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De este, pues, lunar del Orbe,
si bien, lunar con belleza,
de esta, pues, mancha con arte
es Emperatriz, y Reyna
Saba.
PEDRO CALDERÓN DE LA BARCA,
La Sibiladel Oriente, y Gran Reyna de Saba
Había creado en Marib dos paraísos,
uno a la siniestra y ala diestra el segundo.
Allí encontraba consuelo cuando el ave
cantaba la melodía del dulce aroma del jazmín.
MUHAMMAD ’ABDUH GHANIM
Simún cabalgó hasta que despuntó el alba, pálida como una hermosa difunta, y entonces se detuvo por primera vez a mirar en derredor. Estaba sola en mitad de un árido paisaje lleno de guijarros negros. Apenas si se veía una brizna de hierba, no se oía ni la llamada de una sola ave. Las montañas eran aún crestas lejanas, tan remotas y vacías como el cielo; las planicies que había ante ellas, lisas bandejas llenas de polvo que se extendían casi sin fin. Simún tuvo la impresión de que esa soledad había sido creada especialmente para ella como un reflejo de su interior. Escuchó el viento que le acariciaba los oídos, su único acompañante vivo, pero no logró descifrar sus murmullos.
Simún no conocía más que las inmediaciones del poblado, los pastos de invierno y de verano y las angostas sendas del valle que llevaba hasta ellos. No obstante, todo eso quedaba ya muy atrás y los remotos reinos de su fantasía jamás habían abarcado en realidad más que un arbusto, una piedra y una guarida de lagarto. El mundo real era tan grande que le hacía sentir escalofríos. Le daba la sensación de que el vacío que la rodeaba acabaría por aplastarla. Se aferró al camello. Le costaba trabajo respirar, pero se obligó a contemplar aquella inmensidad.
El sol salió entonces por su izquierda, y comprendió que había cabalgado sin darse cuenta hacia el sur. Le tranquilizó saberlo. Todos los niños sabían que al norte acechaban las fauces abiertas del desierto, que al norte se extendía el infierno de arena de la Región Vacía, la nada que todo lo engullía.
Al sur, por el contrario… Simún arrugó la frente. Todavía recordaba los relatos de su abuelo, que en su juventud había vagado lejos. Tampoco él había salido nunca de las montañas que eran su hogar, pero sí había conocido a muchas personas y había escuchado sus historias.
En el sur, según le había explicado una vez, se encontraba el mar. Simún dejó que la palabra y su prolongado aliento, tras el que se ocultaba un poder perentorio, se derritieran en su lengua. No sabía qué significaba. «Una gran masa de agua que no se puede beber», le había respondido su abuelo, fiel a lo que le habían contestado a él mismo. Que no se puede beber… ¿Qué clase de agua era ésa? ¿Acaso no sería húmeda y fresca? «Un espejo del cielo -rezaba otra descripción-, igual de azul e interminable.» ¡Pero el cielo no podía extenderse a los pies de uno! ¿Dónde se sustentarían entonces? Simún se sintió mareada sólo con pensarlo.
Al este quedaba un reino extraño que se llamaba Hadramaut y en el que los sagrados árboles del incienso estaban custodiados por espíritus que bebían sangre. Del oeste, por el contrario, su abuelo nunca le había hablado. «No sé», le contestaba siempre, y evitaba todas sus demás preguntas. Más adelante, cuando Simún dejó de creer en los jinn, le había parecido comprender de dónde procedía su rechazo. El oeste indicaba precisamente la dirección en la que se había marchado dos veces su madre.
Madre: a la imaginación de Simún le costaba tanto darle forma a esa voz como a la palabra «mar». Sin embargo, igual que ésta, albergaba un misterio susurrante y turbador. Simún permaneció largo rato perdida en las dudas. El sol, por el contrario, no desperdiciaba el tiempo y ya le ardía en la cabeza, abrasador. La muchacha alcanzó el odre de agua y dio un pequeño sorbo que paseó lentamente por toda la boca. «Vaya con Mujzen», pensó con fastidio. ¿Por qué no había cargado dos odres, ya que había pensado en ello? Sin embargo, así eran las cosas: toda bendición tenía un límite, ajustado y dolorosamente palpable. Mientras cavilaba, su mirada no se separó en ningún momento del horizonte. Ninguna dirección le prometía agua.
Al cabo, se enderezó y clavó los talones en los flancos de su montura. Simún había elegido. Iría al oeste.
Cabalgó tres días y tres noches. Las largas tardes las pasaba agazapada a la sombra de su camello, con la capa echada sobre la cabeza. Los minutos pasaban como si fueran siglos. Simún creyó oír cómo el viento serraba las montañas y éstas entonaban su canto fúnebre. La arena del aire le hablaba de la época en que las aguas todavía bramaban sobre ella. Allí donde el sol la tocaba, su piel quedaba abrasada como si se hubiera quemado al fuego. Simún intentaba conservar en la boca cada sorbo de agua hasta que desaparecía por sí solo. El agua estaba caliente como la sangre; sabía a cuero y a cabra, pero era líquida, era vida. Y sentía cómo iba disminuyendo.
No llevaba consigo nada que comer y tampoco encontró alimentos, de manera que el estómago se le hizo pequeño y duro como una piedra. Pero qué importaba. Tal vez convertirse en piedra fuera la única posibilidad para sobrevivir en ese yermo. Extendió sus esbeltos dedos y los contempló. La piel se le había vuelto oscura como la madera. ¿Se le estaría encogiendo, secándose lentamente? ¿Se abrazaría pronto a los blancos huesos que Simún palpaba ya bajo ella? Sólo la larga melena que le caía sobre los hombros seguía reluciendo aún, más negra que el plumaje de cualquier pájaro. «Seguirá existiendo -pensó Simún-, seguirá aquí aunque yo haya desaparecido ya.» La dejaba ondear como un obstinado estandarte ruando cabalgaba.
Su única compañía en esos largos descansos eran los animales. Contemplaba en silencio a los grandes escarabajos negros y observaba sus prolijos denuedos, todos los obstáculos y los rodeos a los que tenían que enfrentarse, a rastras, con una voluntad tenaz e inamovible. «Como yo -pensaba Simún, y les quitaba de en medio una piedrecilla-. Tampoco yo me rindo. En el poblado no deberían haberlo esperado. Llegaré a mi destino, un destino grande y especial.» Cuál era ese destino, sin embargo, lo sabía tan poco como los escarabajos que se esforzaban caóticamente por llegar a ninguna parte.
Los lagartos se acercaban sin ninguna preocupación a su figura inmóvil. Simún les dejaba hacer con libertad. Eran las cabalgaduras de su infancia, los acompañantes de todas sus fantasías. A veces cogía un palito y conseguía, como en aquel entonces, tocar con suavidad el cuerpo de los reptiles.
– Te he hechizado -susurró con los labios cuarteados. Rio en voz baja y tuvo que toser.
Poco a poco se le iba confundiendo el entonces y el hoy, la realidad y el sueño. Le daba la sensación de que el pequeño círculo de su reino secreto crecía hasta la lejanía, que el sol e incluso el peso que la mantenía anclada al suelo perdían fuerza. Y en medio de una resplandeciente claridad alzó el vuelo a lomos de su dragón, cada vez más alto, sin dolor, sin fin.
La cola azul cobalto del lagarto azotó el cielo. De repente, con un latido, se tiñó de rojo sangriento. Simún se mareó y cerró los ojos. Aun así, seguía notando la tierra y, muy en su interior, un crujir y un crepitar: arena que cedía bajo la presión de unos pasos extraños. Más que oírlos, los sentía. Alzó cansadamente la cabeza para mirar por encima del lomo de su camello. También el animal estaba inquieto; le acarició el cuello para tranquilizarlo.
Allí, entre las estrías del calor que se retorcían sobre la llanura, había aparecido algo nuevo: un movimiento, una oscilación, un deslizamiento completamente silencioso, diluido y lejano. Irreal, de no ser por el rumor subterráneo. Simún parpadeó. Vio entonces un destello, el reflejo del sol sobre una superficie reluciente, tan fuerte que casi la deslumbró. Sí, entre todo ello se estiraban inconfundiblemente las familiares siluetas de las cabezas de unos camellos. Avanzaban en una larga hilera, unos tras otros. De pronto vio también colores entre el dorado blancuzco: vio púrpura y verde, un azul frío, un amarillo intenso y los delicados tonos rosados de las flores. ¿Eran vestimentas? ¿Eran colgaduras o velos? En el poblado no había nada que tuviera esos colores. Se echó a temblar como los pétalos de las flores en el centelleo del calor después de que la lluvia hubiera hecho que asomaran la cabeza al viento del desierto. De súbito llegó también hasta ella un delicado sonido.
Simún escuchó con atención. Eran campanillas, imperiosas y claras, pero más elegantes que los cencerros de las cabras. Entre ellas, gritos y el berrido de un camello al que su animal respondió con una fuerza y una nostalgia sorprendentes. Sus llamadas hicieron volver por fin en sí a la muchacha. Aquella caravana no se dirigía hacia ella, sino que se desplazaba de norte a sur allí delante, de modo que, si no hacía nada por impedirlo, pronto habría desaparecido por el horizonte izquierdo de la planicie. Se levantó y se tambaleó. Al alcanzar el odre del agua comprobó que estaba casi vacío. Bebió ese último trago con decisión, alzó el cuero e hizo caer las últimas gotas de la abertura a su lengua. Comoquiera que fuese, tras ese trago no le haría falta ningún otro.
Montó entonces sobre el animal e hizo que se levantara. También los andares del camello eran inseguros. ¿O acaso era el mareo lo que hacía creer a Simún que tropezaba más que avanzaba hacia aquellas extrañas personas? Cada vez estaban más cerca, cada vez más grandes, más reales, más increíbles. Casi le parecía estar cabalgando en sueños. Se encontró con la mirada de hombres tan altos como jamás había visto. La dura vida del poblado hacía que allí nadie creciera mucho; esos hombres debían de llevar una vida muy diferente. Sus ojos oscuros estaban perfilados de negro como ella solo había visto en las mujeres, sus barbas relucían y de sus orejas colgaban aros dorados. Sus ropajes ondeaban al viento y lanzaban destellos de todos los colores. Las campanillas que había oído pendían de las bridas de los camellos. También éstos inclinaban la cabeza hacia abajo para mirar a la muchacha, que los observaba a su vez. Se había caído, casi ni se había dado cuenta.
Uno de los seres mágicos desmontó y se acercó a ella para contemplarla más de cerca. Simún vio cómo se apartaba los rizos brillantes tras una oreja y ladeaba la cabeza. El anillo que llevaba en el dedo desprendió en ese gesto un destello rojo.
«Un rubí», pensó Simún. El ojo de la serpiente, e inconscientemente se llevó la mano al cuello para sacar su amuleto. El hombre malinterpretó su gesto.
– No tengas miedo -dijo, y se echó a reír.
La levantó en brazos y después se volvió hacia sus compañeros para decirles algo que Simún no entendió. También los demás rieron. A. la muchacha, su belleza seguía antojándosele irreal. Como si fueran jinn. Tal vez los cuentos de su abuelo sí eran ciertos. Fue entonces cuando vio que todos llevaban un arma.
– ¿Estás sorda?
– ¿Qué?
Poco a poco fue saliendo Simún de su aturdimiento. Las miradas de todos esos ojos la desconcertaban.
– He preguntado que de dónde vienes.
Simún señaló al este con vaguedad, lo cual suscitó nuevas carcajadas.
– Una muchacha nómada -exclamó uno.
– Debe de haberse perdido.
– Bueno, pues nosotros la hemos encontrado.
Simún volvía la cabeza hacia unos y otros. Todos sonreían, pero el tono en el que hablaban la confundía.
– Ojos de paloma -dijo uno que desmontó entonces y se le acercó algo más.
– Y un cuerpo flaco como una palmera datilera.
El que primero se había acercado a ella le pasó un brazo por la cintura e intentó alzarla junto a sí. Simún se zafó de él y le golpeó. Sobresaltada, vio que de pronto todos desmontaban de sus sillas y formaban a su alrededor un corro que cada vez se estrechaba más.
– No quiere dejarte que pruebes sus frutas -afirmó una voz tras ella-. A lo mejor debería intentarlo yo.
Simún sintió una mano en las nalgas. Se volvió, furiosa, con el cuchillo ya en la mano, pero su atacante había retrocedido de un salto y alzaba ambas manos con una sonrisa. El arma cortó absurdamente el aire. Tras ella, en cambio, volvió a moverse algo. De nuevo dio media vuelta todo lo deprisa que pudo y alzó el puñal como amenaza. Allí encontró hombros, rostros, bocas abiertas y manos que intentaban alcanzarla. Ya podía girar en círculo cuanto quisiera, no había ningún hueco.
De repente cayó, alguien le había echado la zancadilla. Antes de que pudiera incorporarse, el primer hombre estaba ya sobre ella.
Simún alzó el arma dispuesta a defenderse, pero entonces, en lugar del esperado ataque, simplemente se extendió ante ella una mano tranquila, ancha y morena. La muchacha no sabía si apuñalar. El extraño la agarró y la ayudó a levantarse, atrajo hacia sí a la joven desconcertada, la acercó mucho a él. Desprendía un embriagador aroma a incienso y rosas. Simún seguía sin oponer resistencia.
– Shahrar la ha domesticado -jaleó otro.
Simún volvió a retroceder cuando unos labios se apretaron contra los suyos y una lengua extraña se abrió camino en su boca. Temblando, empuñó el cuchillo con más fuerza y apuntó amenazadoramente al hombre.
Unos brazos la asieron entonces desde atrás. Le apretaron los codos contra el cuerpo y le impidieron usar el arma. Simún se retorció como una serpiente, lanzando la cabeza hacia uno y otro lado, haciendo ondear su melena. Chilló. Cuando unos dedos quisieron entrar en su boca, mordió con todas sus fuerzas. Percibió el sabor de la sangre en su boca, pero no se dio por vencida. Un doloroso golpe la hizo caer entonces al suelo y la separó de su captor. Esta vez nadie le ofreció una mano; el juego había terminado.
El que había recibido la mordedura le dio dos bofetones con tal fuerza que la muchacha creyó que el dolor le hacía explotar la cabeza. Oyó cómo le rasgaba la tela de la túnica antes aún de verlo. De nuevo luchó por enderezarse, dio puñetazos y patadas a diestro y siniestro intentando esquivar las innumerables manos que querían asirle los hombros desnudos, los pechos. Curvó los dedos convirtiéndolos en garras y sintió que abrían sangrientos arañazos.
– Pero ¿qué tenemos aquí? -El que hablaba alzó algo en alto con actitud triunfante.
Era el amuleto de Simún. Su rubí atrapó la luz del sol y relució.
– ¡Me lo quedo yo! -Unos dedos ensangrentados se alargaron hacia la piedra.
El que lo había descubierto, no obstante, enseguida levantó más la mano.
– ¡El que lo encuentra se lo queda! -exclamó, y se enderezó.
– Peleaos vosotros por el botín -gritó otro, que llevaba la barba envuelta en alambre de oro.
Agarró a Simún de las caderas y la levantó. Los demás vacilaron.
Entonces se oyó una trápala de cascos de camello y llegó un jinete que descabalgó, le arrebató el amuleto al de la mano alzada antes de que éste pudiera protestar y lo contempló con detenimiento.
Era mayor que los hombres que lo acompañaban y no cabía duda alguna de que era su comandante. Sus rizos estaban cuidadosamente aceitados y entretejidos de plata, sus joyas eran más ostentosas, y los demás jinetes le mostraron respeto callando y haciéndose a un lado. Simún, liberada de pronto, se quedó en el suelo mirando al recién llegado, que en ese momento se dejó caer del manto a rayas de color herrumbre y azul que cubría el lomo de su camello.
El hombre saltó al suelo y se le acercó. Su rostro, a pesar de su pelo cano, seguía pareciendo joven. Las cejas y la barba, que le rodeaba cuidadosamente la boca y acababa en punta, eran negras, igual que sus ojos, que brillaban como la obsidiana. La piel que recubría su rostro de altos pómulos era tersa. Sólo alrededor de los ojos se veían arrugas. Dos profundos surcos que nacían a izquierda y derecha de su nariz, muy curvada hacia abajo, se extendían en sendas líneas de amargura hasta su boca. Su mirada, no obstante, acusaba de embustera a esa severidad.
Simún sintió que la escudriñaba y entonces fue embarazosamente consciente de su desnudez. Lo que quedaba de su vestido le colgaba en jirones alrededor de los tobillos, por lo que intentó ocultarse tras su larga melena.
Sin embargo, el extraño no apartaba la mirada de su rostro. Simún nunca se había sentido observada con tanto detenimiento. Ni siquiera Watar, que solía pasarle revista para cerciorarse de que su tesoro seguía intacto, la había mirado con tal intensidad. El hombre volvió a alzar el amuleto y lo sostuvo ante su rostro para examinarlo como si llevara grabado un mapa cuyo trazado esperase encontrar también en los rasgos de la muchacha. Sus ojos se pasearon por la línea falciforme de sus cejas, por la lisa frente y las mejillas enjutas bajo los altos malares. Contempló la curva de su boca de tal manera que Simún la humedeció con la lengua sin darse cuenta. Tuvo que tragar saliva. Las lágrimas le anegaron los ojos y emborronaron la imagen que tenía ante sí. El corazón le palpitaba deprisa y con fuerza. Tal vez fuera verdaderamente un mago, un jinni que la había hechizado y la transportaba a otra vida. Tal vez estuviera muriendo.
El extraño alargó una mano y le apartó con delicadeza un par de mechones de la frente. Simún estaba demasiado agotada para seguir luchando; se dejó hacer. El hombre se irguió entonces y sus dedos se cerraron con fuerza sobre el amuleto que aún sostenían.
– Eres la viva imagen de tu madre -dijo.
Se quitó el manto de los hombros y la envolvió en él. Simún caminó tambaleándose con torpeza a su lado mientras el hombre la alejaba de los demás. La frase seguía resonando en su cabeza, Simún se esforzaba por comprenderla. Apenas si notó que la cadena colgaba otra vez de su cuello y que unas manos cálidas la arropaban más en el manto, como su abuelo la había arropado siempre en las noches frías. Un misterioso bienestar se extendió por su cuerpo antes aún de comprenderlo del todo.
Ante ella se arrodilló entonces un camello que llevaba sobre el lomo algo parecido a una pequeña tienda. Sus colgaduras se abrieron para ella como brillantes pétalos de rosa. Una voz le habló; Simún asintió y entró con torpeza. Allí encontró suavidad, allí encontró sombra. Alguien le puso un cuenco en los labios. Sintió en su garganta algo desconocido, agrio y dulce a un tiempo, las especias explotaron intensamente sobre su lengua e hicieron que diera otro sorbo, y otro más, para apagar ese fuego que se había encendido por sí solo.
Simún sintió que las piernas le pesaban cada vez más y que se le iba la cabeza. Su cuerpo se hundía, se hundía y escapaba de su espíritu, y se vio a sí misma tumbada y dormida, igual que cuando uno mira su tembloroso reflejo en el agua. Una voz le hablaba como a una niña. Todo desapareció entonces en oscuras y afectuosas riadas.
Más intensas que el vino ardieron las preguntas en la lengua de Simún al despertar: «¿Por qué me abandonaste? ¿Por qué, en todos estos años, no viniste nunca a buscarme? ¿Cómo es que he vuelto a encontrarte aquí, y por qué eres ahora tan amable conmigo?»
Las primeras preguntas se las respondió ella misma en silencio. Era sencillo, conocía la respuesta desde su más tierna infancia: la había repudiado a causa de su pie. ¿Había sido el desacostumbrado lujo de la litera en la que viajaba ahora, en presencia de aquella gente, el escenario en el que llegara al mundo con su tara? Simún se sintió más deforme que nunca. Al principio ocultaba el pie casi sin querer bajo la abundancia de suaves cojines sobre los que iba sentada. Después se dijo que probablemente nadie supiera lo de ese pie mejor que su padre, de modo que volvió a mostrarlo, no sin cierta obstinación, ante Yita, su padre, que lo pasó por alto sin hacer comentario alguno.
La tercera pregunta era más difícil de contestar. Simún se inclinaba a creer que los dioses habían dado respuesta a sus oraciones. En su fuero interno, enterrada bajo las dudas y el odio hacia sí misma, había sobrevivido la creencia infantil de ser alguien especial, alguien extraordinario con un destino que se apartaba de lo habitual. Era hija de los jinn. Por mucho que los cuentos hubieran sido embustes y que se los hubieran arrebatado brutalmente, debía haber en ellos un significado oculto. Simún sintió brotar la esperanza de que, al final de aquel viaje, ese significado se le desvelara de una forma feliz y triunfal.
Por otro lado, también albergaba una desconfianza imborrable, el miedo a que su permanencia en ese nuevo lugar pudiera estar una vez más vinculada a su papel de víctima que había que sacrificar.
Quién sabía si no la contemplaba quizá también su padre como un pago que le debía a alguien. No sabía a qué dioses adoraba. Por eso lo miraba con extremada reserva y sólo correspondía a sus gestos de cariño observándolo cautelosamente.
Lo atosigaba a preguntas sobre la ciudad de donde procedía, sobre sus costumbres, su comercio, su religión. Aceptaba todo lo que le ofrecía y lo asía con apremio, deseando más. Sus ojos brillaban, pero su boca apenas si se curvaba en una sonrisa.
Yita la miraba zarandeando la cabeza con indulgencia. No acababa de comprender a su hija, pero se alegraba de haberla reencontrado y se sentía demasiado culpable para no mostrarse magnánimo.
¿Qué azar lo habría enviado allí? Todavía le palpitaba el corazón al pensar en el momento en que había reconocido el amuleto. El mismo se lo había colocado cuando era una niña de pecho y, apenas recién nacida, la habían dejado en sus brazos. Habían pasado quince años sin que volviera a verla. La mirada de Yita erró por las dunas al pensar en ello. Habían sido quince años vacíos, y de pronto allí la tenía.
¡Qué guapa era! Se lo dijo varias veces en voz alta:
– ¡Qué guapa eres!
Y lo decía en serio. Qué ojos tenía, y una boca como de granada, una franja de rubíes. Le recitó un poema. Simún inclinó la cabeza mientras lo escuchaba, pero su padre vio que intentaba ocultar el pie bajo su vestido y ese gesto se le clavó en el corazón. Quiso acariciarle las mejillas.
Su hija esquivó sus caricias, pero un momento después se lanzó a sus brazos y frotó la cabeza contra su hombro casi hasta hacerle daño. Enseguida se sentó de nuevo bien erguida y miró por el hueco de las colgaduras al exterior de la litera.
– ¿Tiene gobernante tu pueblo? -preguntó con voz neutra, y con ello retomó una conversación que habían empezado antes.
Yita respondió con afabilidad:
– Saba está gobernada por un mukarrib. Reside en Marib, adonde nos dirigimos. Pronto lo conocerás. -Se detuvo un momento, reflexionando si era muy inteligente fomentar ese encuentro. Sacudió la cabeza. Decidió dejar para el día siguiente las preocupaciones futuras y prosiguió-: Es el primero entre iguales. Las tribus tienen a sus jefes, y su consejo cuenta mucho. El rey tiene que ganárselos para todo lo que hace. Sin embargo, el nuevo mukarrib es un hombre iracundo al que muchos temen. -De nuevo hizo una pausa para pensar en su rey-. Ha librado y ganado guerras. Por eso ha repartido mucha riqueza, y eso ha hecho que muchos hombres se unan a él.
– ¿Como los de ahí fuera? -preguntó Simún, y miró a uno de los jinetes que en ese momento adelantaba a su camello.
Todavía llevaba en el rostro las marcas de sus arañazos. Al verla le dirigió una cabezada a modo de saludo. Simún la aceptó con gran satisfacción. Ya no era una nómada sin estirpe, era la hija de Vita, hombre de gran influencia.
– Como yo -dijo su padre, respondiendo a su pregunta-. Igual que otros, abandoné la tienda de mi tribu para hablar por nosotros en Marib. Y para servir a Shamr, que aprecia mi consejo y el filo de mi arma. -Sonriendo, posó la mano sobre la empuñadura de su daga curva, cuya vaina de plata se sostenía en su cinto-. Vivimos no muy lejos del palacio. Ya lo verás.
Se interrumpió para servir unas cuantas uvas en un plato y contemplar, divertido, cómo se las comía la muchacha: deprisa, como una muerta de hambre que desde hacía días ya no era ella misma. También engulló así los dulces que le ofreció, mascando con fiereza y sin tomarse tiempo para saborearlos. «Es como una niña -pensó- que no ha recibido suficientes cuidados.» Tomó un pañuelo y le limpió la boca, azucarada y brillante, antes de alcanzarle el siguiente pastelito de pistacho, almendras y miel de dátiles.
A Simún le costaba imaginar el lugar en el que residía su familia: un palacio. Yita le había explicado que era de piedra, pero ¿quién querría vivir sobre la dura roca cuando podía disfrutar del suave suelo de arena, el velludillo de las alfombras de cabra y el continuo soplido del viento atravesando la tienda? Sacudió la cabeza y decidió esperar hasta ver Marib.
Allí se aclararía todo. Allí vivía su madre. Yita, abrumado por la emoción, había vertido lágrimas al explicarle que había sido ella quien, unos cuantos meses después de su nacimiento, se había llevado a la pequeña que había sido Simún.
– Desapareció -exclamó Yita, y se dio un golpe en la frente-. Sin decir palabra. Y de igual manera regresó al cabo de siete días. Jamás me dijo adonde había ido. Sólo que tú ya no estabas.
La miró entonces con ojos llorosos. Ojos que rogaban comprensión. Simún cogió una uva, se recostó y masticó con fuerza mientras lo contemplaba desde la seguridad de su refugio.
Yita se enjugó la frente con un pañuelo. Por fin sonrió y dijo:
– Pero ahora te he recuperado.
Simún no dijo nada. Tal vez le estuviera mintiendo, o tal vez sí había sucedido todo así. En tal caso, la respuesta a todas las preguntas se encontraba en Marib.
– Háblame de los sacerdotes -pidió Simún.
Yita obedeció.
El oasis de Marib se veía ya desde lejos. Simún permaneció en la litera sólo hasta que los verdes arcos de las palmeras datileras aparecieron al fin, y entonces bajó al suelo y corrió a la cima de una colina para poder contemplarlo todo con tranquilidad. Qué suaves parecían sus copas, como si fueran una alfombra extendida sobre la arena. Con qué intensidad relucían los colores, el ojo se demoraba en ellos como los labios del sediento en el canto del vaso.
– Si miras con atención, verás que son dos oasis -dijo su padre, que se había acercado a ella y señalaba con el dedo-. Uno al norte, otro al sur. Los dos paraísos de Marib.
– Verdaderamente tiene que ser un paraíso -susurró Simún.
Ya sentía el anhelo de pasear entre aquellos árboles, de protegerse bajo las sombras que ahuyentaban la luz del sol, de inspirar el aroma de las hojas y dejar que el fresco viento de allí abajo le acariciara la piel.
– Y allí está el palacio. -Yita señaló, aunque no hacía falta.
El palacio real de Marib, el Salhin, dominaba sobre una colina que lo alzaba claramente por encima de las ondulaciones del oasis. A Simún le pareció como si hubieran talado la cima de una montaña en una limpia forma cuadrangular, la escultura de un gigante, de un blanco reluciente como la sal. La ciudad que quedaba por debajo era rojiza como el polvo de la planicie que la rodeaba, líneas tan angulosas y enmarañadas como las huellas de los escarabajos, como si unos animales hubieran revuelto la tierra, un hormiguero. Las piedras blancas de la fortaleza procedían de las canteras del Jabal Balaq, que se alzaba al suroeste. En sus pendientes estaban también las minas de sal y de ágatas.
– ¿Qué es aquello oscuro de detrás? -preguntó.
Yita se tapó del sol con una mano.
– Es la presa -explicó-. Retiene el agua del uadi. Con el agua del embalse regamos nuestra tierra todo el año. -Su voz sonaba henchida de orgullo-. Es la base de nuestra riqueza.
Simún se quedó sin habla.
– ¿Encerráis el agua?
– ¿Cómo, si no, crecería todo esto? -replicó su padre, y volvió a abarcar con un gesto el verdor que se extendía a sus pies.
– Habéis domado a Afrit -susurró Simún, que seguía admirando la obra de ingeniería que cubría todo el valle.
– Afrit -dijo Yita, con el tono de un adulto que ya no teme a las imágenes de terror infantil-. Una bonita historia. -Rió-. Todos los años celebramos una festividad en la que los campesinos lanzan cebollas podridas al hombre que lo interpreta.
Simún contuvo una exclamación. Afrit no tenía poder allí. Allí no la amenazarían sus peligros. Pensó en la gente del poblado, en el pavor que sentirían al pensar que alguien se había interpuesto en el camino del demonio del agua y lo había retado, le había alzado la voz. Afrit regía sus vidas, en lo bueno tanto como en lo malo, y esos hombres lo habían desafiado, no, más aún, lo habían derrotado, lo habían encadenado, se habían convertido en amos de su propio destino. A Simún eso no la espantó ni por un breve instante. ¡Qué hazaña! Hubiese deseado conseguirlo ella misma. Su nariz se ensanchó de orgullo mientras contemplaba a su padre con más cariño que en ningún otro momento del transcurso de su viaje.
Éste, conmovido, posó una mano en su hombro. Simún le dio libertad para hacerlo.
– Vamos a la litera -dijo su padre.
Ella levantó la cabeza de golpe. ¿Quería ocultarla?
– Quiero estar con tu madre antes de que caiga la noche.
Su hija obedeció. Lo siguió de vuelta al camello por entre un pasillo de jinetes. Esos hombres ya no le infundían temor. Al contrario, parecía que de pronto eran ellos quienes la contemplaban con cierta timidez.
– ¿Qué les sucede? -quiso saber Simún.
Su padre sonrió. ¿Qué iba a sucederles a los hombres al verse ante semejante belleza? Los pocos días de cuidados le habían hecho mucho bien a Simún. Le habían buscado un vestido del cargamento de la caravana, que regresaba a Marib con mercancías comerciales, y le habían dado uno rojo cuyo amplio escote estaba decorado por artísticos bordados de flores. En sus sienes colgaban cadenas de plata, ágatas en sus orejas y brazaletes tintineantes en sus brazos. Sus ojos no precisaban kohl ni polvo molido, brillaban grandes y oscuros como perlas negras. El entusiasmo había iluminado sus mejillas con un matiz que hacía innecesario el colorete. Yita vio que Shahrar le dirigía a su hija una mirada ardorosa y lo fulminó con ojos severos. Por dentro, no obstante, sonrió.
Se inclinó un poco hacia ella.
– Les he explicado que todos estos años has vivido entre jinn. E incluso Alhan jura ahora que eras una gacela que, cuando te encontraron, se convirtió en muchacha.
Simún sonrió con aspereza.
– Eso me resulta familiar -dijo.
Demasiado familiar. Su padre no debería haberlo hecho.
Cuando volvió a estar instalada sobre su cojín y descorrió las colgaduras de la litera para disfrutar de las vistas, algo entró volando hasta su regazo. Era una rosa. Simún la cogió y la aplastó en su mano.
Aprendió mucho en las siguientes horas de su vida. Aprendió que las piedras podían colocarse unas encima de las otras, piedras tan lisas que la mano buscaba en vano una ranura entre ellas y el ojo no encontraba en su superficie un lugar para apoyarse. Que los muros podían superar con mucho la altura de un hombre, y se quedaba uno asombrado contemplándolos con la cabeza vuelta hacia arriba. Que las personas podían vivir tan apretadas como las langostas que se posaban a veces sobre los campos en perniciosas bandadas.
Las puertas de Marib daban al noreste y al suroeste, y estaban unidas entre sí por una amplia calle que dividía la ciudad en dos partes, una más grande y otra más pequeña. La pequeña estaba llena de edificios recubiertos con cal de conchas de un blanco reluciente, igual que la avenida misma. Allí vivían los sacerdotes, según le explicó su padre. Allí estaban los templos, a los que sólo los nobles tenían acceso cuando se celebraba alguna ceremonia.
– A nosotros nos corresponde un banco de piedra justo debajo de las columnas del patio -dijo, no sin orgullo.
El interior sólo podían pisarlo los reyes.
Al otro lado de la gran avenida se apretaba una angosta maraña de muros de barro rojizo, un laberinto de estrechas callejas, techadas en parte con hojas de palma, en las que vivían los campesinos y los artesanos de Marib. Pese a no ser de piedra, sus casas eran cualquier cosa menos modestas. Simún contempló con asombro cómo se apilaban unos pisos sobre otros, torres que se entrelazaban con los edificios más bajos, y de repente vio, boquiabierta, que unas cabras trepaban hasta un primer piso por una escalera exterior construida en un muro.
Lo que más la impresionó, con todo, fueron las columnas. Blancas y cuadradas, rectas y lisas. Así se elevaban en las fachadas de templos y palacios. Sobre ellas se extendía otra tumbada, y de nuevo otras más sobre ésta para sostener el tejado, todas igual de afiladas y sencillas. Cuánto no se diferenciaba aquello de las circulares cabañas que construían los pastores en algunos lugares con piedras sueltas. Aquello estaba moldeado con severidad, no había lugar para la casualidad, no había consideración para con la piedra. Aquello era obra de unos hombres que hacían frente al desierto, sobrios como él e igual de severos. A Simún le habría gustado bajar de la litera y tocar con las manos los cantos afilados. Hablaban de voluntad, de fuerza. Y de dureza.
Todo eso encontró Simún en el rostro de su madre.
Ya no le sorprendió que el interior de los edificios fuese tan anguloso como el exterior. Entró emocionada, siguiendo a su padre por un vestíbulo iluminado gracias a un tragaluz de alabastro cuya luminosidad lo sumergía todo en un resplandor mate, y luego por un patio interior rodeado de columnas, alrededor del cual se distribuían las estancias interiores. Su madre ya había sido informada de su llegada, igual que media ciudad. Yita se había mordido los labios al ver que sus jinetes les hablaban de la muchacha gacela a los curiosos.
También Dhahab los había oído.
– Muy acertado -comentó mirándose al espejo mientras supervisaba el trabajo de sus criadas, que la maquillaban y la enjoyaban-. Teniendo en cuenta que tiene pezuña en lugar de pie.
Las muchachas soltaron una risita, algo incrédulas; las más jóvenes intercambiaron miradas de alarma, pero apenas interrumpieron su actividad.
Dhahab recibió a su esposo como una reina y, como siempre, a él se le aceleró el corazón en cuanto la vio. En aquel entonces, cuando había regresado sin la niña, Dhahab había amenazado con abandonarlo si seguía acosándola con sus preguntas. Él había transigido, y no lo lamentaba. Aún seguía siendo hermosa, la mujer más bella que jamás había visto, unas cejas como cuartos menguantes, ojos resplandecientes, tez de alabastro y labios granate como el vino. Simún era verdaderamente su viva imagen, salvo por ese andar oscilante que dejaba una estela almizcleña. Eso sólo lo poseía Dhahab.
La mujer observó a su hija.
Simún le sostuvo la mirada. Yita estaba en lo cierto: en toda su villa no había visto a una mujer tan hermosa. El encanto de Dhahab, ya exuberante y al borde de la madurez, seguía siendo absoluto y hechizaba a todo el que la veía. También Simún se sintió atraída por ella al instante. ¿Y ella procedía de esa criatura maravillosa, a ella decían que se parecía? Qué placer debía de sentirse al ser estrechado por esos suaves brazos.
Sin embargo, sus ojos miraban con el brillo duro de las piedras preciosas. No expresaban ningún sentimiento, ninguna emoción. No había en ellos alegría por el reencuentro. Más bien ira, si es que algo así era imaginable. Dhahab no dijo una sola palabra.
Fue Yita quien se adelantó, abrió los brazos y las abrazó a las dos a la vez.
– ¿No es tu vivo retrato? -preguntó, y besó a ambas mujeres en la cabeza.
Dhahab pensó en su nombre, que significaba «tierra fértil», y en lo mucho que la había decepcionado. Ella, que había querido darle multitud de hijos a ese hombre al que siguiera incondicionalmente. Así le habría demostrado su valía y lo habría ligado a ella, una nómada apátrida, mediante algo más que con esa pasión infantil y perecedera que le profesaba. Hijos como él mismo, grandes y hermosos, y pronto poderosos también. Hijos de los que ambos pudieran sentirse orgullosos juntos. Jamás había pensado en hijas, y mucho menos en una tullida.
– Mírala bien -exhortó Yita, entusiasmado, a su mujer.
Y Dhahab miró, pero su mirada evitó a Simún, rodeó su figura y bajó hasta sus pies. Al ver el movimiento casi imperceptible con el que la muchacha quiso ocultar el pie izquierdo un poco por detrás del derecho, no pudo evitar sonreír.
También Yita sonrió entonces, complacido.
– Traed la comida -ordenó a las criadas, dando una palmada.
A la mesa, de nuevo, sólo habló él, pero no le resultó extraño en modo alguno, pues estaba acostumbrado a alardear de sus aventuras delante de Dhahab. Ella apenas si salía de la casa por miedo al sol y a lo que pudiera hacerle a su piel. Yita solía sacudir la cabeza con indulgencia y una sonrisa cuando la oía decir eso. Como si nada pudiera perjudicar a su belleza… «El sol palidecería de envidia», decía siempre, pero acataba su voluntad.
Dhahab lo escuchaba educadamente, con la cabeza un poco ladeada. Estaba siempre atenta y se ocupaba de que las criadas sirvieran más vino a su marido y dejaran los mejores bocados en su plato. Alzó la copa de alabastro y probó el vino con un sorbo para ver si la mezcla estaba bien hecha y tenía las especias que le gustaban a su esposo: almizcle, un poco de pimienta y mirra. Comía poco, separaba la carne del hueso con la punta de los dedos y bebía un gran trago de agua después de cada bocado. Sus ojos no se apartaron de Simún en toda la velada.
Ésta iba asimilando toda la opulencia que veía a su alrededor: la vajilla de alabastro, las grandes fuentes de cobre con ricas decoraciones, los tapices de las paredes y las tallas pintadas de los techos. La comida era más que abundante. Simún no se cansaba de comer carne asada, un placer que hasta entonces había disfrutado en contadas ocasiones, pues su abuelo era muy mayor para cazar y sólo sacrificaban cabras cuando ya no daban más leche y estaban viejas y correosas. Los cabritillos jóvenes casi siempre los cambiaban por artículos de primera necesidad.
Se lamió los dedos grasientos con gran placer. Una joven sirvienta le acercó entonces una fuente y se colocó tras ella con una jarra, expectante. Simún vaciló, no sabía qué tenía que hacer. Su padre le mostró que debía extender los dedos sobre la fuente y dejar que la criada vertiera agua sobre ellos. Después la sirvienta se arrodilló ante ella y le secó los dedos con un paño caliente que olía un poco a limón. Simún se dejó hacer con rubor.
Después llegó una garrafa de cobre con una bebida cuyo olor repugnó a Simún. Se alegró al ver que tampoco su madre probaba ese brebaje.
– Aaah -suspiró Yita, y se hizo servir otro buen trago-. Licor de pasas. Nada hay más exquisito. Así celebraremos hasta que llegue la mañana. Más aún ahora que Marib verdaderamente posee dos paraísos. Jashiriyya! -Con ese brindis evocó la dulce embriaguez que se alarga hasta el alba.
Dhahab dio otro elegante trago de agua. Se hizo un momento de silencio. Después miró a Simún, que cogía el segundo de los pastelitos servidos con el licor.
– Vaya, si sigue comiendo así, pronto habrá acabado con su belleza -comentó con censura.
Simún clavó los ojos en ella, aún con migas en la comisura de los labios. Tragó con dificultad y abrió la boca.
Yita, desconcertado, las miró a una y a otra.
– ¿Qué, por un par de dulces? -preguntó con campechanía, y le pellizcó la mejilla a Simún-. Bobadas, tesoro, bien te lo mereces. Mira a tu madre, su belleza no ha perdido ni un ápice de esplendor en todos estos años.
Dhahab sonrió con amabilidad.
– Tienes razón -dijo-. Qué más dará. En su caso.
Simún dejó en el plato lo que le quedaba de pastel. Buscó la mirada de su padre, pero él ya se había llevado la copa a los labios.
– Eso -masculló.
– Por cierto, ¿ya se la has presentado al mukarrib? -preguntó
Yita dejó entonces la copa.
– ¡Dhahab! -exclamó, indignado.
Por primera vez miró con cierta perplejidad a su mujer, que se encogió de hombros.
– Lo digo sólo porque, ya que toda la ciudad habla de ella gracias a tus elogios… -Enarcó sus cejas bien depiladas.
Yita arrugó la frente. Sus dedos empezaron a tamborilear con nerviosismo en la mesa baja alrededor de la cual estaban sentados todos ellos con las piernas cruzadas. Simún se apercibió con extrañeza de su inquietud.
– Todavía no -masculló el hombre al cabo-. Había esperado… -No acabó la frase. Con un gesto de la mano ahuyentó de la mesa cualquier otra consideración-. No importa -concluyó-. Preocupaciones futuras…
Dicho eso, alzó la copa y brindó por sus dos mujeres.
– Por una doble felicidad.
Dhahab bebió a su vez un sorbo de agua y se sonrió.
Simún hizo oír su voz en el subsiguiente silencio:
– ¿Qué sucede con el mukarrib?
Los ojos del mukarrib pasearon su mirada por los tejados de Marib, que eran planos, rojos y blancos, como un tablero de juego para sus estrategias. Las oscilantes palmeras a él no le interesaban.
– ¿Conque tiene una hija? -dijo, y se volvió.
Al hombre que aguardaba detrás, su mirada lo pilló desprevenido; bajó la cabeza.
– En el mercado no se habla de otra cosa -afirmó.
El mukarrib asintió. Tenía una cabeza contundente, su larga barba negra raspaba la tela de la vestimenta que cubría su torso abombado. Sonrió; estaba acostumbrado a que le rehuyeran la mirada. Tampoco él se miraba nunca en el espejo. No era necesario, él mismo era un espejo que reflejaba su ciudad y su reino y el mundo entero. Incluso los dioses, como cuyo intermediario actuaba, se reflejaban en él. Él lo era todo, su voluntad era como la fuerza de la naturaleza: ineludible. Las tribus ya empezaban a comprenderlo.
No, a Shamr, el mukarrib, no le preocupaba que pudieran leerle sus apetitos en los ojos. Los dejaba brillar allí descaradamente, eran como el sol, como la lluvia y la riada. Le alegraba saber que suscitaban temor.
– Y la tiene encerrada, ¿verdad? -preguntó entonces.
El hombre volvió a mirar al suelo y se frotó las manos. Todavía tenía una costra en la mordedura de los dientes de Simún. Se estremeció al sentir que el mukarrib se acercaba. Las sandalias de su señor entraron en su campo de visión. Calzados en ellas estaban sus pies, no muy grandes pero sí muy abombados y con un hirsuto vello negro que sobresalía de sus enormes dedos.
– ¿Y cómo voy a saber yo entonces -oyó que preguntaba- si es bonita?
El hombre tragó saliva. Alzó la mirada despacio: de los pliegues marrones de su túnica, larga hasta el suelo, subió hasta el cinto guarnecido de oro con su daga, y de allí hasta la barba, que casi ocultaba el ancho escote y el ribete de bordados florales. Le dio la sensación de que el pelo de la barba y las flores se entretejían formando una maleza que crecía, crecía sin parar y se extendía cada vez más, y que de su noche salían las garras del león cuya piel cubría la espalda de Shamr, buscando su pescuezo. El hombre se frotó con fuerza la mano herida y al final se atrevió a alzar la cabeza y mirar al mukarrib a los ojos.
– Yo la he visto -pronunció-. Yo la he visto… -tuvo que tomar aire-… desnuda.
Entonces se echó a temblar y se dobló en una reverencia tan profunda y repentina que pareció que alguien le había dado una palada en el estómago.
