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Cuando la reina de Saba oyó de la fama que Salomón había alcanzado
vino aprobarlo con preguntas difíciles.
Llegó a Jerusalén con un séquito muy grande,
con camellos cargados de especias, oro en gran abundancia y
piedras preciosas.
Al presentarse ante Salomón, le expuso todo lo que en su corazón tenía.
Libro primero de los Reyes 10,1-2
¡Qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa eres!
¡Tus ojos son como palomas en medio de tus guedejas!
Tus cabellos, como manada de cabras que bajan retozando las laderas de Galaad.
Tus dientes, como manada de ovejas que suben del baño recién trasquiladas. […]
Tus labios son como un hilo de grana; tu hablar, cadencioso; tus mejillas,
como gajos de granada detrás de tu velo. […]
Tus dos pechos, como gemelos de gacela que se apacientan entre lirios.
Mientras despunta el día y huyen las sombras, me iré al monte de la mirra, a la colina del incienso.
¡Qué hermosa eres, amada mía!
No hay defecto en ti.
Cantar de los Cantares 4,1-7
La luz del sol se posaba plateada sobre las palmeras de Marib. Simún encontró a Bayyin en los huertos. Su piel de leopardo, cuyas motas competían con las manchas de sol del suelo, relucía dorada entre las palmas. Había entrelazado las manos y escuchaba en silencio, casi con indiferencia, las protestas de dos hombres que se habían presentado ante él con gran impetuosidad. Con amplios gestos exponían su caso.
– ¡Es un mentiroso, si eso es lo que afirma! -El acusador remetió los pulgares en la faja de su túnica y se ocupó de que su gran daga curva quedara bien a la vista-. El canal ni siquiera toca nuestra tierra. Es la presa la que se levanta sobre el suelo de los Dhu-Jawlan. -Parecía satisfecho con su argumentación.
Sin embargo, su adversario sacudía la cabeza.
– Que Almaqh haga que se me pudra la nariz y se me caiga si no digo la verdad. El canal corre paralelo a nuestros campos sin pisarlo ni una sola vez. Los Ilsarj no somos responsables de él.
– Pero limita con vuestra frontera en toda su longitud, y la mitad de su agua fluye hasta vuestras tierras pasando por nuestra presa -gruñó su contendiente de los Dhu-Jawlan.
El hombre de los Ilsarj alzó las manos.
– Como tú mismo dices, es vuestra presa. Y el canal va con ella. -Sonrió ante su demostración.
Su oponente se volvió hacia Bayyin.
– La presa sí, sumo sacerdote, y hemos levantado una estela en la que se puede leer a quién pertenece. Pero el canal no tiene nada que ver con nosotros.
Bayyin no se había movido todavía. Su mirada paseaba de un contendiente al otro, y también al objeto de la disputa, un canal secundario de piedra que proveía de agua a aquella parte del oasis, compartido por las tribus de los Ilsarj y los Dhu-Jawlan, pero del que nadie se sentía responsable.
– Bien -dijo al cabo, cuando los gallos de pelea hubieron intercambiado suficientes reniegos-. Ya veo que el canal no os pertenece a ninguno, que se encuentra en tierra de nadie y que a vosotros no os importa qué le suceda siempre que así siga siendo.
Ambos, sonrientes, asintieron con brío.
– Pero todos recibís agua de él, y cada parte la mitad, de hecho -siguió diciendo Bayyin, lo cual hizo que las cabezadas de los hombres fueran algo más vacilantes. No sabían adonde llevaría eso, pero aún no encontraban motivo alguno para llevarle la contraria. Bayyin se frotó el mentón-. Así pues, me ocuparé de que en el futuro cada parte reciba una mitad exacta de la que pueda responsabilizarse, y el problema quedará resuelto. -Alzó una mano e indicó así a sus ayudantes sacerdotales que se acercaran. En las manos llevaban martillo y cincel-. Dividid ese canal -ordenó Bayyin- y entregadle a cada tribu la mitad que le corresponde. -Sonrió y unió las yemas de los dedos de ambas manos-. Podéis escoger con qué trozos deseáis quedaros.
– Sí, pero… -El representante de los Ilsarj se quedó sin habla.
Su vecino no tardó en encontrar palabras:
– ¡Van a destrozarlo! -Sin dar crédito marchaba ya por entre los jóvenes sacerdotes que, impasibles, habían colocado los cinceles sobre la acequia de piedra. Le temblaba la mano mientras los señalaba; se habían puesto a trabajar y, tras pocos movimientos, el sudor empezó a aflorar en sus cráneos rasurados-. ¡El suelo se tragará el agua!
– Sólo os entregan lo que es vuestro -repuso Bayyin por encima del seco golpetear de los martillos.
El polvo de la piedra se elevaba centelleando al sol. Simún contuvo una sonrisa mientras se acercaba sin hacer ruido y contemplaba cómo los representantes de ambas tribus asediaban a Bayyin para que detuviera a los trabajadores.
– Al fin y al cabo, limita con nuestros campos -imploró el jefe de los Ilsarj.
– Y desemboca en nuestra presa -añadió el cabecilla de los Dhu-Jawlan, mostrándose comprensivo-. Cómo no iba a importarnos cuidar de él.
– Los Ilsarj pondrán la mitad de los hombres que sean necesarios para las obras -ofreció el primero, y su vecino se apresuró a poner a disposición la otra mitad.
Bayyin los miró a uno y a otro. Asintió, satisfecho. Una señal suya y los picapedreros dejaron su trabajo.
– Entonces haré erigir en este lugar una estela y mandaré que graben en ella que vuestras dos tribus son responsables de este canal, desde cien pasos más allá del repartidor hasta donde empieza la tierra de los Dhu-Jalil.
Con un afilado estilete de bronce, redactó una nota en una vara de madera que entregó a uno de sus acompañantes para que se dirigiera de inmediato con ella al cantero.
Los portavoces de las dos tribus hicieron una reverencia.
– Nuestros ancianos vendrán para grabar sus nombres al pie -dijeron con respeto-. ¿Podemos saber qué sacrificios debemos ofrecer para tal ocasión?
Bayyin los despidió con la condición de que sacrificaran a Athtar una oveja blanca y otra negra en el templo de Baran a la tercera hora de la mañana del día siguiente. Durante el acontecimiento les sería entregada la estela bendecida con la sangre de los animales sacrificados, que sería colocada en su solemne ubicación de los huertos en el marco de una festividad.
Cuando las partes contendientes, tras una profusión de reverencias, se hubieron retirado, Simún salió de las sombras en las que se había mantenido oculta hasta ese momento y aplaudió con suavidad.
Sorprendido, Bayyin se volvió hacia ella.
– Te felicito -dijo la muchacha-. Sabía que eras un gran diplomático, Bayyin, pero esa decisión ha sido verdaderamente sabia.
El sacerdote, que había puesto un semblante impenetrable nada más verla, sonrió al oír esas palabras, no sin ufanía.
– Creo que han comprendido que hay cosas que son indivisibles -repuso-, por el bien de todos.
– Igual que el bienestar de Saba. -Simún asintió.
Bayyin respiró hondo, como si quisiera inhalar todos los perfumes de los huertos. Su mirada se paseó por el verde que los rodeaba y evitó la de ella.
– Siempre he amado esta ciudad -dijo.
Simún le puso una mano en el brazo.
– Esa es una frase -dijo- que sí creo sin reservas. -Hizo una pausa y supo que él había comprendido: esa vez sí lo creía, al contrario que cuando le hablara de su amor por ella-. Y siempre he estado firmemente convencida de que en el fondo nunca me hablaste de ninguna otra cosa.
No estaba muy segura, pero creyó ver que Bayyin se ruborizaba bajo su piel oscura.
– ¿Quieres acompañarme?
Simún y Bayyin renunciaron a las literas y recorrieron el largo camino a pie. Mientras se acercaban lentamente a Marib, empezaron a oír los berridos de muchos camellos. Antes de dejar atrás los huertos, el hedor de los animales les golpeó en la nariz y, avanzando por entre los árboles, encontraron ante sí el descampado que la trápala de cientos de pezuñas había convertido en una explanada de polvo. El acompañante de Simún y sus jóvenes sacerdotes empezaron a agitar en vano sus enormes plumeros para evitar verse alcanzados por las nubes de polvo que se levantaban por doquier. No lo conseguían. Bayyin se cubrió la boca y la nariz con su ancha manga. Simún contempló los animales llena de orgullo, aunque sufrió un ataque de tos. Dejaron la conversación en suspenso mientras cruzaban la explanada y, cuando hubieron atravesado la puerta de la ciudad, el aire volvió a aclararse y el ruido disminuyó, Bayyin preguntó:
– ¿Todavía piensas seguir adelante con esa expedición?
Simún asintió decididamente. Sí, quería partir. Después de haberse apoderado de las regiones de cultivo del incienso con la victoria sobre Hadramaut, lo más consecuente era intentar ir controlando poco a poco todas las rutas comerciales. Había hablado con muchos mercaderes, había recibido en la corte a viajeros y había debatido largo y tendido con los jefes de las tribus. La ruta hacia el norte estaba hecha de remiendos, cada tramo del camino pertenecía a un gobernante diferente, y todos protegían el secreto de sus trayectos, exigían impuestos a voluntad, atacaban a los viajeros o los desorientaban. Simún quería seguridad para sus comerciantes. Quería mapas y aliados de confianza. También quería un socio en quien poder confiar al otro extremo de la ruta para transportar las mercancías por aquel Mar Grande en cuyas costas se encontraban los legendarios compradores de su incienso, aquellos que necesitaban la resina para hablar con sus dioses. Todo ello a fin de que el flujo de incienso no llegara tan sólo en forma de un delgado riachuelo a las lejanas costas, y de que la corriente contraria de oro no fuera absorbida por el suelo del camino, para evitar que todo el que pudiera sostener una lanza reclamase su parte y lograr que llegara a Saba como transportado por un canal perfectamente ensamblado.
Nada de eso podía dejarse en manos de un representante. Además, así se alejaría de Marib. Deseaba con ardor huir de los últimos acontecimientos y de ella misma. Sin embargo, ése no fue ninguno de los argumentos que le expuso a Bayyin con locuacidad:
– He hablado con los mercaderes de la sal y con los comerciantes de Min, que viajan hasta los países del oro. Todos dicen lo mismo: bajando hasta la región de la costa no, pues está plagada de mosquitos de la fiebre, tampoco por las montañas, que es un camino demasiado arduo. Los mejores trayectos recorren el borde oriental de las montañas, allí donde limitan con el desierto. A veces se alejan de la arena caliente hacia las cuestas, a veces una escarpada pared los empuja al desierto. Así van de uadi en uadi, de pozo en pozo. -Ilustraba sus palabras con las manos-. En cada alto tendré que negociar. -Tosió otra vez y apartó a un camello que, nervioso y con las piernas rígidas, le cortaba el paso.
El propietario se apresuró a llevárselo entre grandes reverencias.
– ¿Y los peligros? -preguntó Bayyin.
– ¿A qué te refieres: fiebre, escorpiones, flechas de beduinos? -Simún se echó a reír-. Nada es más peligroso que permanecer aquí, si he de creer a Marub.
Parecían palabras pronunciadas a la ligera, pero Bayyin creyó detectar en ellas cierto tinte de enojo.
La reina vio sus cejas enarcadas y pensó si compartir con él sus pensamientos.
Las continuas advertencias de Marub la molestaban y, a pesar de haber encontrado la serpiente en su lecho, no estaba dispuesta a reconocer que su preocupación fuera fundada. El hombretón no hacía más que tantear a sus espías y luego transmitirle a ella noticias de Hadramaut que sonaban confusas y no aclaraban nada. Hacía poco la había informado de que en aquel país reinaba la agitación, que el gobierno del hijo de Ausun era casi invisible, que éste apenas salía del palacio de Shabwa y que todo estaba en manos de Karib, que cada vez obraba con mayor independencia.
– Marub dice que el consejero del rey de Hadramaut trama sus propios planes y se ha propuesto ocupar el lugar de su señor -dijo por fin-. Dice que también él me ha enviado un asesino. -Se encogió de hombros-. Sólo cabe esperar que no se tropiecen uno con otro aquí, en Marib.
– ¿De modo que son dos asesinos?
– O tres, o cuatro. O ninguno.
«No», pensó, y volvió a ver ante sí la cabeza segada de la serpiente, que Marub, acompañado de las muecas de asco de Incienso, había ensartado con la punta de una flecha para recogerla del suelo y sacarla de allí envuelta en un pañuelo. Alguno había. A nadie le había confiado su sospecha de que su madre tenía algo que ver en ello. Un simple sonido indeterminado no bastaba para fundamentar una acusación. Tampoco había dicho nada de Yada, puesto que Marub habría aprovechado con demasiada ansia ese indicio en su contra. Aunque una parte de ella deseaba precisamente eso, otra parte lo temía y le impedía decir nada. ¿Qué tenía en su mano contra él?, con esa pregunta se convenció. Nada más que una sensación, y ni siquiera de eso estaba ya muy segura. Además, no quería acusar abiertamente a nadie que pudiese explicar que la reina había yacido entre sus brazos. Simún se ruborizó al pensarlo. Bayyin tuvo la deferencia de mirar hacia otro lado.
Para cambiar de tema, Simún señaló hacia la caravana de porteadores que ocupaba toda la calzada principal desde donde estaban ellos.
– Lo único que sabemos sin duda que llega de Hadramaut es el incienso, y así debe seguir siendo.
