siempre. Entonces frunció el ceño-. Mañana piensan matarte -dijo. Su voz siseó al pronunciar las eses, pero Simún no estaba de humor para reír-. Me han designado a mí para hacerlo.
Simún se puso tensa y miró más allá de él, tirante, intentando que no notara el miedo que la iba apresando poco a poco. Sólo Shams soltó un grito y volvió a aferrarse a su brazo.
– Tubba dice que lo conseguiré. -Mujzen bufó con desprecio. Su vestimenta susurró cuando se estremeció al recordarlo. Después se puso tieso como una vara-. Pero no podré hacerlo, lo sé.
Miró a Simún directamente a los ojos, quizá por primera vez. La muchacha le correspondió la mirada con asombro.
– Tú -espetó Mujzen-, Siempre tú. Tengo que vivir desfigurado por tu culpa, y ahora tendré que acarrear toda la vida el recuerdo de cómo te atravieso la garganta con el cuchillo.
Shams se tapó la cara con las manos, pero el chico sacudió la cabeza.
– Reconozco que lo he pensado mucho -prosiguió Mujzen-. Deshacerme de ti y punto. Por fin desaparecerías, ya no estarías más. -Carraspeó-. Pero entonces me acostaría todas las noches y volvería a sentir cómo me salpica tu sangre en la cara. Y siempre, siempre -se golpeó el muslo con el puño cerrado- vería tus condenados ojos, mirándome muertos de miedo, como ahora.
– No te tengo miedo -soltó Simún.
– Pues deberías -gruñó él, y la miró con ira. Después, no obstante, hizo un gesto de indiferencia con la mano y miró a otra parle-. No tengo aplomo para hacerlo y ya está -dijo en voz baja.
Shams se arrastró hacia él.
– Pero lo que quieres hacer es muy valiente -susurró, puso una mano sobre la de él e intencionadamente rozó el cuchillo que aferraba en ella.
Mujzen volvió entonces en sí. Apartó el cuchillo de la mano de Shams y se irguió para acercarse a Simún de rodillas. Prefería hacer él mismo lo que se había propuesto.
Quedó entonces demostrado que iba mejor equipado que la muchacha, pues tajó las ataduras con unos pocos cortes, las correas de cuero cayeron y Simún se frotó las articulaciones, ayudada por Shams, hasta que sus dedos recobraron la vida.
Con la decisión ya tomada, Mujzen empezó a ponerse nervioso y apremió a las muchachas.
– Fuera aguarda un camello -susurró.
Simún asintió, intentó ponerse de pie, pero sus piernas cedieron. Mujzen se mordió el labio hasta hacerse daño mientras miraba a las muchachas masajear las piernas de Simún.
– Eso es -dijo cuando la tuvo de pie ante sí. Ella extendió la mano y él le entregó el cuchillo sin pensarlo mucho-. Llevas un odre de agua colgado de la silla. -Tragó saliva. Después añadió-: Y ahora desaparece de mi vida.
Simún, que no estaba en condiciones de decir nada, le ofreció una mano. Shams apartó las colgaduras de la entrada para echar un vistazo. Cuando se sintieron seguros, los tres salieron al aire libre y, siguiendo a Mujzen, se deslizaron encorvados tras unas zarzas hasta el camello. Simún palpó con gratitud el vigor y la calidez del animal. Arrimó la mejilla a su flanco, disfrutó del suave pelaje e inhaló el fuerte aroma a vida.
Después se volvió con un imperioso movimiento y abrió la boca. «Gracias», quería decir, pero al ver el rostro de Mujzen no le salió palabra alguna. Avanzó un poco, abrazó a Shams largo rato sin decir nada y después se quedó quieta delante del muchacho.
– Nunca te olvidaré. -Su voz sonó quebradiza al pronunciar esas palabras.
– Pero yo a ti con suerte sí-bufó Mujzen. También a él le temblaba la voz.
Simún se encogió de hombros, sonrió sin entusiasmo y en un abrir y cerrar de ojos estaba sobre el animal. Con movimientos expertos hizo que se pusiera en pie. Abajo, junto al suelo, quedaron el rostro cariñoso de Shams, que relucía pálido en la oscuridad, y la mirada sombría de Mujzen.
La muchacha vaciló sólo un instante y después azuzó al camello.
– ¡Te odio! -exclamó Mujzen tras ella.
Shams se aferró a su brazo.
– No, no es verdad -dijo con delicadeza.
Mujzen suspiró. Al cabo de un rato reparó con asombro en que la muchacha se había arrimado casi imperceptiblemente a él. Sintió la calidez de su cuerpo a través de su ropa y, en el frescor de la noche, le resultó agradable. Además, Simún al fin había salido de su vida.
– Por Almaqh, ojalá logre olvidarla -gimió.
Shams apoyó la cabeza sobre su hombro y sonrió en la oscuridad.
– Estoy muy orgullosa de ti -dijo.
Algo desplegó por primera vez sus alas en el pecho de Mujzen. Un nuevo mundo se abrió en ese momento ante él, y en su horizonte logró distinguir todavía las pezuñas frenéticas del camello de Simún.
«No cabalga-pensó, maravillado-. Vuela.»