Shamr pasó de largo junto a él. De nuevo se volvió para mirar por la ventana; esta vez buscó una casa en concreto. Parecía reservada, como todas las construcciones de Marib, pues mostraba al cielo inclemente una fachada sin ventanas y ocultaba su interior tras lunas de alabastro, bajo cenadores labrados y las susurrantes copas de las palmeras que guardaban los patios ocultos. Sin embargo, él siempre encontraba lo que buscaba. También esta vez pudo imaginarlo: una estancia de piedra blanca, tapices de lana colorida en las paredes, un arcón de olorosa madera de sándalo para los vestidos con un jarrón lleno de agua de rosas encima que emanaba su aroma hasta los almohadones del lecho sobre los que descansaba ella. Su botín.
Se volvió bruscamente e hizo caso omiso del hombre que seguía allí inclinado. En la pared que quedaba tras él había otra figura, apenas distinguible en la penumbra de la sala. Era un personaje más oscuro aún que la madera del arcón junto al que estaba apoyado, y su vestimenta era blanca y pulcra como la cal de conchas de las paredes. Algunos creían que el mukarrib lo había elegido por eso: por el contraste de su piel con la clara vestimenta sacerdotal. El gobernante no podía sino sonreír al oírlo. El conocía mejor sus motivos. Era cierto que había escogido a Bayyin por su piel negra, pero no a causa de la primera impresión que causaba, sino porque eso lo convertía en un extraño, en un personaje accesorio. Nadie, y menos aún un sacerdote, se interpondría entre el mukarrib y sus tribus. Igual que no había nadie entre los dioses y él. Sólo él era el intermediario de todos ellos.
Bayyin, apoyado en la pared, estaba tan inmóvil que casi parecía tallado en madera de ébano. Cuando el mukarrib le habló, sólo se movió el blanco de sus ojos; las grandes pupilas negras rodaron en esa dirección.
– Organizaremos una festividad -anunció Shamr, y le hizo una señal con la cabeza-. Invita a todos al templo.
Bayyin miró al suelo en un gesto de asentimiento. Lo había oído. Lo había comprendido. Jamás dejaría que su señor supiera hasta qué punto.
Shamr volvía a estar de nuevo junto a la ventana, mirando al exterior. Sus carnosos ollares se hincharon. Ya olía las rosas; apartó los almohadones susurrantes y fue apartando el dobladillo del vestido sobre unas esbeltas piernas de gacela…
Simún despertó sobresaltada.
Aturdida, recorrió con la mirada toda la habitación. Seguía sin acostumbrarse a no encontrar los danzarines rayos del sol que se colaban en el interior de la tienda por los resquicios de las cubiertas, sino esa luz estática y lechosa. A no sentir el viento de la mañana entre la tibia neblina del sueño acumulado bajo las mantas de lana, a no percibir los ruidos de los vecinos, sino a sentirse rodeada de un silencio absoluto, tan perfecto como el aroma del agua de rosas que la asediaba desde todos los rincones. ¿Era eso lo que se había posado sobre ella como un espectro?
Se apartó con cansancio los mechones húmedos de la cara. Todos aquellos almohadones la hacían sudar. Se sentía pesada como una piedra. Sí, había dormido, pero demasiado profundamente. Tampoco había soñado como solía, sueños ligeros y juguetones como los pies de las gacelas sobre la arena. No obstante, había visto algo. Simún se levantó y se quitó la holgada túnica que vestía de noche y de la que su padre había dicho que estaba hecha de un tejido que venía del otro lado del mar, de una tierra llamada Egipto. Simún comprendía ya mejor esas cosas, sabía de los mares y de los países que había a sus orillas. Sabía también que Egipto compraba el incienso que procedía de Hadramaut y que, al gravarlo con aranceles, tanto enriquecía a Saba.
Pensó en todo lo que había aprendido mientras el camisón resbalaba hasta el suelo y se abombaba a sus pies. Dio un paso para salir de él y avanzó después descalza sobre el suelo de piedra. Su frescor le sentaba bien. Se acercó a la hornacina en la que guardaba el aguamanil de cobre, alzó la jarra y la inclinó con cautela. Quedaba muy poca agua. Levantó la reja de la palangana. Debajo había un líquido caldoso sobre cuya superficie se formaban estrías aceitosas. No, no podía reutilizar el agua del día anterior.
Dirigió una mirada dubitativa hacia la puerta, donde su sirvienta dormía en una estera, cubierta por una fina manta. Otra novedad a la que Simún tenía que volver a acostumbrarse cada día. En la tienda tampoco había dormido sola, pero esa muchacha la seguía con los ojos a todas partes.
– Para que pueda leer en ti todos tus deseos -le había dicho su padre cuando fue a quejarse ante él y, sonriendo, le había pellizcado la mejilla.
Simún había correspondido a su sonrisa, pero tenía sus dudas. La criada había servido antes a su madre, y estaba segura de que Dhahab se enteraba por boca de ella de todo cuanto sucedía en los aposentos de su hija.
«¿Qué puede interesarle tanto? -pensó Simún-. De todas formas no hago prácticamente nada, encerrada como me tienen. Nada más que aprender y aprender. Pronto no quedará nada que no sepa sobre esta ciudad. Y eso que todavía no me han dejado verla.»
Su mirada ascendió esperanzada hacia el tragaluz, pero a través de su turbia superficie sólo se vislumbraba la luz del día que reinaba fuera. «Hasta ahora no he dado ni un solo paso en la ciudad ni en el oasis. Además, ¿por qué iba a interesarle nada de eso a ella?» Lo pensó así: «ella», no «madre». Ni una sola vez había llamado así a Dhahab, ni siquiera en sus pensamientos más secretos. «De todas formas siempre hace como si no estuviera.» Aunque no era de extrañar. «Ya se deshizo de mí cuando era una niña porque soy fea, y no se alegra precisamente de volver a tenerme a su lado, el recordatorio constante de que algo tan deforme pueda haber salido de su cuerpo perfecto.»
Simún miró a la muchacha, que no se movía y parecía dormir todavía bajo su manta. Su brazo desnudo sobresalía extendido más allá del borde de la estera de cañas. Simún le dio la espalda. Cogió un paño, lo empapó con el agua que quedaba en la jarra y se refrescó la cara y el cuerpo lo mejor que pudo. Después se puso un vestido de amplias mangas en forma de bolsas y anchas franjas de diferentes tonos de rojos suaves. Al abrir la puerta con cautela y pasar por encima de su sirvienta, oyó su respiración y se detuvo un instante. La muchacha estaba despierta, lo percibía en su forma de inspirar. Simún la miró a la cara y vio que sus párpados temblaban de tensión.
«Sí, claro, para leerme los deseos en la mirada -pensó-. Explica bien todo lo que has oído esta mañana.» Cerró tras de sí con un portazo innecesario.
– Ay, paloma mía. Que Yasmin haga florecer todas tus mañanas.
Su padre se levantó al verla entrar y le dio un beso en cada mejilla. No podía evitarlo, su belleza siempre le aceleraba el corazón, en especial cuando vestía prendas holgadas, como en esa mañana, y dejaba que su melena, un vellocino negro azulado, se derramara suelta por su espalda y brincara en rizos juguetones alrededor de sus caderas.
Entró entonces una criada sosteniendo por una cadena un recipiente de cobre que emanaba un sahumerio que prácticamente los envolvió en una nube de incienso. Simún, paciente, dejó que la mujer le alzara el dobladillo del vestido para balancear el incensario allí debajo y que todos los rincones de su cuerpo quedaran perfumados por el humo. Después respondió al abrazo de su padre y a su saludo matutino.
– Tomemos el desayuno fuera, junto al estanque -propuso-. Quisiera ver al menos un pedazo de cielo abierto.
Yita arrugó la frente, pero le concedió su deseo. Las ansias de libertad de su hija lo tenían preocupado. Lo achacaba a la larga costumbre de vivir en el desierto y se consolaba pensando que algún día se le pasaría. Pronto se aclimataría a esa «vida entre piedras», como la llamaba ella a veces en sus protestas. Él quería protegerla como a los lirios del estanque del patio, que alargaban sus blancos cálices por entre las rosas rojas. Cortó uno para Simún antes de sentarse.
La muchacha lo aceptó con una sonrisa y acercó a él la nariz para inspirar su denso aroma. Cómo adoraba ese patio, era un paraíso, con sus aguas calmas y relucientes, y el juego de sombras de la fronda de las palmeras, que estiraban sus hojas hacia el cielo azul entre las vigas de madera. La silvestre exuberancia de las capuchinas, cuyos zarcillos salpicados de relucientes flores color naranja intentaban encaramarse por las columnas de piedra y les restaban así parte de su severidad. Las rosas, los femeninos semblantes jóvenes de las pasionarias y los cálices purpúreos del hibisco, alrededor del cual zumbaban innumerables insectos que se saciaban con su polen dorado.
Yita y Simún se sentaron en un banco de piedra cubierto de cojines y contemplaron las sendas tornasoladas que dejaban sobre el agua las alas de las libélulas. Las criadas sacaron una mesa de madera, tortas de pan especiado, frutas, leche de cabra caliente para Simún, y para su padre una bebida suave de aguamiel con la que brindo por las zumbadoras abejas.
– Sabuk -dijo, y cerró los ojos con satisfacción al sentir el primer trago en su garganta-. Nada mejor que una suave embriaguez matutina, clara como la luz del sol y ligera como el viento del alba.
– Padre, quiero visitar la ciudad.
Yita abrió otra vez los ojos con resignación y miró a su hija. Alzo sus manos de largos dedos para subrayar algo que le decía cada vez más a menudo:
– No puede ser -contestó-. Almaqh sabe que lo lamento, pero así ha de ser, por tu protección.
– Pero ¿de qué me proteges? -espetó Simún, indignada-. ¿De las impertinencias de Shamr, de las que nadie quiere hablar?
Soltó un bufido.
Nadie había querido explicarle aún qué era aquello tan espantoso que sucedía con Shamr, el mukarrib. Cuando hablaba de ello, las criadas de la casa no hacían más que gestos pudorosos para que lo dejara correr, y Simún era demasiado orgullosa para seguir interrogándolas a espaldas de su padre.
– Por favor, Simún, este asunto ya lo hemos…
La muchacha interrumpió a su padre poniendo un pie encima del banco:
– ¿No bastará con mostrarle esto? -exclamó.
Yita agarró su pie con ambas manos, cariñosamente aunque con fuerza, y no dejó que Simún se zafara de él. Antes de que su hija pudiera reaccionar, posó en su extremidad un suave beso y volvió a esconderla bajo la mesa.
– No ofendas así a tu madre -dijo entonces, despacio-, que siempre ha querido lo mejor para ti.
El semblante de Simún expresaba duda, así que Yita añadió:
– Su sensatez la hizo alejarte de aquí. Jamás pensó en sus propios sentimientos, sino únicamente en tu seguridad. Ahora lo veo, ahora que el peso de ser responsable de ti recae sobre mis hombros, veo que fui un insensato dejándome llevar por mi egoísmo al traerte de vuelta, y a veces me pregunto…
– ¡Padre, por favor! -exclamó Simún, que ya había oído aquello muchas veces, pero aún seguía rebelándose ante la idea de que su padre se reprochara nada por culpa suya.
Yita se sintió flaquear. Se irguió y, con una voz diferente, más optimista, prosiguió:
– Pero si ya lo sé… Además, he pensado una cosa. Iremos de excursión a la presa. -La presa le parecía lo suficientemente alejada de la ciudad y de todos sus rumores.
Los ojos de Simún se iluminaron nada más oír eso. Yita se sumergió en su resplandor. Más animado, empezó a hablarle como tantas otras veces de esa obra maravillosa:
– Seiscientos hombres dándose la mano no bastan para medir su extensión de un bastión a otro -alardeó y, contagiado por el entusiasmo de su hija, explicó que esas edificaciones laterales se habían construido con piedra mientras que el dique, por el contrario, estaba compuesto de tierra y grava, pero todo él recubierto con losas de piedra-. Podrás caminar sobre su corona -prometió-. También te enseñaré el embalse, que está preparado para que el agua allí estancada no forme muchos remolinos. Está todo hecho con mucho ingenio, tienes que verlo.
Simún escuchó todas las explicaciones encandilada. Partía grandes trozos de la torta de pan y los mojaba en la leche para morder la masa empapada.
– ¿Iremos también al oasis? -preguntó con la boca llena.
Yita asintió.
– De todas formas tengo que ir allí. Hay que arreglar un desacuerdo con nuestro vecino por el mantenimiento de la esclusa que bifurca los canales que van a sus huertos y los que van a los míos. El dice que se encuentra en mi terreno, pero yo digo que nos concierne a ambos, de manera que él debería participar también en la reparación, o se quedará sin agua.
Simún asintió y siguió escuchando. El caudal del discurso de Yita se agotó al fin.
– ¿Estás contenta? -le preguntó su padre en el silencio que siguió. Cuando Simún asintió, él alzó un dedo-. Eso pensaba, y por eso te he traído un regalo para este día tan especial. -Estaba exultante por la expectación.
Simún se enderezó.
– ¿Un regalo?
Yita ya había dado una palmada. Una sirvienta llegó con pasitos presurosos y le entregó un fardo envuelto en tela que él dejó en el regazo de Simún. La muchacha lo abrió con curiosidad.
– Estarás preciosa con ellas. -Yita, alegre, volvió a levantar la copa-. Que no se diga que mi hija no lo merece todo.
Simún alzó el regalo por las correas. Eran un par de sandalias de diseño desacostumbrado, lo cual compensaban con su belleza. Estaban decoradas con una lámina de oro en forma de media luna y abundantes incrustaciones de ágatas. Eran un par de zapatos dignos de una reina, y Simún comprendió enseguida que ocultarían la deformidad de su pie. «Escóndete -le susurraron-. A partir de ahora escóndete.»
– Bueno, ¿qué te parecen? -preguntó su padre.
Simún abrió la boca.
En ese momento llegó Dhahab. Vio el caro calzado en las manos de su hija y arrugó la frente.
– ¿De modo que ya lo sabes? -dijo.
Yita alzó la mirada con sorpresa y Dhahab levantó la pequeña vara guarnecida con plumas que había traído el mensajero del templo unos momentos antes. En su madera había grabado un pequeño mensaje.
– Shamr ha preparado una ceremonia. Dice que las segundas lluvias se están haciendo esperar. Los dioses de las tribus deben reunirse para invocarlas. Tenemos que ir.
Yita dejó su copa.
– ¿Que se están haciendo esperar? -protestó-. Pero si estamos en la primera luna de las abejas. Todavía hay tiempo de sobra antes de…
Enmudeció al ver la expresión de su mujer, que no dejaba lugar a protestas ni a excusas. El hombre se cubrió el rostro con las manos y, quejumbroso, exclamó:
– Ha sido mi orgullo lo que nos ha puesto en esta situación.
Dhahab no hizo caso de su lamento y le quitó a Simún las elegantes sandalias de las manos con las puntas de los dedos.
– Mejor harías cubriéndole el rostro -dijo después de haberlas inspeccionado en detalle, y las tiró al suelo.
Yita se lamentó, aún oculto por sus manos.
Simún no hacía más que mirarlos a uno y a otro.
– ¿ Queréis decirme de una vez qué es lo que sucede con Shamr?
Simún estaba sentada como una estatua mientras su doncella la vestía. En su interior resonaba aún lo que acababa de oír. Lo sabía, desde el principio había temido no haber logrado escapar de Afrit. Los hombres de Marib habían construido una presa, no cabía duda, un muro que contenía sus riadas y hacía frente a su poder. Como contrapartida, no obstante, dejaban que el demonio viviera entre ellos y les robara a sus hijas sin que hiciera falta ninguna ceremonia de sacrificio.
Simún temblaba tanto que sus pendientes de plata tintineaban, pero no temblaba sólo de miedo, también temblaba de rabia. ¿Cómo permitían algo así? No lo entendía, y menos aún porque los habitantes de Marib para ella no tenían rostro, no eran más que contornos, vagas existencias al otro lado de los muros de su hogar. Todavía no se había visto cara a cara con ninguno de ellos. Yita, también Dhahab y los hombres de la caravana -¿cómo se llamaba aquel que al final le había lanzado unas miradas tan ardorosas? ¿Shahrar?-, ¿cómo podían permitirlo, si es que les corría sangre por las venas, y por tanto vida, orgullo, compasión? ¿Cómo podían resignarse a algo así?
Le habían explicado que cada vez que Shamr veía a una muchacha que le gustaba, ordenaba que se la llevaran a palacio para desposarse con ella. Al principio las familias de la nobleza habían sentido un gran orgullo cuando la elección recaía en su casa. La primera ocasión, la segunda. Sin embargo, enseguida empezó a surgir la desconfianza, y tras ella el miedo, pues cada vez que se consumaba el matrimonio, la joven novia moría. A veces sucedía ya la primera noche, a veces tras unas pocas semanas. Los habitantes de Marib habían querido creer en casualidades, en enfermedades, en una maldición. Hasta que al final, aterrados ya, reconocieron que la maldición era el propio Shamr.
Nadie sabía muy bien cuáles eran sus apetitos, pues los cadáveres de las muchachas eran devueltos siempre a la familia listos para ser enterrados: apretadamente vendados en vainas de tela recubierta de resina que ya no podían abrirse sin estropear los amuletos allí inseridos, que eran imprescindibles para las almas de los muertos en el más allá. Todas habían recibido un abundante ajuar mortuorio de pequeños objetos de cobre, miniaturas de los enseres del hogar: calderas, joyas, altares con los que hacer más cómoda su vida en el más allá. Las familias las habían recibido con la cabeza gacha y habían dado sepultura a sus cuerpos en uno de los grandes mausoleos de las afueras de la ciudad.
Allí yacían todas, unas junto a otras, con un pedazo de arcilla atado al cuello en el que se leía su nombre. Sus rostros de alabastro miraban desde los muros exteriores en pequeños altares del recuerdo, pálidos y desconcertados como los parientes que habían dejado atrás y que quemaban allí incienso por ellas.
Las criadas le hicieron a Simún unas trenzas que colocaron con gracia sobre su cabeza. La cubrieron con un pañuelo, un velo casi transparente, tan tenue como la esperanza de la sonrisa de su padre, que entró entonces.
– ¿Estás lista? -preguntó.
Simún se puso en pie. De pronto él dio un paso para acercarse a ella y la abrazó con tanta fuerza que sus pendientes tintinearon al balancearse.
– Es culpa mía-susurró Yita-. Habría hecho mejor ocultándote. Habría sido mejor desfigurarte con mis propias manos. -La soltó y se miró los dedos-. Tendría que haberte enviado lejos de aquí, como hizo tu madre. Ella fue mucho más lista que yo, más fuerte… -Se quedó sin voz.
Simún le estrechó las manos entre las suyas. Le pasaban tantas cosas por la cabeza, habría podido aducir tantos atenuantes a sus preocupaciones… pero no consiguió que salieran de sus labios.
– Estoy lista, vayamos -dijo, nada más.
Su padre la miró con asombro. Su voz era tan serena, tenía el rostro tan tranquilo y contenido, que también Yita se calmó. Las pronunciadas arrugas que acababan en las comisuras de sus labios se hicieron algo más profundas; su mirada, más severa. Asintió y salió tras Simún con la mano en la daga que llevaba al cinto.
Media ciudad iba de camino al templo esa mañana. La litera de las mujeres de la casa de Yita avanzaba balanceándose despacio, hasta que logró cruzar las puertas de la ciudad. El camino transcurría entonces por un pedregal y serpenteaba luego por entre los huertos de Marib.
Así como en las calles el calor caía como un puño sobre los toldos de tela, allí soplaba una suave brisa bajo las palmeras. La luz y las sombras jugaban con las colgaduras, sobre los vestidos danzaban lunares de sol que destellaban a porfía con las joyas de las mujeres. Simún oía el murmullo del agua en los canales, olía la tierra húmeda y saciada, el aroma de las flores. Quiso asomarse, pero Dhahab se lo impidió.
Seguían formando parte de la larga y colorida comitiva que serpenteaba hacia el templo. Se oía música, tambores y flautas, procedente de las caravanas donde viajaban los dioses. Cada una de las tribus que residían en las inmediaciones llevaba consigo a su patrón protector. De madera ancestral y con los grandes ojos pintados bien abiertos, las divinidades viajaban junto con los hombres. Llevaban joyas como éstos, estaban maquillados, perfumados, envueltos en telas y sentados en literas cuyas colgaduras los protegían de miradas profanas. Bamboleándose a lomos de sus camellos, se acercaban a las columnas rectangulares del templo de Baran, a cuyo poder también debían presentar sus respetos.
Los árboles fueron haciéndose cada vez más a los lados, como si fueran un telón que se abría, y dejaron ver el templo. La bulliciosa muchedumbre se había reunido a la entrada del patio de columnas. Simún sacó un pie de la litera y lo posó en un bancal de cebollas pisoteado. Su madre la hizo avanzar entonces por el camino procesional que, entre fogones y tenderetes de comida, conducía al interior del recinto.
– La mayoría se queda aquí fuera -le susurró Dhahab al oído.
Ordenó a las sirvientas que las esperaran en la linde de un barrizal, entre campesinos y ganado. Simún entró en el patio boquiabierta. Igual que Dhahab, no salió de la sombra de la galería y avanzó junto a los altares y las inscripciones sagradas que decoraban los muros, acariciando aquí y allá el bronce de alguna estatua con un dedo furtivo, correspondiendo a la mirada muda de los pétreos machos cabríos de los frisos y contemplando los bancos de alabastro que relumbraban a la luz del sol y en los que poco a poco se iba sentando la gente.
– ¿Cuál es nuestro sitio? -preguntó.
– Delante del todo. -Dhahab intentó decirlo como de pasada, pero era imposible no percibir en su voz lo adulada que se sentía-. Tu padre es de los pocos que pueden entrar. Llevan a los dioses hasta el santuario para que allí hablen. -Se inclinó más hacia Simún-. Me ha confesado que se sientan en unos bancos muy parecidos a los nuestros, y que desde las paredes los observan antílopes.
Parecía muy orgullosa de ese conocimiento. Simún contempló con concentración la oscura entrada que llevaba al recinto interior del templo, zona prohibida para ella y para la mayoría de los mortales. Por mucho que se esforzase, no obstante, no distinguía nada.
– ¿Qué hay allí dentro? -preguntó mientras seguía dócilmente a Dhahab y se sentaba en el banco indicado.
Tampoco desde más cerca dejaba ver nada la entrada del santuario. Simún percibió un olor a incienso y una ráfaga helada que le provocó un escalofrío.
– Eso sólo lo saben los sacerdotes -susurró Dhahab-. Y el mukarrib. Sólo él puede pisar el sanctasanctórum.
Simún tuvo que reprimir una exclamación; una sombra había salido del negro rectángulo de la puerta. Vio entonces que era un hombre negro como la noche. ¿Cuánto tiempo llevaría allí de pie sin que ella hubiera reparado en él? Cuando se quitó la capa, su blanca vestimenta sacerdotal brilló como la luz del sol.
– Bayyin -explicó Dhahab, no sin complacencia-. Es impresionante, ¿verdad? -Tuvo que bajar la voz, ya que el sumo sacerdote pasó en ese momento junto a ellas para dirigirse hacia la procesión de divinos visitantes. Simún vio entonces a su padre, una de las cuatro fabulosas figuras que sostenían la litera de Almaqh sobre los hombros, por encima de sus cabezas, y que la hacían desaparecer tambaleándose en el interior del templo-. Shamr lo hizo venir desde una tierra del otro lado del mar tras el que está Egipto. Lo llaman el Rojo, pero tu padre me ha asegurado que es tan azul como cualquier otro mar.
– A lo mejor se volvió rojo por la sangre de las batallas -repuso Simún, también en un susurro.
Dhahab hinchó las narinas con dicha.
– Cierto es que han luchado, y el incienso de allí nos pertenece ahora a nosotros.
Simún asintió con vaguedad. El tributo llegaba una vez al año en barcas de cuero, enviado por los sabeos que habitaban allí en una fortaleza y que defendían con sus armas la gloria de Shamr. Sin embargo, los botes eran pequeños, el mar por el que llegaban era ancho y la tierra negra del incienso, lejana. Aun así, su riqueza los anudaba con delgados hilos al reino de Saba. Todo eso lo sabía, pero lo que sucedía frente a ella en ese momento la tenía más fascinada.
Bayyin había extendido los brazos y entonaba un cántico. Una procesión de muchachos marchó entonces en fila de a dos hacia él. Algunos eran negros como el sacerdote, otros tenían la piel más clara y la nariz curvada de las gentes de Marib.
– Shamr los trajo a todos consigo -siguió susurrando Dhahab, que paseaba la mirada por sus jóvenes cuerpos, no sin placer-. Antes, sólo los hijos de las primeras familias desempeñaban esas atribuciones, pero no son tareas compatibles con el honor de un guerrero. Hay que hacer mucho trabajo de escriba y encargarse también del servicio de los difuntos, así que se lo hemos dejado con gusto a los esclavos. ¿No son una maravilla las medias lunas de cobre que llevan en la frente?
Simún volvió la cabeza. El plural del «hemos dejado» de la explicación de su madre la molestó, pero comprendió entonces que Dhahab se consideraba parte de la nobleza de Saba, cuyos representantes se concentraban en la capital, Marib. Iba a comentar que ni Dhahab ni ella misma pertenecían a ese ilustre círculo, pero la inquietud que percibió entre los espectadores se lo impidió.
Bayyin se colocó en el umbral del templo, cuya oscuridad se había tragado también ya a sus jóvenes ayudantes. Su mirada, perdida a lo lejos, cautivaba al público. A Simún no le pareció un hombre que perteneciera a otro, por mucho que Dhahab lo hubiera llamado esclavo. Oyó suspirar a la muchedumbre cuando Bayyin alzó su voz. Tenía la atención de todos. ¿De veras habían renunciado a eso los sabeos por una existencia de guerreros?
– Sé bienvenido -retumbó la voz del sumo sacerdote-. Sé bienvenido, poderoso señor. Sé bienvenido, dador de bendiciones. Tú que vences al dragón. Tú que liberas al cielo. Sé bienvenido, tú que llenas el vacío de este lugar. Lo que era de piedra, cobre vida.
Simún notó que los presentes habían contenido el aliento, como si esperaran que las cabezas de todas las estatuas fueran a ponerse a hablar. Se inclinó hacia Dhahab:
– ¿Qué ha querido decir con eso del dragón? -preguntó en voz baja.
– Así llaman aquí a Afrit. Chsss, estate callada.
El sumo sacerdote bendijo al rey y a los asistentes. Simún estiró el cuello para ver mejor a Shamr. Estaba tan cerca que podía inspirar el fuerte olor que desprendía la piel de león que llevaba sobre los hombros. Oía cómo golpeteaban sus garras contra el suelo cuando el mukarrib se movía, obedeciendo a la ceremonia. Sin embargo, sólo lograba ver su ancha espalda y el recio pelo negro que le caía en rizos alrededor de la cabeza, goteando bálsamo.
Bayyin pronunció sus bendiciones ceremoniales con voz ronca y un susurro recorrió entonces todo el patio. Dhahab tiró del brazo de Simún hasta que ésta comprendió que tenía que levantarse y se puso en pie temblando un poco a causa de la inseguridad.
– Cuidado -siseó Dhahab-, se me ha enganchado el brazalete. -Simún sintió un tirón y un leve empujón-. Pon atención -oyó que decía aún Dhahab, y el velo que cubría a Simún resbaló entonces.
En ese momento, Shamr se volvió.
Simún ya se había enfrentado a depredadores cuando recorría las montañas con sus rebaños. De haber tenido consigo su cayado de pastoreo, lo habría asido con fuerza. Sólo sus puños vacíos se cerraron. Los ojos de Shamr eran grandes y húmedos; su mirada lamía como una lengua, pero Simún no volvió la cabeza. Los dientes del mukarrib eran de un blanco resplandeciente, grandes y rectangulares, dientes poderosos, hechos para destruir hueso. La muchacha comprendió que le gustaría devorar su carne. Que olfateaba la sangre, el sudor. Que veía tendones que podría desgarrar y huecos cálidos que podría abrir con sus manos. Tenía unas manos grandes, de dedos cortos y gruesos. En el dorso le crecía un vello muy negro. Simún lo vio cuando alzó la mano haciendo un gesto indeterminado en dirección a ella.
No se movió. Le sostuvo la mirada como esculpida en piedra y apartó a Dhahab, que intentaba a toda prisa volver a cubrirla con el velo.
Shamr gruñó algo y después desapareció en el interior del templo.
Simún parpadeó. Fue Dhahab quien tiró de ella para que volviera a sentarse.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó su madre, exaltada y sin aliento.
Simún sacudió la cabeza.
– No lo he entendido -respondió, y miró a Dhahab a los ojos.
En su rostro luchaban sentimientos contradictorios. Simún vio la victoria en sus ojos abiertos y maquillados, pero también temor. Su madre parecía una niña que había comido miel a escondidas y que de pronto se veía delante de sus padres sin estar muy segura de si darían crédito a sus excusas.
Dhahab intentaba serenarse tras ese momento de agitación, pero las manos le temblaban tanto que no lograba volver a cerrar en su muñeca el brazalete que se le había abierto luchando con el velo de Simún. Al cabo, su hija alargó la mano, tomó la pequeña varilla de plata que se había doblado y volvió a meterla por los ojales del ancho aro.
– No temas -le dijo entonces, tranquila, casi como para consolarla.
Dhahab alzó la cabeza con alarma. Escudriñó el semblante de su hija, dispuesta a atacar aunque sin alterarse.
Simún sonrió con amargura. En las comisuras de sus labios se formaron débilmente las mismas arrugas que tan fuertes y regias adornaban el rostro de su padre. Dhahab las reconoció y apretó los dientes sin darse cuenta.
– No temas -repitió Simún-. Puede que no sepas exactamente lo que acabas de hacer. Pero yo sí.
Shams partió la torta de pan en pequeños trozos y los echó en un cuenco de leche caliente. Después se lo acercó a Arik, que estaba sentado en silencio junto al fuego.
– Come, venerable padre -dijo, bajando ligeramente la cabeza.
El viejo alzó la cuchara de palo con vacilación y la hundió en la sopa. Todo sucedía espantosamente despacio: sumergía la cuchara, encontraba un trozo de pan, lo alzaba con temblores, se lo llevaba a la boca, la cuchara goteaba y perdía la carga. Shams casi enloquecía de impaciencia al tener que contemplar el tembloroso proceso, pero lo seguía todo sin perder detalle. Mientras tanto, sus pensamientos volaban lejos de allí. Mujzen ya debía de haber entrado en la tienda de su padre. Se habrían saludado y se habrían sentado ya. Seguro que su hermana mayor les estaría preparando un té.
Arik gimió. Había perdido el pan poco antes de llegar a su boca. Al caer en la sopa de leche le había salpicado y le había manchado la ropa. De nuevo inició la cuchara el largo camino hasta el cuenco.
Shams lo limpió, aunque con la cabeza en otra parte. Mujzen comenzaría su discurso con las palabras que habían convenido. Llamaría al padre de ella «señor de muchos camellos», eso le gustaría. Después darían comienzo las negociaciones. La exaltación amenazaba con apoderarse completamente de la muchacha, que cruzó los dedos con fuerza y cerró los ojos sin moverse de donde estaba sentada, tensa, oyendo cómo sorbía Arik. Cuando volvió a mirarlo, vio que le caían gotas de leche por la barba rala.
Con un suspiro, cogió el paño, se las limpió y se obligó a sonreír.
– No pasa nada, señor de muchas cabras. ¿Te gusta la leche?
Arik masculló algo sin mirarla. Sobre sus cabezas zumbaban las moscas.
Una eternidad después se oyeron unos pasos que se acercaban a la tienda. Shams se levantó de un salto, con tanto ímpetu que casi volcó el cuenco. Extendió los brazos, pero volvió a dejarlos caer. El rostro de Mujzen le había dicho lo suficiente, no necesitaba preguntarle cómo había ido la conversación con su padre.
Volvió a sentarse con calma aparente. Mujzen tomó asiento junto a ella, vio cómo le quitaba dulcemente a Arik la cuchara de la mano y empezaba a darle de comer con movimientos metódicos. La miraba con mala conciencia, pues en realidad ya no tenía derecho a seguir haciéndolo. Había fracasado; una vez más, no lo había conseguido. Sin embargo, no lograba dejar de mirarla. Qué dulce era, qué afable y paciente. Tubba y su familia podían decir lo que quisieran, que estaba demasiado flaca, que era una enclenque. Para él era la muchacha más guapa de la tribu. Adoraba su piel clara y las oscuras sombras de debajo de sus ojos, que casi relucían en tonos azules. Se parecían a la cara interior de las conchas, y sus ojos eran las perlas que guardaban en su interior, redondos y con un brillo amable como la luna. Le encantaba que su melena brillara al sol adoptando un tono rojizo, reflejos como de cobre que a él le parecían valiosísimos.
Mujzen no pudo evitarlo, alargó los dedos y le apartó el pelo de la cara con ternura. Shams no dejó de hacer lo que estaba haciendo, pero en sus ojos aparecieron de pronto lágrimas.
– ¡Shams! -exclamó Mujzen, angustiado.
La muchacha sacudió la cabeza y se frotó la cara enérgicamente.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó.
De nuevo llevó la cuchara a los labios de Arik, que se cerraron sobre ella sorbiendo ya.
Mujzen le dirigió una mirada rauda y espantadiza al viejo.
– Las arras no le han parecido suficiente. -Se encogió de hombros.
Shams se tragó su decepción y siguió dando de comer al viejo con una concentración casi furiosa.
– ¿Tampoco con las cabras de Arik? -preguntó.
Casi sonrió sin remedio al recordar cómo se las había ofrecido el abuelo de Simún. Desde que su nieta no estaba, Shams había ocupado su lugar, le servía el té al viejo por las mañanas, llevaba a sus cabras a los pastos y por las tardes le hacía un poco de compañía. Su familia no lo veía con buenos ojos, pero era un acto de caridad que agradaría a los dioses y contra el que poco podían decir. Shams, además, no se dejó disuadir. Mujzen se unía cada vez más a menudo a ellos por las tardes como huésped de Arik, junto al fuego, y así la tienda del viejo se había convertido en el lugar de sus reuniones secretas.
Shams no había imaginado que el viejo se diera cuenta todavía de lo que sucedía a su alrededor. Tras la desaparición de Simún se había hundido al fin en la ancianidad, trémulo, quebradizo, completamente encerrado en sí mismo y en sus recuerdos. Shams iba a hacerle compañía, ante todo, porque en ello encontraba un último vínculo con la amiga perdida con la que, sin embargo, había cumplido de una forma tan deficiente. Quería compensarlo con Arik.
Así las cosas, una tarde el viejo les había ofrecido sus rebaños con voz resquebrajada para que los añadieran a las arras con que comprar la mano de Shams. Los dos jóvenes lo habían abrazado, felices y avergonzados. Shams había duplicado el afán con que cuidaba de él. Mientras el té se hacía, lo mantenía al corriente de todos los acontecimientos del pueblo, le llevaba dulces hechos por ella y limpiaba la casa con tanto celo como si fuera ya su propio hogar y viviera en él con Mujzen. Su amado y ella estaban de acuerdo en acoger al viejo Arik.
Sin embargo, el padre de Shams se había negado. Mujzen sacudió la cabeza en respuesta a su última pregunta y bajó la voz antes de decir:
– Las cabras de Arik, ha dicho, implican aceptar al propio Arik. -Señaló con la cabeza al viejo-. Dice que la carga sobrepasa al provecho.
Shams, sobresaltada, le puso un dedo sobre los labios. Mujzen parecía sentirse culpable, pero no había hecho más que contestar a su pregunta. Después, sin embargo, aferró sus dedos y empezó a besarlos uno a uno con dulzura. Shams lo miraba con grandes ojos y tiró la leche de la cuchara que aún sostenía con la mano derecha.
– Mujzen… -Apenas logró pronunciar su nombre.
Como si eso hubiera sido una señal, el joven la abrazó con fuerza y buscó su boca. Aún recordaba lo mucho que había dudado la primera vez, cuando creía que tal vez el diente que le faltaba pudiera darle asco, o espanto. El miedo había hecho que sus besos fueran suaves, y así habían inspirado en Shams el valor para corresponderlos. Esta vez, no obstante, se entrelazaron con una impetuosidad desesperada.
Al separarse, Mujzen dijo:
– Nos marcharemos.
Respiraba con pesadez. El corazón le palpitaba con fuerza, de pasión y de miedo a partes iguales.
Era un gran propósito el que había expresado con esas palabras, no más grande que su amor, pero puede que sí mayor que sus fuerzas.
Su realización, en la que apenas se atrevía a pensar, sobrepasaba en mucho la capacidad de su imaginación. Hasta entonces sólo una persona se había atrevido a hacer algo así, y había sido Simún, y Simún siempre había sido especial. El, por el contrario, no era más que Mujzen.
Para su sorpresa, Shams asintió con la cabeza y le puso una mano en el corazón.
– Sí -accedió-. Eso haremos.
Por primera vez miró el sereno rostro de la muchacha a la luz del fuego.
Ahora que ya lo habían dicho en voz alta, empezaron a acordar todos los detalles. Mujzen sabía qué dromedario elegiría para cada uno. Aunque él no era muy buen jinete, sí conocía como nadie los animales de su padre. Con los que tenía en mente, sin duda alguna lograrían atravesar el desierto.
Juntos decidieron cómo reunirían en secreto las provisiones y cuál sería el mejor momento para partir. Sólo dejaron para el final una pregunta:
– ¿Hacia dónde iremos?
Fue Shams quien la pronunció. Mujzen apretó los labios, ése era el punto flaco de sus planes. De ello dependía todo, pero no conocía la respuesta.
– Hacia donde se marchó Simún -se respondió Shams a sí misma, y de pronto se echó a reír-. Por supuesto, iremos a donde fue ella.
Asió las manos de Mujzen, pero el joven meneó la cabeza.
– Simún está muerta -repuso, negándose. Y, en voz más alta, repitió-: Está muerta.
¿Cómo iba a ser de otra forma? Aquel día habían sido valientes, pero también unos necios y unos crédulos. Ya era hora de reconocerlo, como también que sus planes eran un disparate.
– No, no lo está. -La voz era débil, ronca, pero inconfundible. Hacía mucho que no la oían.
– ¡Arik!
Shams se volvió hacia el viejo con sobresalto. Se había olvidado por completo de él. Con rubor en las mejillas buscó la cuchara y la sostuvo en alto, pero el abuelo de Simún la apartó.
– Vive -pronunció con dificultad antes de sufrir un ataque de tos áspera.
– ¿Cómo puedes saberlo? -preguntó Mujzen con recelo.
El viejo torció su rostro arrugado con una sonrisa. Sucedió muy despacio, como cuando las nubes se mueven en un día sin viento y transforman el paisaje con sus sombras.
– Porque, si no, yo habría muerto también.
Shams agarró el brazo de Mujzen.
– ¡Tiene razón! -exclamó con un suspiro.
No sabía por qué, pero hasta el último rincón de su corazón le decía que el viejo sabía la verdad. Miró a Mujzen con una súplica, y él, a regañadientes, refunfuñó:
– ¿Por casualidad no sabrás también dónde está, viejo?
La sonrisa de los rasgos de Arik se hizo más profunda. Cerró los ojos. De nuevo vio ante sí la noche en que Simún huyera. El había aguardado cerca de aquella tienda, con un cuchillo en el puño cerrado, dispuesto a matarla él mismo antes de que Watar pudiera ponerle una mano encima. Mudo de vergüenza había sido testigo de cómo otros tenían más valor y más esperanza que él para con Simún. Escuchó escondido su despedida. Oyó las pezuñas del camello golpetear el suelo.
Y siguió sus huellas, despacio, contrito, hasta donde quisieron llevarlo sus piernas. Hasta un punto en que viraban hacia el oeste.
Arik sonrió de nuevo. «En Marib -pensó-. O en Sirwah. Nunca le hablé de esos sitios, pero de todos modos lo sabía. Escuchó mi silencio y lo adivinó todo.» En voz alta, dijo:
– En Marib.
Le quitó a Shams la cuchara de la mano, le dio la vuelta y con el mango se puso a dibujar unas líneas sobre la arena.
Mujzen se inclinó hacia el viejo con creciente atención y escuchó las indicaciones que iba dando.
Cuando terminaron, se impuso un momento de silencio.
– Ven con nosotros -dijo Shams, y cogió la vieja mano de Arik.
Él la rechazó. Apenas si sacudió la cabeza. Tosió.
– Me quedo -dijo cuando recobró el aliento-. Esperaré noticias. -Pensó que esperar era lo único que podían seguir haciendo los viejos. Nadie superaba su paciencia-. La abubilla me la traerá.
Shams y Mujzen se miraron gravemente. Miraron después al viejo, pero Arik había cerrado los ojos.
– ¡Padre, padre, déjalo ya!
Simún casi tenía que gritar para hacerse oír en la disputa. Sus padres caminaban de aquí para allá, gesticulaban con violencia y se culpaban uno al otro.
– Nada puede hacérsele -añadió Simún.
Le daba la sensación de que nadie la estaba escuchando, así que terminó por abrazar a su padre desde atrás y llevarlo a un banco para intentar que se sentara sobre sus cojines. Allí se desmoronó el hombre, tirándose de los pelos.
Dhahab se quedó de pie ante ellos, respirando con pesadez. Su marido no le había hablado nunca así. Nunca se había dirigido a ella más que en un tono de amorosa veneración. La única culpable era ella, esa pequeña víbora, ¿cómo se atrevía? Desde que estaba en la casa, todo había cambiado. Le había robado el amor de su marido. Solo faltaba que además le explicara embustes sobre lo acontecido en el templo. Sostenía que le había quitado el velo deliberadamente, ¡pero ella pensaba negarlo hasta la muerte! Dhahab plantó las manos en las caderas e inspiró hondo. ¡Todo patrañas! Estaba dispuesta a ponerse en pie de guerra. Se irguió en actitud desafiante frente a Simún. Ésta, con todo, se volvió para otro lado.
– En ningún momento pudo ser de otro modo. -Era el profundo convencimiento de Simún.
Dhahab y sus intrigas no tenían ningún papel en ello. Ésta siseó:
– Ah, no seas tan quejicosa. -Después se volvió hacia su mando-: Es más que evidente que no lo hice a propósito -gruñó-. Me estás tratando como a una criminal.
Yita le asió una mano con rapidez.
– Sólo he dicho que es una gran desgracia.
Dhahab se zafó de él.
– Me has recriminado no haber cuidado lo suficiente de ella. -Soltó una estridente carcajada-. Tú, que no estabas allí para protegernos. Tú, que la trajiste aquí por vanidad, para empezar, y la ataviaste y la agasajaste tanto que le hiciste perder el norte. Y ahora se ha vuelto loca.
Simún, aunque con aversión, se mantuvo al margen de la pelea. Su madre no hacía más que clavarle a su padre un cuchillo tras otro en el corazón y hurgar en la herida.
– Si alguien tiene la culpa, ése eres tú -anunció categóricamente.
– ¡Dejadlo ya de una vez! -exclamó Simún-. Por favor.
Alzó los brazos y los dejó caer de nuevo, resignada. Se acercó a la mesa, en la que seguían los restos de una comida que apenas habían tocado. Alzó la copa de su padre y se sirvió licor de pasas. El almizcle le repugnó, y el sabor a alcanfor hizo que se le estremeciera la boca, pero sintió que el alcohol extendía calor por sus extremidades. A lo mejor el gusto de su padre por la embriaguez era comprensible.
Se volvió con tosquedad.
– El mensajero me ha hecho llamar. Acudiré. -Alzó las manos-. Eso es todo.
– ¡Pero te matará! -El grito de su padre fue agonioso.
Dhahab se acercó a él y lo abrazó.
– Al menos ya no tendremos más problemas.
Simún sonrió.
– Ahora que hablamos de ello, padre: ¿sería posible que convocaras a los demás jefes de las tribus?
En el rostro de Dhahab reapareció al instante la desconfianza. Apretó más el brazo de su marido, y éste, desconcertado, dijo:
– ¿El consejo? Sí, por supuesto… -Hizo una pausa-. Pero no te ayudarán, Simún. Ni siquiera salvaron a sus propias hijas.
El recuerdo cargó su voz de amargura. De pronto la ira se cernió en forma de nube negra sobre Yita, que llevó su mano a la empuñadura de la daga que llevaba al cinto.