Se detuvieron junto a la avenida y siguieron con la mirada la procesión de porteadores que descargaban los camellos ante las puertas de la ciudad para entrar los fardos a pie y cargar con ellos hasta el templo de Almaqh, al pie del Salhin. Simún había decidido seguir el ejemplo de Hadramaut, donde hasta la última perla de incienso de las montañas era llevada a la capital y almacenada en las cámaras de los templos. Sólo entraba a la ciudad por la puerta y únicamente por esa misma vía podía volver a salir, pero después de que los sacerdotes lo hubieran pesado y apuntado todo, y hubieran apartado a conciencia la cantidad correspondiente de impuestos. Aligerada también en unos cuantos sacos, la preciosa mercancía partiría después desde Marib para enfilar el largo camino hacia el norte.
– He dejado anotaciones precisas sobre cuánto corresponde al templo de Baran por las obras de la presa y el sistema de irrigación. Y tú estás autorizado a pedir a las tribus hombres y provisiones para alimentar a los prisioneros de guerra a los que tienes allí trabajando.
Bayyin asintió. Tendría que pelearse con el consejo por todo ello. Sin embargo, tras la conmoción que había supuesto la grieta reparada del dique, los ancianos estaban de lo más dúctiles en lo concerniente a ese tema. Bayyin no pudo por menos de ufanarse un tanto. Ya podían almacenar el incienso en el templo de Almaqh, que a él, Bayyin, le habían confiado un bien muchísimo más preciado, el elixir de la vida de Saba, su agua. Por fin tenía en sus manos el destino de esa tierra, como siempre había ansiado. Poseía el poder de doblegar a aquellos que decidían sobre su vida. Lo que más lo asombraba era la paz que lo invadía ante esa perspectiva. No sólo las tribus guerreras, también él había aprendido la lección que esa misma mañana había vuelto a impartir: había cosas que no podían dividirse. No podía uno quedarse con ellas. Había que administrarlas en comunidad. Bayyin sintió que estaba preparado para ello. Le maravillaba que Simún hubiese comprendido ese hecho antes aún que él mismo.
Sin darse cuenta la miró. Tal vez fuera cierto lo que quisiera haberle hecho creer cuando aún intentaba dominarla: tenían mucho en común. Por eso se entendían bien. También en ese momento lo hacían, sin palabras.
– Viaja en paz -dijo Bayyin a modo de despedida-. Que el valeroso espíritu de Athtar te acompañe a todas partes.
Paz. La palabra aún resonaba en la cabeza de Simún mientras subía la escalinata que llevaba al palacio. No se dirigió a sus viejos aposentos, pues los evitaba desde la noche de la crecida. Ya no le apetecía estar allí: la visión del jardín la atormentaba, igual que las puertas cerradas, y el malestar que sentía en su antiguo lecho desde la aparición de la serpiente no se había desvanecido. Sin hacer caso de las protestas de Incienso, que se sentía sola en esas salas vacías, no había vuelto a pasar su tiempo allí.
– ¿Cómo estás?
Shams se enderezó y sonrió cuando Simún entró y se puso a hablar con ella. Todavía estaba pálida, tenía la piel más translúcida que nunca y sus ojos eran tan grandes que casi parecían fantasmagóricos.
– El médico dice que…
Se interrumpió, como cada vez que hablaba del egipcio que se había hecho cargo de ella desde que Mujzen la entrara en brazos en el palacio. Simún había rogado al emisario egipcio que le dejara a su sanador, puesto que los médicos de Marib habían afirmado no verse capacitados para hacer nada por Shams. El hombre de la extraña barba trenzada y puntiaguda y los ojos perfilados con kohl se había presentado y había echado a todo el mundo de allí, incluso a Simún y a Mujzen, que, sin darse cuenta, aún le apretaba la mano asida con fuerza. Simún, que hasta el último momento no apartó la mirada de Shams, lo acercó hacia sí como distraída, le dio unas palmaditas en el hombro y después lo dejó en manos de Marub, que sin armar mucho revuelo se ocupó de que el joven bebiera hasta perder el sentido.
Durante tres días enteros, el egipcio no dejó entrar a nadie en la habitación, de la que salían extraños olores y cánticos. Después, con gestos arrogantes, abrió los dos batientes de la puerta, señaló a la paciente y dijo algo que Simún no entendió. Sin embargo, la cansada sonrisa del rostro de Shams le desveló lo suficiente. Su amiga sobreviviría.
La primera palabra comprensible que salió de los labios de Shams fue «Mujzen». Simún lo mandó llamar, a él y al niño. Sin embargo, él se negó a acudir. Al saberlo, Shams se cubrió la cabeza con la manta y permaneció largo rato tumbada así en silencio.
– ¿Shams? -preguntó Simún con preocupación.
Pero ella sacudió la cabeza y mordió el borde de la manta. Después se sentó, pidió un peine y afeites, y anunció que no quería llamar a su familia ni una sola vez más. Simún le ofreció un lugar en palacio para el niño, pero ella, para su desconcierto, se negó.
– Es tu hijo -insistió Simún-, tienes derecho a tenerlo contigo.
Sin embargo, Shams negó con la cabeza.
– De todas formas ya no tengo leche -dijo, haciendo un gesto cansado hacia sus pechos-. Y doy gracias porque se lo haya quedado él. ¿Lo trata bien?
Simún le repitió todo lo que le habían informado sus emisarios. Mujzen había buscado un ama de cría para el niño y se ocupaba de él conmovedoramente.
Shams sonrió al oírlo.
– Mientras tenga al niño consigo, quizá quede una posibilidad -dijo en voz baja-. Si se lo quito, nos olvidará a los dos.
Simún sacudió la cabeza, pero no la contradijo. Se hizo disponer un lecho junto a Shams y empezó a disfrutar de algo que hasta entonces sólo le había sido concedido durante breves momentos en la vida: la cercanía de una buena amiga.
– ¿Te acuerdas de cuando estábamos las dos juntas en aquella roca? -preguntó Simún, como tantas otras veces, y Shams soltó una risilla al recordarlo-. Me agarrabas la mano con mucha fuerza.
– Te vomité en la cabeza mientras escalábamos.
– No -la corrigió Simún-, pero casi.
Volvieron a reír, se abrazaron y ahuyentaron los recuerdos tristes.
– ¿Qué ha dicho el médico? -preguntó Simún para animar a su amiga a continuar.
Shams se sonrojó.
– Que tengo que comer muchas judías, porque eso le irá bien a mi sangre y… -Se tapó la boca con la mano-. ¿No tendrás que casarte ahora con él por mi culpa, verdad? -preguntó con espanto.
– ¿Con quién? -quiso saber Simún.
– Pues con el faraón.
Simún rio y sacudió la cabeza.
– No, no -dijo para tranquilizar a su amiga, y le estrechó la mano-. El consejo lo impedirá. Verás, a los jefes de las tribus no les parecerá bien concederles a los egipcios libre acceso a nuestro incienso a cambio de una pequeña dote.
Simún no pudo evitar sonreírse al pensar en la reunión en la que se había debatido la oferta de ese lejano faraón cuyo poder parecía tan enorme como impreciso. Gracias a la suspicacia del consejo, no había tenido que ponerse demasiado firme en contra de su nuevo pretendiente. Había podido reclinarse y escuchar las largas deliberaciones de los ancianos sobre cómo debían rechazar ese ofrecimiento con el que un extranjero pretendía inmiscuirse en sus asuntos.
– Han encontrado una solución maravillosa -le explicó a Shams-. Aquí los hombres, al casarse, pasan a formar parte de la familia de la mujer, como bien sabes. De modo que le han hecho saber al faraón que, si desea ser mi esposo, tendrá que trasladarse a Marib y convertirla en su ciudad de residencia.
Shams puso unos ojos como platos.
– ¿Y piensa hacerlo? -preguntó con inquietud.
– Por lo que yo sé de él: no -repuso Simún, divertida.
Shams parecía aliviada, pero su semblante enseguida volvió a ensombrecerse.
– Sentiría muchísimo haber hecho desdichada a otra persona más con mis tonterías.
Simún se acercó a ella y la abrazó.
– Explícame cosas de casa -dijo, para que su amiga cambiara de tema, y se asombró de la facilidad con que había salido de sus labios esa última palabra, a pesar de que designaba a un lugar en el que habían intentado quitarle la vida-. ¿Lleva Hamyim ahora a su propio hijo apoyado en la cadera?
– Esperaba al segundo cuando partimos -contestó Shams.
Al decir «partimos» se estremeció, le recordó demasiado a Mujzen y la felicidad que habían sentido al cabalgar juntos.
– ¿Y Tubba? -preguntó Simún para ayudarla a seguir.
– Ah, ése, era un fanfarrón. Cuando supo que Mujzen y yo… -volvió a interrumpirse, pero se sobrepuso-… bueno, que nosotros… empezó a manosearme el trasero cuando pasaba por mi lado. Por ver si tenía buena pelvis para tener niños, decía. -Shams arrugó la nariz al pensar en ello-. Al final llegó a casarse con Mahdab, ¿te imaginas?
Simún soltó una carcajada. La lengua de Mahdab no era menos afilada que la de su hermana mayor, Hamyim. Tubba no lo tendría fácil con ella.
– ¿Y ella lo aceptó a pesar de que nunca fue capaz de acertar con una piedra a una serpiente? -preguntó con burla.
Por un momento consiguió contagiarle su alegría a Shams. Charlaron sobre todos aquellos que habían conocido juntas. Ni una ni la otra ocultaron su satisfacción a causa de la circunstancia de que Watar hubiera fallecido de una caída en la última caza del macho cabrío. Tras un momento de silencio, Shams preguntó con timidez:
– ¿Alguna vez has conocido a alguien con quien…? Ya sabes.
– No -respondió Simún, sucinta y algo ruda. Shams se encogió de hombros. Simún sonrió y mostró su pie-. Sigo con la tara de siempre, como puedes ver.
Shams, azorada, miró a otro lado.
– Eso no quiere decir nada-adujo-. No hace a una persona.
Simún sintió cómo crecía la ira en su interior.
– Cierto -espetó-. Se me había olvidado que tú misma amas a un hombre con un agujero en los dientes.
Lo lamentó nada más haberlo dicho. Encajó el rostro pesaroso de su amiga como una bofetada. Sin embargo, antes de que pudiera abrir la boca para decir nada, Shams contestó.
– Es verdad -dijo con sencillez, y se sentó en su lecho. Miró a la manta y la alisó cuidadosamente con ambas manos-. Lo amo. Y a ti también. -Vaciló un instante-. También Mujzen te tenía en mucha estima, ¿lo sabías?
Simún la contradijo con un gesto de la mano.
– Tanto que habría preferido enviarme al más allá -repuso con desprecio-. No, gracias. Esa clase de amor no la quiero para nada.
Pensó en Yada. Yada, que a lo mejor había atentado contra su vida, y sintió un sabor amargo en la boca.
– Sin embargo, te salvó -repuso Shams con mucha dignidad-. ¿Qué más amor que ése quieres?
Simún la miró estupefacta y su amiga le devolvió esa mirada algo ofendida y con la cabeza alta. La reina bajó los ojos, turbada.
– No lo sé -masculló, y entonces recuperó su orgullo-: ¿De modo que crees que soy demasiado exigente para ser una tullida?
Shams se miró las uñas. De pronto sonrió.
– Sólo digo que a lo mejor deberías concentrarte más en lo que quieres dar, y no tanto en lo que recibes.
Simún se quedó callada y reprimió el comentario de que seguro que Mujzen sabría apreciar ese buen consejo que acababa de salir de sus labios. Shams, de improviso, volvió a hablar:
– Todavía no me has preguntado por tu abuelo.
El corazón de Simún detuvo su palpitar un instante. Se aclaró la voz.
– ¿O sea que todavía vive? -preguntó entonces con toda la ligereza que fue capaz de aunar.
Shams asintió.
– El nos indicó el camino para buscarte -dijo y, cuando Simún la miró con sorpresa, añadió-: Dijo que podía sentir qué era de ti.
– De mí no sabe nada.
Shams pasó eso por alto, se inclinó hacia delante y le puso la mano en el brazo.
– Lo percibe, créeme, Simún. No encontrará la paz hasta que tú no estés en casa. -Hizo una pausa y, esperanzada, tragó saliva-. ¿Acaso no regresaremos a casa?
– ¿A casa? -preguntó Simún a la defensiva-. Yo ya estoy en casa.
Alzó los brazos y los extendió abarcando esa estancia en la que vivía sobre una estera en el suelo, como una criada, en el centro de un palacio en el que, pese a ser suyo, ya había dos salas en las que no podía entrar: la de Shamr, donde su cabeza cayera rodando al suelo, que había cerrado y clausurado hacía tiempo; y la habitación que daba al jardín. ¿Qué rumbo tomaría aquello?
Simún miró en derredor. Poco a poco fue bajando los brazos y los hombros.
– Me voy -dijo en voz baja pero firme.
Se recordó que no tenía de qué avergonzarse. Lo que iba a hacer lo hacía por el bien de Saba, lo había reflexionado mucho y planeado bien. Durante décadas sería recordada por ello. Lo grabarían en los sillares de piedra caliza de los muros de los templos. Todos los cuentos de su abuelo se harían entonces realidad; se habría convertido en algo muy especial. Poco a poco iba dibujando su propia imagen.
– Si tampoco tú quieres quedarte aquí, puedes venir conmigo.
– Sabemos -dijo Simún, y miró a la concurrencia- que los egipcios venden el incienso de Hadramaut en las costas orientales y nororientales del Mar Grande. Allí viven personas que lo hacen arder en sus templos, aunque no lo aprecian por su aroma ni por sus cualidades curativas.
Simún miró al corro. Pensó en lo que le había explicado el médico egipcio durante el banquete que habían dado en su honor. Como todavía creía ver en ella a la prometida de su faraón, el hombre había querido impresionarla con su conocimiento del mundo.
– ¡No! -exclamó Simún con un aire de superioridad-. Lo necesitan porque a través de él hablan con sus dioses.
Dejó que el significado de esas palabras calara en su público; ella misma había necesitado un tiempo para comprenderlo.