Dhahab lo vio y cerró enseguida sus dedos sobre los de él.
– No seas loco -susurró.
Yita dejó caer la cabeza. De él salió un grito quejumbroso:
– ¡Oh, Almaqh! ¡Cómo voy a vivir sin ella!
Dhahab, por el contrario, guardó silencio.
Simún se dirigió a la puerta bajo sus miradas.
– Ocúpate sólo de que el consejo asista a mi boda -repitió-. A lo mejor yo puedo ayudarlos a ellos.
Su padre asintió sin mirarla, confuso y desalentado. La puerta se cerró tras ella.
Simún no había llegado todavía a su habitación cuando oyó unos pasos tras de sí. Dhahab le tiró del brazo con fuerza e inspeccionó con recelo la cara de su hija.
Esta se apartó y preguntó con brusquedad:
– ¿Qué? ¿No te gusta lo que ves?
– Nunca me ha gustado. -Dhahab, a solas frente a ella, dejó de reprimir la antipatía que le tenía-. Desde el primer momento has sido como una maldición caída sobre mí. -De repente reflexionó-: Tú tramas algo -dijo, y se acercó a Simún un paso más-. Lo sé-siseó-. Tú no te rindes tan deprisa, lo sé. ¿Qué es?
Simún le sostuvo la mirada sin parpadear. «No me conoces -pensó con furia-, no sabes absolutamente nada de mí. Nunca has visto de mí nada más que mi pie. Pero tienes razón. De ninguna manera me rendiré sin luchar. No me sacrificarán a ningún demonio nunca más.»
– Casarme, madre -dijo. Esa última palabra la pronunció con especial esmero-. ¿Qué creías?
Por la tarde, Yita regresó del Salhin con las rodillas temblorosas y se derrumbó en su banco de solaz del jardín. Pidió vino y escuchó el zumbido de los insectos mientras su respiración se calmaba poco a poco y su rostro recuperaba el color.
Simún en persona le llevó la copa.
– ¿Lo has conseguido? -preguntó.
Yita asintió, se detuvo un momento y miró hacia una lontananza que sólo él veía.
– ¿Qué he hecho? -susurró con horror.
– Lo correcto, padre -lo tranquilizó Simún, y le acarició la mano.
Sin embargo, su cabeza bullía de ideas. El rey había accedido: se celebrarían los tradicionales festejos de boda de la tribu. Simún había rogado a su padre que insistiera en ello.
Los familiares de las novias de Shamr habían llegado ya a celebrar las bodas como entierros, no, con mayor secreto aún: entregaban a las muchachas a la guardia del palacio, paralizados por la tristeza. Simún, por el contrario, quería que todos la vieran junto a Shamr y, sobre todo, que la reconocieran como su esposa. Por eso su padre celebraría la boda en la explanada y encendería la gran hoguera alrededor de la cual bailarían los hombres. Y lo que era aún más importante: acudirían los representantes de las tribus y sus familias.
– El mukarrib sólo aparecerá al final, para llevarte con él. -Yita seguía mirando al jardín sin ver nada.
Simún asintió, también a ella le parecía bien. Si el rey quería mostrarles a todos su desprecio, con ello sólo impulsaría más aún sus propios planes.
– Después reúne al consejo, padre, como me has prometido -dijo y, cuando él asintió, le acarició el pelo y lo dejó solo.
Tres semanas después, los festejos estaban listos.
Engalanada como una imagen divina, con un vestido rojo y velos dorados, Simún aguardaba sentada a la entrada de la tienda y recibía los obsequios que le ofrecían las tribus. Su mirada ausente resbalaba sobre los regalos, pero se fijaba en cada uno de los rostros y recordaba los nombres que le susurraba su padre, quien, de pie tras su taburete, de vez en cuando intentaba posar una temblorosa mano en su hombro para tranquilizarla.
Estaba nervioso, igual que todos los invitados. Con sombrío semblante presentaban sus respetos los jefes de las tribus, y las mujeres que se apretaban a sus espaldas para lograr entrever a la novia parecían abatidas. Habían acudido porque la costumbre así lo requería, no por gusto. Tan poco por gusto como acampaba uno de noche en plena sabana, donde había depredadores y centenares de peligros. Las muchachas jóvenes iban más cubiertas de lo que exigían las buenas costumbres y se lo pensaron mucho antes de obedecer a la música que empezó a sonar y ponerse a bailar en corro alrededor de la novia.
Como masculló un anciano que contemplaba la danza y cuya mirada no hacía más que desviarse hacia el Salhin, no era bueno verter sangre ante el león.
Cuando llegó el mediodía, Simún se levantó de entre el círculo de muchachas que le habían hecho compañía, pero que no habían dejado de mirarla como si fuera un fenómeno prodigioso: la mujer que se casaba con Shamr por propia voluntad. Levantó el gran cuenco de bronce que contenía sémola en abundante grasa de carnero, lo llevó hasta el toldo bajo el que se habían retirado los ancianos en corro y se lo ofreció a los hombres tal como mandaba la tradición.
– Gracias por vuestros buenos deseos en mi día -murmuró, y recibió bendiciones en el nombre de Shams y de Athtar.
Con una cuchara de palo fue sirviendo a todos y cada uno, buscó los ojos de carnero cocidos que nadaban en el caldo grasiento y procuró repartirlos justamente.
Cuando hubo terminado, se quedó de pie con la cabeza gacha. Los ojos muertos de los animales la miraban de hito en hito y, al levantar la cabeza, reparó en que las miradas de los ancianos la contemplaban de una forma similar. Aquellos hombres habían visto la muerte y sentían miedo. De pronto se inquietaron, pues la novia seguía allí en lugar de despedirse en voz baja y marcharse con la mirada en el suelo. Largo rato contempló Simún sus rostros. Ahí, un viejo de mejillas abundantes y sonrojadas que enseguida se encolerizaría, igual que el padre de Tubba. Otro con barba de chivo y la mirada astuta de Watar. Otro más, que tenía los párpados pesados y la mirada cansada y apática de lagarto que Simún conocía del jefe de su tribu. Cómo se parecían todos… Pero esos hombres jamás volverían a decidir sobre su vida.
Simún esperó antes de hablar.
– ¿Amáis a vuestras hijas? -preguntó.
La respuesta fueron unos bufidos de sorpresa e indignación. Algunos intentaron no hacerle caso, otros la miraron con una mezcla de antipatía y curiosidad. Uno se llevó incluso la mano a la daga, ofendido.
Simún asintió despacio mientras miraba uno a uno esos rostros curtidos y arrugados.
– ¿Qué sucedería si alguien las liberara de su aflicción?
La respuesta fue un silencio de estupor. Ella no lo rompió, quería retirarse para dejar esa pregunta resonando en sus oídos. Desvelar demasiado en ese instante sólo avivaría el peligro de una traición. Entonces empezó a oírse a su espalda la trápala de unos camellos. Poco a poco, los hombres fueron levantándose de sus almohadones y se recolocaron las vestimentas y los cintos con sus dagas. Simún se volvió.
Shamr había aparecido para llevarse consigo a su novia. Llegaba acompañado de su guardia y con una litera vacía de ondeantes colgaduras rojas en su séquito. La música de las tiendas enmudeció.
Shamr puso un pie en la arena. El viento soplaba en la cabellera de la piel de león que llevaba sobre los hombros y casi hacía que pareciera vivo. Yita se apresuró a ofrecerle vino y una bandeja de carne.
– Toma asiento -dijo-, festeja con nosotros. Los mejores trozos todavía no se han terminado.
Señaló a los espetones en los que se asaban cabras, ovejas y una cría de camello, crepitando y chorreando y despidiendo intensos aromas. Los ancianos seguían de pie, sin moverse de su sitio.
Sin embargo, Shamr rechazó la comida y la bebida. No se inclinó ni una sola vez en dirección al consejo. En lugar de eso, se volvió hacia la tienda en la que se apretaban las mujeres espantadas.
– ¿ Dónde está? -preguntó, y dio un paso hacia allí.
Simún lo miraba sin moverse. Vio que un muchacho empezaba a ponerse nervioso y cambiaba inquieto de postura al ver acercarse al mukarrib. Estaba sudando y lanzaba angustiosas miradas a su padre, que estaba junto a ella en el corro de los ancianos. El joven un hacía más que volver con angustia la cabeza de los ancianos a la tienda donde, entre todas las mujeres, como bien sabía Simún, también estaba su hermana. Su mano morena jugueteaba incesantemente con la empuñadura de la daga y no dejaba de mover los pies.
«¡No!», le dijo moviendo los labios en silencio el anciano que estaba junto a ella, y frunció el ceño con una advertencia. Con ambas manos hincó su cayado labrado en la arena y se inclinó hacia delante apoyándose tenso sobre él. La admonición, no obstante, no surtió efecto. Como impelido por un poder superior, el joven se acercó un poco más a la entrada de la tienda. En su frente aparecieron gotas de sudor.
Shamr podría haberlo quitado de en medio con una sola patada, pero prefirió plantarse sin rodeos delante del chico, que apenas debía de tener catorce años. No le llegaba al mukarrib ni a la barbilla. Shamr bajó un momento la mirada hacia su adversario, que se mordía los labios para que no le temblaran pero seguía valientemente erguido mientras el rubor de su legítima cólera afluía a sus mejillas. Si nadie más estaba dispuesto a defender el honor de su tribu, entonces lo haría él. Simún casi podía leer las palabras que se escondían tras su frente, pensamientos orgullosos y temperamentales como los de Tubba, que creía que con su daga y su cayado de pastor podía enfrentarse a lo que fuera. Así, con todo, no se cazaban las serpientes peligrosas.
Del gaznate de Shamr salió algo parecido a un trueno que fue creciendo. Después alzó la mano. El golpe fue tan repentino y tan fuerte que el muchacho voló hacia un lado y aterrizó en la arena. Aturdido, se alzó de rodillas, se sostuvo con la mano el lado de la cara dolorido y miró a Shamr con estupefacción.
«Quédate ahí tirado -pensó Simún, y cerró los ojos para que la fuerza de su pensamiento fuera más intensa-. Quédate donde estás.» Esperó fervorosamente que el joven recibiera el mensaje. Sin embargo, éste profirió un grito, se levantó de un salto y desenfundó su daga con un movimiento imperioso. Así se quedó, paralizado en su postura de guerrero, espantado por su propio impulso y sin saber muy bien qué hacer a continuación. Shamr volvió a alzar el brazo; era una señal para su guardia.
El joven se desplomó con ocho lanzas en el cuerpo antes de haber dado un solo paso. Una mujer gritó, el resto de los asistentes a la boda no hicieron ruido alguno.
Shamr se volvió y caminó hacia su montura. Su guardia lo siguió. Sólo dos esclavos se quedaron atrás, sosteniendo las riendas del dromedario que llevaba la litera y tapándose la cara con el pañuelo para protegerse del polvo que levantaron las pezuñas galopantes del camello de Shamr.
Simún se arremangó el vestido para que el dobladillo, por mucho que reluciera igual de rojo, no se empapara de la sangre que brotaba del cuerpo del joven a la arena.
Mientras los invitados se precipitaban hacia el muerto, ella caminó despacio hasta la litera.
– ¿Y si alguien os librara verdaderamente de esto? -preguntó, volviéndose una última vez.
En lugar de una respuesta, oyó los lamentos de la madre y las maldiciones que profería el padre del muchacho, y supo que debía darse por satisfecha.
– ¿Queda mucho todavía, Mujzen?
El joven se volvió y vio que la muchacha se balanceaba sobre el dromedario. Había escogido uno grande y negro, fuerte pero dócil, vigoroso y resistente. Sin embargo, ya tenía la giba encorvada y las pezuñas heridas, lo veía en su paso. Su cabeza oscilaba más de lo necesario hacia uno y otro lado. Mujzen sabía que no tardaría en desplomarse. En cuanto al aspecto de Shams, prefería no pensarlo.
Refrenó a su dromedario, dejó que ella lo alcanzara y le pasó un odre de agua mientras oteaba el horizonte. Todo era culpa suya, porque en el último pozo había torcido hacia donde no era, pero había intentado corregir el error y durante un buen rato había parecido que se movían siguiendo la ruta correcta. Mujzen entrecerró los ojos y contempló el grupo de montañas al que Arik había dicho que tenían que mirar siempre de frente como si fuera a contestar todas sus preguntas. Iracundo, golpeó el flanco de su animal con el mango de la fusta. Allí estaba la maldita montaña, y justo encima la luna en el cielo diurno, tal como había dibujado Arik en la arena. El condenado oasis era lo único que no aparecía por ningún lugar. Mujzen se mordió los labios.
– Seguiremos hasta aquel recodo de allí -dijo, y señaló a la cresta de una montaña que tenían por delante-. Si entonces no vemos nada…
No terminó la frase y azuzó a su montura. Con alivio, oyó que Shams lo seguía.
– ¿Sabes? -dijo ella. El agua le había sentado bien-. ¿Sabes? En cada curva busco en el suelo y tengo miedo de encontrar los huesos de Simún.
Mujzen la miró con sorpresa. La sonrisa que le ofrecía mostraba tanto desaliento que le pareció triste.
– Vive -dijo Mujzen con seguridad, y se inclinó para tenderle una mano-. Lo sé. Por eso también nosotros viviremos.
Simún ascendió la gran escalinata que llevaba al Salhin, el palacio de Marib. El guardia que quisiera seguirla con la mirada tendría que echar la cabeza muy hacia atrás y entrecerrar los ojos, pues la blanca superficie relucía y deslumbraba a la luz del sol. La joven subía como entre nubes. No fue hasta llegar al atrio cuando volvieron a rodearla los colores. Vistosos tapices recubrían las paredes y amortiguaban el eco de sus pasos entre las grandes columnas. Desde los muros la observaban cabezas de gacela, y dos grandes leones de bronce flanqueaban la entrada a los aposentos interiores. La luz que entraba por las lunas de alabastro sostenidas entre vigas de madera de palmera lo inundaba todo, cálida y brumosa como la leche. De unas calderas colgantes de cobre caía serpenteando un incienso blanco que se revolvía con pesadez y se entretejía con la luz turbia.
Una mano la tocó en el hombro y le señaló la puerta que la llevaría a su destino. Los altos batientes eran de madera de ébano con taraceas de marfil, un desconcertante dibujo geométrico que centelleó ante los ojos de Simún. La puerta giró silenciosamente sobre sus goznes de cuero al abrirse. Ante ella apareció toda la ciudad. Aquella sala se abría a una terraza que se alzaba a mucha altura sobre Marib, en el piso superior del palacio. Simún había subido muchas escaleras, pero no había imaginado que hubiera llegado tan arriba. Cruzó la habitación con pasos raudos y se detuvo junto al pretil. Por debajo de ella había un escarpado precipicio de roca desnuda. A su pie, Simún vio un pedregal recorrido por pequeñas figuras que iban de aquí para allá y supo que estaba mirando al vertedero de la colina del palacio.
Tras ella sonó un ruido que hizo que se diera la vuelta.
Shamr sonreía mostrando todos sus dientes. Eran de un blanco tan brillante como el marfil de la puerta que tenía detrás. En realidad, apenas se lo distinguía del fondo, vestido como iba de blanco y colores oscuros. Con un gesto invitador señaló a una alcoba que se abría en la pared de la izquierda, lujosamente provista de almohadones y mantas de color púrpura.
Simún apretó los dientes, agachó la cabeza a modo de saludo y avanzó hacia el lecho para tumbarse allí con la mayor gracilidad posible. Bajó la mirada, como seguramente él esperaba que hiciera. Desde detrás de sus largas pestañas, sin embargo, observaba todos y cada uno de los movimientos del mukarrib. Shamr se le acercó muy despacio. Se detuvo junto a una mesa, se sirvió vino en una copa que se sostenía sobre un trípode de plata, la alzó con su gran mano y se sentó entonces junto a ella.
Simún, involuntariamente, se alejó un poco de él. Shamr la siguió. La agarró de la barbilla cuando quiso volverse y la obligó a mirarlo un momento a la cara.
«¡Demonio!», pensó Simún, y cerró los ojos. Sus labios, pintados de carmín para la ocasión, se abrieron temblando al esperar su roce. Sintió su calor cuando se inclinó hacia ella, la piel seca y áspera de sus labios, que acariciaron los suyos, que le chuparon la boca, la humedad de su lengua, que palpaba y exploraba.
– Ah… -se le escapó sin querer cuando él tomó posesión de su boca tan imperiosamente.
Entonces gritó.
Con una sonrisa de satisfacción, Shamr se reclinó y contempló a la muchacha que, atónita, paladeaba los delgados hilos de sangre que le caían por la comisura de los labios, donde Shamr había mordido. Ladeó la cabeza, se le acercó y le limpió con el dedo el rastro rojo para llevárselo después a la boca con gran deleite. «Ahora -pensó- empieza a comprender quién soy. En este momento lo comprenden todas, y al instante se rinden. Cómo le tiemblan las manos. Tal vez llore.» Sus ojos eran más bellos cuando nadaban en lágrimas.
Shamr se reclinó, ufano, y contempló a Simún. Cogió la copa y probó el vino. Se relamió con placer. Después de repasarla con la mirada una vez más de la cabeza a los pies, le subió el vestido de repente. Simún volvió a gritar y quiso defenderse. Instintivamente intentó tirar del bajo, forcejeó, se retorció. «Simún, sopla y levántame la falda», oyó en el recuerdo, pero entonces se sobrepuso al pánico; no podía permitir que Shamr se enfureciera. Respirando con dificultad y completamente tensa, aguardó, inmóvil.
Shamr la sostuvo de las muñecas hasta que estuvo seguro de que no opondría más resistencia. Simún inspiró con sobresalto cuando una de sus manos bajó en busca de sus piernas. Sin embargo, fue su muslo lo que Shamr se llevó al regazo, y con una mano empezó a recorrerle lentamente la pantorrilla. Simún sintió que su piel seca le arañaba y toda ella se erizó.
– Perfecta -murmuró Shamr, y apretó los dedos alrededor de su muslo-. Como torneada en marfil. -De repente se puso a tararear una pequeña melodía, improvisando como si fuera buscando nuevos sonidos, y le recitó los versos de un poema-. ¿Te gusta? -preguntó, y no esperó a que asintiera-. Es mío. Lo cierto es que soy un gran conocedor de la belleza. -Sonrió, repleto de felices recuerdos-. Algunas de mis novias me han inspirado poemas, pues cada una tenía algo sencillamente perfecto. -Se echó un trago de vino-. En una eran las rodillas. Perfectas, como pequeños discos de luna llena hechos en plata. -Shamr se entusiasmó-. Delicados, redondeados y relucientes como el alabastro.
La mirada de Simún se apartó de su rostro, vuelto hacia la terraza que el sol poniente había teñido de rosa, y observó la copa que giraba entre sus dedos. La contempló en detalle. Tenía unos pies de plata que sostenían un pequeño cuenco de un material blanco que Simún, al principio, creyó que sería alabastro o marfil. Pero la forma de expresarse de Shamr y el modo en que sus dedos acariciaban el blanco cáliz mientras hablaba hicieron que se estremeciera. Estaba segura de que aquel blanco era de hueso humano, la delicada rótula de una muchacha muerta.
Shamr interceptó su mirada, la interpretó y sonrió.
– De todas ellas guardo lo más hermoso… en el recuerdo -dijo, concluyendo su discurso.
Simún se esforzó desesperadamente por sonreír. Para rehuir sus ojos escrutadores, se sentó más erguida y le sirvió vino. Shamr lo aceptó con un gruñido de agradecimiento y bebió.
– Contigo todavía no lo tengo claro -dijo. Sus dedos dibujaron el contorno de su figura en el aire-. El pelo, tal vez.
Le agarró las trenzas y tiró de ellas hasta que su rostro descansó sobre el hombro de él. Simún sintió que apretaba la cara contra su melena y aspiraba su aroma. Contuvo un estremecimiento. ¿Con qué estarían rellenos los blandos almohadones sobre los que descansaban? De súbito se sintió rodeada de jóvenes difuntas. A punto estuvo de ponerse en pie de un salto y echar a correr hacia la puerta. No, la última vez ya había salido huyendo de Afrit. Esta vez le haría frente.
– O quizá los muslos. -Shamr le subió el vestido sin ninguna consideración y le descubrió las piernas. Sus dedos las recorrieron arriba y abajo, amasándolas, y le dejaron unas marcas rojizas-. Que piel -murmuró-. Qué blancura.
Agachó entonces la cabeza para hundirla en el regazo de Simún, que apartó la cara y cerró los ojos con repugnancia cuando su aliento caliente le rozó la piel. Sus dedos la acariciaban, pero ella sabía que enseguida volvería a hacerle daño. Aferró con fuerza la empuñadura del cuchillo que había escondido bajo su vestido. Era su única esperanza. ¿Sería ése el momento? Con la otra mano le acarició mecánicamente la nuca, que quedaba desprotegida sobre su regazo. Apretó el arma en su mano y tomó impulso. Shamr sintió ese movimiento y, con el instinto de un depredador, alzó la cabeza.
– ¡¿Qué…?! -preguntó, colérico.
Simún chilló.
– ¿ Qué ha sido eso? -preguntó Shams, y frenó su dromedario.
– Nada -contestó Mujzen para intentar tranquilizarla, a pesar de que también él se sentía atemorizado en el crepúsculo que caía con rapidez-. Nada más que un ave nocturna, mi amor.
– No, me refiero a eso -dijo Shams, y señaló hacia delante-. Esa luz.
– ¿Luz? -repitió Mujzen con incredulidad.
En el mismo instante en que lo decía, también él vio un débil destello en la oscuridad, muy por delante de ellos, y comprendió lo que significaba: antorchas, luces, ¡personas! Habían llegado al final de su viaje.
– Luz -susurró otra vez Shams con alegría.
Cabalgaron en silencio uno junto al otro y dejaron que las luces nocturnas de Marib fueran creciendo en la oscuridad. No tardaron en oír el susurro de las palmeras, cuyas copas habían tomado por sombras nocturnas. Creyeron percibir también el aroma de los huertos. Los dromedarios lo olieron a su vez, alzaron las cabezas y bramaron.
Mujzen y Shams tampoco pudieron contenerse y chillaron para expresar su alegría. Bendijeron a Arik, bendijeron a Almaqh, se volvieron locos.
Después, como si lo hubieran acordado de antemano, los dos azuzaron a sus monturas con la fusta y galoparon hacia la ciudad nocturna.
– ¡Yo llegaré primero! -exclamó Shams, riendo por encima del hombro.
Mujzen sintió que el latir de su corazón le cerraba la garganta al ver esa estampa. Allí estaba su amada, vivía, reía. No la había conducido a la muerte. La había salvado. Por primera vez comprendió que ya le pertenecía por completo, que ante ellos tenían un futuro en común, y sintió que lo recorría una oleada de felicidad.
– ¡Ni hablar! -bramó alegremente y con voz precipitada-. Yo seré el primero. -Y fustigó a su montura para colocarse junto a Shams.
Qué maravilla, cómo ondeaba su melena al viento…
Ella echó la cabeza hacia atrás y profirió un grito cantarín:
– ¡Simún! -exclamó después, exultante-. ¡Ya estamos aquí!
Simún se agazapó en un rincón de la estancia con la daga frente al pecho mientras Shamr se le acercaba despacio. La miraba clavándole sus ojos perplejos. El era más fuerte que ella, era mucho más fuerte que ella. La madera fría se apretaba contra su espalda.
Poco antes de llegar a ella, Shamr se detuvo y abrió la boca.
– ¿Qué…? -volvió a preguntar, y se llevó las manos al cuello.
De pronto puso los ojos en blanco. El mukarrib se tambaleó y cayó entonces como un árbol talado.
Simún gimió y tiró el arma. Sus manos y la hoja estaban teñidas de rojo sangre. La primera puñalada le había alcanzado ya en la garganta, pero durante unos momentos creyó que con eso no bastaría. Ese condenado demonio de hombre tenía demasiado poder.
Simún se inclinó sobre él y lo agarró de la barba.
– Afrit -murmuró mientras observaba su rostro, desfigurado por la muerte-, no seré tuya.
Después se dispuso a cercenar su cuello. Cuando al fin tuvo la cabeza a sus pies, jadeó por el esfuerzo. El dobladillo de su vestido había empapado una gran cantidad de la sangre de Shamr y le golpeaba en los tobillos, rojo y húmedo. Sin embargo, Simún levantó el cadáver por los pies y lo arrastró hasta la terraza. Con sus últimas fuerzas lo alzó sobre el pretil y lo lanzó rodando a las profundidades cada vez más negras. Después volvió a entrar. Tenía que limpiar la sangre del suelo, tenía que encontrar algo con qué vestirse. Tenía que pensar cuál sería su discurso. Todavía le quedaba mucho que hacer. «Padre -pensó-, espero que hayas cumplido tu parte. Si no, estoy perdida.» Respirando con pesadez, se limpió la frente con el antebrazo y se puso manos a la obra.
Media hora después llamó a la puerta cerrada. Un sirviente amedrentado abrió y se la quedó mirando con perplejidad. Simún sonrió con furia al ver su desconcertado semblante y las raudas miradas con las que intentaba espiar el interior de la estancia por encima de su hombro. ¿Reconocería en la capa que vestía la fina manta que había engalanado el tálamo?
– ¿Dónde está el mukarrib? -preguntó el criado, ceñudo.
Simún desestimó la pregunta con un gesto.
– No está aquí. Que venga el consejo de las tribus. Cuanto antes -Y, al verlo dudar, golpeó con el pie en el suelo-. ¡El consejo de las tribus!
– Sí, está esperando abajo, encabezado por Yita.
Rezó por que así fuera. El hombre seguía mostrando desconfianza.
– ¿Lo ha convocado el mukarrib? -quiso saber.
– Por supuesto -repuso Simún-. ¿Quién, si no, podría hacerlo? -Y con ello despidió al molesto interrogador.
Regresó despacio a la alcoba, arregló de nuevo los almohadones y se sentó sobre ellos muy erguida. A su derecha quedaba la mesita, cubierta toda ella con un pañuelo bajo el que se intuía un objeto redondeado.
Simún enderezó la espalda y puso la mano derecha sobre él como símbolo de poder. Ya podían llegar, estaba preparada. Permaneció allí sentada como una estatua, en esa habitación en la que reinaba un silencio perfecto. Sólo de vez en cuando caía bajo la mesa una gota de sangre de Shamr, que se estrellaba contra el suelo, escandiendo así el tiempo hasta el momento en que se oyeron los pasos en la escalera.
Cuando Shams y Mujzen, aún sobre los dromedarios, recorrieron las silenciosas chozas de los arrabales de la ciudad y llegaron a sus puertas, se extrañaron de encontrarlas abiertas. Habían esperado solicitar refugio para pasar la noche allí fuera y entrar en Marib al día siguiente, pero los guardias no estaban en su lugar y las calles estaban llenas de antorchas. Había en ellas más curiosos de los que podían contar.
– ¿Crees que en las ciudades convierten la noche en día? -preguntó Shams mientras los pasos de su dromedario resonaban bajo los arcos de la puerta.
Sus miradas se pasearon por las poderosas murallas con miedo y admiración a partes iguales.
Mujzen negó con la cabeza. Iba a decir algo, pero la visión de la avenida principal de Marib lo había dejado sin habla. A su izquierda se alzaban las blancas fachadas de los templos; a su derecha, las casas de adobe de tres, cuatro, cinco pisos de alto. Tenían pequeñas ventanas, y en todas ellas había personas asomadas. Sí, ¿vivían, entonces, unos sobre la cabeza de otros?
– Creo -empezó a decir al fin- que ha sucedido algo. Escucha cómo gritan.
Ciertamente, se alzaban gritos aquí y allá. En las esquinas veían a hombres hablando con sus conciudadanos y gesticulando, pero era imposible entenderlos en el griterío general. Cada vez se abrían más puertas y de ellas salían más habitantes a las calles. Se fue formando una comitiva que empezó a avanzar en dirección a la colina del palacio y a la que Shams y Mujzen se añadieron sin quererlo. Encerrados en una muchedumbre cada vez más apretada, intentaban distinguir su ignoto destino.
Al cabo, Mujzen se inclinó hacia abajo.
– ¿Qué ha sucedido? -le preguntó a un hombre que caminaba pegado a él. Esperó que no notara su acento extranjero.
La respuesta no se hizo esperar:
– Dicen que el mukarrib ha muerto.
– No, ¿de verdad? -se oyó desde atrás, y el hombre se volvió para informar en detalle al nuevo interesado.
Shams y Mujzen se miraron con angustia. El mukarrib muerto, eso no era buena señal para su futuro. Seguro que ese mukarrib era un hombre importante y que al final querrían culpar de todo a los dos extranjeros. Sin embargo, ya era demasiado tarde para dar vuelta atrás. La comitiva que los había arrastrado consigo ya había llegado a una gran escalinata. Los dos beduinos contemplaron boquiabiertos la construcción, pues era más grande que cualquier otra cosa que hubieran visto jamás. No tuvieron mucho tiempo para grabarlo en su memoria, pues en ese mismo instante se abrió allí arriba la puerta principal. Salió un grupo de hombres y uno de ellos se preparó para anunciar algo levantando los brazos para pedir silencio. Era un esfuerzo inútil, pero las preocupadas voces de los habitantes de Marib se acallaron de todos modos un tanto.
Mujzen consiguió subir al amplio pretil de piedra de la escalinata. Escuchó lo mejor que pudo y fue informando a Shams, que sostenía a los dos camellos e intentaba tranquilizarlos con palmaditas y caricias.
– Dicen -exclamó hacia abajo- que es verdad que el mukarrib ha muerto.
Shams alzó la cabeza y miró en derredor.
– No parece que les entristezca -dijo al ver los rostros de la concurrencia, en los que se mezclaban asombro, incredulidad y miedo.
Un grito liberador se alzó entonces desde centenares de garantas.
Los ciudadanos se agarraban de los hombros, se zarandeaban, gritaban y saltaban. Shams se vio arrastrada por el gentío y le costó trabajo impedir que los dos dromedarios echaran a correr.
– Tienes razón -exclamó Mujzen, que contemplaba la alegría desde arriba, contagiándose sin remedio de su euforia-. Lo están festejando, lo están… -De repente se hizo un silencio a su alrededor. Mujzen se volvió hacia Shams con incredulidad-. Dicen que el nuevo mukarrib es una mujer.
Su afirmación sonó a pregunta, como queriendo asegurarse de haber oído bien y, por si el murmullo dubitativo de su alrededor no fuera bastante confirmación, en la escalera apareció entonces una nueva figura.
Sin duda era una mujer, delicada y esbelta. A cada paso que daba, Mujzen la iba distinguiendo mejor. El viento nocturno jugueteaba con sus trenzas y agitaba la capa rojiza que llevaba echada sobre los hombros como antaño llevara en la carrera el pañuelo rojo.
También se había cubierto con una piel de león, tan grande que arrastraba por el suelo tras ella, y en la mano derecha sostenía algo redondo, pesado, desgreñado, que levantó bien alto para lanzarlo con todas sus fuerzas un instante después.
Mujzen, como los demás, contuvo el aliento. Oyó el golpe sordo con que cayó sobre los escalones aquello, que bajó rodando hasta quedar inmóvil casi a los pies del muchacho. Con ojos negros miró Shamr una última vez a las gentes de Marib. Nadie dijo nada.
La mujer ya se había acercado y volvió a levantar el cráneo por el pelo.
– ¡He vencido al demonio! -gritó en el silencio-. ¡En el nombre de Athtar y de Almaqh!
Shams dio un grito al reconocerla.
– ¡Simún!
Su exclamación quedó ahogada por el bramido de centenares de voces que gritaban el mismo nombre.
Yita caminaba de un lado a otro en la gran sala del palacio, enjugándose el sudor de la frente. Simún lo miraba sentada en el trono guarnecido de marfil. Un criado agitaba sobre ella un flabelo de plumas de avestruz, haciendo resonar débilmente sus brazaletes. Simún lo mandó salir.
– Buf. -Yita arrugó su pañuelo buscando un trozo que aún estuviera seco-. Casi no lo conseguimos.
Su hija bostezó; la noche había sido larga.
– A mí me parece que ha sido sencillísimo. -Le dirigió a su padre un gesto de ánimo.
Con todo lo indulgente que se mostraba en su casa con su mujer, en el consejo Yita era un hombre de gran severidad y poder de convicción. Sin embargo, sus argumentos y opiniones no habían bastado ni mucho menos por sí solos para instaurar a su hija como nueva regente. Cierto, era la esposa de Shamr, eso no podía negarlo nadie, y con ello, tras su muerte, la heredera de su cargo. Pero ¿una mujer en el trono? Lo que por ley era posible, hacía mucho que no se daba en la realidad.
Simún recordó con un escalofrío los interminables debates en los que los representantes de cada tribu habían expuesto sus consideraciones, cada uno de ellos esforzándose por realzar lo más claramente posible su rango y vigilando con desconfianza que los intereses de su pueblo no quedaran en ningún momento perjudicados. Hasta que un espabilado había saltado con que una mujer, a fin de cuentas, necesitaba a un hombre.
De repente, Simún les pareció a todos una oportunidad de oro. La situación se había agravado cuando un hombre gordo y de rostro plano se había puesto de pie y, con los puños confiadamente cerrados sobre las empuñaduras de las dos enormes dagas curvas que colgaban de su cinto, se había propuesto como novio. Simún le sonrió con gelidez y le preguntó por el nombre de su tribu. El lo pronunció con orgullo. Acto seguido, ella se volvió en dirección a los presentes y preguntó si no había otros pretendientes de renombre con esa misma propuesta.
Alguno que otro quiso ponerse en pie de un salto y exclamar «¡Aquí!», pero otros más listos los retuvieron. Finalmente lo habían comprendido: quizá no fuera tan mala idea dejarle el título por el momento a esa mujer salida de la nada. No tenía poder propio, no podía favorecer a nadie. Llegado el día, ya le designarían un esposo. Así, en mucho tiempo no se diría la última palabra sobre quién tenía la hegemonía entre las tribus.
Con todo, probablemente no se habrían salido con la suya si Bayyin no se hubiese pronunciado a su favor. Aun en la clara mañana del día siguiente, las tinieblas invadían todavía a Simún al pensar en la aparición del sacerdote negro. Aunque le habían enviado un mensaje, no estaba segura de que fuera a hacer acto de presencia. ¿Habría formulado la nota con demasiada vaguedad? ¿Sería demasiado poco lo que le ofrecía? Una compensación, así lo había expresado, por la pérdida de su hogar, una posición que se correspondiera con la importancia de su cargo. Un nuevo futuro cuya forma dependería de esas negociaciones, pero ¿qué sabía ella de las ambiciones de ese hombre, cuya disposición sólo había intuido tras su rígida máscara? Bayyin era como el uadi que de la noche a la mañana podía convertirse en un torrente tempestuoso. Sin embargo, ella estaba preparada para correr el riesgo, y el sacerdote había acudido.
Alzó su voz oscura y veneró a Athtar como señor de todos ellos. Athtar, su dios, era Almaqh, la Luna, que en su forma de guerrero completaba una vez al año la redentora hazaña que infundía vida en todo: salvaba a la joven diosa del sol, llamada Shams, del dragón oscuro. Simún lo había aprendido hacía mucho y no había podido contener una sonrisa al oír el nombre de su amiga. Sí, Shams era verdaderamente un sol que había lucido cálido y afable para ella. Aunque eso de que Almaqh se llamara allí Athtar y venciera personalmente a Afrit… Se encogió de hombros. Tendría que acostumbrarse. No sólo los dioses tenían varios rostros. Recuperó entonces el recuerdo de Shamr y tiritó de frío.
Athtar era el fundamento de toda vida, Athtar había construido la presa, Athtar había sido también Shamr, de una forma complicada y difícil de asimilar. En sus visitas al templo, Shamr y Athtar se fundían en uno. Así se lo había explicado siempre Yita. Al ver aparecer a Bayyin tan inesperadamente ante ella, con su mirada indescifrable y todos los ornamentos sacerdotales de su cargo, durante unos instantes no supo qué haría. ¿Había matado ella a su dios?
Aparentemente impasible aunque conteniendo la respiración, lo contempló desde donde estaba sentada, pero Bayyin se arrodilló, alzó las manos ante ella y tocó el suelo con la frente, a sus pies. Simún y su padre intercambiaron una aliviada mirada de triunfo por encima de su cabeza, y los jefes de las tribus fueron uniéndose poco a poco a sus oraciones.
También Yita lo recordó entonces.
– No estarán tranquilos mucho tiempo -comentó, y detuvo sus paseos para acercarse a su hija.
Esta alzó la mirada hacia él.
– Jamás se pondrán de acuerdo -repuso-. O, por lo menos, no hasta que sea demasiado tarde. -Le cogió una mano y la acarició-. Ya verás como se acostumbran a mí.
Yita soltó un bufido.
– Jamás se acostumbrarán a una mujer que ha tenido la cabeza de un rey en el regazo.
No sin estremecerse, pensó en el semblante pálido y salpicado de sangre de su antiguo señor. A los ancianos, para empezar, esa imagen los había dejado completamente paralizados.
Simún se echó a reír.
– No sabían a qué tenerle más miedo -afirmó con satisfacción-, si a la cabeza o a la visión de una mujer que sabe lo que quiere.
– Te pareces a tu madre -dijo Yita, le tomó la muñeca y le besó el pulso con dulzura-. A lo mejor por eso os quiero tanto a las dos.
Simún esbozó una sonrisa agridulce.
Un criado entró y anunció que dos peticionarios extranjeros deseaban hablar con la mukarrib. A la pregunta de Yita, explicó que eran unos personajes harapientos. Este adujo que la señora no tenía tiempo.
Simún le dejó hacer. Los acontecimientos de la noche la habían dejado agotada. No le apetecía enfrentarse a más desconocidos. Antes tenía que reflexionar, decidir sus siguientes pasos.
Se levantó despacio y se desperezó. Yita la miró con cariño.
– ¿Qué has pensado hacer? ¿Quieres dormir un poco?
Simún sacudió la cabeza y se agarró a su brazo.
– Ahora haremos lo que me prometiste, padre, ¿quieres? -Como él arrugó la frente con sorpresa, añadió-: Visitaremos la presa.
Para Simún, estar en la corona del dique contemplando el embalse que había detrás fue como un sueño. A su espalda se extendía la ciudad como una isla en mitad del verde mar de huertos, y por delante, la lisa superficie duplicaba el cielo y reflejaba las nubes que se movían con rapidez. Un tamarisco dejaba colgar sus ramas emplumadas sobre el agua pero sin llegar hasta ella. Las cañas recorrían toda la orilla, abrazadas por los zarcillos de unas enredaderas con flores de un rosa brillante. Vio aves acuáticas mecerse en las aguas oscuras. Parecían ligeras como una pluma, como ella misma se sentía en aquel momento. Puso ambas manos sobre la piedra del pretil, caldeada por el sol, y sintió que algo correteaba a sus pies.
Simún frunció el ceño.
– Ratas -dijo, y siguió con la mirada al animal, que corrió sin miedo por las ranuras que había entre las losas de piedra hasta encontrar otro agujero por el que escurrirse al interior del dique.
Pensó entonces inevitablemente en lo que le había explicado su padre sobre la construcción: que sólo los bastiones laterales estaban hechos de piedra maciza, mientras que el dique en sí era un terraplén de tierra y grava revestido de losas. Se preguntó cuántos de esos animales vivirían en su interior. Esa idea le transmitió algo que le hizo fruncir el ceño.
– ¿Ratas? -preguntó su padre, distraído-. ¿Dónde?
Simún miró en derredor, pero ya no se veía nada. Se encogió de hombros.
– Bah, nada -dijo, y guardó un silencio pensativo-. ¿Padre? -empezó a decir al cabo de un rato.
– ¿Hmmm?
También Yita disfrutaba de la fresca brisa que soplaba sobre el pantano. Se inclinó junto a ella con los ojos cerrados.
– ¿Qué tengo que hacer si quiero que se realicen reparaciones en la presa?
– Ah. -Yita hizo pasar el aire por entre sus dientes-. Será difícil. No hay bastantes esclavos para eso, y los campesinos no suelen ponerse de acuerdo. La presa no está en el territorio de ninguna tribu, y ya sabes que es complicado encontrar a alguien que se sienta responsable. -No pudo evitar sonreírse al pensar en la necedad de los sabeos-. Por suerte, no será necesario hacerlo en mucho tiempo. -Dio unos golpes tranquilizadores sobre la piedra sólida-. La verdad es que como primera medida deberías buscar alguna otra cosa. Algo más sencillo. -Guardó silencio. Después, como si lo hubiera pensado mejor, preguntó-: ¿Qué es lo que piensas hacer, muchacha?
Simún rió.
– ¿Además de prepararle a madre unos aposentos privados en palacio y nombrarte a ti comandante de nuestros guerreros?
Su padre, que se había puesto serio, se llevó el puño derecho al corazón y le hizo una reverencia.
Ella se volvió hacia la ciudad de la que se había convertido en reina.
– Vivir -dijo-. Vivir sin tener que pedirle permiso a nadie.
La extraña niebla verdusca y espesa tardaba en levantarse. El sol parecía no tener ningún poder sobre sus velos y se limitaba a nadar en ella, blanquecino, un ojo de materia luminosa, turbio en la turbiedad general. Muy lentamente empezaron a dibujarse los contornos de unas figuras encorvadas. Se retorcían, torturadas como si padecieran intensos dolores, alargaban los brazos con fervor, pero todo ello sin movimiento, todo ello sin voz. El viento que deshilachaba la niebla parecía hacer ondear sus cabellos hacia el noroeste. Los rayos del sol, que luchaban por atravesar los espesos mantos, empezaron a relucir tenuemente.
Eran árboles, pero parecían difuntos. Como corales cuyas ramas de miles de años de edad hubiera dejado atrás un mar olvidado, víctimas de la desecación y la petrificación, ostentosas y muertas al mismo tiempo, luchando contra el cielo despiadado. Pero vivían.
El sol atravesó la niebla, iluminó el cielo de un azul profundo y plateó los troncos de los árboles. Los hizo brillar, encendió lucecitas blancas en sus cortezas y un resplandor deslumbrante en los blancos guijarros que rodeaban los troncos, piedras pálidas, grandes como cráneos. A ellas debía su nombre ese árido jardín: el osario, Hadramaut. El verde tímido de las hojas desaparecía en esa luz.
El sol ardía también sobre la piel de las personas que, negruzcas y encorvadas, aguardaban entre los troncos, no menos marchitas que sus árboles. Silenciosas y rígidas, sólo el viento tiraba de los pañuelos que llevaban anudados en la cabeza. Con las manos sostenían las fuentes que llevaban apoyadas en la cadera. Su mirada vagaba cuesta arriba, hacia el árbol que ese día estaba engalanado con pañuelos blancos, cintas dormidas al principio, pero ondeantes estandartes triunfales después, que anunciaban la próxima llegada de su soberano.
Todo de blanco él mismo y con paso solemne, el rey de Hadramaut se acercó al árbol sagrado y se separó entonces de la apretada procesión de personas que lo seguían. Sacerdotes, artesanos, mercaderes, camelleros y soldados, todos estaban allí en grupos bien diferenciados, cada clase vestida con el manto de su color, una comitiva colorida y de contornos claramente definidos. Los recolectores de incienso de lo alto de la colina no vestían colores tan aleares. Aguardaban separados entre sí, como jinn que una maldición hubiera hecho nacer del suelo, cada uno junto al árbol vinculado al espíritu de su clan. Sólo ellos tenían permiso para estar allí, enraizados en el suelo árido, más espíritus arbóreos que personas, un misterio para su propia gente. Sin embargo, como todos, veneraban lo único de lo que vivían: la resina del árbol del incienso.
Dos criados llevaban las enseñas del rey tras él: una fuente, aunque no como los bastos útiles de trabajo hechos de madera costrosa que sostenían los demás, sino pulida en alabastro, tan lisa y redondeada como el sol allá en lo alto; y sobre ella un cuchillo con empuñadura de cuerno.