– Eso significa que sin incienso no puede haber rituales, festejos ni oficios divinos, nadie escucha sus oraciones. -Fue resaltando cada punto con los dedos.
Los ancianos movían la cabeza en actitud dubitativa.
– ¿Acaso escuchan sus dioses con la nariz? -dijo un gracioso.
Algunos rieron. Los demás reflexionaron sobre las consecuencias de lo que acababan de oír.
– No lo sé -repuso Simún-. Pero el caso es que el humo aromático es sagrado para ellos y que, sin él, creen que no pueden entrar en contacto con sus dioses.
– ¿Y eso qué supone? -preguntó un anciano de párpados can sados.
– Que jamás renunciarán al incienso y que lo pagarán a cualquier precio -respondió Simún enseguida.
El anciano asintió como si la reina no hubiera hecho más que expresar lo que él ya había intuido. Simún prosiguió y expuso el precio que se pagaba por el incienso en los templos de la Tebas egipcia. Sonrió al pensar en lo mucho que se maldeciría el médico por esa indiscreción suya.
Un hombre con barba de chivo que se llevaba una copa de vino a los labios brindó con impetuosidad y se atragantó. Por doquier resonaron carcajadas de incredulidad. Simún, no obstante, se limitó a asentir.
– ¿Y qué hemos recibido nosotros hasta ahora? -preguntó, y les dejó tiempo para calcular mentalmente cuál había sido hasta ese momento la cuantía de los impuestos recibidos en Saba por el incienso y comparar las dos cantidades.
– Y nosotros creíamos que éramos ricos… -dijo alguien sin acabar de creerlo.
Simún se inclinó hacia delante.
– Lo seremos -dijo-, ahora que el incienso de Hadramaut es nuestro. -Se irguió mucho-. Ya no nos conformaremos con los aranceles -explicó-. Ya no concederemos los beneficios a Ma’in ni a los nabateos ni a las demás tribus que se pasan la mercancía de mano en mano hacia el norte hasta que acaba llegando a Egipto, que se hace de oro. -Miró a la concurrencia en actitud triunfante-. Encontraremos nuestra propia ruta hasta el Mar Grande. -Dejó que asimilaran la noticia-. En el futuro pagaremos aduanas, pero a cambio nos embolsaremos el precio de la venta.
– Eso es muy complicado -adujo alguien.
– Pero merece la pena -replicó Simún. De nuevo mencionó las cantidades que tan increíbles les parecían a esos beduinos.
– Es peligroso -objetó otro.
Simún sonrió con malicia.
– Si una mujer se atreve… -dijo, y dejó pendiendo la frase.
– Nunca se ha visto nada semejante. -El anciano de pesados párpados de lagarto la contemplaba meditabundo.
Simún le tomó la mano.
– Dadme camellos -dijo-, y yo os los traeré de vuelta cargados de oro.
Sintió la inquietud, pero también la alegre exaltación de los cuchicheos generalizados, los codazos y el susurro de las telas de los ancianos que debatían.
– ¿Cómo pensáis hacerlo? -preguntó uno, alzando la cabeza.
Los demás se detuvieron.
Simún había esperado esa pregunta.
– Dicen que hay un rey llamado Salomón -explicó-, que gobierna una región en la que se encuentra un puerto donde puede embarcarse el incienso. El puerto se llama Tarsis y dispone de una gran flota. Iré a visitar a ese Salomón que ha hecho frente tanto a Egipto como a Babilonia, pues él es el hombre con el cual podremos comerciar en el Mar Grande.
Los ancianos asintieron. Tanto Egipto como Babilonia eran nombres que les infundían temor, ya que esos poderes habían extendido a menudo sus brazos hacia ellos desde el otro lado del desierto. Lo cierto es que sabían poco de esos reinos y el peligro era vago, pero el miedo que suscitaban era ya antiguo y en el sonido de esas dos palabras, como en los nombres de jinn malignos, no resonaba nada bueno.
Salomón, por el contrario, era algo nuevo. Sonaba fuerte y lleno de promesas. Los comerciantes de la ruta del oro ya les habían hablado de él, aunque sus relatos habían pasado también por muchas bocas y se asemejaban más a cuentos que a noticias de un mundo real.
– Dicen que gobierna sobre los jinn -dijo alguien con temeroso respeto.
De repente vieron a Simún con otros ojos. ¿No decían también de ella que de veras era hija de los jinn, medio mujer, medio antílope? Los rumores habían aparecido en la ciudad tan repentinamente como ella y nunca se habían acallado del todo. ¿Acaso no era lógico, pues, que se aliara con el príncipe de los jinn?
Simún tamborileaba impaciente con las uñas sobre la mesa.
– El se ocupará de la seguridad del transporte de nuestro incienso -explicó con sequedad, e intentó ocultar su propio entusiasmo al pensar en el rey lejano.
Los ancianos se levantaron. Su jefe inclinó la cabeza ante ella.
– Regresad y vivid aún muchos años -dijo.
Era la despedida tradicional para los viajeros.
La delgada línea de la caravana avanzaba como un gusano que se mecía sobre largas patas. Cada diez o quince animales iban amarrados entre sí por sogas y conformaban una unidad; el que iba en cabeza llevaba unas campanillas que con su tintineo acompañaban a la comitiva en todo momento. Aquí y allá se alzaba algún que otro bramido lastimero cuando uno de los mozos que caminaban junto a los animales remataba sus sonoros «hat, hat, hat» con un latigazo. La mayoría de los camellos iban cargados con sacos amarrados cuidadosamente a lado y lado de sus sillas. Los mozos practicaban todas las mañanas el arduo arte de colocarlos equilibradamente y cargarlos de manera que sus valiosos camellos no sufrieran rozaduras.
Simún se había decidido por los pequeños camellos del interior, que no eran tan fornidos como los animales de la costa, que podían acarrear el peso de entre tres y cuatro hombres. Los suyos no eran camellos tan fuertes, pero sí resistentes, y se las arreglaban mejor en las distancias largas. De cada tres de ellos se ocupaba un mozo, hombres de los desiertos que sabían cómo atravesarlos, y el jefe de la caravana y sus hombres tenían siempre puesto un ojo vigilante sobre ellos, pues seguían siendo beduinos, hombres en los que no se podía confiar como en los campesinos de los poblados o los habitantes de los oasis, pero sí contentadizos como los animales de los que se encargaban. Sus rostros estaban quemados por el sol; su piel, agrietada como el cauce de un riachuelo seco; su cabello polvoriento era espinoso como una zarza. Cuando su jefe le fue presentado a Simún en las inmediaciones de Ma’in para que se inclinara ante ella, la reina había quedado sorprendida por su enjutez, la ira amarillenta de sus ojos y su figura arrugada y seca. Ante sí tenía a un anciano que ella sabía que no podía tener más de treinta y cinco años. El hombre besó la daga que ella le tendió, dio media vuelta y se alejó descalzo sobre la roca de lava que abrasaba bajo el sol. Simún recordó haber hecho eso mismo de niña.
Cada tres de esos mozos, a su vez, compartían un camello como montura. En él cargaban también sus enseres y las mantas que extendían para acampar en cada alto del camino. Casi siempre, por tanto, avanzaban a pie junto a la larga hilera de animales, los azuzaban, cantaban y charlaban hasta que el sol estaba alto sobre el horizonte y acallaba todos los sonidos humanos, y entonces sólo las llamadas de los animales y el tintineo de las campanillas seguían pendiendo junto con el polvo en el aire.
Shams se asomó por la litera para mirar a Simún, que de vez en cuando, harta de estar encerrada, montaba en camello. Como siempre, sintió una pequeña punzada al ver la larga fila de animales, pues todos ellos habían sido elegidos personalmente por Mujzen. Le dolían los comentarios mordaces de los caravaneros quejándose del bellaco que les había endilgado esos camellos baratos que enseguida se cansaban.
– ¿Qué esperabas? -le comentó un día el jefe a uno, y escupió a la arena-. Un beduino, como esos otros canallas. -Y se apartó de un camello al que le temblaban las patas bajo los flancos llenos de rozaduras.
Marub, sin embargo, se volvió hacia los dos hombres y los hizo responsables de haber atado la carga torcida sobre la silla del animal, de manera que al andar no hacía más que resbalar hacia un lado y le había causado heridas. Shams se sintió agradecida.
– ¡Simún! -exclamó, y saludó con la mano. Su amiga se acercó cabalgando-. Los hombres de Ma’in dicen que el siguiente pozo ya no queda muy lejos -dijo, y se enjugó el sudor de la frente. El polvo le dejó líneas de suciedad-. ¿Ves? -Señaló al cielo, donde buitres y milanos volaban en círculos-. Ya nos están esperando.
Llevadas por sus alas susurrantes, las aves carroñeras iban despejando con desidia el lugar de descanso que poco a poco se iba llenando de camellos. El lento batir de sus alas las llevaba hasta los árboles colindantes, donde esperaban una ocasión para llenar el buche con los desperdicios de los caravaneros que solían hacer un alto allí. Uno tras otro, los camellos recibían entre fuertes gritos la orden de tumbarse para que pudieran descargarles los fardos. Después se volvían a poner en pie sobre sus largas patas y corrían al abrevadero, desde donde, una vez saciada la sed, se paseaban por los alrededores para pastar en las gramíneas y el duro follaje de las matas, como solían hacer durante la tarde.
Simún los miraba.
– Que no se acerquen a los huertos -les gritó a los mozos-. No quiero tener que negociar otra vez por los desperfectos.
Los pueblos de los oasis situaban los lugares de descanso de las caravanas bastante lejos de sus casas e intentaban tener el menor contacto posible con los extranjeros. No obstante, nunca se estaba a salvo de riñas.
– Podremos decir que hemos tenido suerte si mañana por la mañana estos sinvergüenzas no vuelven a afirmar que la mitad de los animales son suyos y que siempre han estado en sus tierras -rezongó Marub.
Simún seguía de buen humor.
– Pues tendremos que hacer algo para impedirlo -repuso con alegría.
Se había puesto una ostentosa túnica entretejida de hilo de oro que sobre el suelo de barro hollado, en medio de las manadas polvorientas, se antojaba tan fuera de lugar como las ricas joyas que se balanceaban en sus sienes. Shams la había ayudado a trenzar los colgantes en su pelo, había ido colocándole los brazaletes uno a uno y luego le había perfilado los ojos y le había coloreado las mejillas y los labios de carmín hasta que su imagen fue tan irreal como la de una diosa.
– Perfecto -murmuró Simún tras una rauda mirada al espejo de bronce bruñido, y se acercó a Marub, que estaba listo para escoltarla con sus hombres.
En la silla, delante de ella, Simún sostenía una caja con engastes de plata en la que guardaba sus argumentos más incontestables: oro, plata, incienso y las varas de madera en las que estaba escrito el texto de los acuerdos. A veces bastaba incluso un saco lleno de sal para ganar un socio. Marub solía echar pestes y decía que le parecía un disparate alimentar con obsequios las fauces de esos pueblos de ladrones, pero Simún siempre replicaba que se había propuesto cerrarles el hocico de una vez por todas. De todos modos, puesto que parecía salirse con la suya, Marub no protestaba en voz muy alta.
Simún dirigió una última mirada a las laderas antes de empren der camino. El pozo en el que se habían proveído de agua para los animales era un hoyo húmedo y de aspecto provisional que se abría en la boca de un uadi, estaba cubierto con hojas de palma y protegido por un murete. No muy lejos de allí empezaba un pedregal que daba la impresión de ser una colina muerta en ruinas y se ex tendía por una amplia franja al final de la cual quedaba el desierto de la Región Vacía. Aquí y allá se distinguía la línea aterciopelada de una duna en el horizonte, y el viento, cuando soplaba del este, hacía sisear el aire a causa de la arena que arrastraba consigo. De vez en cuando la tierra gris se arqueaba en unas pequeñas gibas de arena amarillenta formadas por el viento, perfectamente redondeadas, vástagos de las grandes dunas, que parecían raros animales extraviados.
A su izquierda, en el oeste, por el contrario, se alzaban las laderas de las montañas completamente cubiertas por el verde mosaico de las terrazas de cultivos que arrellanaban los campesinos de aquellas alturas. El austero estampado llegaba hasta lo más alto, donde lo cubrían las nubes. Allí arriba todo parecía rebosar y rezumar, y en un saliente que había en mitad de las verdes líneas se veía asomar una roca desnuda con una construcción poco acogedora. A primera vista parecía una fortaleza. Al acercarse, sin embargo, veía uno que lo que había creído formidables muros eran en realidad casas apiñadas que, alzándose hasta varios pisos de altura, se apretaban unas contra otras sobre el precipicio y presentaban al recién llegado una fachada hermética.
Las puertas del asentamiento, que aparecieron cuando doblaron la última curva del escarpado y sinuoso camino, se abrieron y escupieron a una cuadrilla de jinetes que empezaron a cabalgar en salvajes círculos alrededor de Simún y de sus hombres, profiriendo gritos de júbilo y blandiendo sus gumías, que, no obstante, no habían desenvainado. Todo aquello era un ritual, mitad intento de intimidación, mitad recibimiento, que la reina soportó sin pestañear siquiera junto a Marub. Por encima de ellos sonaron unos cuernos que llamaron de vuelta a los jinetes y les dieron la señal de que podían entrar en el pueblo fortificado.
Simún avanzó con su camello por entre casas que eran tan altas como algunas de las de Marib. Construidas burdamente con adobe y embadurnadas con una pasta de cal alrededor de las ventanas para mantener alejados a los espíritus malignos, se alzaban hacia el cielo nublado como dientes torcidos. Las plantas bajas, que no tenían ventanas al exterior, albergaban almacenes o corrales; Simún oyó mugidos y balidos por las oscuras entradas. A las estancias de los habitantes, que quedaban encima, se llegaba las menos de las veces por unos peldaños; casi siempre había tablones o escaleras de mano en las que aquí y allá se balanceaba alguna mujer con una vasija de barro sobre la cabeza, o un tropel de niños. Todos ellos escapaban ante la tropa de jinetes que seguía escoltando a Simún y llenaba las callejas con el alboroto de su jactancia.