El soberano elevó los brazos cuando llegó al árbol engalanado. Todos pudieron ver cómo se arremangaba y abrazaba al tronco. En ese momento permanecieron tan mudos como antes. No sería hasta que el soberano recibiera el cuchillo cuando un gemido recorrería la multitud, un escalofrío, tanto de temor como de placer. De hecho, su acto sería al mismo tiempo violento y benéfico. Abrieron la boca para proferir exclamaciones de prosperidad. Pronto sucedería, dentro de nada.
Ausun, el soberano, dudó un instante. Pasó los dedos casi con cariño por la corteza, que en ese lugar saltaba en todas direcciones y fabricaba un borde rizado que a él siempre le recordaba los labios secretos de una mujer. Ausun sonrió. Cada vez era como un desfloramiento. Miró en derredor, por si vigilaba algún celoso miembro de la familia, pero el árbol ante el que se encontraba estaba solo; los recolectores de incienso se habían retirado y le habían entregado la planta para el ritual. Ausun alargó la mano hacia atrás y recibió el cuchillo con dedos expectantes. El soberano pronunció la bendición. Después tajó la corteza. Como en todo desfloramiento, también allí manó la sangre, una sangre blanca como la leche, gotas de color perla, las lágrimas de alabastro de su novia.
«Y como toda entrepierna abierta -pensó-, también ésta traerá bendiciones.» Tomó la fuente, la sostuvo bajo el corte y recogió en ella las primeras y débiles lágrimas de resina. La cosecha propiamente dicha comenzaría al cabo de unos días, cuando se hubiera reunido suficiente savia alrededor de los cortes. Triunfal, la extendió hacia su pueblo, que aguardaba dando gritos de júbilo. No era mucho lo que sostenía en sus manos, pero cuando la cosecha a la que había dado así comienzo estuviera más avanzada, una caravana tras otra partiría hacia el oeste, los lomos de los camellos bien cargados con sacos llenos de incienso. Los animales serían tan numerosos que sus patas abrirían en la arena una senda tan definida, ancha y profunda que ni siquiera el viento lograría desdibujarla con el paso de los siglos.
Ausun dejó la fuente en manos de los sacerdotes, que encabezaron la marcha hacia el templo en cuyo centro el dios de la luna, Sin, esperaba a ser ungido con la pegajosa resina de la cosecha sagrada. Entonando cánticos y danzando marcharon a la cabeza de la procesión, que los seguía entre festejos. Sólo los cosechadores de incienso se quedaron atrás; ellos tenían prohibido entrar en la zona de los templos. Ausun lanzó una mirada hacia atrás y apenas logró distinguirlos ya entre los árboles. ¿Adorarían a dioses diferentes de los de Hadramaut? Esa noche, una de sus doncellas sería presentada ante él, como cada año, y repetirían el rito con sus cuerpos. El rey se la llevaría a su capital, Shabwa, abriría lo que estaba cerrado, la preñaría, la devolvería a casa cargada de obsequios y con ello transmitiría al pueblo del incienso su promesa de que también ese año los alimentaría y los mantendría. Desde que sostenía el cetro, siempre había sido así. Nunca había intercambiado una sola palabra con ninguna de las muchachas.
Ausun sacudió la cabeza. Esas eran cuestiones superfluas. Las doncellas pertenecían sin lugar a dudas a otro reino, y el de él lo tenía subyugado y sacaba provecho. Lo cierto es que había cosas más importantes que andar pensando en qué ocuparía la mente un tajador de corteza.
Sólo había una mujer que pudiera preocuparlo de tal manera, y era esa insólita criatura que se hacía llamar reina de Saba. Sus mensajeros le habían hablado de ella.
Ausun contempló el transcurso de los festejos del templo sin participar en ellos y con creciente impaciencia. Cuando por fin llegó el momento en que debía abandonar el santuario y dejar a sus súbditos con la alegría del posterior banquete, se apresuró a retirarse a su tienda. Nada más entrar llamó a su consejero. Karib entró poco después.
Hizo una respetuosa reverencia antes de acercarse a su rey, se inclinó sobre el incensario que tenía delante, se llevó el humo a la cara con un triple gesto e inspiró hondo antes de volver a recuperar la verticalidad.
Ausun tamborileaba con los dedos sobre el brazo de su butaca.
– De modo que es cierto -dijo sin ambages.
Karib meció la cabeza. Sabía lo que turbaba a su señor.
– Sí -repuso, renunciando por tanto a toda ceremonia-. Han designado verdaderamente a esa mujer como su mukarrib.
Ausun sonrió y se dio una palmada en el muslo.
– Lo sabía -exclamó-, no puedo creerlo. ¡Cómo pueden ser tan insensatos, ¿eh?!
Con la cabeza ladeada, Karib aguardó a que las manifestaciones de regocijo real terminaran.
– ¿Acaso han bebido demasiado fasi los sabeos? -preguntó Ausun mirando al vacío-. ¿Es que se han entregado a la dulce embriaguez del alba un par de veces más de la cuenta? Jashiriyya! -exclamó, imitando la conocida fórmula de brindis. De detrás de una colgadura apareció entonces un criado con una botella de vino, de modo que Ausun tuvo que hacerlo salir impacientemente con un gesto de la mano. Recobrada la gravedad, se volvió de nuevo hacia Karib-. ¿Quién es esa mujer? -preguntó.
El consejero se encogió de hombros.
– Procede del desierto, por lo que parece -repuso, exponiendo sus informes-. Hay quien dice que era una gacela que se transformó en mujer cuando una caravana de sabeos se acercó a ella. Y otros -bajó la voz hasta convertirla en un susurro supersticioso-, otros dicen que, como gacela, todavía tiene una pezuña en lugar de pie.
Ausun se mordió los labios. «Una inniyah -pensó-, pariente tal vez de mis espíritus del incienso.» Pero entonces hizo a un lado todas esas consideraciones con un gesto de la mano. Rumores absurdos, se había dejado impresionar por los ardides de Cuentacuentos de Karib. Cada año recibía a una inniyah en su lecho, todas ellas tenían muslos de mujer y, entre ellos, su matorral de tomillo con los misterios habituales y nada más.
– Habladurías supersticiosas -espetó para impedir que Karib dijera más-. Por lo visto es la hija de Yita, el jefe de la estirpe de al-Hadhad. De manera que no es más que una muchacha de los al-Hadhad.
Karib movió la cabeza de un lado a otro con cautela.
– Su madre no es una mujer de la estirpe, llegó de la nada. Y puesto que en Saba se desposan en las casas de sus mujeres y designan a sus familias según la ascendencia femenina, también ella es una muchacha de ningún sitio. -Se aclaró la garganta-. Sospecho que eso ha facilitado que el consejo la acepte. No representa a ningún poder y seguramente tampoco ostenta ninguno. Será la marioneta de quien demuestre ser el más fuerte del país.
Ausun se retorció la barba, meditabundo.
– ¿Y ése quién será? -preguntó.
Karib alzó las manos vacías.
– Aún no lo sabemos. Nuestros espías no pudieron aprehender nada concluyente. Todo lo que tenemos es el escrito oficial firmado con el nombre de esa supuesta reina.
Sacó una tablilla de barro que Ausun le arrebató impaciente.
– Simún -murmuró-. ¿Qué se propondrá? -Leyó los símbolos al vuelo y después arrojó la tablilla a un rincón, donde se hizo añicos con gran estruendo-. Ha subido los aranceles. -Enfureció y señaló con un dedo tembloroso a los pedazos de barro-. Me da lo mismo quién se oculta en realidad tras esas exigencias: a esa Simún pronto le abofeteará en la cara el vendaval del este, como que yo soy Ausun de Hadramaut.
Se puso en pie de súbito y echó a caminar de un lado a otro, exaltado. Sus labios formaban palabras silenciosas.
– ¡Una mujer! -exclamaba de vez en cuando con indignación.
De repente se quedó quieto. Una mujer, ésa era la solución al acertijo. Probablemente no había nadie que supiera cómo tratar con las mujeres mejor que él, Ausun.
– Ve por mi hijo -exclamó-. El firmará con su sello la oferta que voy a hacerle a esa reina.
– ¿Qué oferta, señor? -preguntó Karib con inquietud.
Ausun se echó a reír mientras se sentaba de nuevo en su butaca.
– Una oferta matrimonial, Karib. -Sus dedos tamborileaban sobre el brazo del asiento con un ritmo alegre-. Eso es lo que se hace con las mujeres, se las echa uno a la espalda. -Soltó una risotada-. Nos echaremos a Saba a la espalda. Tras las arras que le pagaré, jamás volverá a marchar una sola mercancía de Hadramaut a Saba. Nos quedaremos con nuestro incienso, Marib abrirá sus puertas para nosotros sin pedir nada a cambio, nos regalará los frutos de sus huertos y pondrá a nuestra disposición sus dromedarios para realizar el largo viaje hacia el norte. -Sonrió con malicia.
Karib sacudió la cabeza con vacilación.
– ¿Y si no acepta? -osó objetar.
Ausun lo zarandeó con fuerza de los hombros.
– Entonces nuestros jinetes partirán y arrasarán. -Volvió a soltar una carcajada-. Una guerra contra una mujer. ¿Qué no tendrá que hacer uno como soberano? -Se volvió hacia la entrada-. Pero, por todos los jinn, ¿dónde se ha metido ese mequetrefe de hijo mío?
– No, señor, quiero decir qué pasará si de verdad no lo acepta.
Ausun se hizo el sorprendido. Se acercó hasta tocar casi a su consejero y le puso una mano en el hombro.
– ¿Es que no tenemos ojos en Marib? ¿No tenemos allí orejas? ¿Acaso no tenemos voces que hablen por nosotros? ¿No los tenemos?
Un criado entró y, haciendo una reverencia hasta el suelo, anuncio que la muchacha del pueblo del incienso ya estaba allí y preguntó si debía hacerla entrar.
Ausun le hizo una seña indicando que la llevara a su dormitorio, que estaba separado por unos cortinajes. De nuevo se volvió hacia su consejero.
– Las mujeres se desposan -repuso-, ése es el devenir natural del mundo. O…
– ¿O? -preguntó Karib para retomar la frase interrumpida.
Ausun zanjó el tema con un gesto y se llevó un dedo a los labios. Sonrió, y su consejero sintió un escalofrío que le bajó por la columna.
– ¡Son muy pocos camellos! -Simún, encendida de ira, salió corriendo de la sala y dio un portazo. Atrás quedaron los hombres reunidos, con las cabezas gachas y haciendo girar las copas de vino en sus manos-. No lo comprendo.
– Tranquilízate.
Yita había salido tras su hija, aunque él cerró los batientes con mucha más suavidad. Se acercó a ella desde atrás y le puso las manos en los hombros.
Simún le acarició un momento los dedos, pero permaneció vuelta de espaldas.
– No se atreven a hacerle frente a Hadramaut, eso es todo. -Yita sacudió la cabeza-. Ni siquiera nosotros, los al-Hadhad, podemos reunir apenas más que quinientos. Y eso que somos el mayor de los clanes. Nuestras fuerzas no bastan. Ten un poco de sensatez.
Ella se quitó de encima sus manos encogiéndose de hombros.
– ¿No has visto lo sensata que soy? -replicó con obstinación-. He accedido a una negociación para acrecentar mis arras. -Pero al pensar en ello se volvió-. ¿Cómo sabemos tan exactamente cuántos jinetes enviará Hadramaut? -espetó de súbito.
En lugar de responder, Yita hizo chascar los dedos. Una figura furtiva se les acercó desde la pared de enfrente y realizó una reverencia.
Cuando se enderezó de nuevo, Simún casi tuvo que echar la cabeza hacia atrás para mirarlo. El hombre que tenía ante sí era un gigante. Sobre la frente le caían unos rizos negros que no lograban ocultar la larga cicatriz que le deformaba el rostro. Nacía en la sien izquierda y pasaba muy cerca del ojo, cuya forma había modificado hasta llegar a su abultada nariz carnosa, donde había destrozado la piel de bastos poros. El hombre parecía una torre en ruinas. Miraba fijamente a un punto que quedaba en algún lugar por encima del hombro izquierdo de Simún, pero ella pudo ver que su ojo herido estaba recubierto de un azul irisado que delataba que había quedado ciego tras recibir la vieja herida.
– ¿Quién es? -preguntó Simún.
El gigante no dijo nada.
– Es Marub -informó Yita, como si fuera lo más natural del inundo.
– Marub, ¿eh? -preguntó Simún, y contempló al silencioso hombre.
Su padre asintió.
– Marub. Mi corazón y mi brazo.
Al oír esas palabras, el gigante cerró el puño y se dio un golpe seco primero en el corazón y después en el hombro. Seguía sin mirarlos. Simún asintió despacio.
– Marub, dile a la señora lo que ha sabido tu hombre de Hadramaut.
Marub no separó su mirada de aquel lejano lugar imaginario.
– Dice que ha visto con sus propios ojos que Ausun de Hadramaut tiene dos mil camellos en sus establos.
Yita, a modo de explicación, añadió:
– Allí, en Hadramaut, los crían en grandes cantidades para las caravanas que cargan.
– ¿Y por qué no tenemos también nosotros unos establos reales donde criarlos? -preguntó Simún.
Yita alzó las manos.
– Piensa en lo mucho que se tardaría. Además, las tribus…
Simún lo hizo callar.
– Te doy las gracias -dijo entonces, dirigiéndose a Marub-. Me has servido bien. -Vio el asombro en su semblante y una breve vacilación antes de inclinarse de nuevo, a lo cual ella respondió bajando también la cabeza. A su padre, le dijo-: Está bien, doy mi conformidad. Enviaremos negociadores. Así, el asunto de los esponsales todavía estará un tiempo sobre la mesa.
El hombre que entró en ese instante fue tan silencioso que no repararon en él hasta que se dirigió a Simún. Los tres se volvieron entonces hacia él, arrodillado como estaba, tocando el suelo con la frente. Llevaba la túnica blanca de los sacerdotes y su piel era tan negra como el ébano. Simún comprendió que debía de ser uno de los jóvenes que había visto en la procesión del templo de Baran, aunque a él en concreto no lo recordaba.
– Gran señora -dijo, siguiendo las fórmulas ceremoniales-, poderosa señora. Ardiente como la diosa Shams e indulgente como Almaqh, los poderes de Athtar vivan por siempre en vos…
Simún esbozó un gesto de impaciencia con la mano para hacerlo callar. El hombre carraspeó.
– Mi señor, vuestro sirviente, el sumo sacerdote Bayyin, os ruega que vayáis a verlo. -Y volvió a hacer descender su frente hasta el suelo.
Yita soltó un bufido al oírlo. Se adelantó un paso.
– Es el sacerdote quien viene a ver al rey, no al revés -exclamó con autoridad.
Simún lo retuvo del brazo, sacudió la cabeza muy levemente y lanzó una expresiva mirada hacia la puerta cerrada de la sala del consejo. No, intentó hacerle entender por señas que era mejor no darle ocasión al consejo de conseguir el respaldo sagrado.
Prefería que el sacerdote negro no fuera incluido en las enojosas negociaciones de la boda. Su reacción era impredecible. Bayyin seguía siendo un misterio para ella. Cierto era que la había ayudado a subir al trono, pero desde entonces se había retirado a su templo y apenas había dado señales de vida. Sobre las montañas se acumulaban ya las nubes cargadas de lluvia, el embalse pronto se llenaría y aún había que preparar la ceremonia anual de la ofrenda del agua, que ambos oficiarían por primera vez juntos ante el pueblo. Simún no tenía la menor idea de lo que le esperaba.
Había tomado una decisión firme. Aceptaría su invitación. Sería una buena oportunidad para descubrir cuál era la posición del sumo sacerdote respecto a ella, a solas y sin testigos.
Yita seguía sin estar convencido. Pidió acompañarla y, aunque Simún le dijo que no, siguió insistiendo hasta que aceptó al menos a Marub como escolta. Cuando la muchacha accedió, se volvió hacia el gigante:
– Es el sol de mis ojos -dijo.
Marub asintió con la cabeza en señal de comprensión y respondió:
– Ninguna sombra caerá sobre ella.
Apresó con su mirada al ayudante del sumo sacerdote, que se levantó y se sacudió el paño que le cubría las caderas. Simún se limitó a asentir y seguirlos a ambos. Ante la puerta esperaban otros sacerdotes, cinco en total, que formaron junto al primero una procesión en el centro de la cual colocaron a Simún. Marub cerraba la comitiva. Así salieron del palacio. Fuera los aguardaba un camello con pesadas borlas de hilo de oro, Marub asió las riendas sin preguntar a nadie y la pequeña caravana salió con parsimonia de la ciudad.
«Muy pocos camellos», pensó Simún, y azotó al animal en el flanco. Era una ofensa, pero no podría dar largas eternamente a Hadramaut con las negociaciones. Iba tan absorta en sus reflexiones que no alzó la mirada hasta que se detuvieron ante la puerta del templo. Contempló distraídamente las murallas que lo rodeaban, hechas de un adobe comido en parte por la humedad de los huertos, ladrillos que, marrones y sin ningún ornamento, parecían pertenecer aún completamente al oasis y a sus cabañas. Tras ellas se alzaba la columnata del patio, como salida de otro mundo, y detrás, la fachada del templo sobre su podio de piedra. Atravesaron enseguida el patio con sus bancos a la sombra y llegaron ante aquella misteriosa entrada negra en la que por primera vez viera a Shamr. Fuera por ese recuerdo o por el aliento fresco que salía de allí dentro, Simún sintió que de pronto se helaba a la luz del sol.
Los sacerdotes formaron a derecha e izquierda de la puerta; parecían no tener pensado acompañarla más allá. Cuando Marub quiso entrar, le cerraron el paso. Simún vaciló. Su mirada se paseó por las paredes del atrio, en las que había innumerables tablillas consagradas.
– Almaqh -leyó-, perdona que haya entrado en el templo oliendo a cebolla. Te consagro un cabritillo.
No pudo evitar reír. Un pecado por el que ella nunca se habría sentido culpable. «Almaqh -pensó, por el contrario-, perdona que me acerque a ti con el corazón lleno de duda. Si es que existes.»
Tomó aliento y entró. La oscuridad la rodeó al instante. El luminoso cuadrado que dejó atrás y hacia el que aún se volvió una última vez no era más que un rectángulo brillante cuya luz la cegaba. Unos circulitos bailaron ante sus ojos, marrón sobre negro, mientras avanzaba despacio, a tientas. Sus manos rozaban piedra, los bancos de alabastro en los que su padre y los altos dignatarios se sentaban en las ceremonias. Cabezas de gacela miraban desde lo alto de los frisos; más que verlas, las intuía.
– ¿Bayyin? -Su voz no resonó, sino que fue tragada por la sorda oscuridad. De repente volvió a sentir más frío todavía. Tocó paredes, superficies lisas a ambos lados; debía de estar cruzando un pasaje. Una sensación de asfixia le dijo que se encontraba en un recinto estrecho-. ¿Bayyin? -El eco resonó hueco sobre ella.
La cámara parecía ser alta.
De repente llegó un susurro en el silencio.
– Sé bienvenida, mi reina.
– Bayyin, ¿dónde estáis? -Simún, indefensa, dio una vuelta sobre sí misma en la oscuridad. Se tambaleó un poco y alzó las manos, pero al no tocar más que aire comprendió que allí no había nada. Empezaba a enfadarse-. Dejad este juego del escondite. ¿Dónde estáis?
– Estoy en el lugar en el que descubre uno lo que uno es.
Simún creyó sentir que el sacerdote sonreía. Alzó la barbilla con obstinación.
– Yo ya sé quién soy -exclamó, subiendo el volumen innecesariamente.
– ¿De veras? -oyó en susurros.
Todo quedó en silencio. Simún aguzó el oído, pero ni siquiera logró percibir una delatora respiración. ¿Cómo lo conseguía ese hijo de perra? La enfurecía que jugara así con ella, pero tras su furia acechaba una ligera angustia. ¿De veras estaba sola?
– ¡No eres nada!
Giró sobre sí misma. Ese grito inesperado pareció proceder de todas las direcciones a la vez. Resonó con tanta fuerza que le habría gustado taparse los oídos.
– Eres un dios.
Esa segunda frase fue pronunciada en voz más baja, junto a ella, tan cerca que se quedó sin aliento. Completamente tensa esperó un roce que no llegó a producirse.
Simún soltó un bufido nervioso.
– Bueno, la verdad seguramente queda en algún lugar a medio camino -le gritó a su interlocutor invisible, intentando sonar lo más irónica posible.
La oscuridad emitió una risita.
– A medio camino hay una extensa explanada, tan vasta como el desierto.
Simún volvía la cabeza de izquierda a derecha, atenta como un cazador, para percibir hasta el más leve indicio sonoro. Con cuidado, dio un pequeño paso hacia delante.
– Habladme de ese desierto -dijo.
Ahí estaba de nuevo esa risilla fantasmal que, muy a su pesar, le erizaba el vello de los brazos.
– Háblame tú de eso a mí -repitió la voz-. ¿Cómo fue el desierto? ¿Y tu soledad?
Simún se quedó de piedra. Con esa frase, la voz había evocado en ella infinidad de cosas: la desesperación de su agónica huida hacia Marib, la vacía extensión de las yermas llanuras que rodeaban su poblado, la obstinada tristeza de su infancia y, de nuevo, salido de no sabía dónde, la imagen de un lagarto con la cabeza alzada y las fauces abiertas. Oyó voces de niños a lo lejos, debían de estar jugando en el patio, no entendía bien lo que decían. Sólo oyó que una de ellas susurraba con claridad:
– Ven, dragoncito, que te hechizaré.
¿Había sido ella misma? ¿O había sido Bayyin el que había hablado? Simún escudriñó en vano la negrura entrecerrando los ojos. ¿Cómo podía saber eso aquel hombre? ¿Cómo podía saberlo todo, todo? Se rodeó con sus propios brazos en busca de protección.
– Chsss -dijo la voz, como si tranquilizara a un niño pequeño-. Ya está, ya está. -Después, de súbito con más rudeza, prosiguió-: ¿Es desagradable, verdad, verse apartada de todos… por un defecto? -Esa última palabra fue pronunciada en un tono hiriente.
Simún escondió sin darse cuenta su pie deforme y lo frotó contra la pantorrilla.
Una estruendosa carcajada la rodeó.
– ¡Aquí no puede ocultarse nada! -exclamó la oscuridad. La voz prosiguió de repente con un tono suave-: No tengas miedo, no te delataré. Lo que Athtar ve queda oculto a los ojos de los hombres.
– Gracias -logró decir Simún.
Quisiera haberlo dicho con ironía, pero le entristeció comprobar que su voz había sido débil y temerosa.
– Yo sé lo que es ser despreciado.
– ¡No tenéis la menor idea!
Simún comprendió, con sorpresa, que había sido ella misma quien había gritado esto último. Se llevó una mano a la boca, sobresaltada. Con desprecio, sí, así la habían tratado. El recuerdo la atravesó como si fuera una lanza. En su interior creció un calor que halló salida en unas lágrimas ardorosas. Simún intentó enjugárselas con rabia, pero no lo consiguió. Ella, que nunca perdía la compostura, estaba allí de pie, sollozando como una niña angustiada.
Algo le tocó entonces la mejilla. Simún retrocedió con un nuevo grito.
– Ya no temas más, ya todo ha pasado.
Un tenue destello se encendió en la oscuridad, ante ella, y disolvió la negrura en un marrón oscuro en el que apenas si se hizo visible un rostro. Simún casi no veía más que el blanco de los ojos de Bayyin y la reluciente humedad que había en ellos.
– Yo sé lo que es -dijo el hombre, y volvió a acariciarle la mejilla. Entonces la miró directamente a los ojos-. Sólo que yo no puedo ocultar mi defecto, lo llevo sobre la piel. -Su voz era pesarosa.
A Simún le costaba trabajo respirar.
– Lo ocultáis bajo las vestiduras de sacerdote -repuso ella con crudeza. Su voz no acababa de obedecerla.
– Y tú bajo el título real -fue su respuesta. Ahora que ya podía ver, Simún cerraba los ojos-. Duele, ¿verdad?
Bayyin hablaba con mucha calma. Simún sintió su mano sobre la cabeza.
– Es como un ansia que toda una vida no da para saciar.
Simún asintió y se dejó caer. Allí quedó, de pie, apoyada en el sacerdote, que la acariciaba suavemente, como a una niña desconsolada.
– Ya lo sé -susurraba-, ya lo sé.
Simún deseó poder quedarse para siempre con los ojos cerrados.
– Te han alimentado con cuentos, y tú los has hecho realidad, pero sigues estando triste. -Simún asintió como en trance-. Porque siempre has estado sola, lo sé.
Hizo un leve movimiento y Simún, que parpadeó, vio que bajaba la pequeña lámpara que sostenía con una mano para iluminar sus sandalias. Las ágatas respondieron con un resplandor lechoso. «Sí -pensó la muchacha-, incluso mi padre, en el fondo, se avergüenza de mí.» De nuevo ocultó el rostro.
– Pero el más bello de todos los cuentos está aún por contar. -La voz de Bayyin se volvió aterciopelada, ronroneaba como un gato, pero Simún seguía sin abrir la boca-. Es el acaecimiento de la gran unión. Ya sabes que la muchacha solar debe ser sacrificada al gran dragón, Afrit, pero que Athtar no lo permite. Lucha contra el dragón, lo vence y se lleva consigo a la muchacha solar. -La estrechó más contra sí-. También ese cuento puede hacerse realidad.
Simún se había puesto rígida mientras lo escuchaba. Bayyin estaba hablando de la boda celestial que tenía lugar una vez al año en un templo especial, en lo alto de las montañas. En el fondo relataba la historia de la fundación de Marib: la contención del demonio del agua mediante la presa y la fundación de una dinastía. Un mito que alcanzaría su triste realidad cuando el hijo del rey de Hadramaut, por voluntad del consejo, ocupara el lugar de Athtar para llevar a su Simún-Shams al tálamo nupcial.
Simún suspiró.
– El consejo…
Bayyin le puso un dedo sobre los labios.
– Ellos no te conocen -dijo el sacerdote-. Yo te conozco bien.
Le puso el dedo bajo la barbilla y le alzó la cabeza para espiar en lo más profundo de sus ojos. Su mirada formaba parte de la negrura que los rodeaba.
– No soy nada -susurró Simún automáticamente.
Bayyin sonrió.
– Eres un dios -repuso-. Ambos seremos dioses.
– Ambos -repitió ella en un murmullo.
– Sí. -Una palabra como un gong de bronce. Sonrió-. ¿Qué podría tener más sentido que el sacerdote de Athtar interpretando al héroe? -Bayyin hablaba ahora más deprisa y seductoramente. Simún sentía cómo se hinchaba y se desinflaba su pecho junto a su mejilla-. Incluso el consejo lo comprendería, y cuando estemos desposados… -Se detuvo para apretar la cabeza de la muchacha contra sí- Nunca más estarás sola -dijo con voz grave-. No puedes seguir viviendo sin amor.
– Amor -repitió Simún, apoyada contra el hombro de Bayyin.
Esos sonidos parecieron falsos, le dio la sensación de que se convertía en piedra al pronunciarlos. Había escuchado todas sus palabras y fluían por sus venas como licor de miel. El sacerdote conocía de veras su pasado, sus sueños, todos sus pensamientos. Casi sintió que se mareaba, pero si de una cosa estaba segura era de que ese hombre no la amaba. Ese pensamiento se abrió a sus pies como un abismo. Nadie la amaba. Escuchó el locuaz latir del corazón de Bayyin. Le hablaba de muchísimas cosas, pero no de amor.
Simún sonrió con tristeza sin moverse un ápice. Bayyin se equivocaba. Sí podía vivir sin amor.
El sacerdote le puso un brazo sobre la cabeza y la estrechó contra sí.
– Te prepararás para mí, ¿verdad?
Simún alzó la cabeza para mirarlo.
– Si quieres desposarte conmigo -dijo con voz clara-, debes pagar unas arras.
Cuando salió del templo, el sol la cegó con tal intensidad que al principio se tambaleó a cada paso. Era como si la oscuridad de Bayyin le hubiera succionado toda la fuerza de las piernas. Sin embargo, apartó a Marub, que se preocupó al verla y quiso apresurarse a sostenerla. Tropezando, cruzó el patio todo lo deprisa que pudo para salir del templo. El gigante la siguió con la mirada, confuso. En sus labios pendía la pregunta de qué había sucedido en el santuario, pero sabía que eso se contaba entre los misterios más profundos y no era cosa suya comprenderlo. Estaba a punto de seguir a Simún, pero vio entonces al sumo sacerdote que, salido de la nada, se había apoyado contra el marco de la puerta, junto a él. Bayyin parecía estar completamente absorto en una lagartija que se deslizaba rauda por la clara superficie de los muros de piedra. El reptil recorrió a conciencia todos los recovecos del cincelado friso de animales, siguió trepando y se acercó más al sacerdote. También Marub contempló fascinado su actividad. ¿No sentía el animal la cercanía de las personas? Sin embargo, parecía que la presencia de Bayyin no molestara lo más mínimo al pequeño lagarto. Era como si, al contrario, lo atrajera irremediablemente hacia él. Marub vio con asombro que el animal alzaba la cabeza como buscando la atención del hombre inmóvil.
Al gigante se le secó la boca. Quiso sacudir la cabeza, abrir la boca para decir: «Qué raro», o hacer algún otro comentario. Entonces Bayyin levantó la mano y él se quedó paralizado al ver que tocaba suavemente a la lagartija, que no se movía, como si fuera nada más que una escultura, la tomaba en su mano y la aplastaba. Su delgada cola verde quedó colgando del puño del sumo sacerdote, que sonreía.
– Todos los seres -dijo en voz baja, como para sí- acuden al dios de la luz para entregarse a él.
Marub se apartó del muro y echó a correr.
Vio a Simún junto a su camello, que estaba amarrado en una palmera, cerca del muro de adobe. Desde lejos vio también que dos jóvenes sacerdotes estaban ocupados con el animal. Marub ya había tenido suficientes sacerdotes por un día.
– Eh, ¿qué estáis haciendo? -exclamó, y corrió los últimos metros para ahuyentarlos.
Desconcertado, tiró de las ataduras de los dos sacos de piel que por lo visto habían colgado de la silla.
– Por todos los jinn, pero ¿qué…? -Enmudeció al ver su contenido.
Simún le arrebató la figurilla de oro que sostenía en sus manos y la dejó con los demás objetos, que tintinearon: lámparas, anillos, vasijas, estatuillas. Su intenso resplandor amarillento conformaba un extraño contraste con el suelo de barro revuelto y el verde polvoriento de la maleza de la explanada.
– ¿Qué es esto? -susurró Marub, casi horrorizado de espanto.
Simún volvió a atar el saco, asió las riendas del animal de carga y las dejó en manos del hombre.
– Esto, Marub -dijo-, son camellos. Cómpralos para mí.
La primera vez que Mujzen y Shams fueron rechazados por los criados del palacio, Shams había insistido en que volvieran a intentarlo.
– Tenemos que llegar hasta ella -pidió-. Nos ayudará.
– ¿Y postrarnos a sus pies? -Mujzen sacudió la cabeza-. Ya lo has visto -exclamó agitando el puño en dirección a la gran escalinata de donde acababan de echarlos-. No somos nada. Nadie. Nos echan de aquí.
Shams lo siguió, tropezando, mirando al suelo con miedo para no pisar ninguna mancha de la sangre de Shamr, que aún seguía secándose sobre las piedras, aquí y allá. Había un par de perros olfateando con el morro pegado al suelo y la cola temerosamente oculta bajo los huesudos flancos, pero tampoco a ellos les prestaban ninguna atención los guardias.
– Mujzen, espérame.
Tenía miedo de perderlo en el revuelo de las calles, que la atemorizaba. Shams nunca había aprendido a contar, no sabía cuántas personas vivían en Marib. Tampoco sabía cuántos habían sido en su poblado, pero allí habría podido llamarlos a todos y cada uno por su nombre, conocía todos sus rostros y todas las siluetas que se recortaban contra el horizonte centelleante. No había en el pueblo nada que se moviera y que no le dijera algo, no había nadie que no le importara nada.
En la ciudad todo era distinto; había más rostros de los que podría memorizar en toda la vida. Al principio, Shams había seguido su impulso de saludar a todo el mundo, hacerle una seña a uno, dirigirle una cabezada a otro, apartarse de su camino, esperar una muestra de reconocimiento mutuo, un gesto, al menos unas cejas alzadas que le dijeran: «Te veo», hasta que sintió que se mareaba. Esa falta de respuesta le transmitió la sensación de ser invisible, hueca y leve como un tallo de paja que el viento sopla sobre los campos. Por todas partes vivían personas como ella misma y, sin embargo, Marib no era más que un hormiguero: era un tumulto incalculable y enrevesado que no tenía nada que ver con ella. Nada, excepto el hecho de haberla degradado también a ser una hormiga sin nombre.
Sin embargo, Mujzen y Shams aprenderían pronto que Marib no eran tan informe como parecía. También allí existían estructuras sólidas, había familias y estirpes, vecindarios y comunidades. Las agrupaciones de oficios que se reunían en determinadas calles estaban asimismo bien organizadas. Vivían unos junto a otros, pagaban sus impuestos en conjunto, ofrecían sacrificios comunitarios y se daban sepultura unos a otros. Estaban los herreros y los alfareros, los curtidores y los tintoreros, los canteros y los comerciantes de especias. Estaban los criados del palacio, los barrios de los mercaderes extranjeros, las zonas sagradas de los sacerdotes. Y también los campesinos. Sin embargo, ellos dos no pertenecían a ninguno de todos esos grupos.
Puesto que allí no vivía nadie de su tribu, nadie quería ofrecerles refugio. No encontraban trabajo, pues no dominaban ninguna artesanía y, de así haber sido, tampoco habría habido sitio para ellos, puesto que no eran hijo ni hija de ningún artesano de la localidad. No podían adquirir tierras, puesto que no pertenecían a ninguna de las familias que tenían derecho a ello. Sí que les vendían comida, pero nadie se interesaba por saber de dónde venían ni adonde iban, siempre que se largaran de allí al instante.
En el mercado del ganado, Mujzen le dio unas palmadas a un camello y le dijo a su propietario, sin malicia, que el animal estaba cojo pero que podía recuperarse. El mercader lo ahuyentó de mala manera y le culpó a voz en grito de haberle hechizado el animal. Se agachó, cogió bosta de camello y, renegando a gritos, se la lanzó a Mujzen, que salió huyendo entre las carcajadas de los demás mercaderes.
Al parecer del chico, la culpable de todas esas humillaciones era Simún, y cada una de ellas fortalecía su propósito de no pedirle ayuda nunca, jamás.
Mujzen y Shams encontraron su lugar frente a las puertas de la ciudad, en los modestos asentamientos de barro que albergaban a quienes no tenían hogar. Mujzen iba a pedir trabajo como jornalero a los huertos, donde por un puñado de cebollas, unos cuantos dátiles o algo de verdura se pasaba horas bregando entre los bancales. Shams recogía paja de los campos cosechados cuando se lo permitían. Iba descalza detrás de las mujeres que segaban y recogía la paja que encontraba. Con un pequeño cuchillo cortaba lo que las hoces de las demás habían pasado por alto, manojos correosos que le hacían cortes en los dedos. Con ello trenzaba pequeños cestos y alguna que otra muñeca que ponía a la venta en el mercado, acuclillada sobre los talones y con sus escasos artículos expuestos sobre su mantón.
De vez en cuando se plantaba ante ella un hombre con tanto ímpetu que Shams no podía evitar repasar con la mirada sus pies desnudos, su vestimenta y luego su rostro. Cuando sus miradas se cruzaban, el hombre sonreía y le lanzaba un anillo de bronce. Shams miraba hacia otro lado. Allí quedaba el anillo, reluciendo sin malicia. La muchacha apretaba mucho los dientes cuando de los puestos de comida le llegaban deliciosos olores, aromas de carne y sabrosos caldos, y entonces se imaginaba a sí misma sirviéndole a Mujzen una abundante comida de sémola de cereales, menta y carnero. Sin embargo, ella siempre sacudía la cabeza con firmeza y se alegraba cuando Mujzen llegaba más tarde a recogerla. La muchedumbre que se empujaba en las callejas al atardecer, en cuanto el aire refrescaba, seguía antojándosele como la riada de Afrit.
– No podemos seguir así-dijo Mujzen una tarde mientras se hallaban sentados bajo unas palmeras. Shams le había llevado al huerto un almuerzo frugal-. Tenemos que vender los dromedarios.
Shams lo miró con espanto.
– Pero… -adujo-… trabajan girando la muela de Sumhu, y él nos da cereales a cambio.
Lo que no dijo fue que los dos animales representaban su última esperanza de escapar de allí algún día, de ir a algún otro sitio, lejos de esa situación de miseria paralizante. Mientras los dromedarios siguieran allí, seguiría en pie el sueño de montar a ellos un día para cabalgar hacia casa, de vuelta con sus familias, que tal vez los hubieran perdonado y olvidado. De marchar a alguna parte. Miró con ojos dubitativos en derredor, a aquel paraíso que no era para ellos. Los aromáticos limones maduraban en su bosquecillo de recia fronda y los campos de cereales se extendían cosechados y desteñidos por el sol. Las cebollas y los ajos hacían brillar sus alargadas hojas de un verde mate, que sobresalían fláccidas de la tierra. Esa tarde, el trabajo de Mujzen consistía en regar los bancales.
– A lo mejor… -dijo Shams, pero se quedó callada mientras su pensamiento daba vueltas sin rumbo.
– No existe ese a lo mejor. -Mujzen se limpió las migas del regazo-. La otra posibilidad sería que me fuera a las minas de sal.
– ¡No! -exclamó Shams con sobresalto. Nadie que trabajara allí vivía mucho tiempo-. No puedes dejarme sola, a mí y a… -Se mordió los labios y no dijo más, pero sus gestos fueron inequívocos: jamás permitiría que Mujzen se sacrificara por ella en los agujeros calientes y brillantes de las minas. Al fin se atrevió a hacer una pregunta-: ¿Y si le pedimos ayuda a Simún?
Mujzen torció el gesto.
– Nunca volveré a acercarme allí -dijo y, como si esas palabras lo hubieran espantado, se levantó-. Y tú tampoco. -Se quedo un momento en pie, mirando al vacío con la boca abierta. La duda y la obstinación luchaban por prevalecer en su rostro. Entonces tomó una decisión-. Lo mejor será que lo haga ahora mismo.
Al ver la tristeza del semblante de Shams, le posó un beso de despedida en la frente.
En lugar de seguirlo con la mirada, ella clavó los ojos en el suelo. A pesar de que sólo estaría sola un rato, en ese momento se sintió abandonada y privada de toda esperanza. El beso de Mujzen no la había consolado, sino que había sellado esa sensación. Con la mano izquierda se apretó instintivamente el vientre. Todavía no se notaba nada, no se veía, pero ella estaba segura de que en su interior crecía algo desde hacía ya unos días. Después de recoger con cuidado los restos de la comida en el pañuelo y colgarlo de la rama de un árbol, Shams se levantó con un suspiro. Se dispuso entonces a hacer el trabajo de Mujzen por aquella tarde.
Una vez más, no había conseguido encontrar el valor para decírselo y tenía la sensación de que había perdido la última oportunidad. Todas sus conversaciones giraban en torno al dinero y la necesidad, no había lugar para un hijo. Shams se avergonzaba de tener tantas dudas. Sabía que debía alegrarse, pero no acababa de conseguirlo. También le daba miedo ver esa misma duda en el rostro de Mujzen, un estremecimiento y una expresión de desaliento desamparado. Si él dudaba, ella no sería capaz de soportarlo más.
Shams se acercó a la acequia de piedra por la que fluía el agua. Se dividía en tres canales más pequeños después de un murete con unos pasos que en ese momento estaban cerrados. Levantó la esclusa de madera de la abertura central y dejó que el agua inundara el canal que desembocaba en sus bancales. Corría un caudal escaso, pero no necesitaba mucho. Con el bastón fue arañando un cauce para que el agua se arrastrara hasta las plantas y humedeciera sus raíces.
Shams observó cómo avanzaba y era absorbida, y entretanto pensó en Mujzen, que estaría vendiendo ya los dromedarios. Lo que le dieran por ellos desaparecería también. Cada vez quedaría menos, irremediablemente menos, hasta que todo hubiera desaparecido y no lograran arañar nada más de la tierra con sus manos desesperadas. ¿Qué sería de ellos entonces? En ese momento sintió que alguien la observaba.
Dhiban, el campesino al que pertenecía el terreno, estaba detrás de ella, contemplándola mientras mascaba un rábano. Escupió un par de hebras fibrosas antes de hablar.
– Shamsss -dijo, y sonrió. Pronunció su nombre como lo hacía Mujzen, con un leve siseo al final, que dicho por él sonaba funesto-. Vamosss, vamosss, vamosss, pero ¿dónde está tu bello esposo?
Shams se irguió, airada, con intención de prohibirle que se riera de él, pero sacudió la cabeza y volvió a inclinarse sobre los bancales. El hombre había prometido darles un manojo de dátiles esa tarde. No tenía sentido ponerse a discutir.
– Está con Sumhu, ha ido a buscar los dromedarios -se limitó a contestar-. Quiere venderlos.
Dhiban masticaba con la boca abierta.
– ¿Esos jamelgos? -preguntó con interés-. Tal como los ha desgastado Sumhu, no le darán mucho por ellos.
Shams no repuso nada. Fuera lo que fuese lo que consiguiera Mujzen, sería demasiado poco. Le dio la sensación de que la barriga se le convertía en piedra, pero siguió trabajando encorvada.
– Debería haberme dicho que se iba -siguió diciendo Dhiban, meditabundo-. Tendría que haberme pedido permiso.
Shams alzó la cabeza con alarma.
– Ya estoy haciendo yo su trabajo. Pronto habré terminado. -Levantó el bastón manchado de tierra para demostrarle lo diligente que era.
Dhiban aireó el pañuelo que llevaba en la cabeza y se la quedó mirando.
– Sí, eres trabajadora -corroboró-. Si no lo fueras, ya hace tiempo que habría dejado de encargarle faenas a ese inútil desfigurado.
Shams, que sintió que el hombre se le acercaba, volvió a inclinarse sobre el bancal y siguió arañando la tierra imperiosamente ron el bastón. Oyó que detenía sus pasos muy cerca de ella y sintió su cercanía y su mirada, que le acariciaba las nalgas.
– En realidad -murmuró Dhiban-, mañana mismo debería echarlo de aquí, o mejor aún, hoy. -Reparó en cómo Shams se estremecía y sonrió-. Dame un motivo por el que no deba hacerlo -dijo, y puso una mano sobre su carne trémula-. Dame un solo motivo -susurró esta vez.
Shams cerró los ojos. Sus dedos seguían aferrando el bastón. «Simún -pensó-, Simún lo mataría aquí mismo y clavaría su cabeza en un poste.»
– Una mujer como tú debería tener un huerto -le siseó Dhiban al oído mientras sus manos, despacio, como por casualidad, se apoderaban de la tela de su vestido.
Shams las sentía ascender por sus pantorrillas como la espuma de la riada.
– Un huertecito propio, lleno de bancales. No debería morir de hambre en medio de la abundancia.
Apretó las manos en sus nalgas con brusquedad.
Shams abrió la boca para gritar, pero permaneció callada y agachó la cabeza con docilidad.
Mujzen entró nervioso en la plaza de los ganaderos, de la que ya lo habían echado vergonzosamente una vez. Sin embargo, nadie parecía acordarse de él y, sin encontrar resistencia, se hizo con un espacio para sus dos animales en mitad del gentío.
El recinto se encontraba cerca de las murallas de la ciudad, en un lugar en el que las apretadas edificaciones se interrumpían y unos descampados llenos de malas hierbas se alternaban con ruinosas casas aisladas. El suelo estaba aplanado por miles de pezuñas de camellos, ovejas y cabras, era duro y quebradizo a causa de la sequedad. Cuando soplaba la brisa, levantaba nubes de polvo y a veces provocaba algún que otro torbellino danzarín que se llevaba consigo una brizna de paja o un haz de lana de camello que encontraba en su camino.
Mujzen, sentado con las piernas cruzadas, seguía su recorrido con tanto interés como si le fuera la vida en ello. Era mejor que con templar los rostros recelosos de sus vecinos.