Marub se inclinó hacia ella.
– Me parece que aquí bastará con un poco de sal.
– Unas cuantas jarras de aceite de rosas tampoco les vendrán mal -repuso la reina, sosteniéndose con recato el borde de la manga ante la nariz porque pasaban por una callejuela especialmente sucia.
Al final resultó que el jefe del pueblo estaba interesado en algo muy distinto. Después de ser conducidos a través de un laberinto de salas de adobe que más parecían grutas y de sentarse sobre unos cojines sucios, tras una larga espera llegó un muchacho de aspecto salvaje e irisados ojos de un castaño amarillento que se acercó a ella y, aún de pie, se detuvo a olfatear el aire mirándola con atrevimiento. Dirigió a sus compañeros unos comentarios sobre Simún en una lengua extraña, pero ella los pasó educadamente por alto. Los hombres, que llenaban la sala sin tomar asiento, se fueron tranquilizando poco a poco hasta que al fin se sentaron unos junto a otros con las piernas cruzadas, sacaron un incensario y, una vez todo quedó sumergido en un sahumerio que perfumó su piel, pudieron comenzar las conversaciones.
El cabecilla, traducido de su extraño idioma entrecortado por un joven jinete, dio su nombre y también el de su padre y el del padre de su padre, y empezó entonces a enumerar la larga lista de sus antepasados. El tono de su voz se convirtió en un tarareo. Al hablar se balanceaba un poco hacia delante y hacia atrás.
– ¿Qué está haciendo? -susurró Simún, y se inclinó casi imperceptiblemente hacia Marub.
– Nos declama su árbol genealógico -contestó el guerrero-. Así establece su valía en las negociaciones.
Simún asintió. Esperó a que el hombre terminara y después le dio un tenue golpe a su guardián, que se levantó y empezó a recitar también los ancestros de su señora. Para ello se valió de una genealogía elaborada especialmente con motivo del viaje, que incluía a algunos de los más conocidos señores del viejo Marib, pero que remitía también a los reyes de la lejana Asiria, que siempre habían extendido sus brazos desde la Tierra de los Dos Ríos hacia los desiertos de Arabia y que para cualquier niño de aquel pueblo serían personajes de cuento. Terminó mencionando a la primera mujer que habían creado los dioses, la madre primigenia y única. Así la designó también Marub a ella cuando al fin la señaló: la Única. Ese sería su nombre en el transcurso del viaje.
Sus oyentes se inclinaron cuchicheando entre sí, visiblemente impresionados por lo que acababan de oír. Sin embargo, no parecían en modo alguno amistosos. Marub, con ayuda del intérprete, intentó tantear sus deseos y preguntó si tenían víveres que desearan vender. El cabecilla hizo un gesto de disgusto, la cosecha no había sido buena, sus provisiones eran escasas, no podían prescindir de nada. Su mirada no hacía más que pasearse con ansia sobre la caja que descansaba ante los pies cruzados de la reina.
– El muy miserable quiere subir el precio -le masculló Marub a Simún, que seguía serenamente sentada, como correspondía a su papel, y evitaba el contacto visual con los hombres.
Le costó contener un bostezo. Siempre era lo mismo, podía durar horas.
– ¡Maldita sea!
La repentina rabia en la voz de Marub hizo que levantara la cabeza.
– ¿Qué sucede?
– Dice que todos los camellos que hay aquí son suyos. -Simún vio cómo movían las mandíbulas de Marub-. Me parece que este mocoso es demasiado astuto.
Simún permaneció tranquila.
– Pues dile que todas las armas servibles que hay en esta sala son nuestras -dijo-. Vamos, díselo. -Puesto que Marub vacilaba y el intérprete la miraba con horror, añadió en voz baja-: Los superamos claramente en número.
Cuando el hombre pronunció su frase, alzó el rostro y miró a la cara al cacique del pueblo. Este le sostuvo la mirada como si en sus ojos pudiera leer el verdadero significado del mensaje. Seguramente en esos momentos pensaba en lo que sin lugar a dudas le habrían comunicado ya sus espías: que esa caravana se diferenciaba de las demás por la gran cantidad de guerreros armados que la acompañaba. También se estaría preguntando qué querría de él esa mujer que osaba humillarlo en el seno de su séquito. De súbito, sacó su daga sin previo aviso.
Marub ya tenía los dedos sobre el puño de su arma, pero la mano de Simún se alzó y detuvo su brazo. Seguía sin apartar la mirada de los ojos de su contrincante, que esbozó una sonrisa peligrosa y llevó su cuchilla hasta el rostro de ella primero, a modo de prueba, y después a su cuello, como si sopesara dónde podía hacerle más daño, pero sin clavar la hoja. Los hombres que aguardaban tras la reina apenas si se atrevían a respirar.
Simún no apartaba la mirada del atacante. Veía su sonrisa, pero también la creciente indecisión de su mirada. Sus movimientos perdieron esa primera agilidad mortífera y se tornaron inquietos mientras seguía amenazándola. Entonces pareció tomar una decisión. Alzó la mano del arma. Marub inspiró hondo. Simún sintió el temblor que recorría el cuerpo de su guardián, pero siguió reteniendo su brazo con mano férrea. Su atacante arremetió con la daga hacia su corazón. La reina no pudo evitar estremecerse y transmitir ese movimiento a Marub. Enseguida, sin embargo, volvió a relajarse.
No había sentido más que un leve pinchazo, y percibió entonces una humedad pringosa y fría donde un poco de sangre empapaba la tela de su vestido. El agresor sólo se había aventurado a lanzar un ataque sin ímpetu ni entusiasmo que había atravesado las primeras capas de su ropa para terminar en su piel. Simún no movió ni un músculo.
El muchacho, frente a ella, vio también la mancha roja. Su mirada fue varias veces del punto encarnado al rostro de ella, temeroso y curioso a partes iguales, como si esperase y temiese su reacción. Soltó una carcajada, guardó su arma y exclamó algo en voz alta por encima del hombro. Trajeron vino y él mismo sirvió a todo el mundo en abundancia.
Simún dejó de apretar la mano de Marub.
– Me ha demostrado de lo que es capaz -le susurró a su acompañante-. Yo lo he amenazado; él tenía que restaurar su honor, nada más.
Marub asintió, despacio y con furia. Se veía claramente que le habría gustado saltarle a aquel hombre al cuello.
– Menudo valiente está hecho -siseó con desdén.
– Demos gracias a Athtar por que no lo sea -repuso Simún en voz baja. Correspondió a la risa de su anfitrión y bebió a su salud.
Con desconcierto aceptó entonces el puñado de hojas verde oscuro que le pasaron y que, según le indicaron con gestos, se metían en la boca para mascar.
– Qat -explicó el intérprete, y los ojos le brillaron cuando le dieron su parte y se la remetió entre las encías-. Relaja y pone contento.
– Ah. -Simún lo olió con recelo.
Con una cabezada imperceptible, dio permiso a sus hombres para probarlo al ver que todos los de la sala también se lo metían entusiasmados en la boca. Veneno no podía ser, y a aquella situación le convenía sin duda un poco de relajación. Se metió su propia hoja entre la mandíbula y el carrillo y fingió masticar. Quería permanecer bien despierta.
Para su sorpresa, sin embargo, el cabecilla del pueblo no provocó ningún altercado más. Su anterior demostración de hombría y superioridad parecía haber satisfecho por completo su amor propio y no volvió a quebrantar ni una sola vez las normas de la hospitalidad. Simún se aprovisionó de víveres para la caravana, cambió agua por sal, habló de la utilización regular de la plaza comercial y a punto estaba de abrir su caja para dejar que el hombre considerara la oferta a la luz del tenue brillo de unos anillos de oro cuando se detuvo y siguió la dirección de su mirada, que se dirigía a la cintura de Marub.
– Marub -dijo para advertir a su acompañante mientras alcanzaba despacio la daga de valiosos engarces que llevaba al cinto.
El gigante gruñó, pero no protestó cuando su señora depositó el arma en el suelo, frente a su anfitrión. Este, encandilado, acarició la vaina de plata con curvas cinceladas, cerró después absorto los dedos sobre el puño tallado en cuerno de rinoceronte africano y disfrutó con párpados trémulos del delicado silbido de la hoja al desenvainarla.
– Ya estamos otra vez -rezongó Marub al ver que el otro volvía a cortar el aire con la daga.
Esta vez, con todo, enfundó el arma sin herir a nadie. El donatario se puso en pie de un salto, exclamó algo y entró entonces un viejo que ya no podía moverse muy deprisa. El cabecilla tendió con arrogancia un pulgar hacia el anciano para que, con una primitiva cuchilla de piedra, oscura de suciedad, le hiciera un corte. Con gestos y palabras instó a Simún a levantarse y hacer lo propio.
Ella ofreció su pulgar y el viejo le hizo también un corte, se le acercó -con lo cual la muchacha tuvo ocasión de percibir el asfixiante aroma a excremento de cabra, orina y leche fermentada que desprendía su piel marchita- y extrajo una fibra de su manto. Lo mismo hizo con el jefe. Humedeció sendas hebras con la sangre de la otra parte y por último se arrodilló ante cinco piedras blancas que Simún no había visto hasta ese momento. Con devoción y dedos temblorosos, fue tiñendo de líneas sangrientas con ayuda de las hebras empapadas cada una de esas piedras, por orden, mientras murmuraba oraciones cuyo texto y significado Simún no podía comprender.
– Invoca a los dioses -explicó el intérprete, y sonrió con entusiasmo.
Marub miraba con recelo la masa de qat que le abultaba el carrillo.
– Esperemos que sean más dignos de confianza que él -gruñó.
Sin embargo, no hubo más complicaciones. Cuando regresaron al campamento, tras una larga celebración, el cielo ya clareaba y los mozos se dispersaron para ir en busca de los camellos que vagaban sueltos por ahí. Ninguno de ellos se vio importunado, y la ardua carga de los tozudos animales se completó sin interrupción alguna. Shams, que ya había despertado, se ocupó de la herida de Simún.
– Me alegro de no haber estado allí -dijo entre suspiros, y presionó un paño húmedo sobre el dedo de Simún para limpiar las costras mientras escuchaba la narración del transcurso de la velada.
– Era mejor así-convino Simún-. Si no, al final habrían conseguido que te dejáramos allí en pago por algo. De todas formas, te has perdido lo mejor -siguió diciendo Simún.
Sacó un par de hojas arrugadas de qat que ya estaban un poco lacias y se las metió en la boca a la desconcertada Shams.
– Te pondrá contenta -dijo, y animó a su amiga a que mascara.
– Ya estoy contenta -repuso Shams con la boca llena.
– ¿Aunque te diga que hoy marcharemos todo el día y toda la noche? -preguntó Simún. Antes de que su amiga pudiera protestar, añadió-: El siguiente pozo queda a dos días de camino, y tendremos que adentrarnos en el desierto.
Se arregló la vestimenta y bajó de la litera. Marub se acercó en su camello llevando de las riendas al animal de su señora. Mientras ésta montaba, la informó de la entrega de las provisiones que el pueblo les había hecho llegar según lo acordado.
Simún alzó la mano.
– ¡En marcha!
El grito resonó por toda la explanada repetido por muchas voces humanas y las protestas de los animales.
Shams se dejó caer en los cojines con un quejido cuando el camello se puso en pie bajo ella. A cada paso que avanzaba su litera hacia el este, hacia el sol naciente y el desierto, sentía que el calor abrasador de la superficie de arena ascendía más hacia ella. El sudor se le pegaba a la piel; en el pequeño pedazo de cielo que veía por las rendijas de las colgaduras, los milanos volaban en ávidos círculos para lanzarse sobre sus desechos. El gran contorno del pedregal retrocedía ante las esbeltas líneas de las dunas, que estiraban sus cuerpos en el horizonte con la elegancia de los felinos. «Estoy contenta -pensó Shams, y mascó con valentía-. Contenta, contenta.» No se dio cuenta de que sus rasgos esbozaban verdaderamente una sonrisa mientras su mirada no podía despegarse de las extensiones de arena, que ya los rodeaban por todas partes. «Esto es la nada -pensó-. La muerte me mira. Pero, ay, dioses, qué hermosa es. Qué hermosa, qué hermosa. Muy hermosa.» La caravana avanzaba meciéndose.
Marub se detuvo a esperar a Simún, que había cabalgado un rato junto a la litera de Shams. Alzó una mano para hacerse sombra y escudriñó con la mirada el lugar en que la cordillera occidental había desaparecido tras las dunas, y con ella el aliento de las cimas que les habían servido de indicadores del camino durante las últimas horas. A la mañana siguiente tenía que volver a aparecer y darles la señal para virar hacia el oeste. Eso les había dicho el jefe de la caravana. Marub era incapaz de explicarse cómo se orientaría hasta entonces. Miró en derredor: una colina de arena tras otra, y ni un solo árbol, ni un matojo, ni una piedra que pudiera servir de punto de referencia. Delante de Simún, sin embargo, no dejó traslucir esos pensamientos. Cuando la tuvo junto a él se limitó a decirle:
– No deberíais haberla traído.
– Shams ha recobrado fuerzas -lo contradijo Simún.
Marub sacudió la cabeza.
– No se aferra lo suficiente a la vida.
– ¿Acaso nosotros lo hacemos? -replicó ella, y se echó a reír bajo su recelosa mirada. Sin embargo, en lugar de ensimismarse con esa idea, prosiguió-: Habrías preferido que trajera a Incienso, ¿verdad? -No pudo evitar sonreír al ver su semblante malhumorado-. Incienso es fuerte y resuelta, ¿no te parece?
– Qué sé yo de Incienso -rezongó Marub, y pensó en lo que le había explicado la muchacha sobre la muerte de su padre.
De mala gana pasó por alto las carcajadas de Simún. Cuando ésta fue presa de un ataque de tos, le pasó su odre de agua sin decir nada.
– Hace demasiado calor para reír, perdón. -Simún rechazó el agua y alcanzó su propio odre, aunque comprobó que ya había vaciado la mitad, y eso que todavía tenían por delante la noche y el día siguiente. Sopesó con preocupación el pedazo de piel tibia y ligeramente borboteante; tenía la boca más seca que nunca. Después la guardó con decisión-. Debemos ser ahorrativos.
A su alrededor se había hecho el silencio. Hombres y animales callaban bajo el calor de un cielo resplandeciente que extendía su azul metálico sobre el monótono rojo amarillento del desierto, como si en todo el mundo no hubiera nada más que esos dos colores. Todos, hombres y camellos, llevaban la cabeza gacha y se concentraban en poner un pie delante del otro. Lo conseguían como andando en sueños. La caravana dejaba en aquella extensión un rastro delgado como el de una hormiga.
Marub era el único que seguía activo, recorría la hilera de la cabeza a la cola, azuzaba a los rezagados, vigilaba a los animales y machaba con todas sus fuerzas contra el peligroso aletargamiento. Alrededor del mediodía se dio cuenta de que no era el único que se apartaba de la larga fila. Unas huellas se separaban de las restantes y se dirigían a un pequeño valle entre dunas. Cabalgó presuroso hacia allí sin hacer caso de Simún, que gritaba tras él.
– Eh, vosotros dos, ¿qué hacéis ahí?
Marub azuzó con furia a su camello y galopó hacia dos personas que intentaban ocultarse tras una ladera, aunque no lo con se guían.
Eran dos hombres. Habían hecho tumbarse al camello con el que habían llegado hasta allí y lo azotaban con una vara en el morro. En ese momento el animal empezó a vomitar a trompicones, expulsando de su garganta un agua espumosa que los hombres recogían en un odre de cuero. Sin embargo, no consiguieron llevárselo a la boca para beber. Marub derribó al primero y le puso un pie en el cuello.
– ¡Este animal es más importante que vosotros! -gritó.
Antes de que llegara Simún, que había cabalgado tras él, Marub siguió al segundo, que caminaba con el odre marcha atrás hacia una roca, mirándolo fijamente, con miedo y terquedad. El gigante alargó la mano en la que llevaba la fusta.
– Vuelve a darle de beber eso al animal -ordenó- o te… -No dijo más.
Sintió un pequeño pinchazo en el pie y enseguida un dolor ardiente. Miró al suelo con sorpresa. El escorpión que se arrastraba raudo para alejarse de allí y volver a ocultarse bajo su roca era tan pequeño e insignificante que Marub apenas si podía creerlo. ¿Eso era todo? ¿Ese había sido el detonante del dolor abrasador que le devoraba la pierna? ¿Sería ésa la causa de su muerte?
El malhechor, que se había percatado de la inmovilidad y la expresión de estupefacción de Marub, aprovechó la oportunidad para escapar. Tiró el odre y echó a correr hacia la caravana todo lo deprisa que le permitieron sus fuerzas. Su compañero se puso de pie como pudo e hizo como él. Simún no perdió el tiempo con ellos. También pasó de largo ante la mancha oscura que se extendía en la arena, allí donde el agua se vertía sin sentido, y fue hacia Marub, que seguía de pie, aunque tambaleándose de una forma preocupante. Tenía los ojos abiertos todavía por el asombro, pero el dolor ya le había demudado el rostro.
– Apóyate en mí -pidió Simún.
Casi cayó de rodillas al sentir el peso del hombre sobre sus hombros. Con un esfuerzo descomunal, lo ayudó a dar los pasos que los separaban de su camello y a subir a la silla. Marub se desplomó en ella como un fardo.
– Debemos descansar -decidió Simún-, ahora no puedes cabalgar.
– No podemos descansar. -A Marub le costaba pronunciar cada palabra.
No quería hablar, no quería escuchar, no quería ver nada. Estaba completamente concentrado en el dolor que lo torturaba y le exigía toda su atención.
Simún sintió en la cabeza el calor abrasador que parecía derretir su melena y supo que tenía razón. No podían pasar allí ni una hora más de las necesarias. El fondo del valle en el que estaban cocía como agua hirviente. Su piel, sobre la que el sudor se secaba al momento de aparecer, se tensaba ya dolorosamente, y cada respiración le abrasaba la boca. Todavía oía las campanillas de la caravana, aunque como un sonido irreal tras la siguiente duna. Con horror comprendió que nadie los veía y que la vacía soledad del desierto los devoraba ya.
– Atadme a la silla -pidió Marub. Fue lo último que dijo.
Simún siguió su orden apretando los dientes. Igual que hacían los mozos todas las mañanas con los sacos de incienso, amarró con cautela a Marub sobre el camello, equilibró su peso, apretó las correas que unían la silla resbaladiza a la giba y consiguió así que su guardián, medio sentado y medio tumbado, una figura grotesca, fuera alzado por el animal. Vio que Marub alcanzaba las riendas, aunque su cuerpo pendía inerte hacia aquí y hacia allá, y asentía. Después les dio a los animales la señal para que echaran a andar.
Durante un rato siguieron las huellas recientes, después, cuando para indecible alivio de Simún volvieron a aparecer ante sus ojos los primeros animales, avanzaron raudos hacia ellos. El jefe de la caravana los alcanzó y con la barbilla señaló a Marub, que colgaba de su camello más muerto que vivo.
– ¿Qué tiene? -preguntó, y escupió en la arena.
Simún no se molestó en contestar. Expuso el incidente de los dos mozos que habían agotado la provisión de agua del estómago del camello, una medida a la que no solía recurrirse más que en última instancia, y pidió que fueran castigados.
El jefe de la caravana asintió.
– Tendremos más disgustos -comentó, y se colocó bien el pañuelo que llevaba en la cabeza y cuyo extremo le colgaba en la sien-, si ya no controla a sus guardias. -Ni siquiera miró a Marub.
– No tendremos ningún disgusto -lo contradijo Simún con aspereza-, si los hombres no pierden la confianza en tu aptitud. -Lo miró con severidad-. ¿Cuánto tardaremos en llegar al pozo?
El jefe de la caravana sonrió y Simún cobró consciencia entonces, con desagrado, de cuán completamente dependían de él. Si decidía hacer que se perdieran, no podrían detenerlo ni con amenazas. Aquel hombre podía hacer lo que le viniera en gana y luego abandonarlos secretamente por la noche. Simún pensó si debía mandar que lo encadenasen, pero eso no habría transmitido una buena impresión a los demás. Y sobre todo, pensó para tranquilizarse, nada indicaba que fuera a serles desleal. Probablemente no había sido más que el calor y el miedo lo que le habían infundido ese pánico.
– Cabalgaremos toda la noche con la estrella de Athtar a la espalda -explicó al fin el hombre-, y a la tercera hora veremos la montaña a cuyo pie podremos descansar.
Simún se encogió de hombros.
– Espero que aprecies tu vida -informó al jefe de la caravana.
Con la mirada buscó a Marub, que a pesar de su somnolencia debía de haber logrado hacer avanzar a su animal, pues estaba ya a la cabeza de sus hombres y alzaba la mano con esfuerzo para saludarla. Después volvió a derrumbarse. Parecía inerte. Cada paso de su camello hacía que se zarandeara como un trozo de madera sobre las olas. Sólo sus manos seguían firmes, cerradas sobre las riendas, y demostraban que su fuerza de voluntad era inquebrantable. Marub no caería de la silla.
Llegó la noche y todo siguió en silencio, los hombres y también los animales. El silencio era tan portentoso que incluso las estrellas brillaban alejándose de allí. Pendían titilantes en el cielo con exuberante abundancia, pero casi nadie alzaba la cabeza para contemplarlas. Eran tan abrumadoramente hermosas que no parecían de este mundo, y todo el que las veía se ponía a temblar y temía a la muerte.
El tiempo se escurría como arena por entre los dedos mientras cabalgaban, y sus fuerzas se perdían con él. Hacía tanto frío que Simún le pidió una manta a Shams para echársela a Marub sobre los hombros. La fiebre lo hacía arder de tal manera que la muchacha se espantó.
Por la mañana, que se presentó de súbito, sin alba ni transición, como si el frío de la noche y el presentimiento del calor del día se confundieran bajo las primeras luces, de la cabeza de la comitiva llegó un grito que sacudió a Simún. La muchacha siguió con la mirada el brazo extendido del jefe de la caravana y, ciertamente, allí, en una estrecha hendidura entre los lomos de dos dunas, se dibujaba a lo lejos algo que no podía ser arena. Uno sólo veía lo que conocía, lo que buscaba, y aun así no era más que un contorno. Simún lo contempló con perplejidad. ¿Aquella cosa insignificante les salvaría la vida?
El jefe de la caravana se echó a reír; esta vez Simún no se molestó por la burla de sus carcajadas.
– Allí beberemos esta tarde -explicó. Y, mirando a Marub, añadió-: Al menos los que sigamos con vida.
Cuando Marub despertó, estaba tumbado en una tienda.
– ¿Tienes sed? -le preguntó Simún, y le sostuvo en los labios un recipiente de agua, que él vació con avidez.
La muchacha lo observó con atención, tenía el ojo muerto en su oquedad destrozada y el vivo, que solía refulgir, todavía debilitado por la fiebre. El sol le había quemado la nariz, la piel de sus labios había saltado y colgaba en blancos jirones.
– No estás en tu mejor momento -afirmó.
– Simún -la reprendió Shams con espanto, pidió perdón a Marub con los ojos y después bajó la mirada.
El guerrero sonrió con debilidad.
– Y yo que creía que esto no podía ir peor.
Incluso Shams rio un poco entonces. Entre las dos lo obligaron a comer un poco y le hicieron beber un trago de vino para que durmiera con calma. Después salieron.
– Te adora -declaró Shams mientras se dirigían hacia su propia tienda bajo un cielo preñado de estrellas que ya volvía a tener un aspecto mucho más familiar, humano y finito, arropadas por los so nidos del campamento como por una cálida manta.
– ¿Marub? Por favor. -La voz de Simún parecía tan genuina mente sorprendida y a la vez tan poco interesada que Shams prefirió no insistir en su comentario.
Por lo visto esa idea quedaba más allá de la capacidad de imaginación de su amiga. O al menos más allá de lo que le interesaba.
– Pero ha preguntado por ti -añadió entonces Simún, al cabo de un rato.
– ¿Por mí? -Esta vez le tocó a Shams parecer incrédula.
– ¡Sí! -Simún la cogió del brazo-. Ha alabado lo bien que aguantas el viaje por el desierto.
Shams sonrió con tristeza en la oscuridad.
– Claro -dijo, y al cabo de un rato añadió con sequedad-: Gracias.
El recuerdo de Mujzen regresó con una agudeza que la dejó sin aliento. Por un momento se sintió completamente sola y perdida.
– ¿De verdad no tienes miedo de nada? -preguntó, y se detuvo-. Me refiero a eso a lo que todo el mundo teme. A lo que ha de venir.
– Ah, no. -Simún sacudió la cabeza con ímpetu. La sensación de impotencia que la había asaltado en el desierto se había desvanecido gracias al bullicio del campamento. También ella detuvo su paso, miró en derredor y comprobó con alivio que todos estaban ocupándose de su trabajo-. Verás, yo planeé todo esto para acrecentar la fama y la riqueza de Saba. Y eso es lo que haré. -Dio un paso danzarín-. Paso a paso.
Shams pensó en el puerto de las montañas que habían atravesado hacía más de una luna. Era un camino escarpado, los animales resbalaban en las pendientes.
Un camello había perdido su carga y el mozo que intentó salvarla se había roto una pierna en el intento. Todos estaban nerviosos y contrariados. Simún se había mantenido apartada, mirando largo rato en silencio las paredes de piedra, y de pronto había preguntado:
– ¿Cuánto de ancho debe tener un escalón para que la pezuña de un camello pueda subirlo con comodidad?
Ya estaban construyendo la escalera. Habían dejado atrás a unos cuantos hombres para supervisar a los habitantes del pueblo que le daban forma con sus azadas. Siglos después aún podrían señalarse esos escalones de la montaña y la gente diría: «Esa maravilla fue obra de la reina de Saba.» ¿Era eso lo que pretendía Simún?
– La fama de Saba -repitió entonces Shams con vacilación-. Saba, muy bien. Sí, ¿y tú?
– ¿Qué diferencia hay? -preguntó Simún con alegría.
El jefe de la caravana interrumpió su conversación.
– El pueblo al que pertenece este pozo -explicó- se ha aliado hace poco con los nabateos, la tribu que vive más al norte y que controla todas las rutas comerciales que llevan a ese Mar Grande al que queréis llegar.
Simún asintió, lo comprendía.
– Entonces tendremos que causarles buena impresión -comentó, y apretó el paso para llegar a su tienda y volver a ponerse la habitual máscara oficial lo más deprisa posible.
El jefe de la caravana la retuvo un instante más.
– Hemos tenido mucha suerte -dijo-. Uno de sus príncipes está aquí, podemos negociar con él.
Simún sonrió y entonces el hombre añadió:
– Se llama Yata.
La reina de Saba permaneció muy erguida mientras la muchacha Simún intentaba conservar la serenidad.