La primera vez que se atrevió a alzar la cabeza, su mirada recayó sobre la mísera construcción de enfrente y pensó en lo afortunados que serían si vivieran allí, entre sólidos muros de adobe y cerca de un pozo. El iría todos los días al mercado para hacer sus negocios, y aquella figura de allá, la que volvía del pozo con un cántaro y rodeada de niños, sería Shams, que de vez en cuado le haría una señal afable.
Shams. Al pensar en su nombre se sintió revivir un poco. Tenía que sobreponerse y conseguir vender bien los animales. Se lo debía.
Mujzen se puso en pie de un salto y empezó a mirar con cautela en derredor. El mercader que tenía a su lado ya había atraído a un cliente interesado en su oferta. El comprador era un hombre imponente, con un amplio manto de lana verde sujeto por un pasador con una cabeza de león y una faja amarilla en la que guardaba dos dagas cruzadas. El pelo largo y negro le había caído sobre la cara al inclinarse para inspeccionar las pezuñas del tan ensalzado camello, pero, cuando volvió a enderezarse, Mujzen tomó aire ahogando una exclamación de sorpresa: el hombre era enorme, le sacaba más de dos cabezas y su rostro estaba desfigurado por una terrible cicatriz. Dos ojos, uno negro y fulminante, el otro muerto, se dirigieron amenazadoramente hacia él. Mujzen se hizo atrás. Sin embargo, al ver que el otro terminaba enseguida la crítica contemplación de su persona y que volvía a apartar la mirada, hizo de tripas corazón.
– No os lo llevéis, señor-exclamó-. Ese animal no es bueno.
Sorprendido por su atrevimiento, el grandullón se volvió hacia él.
– ¿Eso quién lo dice? -preguntó-. ¿Acaso tú, el de los jamelgos esclavizados?
Mujzen se apresuró a hacer una reverencia.
– Oh, gran príncipe guerrero, señor de camellos -barboteó antes de recobrar la serenidad-. Mis animales parecen tristes -admitió-, están en malas condiciones, tienen el pelaje manchado de heridas y las extremidades famélicas. Pero su constitución es buena, tienen una osamenta regular, recuperarán su paciencia y su fuerza sólo con que alguien vuelva a encargarse de ellos. Tienen un carácter voluntarioso y mucha valentía. Vos mismo podéis verlo en su expresión. -Mujzen se detuvo, pero enseguida prosiguió, llevado por el ardor de su propio discurso-: Ese de ahí, por el contrario, tiene un paso intranquilo. Sí, lo veréis en cuanto se mueva. Llevadlo un momento de las riendas.
Se adelantó con diligencia para demostrar sus palabras. Le arrebató las riendas de la mano al desconcertado vendedor y condujo al camello él mismo un par de pasos hacia aquí y hacia allá. Estaba tan en su elemento que olvidó por completo sus miedos. El gigante no decía nada, pero seguía escuchándolo.
– ¿Veis esa pequeña irregularidad? ¿Ahí? Eso es por las caderas. El animal no tiene bien los huesos, cojeará enseguida, siempre. No es resistente y nunca podrá cargar con grandes pesos, oh, señor de caravanas.
– Señor, no dice más que disparates. Por todos los jinn, este animal es ostentoso, mirad qué pelaje tiene, que reluce como la miel.
El gigante se volvió hacia Mujzen con el ceño fruncido por una pregunta.
– Ese pelo es señal de buena alimentación -reconoció éste. Aunque entonces estiró la mano hacia el morro del camello, tiró de él hacia sí y lo inspeccionó, pese a su resistencia-. Pero su dentadura dice lo contrario, mirad estos surcos profundos. -Soltó al renuente animal, que estiró el cuello dando un bramido-. Seguramente lo han lavado con leche esta mañana. -Al decir esas palabras, hundió la nariz en la cálida lana e inspiró hondo inhalando su aroma.
Ahí estaba, junto a la hedionda transpiración de la bestia: una delicada nota de leche agria.
El extraño se tomó la molestia de olfatearlo él mismo y arrugó la frente.
– ¿Qué tal tienen los dientes tus dromedarios? -preguntó.
Mujzen agachó la cabeza.
– Los tienen mal, señor -admitió-. Los dos han perdido valor este último medio año y jamás volverán a recuperarlo.
El otro lo contempló largo rato. Su mirada iba una y otra vez de los dromedarios a Mujzen.
– Eres serio -afirmó-. Y sabes bastante de animales. -Acalló las protestas del primer vendedor, que todavía intentaba llamar su atención, y se dirigió con interés hacia Mujzen-. Nunca te había visto en el mercado. ¿Quién eres?
– No soy nadie, señor. Un jornalero. -Mujzen se atrevió a al zar la cabeza-. Soy del desierto. Como mis dos animales.
Testarudo, asió las riendas de los dromedarios y tiró de ellos hacia sí para arrimarles la cabeza con cariño. Ambos aceptaron la caricia con agrado.
– Conque un beduino… ¿Cómo te llamas?
– Mujzen.
– Mujzen. -El gigante repitió su nombre en un murmullo, como si aspirara un aroma extraño para ver si era agradable-. Bueno, Mujzen -dijo al cabo-, yo soy Marub, de la tribu de los al-Hadhad. Mi cometido es el de comprar camellos, muchos camellos. No me iría mal contar con un ojo experto. -Se dio unos golpecitos con el dedo bajo el ojo destrozado y sonrió-. ¿Querrás ayudarme?
– ¡Shams! ¡Shams!
El entusiasmo desafinaba la voz de Mujzen, que había empezado a gritar mucho antes de llegar a su cabaña, sin hacer caso de las apáticas miradas de los vecinos. Seguido de una desbandada de niños que gritaron de júbilo sin acabar de creérselo cuando éste les lanzó un puñado de granos de granada, echó a correr sin detenerse ni un instante hacia la puerta de su casa.
– ¿Shams? -exclamó en la penumbra.
Al principio creyó que no estaba en casa, después sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y descubrió su figura hecha un ovillo sobre las mantas que les hacían de yacija.
– Shams, cariño, mi niña. -La abrazó y cubrió su rostro de besos. Oh, Almaqh, cuánto hacía que no la estrechaba así, cuánto hacía que ya no sentía esa emoción. Hasta qué punto les había amargado la alegría a ambos la inexorable Marib-. Mi luna en el cielo diurno -le susurró al oído-, mi rosal visitado por todas las abejas. -Le acarició el hombro con cariño-. Estás llena de tierra -dijo, sorprendido.
Shams se apartó un poco.
– ¿Qué llevas ahí? -preguntó ella con esfuerzo.
Lo dijo con un hilo de voz, como si hubiese estado dormida, o llorando.
– ¿Te he despertado? Perdona -repuso él con alegría.
Rebosante de buen humor, Mujzen acercó su hatillo, lo abrió y extendió su contenido ante la asombrada mirada de ella. Había un trozo de carne de carnero, un queso, un saquito de pasas, almendras y, como colofón, un tarrito de miel de dátiles.
– Mujzen, esto, esto… es demasiado.
Shams estaba completamente perpleja. Su mirada iba una y otra vez de las exquisiteces al resplandeciente rostro de Mujzen. ¿Qué era todo eso? No lo comprendía. ¿Se había gastado de golpe todo lo que le habían dado por los animales? ¿Lo había cambiado todo por esa comida? Sin acabar de creerlo, tocó los caros artículos con dedos temblorosos. Sentía que debía exasperarse, pero le faltaban fuerzas. Sólo muy en su interior se removió la ira. Ella que lo había hecho todo, todo, por sustentarlos a ambos, y él, derrochador, ¿qué había comprado?: ¡Golosinas! ¿Cómo había sido capaz? Sin embargo, la mala conciencia enseguida hizo callar a esa voz.
Mujzen no percibió la agitación interior que tenía presa a su mujer.
– Pues así será a partir de ahora -exclamó con voz entusiasta-. Esto no es más que el principio. -De nuevo la estrechó contra sí-. Ahora tendremos qué comer todos los días, Shams. He encontrado trabajo, un buen trabajo.
Le relató su encuentro con Marub y le explicó que desde ese día le aconsejaría en la compra de camellos y su crianza.
– Imagínate, todo el establo estará en mis manos. Todos los mozos de camellos obedecerán lo que yo diga. -Su voz era casi venerable-. Tres mil camellos. -No sin orgullo le describió su nueva posición y la prosperidad que obtendrían gracias a ella. Desde entonces se alimentarían como reyes, bueno, o casi. Vestirían mejor, se instalarían en una casa de la ciudad. Marub esperaba que viviera cerca de los establos del palacio-. Naturalmente, tendré que pasar más tiempo fuera -siguió explicando Mujzen, exultante-. Queremos ir a Qataban y Adana a comprar animales nuevos. Criar con una sola manada sería demasiado laborioso, ¿sabes? Las hembras sólo paren una cría cada tres años, y Marub dice que quiere resultados antes. De modo que estarás sola más a menudo, pero…
Mudo de asombro, comprobó que Shams se hundía en sus brazos llorando. Sollozaba con tanta fuerza que no pudo seguir hablándole. Con suavidad la meció sobre su regazo y le murmuró palabras de consuelo como a una niña, pero ella no lo escuchaba.
– No pasa nada -dijo Mujzen al final, sin saber qué hacer-. No estaré fuera mucho tiempo, ¿me oyes? Regresaré al cabo de poco. Ya todo está bien. -Lo dijo con fervor, y la felicidad inundó su pecho al hablar, pues de veras era así.
Shams, en su regazo, asintió mecánicamente y guardó silencio. Con ojos ardientes y secos miraba a la oscuridad mientras él le describía el futuro con voz alegre. Era demasiado tarde, demasiado tarde para llorar.
Simún alzó la mano y ordenó a los hombres que refrenaran a sus camellos. La vanguardia de su ejército se detuvo. Habían avanzado completamente desplegados sobre la cresta de la cadena de colinas, un guerrero junto a otro, un animal junto a otro. La fila de jinetes se extendía de lado a lado ocupando más que la presa de Marib.
Como una riada caerían sobre Ausun.
El rey estaba acampado allí abajo, en el valle. Simún vio las colgaduras de su tienda ondeando al viento, con su blanco estandarte del árbol del incienso. La llamada de las trompetas de guerra llegó resonando hasta ellos.
Simún sonrió. Los jinetes de Hadramaut ni siquiera habían montado. Sus cabalgaduras estaban todavía amarradas junto a las tiendas, y el humo ascendía en delgadas volutas desde las hogueras en las que cocinaban bajo el cielo de la mañana.
– Los aplastaremos -dijo, dando voz a sus pensamientos.
Su padre llegó cabalgando a su lado y detuvo a su animal. Despacio, siguió la mirada de su hija y sopesó lo que veía.
– Son muchos -afirmó-, y nos han visto.
Señaló con la mano a las figuras de allí abajo, que poco a poco iban cobrando vida. Se veían las tiendas abriéndose, y los hombres que corrían hacia sus animales. La llamada de las trompetas resonó un vez más, fuerte e imperiosa.
– Aún no lo han visto todo -repuso Simún, y volvió a levantar la mano.
Obedeciendo a ese gesto, la segunda fila de jinetes avanzó entonces y sus negras figuras cubrieron las cimas de las colinas. A una nueva señal, sus trompetas respondieron a las del fondo del valle.
Estalló entonces un estruendo de pezuñas de camellos que hizo temblar el suelo. Como un aguacero atronador descendieron sobre el valle, bajaron por las colinas, resbalaron por la grava, quedaron engullidos por el polvo como en nubes de tormenta y arremetieron contra el enemigo en amplia formación.
Ausun salió de su tienda cuando el grupo negro se acercaba. No importaba a donde volviera la cabeza, ocupaban el horizonte de un lado a otro. Esa visión lo dejó un momento sin aliento. Entonces apretó más el pañuelo que sostenía en las manos y se dio con él tres vueltas alrededor de la frente antes de remeter el extremo con decisión. Extendió las manos; le alcanzaron el arco, el carcaj y la larga daga curva. Con ambas manos asió la lanza.
– ¿Ha venido ella? -preguntó, sucinto.
Su consejero asintió con la cabeza.
– Su estandarte ondea el primero de todos.
– Enséñamelo, y la aniquilaré.
Ausun esperó a que el dromedario que le trajeron se arrodillara. Montó de un salto, tiró de las riendas y le clavó el pie en el cuello. El animal obedeció la orden con un bramido y se levantó. El rey se vio zarandeado hacia delante y luego hacia atrás, asió la lanza con impaciencia y la alzó por la caña, agitándola ya mientras cabalgaba. No esperó a sus hombres. Con un feroz grito de guerra se lanzó a la batalla y buscó el estandarte del cuarto de luna yaciente que nadaba en un sol rojo sangre.
Los hombres de Hadramaut no consiguieron formar una línea de ataque prolongada. Sin embargo, poco importaba, pues la táctica de todas formas era otra: buscar un adversario para lanzarse en un duelo contra él. El amplio frente de los sabeos había llegado al galope, pero en cuanto se encontró en el campamento de Ausun, su raudo cabalgar quedó detenido. Los jinetes de los extremos siguieron camino por los costados, como la cola de una serpiente, y acosaron al enemigo por los flancos, pero enseguida se dispersaron también en un tumulto de duelos en los que se peleaba encarnizadamente.
Se veía a jinetes solitarios azuzando a sus monturas, repartiendo mandobles a diestro y siniestro, cruzándose entre sí. Otros luchaban contra un adversario, lo perseguían y lo asediaban con todas sus fuerzas hasta que, finalmente, caían al suelo aferrados hombre a hombre en un abrazo mortal. Otros habían vencido a sus rivales. Bramando y blandiendo el arma galopaban con la capa al viento, proclamando su triunfo y atrayendo así al siguiente que quisiera medirse con ellos. Cada vez se veían más camellos sin dueño en aquella confusión. Cada vez más cuerpos quedaban tendidos en el suelo mientras el caos de patas de la batalla arreciaba aquí y allá. El polvo ascendía en nubes y lo ocultaba todo como si fuera niebla.
Ausun, flanqueado por su guardia, se había embarcado en un ataque imperioso que, no obstante, había quedado obstaculizado al chocar con los sabeos que se habían reunido alrededor de su reina. Con los dientes apretados vio cómo se alejaba su estandarte mientras él se veía obligado a defenderse frente a otros rivales. Ausun repartía un mandoble tras otro con ira, pero el muro de los hombres de Saba era sólido, no había forma de atravesarlo. Se limpió la frente con el brazo. Parpadeó; le había entrado arena en los ojos, le escocían. ¿Dónde estaba esa mujer, esa mujerzuela megalómana? ¿Dónde se había escondido entre aquella turba de hombres? Tiró de las riendas de su dromedario para hacer que se arrodillara un poco y girara sobre los cuartos traseros.
Ausun sonrió entonces. La veía, la veía claramente.
– ¡Karib, a mí! -vociferó.
Su lanza salió volando lejos, muy lejos. Ascendió por encima de la niebla de polvo; en el vértice de su parábola, la luz del sol se posó en su hoja y lanzó un destello.
Simún estaba inclinada sobre el cuello de su camello para galopar mejor. No sentía ningún miedo, sólo el corazón le latía con fuerza. Era como aquella otra vez, en la carrera, cuando todos estaban en su contra y ella sólo deseaba una cosa: ser la primera.
– Corre -susurró al oído de su montura-. ¡Corre! -gritó; fue un rugido, a su alrededor sólo se oía un sonido inarticulado que se alzaba de las gargantas de miles de hombres.
El animal extendió sus alas a toda velocidad y Simún echó a volar, voló hacia el enemigo. El viento le abofeteaba la cara, le arrancaba lágrimas de los ojos y emborronaba todo lo que se acercaba a ella.
El choque fue brutal. Simún oyó el crujido sordo de los cuerpos al hacer impacto entre sí. Ella misma estuvo a punto de caer del lomo de su camello y tuvo que sujetarse con ambas manos para no resbalar. Su padre, que la vio tambalearse, se apretó a su lado y con un golpe la hizo subir de nuevo a la silla. Simún lanzó una rauda mirada hacia su rostro, una fracción de segundo.
– ¡No te separes de ella! -oyó que ordenaba Yita, y supo que se lo decía a Marub, pero tuvo que ocuparse ya de un atacante que se abalanzaba sobre ella con la lanza en alto y los perdió a ambos de vista.
Toda su concentración estaba puesta en conservar la vida. Simún paró el primer golpe, se zafó de su adversario y salió al galope, quedó apartada, volvió a abrirse paso a empujones. Cada mandoble hacía vibrar su hoja. Su brazo temblaba bajo la fuerza de los golpes que asestaba. Los dientes le entrechocaban. De pronto pudo respirar, tomar impulso, atacar. Vio un rostro asombrado que se inclinaba hacia delante, una silla vacía. Lanzó la cabeza hacia at ras y se encontró un instante con la mirada de Marub, que bajaba su arco, Pero no tenía tiempo.
«No -pensó Simún, jadeando mientras repartía golpes y mas golpes, se agachaba, se erguía de nuevo-. No lo lamento. Era importante que yo cabalgara a la cabeza, y no tengo miedo.» Su hoja se hendió entre unas costillas con un crujido y reapareció de un rojo reluciente. Rojo como la ira del lagarto. Se la quedó mirando como en una pesadilla. A su alrededor, rostros demudados a causa del esfuerzo por sobrevivir, del ansia furiosa de robarle la vida a otro. De repente le pareció que todo ocurría sin sonido alguno, como si ese ruido atronador estuviera en su cabeza y sólo la ensordeciera a ella. Vio la caña de una lanza en el cuello de su camello y alargó la mano, sintió la sangre pegajosa bajo sus dedos, vio que la tierra se acercaba.
«Vuelo», pensó.
Yita se percató del tumulto entre el que se desplomaba el camello de su hija. Vio que su portaestandarte caía, que los animales, presa del pánico, soltaban patadas, tropezaban y caían. «¡La aplastarán!», fue su primer pensamiento. Antes de poder dar forma al segundo, ya estaba junto a ella. Su animal chocó con otro a toda velocidad y lo catapultó hacia los cuerpos que se revolcaban allí, pero Yita se puso de nuevo en pie como un gato. Encontró a su hija y la ayudó a levantarse. No estaba seguro de que Simún lo hubiese reconocido, pero eso no podía detenerlo. Se acercaban más jinetes.
– ¡Marub!
Simún oyó el grito. Reconoció la voz de su padre, pero su mirada seguía hipnotizada por el estandarte que se agitaba en el cielo, frente a ella. El árbol del incienso se desplegaba y se ocultaba allí delante, se burlaba y se reía de ella. Decidida, alzó su cuchilla.
– ¡Marub!
Simún no se volvió. Marub acudiría, ayudaría a su padre. Era su corazón y su brazo.
Sin embargo, el descomunal guerrero había comprendido mejor que ella qué significaba el grito de Yita. En el último momento, su animal se interpuso entre Simún, Yita y los hombres de Ausun que se abalanzaban sobre ellos, agarró a la muchacha del hombro, la alzó hasta su silla y se alejó con ella de allí antes de que las atronadoras pezuñas de los camellos de Hadramaut enterraran a su padre.
Simún lo vio sin comprenderlo.
– ¡Padre! -resonó su grito, ahogado en el clamor de la batalla.
Marub cabalgó con ella hasta estar lejos del tumulto. Cuando se detuvo, la soltó y ella pudo erguirse frente a él. Apretó el puño y le golpeó en la cara con todas sus fuerzas. En ese mismo momento resbaló de la silla al suelo.
– ¡Dadme un camello! -exigió.
Lo repitió varias veces a voz en grito y temblando de ira, pero nadie se movió. También Marub permaneció inmóvil en su montura, sin hacer más que tocar las delgadas líneas de sangre de la comisura de su boca.
Simún se abalanzó hacia un sabeo que estaba allí de pie, avergonzado. Le arrebató las riendas de su cabalgadura de las manos, lo hizo a un lado, montó y se inclinó de nuevo hacia él.
– ¡Tu lanza! -pidió.
El soldado miró a Marub sin saber qué hacer. Simún siguió su mirada. Su mano seguía extendida.
– Tu lanza -repitió, moderando la voz.
Vio que Marub accedía y sintió la cálida madera de la caña en la mano, alzó el arma y saludó con ella a los hombres de su padre. Entonces profirió un grito y se lanzó hacia la batalla.
Aquella noche las hogueras de Saba seguían ardiendo para celebrar la victoria. Los espetones giraban cargados con bueyes, cabras y dromedarios de los que caían gotas de grasa al fuego.
Los tambores no callaron hasta muy pasada la medianoche, y los hombres, que todavía no se habían cansado de blandir sus armas, competían en interminables danzas compuestas de temerarios saltos y giros. Simún los miraba desde la entrada de su tienda, inmóvil.
Marub estaba tras ella; sentía que la muchacha dudaba, veía que sus dedos jugueteaban con la tela de las colgaduras.
– No estáis obligada a asistir -dijo, en contra de su natural silencioso. La joven le daba lástima-. Los hombres comprenden que estéis de luto. -Carraspeó para ocultar la fragilidad de su propia voz, pues tampoco él podía pensar en la muerte de su señor sin emocionarse.
Simún sacudió despacio la cabeza.
– Esperan que su mukarrib bendiga la victoria -repuso, y descorrió del todo la colgadura de la tienda.
El alegre sonido de la fiesta se percibió con mayor claridad.
– ¿Acaso deben tomaros por un hombre? -El reproche escapó de los labios de Marub casi contra su voluntad.
Jamás había criticado a su difunto señor, lo había seguido en todo, también en el absurdo amor que le profesaba a su hija, una criatura obstinada, con una fuerza de voluntad, un valor y, sí, una frialdad casi inquietantes que la hacían seguir su propio camino. Los hombres de los al-Hadhad habían gritado, habían llorado y se habían golpeado con sus fustas al saber de la muerte de su jefe. El mismo seguía debatiéndose con su tristeza. ¿Y su hija? Había conducido con perfecto dominio de sí misma las negociaciones con Karib, el consejero de Ausun.
Marub debía reconocer que se había sentido orgulloso de ella al verla cabalgar de nuevo hacia la batalla, orgulloso de que luchara como cualquier otro guerrero que quisiera vengar la muerte de su padre. Jamás olvidaría el momento en que la muchacha, asiendo la daga con las dos manos alzadas, había galopado hacia Ausun y le había arrebatado su hoja. Cómo lo había tirado al suelo, cayendo con él, con la melena tapándole por un momento el rostro, que mostraba una expresión extrañamente serena. Por un instante tuvo la sensación de que la batalla entera contenía la respiración. Y entonces todo terminó.
Los hombres corrieron por el campo ensangrentado en busca de sus familiares. Simún recibió al enemigo para dictarle sus condiciones. Sentada como una estatua le había explicado a ese Karib qué esperaba Saba en el futuro de Hadramaut y de su joven rey, el hijo de Ausun: vasallaje… e incienso. No había llorado ni una sola vez. No había estado sola ni un minuto, y ahora quería ir a vaciar su copa con los hombres.
Simún se volvió hacia él. Intentó aparentar entereza, pero sus facciones amenazaban con desembocar en algo que ya no podía dominar. Luchó trabajosamente contra el deseo de asirse la cabeza con las manos para golpeársela contra un poste de la tienda. «Padre pensó-, oh, padre, padre. ¿Por qué has vuelto a dejarme sola?» Entonces recuperó el dominio de sí misma.
– ¿Acaso deben tomarme por una enclenque? -En su pregunta resonó más crudeza de lo que había pretendido.
A Marub le rechinaron los dientes al ver la mirada que le lanzaba al decirlo. Sin pensarlo, añadió:
– No deben tomaros por un monstruo.
Para sorpresa suya, Simún soltó una carcajada al oírlo. Sonó estridente y demasiado penetrante en la solitaria tienda. La muchacha se volvió entonces bruscamente hacia él.
– Pero es que soy un monstruo, Marub -dijo. Con un movimiento raudo se quitó la sandalia y le mostró el pie-. Siempre lo he sido.
El gigante cayó de rodillas sin apartar la mirada de esa extremidad deforme y tullida. Casi creyó que en la oscuridad de la tienda se había obrado una magia, una visión. Por encima de él seguía pendiendo su hermoso rostro casi irreal. En las hogueras de las caravanas, Marub había oído contar historias sobre mujeres seductoramente bellas pero con colas de pez o garras de ave y malvadas como algunos jinn. Sin embargo, nunca había visto nada semejante con sus propios ojos. Al cabo, se apartó de su pie y la miró a los ojos.
Simún estaba pálida; sus pupilas, dilatadas como si tuviera fiebre. Marub leyó largo rato en ellas. Su diálogo mudo pareció durar una eternidad.
– ¿Mi corazón y mi brazo? -preguntó Simún al final.
Su voz desprendía algo de la imperiosa obstinación de una niña.
En lugar de dar una respuesta, Marub alzó el puño. Cansada y pesadamente, pero con decisión, se dio un breve golpe contra el tórax y luego otro en el hombro. Recogió la sandalia con sus grandes manos y se la puso con humildad.
El reino de Saba festejó el regreso de sus guerreros. Aún no habían llegado a la capital, Marib, pero sus habitantes salieron ya a recibirlos. Las familias buscaban con la mirada a sus hombres, las delegaciones de las tribus saludaban a sus jefes, jóvenes a lomos de camellos se apretaban a su alrededor e intentaban retar a una carrera a los soldados. El ejército no tardó en dispersarse en una colorida procesión de personas que reían, cantaban y explicaban sus batallas a voz en grito.
Algunos jinetes realizaban demostraciones de las heroicidades conseguidas: se adelantaban, representaban un combate fingido y se volvían para galopar a gran velocidad hacia su público y detenerse justo antes de llegar a ellos, que los contemplaban sin pestañear siquiera. Cuando los jinetes frenaban en el último instante y los espectadores quedaban envueltos por una nube de polvo, chillaban y jaleaban llenos de entusiasmo.
Simún, con la piel de león del mukarrib sobre los hombros, montaba impasible. Percibía el júbilo y no podía evitar que una parte le llegara también al corazón. «Hemos ganado», pensó. Además, era una victoria mayor que la de una carrera. Podía celebrar que había conseguido la libertad. Ningún otro Ausun pretendería desposarse con ella y esclavizarla. En esa lucha había ganado su derecho a vivir. Algo parecido a la alegría se movió en su pecho. Tras ella, sin embargo, los hombres de los al-Hadhad llevaban a Yita envuelto en su capa y rodeado por una nube de incienso. El primer tributo que había pagado Hadramaut había servido para rendir homenaje a la muerte de su padre.
El griterío de la muchedumbre empezó a acallarse cuando se acercaron a las murallas ovaladas del templo de Awwam. Al sur del recinto se levantaban las torres funerarias de Marib, pétreas moles de diez metros de altura. Unos peldaños subían hasta el podio exterior, en el que se alzaba la columnata de pilares cuadrados sobre los que descansaba una techumbre de piedra. Todos los frisos ostentaban la misma apacible franja de cuadrados. Ningún ornamento, ninguna decoración más que el juego simétrico de luces y sombras junto con las monumentales formas cuadrangulares. Sólo al pie de la construcción, donde imperaban las medidas humanas, se había llenado el vacío: allí había altares empotrados en los muros; rostros de alabastro que miraban con grandes ojos pintados desde la piedra y dotaban de semblante al recuerdo. Dentro, sobre suelos de madera, yacía algo en lo que Simún nunca había pensado, el lugar en que tendría que imaginar a Yita cuando lo recordara: la comunidad de los muertos, embalsamados y dispuestos en fila.
La música sacó a Simún de sus cavilaciones. Alzó la cabeza y vio que del recinto del templo salía a recibirlos una comitiva festiva. También los sacerdotes de Awwam iban de blanco y con el cuero cabelludo rasurado, y su jefe, un anciano al que la carne marchita le colgaba arrugada del cuerpo, se sostenía bajo la barbilla con dedos gotosos la piel de leopardo que lo cubría. Sus uñas amarillentas y curvas eran más largas que las garras del animal.
Simún se inclinó con respeto. Ordenó a los porteadores del cuerpo de Yita que se adelantaran y se lo entregaran a los sacerdotes junto con un recipiente lleno de incienso, un obsequio para la comunidad del templo. El anciano, con voz ronca, pidió otras cosas imprescindibles y tosió. Simún se sobresaltó; no había tenido tiempo de hacer ningún preparativo, así que prometió enviar pronto a un criado con todo lo necesario. Al ver que la boca del sacerdote se torcía bajo su nariz prominente, se quitó presurosa todos los anillos de los dedos y se descolgó la cadena. Le resultaba insoportable dejar marchar así a Yita. A ojos del sacerdote no podía ser un hombre al que su familia no honraba lo suficiente.
Los contrapesos del pectoral de oro que llevaba colgado sobre el pecho se le enredaron en el pelo, pero ella los desenganchó y lo dejó todo en las garras del sacerdote. Después aceptó el estilete que le alcanzaron y gravó el nombre de Yita en el pedazo de arcilla que le sostenía un asistente. Comprendió que aquélla sería la joya que adornaría el cuello de su padre por toda la eternidad, sencilla, pues todo se igualaba en la muerte, todo era frágil y efímero como los hombres.
Cuando terminó, descubrió a otro recién llegado. Era Bayyin, escrutado con ojo crítico por los sacerdotes de Awwam. Sin embargo, puesto que ella misma lo saludó con benevolencia, nadie le impidió sumarse a la procesión de quienes accedían al interior de los muros circulares. Simún se sintió agradecida de que él se encargara de las demás disposiciones sobre la preparación del cadáver de Yita y su sepelio. Así, ella pudo pasar un rato en el silencioso interior del templo acompañada únicamente por el anciano sacerdote, que aguardaba inmóvil a la entrada del sanctasanctórum, pronunciando una oración monótona. De vez en cuando se movía, estiraba los brazos desnudos, enjutos por la edad y llenos de secas arrugas, y lanzaba un par de granos de incienso más al brasero.
Por la repentina indignación que se encendió entonces en su mirada, hasta ese momento somnolienta, Simún supo que ya no estaban solos. Bayyin se llegó junto a ella y murmuró una oración. La muchacha se preparó interiormente contra lo siguiente que fuera a decirle. No quería sus condolencias, cualquier muestra de compasión la amargaría tanto como una barata frase de consuelo espiritual del estilo de: «Los dioses han llamado a tu padre», o: «La vida de todas las personas llega algún día a su fin.» Con todo, una parte de ella esperaba que Bayyin encontrara las palabras adecuadas, si bien ni ella misma sabía cuáles habrían de ser. Se irguió, tiesa como una vara, y alzó la barbilla. Sin embargo, no se había preparado para lo que llegó entonces.
Bayyin, que se había dado cuenta de cómo se había erizado, sonrió. Guardó un largo silencio y después dijo:
– Ha muerto por ti.
Simún tomó aire con audible dificultad. Sí, era cierto. Había muerto por ella. Tal vez no hubiera recriminación en las palabras de Bayyin, sólo una seca afirmación, pero al darse cuenta de ello sufrió tanto que casi se encogió. Su padre se había sacrificado por ella, que había sido demasiado débil para conseguirlo sola. De no haber caído, de no haber dudado tanto, habría estado más alerta, habría sido más rápida, más resuelta… Los reproches que ella misma se hacía le cayeron encima con el peso de un ataque de caballería.
Tardó un buen rato en volver a serenarse y sintió entonces en la nuca la calidez de la mano de Bayyin.
– Ahora puedes llorar -dijo-. Todo está bien.
No preguntó cómo sabía él que todavía no había llorado por la muerte de su padre. Las lágrimas que acechaban ya en su interior asomaron a sus ojos. Simún tuvo que tragar saliva. Quería asentir, pero todavía tenía la mano en la nuca, por lo que espiró e inspiró temblorosa hasta que estuvo segura de que sus mejillas seguirían secas.
Marib bailaba. Desde las callejas se elevaban las estridentes melodías de las flautas, y los tambores se paseaban aquí y allá con un sinfín de festejantes a la zaga. El gentío se apretaba hasta en la escalinata del palacio, cuyos guardias, en lugar de permanecer en su puesto, se habían echado los brazos sobre los hombros unos a otros para realizar una complicada danza en corro.
Simún divisó a su madre mucho antes de poder llegar hasta ella por entre la muchedumbre. Dhahab aguardaba arriba, en la puerta principal, y se había engalanado como para una boda. Su hija tuvo tiempo de contemplar todos los detalles de su traje, cada joya y cada velo, hasta que Marub logró abrirle un pasillo. Ordenó que las trompetas hicieran sonar su toque de guerra para que quienes estallan cerca prestaran atención y se hicieran a un lado inclinándose. Agarró a los danzarines guardias de la oreja hasta que los obligó a empuñar de nuevo sus lanzas y ocupar sus puestos en una presurosa confusión justo en el preciso instante en que Simún llegaba junto a ellos. La muchacha oyó sus disculpas murmuradas, pero no se dignó mirarlos. No le quitaba el ojo de encima a Dhahab, ni ésta a su hija.
«Lo sabe -pensó Simún, y el peso de su culpa crecía con cada escalón que subía-. Ya lo sabe todo. ¿Qué voy a decirle?» Al fin estuvieron ambas mujeres una frente a la otra.
– Madre -dijo Simún, pero calló.
Esa palabra tenía un sabor amargo. ¿Sería el gentío o su madre había retrocedido cuando le había hablado? A lado y lado de ellas, la comitiva iba entrando en tropel al interior del palacio. Por encima del hombro de Dhahab, Simún vio a Marub, que fruncía el ceño preguntando por qué se detenía. Ella le hizo una señal para que la dejara sola.
– Lo lament… -empezó a decir Simún con torpeza.
Sus ojos se apartaron de ella antes de terminar la palabra. Era consciente de que parecía una embustera. Oh, sí que lo lamentaba, más de lo que era capaz de expresar, pero no por su madre. Tomó aire para proseguir.
Sin embargo, el grito de Dhahab la interrumpió.
– ¡Ladrona! -chilló.
Simún, desconcertada, se detuvo. Abrió la boca otra vez. «¿Por qué?», quería preguntar, pero su madre no le dio ocasión de decir nada.
– ¿Ya has conseguido por fin lo que querías? -preguntó Dhahab con furia. Su hermoso rostro estaba demudado-. ¿Por fin has logrado quitármelo del todo?
Simún alzó las manos con impotencia. Su madre las apartó con un gesto violento.
– Vamos, no te hagas la inocente. Sí, enseguida me di cuenta. Ya entonces, aquel día aciago en el que viniste al mundo. Qué gusano feo y deforme eras… Y, a pesar de eso, él te miró mientras te tenía en sus brazos como jamás me había mirado a mí. ¡Te quería! ¡A ese engendro! -Una incredulidad sarcástica le crispó la voz. Entonces añadió con odio-: No lo merecías.
– Madre -susurró Simún sin creer lo que oía.
Dhahab no hizo caso de su objeción.
– Hasta el desierto te acarreé para que te olvidara. Pero tú tuviste que volver, tuviste que embaucarlo y utilizarlo para tus propósitos hasta que no le interesó nada más, y ahora por fin me ha abandonado. ¡Por ti! -Se abalanzó sobre Simún y la habría golpeado si Marub no se hubiese interpuesto entre ambas-. Tú… -jadeó Dhahab, que en vano intentaba zafarse del gigante.
Al final escupió con rabia a su hija.
La riña se interrumpió. Simún levantó lentamente una mano, se limpió la cara y luego se miró los dedos. La sangre afluyó a sus mejillas.
– Déjala-dijo al ver que Marub la asía con más fuerza-. Suéltala.
Sacudió la cabeza. En los ojos de Dhahab refulgió el triunfo al ver a su hija allí de pie con los hombros caídos. Sin embargo, el odio volvió a imponerse. Marub sintió el estremecimiento que le recorrió el cuerpo y se preparó para impedir un nuevo ataque. Dhahab, no obstante, retrocedió.
– No hace falta, monstruo -dijo, burlándose a la cara de Marub. Dicho eso agarró su velo, que se le había resbalado por los hombros, se lo echó sobre el pelo revuelto, serenó su expresión y se retiró despacio, paso a paso-. No le haré nada más. Ahora ya sabe -con esas palabras alcanzó la puerta- lo que es.
Lo siguiente fue un violento portazo y los pasos de Dhahab que se oían cada vez más lejos por el pasillo del otro lado.
Marub se volvió hacia Simún en actitud interrogante. Ésta esbozó una sonrisa torcida y se limpió la mano en el vestido.
– No soy nada -dijo en tono burlesco-. ¿Un dios?
Marub no respondió. Tras la puerta de los aposentos de Dhahab se había hecho el silencio. No volvería a abrirse por sí sola.
– No, no, gracias, no. -Simún sacudió la cabeza, sonriendo, y rechazó con ambas manos la joya que el mercader quería venderle-. Que Almaqh te conceda felicidad y salud en todo momento.
Dejó atrás el puesto y siguió camino por la callejuela de los orfebres y los plateros. La luz del sol caía en lunares temblorosos a través de la fronda de las palmeras que cubrían el estrecho camino y casi lo sumergían en una penumbra misteriosa. Al llegar a un cruce, Simún se refrescó en una fuente. Unas fauces de león vertían un fino chorro de agua en la pila. Había unas jóvenes risueñas con cántaros de arcilla sobre los hombros que la contemplaban desde una distancia segura. Señalaban con el dedo y se susurraban unas a otras. No lo hacían con mala intención. Cuando Simún las saludó con la mano, respondieron a su gesto con un tintineo de pendientes, coloradas hasta el cuello.
Los mercaderes, más solemnes, saludaban desde los taburetes de madera en los que estaban sentados junto a sus artículos y se llevaban entonces respetuosamente la mano a la frente tatuada. Marub los contemplaba a todos con mirada severa, pero Simún paseaba sonriente por el corredor que formaban sus puestos. Le gustaba deambular por las callejas de los artesanos.
El sometimiento de Hadramaut había hecho entrar dinero en Saba. Eso tenía contenta a la gente, y a Simún satisfecha consigo misma. ¿No había hecho ella posible todo eso? Allí, en Marib, la nueva riqueza se veía en todas las esquinas. En los talleres de los artesanos siempre se oía ruido, pues un creciente número de personas requería sus servicios. Los mercaderes iban bien vestidos y se sentaban junto a grandes escaparates; nunca antes se había visto tal cantidad de joyas y artículos de lujo, nunca tejidos tan ostentosos y enseres tan caros como los que empezaron a colmar las casas de Marib, que desde fuera seguían pareciendo insignificantes. Objetos de países lejanos empezaron a entrar en la ciudad. Simún se filo en un tablero de un juego de Egipto cuyas casillas estaban delimitadas con taraceas de marfil, vio un brazalete con esmeraldas de la India, frasquitos de cristal con perfumes del norte de Arabia y un extraño objeto de alfarería que llevaba pintadas figuras humanas y procedía de muy al norte, según explicó el vendedor, de un pueblo que tenía el cabello amarillo como el sol. Simún rió al oír aquello y pasó un dedo por la imagen de un hombre que descansaba entre vides.
– Sé apreciar una buena historia -comentó, sacudiendo la cabeza, y compró la jarra porque le recordó a su padre.
Cerca del mercado del ganado, el estruendo de las calles se hizo más fuerte aún. Había alas batiendo dentro de jaulas estrechas, moscas que zumbaban y un intenso hedor a ovejas que casi los dejó sin aliento durante unos instantes. Se oían balidos y graznidos, bramidos, silbidos y gritos superpuestos al alboroto de las personas que regateaban, encomiaban y cerraban tratos.
Con el brazo, Simún señaló en silencio hacia la izquierda para indicarle a Marub que quería torcer por la calle de los picapedreros. El asintió y se abrió camino tras ella entre la gente. Justo cuando lo habían conseguido y las apreturas del gentío empezaban a remitir, algo golpeó a Simún con tal fuerza que la hizo tambalearse. Era una chiquilla.
Marub cayó enseguida sobre la pequeña, dispuesto a agarrarla y zarandearla, pero la reina lo detuvo. El rostro enjuto que asomaba entre los pliegues de su vestido la conmovió.
– Ayudadme -llegó a susurrar la muchacha.
Entonces se les acercó un hombre mayor, cojeando y tambaleándose. En su empeño por inclinarse mientras aún corría, casi tropezó, y Marub tuvo que acabar sosteniéndolo del brazo. Colgado del codo del gigante más que sosteniéndose por propio pie, el hombre comunicó a Simún lo mucho que lamentaba aquel incidente.
– Estoy desconsolado, señora, desconsolado. Es imperdonable, estoy…
Tomó aire y sacó un pañuelo con el que se enjugó el sudor de la frente mientras le lanzaba una mirada recelosa desde debajo de la tela. El hombretón le sonrió con su rostro desfigurado y el viejo se quedó pálido. Masculló algo incomprensible y, al mismo tiempo, agarró a la chiquilla que, sin embargo, no quería soltarse de las rodillas de Simún.
– ¿Quiénes sois? -preguntó la reina, y miró por encima del hombro del viejo, donde la calle se abría a una gran plaza en la que habían montado un estrado de madera al que se subía por dos escalones: el punto de reunión de los esclavistas.
Muchos prisioneros de la guerra con Hadramaut abarrotaban el estrado esos días, pero de vez en cuando también se veían personas de tez negra traídas desde Etiopía, como Bayyin. Se podían encontrar indias de grandes ojos que llegaban en barcos hasta la costa, en Adana, junto con las especias y las piedras preciosas de su país. Sin embargo, la mayoría eran beduinos comprados a sus propias familias, que necesitaban dinero, o a clanes rivales en cuyas manos habían caído tras una disputa entre tribus.
Simún examinó el rostro de la muchacha que tenía a sus pies. No era diferente de las chicas de su tribu, aunque tenía la piel algo más oscura y el pañuelo que llevaba sobre los hombros y la cabeza tenía un estampado que no conocía. Escuchó la explicación del hombre.
– ¿Vendes a tu propia sangre? -inquirió, frunciendo el ceño.
El interfecto se encogió de hombros y se enjugó el sudor.
– ¿Qué le va a hacer uno? -preguntó en respuesta-. Muchas bocas, muchas bocas. De donde somos, nadie puede pagar unas buenas arras. -Dio unas cabezadas con pesar-. Entonces pensé: veré si en Marib puedo dejarla en buenas manos.
Simún contempló el mercado entornando los ojos. Ninguno de los comerciantes miraba hacia ellos. Por lo visto, el viejo aún no se la había ofrecido a nadie. Meditó un momento.
– ¿De dónde sois? -preguntó.
El viejo dudó.
– De Hadramaut -dijo la pequeña en su lugar-. Y no es mi abuelo.
El viejo protestó con gran profusión de palabras, pero Simún no le hizo caso. Hizo levantarse a la chiquilla. No era tan pequeña como había creído en un primer momento. Enjuta y de complexión delicada pero oscura como un árbol seco del desierto, era casi tan alta como la propia Simún y seguramente tampoco mucho más joven. Simún le quitó el pañuelo de la cabeza y, pensativa, contempló su abundante cabello rizado antes de preguntarle quiénes eran sus padres.
La muchacha se irguió con orgullo.
– Los espíritus del árbol del incienso -dijo-. Soy una inniyah.
Esa frase le llegó a Simún al corazón. De pronto se vio a sí misma de nuevo en la arena del desierto, jugando y tarareando. Hasta que su abuelo la traicionara.
– Una inniyah, vaya, vaya. -Lo dijo con reprobación, pero con una sonrisa en la voz-. Yo entiendo mucho de jinn, ¿sabes? -siguió diciendo, y le devolvió a la chica su pañuelo-. De hecho, también yo soy una.
El viejo abrió mucho los ojos. Pasaron unos instantes antes de que Marub le hiciera confesar a sacudidas que la chiquilla pertenecía al misterioso pueblo que en Hadramaut se encargaba del cuidado de los árboles del incienso. Que esa raza era arisca y no servía para ninguna otra cosa cuando los sacaban de su tierra, y que estaría contento si lograba obtener un pequeño beneficio de ese botín inservible que su hijo le había llevado a casa.
Simún lo mandó callar enseguida y le hizo a Marub una señal para que sacara su bolsa. El guerrero soltó al viejo, que seguía parloteando, y frunció el ceño.
– Una esclava de Hadramaut… -se atrevió a apuntar.