Mujzen vagaba por el palacio como hacía de vez en cuando desde que Simún le permitiera la entrada a sus aposentos. Había sido una de sus últimas disposiciones antes de la partida, y con ello había elevado a Mujzen al rango de consejero de la reina. Sin embargo, él agradecía que ese cargo no fuera más que una formalidad y que nadie pidiera nada de él en su ausencia, pues jamás se había sentido tan confuso como en esos momentos.
Pasaba el tiempo entre su casa y los establos, que seguía administrando con un rigor que era recibido con afabilidad. De todos era sabido que era un buen conocedor de su trabajo y un buen muchacho. A veces esa apática simpatía con que reaccionaban a su severidad sacaba a Mujzen de quicio. Cómo le habría gustado que una vez, sólo una vez, alguien lo hubiera temido. Hasta que cayó en la cuenta de que probablemente Shams sí le tenía miedo, y entonces regresó toda su pena.
Shams lo había abandonado, había atravesado toda Arabia para llegar a esa Jerusalén, o como quiera que se llamara aquella ciudad que él no era capaz de imaginar. A veces se quedaba de pie ante la puerta del aposento que, según le confió a regañadientes una criada de cabello rizado y unos ojos extrañamente claros a la que preguntó, había ocupado su mujer. Allí estaba su lecho. Las arrugas de aquella manta quizá fueran todavía las que había provocado su cuerpo.
Ella había estado allí, él estaba allí también, pero entre sus dos presencias el tiempo se extendía como un mar. Alargó entonces una mano con cautela para sentir si las sábanas retenían aún su calidez. Un disparate, bien lo sabía. La tela estaba fría, naturalmente. Sin embargo, olía a ella, había rozado su piel y había cubierto sus caderas.
Al mismo tiempo que la familiar imagen de su mujer llegó el recuerdo de su infidelidad. Dhiban le sonrió con burla desde el tejido. Mujzen se puso en pie de súbito y salió corriendo de allí. Recorrió pasillos y más pasillos a toda prisa y torció varias veces hasta que ya no supo dónde estaba. Al ver una puerta abierta tras la que relucía la luz del sol, la cruzó y se encontró de pronto en un jardín.
Las palmeras susurraban por encima de su cabeza, se oía el borboteo del agua y los silbidos de un hombre que trabajaba. Mujzen apartó con curiosidad las ramas de un arbusto de jazmín y se encontró ante un joven que no parecía haberse percatado de su presencia, pues estaba completamente absorto cavando un hoyo en la tierra. Su torso desnudo relucía de sudor y de sus largos rizos caían gotas cada vez que se volvía para echar la tierra a un montón.
– ¡Perdón!
El extraño, que no lo había visto entrar, dio media vuelta. Su rostro esbozó sentimientos contradictorios en silencio.
– Esperabas a otra persona -dijo Mujzen sin querer. No sabía por qué había dicho eso.
El otro se encogió de hombros y volvió a emplear la pala.
– Sólo soy el jardinero -dijo-. Yada -añadió, sucinto, al ver que Mujzen no tenía intención de irse.
– Yo soy Mujzen. -Se irguió un poco-. Responsable de los establos reales y consejero de la reina.
El jardinero asintió con vaguedad e hizo ademán de volver a su trabajo, pero entonces pareció cambiar de opinión y se detuvo. Se apoyó en el mango de la pala, se secó la frente sudada con el antebrazo y miró a Mujzen a los ojos.
– Entonces, ¿la conoces bien? -preguntó.
Mujzen creció medio palmo.
– Una vez le salvé la vida -anunció.
Yada ladeó un poco su cabeza de largos rizos.
– Bueno, fue hace tiempo, en el desierto -añadió Mujzen, tartamudeando.
El jardinero seguía mirándolo con detenimiento.
De nuevo intentó el muchacho demostrar su superioridad.
– Lo cierto es que -informó- debía sacrificarla a Afrit. En realidad eso fue lo que… -Enmudeció buscando las palabras adecuadas.
Entonces se sentó en el borde del estanque y se miró las rodillas.
– Ella me dejó sin diente -dijo en voz baja, y se señaló la boca con el dedo-. Y nunca me ha pedido perdón por ello.
Se estremeció al sentir las apaciguadoras palmadas de la mano de Yada en el hombro. «No te lo tomes a mal», parecía decir ese gesto. Mujzen sonrió con amargura.
– No es una mujer fácil -dijo el joven.
Mujzen alzó la mirada.
– ¿También a ti te ha…? -empezó a preguntar, pero dejó el interrogante a medio camino.
Yada sólo sonrió y se señaló a sí mismo.
Con curiosidad, Mujzen contempló en todo detalle el rostro que tenía delante; ese Yada era un hombre de gran apostura. Sacudió la cabeza, decepcionado.
– A ti no parece que te haya dejado heridas visibles. Tienes suerte.
– Suerte -repitió Yada, pensativo-. No sé, la verdad, yo…
Se vio interrumpido por un portazo. Una mujer seguida de dos criadas salió al jardín. Era escultóricamente hermosa, aunque se ayudaba quizá de demasiados cosméticos. Mujzen se percató de ello aun desde aquella distancia. Sus expresivos ojos, casi demasiado grandes, estaban perfilados por gruesas líneas de kohl, sus párpados relucían de un verde reptil. Las granadas de sus mejillas resplandecían a porfía con sus labios, y en sus orejas se balanceaban largos pendientes con esmeraldas que parecían incendiarse con los demás colores. Su ostentoso esplendor, con todo, no lograba cubrir la amargura de sus rasgos.
Yada se volvió bruscamente de espaldas en cuanto apareció la bella extraña. Cuando Mujzen se dirigió a él para preguntar quién era esa mujer, lo encontró del todo ocupado trasplantando esquejes en el surco que había cavado. Con ambas manos cogía la tierra húmeda, ensuciándose hasta los codos.
– Es su madre, Dhahab -dijo, respondiendo a la pregunta de Mujzen por encima del hombro.
– ¿La que nunca se deja ver?
A Mujzen se le despertó la curiosidad. Se levantó y fue hacia la fuente para ver mejor la terraza desde allí.
– Aquí sí se deja ver -fue la respuesta-. Desde que Simún no está, sale a menudo.
– Ah. -Mujzen se ocultó tras un arbusto de jazmín para contemplar la escena de allá arriba sin ser visto, pero entonces se dio cuenta de que había alguien más escondido. Silbó en voz baja y con malicia al darse cuenta de que era una muchacha-. Eh, Yada -exclamó-, tienes visita.
Yada se enderezó con sorpresa y miró por encima del hombro mientras la joven se veía obligada a salir de su escondite.
– Es Incienso -dijo en un tono poco romántico, y siguió trabajando.
Incienso se quitó una flor marchita de jazmín de su pelo rizado.
– Me escondía de ella -explicó, y alzó la barbilla con obstinación mientras con la mano señalaba a la terraza, donde las criadas preparaban un lecho de almohadones para Dhahab-. A cada momento me envía a hacer recados.
Mujzen alzó las manos en actitud defensiva.
– Por favor, por mí no tienes que justificarte.
Aquella muchacha tenía algo extraño. ¿Sería el contraste entre su piel oscura y esos ojos sorprendentemente claros? ¿O quizá su extrema delgadez? Toda ella parecía larga y ligera y, aunque no se la veía demacrada ni enjuta, era como uno de esos argénteos pedazos de madera blanqueados por el sol. Mujzen pensó en los extraños árboles silvestres de incienso que había visto en los altos valles. Sí, pensó que el nombre le sentaba bien.
– Incienso -dijo, a modo de saludo-. Tú eres su criada, ¿verdad? Marub me ha hablado de ti alguna vez.
Algo se encendió en la mirada de la joven al oír el nombre del guardián. Lo miró con nuevo interés.
– Será mejor que no pronuncies aquí su nombre -susurró, y su voz sonó burlona. Señaló a Yada con su pequeña barbilla algo puntiaguda-. Si no, le entrará miedo.
Mujzen pensó que seguramente se había equivocado en su sospecha romántica en cuanto al jardinero y la criada de Simún. Miró con sorpresa a Yada, que se sacudió la tierra de las manos y alcanzó entonces el siguiente plantón.
– Marub no peleará conmigo hasta que no tenga un arma en mis manos -dijo con ecuanimidad.
– Lo cual seguramente no sucederá nunca -siseó Incienso con malicia.
– ¿Para qué, si con una pala puedo vencerle? -replicó Yada con una sonrisa.
– ¡Un momento! -A Mujzen le caía simpático el jardinero, pero una ofensa a la fama guerrera de Marub no podía dejarse pasar como si nada.
Yada zanjó el tema con un gesto bienintencionado de la mano
– Marub es un hombre honorable -dijo.
Mujzen asintió en cuanto oyó esas palabras.
– Es el mejor guerrero de Saba-añadió-. Y Simún no podría tener a un hombre mejor a su lado.
El silencio que siguió a esas palabras cayó como un peso. Mujzen se espantó.
– Quiero decir que… Bueno -tartamudeó, y miró a Incienso de reojo. Carraspeó y siguió enseguida-: Siempre ha sido así, todos se enamoran de ella, incluso Tubba, en el fondo. Aunque… No os preocupéis, ella nunca ha tenido… De verdad… En eso es un poco difícil -siguió balbuciendo, y tuvo la sensación de estarse me tiendo en un buen lío-. Supongo que todo se debe a su mal, en fin, a ese… -Señaló hacia abajo y calló, agradecido de poder poner fin a su verborrea.
– Pie -terminó de decir Yada en su lugar y para gran sorpresa de Mujzen-. Pie, pie, pie. -Repitió la palabra con tal imperiosidad que el joven beduino se estremeció, y cada vez que lo decía clavaba la pala en la tierra con todas sus fuerzas.
– Hmmm-hizo Mujzen.
– ¿Jardinero? ¡Jardinero! -El grito, alto y claro, procedía de la terraza.
Mujzen, desconcertado aún por el arrebato de ira de Yada, vio cómo se erguía, respiraba hondo un par de veces y luego atravesaba el jardín con expresión hermética y subía los escalones. Una vez en la terraza, lo hicieron pasar al interior; la oscuridad de las puertas se lo tragó.
– ¡Bah! -La voz de Incienso parecía cargada de odio-. Parece que no a todo el mundo le molesta servirle.
Mujzen, sin salir de su asombro, seguía mirando al lugar por donde había desaparecido Yada. Si era cierto lo que pensaba, lo que creía… Pero se le confundían las ideas.
– A la señora no le gustaría.
– Pero, quiero decir… Que él… Me parece… -Mujzen se interrumpió y sacudió la cabeza. Yada la había llamado por su nombre, pensó entonces. No «señora», ni «reina», sino simplemente «Simún»-. Entonces… -empezó a decir, pero volvió a callar.
Incienso se le acercó tanto que él percibió el aroma a madera de sándalo de su piel. ¿O acaso crecía allí, en el jardín? Miró en derredor con inseguridad.
– ¿Te ha explicado Marub que encontramos una serpiente venenosa en su aposento?
Mujzen negó con la cabeza. No sabía nada de eso.
Incienso asintió con elocuencia.
– Entró desde el jardín. Hasta su lecho.
– ¿De verdad? -Mujzen rió con timidez. La mención de la serpiente le recordó los momentos más desagradables de su juventud-. Simún no les tiene miedo a las serpientes -dijo-. No te preocupes.
Incienso sonrió -¿había desprecio en esa sonrisa?- y retrocedió un paso. Mujzen respiró con alivio y quiso regresar a casa. Cuanto antes dejara atrás ese extraño jardín, mejor.
– Marub dice que te aprecia.
Ese último comentario de Incienso hizo que se volviera una vez más.
– Que eres un buen hombre, y leal a la señora. -Sonrió-. Como él mismo.
– Me esfuerzo. -Mujzen tragó, tenía la garganta seca.
Incienso asintió.
– Marub está desfigurado -siguió diciendo la muchacha, como para sí. Sus dedos hicieron un gesto que Mujzen conocía bien: un leve tamborileo con el dedo en el rabillo del ojo. La chica lo miró y alzó la barbilla con orgullo-. Pero hay mujeres a quienes eso no les importa.
Mujzen asintió y, como no tenía contestación para ese comentario, se volvió y echó a andar. Sólo al cabo de unos pasos empezó a comprender el doble sentido. ¿De veras estaba hablando de ella misma, o se refería… -el vello de los brazos se le erizó al pensarlo-… se referiría a Shams? Los celos se encendieron enseguida en sus entrañas, apretó el paso. Entonces se detuvo bruscamente. Recordó los ojos de Incienso, que tenían un brillo extraño, y pensó algo nuevo. A lo mejor lo que había querido decir era algo muy diferente a lo que él había entendido en un principio: ¿no podía haber hablado de ella misma y de hombres desfigurados… como él?
Estuvo a punto de dar media vuelta; con una rauda certeza supo que su delgada figura seguiría de pie en el camino, tras él. Entonces se oyó un fuerte ruido: una risa de mujer. Mujzen se estremeció como si hubiese recibido un golpe. No sabía decir de donde provenía, si de lo alto de la terraza o de Incienso, que seguía miran dolo. La carcajada volvió a sonar, fuerte y maligna.
– No es más que un ave nocturna -murmuró Mujzen, tembloroso-. El crepúsculo la ha despertado.
No se atrevió a volverse para mirar. Todo lo deprisa que pudo casi corriendo, salió del jardín.
Simún miró con desconfianza la estrecha entrada de la garganta y se volvió en la silla hacia el guía nabateo que el príncipe Yata les había concedido tras largas negociaciones.
– ¿De verdad tenemos que pasar por aquí?
El hombre se llevó la mano al corazón e hizo una profunda reverencia.
– ¿Os he guiado mal alguna vez?
Simún resopló y se guardó la mala contestación que tenía en la punta de la lengua. Desde que se habían encontrado con los nabateos en Hedshra y se habían dejado guiar por ellos, habían recorrido extraños caminos, habían dado oscuros rodeos por el desierto a pesar de que la montaña era cada vez menos escarpada y parecía muy transitable. Descendían hacia la costa y luego se alejaban del mar para, tres días después, llegar a un lugar desde el que volvía a verse el agua y que casi se confundía con el primero. Realizaban marchas nocturnas sin motivo, pues a la mañana siguiente llegaban a oasis con pozos.
Más de una vez había comentado con Marub y con el jefe de la caravana que creía que la tribu intentaba ocultar sus propias rutas y los estaba haciendo dar vueltas innecesarias. En cierto momento se le acabó la paciencia y envió en secreto a un guerrero para corroborar sus sospechas. Sharar tenía que intentar regresar por el camino directo al pozo que habían dejado el día anterior y que Simún intuía simplemente al otro lado de unas colinas. El hombre no había regresado.
Era peligroso apartarse del buen camino, según le había explicado el guía con pesar, muy peligroso, por desgracia. Estaban los numerosos animales salvajes, el sol y las terribles moscas cuya picadura hacía que le salieran a uno pústulas en todas las extremidades hasta que caía muerto del camello. Ellos mismos podían verlo.
Simún lo miró con desconfianza. Habían perdido a tres de los suyos a causa de la enfermedad de las pústulas, eso tenía que admitirlo. Pero no a Sharar. Lo habría jurado por cualquier cosa. En su opinión, el guerrero yacía muerto en la arena con una lanza nabatea en la espalda. Ya podían jurar los guías todo lo que quisieran por Dai, Nuhai y Atarquruma.
También el sacerdote que viajaba con los sabeos hacía desconfiar a los nabateos, y con razón, pues su cometido era dejar constancia del transcurso del viaje en varas de madera.
– ¿Qué escribe ahí? -había preguntado el guía dando un paso en dirección al hombre, que estaba sentado, inclinado sobre la madera con el estilete.
– Escribe oraciones -había respondido Marub, y había dado a entender que también podía haber maldiciones entre ellas.
Simún esperaba que fueran lo bastante fuertes para protegerlos de todo lo que hubiera entre esas paredes de roca. Eran grises y amarillentas, estaban manchadas de un verde árido, y ascendían tan juntas que el camino que tenían por delante quedaba siempre oculto por las sombras. Irguió la cabeza para mirar algo más allá, pero la garganta doblaba al cabo de poco y no dejaba ver ninguno de sus secretos.
Marub, que cabalgaba junto a ella, le hizo una señal con la cabeza; Simún sabía que significaba que todos sus hombres tenían las armas en la mano. En caso de que cayeran repentinamente en una emboscada, venderían muy cara su vida. Intentó no pensar en los arqueros que podían aguardar escondidos en el interior de aquellas paredes. También ella se llevó la mano a la daga y se pegó al guía nabateo. En caso de ataque, él sería el primero en morir. Entonces respondió al gesto de Marub e hizo andar a su animal.
– ¡Eaaa! -El grito recorrió la caravana, que, camello a camello, se puso en movimiento.
Las sombras los rodearon al cabo de pocos pasos, una frialdad que olía a polvo y que habría podido ser agradable si no hubiesen estado tan absolutamente tensos. Por encima de sus cabezas, en la luz del sol, de la que estaban excluidos, los pájaros volaban como flechas de un agujero de la roca a otro. Su aguda llamada era recogida y lanzada de nuevo por la piedra. Las cabezas de los sabeos miraban hacia arriba, inclinándose a izquierda y derecha, pero no se veía a ningún atacante ni amenaza alguna. Habían entrado en una tierra de maravillas.
En su interior, la garganta volvía a ensancharse y mostraba salientes de suaves contornos redondeados y paredes que, en la escasa luz del sol que entraba hasta allí, relucían con cálidos e increíbles tonos terrosos. Una pared brillaba como si fuera de leche y miel, otra de color ámbar, una tercera de un melancólico rosáceo como el vino claro.
– Ciudad rosada -murmuró Marub cuando pasaron junto a una escarpada pared con franjas de todos los tonos del rosa, y evitó la mirada de sorpresa de Simún-. Quiero decir que así llamarán alguna vez a esto los poetas.
Aquí y allá aparecía un saliente tallado por el hombre, la entrada ampliada a una gruta; sus formas cuadrangulares contrastaban con la suave arenisca y las ondas de los coloridos estratos que las recorrían.
– Qué lugar… -le susurró a Marub.
– Sí, creo que aquí traen a sus muertos -repuso él, y señaló a unos enormes cubos de roca que parecían esculpidos por el hombre, fachadas labradas que imitaban impresionantes columnas con unas losas desproporcionadas por techo, todo tallado en el bloque de roca.
Shams, cuya litera iba junto a ellos, se besó los pulgares asustada, haciendo un gesto para alejar el mal, como si temiera que aquél fuera a convertirse también en el lugar de su último descanso. Sin embargo, de los numerosos orificios y las entradas de las grutas, igual que antes, sólo salían volando pájaros con la suave luz de la tarde bajo las alas.
– Si este lugar fuera mío, no se lo dejaría a los muertos -dijo Simún, que seguía paseando la mirada por doquier-. Haría excavar toda una ciudad en la roca, sería una fortaleza.
Ya imaginaba las ostentosas y coloridas fachadas que nacerían de la piedra.
– Más arriba tienen un asentamiento, por lo que yo sé.
Apenas hubo dicho eso Marub, la estrechez de la garganta se abrió y dejó ver entre los colores de la roca un grupo de casas que ascendían en pequeños escalones hasta una altura en la que se veía un corte que les indicó que la ruta del incienso abandonaba allí el valle de los nabateos. En las cumbres que se alzaban a derecha e izquierda había atalayas labradas; vieron a hombres armados con lanzas de pie ante las entradas abiertas en la roca.
– Una aduana natural como ninguna otra -constató Marub, no sin envidia.
– ¿Eso quiere decir que pararemos aquí? -preguntó Shams.
Su guía ya había alzado un brazo.
– Eso quiere decir -confirmó Simún, y ordenó a su animal que se sentara.
Se dejó caer de la silla, rígida, y se estiró. Había contado con un ataque armado, así que aquello no era más que una pequeña catástrofe.
– Otra ronda de negociaciones -dijo con un suspiro, volvió los ojos hacia Marub y siguió la señal del guía hacia la más grande de las modestas casas que se apiñaban en aquellas paredes de roca-. Si no he vuelto antes del alba, cavadme una tumba en esa pared roja de ahí arriba. Me gusta. Rosada… -añadió, citando a su guardia, que le sonrió sin entusiasmo.
Simún sonrió también, le guiñó un ojo a Shams y echó a andar.
Unas horas más tarde ya no sonreía. Cansada y exhausta de las interminables negociaciones, apenas si logró reprimir un bostezo pertinaz. El incienso cargaba tanto el ambiente de la sala que casi no veía a los hombres que estaban acuclillados frente a ella en la calurosa penumbra. Querían tapar así la transpiración de muchas personas, pero lo dejaban a uno sin aliento. Todos tenían sudor en la frente; se jugaban mucho en esa conversación.
– De modo que venís del sur -había dicho su interlocutor para iniciar la ronda-. ¿De dónde del sur?
– Oh, de muy al sur. -Simún sonrió con timidez. El tono de su voz fue vago. Se inclinó hacia delante y miró al hombre a los ojos-. De una tierra custodiada por jinn. -Asintió con alivio al oír un murmullo y prosiguió-: Son tan grandes como dos hombres, tienen cuatro brazos y le arrancan la cabeza de un mordisco a todo el que se acerca a nuestras fronteras. Con los cráneos de los que ya han muerto construyen una muralla alrededor de nuestros bosques de incienso, que llamamos «osarios»: Hadramaut, blanco de huesos.
Esas declaraciones provocaron otro murmullo. Sólo el interlocutor que tenía enfrente permaneció sereno, un hombre tan viejo que Simún no se atrevía a suponerle una edad. Era un tío de Yata, eso había entendido ella, y su árbol genealógico se remontaba hasta alguien a quien los nabateos llamaban Ismael y a quien Simún no conocía. Sin embargo, parecía que se trataba de un antepasado común con el rey al que se había propuesto encontrar.
El anciano, que hasta entonces había estado allí sentado con indiferencia, dando sorbitos de vino, abrió su boca desdentada formando algo que podía ser una sonrisa o una amenaza, no había forma de saberlo. Sus ojos desaparecieron casi en su curtido rostro de ajadas arrugas. Era tan negro como un espíritu.
– Vaya, vaya -lo oyó jadear Simún antes de que le sobreviniera un ataque de tos-. ¿Y queréis ver al rey que manda sobre la flota de Tarsis?
Simún asintió y se inclinó.
– A Salomón, sí. ¿Queda muy lejos?
Su interlocutor meneó la cabeza.
– Salomón gobierna a Hiram de Tarsis -corroboró.
– ¿Queda muy lejos? -volvió a preguntar Simún con obstinación.
La respuesta fue una sonrisa desdentada.
– Ay, lejos, muy lejos al norte. También del gran rey dicen que es señor de los jinn.
Simún sonrió con desdén. Entonces sonó un «bu, bu, bu» por la ventana. Volvió la cabeza y vio una abubilla que se había posado a alisarse el plumaje en la rama espinosa de un arbusto que había delante de la casa. La rama se balanceó con fuerza bajo su peso. Simún iba a hablar de nuevo, pero se dio cuenta de que los nabateos se llevaban las manos unidas a la frente y mascullaban palabras de reverencia inclinados en dirección a la abertura de la ventana. Los miró con desconcierto.
También su interlocutor oraba. Al cabo, terminó sus rezos y alzó la cabeza.
– La abubilla -dijo, y señaló afuera con un dedo huesudo-. Es el pájaro del rey. Sus oídos, su mensajero. Tal vez te llama, escucha bien.
Simún palideció. No había olvidado lo que su abuelo Arik le explicara del día en que la recogió. Había tenido que repetirle la historia muchísimas veces a petición suya: la abubilla acababa de llamar, y entonces vio el viejo a su madre, que la dejó a ella, a Simún, en brazos del hombre. Como si el ave la hubiera anunciado.
Dio un trago de vino para ocultar su turbación. ¿Podía ser que verdaderamente hubiera llegado al final de su búsqueda secreta? ¿Había encontrado al fin a alguien que era como ella… y que la llamaba? Tensó los músculos. Ocultó su temblor interno y se prohibió cualquier pensamiento romántico, que en ese momento estaba de más. Era mejor considerar el asunto con sobriedad. «Debes cerrar un trato, muchacha -se reprendió con sorna-. Si tantas ganas tienes de formar parte de un cuento de jinn, aprovecha al menos la ocasión a tu favor.» Nada de eso enfrió su entusiasmo.
– Lo sé -dijo, no obstante, con arrogancia-, ese mensajero ya vino a verme al sur. Habló conmigo en la ventana de mi palacio y me pidió que viniera. -Simún intentó parecer severa-. De modo que el rey me aguarda -prosiguió en tono de amonestación-, y haríais bien en no retenerme más innecesariamente.
El viejo nabateo, pensativo, la miró. Entonces asintió y Simún creyó poder respirar tranquila.
– Cinco partes de cada cien -dijo el hombre.
Simún sacudió la cabeza con impaciencia.
– ¿Cuánto queda?
– Cinco partes de cada cien.
– No podéis ocultarnos el camino. -Señaló a la abubilla, cuyo penacho se mecía arriba y abajo-. El rey de los jinn me lo desvelará.
El viejo se besó el pulgar con temor y se inclinó ante ella como dándole la razón. Los demás hombres de su tribu mascullaron algo y se dieron pequeños codazos mientras señalaban a Simún y al ave, que desplegó su plumaje aseado.
– Cinco partes de cada cien -repitió el viejo-. Ahora y por toda la eternidad entre vosotros y nosotros.
Los jinn eran una cosa, y sólo un loco podía no tenerles miedo, pero los negocios eran otra cosa muy diferente.
Simún suspiró. No había querido comprometerse a una parte fija. En todas sus negociaciones había logrado evitarlo, más al sur siempre lo había conseguido. Sin embargo, no se perfilaba con claridad ninguna otra forma de salir del laberinto nabateo. Sopesó brevemente las ventajas y los inconvenientes de llegar a un acuerdo que duraría generaciones y generaciones y con el que se cubrirían las espaldas en el norte de Arabia. Inspiró hondo.
– Cinco partes de cada cien -concedió.
El viejo sonrió, alargó las dos manos hacia la de ella, le dio la vuelta y le posó un beso en el pulso. Simún sintió el arañazo de sus labios sobre la piel y forzó una sonrisa.
– Cinco días -dijo entonces el hombre.
– Pero si ya he dicho que… -empezó a decir Simún cuando sólo había oído el «cinco».
Tardó un momento en darse cuenta de que no había vuelto a repetir lo mismo.
– ¿Cinco días? -preguntó, por si acaso.
¿Tan cerca ya? ¿Era eso posible?
El hombre lo corroboró con su semblante resplandeciente. Después se puso en pie con una agilidad tal como Simún no habría creído posible en él. La puerta se abrió, la luz del sol iluminó la neblina de incienso del interior. Entró un hombre tirando de una cabra blanca que llevaba atada de un cordel para que sus señores dictaminaran si era lo bastante buena para dejar su vida en el altar de sacrificios y sellar, así, el acuerdo.
El anciano le palpó las ubres, le tiró del pelo, metió los dedos en las orejas del animal y en el morro, que las manos de su asistente mantenían abierto, antes de apretarla contra sus piernas y toquetearla con fuerza. Apoyándose en su bastón salió fuera, donde las hogueras ya se habían encendido y hacían centellear la luz vespertina que se posaba cálida sobre las rocas rojizas. Señaló con la vara al camino que llevaba al norte.