El viejo bizqueó al ver brillar ya las monedas entre los dedos de Marub. La propia Simún las cogió y contó una cantidad para depositarla en la mano del hombre, que desapareció entre interminables reverencias.
– Una inniyah -dijo Simún en respuesta a todas las preguntas no pronunciadas.
Marub suspiró, pero la reina estaba de buen humor.
– De pequeña me explicaron que la gente de Hadramaut mandaba vigilar sus arboledas a espíritus que bebían sangre. Ahora conoceré en persona a uno de ellos. Por aquí -añadió, e indicó a la muchacha que los siguiera.
Marub soltó un bufido.
– Cuentos. Sólo sirven para intimidar a las mentes curiosas. Mis hombres me han informado de que allí no hay más que una tribu de campesinos miserables, medio esclavos, que tienen que entregar todos los años a una de sus vírgenes al rey. -Se volvió hacia el otro lado-. ¿Alguna vez te llevaron ante Ausun?
– ¡Marub! -exclamó Simún con reproche.
La muchacha no parecía espantada.
– No -dijo, y ladeó la cabeza.
En su voz resonó un orgullo ronco. Miró imperturbable al guerrero, que le sacaba más de dos cabezas, después alargó una mano y con sus dedos finos y muy largos tocó suavemente el ojo muerto de Marub.
El hombre se hizo atrás con sobresalto. Le dio la sensación de verla entonces por primera vez con claridad: el rostro flaco, la doble hilera de puntos tatuados en sus pómulos, que le hacían los ojos aún más grandes, la frente alta y arqueada como una vasija, y los ojos mismos, que eran alargados e irisados y casi parecían azules en algunos momentos.
Simún sonrió.
Marub masculló algo y se frotó el rostro.
– ¿Para qué servirá? -preguntó por no dar su brazo a torcer.
Volvió a situarse junto a Simún, aunque no podía por menos de lanzar furtivas miradas a la muchacha una y otra vez.
– La convertiré en mi criada -explicó Simún con seguridad-, Ya sabes que todas las muchachas que me rodean pertenecen a mi madre, y me temo que le siguen siendo fieles. Cuando me miran, siempre creo que Dhahab me contempla a través de sus ojos. -Se estremeció.
Marub asintió con la cabeza. La madre de Simún se había retirado a sus aposentos, ciertamente, y no había vuelto a dejarse ver en ninguna ocasión, pero eso no quería decir que estuviera inactiva o que hubiese dejado de tener influencia. Recordó también con un estremecimiento la escena que se había producido el día en que regresaran de Hadramaut y el odio que se había hecho sentir allí. De aquello no podía salir nada bueno. Por mucho que Dhahab se hiciera la muerta, él seguía desconfiando de ella.
– Además -añadió Simún-, no parece que sea asustadiza.
Marub comprendió que con eso se refería a la deformidad de su pie, pero no pudo evitar sonrojarse. Involuntariamente se llevó una mano al rostro. Todavía sentía con viveza el lugar en que lo habían tocado los dedos de la chiquilla.
– La llamaré Incienso -decidió Simún-. Es un nombre adecuado para la sirvienta de un mukarrib, ¿no te parece?
Mujzen le había pasado el brazo por los hombros a Shams para protegerla de los empujones del gentío. Su mano libre jugaba con el colgante de plata que le había comprado y que pendía entre sus pechos, que se habían vuelto grandes y repletos. Tenía pequeños trocitos de coral, era una joya valiosa; la que, a ojos de Mujzen, merecía la bella mujer de un hombre de mérito. Irguió la cabeza y miró en derredor en busca de admiración.
– ¡Eh! -exclamó de repente-, ahí está Marub. Te he hablado muchísimo de él, ahora podrás conocerlo en persona. -Alzó el brazo para hacerle una señal-. Además, quería comentarle algo.
– ¿Dónde? -preguntó Shams.
Su voz sonó con brío, pero su rostro denotaba cansancio y, aunque se esforzaba por seguir los gestos de él, sus rasgos apenas si mostraban vida alguna.
– Allí detrás. Es ese grandullón, la verdad es que no puedes no verlo. -Mujzen tiró de Shams tras de sí para cruzar al otro lado del gentío que ocupaba la calle-. El de rizos, el que va con una mujer que… -Mujzen enmudeció y dejó caer el brazo con el que señalaba.
También Shams vio entonces al gigante en compañía de dos mujeres. La primera, a la que en ese momento empujaba para que entrase en un taller de talla de ágatas, debía de ser una criada. La otra era Simún. Shams pensó que no había cambiado un ápice. Sus largas trenzas negras brillaban como si estuvieran enaceitadas y le caían a lado y lado del rostro, como antaño, siempre algo revueltas, lo cual no menoscababa en nada su belleza. Seguía siendo esbelta e iba orgullosamente erguida, no como ella, que, regordeta e hinchada, caminaba con torpeza. Shams sabía que sólo era consecuencia de su embarazo, parte del feliz estado en el que se encontraba. Sin embargo, no podía entender ese cambio más que como una deformidad, como castigo por el pecado del que había sido culpable.
– ¿Qué te parece si…? -En la voz de Mujzen se oía la duda.
Sin embargo, valoró mentalmente todo lo que había conseguido hasta entonces y llegó a la conclusión de que no tenía que avergonzarse de nada. Era responsable de unos grandes establos, un sirviente de éxito, le había proporcionado a Shams un bonito hogar y pronto su felicidad se vería colmada por un hijo. Su grito de despedida a Simún resonó entonces de nuevo en sus oídos: «Te odio», y también la amorosa respuesta de Shams: «No, no es verdad.» Nervioso, se pasó la lengua por la encía desnuda. Por primera vez le pareció que su mujer podía tener razón. No necesitaba odiarla. Se frotó las manos lleno de expectación, pero siguió dudando.
– ¿Nos acercamos?
Apenas hubo dicho eso, le pareció una decisión audaz. Sin embargo, estaba dispuesto a hacerlo en cuanto Shams accediera. Permaneció de pie con el corazón acelerado. ¿Qué otra cosa podía decir más que: «Sí»? ¿No había rogado ella siempre que fueran a ver a Simún? Eran buenas amigas. Seguro que tenían mucho que explicarse la una a la otra. Puesto que Shams no decía nada, la miró con un interrogante.
Su mujer había cerrado los ojos. Oía la voz de Dhiban susurrándole al oído: «Una mujer como tú.» Era cierto que le había dado el huerto. Shams plantaba allí rábanos y altramuces, y le había explicado a Mujzen que lo había comprado con el primer par de pendientes que él le había regalado. Las joyas las había enterrado al pie de una palmera y no había vuelto a ponérselas.
El huerto innecesario, que estaba en la plenitud de su florecer. Igual que la mala conciencia de Shams. De pronto tenía delante a Simún, que la cogería de las manos y la miraría con sus imperiosos ojos negros. «¿Cómo estás?», le preguntaría, y buscaría la verdad en su rostro. Nadie podía mentir a Simún.
– Estoy un poco mareada -dijo en voz baja, y se inclinó contra Mujzen-. Llévame a casa, por favor.
Él se volvió de nuevo hacia el taller por cuya puerta habían desaparecido Simún y sus acompañantes.
– Claro que sí-repuso despacio. Seguía vacilante, pero quizá también fuera mejor que le hablara a Marub de su inquietante descubrimiento a solas. Rebuscó en su bolsa y sacó unas lágrimas de incienso pegadas entre sí-. Toma, mastica esto -dijo, y se lo dio a Shams-. Ya verás como te sienta bien, en tu estado.
Despacio y con mucho cuidado llevó a su mujer a casa.
– ¿Y por esto me has hecho venir hasta aquí? -Marub contempló con enfado el dromedario que rumiaba tranquilo en el patio sin interesarse por su disgusto ni por la inquietud de Mujzen-. Como si no hubiéramos visto suficientes en las últimas semanas.
Mujzen asintió con brío.
– Ya conocemos esta especie, sí -confirmó, y de nuevo posó su mirada sobre el animal. Era un poco más pequeño pero más fornido que la raza autóctona. Su pelaje tenía un tono bermejo y sus pestañas eran insólitamente claras-. Viene de Hadramaut -afirmó.
Marub bostezó.
– Será uno de los muchos con los que nos hemos quedado.
Mujzen lo contradijo con vehemencia.
– Entonces debería haber estado en nuestros establos. Hemos confiscado todas las monturas para nuestras manadas, lo sabes bien. Éste, sin embargo… -Le dio unas palmadas al animal en el costado y levantó polvo con ellas-. Este lo he descubierto en el mercado, lo tenía un pequeño mercader que, por lo demás, sólo vendía aves.
Por primera vez Marub alzó las cejas.
– Dice que lo ha encontrado. -El tono de Mujzen dejaba entrever mucho.
– ¡Imposible! -exclamó Marub al comprender a qué se refería. Se irguió y entremetió los pulgares en su cinto-. Mis hombres son de completa confianza. Tú trabajas con ellos todos los días, dime: ¿crees que alguno nos robaría y vendería un dromedario por su cuenta?
Puesto que Mujzen guardó un silencio pensativo, porfió:
– ¿Estás completamente seguro de que el animal procede de veras de Hadramaut? Un dromedario no es más que un condenado dromedario.
En lugar de dar una respuesta, Mujzen señaló a la cola del animal. Los guerreros de Hadramaut solían trenzar hebras de lana de colores en el pelaje. A aquél le faltaban las cintas, pero se veía clara mente que el largo pelo estaba encrespado a causa del trenzado. Cuando Mujzen lo acarició, se le quedaron en los dedos un par tic pelusas de lana azul. Las sostuvo en alto y dejó que el viento vespertino se las llevara.
– Imposible -repitió Marub con terquedad-. Ninguno de mis hombres haría algo así.
– Entonces sólo queda una posibilidad -repuso Mujzen-. Que no sea uno de nuestros animales y el vendedor haya dicho la verdad. -Como Marub arrugó la frente con incertidumbre, añadió-: Y haya venido alguien.
– ¿De Hadramaut? -gruñó Marub.
Mujzen asintió. Los dos hombres se miraron con preocupación.
Incienso arrastraba con gran trabajo por la terraza la pantalla de madera tallada que usaban para guarecerse del viento. Cuando la dejó donde quería, respiró hondo un par de veces antes de levantarla de manera que tapara la visión del balcón de los aposentos de Dhahab. Con una rauda mirada comprobó que la puerta de madera estaba bien cerrada y que nada se movía tras el enrejado de la ventana, pero de todas formas colocó cautelosamente la protección contra las miradas. Después extendió una manta, fue por almohadones y los repartió para disponer un lecho.
Simún salió a la terraza, pero caminó hasta más allá, hasta el pretil, para contemplar el jardín. Dos trabajadores estaban enderezando una palmera de la altura de un hombre. La habían traído desde el oasis en un carro de bueyes, igual que la espesa capa de tierra de aluvión que Simún había hecho trasladar en cestos desde la orilla del embalse. No quería esperar años, sembrar y cuidar; quería ver aparecer su jardín ante sus ojos.
Un asno tiró de las cuerdas, que se tensaron. Se oyó gritar una orden. El fardo de las raíces entró resbalando en el hoyo. Los hombres cogieron las palas. Por encima de ellos se desplegaba la majestuosa fronda del árbol, que susurraba en el viento.
Simún señaló hacia allí.
– ¿No queda magnífica entre las columnas?
Incienso se encogió de hombros. No entendía por qué ensuciaban con barro las bellas piedras de aquel patio interior del Salhin. ¿Para qué se empeñaban en hacer crecer vegetación a toda costa mando podían vivir en una casa limpia y ordenada?
Simún se echó a reír al ver cómo arrugaba la nariz su criada. Los trabajadores la vieron entonces, se quitaron de la cabeza los harapos con los que se habían envuelto la frente, hicieron una reverencia y se retiraron.
La reina bajó los escalones. Por entre rosales de flores blancas que desprendían un aroma embriagador caminó hasta el estanque que había en el centro de su jardín. Unas capuchinas de un naranja subido, rodeadas por matas de lavanda de un violeta pálido, trepaban por la blanca cal de conchas del reborde. Las pasionarias suavizaban el rigor cuadrangular de las columnas. A sus pies, Simún había hecho plantar el enebro de las laderas de su antiguo hogar, pero los arbustos parecían enfermos.
– Necesitan altitud -dijo una voz masculina.
Simún se volvió.
– Aquí, en la llanura, mueren.
La reina intentó dominarse. Había salido descalza, pues había creído estar a solas con Incienso. Escondió el pie bajo la escasa vegetación del arbusto y removió la tierra con dedos nerviosos. ¡Que Almaqh maldijera a ese jardinero!
– Quieres decir que no puedes hacerle nada, ¿no? -repuso bruscamente con la esperanza de que el hombre bajara la mirada.
– Ésa es la verdad -dijo él con serenidad, y siguió trabajando como si ella no lo hubiese reprendido.
Iba regando las pasionarias con un cubo en la mano. Si Simún no quería que le mojara los pies, tendría que hacerse atrás, pero ¿cómo iba a moverse sin descubrirse? Por suerte, Incienso reparó en sus miradas de desamparo y bajó corriendo la escalera con las sandalias en la mano. Enseguida se arrodilló ante su señora y la calzó para que pudiera apartarse y poner la debida distancia entre el jardinero, su cubo y ella. ¡Qué muchacho más impertinente!
El corazón le palpitaba de agitación mientras lo observaba. Era casi tan alto como Marub y, como éste, llevaba el pelo largo. Sin embargo, no tenía nada que ocultar bajo sus rizos, que enmarcaban un rostro de orgullosa belleza. Por encima de su nariz aguileña montaban guardia sus ojos, grandes y de pestañas largas como las de una muchacha. Su boca era ancha y suave; su sonrisa, resplandeciente.
– ¿De qué te ríes? -espetó Simún con aspereza para romper el hechizo.
El jardinero tenía largas extremidades, era esbelto, ancho de espaldas aunque de caderas estrechas. Se movía como un bailarín. Como en ese momento, mientras se inclinaba ligeramente.
– ¿No sonríe todo el mundo cuando los ilumina el sol de vuestra presencia? -preguntó.
Simún ladeó la cabeza e intentó corroborar el leve soplo de desfachatez que había creído intuir en esa respuesta, pero no lo consiguió. Si en su voz había ironía, era una muy elegante.
Sacó la mandíbula hacia delante mientras buscaba una réplica adecuada, pero entonces se dio cuenta de que aún seguía mirándolo y se volvió con brusquedad.
– ¿Quién es? -preguntó Incienso en un susurro.
Simún percibió el interés con el que su criada miraba al joven y se molestó.
– Nada más que el jardinero -repuso a más volumen del necesario.
El muchacho sonrió.
– Me llamo Yada -dijo con calma.
Miró primero a Incienso, luego a Simún, y después fue hasta el estanque para llenar otra vez el cubo.
Las dos mujeres lo siguieron con la mirada. Qué fuertes eran sus brazos, qué claras y vulnerables las axilas que mostraba al trabajar, ese trozo de piel pálida y secreta. Simún alzó los dedos sin darse cuenta, como si pudiera acariciarlo desde lejos. Oyó un suspiro a su lado y le dio un brusco codazo a Incienso.
– ¿No te da vergüenza? -siseó, y la empujó hacia la escalera. También se obligó a caminar ella misma, aunque aún se volvió un momento. Era incapaz de decidirse a alejarse del jardinero. Carraspeó con timidez-: ¿Hace mucho que trabajas aquí, Yada?
Le pareció que pronunciar su nombre era de una intimidad peligrosa, casi como un roce físico; se le iluminó el rostro al hacerlo. Esperaba que él no se hubiera dado cuenta.
– Hace dos días que vuestro mayordomo me empleó.
– ¿Y te gusta el trabajo? -Tragó saliva. ¿Qué clase de pregunta estúpida era ésa? ¿A quién le interesaba si a un criado le agradaba su cometido?
Yada se irguió, tenía la piel sudorosa. A Simún le temblaron las narinas intentando inspirar involuntariamente su aroma. No lo sabía, pero tenía los ojos húmedos y brillantes. Ella, que se tenía por una persona con dominio de sí misma y se enorgullecía de que nadie pudiera leer en su rostro ni conocer sus sentimientos. Ya de niña se había cuidado de que su semblante no expresara nada cuando la humillaban. Tristeza, miedo, soledad, nada de todo eso debía traicionarla. Había preferido ser un enigma. De esa forma había sobrevivido. La idea de ser transparente para alguien la había asustado más que todos esos sentimientos.
Yada reprimió una sonrisa mayor aún.
– En ningún lugar podría ser más feliz un jardinero -dijo simplemente-. Aquí crecen las flores más bellas del mundo. -Cortó una rosa y se la ofreció.
Simún se apresuró a hundir en ella la nariz, pero por encima de los pétalos vio que Yada la observaba con atención. De nuevo se sonrojó y se enfadó por que él pudiera darse cuenta. ¿Qué hacía ahí plantado? ¿Acaso esperaba una respuesta a su descarado cumplido? Nerviosa, aplastó la flor en sus manos.
– Nadie te ha dado permiso para cortar ninguna flor -exclamó, y lanzó al suelo los pétalos destrozados.
Su voz sonó forzada, lo cual aumentó su furia. Antes prefería la muerte a dejar que aquel mozo creyera que tenía en él algún interés. Lo cual era completamente falso, era una equivocación, por supuesto. ¡No, no le importaba lo más mínimo! Además, ¿adonde llevaba todo eso? Sabía muy bien cuál sería el punto en que la admiración con la que paseaba la mirada por todo su cuerpo se convertiría en decepción y asco. A esa certeza se aferró en medio de su desconcierto, a pesar de que le dolía más de lo que nunca le había dolido nada. La sonrisa del jardinero se extinguiría, por mucho que la halagara en ese momento. El muchacho retiraría la mano, se esforzaría por ocultar su repugnancia. De eso no había duda. No creyó ni una de sus palabras. Además, ¿qué importaba? Era un jardinero, un criado insolente, nada más.
– Y en cuanto al enebro -siguió diciendo con estridencia-, más vale que lo cuides bien. Si muere, te costará la cabeza.
Yada hizo una reverencia respetuosa, aunque sin temor.
– Si ha de caer a vuestros pies, con gusto prescindiré de ella.
Simún escrutó su semblante con recelo. ¿Se estaba burlando? ¿Qué clase de alusión a sus pies era ésa? Sin embargo, el jardinero no sonreía. Su mirada transmitía algo que la hizo estremecerse de dulzura. Involuntariamente dio un paso atrás.
– ¡Se la lanzará a los leones para que la devoren, granuja desvergonzado!
– ¡Marub! -Simún, que no había oído acercarse a su guardián, vio con espanto cómo el guerrero se abalanzaba sobre Yada, desenvainando la daga curva-. ¡No! -Su grito fue cortante como la hoja, pero en él vibraba el miedo.
Yada dejó que su atacante se le acercara con total tranquilidad. No se movió. Como si tal cosa, le dio una patada al cubo que estaba en el suelo poco antes de que Marub lo alcanzara y lo envió a los pies del gigante, que tropezó con él. Un raudo movimiento de Yada se encargó de que ese tropiezo terminara en una caída que lo hizo aterrizar chapoteando en el estanque. Todo sucedió en un abril y cerrar de ojos.
Marub emergió resoplando y cubierto de hojas de nenúfar. En la senda del jardín, Yada sostenía su pala con ambas manos, esperándolo a él y a su cuchilla, pero el guardián ni siquiera hizo ademán de querer atacarlo. Salió de la pila respirando con pesadez.
– Eres bueno -afirmó, y se fue quitando las hojas del manto.
Simún, a pesar del susto, tuvo que taparse la boca con la mano para ocultar su risa. A Marub le chorreaba agua del pelo, la ropa empapada se le pegaba a las piernas y fue dejando un rastro de gotas en el pavimento de piedra. Su voz había sonado triste, pero entonces se volvió con un movimiento repentino y partió el mango de la pala de Yada. La punta de su arma quedó rozando amenazadoramente la garganta del jardinero, pero sin clavarse.
– Un día -gruñó- empuñarás un arma digna. Entonces te mataré.
Yada cerró los ojos como si reflexionara al respecto, después sonrió, se inclinó y se fue.
– ¿Quién era? -quiso saber Marub.
– El jardinero. -Simún suspiró, a su pesar-. Un muchacho descarado, ¿verdad?
– ¿Ordeno que lo arresten?
Simún hizo que no con la mano, imperiosamente, para que Marub no viera que le temblaba.
– No creo que hayas venido para eso, ¿verdad? -preguntó entonces para cambiar de tema.
Marub la acompañó de vuelta a la terraza y le expuso todos los motivos que tenía para sospechar que dentro de las murallas de la ciudad había un espía de Hadramaut.
Simún se encogió de hombros y ordenó que le trajeran hidromiel.
– ¿Y qué va a descubrir? -preguntó-. Tenemos a Hadramaut sometido a nuestro poder. -Paladeó la bebida.
– Puede buscar formas de mataros -repuso Marub, dándole qué pensar.
También él aceptó el vaso que le ofrecía Incienso, y le sonrió con gratitud. Era una estampa tan insólita que Simún les dedicó una breve mirada. Marub no sonreía nunca, se veía que ese trato delicado le costaba trabajo, parecía que estuviera realizando un complicado ejercicio gimnástico que le obligara a torcer la boca a causa del esfuerzo. No lo hacía más atractivo. «Pobre Marub», pensó Simún, y observó, como él, el bamboleante andar de Incienso. En voz alta dijo:
– No encontrará ninguna. Incienso duerme en mi umbral y maneja la daga igual que yo. Ante la puerta hay guardias. ¿Qué podría pasar?
– Podríais hacer que cataran vuestra comida.
Simún le transmitió a su guardián con un gesto de la cabeza que así lo haría en el futuro.
– Además, deberíamos tener un cuidado extremo durante los festejos de la boda. El trayecto hasta el santuario será una buena oportunidad de ataque, y allí pasaréis la noche protegida únicamente por una tienda.
– Ay, pero si he dormido en tiendas toda la vida -repuso Simún con fingida indiferencia.
Lo que más la inquietaba en su fuero interno, por el contrario, no era tanto un intento de asesinato como la ceremonia de la boda celestial que la aguardaba. Pronto habría llegado el momento en que la luna habría alcanzado el punto más bajo de su recorrido en el cielo diurno y se colocaría justo delante del disco del sol poniente. Ese momento de unión aparente de los dos cuerpos celestes sería también el momento en el que Athtar, el héroe, convertiría a la muchacha solar en su esposa. Las flautas resonarían en el embalse de Marib, el demonio de la lluvia volvería a ser vencido. Faltaban pocas semanas.
Simún dio un buen trago para ocultar su semblante con el vaso. Lo había sabido desde el principio, y ahora casi había llegado el momento en que tendría que sellar su acuerdo con Bayyin. Sintió un hormigueo en la piel al pensar en el sacerdote de tez oscura que podía tocar su alma igual que si fuera una flauta.
«No bailaré al ritmo de su melodía», pensó con obstinación, aunque no estaba segura de hasta cuándo podría resistirse. Bayyin podía ser más fuerte que ella si dejaba que se le acercara, y era un hombre apuesto. Todavía escapaba a su poder de atracción, a esa capacidad casi espeluznante de leerle el pensamiento, pero con una tristeza queda tuvo que reconocer que de la repelencia a la entrega no había más que una estrecha cresta montañosa. De igual manera podía sentir anhelo por ese poder que el sacerdote ejercía sobre ella, por la sensación de estar desnuda ante él, por que le arrancara la coraza y tomara posesión de ella. Quizás un día llegara a suplicarle que quería perderse en él. Esa idea la asustaba.
Aun así, no había vuelta atrás. Ella misma había fijado las condiciones y el precio; la boda se celebraría. Su omisión haría tambalear las bases de la comunidad sobre la que quería gobernar. Los pobres habitantes de Marib nunca habían vivido un año sin ceremonia. De no celebrarse, todos ellos dudarían de que la lluvia volviera a caer, de que las plantas volvieran a crecer y de que el sol volviera a salir al día siguiente como debía. Cosas horribles podían suceder si no se completaba una vez más el acto salvador, y nada quebrantaría su convicción de que el mundo se derrumbaría si no tenía lugar.
Simún escuchaba sólo a medias las explicaciones de Marub sobre los planes para la ceremonia. Su mirada se desviaba hacia el jardín, cuyos contornos se hundían lentamente en la oscuridad. Sólo un aroma delicado se alzaba aún hasta ellos, sentados en la terraza. Simún inspiró hondo, escuchó los susurros de la palmera y sintió menos alegría que nunca por su compromiso nupcial.
– Tu favor buscamos, oh, Munificente. Pues todo cuanto es lo has creado tú.
»Cien sacrificios has aceptado como expiación durante la temporada de caza.
»Tú has elevado a las tribus de Saba y has colmado de alegría el seno de los hombres.
» A los pobres has dado pan que comer.
»Has hecho manar los manantiales de las alturas del uadi.
»En la guerra y la batalla has otorgado fuerza.
En ese punto detuvo su cántico la comitiva de sacerdotes para dejar lugar a los gritos de júbilo que se elevaron desde el cortejo nupcial de Simún.
Los guerreros de Saba desahogaban con alaridos gorjeantes su todavía reciente alegría por la victoria de armas contra Hadramaut y, así, imbuían de un significado y una vida palpables a esas palabras que tenían siglos de antigüedad.
– Y al que gobierna con arbitrariedad has aniquilado.
Simún se preguntó si también los demás habrían pensado en Shamr al oír ese verso. A ella le parecía que fuera en otra vida cuando descendiera la escalinata del Salhin con la cabeza del tirano en la mano. La sangrienta época del mukarrib no pertenecía a un pasado lejano, pero su vida había cambiado radicalmente.
Simún bajaba al jardín casi todas las tardes. Había decidido que no significaba nada, pues a fin de cuentas había mandado plantarlo para su disfrute y no podía tomarle a mal al jardinero que hiciera su trabajo. Una reina no podía dejar que su conducta y su voluntad se vieran dictadas por la existencia de un criado. De modo que superó la aversión -tal como ella denominaba a ese sentimiento- que sentía ante la presencia de él. Sí, a veces incluso intercambiaban un par de palabras. Ella le hacía preguntas sobre las plantas y él respondía con historias.
Yada acabó por sustituir el enebro enfermo por una joven higuera. Simún le eximió de su castigo, y él le habló de la procedencia del árbol.
– ¿Oléis el aroma de sus hojas? -preguntó, y su voz misma, al hablar, era un perfume suave-. Es sabroso y delicado, pero también fugaz. En un momento se cree uno por él envuelto, y de nuevo vuelve a perderlo y duda de que no fuera más que una ilusión.
Simún inspiró hondo.
– Es el perfume de una muchacha -siguió explicando Yada.
Mientras hablaba, trabajaba de espaldas a ella y Simún podía contemplar con calma el movimiento de los músculos bajo su piel y dejarse llevar en ensoñaciones con cada una de sus palabras.
– Un día esperaba a su amado, que la había cortejado durante mucho tiempo, mientras ella se hacía de rogar, hasta que al fin accedió a citarse con él. Sin embargo, estaba ya aguardándolo en un jardín crepuscular cuando la asaltaron las dudas. La muchacha era tan orgullosa y, a la vez, tenía tanto miedo que se preguntó si había hecho bien en aceptar.
– Era una muchacha decente -comentó Simún.
Yada la contradijo.
– Más bien no sabía lo que quería. Ya lo había mirado alguna vez con ojos tentadores. Aquella tarde se había puesto un velo translúcido y su perfume competía con el aroma del jazmín que había en la tapia del vergel.
Algo inquieta, Simún se recolocó el escote del vestido, que era generoso, y ocultó el ostentoso collar de plata y corales que llevaba.
– De modo que allí lo esperaba, sin estar segura. El latir de su corazón le cerraba la garganta y, cuando llegó su amado, al instante quiso abrazarlo con pasión, pero se sintió tan desconcertada que los dioses se apiadaron de ella y la convirtieron en una higuera. Resultó un árbol tan casto que de él dicen que nuestros ancestros utilizaron una vez sus hojas para cubrirse las vergüenzas. Pero yo tengo mis dudas al respecto. -Yada se irguió-. Sólo hay que inspirar su aroma para saber que la muchacha intenta todavía seducir a su amado. Vacilante, tímida, pero lo hace. -Se volvió hacia ella y se sacudió la tierra de las manos-. ¿Qué os parece a vos? ¿No creéis que en algunos momentos lamenta que su cuerpo se haya convertido en madera y corteza por siempre jamás?
A Simún le palpitaba el corazón al verlo ante sí. Por un momento creyó que se le acercaría y la apresaría con sus manos sucias y con olor a tierra. Se puso en pie como pudo.
– Es una historia muy tonta -comentó con dignidad-. Mejor será que diviertas con ella a las campesinas.
Yada hizo una reverencia y se marchó; ella no logró distinguir bien la expresión de su semblante en el ocaso. Esperó muy erguida hasta que se hubo marchado y entonces se acercó a la higuera, que la rodeó con su suave aliento. Se arrimó cariñosamente al tronco y posó una mano tibia sobre la madera.
– ¿Estás ahí? -susurró, y cerró los ojos para dar un soñado beso que la derritió en el dulce crepúsculo que cubría el cielo.
Así pasaba las tardes la que de día gobernaba con mano firme.
Simún suspiró. Descorrió las colgaduras de su litera para contemplar a la muchedumbre que avanzaba junto a ella. No vio más que rostros felices. No estaban sólo los miembros de su séquito; todas las tribus habían enviado delegaciones para acompañar a las imágenes de sus dioses, que serían los invitados de honor de la boda. Los representantes del comercio y la artesanía de la ciudad marchaban en grupos bien diferenciados, y todo el que había podido permitirse dejar el trabajo por un día estaba preparado cuando la caravana, preñada de colores, partió para dirigirse al lugar en el que el futuro de todos ellos había de ser concebido un año más.
Simún vio literas balanceantes con mujeres que estrechaban a sus niños contra sí, señalándoles esto o aquello de entre la muchedumbre con el brazo extendido. Sus maridos tiraban de las riendas de los animales y participaban en el cántico general:
– Cuando el arroyo se ha secado, tú lo has llenado de nuevo.
»Y siempre has hecho madurar el incienso.
»Y la oscuridad de la noche cerrada, cuando todo lo ha cubierto, siempre la has desgarrado por la mañana.
»Las uvas se han hecho vino porque tú las has irradiado con tu resplandor.
»Y la manada de camellos, que eran muchos, has hecho aún más numerosa.
El rumor de las voces subía y bajaba al ritmo del cántico, acompañado de los tambores de los sacerdotes, subrayado por las estridentes flautas. Todo el mundo conocía la letra, hacía generaciones que era la misma y, sin embargo, a todos les parecía que describía a la perfección el año recién transcurrido y que se refería sólo a él.
Simún vio a Marub, que cabalgaba orgulloso junto a la comitiva. «Sí-pensó-, en efecto, el encomio de los camellos va dirigido a ti.» Le hizo una seña con la mano y correspondió a su saludo. La severa mirada que dirigió Marub poco después a su alrededor recordó a Simún que estaba allí de servicio, para protegerla. La muchacha hizo lo propio y observó al gentío. Marub había ordenado a sus hombres que aquel día se mezclaran entre el pueblo y tuvieran los ojos bien abiertos, pero Simún no era capaz de reconocer a ninguno. Eso cambiaría en cuanto llegaran al santuario. Igual que en los demás templos, había zonas en que todo el mundo podía visitar y otras en las que la entrada estaba reservada a unos privilegiados. Sólo unos pocos atestiguarían la boda entre Athtar y Shams. ¿Estaría entre ellos el espía de Hadramaut, como Marub temía?
La gente sencilla de Marib y de los alrededores, llegados de Sirwah y del cercano Ma’in, acamparían a lo largo de la calzada empedrada que subía hasta el uadi. Allí se había dispuesto una hilera de fogatas en las que esos días se asaban bueyes enteros en espetones, había montones de pastelitos de sésamo empapados en miel sobre tablas de madera, largas filas de jarras de arcilla llenas de vino aguardaban en la arena, y a todo el que quería se le llenaba la escudilla y el vaso. Simún olfateó el aire. Sí, ya percibía los aromas del gigantesco lugar de los festejos, debían de estar muy cerca. Asomó la cabeza por la litera y a poca distancia por delante vio alzarse el cono de la montaña sagrada. El mudo volcán sobresalía de la meseta, escarpado y de paredes lisas. Silencioso y firme se erguía en la trémula calima del llano horizonte: la digna morada de un demonio.
No faltaba mucho para llegar a su pie, al círculo exterior del santuario. Una vez allí, los miembros de la corte ocuparían su lugar en uno de los numerosos bancos de piedra a derecha e izquierda de la calzada y celebrarían su parte de los festejos. Simún, Bayyin, los dioses de las tribus y la comitiva sacerdotal, sin embargo, debían desmontar y recorrer a pie la última parte del camino, que los llevaría al lugar secreto del acto sagrado.
Simún e Incienso se apoyaron contra la litera, que se inclinó amenazadoramente hacia delante y luego hacia atrás cuando el animal se arrodilló y después se sentó. Se echaron a reír, porque les tintinearon los pendientes y los flecos de las colgaduras cayeron sobre sus rostros.
A Simún se le resbaló el pañuelo y se le enredó entre los abalorios de las sienes, e Incienso se apresuró a volver a colocárselo bien.
– Espera, he perdido la sandalia en algún sitio.
Casi chocan con la cabeza al agacharse al mismo tiempo para buscar bajo la montaña de cojines. Seguía siendo el calzado que le había regalado Yita, una pequeña joya cubierta de oro y con engarces de ágatas que ocultaba la deformidad de sus dedos. Simún había mandado hacer algunos pares siguiendo el mismo modelo, y entre los artesanos había corrido la voz de que la reina de Saba no llevaba en los pies nada que no fuera oro. Para ellos, el ostentoso uso de ese noble metal era un símbolo de su creciente poder.
Simún se calzó la sandalia entre risas.
– La verdad es que he coqueteado con la idea de salir descalza y mostrarles a todos mi pie. ¿No se me ha desdibujado la línea de los ojos?
Incienso se aplicó en silencio a corregirle la sombra.
– Les diría: «He luchado con el demonio y lo he vencido. Esta herida me ha quedado de la batalla. El héroe puede regresar a su casa. Aquí no lo necesitamos ya.»
Incienso, con la cara muy cerca de Simún mientras volvía a pintarle con kohl la línea inferior de los ojos, se detuvo, sobresaltada.
– ¡Jamás lo creerían!
Simún sacudió la cabeza.
– Ay, perdona. -Volvió a estarse quieta para que su criada pudiera seguir maquillándola-. Seguramente no, pero a lo mejor así intimidaría a Bayyin.
– Nada impediría a Bayyin proclamarse secreto señor de Saba -replicó Incienso-, sólo una voluntad igual de férrea que la suya.
Ambas mujeres se miraron a los ojos.
– ¿Me ayudarás? -preguntó Simún.
Incienso asintió.
– Como hemos convenido.
– No faltará el peligro. -Se miraron y volvieron a reír. El acicate del peligro las estimulaba como un vino fuerte. Simún fue la primera en serenarse-. Entonces será mejor que empecemos con la ceremonia.
Asió la mano de Incienso para que ésta la sostuviera mientras bajaba. Percibió entonces que sus propios dedos estaban fríos como el hielo.
Fuera resonaban las últimas palabras del cántico:
– La promesa hecha siempre has cumplido por entero.
»Nos obsequias con generosidad, oh, Sol, pues nos das la lluvia.
»Con fervor acudimos a ti, aunque aniquiles a las personas.
Se oyeron unos atronadores gritos de júbilo cuando Simún bajó de la litera. Avanzó despacio entre los bancos de piedra y se detuvo un instante al ver la calzada de piedra que ascendía ante ella por la montaña.
Los sacerdotes de Bayyin trajeron una silla de manos dorada y Simún se sentó. El sumo sacerdote no se mostró ante ella. A él, su salvador, no debía verlo hasta que la luna empezara a ponerse. Sin embargo, los estruendosos gritos que se alzaban allí detrás le desvelaron que también el sacerdote había bajado de su litera.
– ¡Danos fertilidad!
– ¡Danos agua, danos luz!
Entre bendiciones exclamadas y bajo una lluvia de flores, la pequeña comitiva enfiló montaña arriba seguida de los jefes de las tribus. Era un camino largo y empinado, pero la lisa calzada lo hacía más fácil de recorrer. Una buena hora después, el templo apareció sobre una colina que quedaba a un lado, pero el verdadero santuario se abría directamente por delante de ellos: una amplia caldera casi circular entre cuyas escarpadas paredes, por las que se precipitaba la grava, se originaba el uadi. Allí nacía la riada, allí moraba el demonio de la lluvia en persona. Ese día su reino estaba seco, unos árboles tristes bordeaban el cauce árido en el que no se adivinaba el poder que en otras épocas del año lo desbordaba. En el fondo del valle, sin embargo, toda la calzada procesional estaba flanqueada por piedras sueltas. Afrit las había arrastrado hasta allí y las escobas de los esclavos las habían hecho a un lado sólo para ese día.
La hierba seca temblaba en el viento, que movía un par de flores pálidas. Las zarzas se aferraban a las grietas de la roca. Sobre las piedras descansaban insignificantes lagartijas marrones que alzaban la cabeza y desaparecían en silencio por sus resquicios cuando la música de la comitiva nupcial llegaba hasta ellas. Simún miró en derredor. El escenario estaba dispuesto. Allí, en aquella plataforma de roca aguardaría ella de pie, cubierta con velos amarillos y dorados que arderían a porfía con los últimos rayos del sol. Allá detrás, Bayyin debía golpear la piedra con su lanza tres veces para retar al demonio de la lluvia. El demonio no acudiría. Entonces Bayyin se acercaría a ella y la conduciría a la tienda en la que debía consumarse la boda. Fuera se encenderían luces, una antorcha tras otra, una lámpara tras otra, para celebrar la liberación del sol y la victoria de la luz sobre la oscuridad.
La tienda ya estaba montada, sus colgaduras aún abiertas ondeaban en el viento. Simún se volvió hacia el otro lado.
Empezaron a sonar los tambores.
Horas más tarde seguían sonando. El crepúsculo, el aire, incluso el suelo que Simún sentía bajo sus pies parecían vibrar con su continuo golpeteo. Le daba la sensación de que su ritmo se le metía en la cabeza, le ablandaba el interior, le estremecía la conciencia y le arrebataba la capacidad de pensar con claridad. Aunque estaba muy erguida, tenía la sensación de que se tambaleaba. No había pretexto posible, no había escapatoria. Tarde o temprano se rendía uno a su monotonía, capitulaba, temblando como la liebre paralizada ante la serpiente. En ese momento, Simún comprendió cómo debía sentirse el animal: era una visión religiosa, la apertura de una garganta gigantesca que lo devoraba a uno y se lo llevaba al más allá.
Al mirar a quienes la acompañaban comprendió que así lo sentirían todos. Caminaban por doquier con ojos relucientes, como hipnotizados, embriagados por la música, por el vino que manaba a raudales y por la danza. Los músicos, resplandecientes de sudor, estaban allí sentados ejecutando su labor como si no fueran ya de este mundo. Un grupo de guerreros de Marub había formado para realizar la tradicional danza de armas, concentrados, sudados por el esfuerzo. A algunos les brotaba la sangre allí donde sus propias hojas los habían herido durante los peligrosos ejercicios. La exhibían con orgullo, sin limpiársela. Fertilizaría el suelo para la nueva siembra. De vez en cuando alguien se acercaba a los bailarines delirantes, les limpiaba la frente y colgaba el trapo húmedo en los dioses de madera, que seguían desde sus baldaquines el aterrador espectáculo, envueltos en espesos vapores de incienso.
– Señora, ha llegado el momento.
– Al fin -dijo Simún con un suspiro, y siguió al joven sacerdote que se había dirigido a ella.
Más redobles de tambor y hubiera empezado a marearse. Caminó silenciosamente siguiendo su antorcha, que en el creciente crepúsculo se hacía cada vez más visible, definida, corpórea, ya no una mancha espectral de destellante calor y humo. La muchacha de la luz, pensó, cobraba forma. Así llegó al lugar que había de ocupar. Solitaria contra el cielo vespertino, solitaria y desplegada como un estandarte. No podía ser de otro modo, el latir de su corazón le cerraba la garganta. Ante ella, la montaña se agazapaba como un hombre que hubiera ocultado las rodillas bajo su vestimenta. Un gigante silencioso con los hombros caídos que despuntaba amenazadoramente por encima de todo. Bajo su cima, en la oscuridad, uno buscaba sin querer las dos luces de un par de ojos ardientes.
Los tambores enmudecieron de súbito.
En contra de lo esperado, el silencio no supuso una liberación. Pesado como un puño cayó sobre los que aguardaban allí. A Simún le zumbaban los oídos, le costaba respirar. De pronto no estaba segura de si deliraba o si de veras percibía sonidos que se hacían cada vez más inciertos y amenazadores con la espera y la duda. Parpadeó e intentó atravesar la oscuridad, que se hacía más densa a pasos agigantados. Nunca la ausencia de sonido había estado tan llena de expectación.
– ¡Negro señor! ¡Poderoso señor!
Simún sintió un escalofrío. Bayyin había elegido el momento perfecto para hacer su aparición. Su voz retumbó como un gong y rebotó en las paredes de piedra con un eco múltiple. Pero ¿dónde estaba? La muchacha miraba con nerviosismo en la dirección en que debía de quedar la piedra sagrada. «Un truco muy conseguido», pensó, aunque no pudo evitar sentirse sobrecogida por él.
– ¡Señor de la lluvia! ¡Devorador de riadas!
Tres veces desafió Bayyin al poder del demonio del agua, que permaneció mudo. Cuantos estaban en el cráter lo escucharon conteniendo la respiración. Los dioses miraban a la montaña desde sus baldaquines, sin pestañear; los hombres se apretaban unos contra otros y oyeron claramente el tintineo del metal contra la piedra.
Entonces se oyó el grito.
Sólo Bayyin supo cómo lo había creado. La voz parecía proceder de las profundidades de la roca misma. Fuerte, imperioso, desatado, el grito creció con una intensidad temible. Simún se agachó involuntariamente sobre su roca buscando protección, sus ojos esperaban ver las crestas de blanca espuma de la riada que debía de estar a punto de aparecer por la estrecha garganta del uadi. Ninguna otra cosa en el mundo hacía temblar así el suelo; ella lo había vivido. Todos ellos lo habían vivido.
– ¡Athtar, ampáranos! -Los gritos débiles y desalentados que sonaron en la caldera fueron proferidos espontáneamente.
Simún se tapó las orejas; el alarido resonaba aún, se alzó con ronca furia en penetrantes agudos, descendió quejumbroso desde las cimas, se dilató en un dolor insoportable y al fin se quebró, cuando nadie se atrevía a esperarlo ya, con un gemido. Por un momento todo quedó en silencio. Después estalló un júbilo indescriptible. Retumbaba, vivo, humano y cálido, y los contagió a todos, que se abrazaron, se pusieron a dar saltos y a cantar. Incluso Simún, sobre su plataforma, volvió a erguirse, se limpió la tierra de las manos y no pudo evitar reír de alivio, aun a su pesar. Sacudió la cabeza para romper el hechizo por el que se había dejado cautivar. Sin embargo, tras de sí oyó un sonido que le heló la sangre. Levantó la cabeza.
Los gritos de júbilo que llegaban hasta ella no lograban ahogar los delatores susurros. Ahí estaba, en algún lugar de la oscuridad, detrás de ella. Había alguien. Oía el rozar de su vestimenta y, de vez en cuando, el deslizar de arena y piedras que desencadenaban sus sigilosos pasos.
¡Cómo podía haber sido tan necia! Dejarse cautivar por un espectáculo así y olvidar el peligro real que la amenazaba tras el fingido horror de un príncipe demoníaco. En lugar de temer a Afrit, debía haber temido a Hadramaut. Allí estaba ella, lejos de todos, y su amenaza se acercaba por detrás. ¿Dónde estaba Marub?
Lo buscó con la mirada por todo el cráter, inquieta. Sus hombres volvían a danzar, complacidos y felices, mientras ella sentía un nudo que le dolía al tragar saliva. Ni siquiera llevaba consigo un puñal.
Simún se agachó y buscó en el suelo una piedra suelta que fuera lo bastante grande. Sus dedos ciegos tocaron una hierba recia, guijarros y polvo. Entonces palparon algo cálido. Se puso en pie de un salto, profirió un grito, tropezó y alguien la agarró de la muñeca. Simún le clavó las uñas en el brazo a su agresor.
– ¡Ay, maldición! -protestó éste.
– ¡Marub!
– ¿Creíais que iba a dejaros aquí sola?
Simún se quedó quieta, jadeando. La sangre le afluía a los oídos, aún le parecía oír los redobles. En las pendientes que los rodeaban se fueron encendiendo una luz tras otra y, en su resplandor, Simún vio relucir el ojo vivo de su guardián. Era el único que se había apartado de la ceremonia, el único que no se había dejado deslumbrar por las artes de Bayyin. Había renunciado a participar de la renovación, de la promesa de un nuevo año, y se había escabullido en esa condenada oscuridad para protegerla.
Simún inspiró hondo. Sin embargo, antes de que pudiera decir nada, sintió un roce en el empeine. Se volvió. Bayyin se encontraba un nivel por debajo de ella, acompañado de dos portadores de teas.
– Aquí está mi novia -dijo a media voz, y la ayudó a bajar hasta donde estaba él. Entonces exclamó-: ¡La luz va hacia la luz! ¡El sol huye de la oscuridad!
La muchedumbre, tras él, retomó los gritos de júbilo:
– No acabes, pues, con el agua del cielo y de la tierra. Líbranos de la vejez y la enfermedad, y asiste al que tiene sed.
Simún, llevada en brazos de Bayyin, miró por encima de su hombro a Marub, que se había quedado solo sobre la roca. Parecía satisfecho, como quien ha cumplido con su cometido. A partir de ahí no podría seguir protegiéndola.
Bayyin avanzaba con su botín como si volara. Llevó a Simún por un pasillo de luces, por entre una llameante luminosidad que bailaba con las sombras sobre los rostros de los hombres. Decenas de manos se alargaban hacia ellos para tirarles de la vestimenta, para tocarlos, para participar por un instante del misterio de la vida que siempre se renueva y cuyo ciclo simbolizaban esa noche. La música había vuelto a sonar y empujaba a todos los que estaban en la caldera a una caótica embriaguez.
– Vamos, bebe un trago.
El sumo sacerdote la había dejado en el lecho dispuesto dentro de la tienda con una montaña de mantas coronada por un vellón blanco. Simún no podía apartar los ojos de su superficie inmaculada. Sus dedos se retorcían nerviosos por entre la blanca lanilla.
Bayyin, que reparó en su inquietud, le ofreció un vaso de la jarra de vino que había en una mesita baja y redonda, de madera, junto con una fuente de dulces y otra jarra de agua de rosas. Simún miró el arreglo, que delataba la mano experta de Incienso, y sacudió la cabeza.
– En palacio no pruebo nada sin un catador -dijo con cierta afectación, y apretó los labios.
Ni una gota de ese vino entraría en su boca.
Bayyin enarcó las cejas, pero sonrió.
– Una innovación de Marub, ya sé -dijo pensativamente-. Deja que esta noche sea yo tu catador -propuso.
Simún casi se quedó sin respiración cuando el hombre, sin dejar de mirarla, se llevó la copa a los carnosos labios y dio un trago. No se había atrevido a esperar que resultara tan sencillo.
Bayyin volvió a alcanzarle el cáliz, pero, al ver que ella seguía negándose con la cabeza, se lo llevó de nuevo a la boca y lo apuró. El largo camino con su novia en brazos le había dado sed. Su novia. La miró con atención. Qué encogida estaba allí sentada, casi como si le tuviera miedo.
Bayyin sonrió. Naturalmente que le tenía miedo; estaba indefensa ante él, que conocía los recovecos más secretos de su alma. Por un momento había querido abalanzarse sobre ella y tomarla por la fuerza, destrozar el orgullo que sostenía en pie a ese personaje desgarrado, disfrutar de ella y confinarla después a sus aposentos para gobernar él solo. Gobernar al fin sobre esa Saba que lo había esclavizado. Sería como partir una granada e ir sacando uno a uno los dulces granos de la dura corteza.
Sin embargo, no estaba seguro de poder quebrarla así. No, era mejor ceñirse al método comprobado, embaucarla, confundirla, tenerla pendiendo entre el temor y el deseo hasta que dejara de sentir el suelo bajo sus pies.
– Por fin todos los demonios están conjurados. -Se acerco a ella con una amplia sonrisa.
Para su sorpresa, también tuvo que bostezar. Bayyin dio olio paso. De repente el aire se volvió espeso, era trabajoso avanzar por él. Las piernas no lo obedecían, tenía que remar con los brazos para ayudarse a andar. Como las moscas en la miel, así de atrapado se sentía el sacerdote en la pegajosa atmósfera de la tienda mientras su mirada seguía clavada en su objetivo: Simún. Ella estaba sentada, inmóvil, y alzaba los ojos hacia él, que de repente la veía como al final de un larguísimo corredor.
– Siempre has estado sola -dijo Bayyin.
Oyó resonar la frase en sus oídos. El pasillo al fondo del cual aguardaba Simún empezó a ondularse, su imagen se desdibujaba como un reflejo sobre la superficie del agua rizado de súbito por el viento. No podía faltar mucho para llegar a aquel condenado lecho. Bayyin extendió un brazo para avanzar a tientas. Algo tiró de él. Se desmoronó, la realidad se dilataba y se alejaba como un hilo de miel, en espirales y espirales… Simún reía.
Se apartó un poco del sumo sacerdote, que se había desplomado en el lecho, junto a ella. Tenía los ojos desorbitados y le salía espuma de la boca abierta. Parecía muerto, pero respiraba, y la joven reina sabía que estaba lo suficientemente consciente para comprender lo que tenía que decirle.
Incienso separó las colgaduras de la tienda y se coló dentro.
– ¿Ha funcionado? -preguntó sin aliento-. La idea del vino me la ha dado el catador. -De nuevo miró por encima de su hombro para asegurarse de que los guardias no la hubieran visto-. El bueno de Marub ha hecho muy bien su trabajo. Hay ojos por doquier. No creo que logremos sacarlo de aquí.
Simún no quería ni oír algo así. Tenían que conseguirlo. Cuando rayara el alba, el pueblo de Saba no debía ver a Bayyin a su lado. Siempre sería su novio por una noche, parte de un ritual que tenía lugar una vez cada año. Sin embargo, no permitiría que conquistara su dormitorio y no pensaba compartir su trono con él. El pueblo de Saba no esperaba ninguna de esas dos cosas, sin lugar a dudas; para ellos sólo la noche de bodas contaba. Más allá de aquel espectáculo, era Simún quien debía dar forma a su futuro. Se inclinó sobre el hombre que yacía allí inmóvil.
– Pobre Bayyin -le susurró con burla al oído-. Siempre tan solo. -Acarició su cráneo rasurado. No es que no entendiera ese rencor enconado, su ansia de independencia. Al contrario, le resultaba demasiado familiar. De nuevo se inclinó hacia él-. Un día nos uniremos, pero con mis condiciones. -Entonces se volvió hacia Incienso-: Ayúdame, levántalo de ahí.
Envolvieron al anestesiado sacerdote en una manta, de modo que no se viera nada de él, y entre las dos lo levantaron. Simún gimió; pesaba más de lo que había calculado. La frágil Incienso empezó a tambalearse ya en el breve trayecto del lecho a las colgaduras de la tienda. Pronto no podrían con su peso, seguro que no lograrían moverse sin llamar la atención.
Incienso asomó la cabeza fuera.
– Están todos en los festejos -susurró-. Es el momento.
La música y los deliciosos aromas las rodearon mientras sacaban su fardo a rastras. La luz de las antorchas que iluminaban la explanada de las danzas oscurecía aún más, por suerte, las sombras de alrededor. Ninguno de los presentes las vería arrastrando a Bayyin en su envoltorio por entre las duras jaras.
– ¿Dónde están las tiendas de los sacerdotes? -preguntó Simún, que se enderezó y entrecerró los ojos. Cuando Incienso se las señaló, sacudió la cabeza con desánimo-. Tendríamos que rodear toda la fiesta, eso no puede ser.
En un principio había tenido intención de dejar a Bayyin de vuelta en sus aposentos para que por la mañana despertara en compañía de sus ayudantes y comprendiera que en ese círculo debía permanecer. No obstante, el camino era largo y la muchedumbre de la fiesta demasiado numerosa. Sólo con que uno de ellos se alejara de la zona iluminada para ir a aliviarse, o una pareja de amantes se escabullera entre la maleza y tropezara con ellas, estarían perdidas.
Simún miró en derredor. Tras ellas todo estaba en silencio y en paz. Sólo por encima, sobre las rocas, titilaban un par de luces solitarias. ¡El templo! Al fin la idea salvadora. Tocó a Incienso en el hombro y señaló hacia arriba. La muchacha rezongó:
– Eso está aún más lejos, y queda cuesta arriba.
– Pero no encontraremos a nadie por el camino.
Simún estaba decidida. Hizo oídos sordos a las protestas de su sirvienta y se dispuso a arrastrar el pesado cuerpo por la ladera. Fue un trabajo costoso, en él emplearon bastante tiempo. La manta no hacía más que engancharse en la espinosa maleza que crecía entre las rocas y, a cada paso que daban, sus pies tenían que buscar nuevo apoyo sobre el cantizal de piedrecillas volcánicas.
– Espero que no molestemos a ninguna serpiente -dijo Incienso. Su comentario fue desoído. Se limpió el sudor de la frente y miró hacia arriba. El templo todavía quedaba igual de lejos que antes-. Nunca lo conseguiremos.
Pero llegaron. No tardaron en alcanzar la larga escalinata y luego el muro exterior. Con todas sus fuerzas tiraban de Bayyin, cuyos rasguñados pies habían acabado saliéndose de la manta y rozaban el liso pavimento del patio mientras pasaban por delante del altar de sacrificios. El último desafío fueron los escalones que había a la entrada del templo en sí. Simún quería detenerse a recuperar aliento antes de alzar una última vez la pesada carga, pero entonces oyeron unas voces en la oscuridad. Sobresaltadas, las muchachas se miraron un instante y empujaron el fardo a patadas para que rodara hasta la sombra de un toro de piedra. También ellas se agazaparon tras él, conteniendo la respiración. Las voces se acercaron, eran hombres, despreocupados y contentos, inmersos en una conversación de la que no lograron entender nada.
– Sacerdotes -siseó Simún con sorpresa.
¿Qué hacían allí arriba después de la ceremonia? Vislumbró las blancas vestiduras de los jóvenes como manchas claras en la casi completa oscuridad, que sólo la luna y alguna que otra tea iluminaban un tanto. Parecían cargar con algo y desaparecieron un momento con ello en el interior del templo. Simún oyó sus pasos en la escalera y el chirriar de la puerta. Después salieron y obligaron a las dos muchachas a ocultarse más aún en las sombras, pero su paso era alegre, no se detuvieron, sus voces se perdieron parloteando en la negrura. Aun así, la inquietud de Simún e Incienso no cesó hasta que llevaron un buen rato solas, con el canto de las cigarras como único sonido que llenaba la oscuridad. Simún se levantó y se sacudió el polvo del vestido.
– Vayamos -ordenó-. Un, dos, tres.
Recuperadas las fuerzas, alzaron a Bayyin. Cuando hubieron subido los peldaños, sentaron al dormido apoyándolo contra el batiente de madera de la entrada, que chirrió y se movió un poco.
– Han dejado la puerta abierta -dijo Simún con el corazón acelerado.
Dudó apenas un instante y abrió del todo. La oscuridad profunda y fría les dedicó un bostezo. Un olor a humo frío y a madera llegó hasta ellas, pero no se veía nada.
– ¿Qué hacían aquí? -susurró Simún, y se aventuró un paso más allá mientras, tras ella, Incienso liberaba a Bayyin de su envoltura.
– ¿Qué estáis haciendo? -le preguntó con miedo a su señora.
– Chsss -pidió Simún con un dedo en los labios.
De nuevo alzó un pie y entonces se encontró con algo blando. Se oyó un leve quejido que resonó, lúgubre, en la oscuridad.
– ¿Qué ha sido eso? -Incienso se había puesto en pie de un salto. Le temblaba la voz.
Simún alargó un brazo y tiró de ella, que se acercó a regañadientes. Notó que su criada no temblaba menos que ella misma.
– Aquí en el suelo hay alguien -susurró. Se arrodilló y palpó cautelosamente con las manos, aunque casi prefería no imaginar qué podía esperarle allí abajo. Sin embargo, el quejido había sonado enfermo, herido, lastimero-. O algo -añadió con voz más sobria.
Sus dedos habían asido un mango de madera y tiraron de él. De aquel bastón parecía colgar algo pesado que resbaló seseando por el suelo de piedra cuando Simún intentó arrastrarlo hacia la luz de la luna.
– Un animal -gimió Incienso.
Lo cierto es que los contornos de aquella cosa tenían un pelaje amarronado y pajizo.
– Un pellejo -explicó Simún, que seguía inspeccionando el objeto-. Es la piel de un animal, cosida e hinchada. Mira, no es más que aire.
Con alivio le dio una patada… y un instante después retrocedió de un salto. Las varas huecas de madera que sobresalían en varios puntos de aquella fea piel se enderezaron como si poseyeran vida propia. Por sus extremos salió un sonido penetrante que todo lo atravesó.
– ¡Los demonios! -exclamó Incienso, horrorizada.
Simún pensó algo parecido: la voz de Afrit que había oído antes en el valle. Sin embargo, sonrió.
– En cierta forma… -murmuró, y contempló el artilugio, el pequeño secreto de Bayyin, que emitía sonidos como los que ningún ser vivo era capaz de producir.
De nuevo alzó el pie para darle una patada, pero se contuvo. Si volvían a armar escándalo, no tardarían en dejar de estar solas. Empujó con cuidado el artefacto con la punta del pie hasta dejarlo tras la puerta y la cerró con energía.
– Ya no hay más demonios -dijo con voz alegre, y volvió a agarrar del brazo a Incienso, que todavía estaba aterrada-. Ya es hora de volver a lo nuestro. ¿Has traído su ropa?
La sirvienta asintió con celeridad y la sacó de su bandolera. Desvistieron a Bayyin y lo vistieron como bien pudieron con la blanca túnica sacerdotal, larga hasta los pies, antes de cubrirlo con su manto.
– El escenario perfecto para un sacerdote -confirmó Simún con tranquilidad-. Todos creerán que ha seguido la llamada de los dioses, de vuelta al lugar que le corresponde.
– Es un hombre apuesto -no pudo evitar comentar Incienso cuando lo tuvieron desnudo ante ellas y la luz de la luna hizo relucir su piel, a pesar de los arañazos y las rozaduras que se había llevado durante el camino cuesta arriba-. A lo mejor os perdéis algo.
Simún, con una risilla, miró para otro lado. De pronto se quedó atónita. Un par de ojos la miraban desde la oscuridad, grandes y amenazadores, su blanco relucía en la negrura. Justo entonces descubrió otro rostro, y otro más.
– ¡Incienso! -Apenas si se atrevía a susurrar.
¡Sus jueguecitos con aquel instrumento de los demonios no habían pasado inadvertidos! Se quedó allí de pie largo rato, mirando a aquel grupo que seguía mudo e inmóvil en la penumbra. Oyó el tenue raspar del puñal que llevaba Incienso al cinto y, de repente, supo a quiénes se enfrentaban.
Alargó la mano hacia atrás y retuvo con fuerza el brazo de su criada.
– ¡Son los dioses! -exclamó con alivio.
Ciertamente, entre las columnas del patio estaban reunidos todos los dioses de las tribus. Sus rostros de madera pintada las contemplaban con los ojos bien abiertos desde sus literas, que habían sido colocadas allí con gran deferencia para que el pueblo pudiera festejar por debajo de ellos.
Allí estaban Athiat, a la que veneraban en el uadi de Harib, y Wadd, el dios del amor, cuyo símbolo era la serpiente. Burdamente tallado en la madera, el reptil le rodeaba el brazo. Descuidadamente apoyado contra él estaba Nahrah, el dios de la prosperidad, y tras el se veía a Narr, con el águila en la mano, y a las guerreras Allath, Uzza y Manat. Anbi miraba a las tres diosas por encima del hombro, muy cerca de Tabab. Y Athtar, una y otra vez, encarnado en diferentes formas, agasajado con numerosos sobrenombres. Unos testigos mudos y réprobos, vestidos para una fiesta de la que los habían apartado con todo respeto. No parecían felices y no les quitaban ojo de encima a las dos muchachas, pero no eran ni mucho menos amenazadores.
Simún, exultante, dio una palmada. Nada se movió allí detrás.
Hizo una reverencia y se volvió hacia Incienso:
– Menuda compañía para un sacerdote…
– ¡Menudo disparate para una reina! -oyó que exclamaba una voz masculina.
Simún dio media vuelta.
– Marub. Hoy te has propuesto matarme de un susto. -Se llevó una mano al corazón y con la otra buscó a Incienso, como una niña a la que habían sorprendido en una diablura y no quería cargar con la culpa ella sola.
Su sirvienta volvió a guardar el puñal que aún blandía y, al erguirse junto a Simún, contempló al guardián con su mirada muda e intensa.
Marub se rascó la cabeza, miró al sacerdote que yacía inerte, a la comitiva de los dioses y luego a las jóvenes, que estaban de pie, muy juntas.
– ¿Está muerto? -preguntó.
– Oh, no. -Simún sacudió la cabeza con ímpetu-. Los demás nunca aceptarían a un Athtar muerto. Mañana, temprano, despertará ileso.
– Comprendo -masculló Marub. Las piezas iban encajando poco a poco-. Para entonces seguramente vos ya habréis partido.
Simún repuso encogiéndose de hombros.
– De veras habría deseado que me hubierais puesto al corriente.
– ¿Sobre los planes de su noche de bodas? Habría sido demasiado íntimo.
Marub lanzó una rauda mirada a Incienso y se sonrojó, aunque era imposible saber si de bochorno o de rabia.
– La noche aún no ha terminado -se limitó a rezongar.
Simún asintió.
– Ahora mismo nos íbamos.
Juntos desanduvieron el camino cuesta abajo y llegaron sin ser vistos a la tienda nupcial. Marub fue a echar un vistazo a los guardias de delante, e Incienso corrió hacia donde estaban los demás sirvientes para prepararlo todo para partir al alba. Simún se quedó sola en el lecho vacío, sobre el vellón blanco. La acarició una sola vez, brevemente, con su mano morena. Después cogió el cuchillo que había escondido bajo los almohadones por si acaso.
Incienso le había propuesto sacrificar a una gallina, pero ella había insistido en que debía ser su propia sangre la que manchara la piel. Dispuso la hoja plateada sobre la palma de su mano, dudó solo un instante y la hizo resbalar. Inspirando con fuerza, cerró el puño como si en él aplastara el dolor. La sangre, roja como la granada, goteó y manchó la inmaculada piel. Cuando se hacían tratos con los dioses, había que pagar el precio.
– ¡Simún! ¡Déjame entrar, maldita seas! -La voz de Bayyin resonó por la terraza y llegó hasta el jardín. También se oía el golpeteo de sus puños contra la puerta de madera-. Simún. -Sólo la palmera susurró levemente. Tras las puertas del balcón de Dhahab iodo estaba en calma. Tampoco la reina, en su estancia, se movió-. Soy tu esposo.
«No», pensó ella. Athtar se había convertido en el esposo de Shams, ni más ni menos. Aquello ya no tenía nada que ver con ellos dos. Miró a la puerta, que vibraba a causa de los golpes de Bayyin pero seguía fija en su marco. Entonces se oyó un estrépito; Simún se estremeció. Bayyin le había dado un puntapié al batiente. Por fin rompió ella su silencio:
– Vas a despertar a toda la casa.
– Es lo que pretendo. -La voz de Bayyin denotaba una furia desaforada-. Déjame entrar ahora mismo o les explico a todos que la boda sagrada no se consumó.
– ¡Pues muy bien! -se mofó Simún-Explícales a todos que el rito no se celebró. Diles que el vellón es falso. Que el sol no volverá a salir, que la lluvia no volverá a caer y que no habrá futuro. Te harán pedazos, o bien porque te tendrán por un embustero, o bien porque te creerán. -Escuchó un momento el silencio que había caído al otro lado de la puerta. Se acercó a ella despacio y apoyó el rostro contra la madera-. ¿De verdad quieres eso? -preguntó en voz baja-. ¿Quieres sumirlo todo en el caos y la locura?
Se estremeció al sentir en la puerta un único golpe, imperioso. Del otro lado, Bayyin apretó el puño dolorosamente y apoyó la frente contra la madera.
– Vuelve a tu templo, Bayyin -susurró Simún-. No te tengo miedo, créeme. Un día también tú encontrarás tu cometido, un cometido grandioso. No te olvidaré, ¿me oyes? ¿Bayyin? -Se interrumpió al oír sus pasos, que se alejaban deprisa por el suelo de piedra del pasillo.
Simún vació sus pulmones y se dejó resbalar por el marco de la puerta. Había ganado.
En el consejo tan sólo alzaron brevemente las cejas al ver aparecer a Simún sola. Ya se había corrido la voz de que Bayyin se había retirado al templo la misma noche de la boda para volver a dedicarse a los dioses. Le agradecían su entrega, pero reinaba un alivio generalizado al saber que el extraño extranjero había regresado a las zonas sagradas para encargarse de todo lo oculto. A Simún ya se habían acostumbrado, de modo que la sesión transcurrió deprisa y en el habitual tono de tedioso parloteo de siempre.
Acordaron que se necesitarían unos cinco mil hombres para los trabajos de renovación de la presa e intentaron calcular cuánta cebada y cuántas reses de matadero serían necesarias para alimentarlos. Simún escuchó con atención los números y los cálculos expuestos, así como las previsiones de si podrían reunirlo todo y cómo repartirían las responsabilidades entre todos ellos. Como quiera que fuese, había logrado la hazaña de que admitieran poseer la cantidad necesaria de hombres gracias a los prisioneros de guerra de Hadramaut. También los pasos siguientes se andarían, si Almaqh así lo quería. El lodo que la riada traía todos los años, que se asentaba en el oasis y hacía tan fértiles sus campos, había elevado el nivel del suelo. Era indispensable, por tanto, elevar también la presa y las instalaciones de irrigación; el desnivel de los dos canales principales que se extendían hacia el norte y hacia el sur desde el pie de la presa, hacia los oasis, ya casi no bastaba y debía ser corregido.
Por la tarde, al fin encontró tiempo para su jardín.
Tardó un rato en ver a Yada, que estaba inclinado sobre su cubo. Cuando se irguió, el pañuelo se le resbaló de la cabeza y alzó los brazos para asírselo con un enérgico movimiento. Simún lo contempló sin moverse. Cuando el muchacho la vio y dejó caer los brazos, la reina tuvo que controlarse para no echar a correr hacia él. Esperó con impaciencia a que cogiera el cubo, repartiera la tierra que quedaba en él, se limpiara y se le acercara al fin. Cuando llegó junto a ella, hizo una reverencia. Ella correspondió a su gesto con un leve movimiento de la cabeza.
– Los lirios están en flor -dijo Yada, a modo de saludo.
– Ah -repuso Simún con vaguedad. Le hablaba y era como si oyera una dulce música. Lo que dijera era secundario-. Sí.
– Me habría gustado traeros algunos, pero un sacerdote airado ha cruzado por aquí dando zancadas sin preocuparse por las flores y los ha destrozado todos.
– Vaya. -Simún se tapó la boca con la mano para reprimir una risilla.
El jardinero sacudió la cabeza.
– Me gustaría saber qué le tenía tan furioso.
Lo que dijera parecía accesorio, su voz era tranquila, pero sus ojos la miraban con ardor.
Simún se encogió de hombros.
– Qué sé yo -repuso con aspereza-. A lo mejor no ha conseguido lo que quería. -Rehuyó su mirada.
Yada asintió como si considerara su respuesta.
– Debería tener más paciencia -dijo al cabo, tras una larga pausa. Miró en derredor, cogió el cubo y siguió con su trabajo-. Las flores tardan su tiempo en florecer -explicó-. ¿Ya os he explicado la historia de cómo los lirios llegaron a este mundo?
– Ay, tú y tus historias -dijo Simún.
Pero se sentó en el borde del estanque, dobló las rodillas, las rodeó con sus brazos, apoyó en ellas la barbilla y escuchó con gratitud el suave y oscuro sonido de su voz.
– ¿Siempre has sido jardinero? -preguntó Simún unos días después, mientras paseaba la mano por el agua del estanque.
Yada se lo confirmó.
– ¿Y vos, no habéis sido vos siempre reina? -preguntó él a su vez, mientras arrancaba unas malas hierbas.
Estaba arrodillado en el suelo, dándole la espalda. Simún pensó un momento.
– No -dijo al cabo de un rato-. Era… -se interrumpió. Era difícil explicar lo que había sido sin mencionar su pie-… una huérfana a la que nadie quería -terminó de decir. Alzó la barbilla con orgullo-. Pero siempre supe que acabaría siendo algo muy especial, y lo he conseguido.
Entrecerró los ojos y contempló los reflejos que dibujaba la luz sobre la superficie del agua. Desde la boda divina, esa sensación se había intensificado en su interior. No sólo había embaucado a Bayyin y engañado a los creyentes. No, había negociado personalmente con los dioses unas condiciones especiales para sí, se había situado más allá del ritual, y sus reglas, sobre las que todos los demás basaban su existencia, ya no tenían para ella ningún significado. Sólo ella conocía la verdad, únicamente ella se había liberado. Estaba por encima de todos.
Simún pensó entonces que seguramente no habría encontrado valor para ello de no haber sido una tullida que, rechazada desde el principio, había tenido que vivir sola y según sus propias reglas. De haber sido una niña normal, protegida, cuidada e integrada, con un hermano pequeño a la cadera, con un prometido y sin ningún motivo para cuestionar nada, se habría quedado en la tienda con las demás, temblando, habría rezado y habría tenido miedo de la oscuridad. En lugar de eso, estaba sentada en un trono y urdía sus propios planes. Por desgracia, no podía compartir con Yada ninguna de esas reflexiones. Sólo su extraordinaria satisfacción y su orgullo.
– Sé que me aguarda un destino muy especial -terminó de decir tras una pausa. Sus dedos chapoteaban en el agua-. ¿Y tú? -preguntó al cabo de un rato-¿Quieres ser siempre jardinero?
– ¿Qué otra cosa habría de ser? -repuso él con sorpresa, y volvió a medias el rostro hacia ella.
– No sé -contestó Simún con fingida inocencia-. ¿No te gustaría ser un orgulloso beduino, con tu parcela de tierra, un dromedario y una cimitarra al cinto?
Yada se echó a reír.
– Parecéis Marub, que quiere convertirme en guerrero para poder desafiarme.
Simún preguntó con malicia:
– ¿Por eso le tienes miedo?
Yada alzó las manos manchadas de tierra.
– Soy jardinero -dijo-. Amo las plantas y me gusta cuidarlas y escuchar cómo crecen.
– Sí, pero ¿es que no tienes ninguna otra ambición?
Simún había separado las piernas del reborde y estaba sentada muy erguida. Por su voz, parecía decepcionada y algo confusa.
Yada también se enderezó.
– ¿Para qué? -preguntó.
– Para… Para… -Simún se interrumpió, apocada. De repente se enfadó. ¿Qué estaba haciendo allí de pie ante ella? ¿Acaso no tenía nada mejor que hacer?-. Para nada -gruñó.
Yada la miró con una gravedad desacostumbrada.
– ¿Queréis decir que porque una reina y un jardinero no pueden estar juntos?
Simún inspiró con fuerza. Nunca antes le había hablado así.
– ¿Cómo te atreves? -exclamó, y se puso en pie de un salto.
Yada permaneció tranquilo como siempre.
– Sólo expreso lo que es evidente -dijo-. ¿O acaso no lo veis igual?
– ¡Naturalmente que no! -siseó Simún.
Se estremeció como una serpiente furiosa bajo su mirada. Le habría encantado propinarle un bofetón, pero no estaba segura de qué sucedería si lo tocaba.
– Te amo -dijo Yada con sencillez.
No podría haberla desconcertado más. El silencio que siguió a sus palabras se le antojó de pronto a Simún como la calma tras una rugiente tempestad. No fue capaz de decir una palabra.
– Te amaré hasta que muera. Sea como sea y cuando sea.
Dicho eso, cogió el cubo y se marchó. Simún levantó el brazo, pero antes de que lograra susurrar su nombre ya había desaparecido entre la vegetación.
Simún corría por una extensa llanura llena de piedras que parecía el cadáver de algo muerto tiempo ha, un cementerio de piedras, las ruinas de unas montañas, el esqueleto de un paisaje olvidado hacía mucho. Una estampa que no podía entenderse si no hubiese existido allí alguna otra cosa, hermosa, única.
La nada se extendía interminablemente ante ella. Por encima de su cabeza se cernían espesas nubes de un violeta negruzco que se movían más rápido que ella misma y cubrían toda la llanura como la tapa de un arcón. Simún se sentía atrapada. Se quedó de pie y buscó un lugar donde refugiarse. En la creciente penumbra vio entonces a unas personas que formaban un amplio círculo. Despuntaban inmóviles como muñecas de madera, rígidas y encorvadas en ángulos increíbles. Sus ropajes ondeaban al viento; sus rostros carecían de expresión e intención, pero su mera presencia hacía que Simún tuviera miedo. Uno se adelantó y se convirtió en Yada. El pañuelo blanco de su frente resplandecía en la penumbra. Yada abrió entonces la boca y de ella salió, como una lengua desproporcionada, una gran rata roja. De las bocas de los demás, que se echaron a reír, lo mismo.
Simún profirió un grito. Despertó sentada, jadeando y con los ojos desorbitados. Vio al animal enseguida, antes aún de alzar el brazo para enjugarse el sudor de la frente. Ni un instante dudó de que la banda ondulante que veía en el suelo no fuera una serpiente de verdad. Las nubes amenazadoras de su sueño desaparecieron más deprisa aún de lo que habían cubierto la llanura, se alejaron por el techo de alabastro y las paredes de la habitación, dejaron ver el arcón de madera, los pliegues de la ligera manta de algodón del lecho, las coloridas baldosas del suelo sobre las que la atenuada luz del mediodía que entraba por la puerta cerrada de la terraza lanzaba apenas un rayo de luz, y también aquella cosa negra, móvil, rauda y silenciosa que no pertenecía a ese entorno pero que ni por un segundo le pareció irreal. Era tan de verdad como el miedo que le atenazaba las extremidades.
– ¿Incienso? -susurró.
Le pareció que la vibración del sonido de su voz recorría su cuerpo del animal, que en ese momento se deslizaba ya por el extremo de la colcha de su lecho. Sintió el leve tirón del tejido.
– ¡Incienso!
El miedo le quebraba la voz. Carraspeó y volvió a llamar algo más alto. Su sirvienta, que debiera estar durmiendo como siempre en una estera ante la puerta que daba al pasillo, no estaba. Una ráfaga de viento apresó la ligera puerta de la terraza, atravesada por tallas, y la abrió, aunque sólo un resquicio. La luz invadió el interior, iluminó las paredes y volvió a extinguirse cuando el batiente se cerró de golpe. Simún quedó sumida de nuevo en la amarronada penumbra empapada de ensueños. ¿Dónde estaba Incienso? Debía de haber salido, a lo mejor el calor del mediodía no la dejaba dormir y había salido al jardín a tomar el fresco. Las puertas sólo estaban entornadas, si llamaba más alto… De nuevo se abrió la puerta y la esperanzadora luz del sol inundó el interior. Simún sintió entonces el primer roce. Fría y suave, la serpiente se deslizaba por su pierna.
– ¡Incienso! -Esta vez gritó sin reservas, a pleno pulmón.
Tres pesados golpes cayeron desde fuera sobre la puerta del pasillo, que se partió entonces con un fuerte crujido, astillándose, y Marub apareció sobre la estera de Incienso con el puñal en la mano. Las mantas se le enredaron en los pies y él intentó apartarlas con impaciencia.
– ¿Qué…? -empezó a preguntar, pero enmudeció al ver el rostro de Simún, que lo miraba fijamente.
La reina no estaba en condiciones de moverse y no tenía valor para pronunciar otra palabra siquiera.
El grito había hecho que su cuerpo se moviera un poco, y eso había provocado un revuelo bajo la manta que la había dejado helada de miedo.
Incienso abrió la puerta de la terraza y la escena se iluminó de golpe con una luz cálida.
– ¿Qué sucede? -preguntó, espantada, y se acercó un par de pasos-. He ido hasta el pretil a que me diera un poco el aire. ¿Halléis tenido una pesadilla?
La tensa postura de Simún y su rostro demudado hicieron que se detuviera. Sin entender nada, miró a Marub. Los ojos del hombre recorrían a Simún, que seguía inmóvil, y se detuvieron finalmente en la manta, que se deformaba y se movía un poco aquí y allá. El gigante levantó una mano y le hizo una señal a Incienso, que seguía sin comprender lo que pasaba, para que no se moviera. Entonces se acercó lo más sigilosamente posible al lecho, se arrodilló sin dejar de vigilar los movimientos de debajo de la manta y cogió un extremo del tejido. Despacio, muy despacio, empezó a tirar de él para destapar a Simún. La muchacha se mordía el labio y contenía la respiración. Luchaba con todas sus fuerzas contra el impulso de levantarse de un salto y echar a correr, que se hacía más fuerte a medida que se iba viendo el oscuro cuerpo del animal.
No era tan grande como la serpiente que habían encontrado aquel día en el desierto. Sus ojos no eran del color del rubí, sino de un marrón discreto, igual que su vestido de escamas, más bien tosco. No parecía un animal jinni, y en ningún momento estuvo tentada de hablar con él. Fue Marub quien abrió la boca y pronunció el nombre de la serpiente; sonó como un siseo. Simún la conocía bien: una mordedura bastaría para matarla. Haría mejor si no se movía.
Incienso, que seguía apartada, no vio el animal hasta unos instantes después, ya que desde donde estaba quedaba oculto por el muslo de Simún. Sin embargo, en cuanto lo vio empezó a proferir unos gritos histéricos y desaforados. De su boca salían sonidos inarticulados. Se llevó las manos al cuello, como si se ahogara.
– Chsss -intentó tranquilizarla Marub.
Su mirada iba con preocupación de la muchacha a la serpiente, que con el alboroto se había puesto alerta y se contraía, siseando. Volvió a bajar el brazo que había extendido hacia Incienso. Debían evitar todo movimiento innecesario. La criada, sin embargo, no lograba serenarse. Su cabeza se movía de aquí para allá con histerismo, como si otros peligros pudieran amenazar también en la estancia. De pronto echó a andar hacia atrás y tropezó con la puerta, se volvió gritando y salió corriendo a la terraza, donde se encaramó al pretil, se abrazó las rodillas y empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás en su postura salvadora, como una niña que intenta acunarse para caer dormida. Simún vio su figura en la luz reluciente del exterior y deseó estar en su lugar. Después se volvió de nuevo hacia Marub.
Los gimoteos de Incienso llegaban todavía al interior, aunque más apagados, pero el semblante del guardián volvía a estar completamente concentrado.
– Ni un solo movimiento -siseó al ver que los muslos trémulos de Simún intentaban separarse del animal.
Sus piernas se relajaron al instante. El más leve movimiento de los músculos bastaría para alarmar a la serpiente. Simún oyó el leve crepitar de las escamas que se deslizaban por el tejido, y entonces el bicho alzó su horrible cabeza. Incienso, que lo vio desde lejos, se puso a chillar.
La daga de Marub fue rauda, no obstante. Antes aún de que Simún pudiera abrir la boca para unirse al grito de Incienso, la cabeza segada de la serpiente salió volando por el aire y aterrizó en el rincón que quedaba detrás de la puerta de la terraza. El cuerpo se desmoronó allí mismo.
Con sus últimas convulsiones, la sangre manó del tocón a la sábana, entre los muslos de Simún. Presa de un pánico indecible, ésta se puso en pie de un salto y se alejó tropezando del lecho, sin lograr calmarse tampoco al sentir las frías baldosas bajo sus pies descalzos. Juntó las piernas y puso un pie sobre el otro. Le habría gustado hacer como Incienso y encontrar algún sitio al que encaramarse. Se frotaba los brazos con las manos sin parar mientras veía cómo su lecho quedaba empapado. Cuando el cuerpo de la serpiente dejó de sacudirse, también ella empezó a tranquilizarse. Marub se enjugó el sudor de la frente y buscó algo con lo que poder limpiar su larga daga curva.
Simún regresó al lecho y tiró de la manta con un imperioso movimiento para cubrir la sábana embadurnada. Parecía un lecho nupcial; eso le pasó incluso por la mente. ¿Se habría dado cuenta también Marub? Después salió al calor de la tarde y abrazó a Incienso, que se desmoronó sollozando en sus brazos.
– No… puedo… las serpientes… -prorrumpía ésta a golpes mientras apretaba la cabeza contra los pliegues del sudoroso camisón de Simún.
– Ya ha pasado todo. -Simún se volvió hacia Marub, que también entonces salió a la terraza-. No sabía que montaras guardia a mi puerta -dijo.
El guardián no respondió. En lugar de eso, inspeccionó la estancia en busca de un recipiente en el que pudieran haber transportado al animal, pero no encontró nada.
– Debe de haber entrado por el jardín -concluyó cuando se acercó por fin a Simún.
Los dos contemplaron los árboles y los arbustos en silencio: estaban rodeados por una columnata y por el edificio de atrás, en ninguna parte había un resquicio. El jardín ocupaba un patio interior que se encontraba, además, en un tercer piso. No había en él más vida que los peces del estanque, las abejas cuya colmena Yada había colocado cerca del hibisco, los insectos que llegaban volando y un par de tímidos pajarillos. La serpiente tendría que haber salvado la piedra vertical para colarse dentro, o la escalinata y toda una serie de salas y habitaciones. Ninguna de las dos cosas era posible.
– He oído contar historias -murmuró Simún- de águilas que llevan serpientes en sus garras y que las dejan caer en pleno vuelo, desprendiéndose de su presa porque ofrecía demasiada resistencia.
Su mirada se dirigió al cielo, como si una de esas aves fuese a atravesar el cielo en ese mismo instante para corroborar sus palabras.
Nada se movió.
– Sólo quería que me diera un poco el aire. -Incienso se había calmado un tanto, pero su voz sonaba pesarosa-. Me he sentado aquí, a la sombra del pretil, y he apoyado la cabeza contra la piedra Iría. -Se detuvo, horrorizada-. ¿Creéis que se habrá deslizado junto a mí?
La sacudió un escalofrío de repugnancia mientras, con la mirada fija en el liso suelo, comprobaba lo pequeña que era la distancia entre ella y el lugar por donde debía de haber pasado el animal.
Marub se adelantó hasta los escalones.
– ¿Dónde está ese jardinero? -preguntó, y empezó a bajar.
Simún se inclinó sobre el pretil.
– No, Marub -exclamó tras él.
No, eso era imposible. El día anterior le había confesado su amor, y ella había creído todas sus palabras. No, Yada no podía ser el responsable. Un millar de explicaciones se amontonaban en sus labios, pero no podía compartir ninguna de ellas con Marub.
El hombretón había llegado ya al estanque, donde sólo había un cubo olvidado. Pasó el dedo por el rastro de agua que había junto a él y que el sol todavía no había secado.
Simún se volvió al oír un ruido, un suave golpeteo de madera sobre madera. Procedía de los aposentos de su madre. Sin embargo, como siempre, allí no se movía nada y, al mirar, vio que los batientes de la puerta seguían bien cerrados. Simún se asomó más.
– A mediodía nunca está, Marub. Tú mismo prohibiste que hubiera nadie aquí mientras duermo la siesta.
Su guardián, sin dejarse persuadir, se inclinó para limpiar el puñal en el agua. Una lenta nube rosada se desprendió de la hoja y desapareció en el verde turbio de las plantas acuáticas. Los peces curiosos se acercaron nadando con cautela, abriendo y cerrando sus bocas. Un trueno lejano los hizo mirar al cielo.
– Afrit asoma la cabeza -murmuró Simún, y estrechó contra sí a Incienso, que seguía temblando-. Alabado sea Almaqh. El agua llegará pronto.
Marub agitó su arma y vio cómo las gotas caían sobre la piedra y la teñían de oscuridad. El calor las convertía enseguida en pequeños puntos que encogían y desaparecían.
– He soñado con ratas rojas -siguió diciendo Simún-. Qué extraño, ¿verdad?
Se colocó bien la holgada túnica sobre los hombros y frunció el ceño. Las ratas le recordaban algo, pero no lograba saber el qué.
– ¡Enhorabuena!
– ¡Muchas felicidades, Mujzen!
– Es buena señal que el niño llegue el día del agua.
– Que Almaqh bendiga a tu hijo.
Mujzen aceptaba los buenos deseos de los vecinos mientras recorría el patio por entre ellos y les ofrecía vino con expresión exultante. Llenaba los vasos con generosidad, hasta el borde, animaba a los que se hacían de rogar y tampoco él se reprimía. Sobre el crepitante fuego del círculo de piedras goteaba la grasa de toda una oveja en un espetón. Se necesitaban dos hombres para darle vueltas. Después repartieron en fuentes la carne hebrosa y grasienta. Mujzen animaba a sus invitados a que comieran. Todos ellos tenían razón, aquel día coronaba verdaderamente su felicidad.
Dentro se oyó el llanto de un recién nacido, que fue respondido desde fuera por gritos de asombro y júbilo. A Mujzen casi le dolía el corazón de lo rápido que latía contra su pecho cuando la partera abrió al fin la puerta y salió para dejar a su hijito en sus brazos. Estaba lavado y envuelto en un paño, llevaba amuletos colgados y le habían dibujado símbolos para llamar a la buena suerte. Mujzen lo sostuvo con miedo, era una criaturita pequeña, frágil y flaca, con pestañas como patas de mosquito y la naricilla respingona apuntando al cielo. La partera cogió un incensario cuadrado de alabastro y dio tres vueltas con él alrededor de padre e hijo, envolviéndolos en el aromático humo y murmurando bendiciones. Tras ese bautizo, Mujzen avanzó entre la concurrencia mostrando a su primogénito. Recibía sus buenos deseos, asentía, reía y apartaba con la mano las semillas de sésamo que les lanzaban a puñados como símbolo de fertilidad. Molesto por el ritual, el pequeño abrió la boca y mostró sus rosadas encías desnudas con un lloriqueo.
Susurros y chasquidos de lengua generalizados se alzaron para intentar acallar la protesta del niño. Sólo una voz dijo algo, claro e ineludible, por encima del coro musitante:
– Sin dientes. Igualito que el padre.
Alguien soltó una risilla. Mujzen se volvió y vio a un grupo de campesinos que habían bebido ya mucho vino. El que hablaba se tambaleó a causa de los codazos de aquiescencia de sus dos amigos y luego pasó el brazo por el cuello de otro en busca de apoyo. Evitaba la mirada de Mujzen, pero sonreía. Se echó entonces otro trago.
Mujzen dejó al niño en brazos de la partera, que se había acercado enseguida, alarmada, y se acercó a los hombres. Más de una mano se posó en su hombro con ánimo conciliador; él las apartó todas. Los tres socarrones estaban apoyados entre sí y reían todavía de su supuesta broma. Cuando Mujzen llegó ante ellos, uno intentó echarle un brazo al hombro también a él.
– ¿Qué te pasa? -masculló, e intentó darle a beber del vaso medio lleno-. Alégrate.
– Eso -añadió otro-. Puedes estar contento de que tu hijo se te parezca.
El comentario fue seguido de carcajadas, como si fuera una buena chanza. Mujzen, molesto, apartó el vaso de delante de su cara.
– ¿Qué quiere decir eso? -quiso saber.
La agitación hacía que las eses resonaran más que nunca por el hueco de sus dientes.
La mayoría de los invitados respondió con un silencio turbado. Algunos, que no sabían nada, preguntaron susurrando a quienes tenían al lado, y éstos se lo explicaron. Mujzen los miraba a todos con ceño. Por lo visto había algo que sólo él ignoraba.
– ¿Qué quiere decir eso? -repitió a mayor volumen.
Los primeros visitantes se marcharon con discreta premura.
Los tres borrachos fueron los únicos que no se dieron cuenta del cambio de humor; o a lo mejor les daba lo mismo. Allí estaban, como tres chiquillos sorprendidos en plena travesura, con las cabezas gachas, dándose golpecitos, riendo. Uno, empujado hacia delante por sus compañeros, dijo al fin:
– Bueno, también podría haberse parecido a Dhiban, ¿no? Por algo le regaló el huerto a tu mujer.
Una sonora carcajada de los otros dos siguió a su frase.
– Mi mujer le compró ese huerto. -A Mujzen se le crispó la voz. Todo daba vueltas ante sus ojos.
– Seguro que sí. -La voz del que hablaba se ahogó, riendo antes de decir la gracia-. Y al pagarle se quedó quieta como una corderita. Eso dice Dhiban. -Estalló y le dio un golpetazo en el hombro al que tenía al lado.
Su risa resonaba en los oídos de Mujzen. «Ni una sola de esas palabras es cierta», gritó por dentro. Sin embargo, otra voz le susurró: «Siempre lo has sabido.» Cerró los ojos, alterado. El alboroto que lo rodeaba se hizo mayor, sintió que lo engullía, oyó las groserías, lo vio: vio a Shams en brazos del otro.
– ¡No!
Todos enmudecieron de asombro cuando Mujzen sacó la daga. Estaba solo y tembloroso en el centro de un círculo de rostros.
Uno de los bromistas alzó ambos brazos en actitud conciliadora y dio un par de pasos tambaleantes hacia él.
– No pasa nada -tartamudeó-. Ya nos…
Un movimiento amenazador de Mujzen con la hoja lo hizo callar. Las manos de sus amigos tiraron de él hacia la seguridad del círculo de los observadores. Mujzen se volvió despacio sobre sí mismo, buscando un contrincante. Allá donde mirara, los demás agachaban la cabeza.
– No -repitió, en voz más baja y lastimera.
Nadie dijo nada. Cuando llegó el jinete, sus jadeos se pudieron oír en el silencio. No se tomó la molestia de descabalgar.
– ¡A la presa! -exclamó-. ¿Es que no habéis oído los cuernos?
– ¡Aquí se celebra una fiesta, hombre!
El recién llegado desestimó la objeción con un gesto de la mano. Tampoco hizo caso del vaso que intentaron pasarle.
– Se ha abierto una grieta -anunció, e inspiró hondo-. Todos los hombres tienen que acudir enseguida. -Y azuzó a su montura para seguir camino.
Los que quedaron atrás oyeron cómo llamaba a la siguiente puerta, escucharon de nuevo su anuncio, aunque más débil, a lo lejos, subrayado por los gritos de espanto de quienes lo recibían. Entonces también oyeron los cuernos. Resonaban en todas las calles. Les dio la sensación de que las puertas de toda la ciudad retumbaban a causa de los golpes de los jinetes mensajeros. La alegría se acabó al instante. De repente todos recuperaron la sobriedad.
Una grieta en la presa; eso no sólo implicaba una inundación, el regreso del poder de Afrit y la destrucción de sus cosechas, también suponía sequía. El agua que los inundaría sería irrecuperable y se perdería. Los oasis de Marib eran un producto del continuo regadío con el agua del pantano. Si ésta faltaba, sólo serían fértiles unas estrechas franjas a uno y otro lado del uadi, que no bastaban ni para alimentar a una pequeña parte de los habitantes de la ciudad y que, además, enseguida volverían a agostarse y los dejarían a merced de la sequía. Todos ellos vivían gracias a la presa. Su destrucción significaba su final. Y amenazaba con partirse.
Nadie entendía cómo era posible. Sin embargo, todos ellos se pusieron en marcha. Al cabo de pocos minutos, Mujzen se había quedado solo en el patio. Aún mantuvo la daga asida un rato más. A pesar del alboroto de las calles, percibió unos tenues sonidos que procedían del interior de la casa. Pensó en entrar. Imaginó el rostro espantado de Shams ante sí, el niño en su cuna, y no estuvo muy seguro de qué haría allí. Entonces, como en un sueño, guardó el arma en el cinto, se fue al granero y sacó su pala. Cuando salió por la puerta del patio, el aluvión de voluntarios se lo llevó consigo.
– Las ratas -jadeó Simún.
Había rechazado la litera y se había montado a un camello en cuanto Marub le había dado la noticia. A lomos del animal lo escuchó informar de que los trabajadores que habían empezado los preparativos para elevar el dique de la presa y el nivel de los canales principales habían dado con las picas en el vacío. Que la tierra, supuestamente firme, se había desmoronado bajo las paladas y había mostrado sus entrañas horadadas, y que la presa, en lugar de crecer, había acabado con una brecha abierta.
Simún supo entonces qué le habían recordado las ratas de su sueño. Había visto una allí el primer día que visitara la presa de Marib, con su padre junto a ella, mientras trazaban planes para sus vidas futuras. Ya no recordaba si aquella rata había sido roja, pero sí había sido grande, y había corrido por allí como si la presa le perteneciera.
– Seguramente la tierra está llena de esas alimañas -presumió Simún. Le costaba hablar a lomos del camello-. Está llena de agujeros, y nosotros nos hemos dejado engañar por el revestimiento de piedra que la cubre.
– Hace tiempo que queríais empezar los trabajos de reparación -replicó Marub. No era un reproche.
– Lo he debatido durante demasiado tiempo, debería haberme encargado de ello antes.
Ya era demasiado tarde. Vio a los trabajadores desde lejos, exiguas colonias de hormigas negras en el talud de la presa. Entonces vio también la brecha.
Marub se quedó casi sin respiración al inspeccionar el lugar.
– La crecida se lo llevará todo por delante si no cerramos esta grieta.
– Si en todas partes está así, de todas formas la arrastrará. -Simún dio una patada a una baldosa suelta, que se desprendió y dejó ver grandes pasadizos que se internaban en la tierra-. Está toda horadada.
Dio otro furioso puntapié contra la boca de un pequeño túnel, y su pie se hundió hasta el tobillo sin encontrar resistencia. Ordenó a los trabajadores que se dieran prisa. Dispuestos en largas hileras, se pasaban unos a otros sacos llenos de piedras y tierra para irlos apilando en la brecha.
– Van demasiado despacio -afirmó Simún, y dejó vagar la mirada hasta la boca del uadi, donde ya se veían caravanas de personas que acudían para ayudar en la reparación-. Envíales jinetes -ordenó-. Deben apresurarse.
Después dispuso varias cuadrillas para que fueran dividiendo a los ayudantes según llegaban, los condujeran hacia las franjas arenosas de las orillas del uadi y organizaran las cadenas humanas que se pasaban los sacos. Ella marchaba intranquila a lo largo de la presa, daba órdenes, gritaba instrucciones dique abajo, le arrebataba a algún que otro hombre la herramienta de las manos para mostrarle lo que tenía que hacer y en ningún momento dejaba de vigilar con la mirada la parte superior del valle. ¿Cuándo llegaría el agua? Luz, necesitaban más luz. Ya iba a abrir la boca para dar la orden correspondiente cuando empezó a caer una ligera llovizna que hizo inútil el uso de antorchas.
– ¿Qué significa todo esto? -Una voz oscura, profunda, de quien está acostumbrado a ser obedecido.
Simún se sobresaltó en un primer momento al oírlo, pero alzó la mirada y vio que el rostro del hombre estaba cargado de inquietud. No encontró en él la ágil seguridad que solía irradiar en otras circunstancias, ni la superioridad, ni el odio. Superó su sobresalto y saludó al sumo sacerdote sin demasiada ceremonia antes de explicarle la situación con unas frases raudas. El no replicó nada.
– Athtar esté con nosotros -dijo Simún para terminar su in forme. En esas palabras había súplica, aunque apenas si se atrevía a esperar nada bueno.
Bayyin seguía sin decir nada. Su mirada recorría la presa, que se sumía en la oscuridad. Simún temió que fuera a alzar los brazos para denunciar el sacrilegio que había provocado esa catástrofe. La boda celestial no había sido consumada, Afrit no había sido vencido y alzaba la cabeza para castigar a Marib por ello. Ya oía sus palabras, todas ellas resonando en la distancia como tañidas en un gong de bronce: «Tú eres la culpable, tú eres la culpable.» No debería haber osado enfrentarse a él.
Bayyin se aclaró la voz.
– Deberíamos abrir las esclusas del rebosadero -dijo con voz ronca-. Eso ayudará a reducir la primera colisión. ¿Ya se han limpiado y desbrozado los canales?
El corazón de Simún se aceleró de alivio. Quiso estrecharle la mano, pero el sacerdote se apartó de ella y se volvió bruscamente.
– Me encontrarás con mis hombres en la esclusa norte -exclamó por encima del hombro.
– ¡Te lo agradezco, Bayyin! -Simún casi tuvo que vociferar.
El viento que arreciaba se llevó las palabras de su boca. Una ráfaga de lluvia la dejó sin visión unos instantes, pero después vio que el sacerdote se había detenido y se volvía una vez más hacia ella:
– Ésta es también mi ciudad. No permitiré que se hunda.
Simún no supo si lo había entendido bien. La tormenta bramaba. Los sacos de arena seguían pasando mojados de hombro en hombro, cada vez más pesados. Vio que los porteadores se tambaleaban. «Esto va despacio, va demasiado despacio», pensó con desesperanza, y corrió de nuevo a la brecha, que todavía no estaba sellada.
– Donde cavamos, la tierra cede -se lamentó el jefe de la cuadrilla.
Sin mediar palabra, Simún le arrebató la pala y la clavó en el suelo, pero el hombre había dicho la verdad. Allí donde la hundía encontraba pasadizos, la tierra cedía, se desmoronaba, no ofrecía resistencia.
– Tiene… que… haber… tierra… firme… en… algún… sitio -fue voceando Simún con obstinación a cada golpe de pala.
De súbito, sus pies perdieron el apoyo del suelo. Antes aún de poder proferir un grito, se hundió y se deslizó hacia las profundidades. La tierra se desprendía, se le metía en la boca y en la garganta, provocándole tos y arcadas. Ella intentaba hacerla a un lado, pero no encontraba ningún punto al que asirse en aquella masa móvil. Era como una ciénaga.
Algo la agarró entonces de la mano. Simún alzó la mirada y vio a Yada. Se había tumbado boca abajo para inclinarse sobre el hoyo y apartaba con ambas manos la tierra que le cubría la cara. De nuevo le asió la muñeca y tiró de ella. Pero de nada servía, el agujero no soltaba a Simún. La tierra no tardó en transformarse en lodo a causa de la lluvia, cada vez más abundante.
– Espera. -Yada se puso de pie y les gritó algo a los trabajadores.
Enseguida volvió junto a ella. Nada más que con sus manos la iba desenterrando de allí. Simún resoplaba, tosía e intentaba ayudarlo. Sin embargo, al verse casi liberada e ir a trepar agarrándose de su mano, no lo consiguió.
– Se me ha quedado un pie atrapado -susurró.
– El agua ya está aquí-fue el grito que llegó en respuesta desde arriba.
Sin decir nada, Yada se lanzó hacia sus piernas y arañó la tierra con las uñas. De pronto descubrió la piedra que mantenía el pie de Simún atascado en uno de los orificios abiertos por las ratas con tan mala suerte que no podía sacarlo. La estrechez del hoyo no le permitía volverse y liberarse.
– Una vara -bramó Yada a los de arriba.
Tardó un rato en conseguir que los hombres espantados le entendieran. Por fin alguien les lanzó una azada. Yada soltó un reniego, le dio la vuelta e hincó el mango de madera bajo la roca para hacer palanca con todas sus fuerzas. La piedra se movió en su lecho de tierra, pero también la madera crujió. Al fin fue cediendo la roca, poco a poco. Simún tiró de su pie sin preocuparse de los rasguños.
Yada y ella se alzaron hacia las manos que les tendían los hombres y salieron del hoyo, que ya se llenaba de agua borboteante.
– Echad piedras ahí dentro -gritó Simún, e intentó levantar ella misma una de las losas caídas que había por allí.
Pesaba demasiado, pero alguien se la quitó de las manos.
– Ahí abajo hay tierra firme -explicó la reina-. Pero necesitamos más piedras. Deprisa.
Yada y ella trabajaron codo con codo con los hombres. La oscuridad era casi total. El agua les salpicaba cada vez que tiraban una de las losas al hoyo, que se cerraba despacio, demasiado despacio. El barro les embadurnaba la cara, la ropa, cubría sus cuerpos y la lluvia no se lo llevaba consigo. A Simún le dolían los brazos, tenía la voz ronca. A su alrededor, la corona de la presa crecía gracias al trabajo de voluntarios a quienes no veía. Sin embargo, la brecha seguía sin cerrarse. Una voz gritó en la oscuridad que uno de los sacerdotes había sido arrastrado al canal por la masa de agua.
– ¿Es Bayyin? -preguntó Simún a gritos, pero no obtuvo res puesta.
Cuando se les acabaron las piedras, envió a hombres con azadas al pequeño templo que había junto al dique sur para que lo destruyeran. Regresaron en cuanto pudieron, cubiertos de blanco polvo de cal, trayendo consigo trozos de piedra, frisos, losas con inscripciones y tablillas votivas para lanzarlas a ese hoyo que nunca se saciaba. Yada y Simún, arrastrándose por el suelo, juntos sobre la grava, empujaban todo cuanto encontraban y lo echaban al agujero. La muchacha tardó en darse cuenta de que Yada le había puesto una mano en el hombro.
– Ya está -oyó que decía al fin su voz-. Ya está. Lo hemos conseguido.
Sin poder creerlo, Simún se detuvo y miró en derredor. Todo lo que veía eran hombres con el rostro transido del esfuerzo. Sin embargo, el miedo había desaparecido. Habían rellenado la brecha con una burda argamasa de tierra y piedras, pero se mantenía firme. En aquella negrura, en lugar de verlo, Simún sintió y oyó que el agua se estrellaba impotente contra las anchas espaldas de la presa. El suelo no temblaba bajo sus pies, no se desmoronaba, no se transformaba en una ola de lodo que se tragaba toda la vida de alrededor. Se mantenía donde estaba, fuerte, firme y real. Simún se tumbó de espaldas, sintió la tierra firme con todo su cuerpo, extendió los brazos y se echó a reír. La lluvia le caía sobre el rostro y en la boca abierta. No le importaba en absoluto.
Al cabo de un rato vio la mano extendida de Yada, la aceptó y dejó que la ayudara a ponerse en pie. Se apartó de la cara el pelo embadurnado de barro, tosió y anunció con resolución:
– Nos uniremos a las cadenas humanas.
La lluvia dejó de caer, el oscuro manto de nubes empezó a abrirse y dejó relucir unos breves instantes la luz de una luna llena, casi dolorosamente clara. Su resplandor iluminó los contornos de los hombres de Marib, cuyos rítmicos gritos delataban que seguían trabajando. Simún repartió órdenes. Sin embargo, al dar el primer paso para ocupar su lugar en la fila se tambaleó. Entonces se dio cuenta de lo mucho que le dolía la espalda. Le temblaban las piernas y sentía que le faltaba toda la fuerza de los brazos. Apenas consiguió rodear con ellos el cuello de Yada cuando éste la levantó para llevársela de la presa, tropezando y resbalando.
– No pueden desistir -murmuró Simún.
Yada la estrechó contra sí.
– No lo harán -dijo.
Por encima de su hombro, Simún vio desaparecer la presa y a los hombres. Oyó el frío rugido del agua en el canal norte y pensó en Bayyin. La luz de la luna hacía resplandecer las hojas de las palmeras como si fueran cuchillas. Entonces cerró los ojos.
Cuando los abrió de nuevo, Yada abría de un puntapié la puerta de una cabaña. Simún sintió que la dejaba sobre algo blando. Lo oyó revolver por ahí, después vio que se encendía una luz y un cálido resplandor iluminó un techo de vigas de madera y hojas de palma. Los muros, hechos de adobe, estaban enjalbegados de un blanco luminoso que lucía amarillo a la luz de la lámpara. Simún vio la gran sombra de Yada, que se deslizaba aquí y allá por las paredes. Agotada y complacida, se tumbó sobre la manta. En aquel momento le era indiferente dónde se encontraba. Estaba cerca de Yada, y eso era bueno.
– ¿Cómo has aparecido así, de repente? -preguntó.
– He acudido al dique al oír los cuernos, como todos.
Yada se sentó a su lado y le ofreció un vaso de vino. Ella lo aceptó, se echó un largo trago y paladeó la miel, la mirra y la fuerte pimienta sobre la lengua. Sintió que entraba en calor.
– Y cuando te he visto allí, en el lugar más peligroso, he decidido no quitarte ojo de encima.
Simún sintió su mano, que le acarició el pelo revuelto y luego le tocó la mejilla.
– Hace tiempo que me observas, ¿verdad? -preguntó.
La mano de su mejilla vaciló tras esas palabras. Simún la estrechó enseguida con la suya y la sostuvo contra su rostro. Sorprendida ella misma por su gesto, alzó la cabeza y lo miró fijamente a los ojos. Nunca había estado tan cerca de él.
– No quiero ver nada más en toda mi vida -dijo Yada.
Entonces se inclinó y la besó.
Simún le rodeó el cuello con los brazos y tiró de él hacia sí para tumbarlo en el lecho. Recorrió su cuerpo con manos raudas, aunque temblando aún de miedo y agotamiento, lo desvistió y se abalanzó sobre él como si aquélla fuera otra lucha por la supervivencia en la que no podía detenerse un instante si quería salir victoriosa. En realidad no intentaba asaltarlo tanto a él como a sí misma. Acababa de batallar con todas sus fuerzas porque una presa se mantuviera firme y de pronto deseaba que esa otra se rompiera. Toda su felicidad residía en esa riada, y Simún se lanzó de cabeza.
El momento era propicio: envuelta en la niebla del agotamiento y alentada por el vino, consiguió superar todos sus miedos y sus limitaciones. Sus labios apresaron la boca de Yada, sus manos recorrieron toda su piel. Se apretó contra él y casi le rogó que alimentara ese delirio para que avanzara, creciera y le hiciera olvidar todo reparo.
Yada contempló con desconcierto a la joven que ardía en sus brazos. Había presentido ese temperamento tras su compostura, pero Simún jamás le había mostrado más que los arrebatos de cólera con los que una y otra vez lo había atacado. A medias, casi esperaba todavía que de pronto le pusiera una cuchilla en la garganta, pero le asombró comprobar que eso sólo aumentaba su deseo. La entrega de la muchacha lo halagaba, aun cuando sintiera el aliento de agresividad que se escondía en ella. Sospechaba que no era más que otra de sus batallas, todavía no un final. En vano se esforzó por contenerla, por hacerla parar. Igual que su ira, quería domar también su pasión, desconcertarla y conducirla, pero Simún no quería detenerse y lo arrastró consigo.
Se negó a abrir los ojos siquiera y mirarlo. Sólo sus párpados pudo besar Yada, y redibujar con sus labios los delicados arcos de sus cejas. Los dedos ávidos de Simún se enredaban en su pelo, del que aún goteaba agua. Su lengua saboreó el sudor del cuello de Yada. Ninguno de los dos había tenido tiempo de lavarse; estaban sudados y cubiertos de barro. Ninguno de los dos desperdició un momento pensando en ello. Los mechones mojados de Simún, delgadas serpientes de un negro resplandeciente, se retorcían en torno a los amantes que rodaban en el lecho, encadenándolos. El mundo desapareció tras ese telón de pelo. Cuando Yada le arremangó el vestido y descubrió sus muslos, ella se arqueó contra él y frustró cualquier esbozo de cautela hasta que también él la dejó de lado.
Yada vio las lágrimas que descendían dejando un rastro por sus mejillas sucias y las lamió con su lengua caliente. Simún apartó la cabeza, hundió primero el rostro y luego los dientes en la curva de su cuello. Sus brazos y sus piernas lo asieron con tal fuerza que los movimientos de ambos se hicieron uno solo. Cuando todo hubo terminado, rodaron completamente exhaustos a un lado y se quedaron dormidos así, entrelazados.
Simún despertó a la mañana siguiente con una delicada caricia y una sensación de calidez sobre la piel.
Yada había despertado mucho antes que ella. Se había lavado en una acequia de piedra que había frente a la cabaña, se había cambia do de ropa y después se había acercado al lecho en el que Simún seguía profundamente dormida, medio desnuda, con el pelo revuelto y todo el cuerpo sucio.
Yada calentó agua, aplastó con los dedos un par de flores de azahar recién cogidas y buscó un paño suave y limpio. Con movimientos graves y cuidadosos intentó limpiarle la cara, que estaba casi oculta bajo su pelo, pero se rindió al ver que ella, dormida, esbozaba gestos de rechazo, refunfuñaba y le daba la espalda para no despertar.
Con el paño húmedo limpió suavemente la suciedad de sus hombros, en cuyo barro seco se veían aún las huellas de los dedos de él como si fueran sellos. Húmeda, reluciente, morena y virginal apareció su piel. Yada fue recorriendo sus brazos, contempló el brillo de las gotas en el fino vello y la piel de gallina que hacía brotar.
– Mmm…
Simún se movió dormida, murmurando algo incomprensible, se volvió hacia un lado y le escatimó la visión de sus pequeños pechos redondeados. Yada resistió la tentación de volverla de nuevo para admirar cómo se perlaba el agua sobre sus pezones, que se habían contraído. En lugar de eso, la tapó y se dedicó a sus piernas, que eran largas, esbeltas y a la vez fuertes, como las de una amazona. Se sentó junto a ella en la cama y se colocó en el regazo uno de sus pies, que estaba cubierto por una capa de suciedad, para comenzar a lavarle el muslo. Se puso a tararear una canción y empezó a cantar después la letra.
– Muchacha morena -entonó-, reluciente como el bronce, parda como el pelo de mis cabras. Muchacha morena, cimbreante como el trigo, esbelta como el tronco de la palmera. Mécete para mí, niña morena, olorosa como la miel, dulce como el dátil.
Era una canción sencilla e inocente, al ritmo de la cual cosechaban las muchachas los campos de cereales. Simún la conocía bien. La familiar melodía entró por sus oídos y la hizo emerger del sueño a la luz.
Yada deslizaba el paño húmedo y cálido por sus pantorrillas, que eran verdaderamente tan lisas y relucientes como el bronce martilleado. Ensimismado, repitió la primera parte de la canción y se inclinó para besar la piel clara del hueco de sus rodillas. Después cerró la mano izquierda sobre su pie y lo alzó.
En ese momento despertó Simún. Vio que Yada mojaba el paño y lo sacaba del agua. Vio el tejido empapado y cómo se humedecían y caían las costras lodosas de su pie. Vio a Yada inclinarse para escurrir el paño, canturreando con alegría, y descubrir lentamente su deformidad.
«No se espanta», pensó sin moverse. Lo contempló a través del telón de su melena, que formaba un velo contra la clara luz del alba. Fuera oía a los pájaros cantar.
– Bu, bu, bu -llamó la abubilla.
Yada no se extrañó siquiera. Con los ojos entornados, Simún observó todos los detalles del rostro del joven, que pasaba el paño por entre sus dedos, retirando los últimos restos de tierra de las delicadas ranuras de piel que más los unían que separarlos unos de otros. En sus rasgos no vio más que la paz de la mañana y su concentración en el trabajo.
«Lo sabe.» Aquella revelación recorrió a Simún con tal fuerza que la hizo estremecerse. «Ya lo sabía antes de verlo.» ¿Quién? ¿Quién se lo había dicho?
Al darse cuenta de que estaba despierta, Yada alzó la mirada y le ofreció una sonrisa resplandeciente.
– Buenos días -dijo con calidez-. Que Yasmin haga florecer tu mañana. -E hizo un amago de acercarse el pie a los labios para besarlo.
Simún se enderezó de repente, como si hubiera tocado un sapo. Con un solo gesto tiró del pie hacia sí. Al ver la expresión de sorpresa de Yada, que intentaba inclinarse hacia ella, dobló ambas piernas y arremetió con toda la fuerza que fue capaz de aunar. Golpeó a su amante en el pecho y lo lanzó hacia atrás. Yada se dio un fuerte golpe en la cabeza con la pared. El barreño de agua cayó y vertió su contenido por el suelo hollado de la cabaña.
Antes de que el joven pudiera reaccionar, Simún se puso en pie de un salto. Buscó su ropa, pero la encontró sucia y ajada y la dejo caer apenas le hubo echado mano. Enseguida se envolvió con la manta en la que había dormido, recogió también su ropa, las sandalias y salió corriendo. Se detuvo, desconcertada, pues estaba en un jardín de palmeras. El trabajo de las manos de Yada se veía por doquier: ramas cargadas de flores que trepaban por la pared exterior de la cabaña, arriates repletos de exuberantes matas. Por entre los troncos de las datileras vio los muros de piedra del canal principal, que le dijeron que debía de encontrarse cerca de la presa, en el extremo noroccidental del oasis septentrional. El camino a casa sería largo.
Simún siguió mirando en derredor. También allí había creado Yada un bello rincón. No sabía que el jardinero poseyera su propia cabaña. Bueno, tampoco se lo había preguntado nunca. Jamás le había hecho ninguna pregunta sobre él. Un día apareció en palacio, siempre estaba cuando ella lo buscaba, nunca le había exigido saber quién era, de dónde procedía ni qué quería verdaderamente de ella. En ese momento, sin embargo, se dio cuenta de cuánto ignoraba.
Oyó la puerta de la cabaña y se volvió. Yada salió sujetándose la cabeza con las manos y se le acercó, tambaleándose un poco. Parecía más desconcertado que furioso. Simún dio un par de pasos hacia atrás y puso los brazos en jarras.
– ¿Cómo sabías tú que yo…? -empezó a preguntar.
Sin embargo, la frase no terminó de salir de sus labios. Ni siquiera se atrevía a pronunciarlo delante de él, que ya lo había visto. La sola idea le resultaba un suplicio. No obstante, sucedió algo muy diferente. Puede que a causa del golpe de la puerta de la cabaña, de repente creyó oír otro golpeteo: vio ante sí la puerta de los aposentos de su madre, cerrados siempre a cal y canto. El día que apareciera la serpiente, sin embargo, había oído un sonido que procedía de ellos. Puede que no fuera más que alguien escuchando, puede que incluso su propia madre. Pero también podían haber hecho desde allí una señal. Yada podía haber desaparecido tras esa puerta. Cientos de suposiciones se agolparon en su mente y pasaron unas tras otras a un ritmo vertiginoso. Apenas si fue un instante, pero antes de que Simún pudiera inspirar hondo para terminar de decir su frase, en su interior había hecho nido la sospecha, no, la certeza de que la serpiente había salido de las estancias de su madre, y eso suscitaba una segunda pregunta; de nuevo vio claramente ante sí el cubo junto al borde del estanque.
– ¿Intentaste tú asesinarme? -le gritó a Yada.
Con desconfianza vio cómo él, aparentemente desconcertado, se detenía. Cuando volvió a moverse, ella dio otro paso hacia atrás.
– Simún. -Se frotó la frente como si, recién despertado, se enfrentara a una idea salida de la nada-. Eso es absurdo. -Levantó las manos con impotencia-. ¿Qué quiere decir todo esto? Vuelve aquí.
Pero ella retrocedió un paso más. Yada se rascó la cabeza.
– Ni siquiera sé de qué estás hablando -dijo, algo molesto.
Eso era mentira y ella lo sabía.
– Hablo de serpientes, Yada. ¿No te acuerdas? Serpientes.
El joven negó con la cabeza. De pronto parecía enfadado. Alzó un poco la voz:
– No, no creo que hablemos de serpientes, Simún. Creo que hablamos de pi…
No terminó de decir la palabra, porque ella cogió las sandalias y se las tiró con todas sus fuerzas. Se estrellaron contra su hombro sin hacerle daño pero con gran estrépito.
– ¡Miserable! -chilló-. Querías matarme. Primero me adormeces con tus bonitas palabras y luego… -Rompió a llorar.
Yada levantó ambas manos y se le acercó un solo paso, despacio.
– Eso es una locura, Simún, y lo sabes. -Se detuvo como preparándose para la siguiente frase-. Yo te quiero.
«Está mintiendo», susurró el pánico en su interior. «Miente, miente, miente, miente.» Simún miró a derecha e izquierda como un animal en busca de una escapatoria. El se le acercaba y ella no podía escabullirse, echar a correr.
– Sólo tenemos una cosa de que hablar, Simún, de ti y de mí. De nosotros. -La voz de Yada se serenó y se volvió suplicante-. Lo que sucedió anoche…
– ¡Cállate!
– No pienso hacerlo.
– No des ni un paso más. -Simún jadeaba de miedo-. No sucedió nada, ¿me oyes?, nada.
– ¡Simún!
Yada quiso tocarla, pero ella lo rehuyó con un grito, se hizo a un lado y echó a correr por el jardín.
Enseguida supo que no la seguía, pero no aminoró el paso. Solo se detuvo un instante, cuando cayó en la cuenta de que sus sandalias habían quedado en el jardín. Dudó, pero se miró los pies y comprendió que difícilmente nadie se daría cuenta. La crecida de la noche junto con la medida sugerida por Bayyin de abrir el sistema de irrigación había anegado gran parte de los huertos. Simún volvería estar cubierta de barro y tierra hasta las pantorrillas. Miró en derredor.
El sol todavía no estaba muy alto sobre el horizonte, y los huertos parecían desiertos en las primeras luces de la mañana. En el trayecto de vuelta no se encontraría con muchos testigos. Recogió con decisión la caída de su vestimenta.
Saltó canales, trepó tapias, atravesó vallas de cañas y tropezó por los bancales sin que nada le importara. Sólo quería regresar a casa, al Salhin, a su habitación, para dejar bien cerrada la puerta del jardín. Mandaría que la bloquearan, que la clausuraran, que la tapiaran, que cerraran hasta la menor ranura. Nunca habría suficientes bloques de piedra entre el jardín y ella. Ay, esas malditas flores; plantas repugnantes como las que se arrastraban hacia ella por todas partes, ¡querían apresarla! ¡Como si existiera la menor posibilidad de que él no le hubiera mentido! Era una posibilidad pequeña, minúscula, que se enfrentaba a unas alternativas inconmensurables. No se dejaría atormentar por esa idea.
Trotó por otro bancal sin la menor consideración y fue acercándose a la ciudad, cuya geométrica silueta empezaba a dejarse ver por fin entre los troncos. La solitaria mujer que estaba sentada al pie de una palmera no se fijó en ella.
– ¿Shams? -llamó Mujzen con vacilación al regresar de la presa.
Estaba cansado, estaba muerto de agotamiento y no sabía qué decirle. Sólo con pensar en la conversación que tenía por delante se sentía desfallecer hasta en lo más profundo, como si se le aturdiera el alma.
Las habitaciones estaban a oscuras, sólo las primeras luces del alba hacían que los objetos se distinguieran ligeramente de la negrura. Abrió del todo los postigos y miró en derredor. Agazapada en un rincón vio entonces a la partera con el niño en brazos, que, al acercarse, empezó a gritar lastimeramente.
Mujzen no sabía qué hacía la mujer allí todavía. A modo de saludo, estiró una mano y tocó con el dedo la carita de su hijo. El pequeño enseguida dejó de gritar, volvió la cabeza buscando, encontró la yema de su dedo y empezó a chupar con fuerza. Mujzen se lo quedó mirando un rato, sin afecto pero también sin repulsión. Bajo su cansancio brotó un débil interés. Había perdido las ganas de matar. Había tenido toda la noche para desfogar su cólera con el duro trabajo.
En algún momento había creído que se vendría abajo y quedaría allí tirado, inconsciente. Después, cuando todo acabó, habían ido al canal norte a enterrar el cadáver de un joven. Era uno de los ayudantes sacerdotales, un africano cuya oscura piel se había vuelto por un momento extrañamente gris a causa de las perlas de aire que se le habían pegado bajo el agua. Grandes y redondos, sus ojos miraban al pálido cielo mientras ellos intentaban volverlo con unas varas. Por fin alargaron las manos hacia él para sacarlo a tierra. De su vestimenta salió tantísima agua que daba la sensación de que el elemento hubiese intentado tragárselo y no lo entregara sino con gran renuencia. Mujzen sacudió la cabeza. Ya había visto suficiente muerte por un día.
La partera, que estudió su expresión con nerviosismo, suspiró tranquila.
– Tiene hambre -dijo con timidez, y aventuró una sonrisa en dirección a la carita del niño, que seguía chupando con fuerza del dedo de su padre.
Mujzen arrugó la frente.
– ¿Dónde está? -preguntó.
La partera sabía que la pregunta se refería a la madre que habría de saciar su hambre, pero sólo pudo encogerse de hombros con impotencia. Shams había desaparecido unos instantes después de que le explicaran la desagradable escena que había tenido lugar en el patio.
– Ha salido hace ya horas.
– ¿En plena noche?
El agotamiento que Mujzen había sentido hasta ese mismo instante lo abandonó de repente. Miró en derredor con alarma, como si aún pudiera encontrar a su mujer en algún lugar de la estancia.
Sus ojos repasaron sus humildes posesiones; no parecía faltar nada. Entonces vio la cadena con el colgante redondo de plata y corales que le había regalado cuando le anunciara su embarazo. Le había dicho que lo llevara siempre consigo. Pero allí estaba, en la baja mesita redonda de madera, con la cadena cuidadosamente en rollada. Los pedazos de coral rojo brillaban en la luz de los prime ros rayos del sol. Sin decir palabra, Mujzen dio media vuelta y se apresuró a salir.
– Pero el niño… -exclamó la partera tras él-. ¿Qué hago con el niño?
Mujzen no la oyó. Echó a correr tan deprisa que sintió el corazón martilleándole el pecho. Cruzó la puerta abierta de la ciudad sin dignarse mirar siquiera a la mujer que, enrollada en una manta, discutía al otro lado con un guardia. Aceleró por las callejas de los arrabales, salió a la llanura, a la grava que a aquellas horas todavía no brillaba como metal líquido bajo los árboles.
Normalmente solía detenerse allí, tras los primeros pasos, para recobrar el aliento. Ese día no. Sin dejarse descansar un instante siguió corriendo. Sabía dónde encontraría a su mujer. Era el único lugar posible.
– Shams -repitió en voz baja cuando al fin la vio.
Estaba sentada en su huerto, apoyada al pie de una palmera. Estaba muy quieta, indiferente, y miraba algo que sostenía en la palma abierta de la mano. Más aún que su artificial inmovilidad, lo que espantó a Mujzen fue la mancha oscura que se extendía entre sus pies separados. Toda una serpiente de un rojo brillante que se alargaba lamiendo el polvo del suelo, una serpiente que no relucía menos que los corales abandonados sobre la mesa.
De nuevo gritó su nombre, llegó junto a ella, que seguía sin reaccionar, y la alzó contra sí. Parecía una muñeca de trapo. Al punto reconoció lo que sostenía en la palma de su mano: los pendientes que supuestamente había entregado en pago por el huerto. También vio el hoyo que había hecho al desenterrarlos, pero no se preocupó por eso, pues de entre los muslos de Shams seguía manando sangre. Sintió en la mano su pegajosa humedad al alzarla en brazos; tenía la falda empapada.
– Quería tragármelos. -La voz de su mujer no era más que un débil murmullo-. Para mor…
– No vas a morir -la interrumpió Mujzen con aspereza, y se puso en marcha-. ¿Me oyes? Encontraré un médico.
En su voz se oía ira y miedo a partes iguales. Le habría gustado zarandearla. En lugar de eso, no obstante, la estrechó con todas sus fuerzas y echó a correr. También esta vez sabía muy bien adónde ir.
– Seguramente se vio atraída por la calidez del sueño de mi hermana pequeña. -La voz de Incienso sonaba serena al explicar, y un poco apagada.
Marub le alcanzó su vaso para que volviera a llenárselo. Su expresión era de desconfianza, no sabía por qué la criada de Simún había ido a verlo esa mañana y le había obligado a hacer un descanso para vendarle las ampollas de la mano. Por qué le había llevado un ungüento y por qué había limpiado los vasos de vino. El gigante sólo podía intentar adivinar con qué propósito le explicaba esa historia. No es que le resultara sospechosa, la muchacha lo hacía todo con calma y distancia, sin sonreír ni hacer gestos indiscretos.
No lo entendía y, por eso, aunque no deseaba más que seguir mirándola, seguía poniendo un semblante huraño. Llevaba el pelo rizado envuelto en pañuelos de colores que, no obstante, dejaban despejada su alta frente, en la que la luz se posaba con luminosidad. Sus ojos eran de un color indeterminable. Marub se rozó el ojo con el dedo, sin querer, en el mismo lugar en que lo hiciera ella durante su primer encuentro. Se dio cuenta y carraspeó.
– Toma.
– Gracias. -Sostuvo con cuidado el vaso de alabastro. Sus manos no se tocaron.
– Mi padre se despertó en algún momento y la vio, vio cómo se había enrollado sobre la manta. Sabía que era venenosa y que, si mi hermana se movía un poco mientras dormía, enseguida la mordería y caería muerta. -Interrumpió su relato y miró al suelo-. Así que se levantó con mucho cuidado y se acercó con sigilo. Quería agarrar a la serpiente desde atrás y lanzarla lejos. Sabía que tenía que ser muy rápido. A los niños nos hizo un gesto para indicarnos que nos resguardáramos en la esquina contraria. Todavía veo su rostro, el sudor de su frente y el miedo en sus ojos mientras alzaba la mano, despacio, muy despacio. -Sin darse cuenta imitó ese gesto, después se quedó callada.
La pausa se hizo tan interminable como aquel instante pasado,
– ¿Y entonces? -gruñó Marub, aunque se había propuesto no hablar.
Incienso alzó la mirada, cogió la jarra de cobre y la limpió.
– No fue lo bastante rápido -dijo como de pasada, como si la historia ya hubiera llegado al final y el resto sólo hubiera que contarlo deprisa.
Volvió a guardar silencio y lo miró.
– Tú fuiste rápido -dijo después.
Ninguno de los dos se movió. Marub estaba atónito. Se esforzaba por comprender el significado oculto de lo que acababa do oír, pero se le escapaba, raudo como un lagarto, y lo rehuía cuando creía haberlo atrapado ya. Confundido, se dio unos golpecitos en el ojo muerto; si no llevaba cuidado, acabaría convirtiéndose en una mala costumbre.
Antes de que Marub pudiera decir nada, se oyeron unos pasos en el corredor. La voz de Simún, que decía algo. Luego un presuroso murmullo. El gigante, abochornado, se puso en pie y le tendió a Incienso el vaso de vino medio vacío, que la muchacha aceptó sin decir nada. Parte de la bebida le salpicó en el vestido. Los dos estaban en rincones diferentes de la habitación cuando entró Simún.
La reina pasó entre ambos y cerró las puertas del jardín de un estrepitoso portazo. Después apoyó la espalda contra ellas e inspiró hondo.
Marub la miró de arriba abajo: el vestido ausente, la manta extraña, la suciedad, los pies descalzos.
– ¿Dónde habéis estado? -farfulló-. ¿Cómo voy a protegeros si os escapáis? -«Mis hombres han peinado la ciudad buscándoos y todo el palacio está alborotado», habría querido añadir. Como también que una corazonada le había hecho contener sus peores miedos y proceder con toda la discreción posible.
Simún lo hizo callar con un gesto de la mano. Se quedó allí de pie, mordiéndose los labios. Había percibido la intimidad de la situación en la que había irrumpido de pronto, y eso la molestaba. Sintió celos y recordó con tormento la intimidad de la que ella misma acababa de salir huyendo. Todo ello pendía en el aire, inexpresado, ay, cómo odiaba lo inexpresado. Su mirada no se quedó quieta, buscó algo que desaprobar.
– ¿Qué es eso? -preguntó, y señaló una cajita de madera que nunca había visto sobre el arcón.
– Es un regalo del egipcio que llegó con la última caravana -explicó Incienso.
– El emisario del faraón -añadió Marub.
Simún los hizo callar con una mano. Lo recordaba bien. Había hecho esperar al hombre un par de días para considerar cómo presentarse ante él. Egipto era un importante socio comercial. Para sus asentamientos de la costa negra era incluso un vecino. Y en los últimos tiempos, o más bien desde que el comercio del incienso empezara a concentrarse en manos de Saba, en Egipto se había despertado el interés por ese país del otro lado del mar Rojo. Eso podía ser una bendición, o podía ser un peligro. Tenía que reflexionar sobre ello en calma.
– ¿Qué pretendía con eso? -preguntó con impaciencia, y se acercó.
Todavía no tenía fuerzas para ocuparse de Egipto, pero aún le apetecía menos explicar lo que acababa de ocurrirle. De manera que fue hasta la cajita, que tenía taraceas de marfil y los cantos de oro, y la abrió.
Marub carraspeó:
– El faraón Necao desea una unión matrimonial con Saba. -En silencio se felicitó por esa formulación impersonal con la que, de todas formas, no hacía más que repetir las palabras del emisario-. Y envía ese presente.
Entretanto, Simún sacó del cofre de madera otro más pequeño, dorado, que pesaba. Al abrirlo, se encontró con unos ojos perfilados de oro que la miraban.
– ¿Qué es esto? -exclamó, y su mano sacó una estatuilla con cabeza de mujer bajo la cual seguía un cuerpo de félido.
– Lo llaman, creo, esfinge -dijo Marub.
Simún repasó con el dedo las líneas de la pieza, que eran de una elegancia extraordinaria. El cuerpo felino era ágil y fuerte, estaba agachado como presto para saltar. El dorado hacía resaltar las garras y la borla de la cola. Los ojos del rostro de mujer eran incrustaciones de lapislázuli, las pupilas estaban representadas por una espiga de bronce, el globo ocular de alabastro desprendía un brillo lechoso. La imagen era casi inquietantemente viva, misteriosa, peligrosa. Toda la figura parecía respirar e impresionaba por su delicada belleza. Con todo, se trataba de una criatura deforme. Como ella. ¡Cómo había decidido el faraón obsequiarla con semejante retrato!
Simún alzó la figurilla con ambas manos y, antes aún de que sus sirvientes pudieran reaccionar, ya la había estampado contra el suelo y hecho añicos. Los pedazos saltaron sobre las baldosas y se esparcieron por todos los rincones de la estancia.
– Esto es lo que pienso de la propuesta del faraón -gritó, y se lanzó al lecho.
Sin una sola palabra de protesta, Incienso se dispuso a recoger el estropicio.
Marub la miraba. No se atrevía a repetir su primera pregunta. ¿Dónde había estado? Toda la noche, desde su desaparición, él la había buscado con miedo. Al oír que se había marchado de la presa con un hombre, había temido que se tratara del asesino de Hadramaut, que éste hubiera logrado su objetivo y que estuviera muerta. Al mismo tiempo, sin embargo, una voz interior le había susurrado que ese hombre tenía un significado completamente diferente, y que haría mejor manteniéndose al margen. Si era sincero consigo mismo, incluso podía intuir de quién se trataba, y esa idea lo llenaba al mismo tiempo de alivio y de una ira silenciosa. Al ver entonces a su señora tan agitada e imprevisible, empezó a preguntarse si esa segunda posibilidad no entrañaba aún más motivos de preocupación que la primera.
Un criado entró entonces anunciando a un peticionario, y Marub quiso echarlo al pasillo para que no viera a Simún tan fuera de sí, pero ella alzó la cabeza, se arregló el pelo, desestimó todas las objeciones y explicó que quería ocuparse de su trabajo.
– No estoy enferma -bufó-. Y tampoco soy una mujercilla débil a la que deban decirle lo que ha de hacer o pensar.
Marub se inclinó y ordenó pasar al criado.
– Bueno, ¿qué sucede? -preguntó Simún con majestuosidad, aunque sus pensamientos seguían aún ocupados consigo misma.
El esclavo agachó la cabeza, avergonzado.
– Abajo aguarda un hombre extraño. Dice que la señora le debe un diente y una vida. Y que viene a reclamar la vida.