– No muy lejos -dijo-, y sin peligros. Es tierra de campesinos. -Escupió en el suelo. Después se volvió hacia ella y la miró con ojos brillantes-. Si quieres -dijo-, dentro de cinco días todos vosotros estaréis ante el gran mago.
Simún recordó esas palabras cuando, pasados cinco días, tuvo ante sí las puertas de Jerusalén. Enseguida intentó convencerse de que no era más que otra ciudad como las que había conocido: rodeada de murallas, erigida sobre una colina y con vistas a verdes oasis. Sin embargo, esas murallas eran más altas, la colina más escarpada y los oasis, mayores de los que había visto al contemplar Marib por primera vez. ¡Sobre todo los oasis!
Simún no lograba abandonar la costumbre de llamar así a aquellas tierras de cultivo, aunque durante los últimos días había comprendido con claridad que ya no eran meras islas en el mar de arena, pues no parecían tener principio ni final. Un campo seguía al otro, un bosque al otro, colinas enteras cubiertas de árboles sin que pudiera verse dónde acababan. Sí había encontrado una línea entre el desierto y aquella vegetación, pero de pronto las dunas habían desaparecido y a su alrededor todo era verde.
Simún comprendió que aquel rey no conocía a Afrit ni a Athtar. La sequía y el calor no amenazaban su poder. «Debe de tener otros enemigos», pensó al contemplar las formidables murallas de la ciudad. Enemigos peligrosos, con armas, a los que sólo esos muros lograban contener. Había oído decir que Egipto y Asiria se disputaban esa tierra y, ahora que conocía su verde riqueza, comprendía por qué. Sin embargo, Egipto y Asiria no eran para ella más que nombres, ecos lejanos. Aquella ciudad la tenía delante, era sólida, se defendía desde hacía años en nombre de Salomón y de su dios. Y con éxito, además.
Los nabateos se lo habían confirmado: el rey dominaba la costa y la flota fenicia de Tarsis, que pertenecía al rey Hiram, quien acataba sus órdenes. No cabía duda de que era a Salomón a quien buscaba.
No, no tenía dudas. A pesar de que las palabras del viejo nabateo resonaban una y otra vez en su cabeza: «Si quieres.» ¿Acaso no lo había querido desde siempre? ¿No era la abubilla una señal? Se le aceleró el corazón al cruzar las puertas y ascender por las estrechas y empinadas callejuelas. Ancestrales y misteriosas le parecieron las fachadas de caliza amarillenta, tan diferente de la de su hogar, que brillaba blanca al sol. En Saba todo era desnudo y cegador; allí había matices y colores, los árboles inclinaban sus copas en medio de las calles, la vida parecía más colorida y rica, no tan humildemente oculta ante el sol, pero también más antigua, compuesta de numerosos sedimentos que se habían aposentado con calma, no como en Saba, donde cada generación volvía a arrebatar del suelo la supervivencia misma. En Saba todo parecía nuevo, incluso lo antiguo, oasis fugaces en el pasar del tiempo. En Jerusalén incluso lo nuevo parecía viejo, como si descansara sobre un secreto transmitido en un pasado gris.
«Tampoco Shams tiene aquí poder», pensó, y llevó la mirada hasta el punto más alto de la ciudad, donde el templo se alzaba a la luz del sol sobre su plataforma rectangular.
Salomón lo había hecho construir, decían, para guardar en él el arcón que contenía las tablas de la ley que un dios le había dado a su pueblo. Qué extraño que un dios no viviera en la tierra, en el agua, en un árbol, en una estrella o una piedra, sino en una palabra, en una frase. Sin embargo, ¿acaso no había nacido ella misma de una palabra, de una frase, de una historia? ¿De un cuento que había empezado a explicar su abuelo y que ella había seguido escribiendo? Sin querer oyó un susurro: «Eso era antes.»
La calle subía serpenteando y desembocaba en una rampa de piedra. Simún vio aparecer ante sí el arco doblemente amurallado de la puerta del templo. Lo único que veía eran altos muros que encerraban una gran mole, y esperó que un pueblo que veneraba leyes fuera un buen socio comercial.
Los habitantes de Jerusalén se quedaron boquiabiertos ante los extraños visitantes que avanzaban por sus calles como salidos de un cuento lejano. Ante el centenar de camellos que, engalanados con cintas de colores, caminaban cabeza con cola por sus estrechas calles entre el claro tintineo de cascabeles de plata, con paso oscilante, como seres de fábula. Con la cabeza golpeaban los toldos de las tiendas, sus pesados cuerpos rozaban las vasijas de barro de los puestos y sus blandos pies pisoteaban los restos de verduras del suelo de los mercados. Nadie quiso protestar por ello, todos los miraban embelesados. A ellos y a los hombres de largos rizos negros y ojos perfilados con kohl que se balanceaban con desenvoltura sobre sus sillas. A las fajas y las dagas, las mantas con dibujos de antílopes y las pieles de león. A los sacos que desprendían aromas a canela y clavo, mirra y bálsamo. Eran tantos que no se podían contar.
Algunos de los sacos debían de contener también oro, eso se oía decir, quizás aquellos que parecían tan repletos. Y esmeraldas más verdes que los ojos de Lilith, cofrecillos llenos de ellas en los que uno podía hundir las manos. Y ónice y ágatas, oscuras y brillantes como la mirada de los animales salvajes, como la mirada de esos hombres que venían del sur. El sur, esa palabra jamás había tenido un sonido tan misterioso y nostálgico.
Allí estaba ella, los gritos se hicieron más fuertes: la reina del sur en persona, la mujer mágica. También sobre ella habían llegado ya rumores. Que el rey la había llamado con su abubilla y ella había acudido para probar su sabiduría y someterse a su dios. Sin embargo, ¿era concebible que aquella mujer inclinara alguna vez la cabeza? Con un escalofrío agradable la admiraban los jerosolimitanos mientras ella erguía la cabeza, orgullosa y sin cubrirse, sin pañuelos ni velos. La melena le caía a lado y lado de la cara recogida en sus habituales trenzas y llegaba hasta la silla, donde sus extremos sedosos se movían al ritmo del paso del camello.
– Como un telón sagrado -murmuró un hombre, que recibió un empujoncito de su vecino por la blasfemia.
Su boca era como un gajo de granada, jugosa y de un rojo reluciente, sus ojos grandes e inquietos, palomas negras, las cejas como alas que se alzaban con orgullo. Su rostro y sus manos eran morenos como los de un hombre, y se sentaba en la silla segura y derecha, balanceándose como un depredador, cuya agilidad poseía su cuerpo.
Con deleite imaginaron que aquella joya habría de acatar a su rey. Su vestimenta rozaría con un susurro el suelo de su palacio cuando caminara hacia él, el pelo le caería sobre las caderas y, cuando se inclinara, encerraría sus pies hasta que él la hiciera levantarse para darle su bendición. El alborozo brotaba en las calles al pensar en todo eso. Sí, aquella reina del lejano sur que de pronto estaba tan cerca les gustó. La dicha y el miedo se mezclaban con la expectación de ver a esa extranjera aceptar a su rey. Alguno que otro la abrazó con la imaginación y se vio sobrecogido por un profundo respeto ante su poder.
Aunque a los ciudadanos les pareciera que la caravana había aparecido de la nada, salida directamente de la seductora lejanía, la entrada de los sabeos había sido muy bien planificada. Casi tres días habían pasado en una arboleda que había cerca de un manantial mientras los emisarios iban de aquí para allá llevando los deseos de unos y otros y preparando el encuentro de ambos reyes. Salomón no quería llevarse ninguna sorpresa ante sus súbditos, y a Simún le pareció bien no entrar en la ciudad con incertidumbre. De modo que las condiciones fueron negociadas bajo los árboles por parte de representantes que establecieron la participación y las ganancias de cada cual y que finalmente proyectaron también la escenificación con la que todo ello sería comunicado al pueblo para agrado de éste.
Al final se decidió que la caravana, en contra de lo acostumbrado, no permaneciera acampada en la explanada habitual, fuera de la ciudad; debía ser conducida en toda su extensión por las calles para llevar sus mercancías, que en su totalidad serían declaradas obsequios para el gran rey, directamente al templo, donde serían consagradas en nombre de la alianza con el dios de los israelitas. Acamparían y descargarían ante los ojos de todos en el patio de los gentiles, que solía estar repleto de mercaderes.
Así fue que el primer animal asomó la cabeza por la sombra del arco de la puerta y pisó la explanada del templo, inundada de sol. Recorrieron el lado sur de la construcción, que se erigía toda ella sobre un podio al cual se subía por grandes escalones. Tras la fachada estructurada en medias columnas de los muros exteriores, Simún entrevió la construcción alargada del templo en sí, que volvía a estar más elevado y cuyos coloridos frisos refulgían al sol. El oro relucía en sus muros y en las fachadas de mármol a las que, sin embargo, no llegaría.
Después de haber pasado junto a la puerta de la Leña, la puerta del Primogénito y la puerta del Agua, en el costado del templo, llegaron a la entrada oriental. Unos pequeños muretes delimitaban la zona permitida a quienes no eran judíos, y los sabeos condujeron a los camellos hasta allí para hacerlos descansar. A sus espaldas se abría la alta puerta de doble batiente del templo, que permitía ver el primer patio interior con su suelo de colores, desde el que una escalinata semicircular llevaba a la segunda puerta, que se abría al verdadero templo. Era el patio de las mujeres, y la cuestión de si Simún llegaría a pisarlo o no había sido uno de los puntos más duramente peleados del protocolo.
Salomón había decidido que era indispensable que la reina de Saba adoptara su religión. Como judía, tendría permitida la entrada al patio de las mujeres. Eso, precisamente, era algo que Simún había rechazado con insistencia. Ella era Shams, la mujer solar que todos los años aseguraba la perpetuación de su pueblo. Sus hombres no esperaban de ella otra cosa y nada haría cambiar eso. La reina, pues, no entró en el patio, pero hizo correr el rumor de que así era a causa de la humildad que sentía ante ese dios que todavía le era extraño.
A cambio, había cedido en todos los demás puntos. No podía decir que no lo hubiera esperado. Sólo su propia reacción la había sorprendido, a sí misma tanto como a los suyos. Sin embargo, si era sincera, debía admitir que su respuesta estaba ya decidida desde lo sucedido en el asentamiento nabateo de Petra.
Simún pidió enérgicamente a todos y cada uno de sus acompañantes que respetaran los límites del recinto. Por entre las blancas columnatas de mármol que rodeaban el patio los observaban los cambistas y los tratantes de ganado que vendían sus bueyes, ovejas y aves para los sacrificios del templo. Las palomas aleteaban nerviosas en pequeñas jaulas de madera, las ovejas atadas con cuerdas soltaban lastimeros balidos, contagiadas por el barullo generalizado que había provocado la llegada de aquella masa de oscuros guerreros extranjeros, cuya visión hizo que los vendedores y sus clientes sintieran escalofríos por la espalda. Por primera vez se oía el bramido de un camello en la colina del templo de Jerusalén. Por primerísima vez se veía allí tal cantidad de riquezas. Las resinas olorosas que descargaban valían un dineral, los expertos comerciantes lo vieron enseguida. El círculo de curiosos cada vez se apretaba más. Simún tuvo que ordenar a los mozos que tranquilizaran a los camellos, y los sacerdotes del templo y sus asistentes salieron entonces despacio, abriéndose paso entre la muchedumbre, para transportar un saco tras otro de los lomos de los camellos al interior del templo.
Simún dejó hacer su trabajo a los sacerdotes y envió a Marub para que se encargara de atestiguar qué era de las mercancías entregadas. Ella curioseó con tranquilidad y sin atender a las explicaciones del guía que le había sido asignado. Su fuero interno temblaba de impaciencia. No deseaba ver el templo ni al dios, sino al hombre. El señor de los jinn, al que había esperado desde la infancia, se le aparecería al fin y la acogería en un mundo del que ella misma procedía.
– Mira qué techos -oyó que susurraba Shams tras ella mientras atravesaban las salas del palacio de Salomón.
Su amiga tenía la cabeza vuelta hacia arriba y, maravillada y boquiabierta, admiraba los artesonados de madera maciza que pendían por encima de ellos, recargados, pesados y oscuros. Variaban de sala en sala, ora decorados con tallas, ora con taraceas, ora con dorados, haciendo ostentación de una riqueza que a los sabeos les era ajena.
– Sí que tienen árboles aquí-murmuró Marub.
– Y qué vasijas. Mira qué ornamentos. Esas mujercillas parecen de verdad. ¿Eso es plata?
– Chsss -logró decir Simún, que temblaba de emoción y apenas si soportaba la charla banal de sus acompañantes.
Entonces se abrió ante ellos el portón de madera de cedro y vieron la sala del trono de Salomón. También el solio era de madera oscura, interrumpida por superficies de mármoles y pórfidos relucientes. Simún pensó en el blanco aposento enjalbegado con una balaustrada que daba al jardín en el que ella recibía al consejo. Solían sentarse en un banco de piedra colmado de almohadones que se extendía a lo largo de la pared semicircular. El lugar de la reina estaba en el centro, marcado por una hornacina con dibujos de racimos de uva y cabezas de toro. Y la piel de león echada sobre su asiento.
Salomón se sentaba por encima de todo lo demás, estaba tan alto que Simún tuvo que mirar hacia arriba al acercarse. Su solio quedaba oculto por una cortina, de modo que todavía no veía a su persona. A derecha e izquierda de ella formaban un pasillo sendas hileras de niños con recipientes de bronce que emanaban perfumados aromas en las manos. Dos leones de bronce de tamaño natural tendidos al pie del trono despedían sahumerios por sus fauces. Tras los niños había guerreros armados con lanzas, y detrás de éstos se apretaban los asistentes que más asombraron a Simún: mujeres, mujeres enjoyadísimas y con unas coronas de grandes lirios en la cabeza que hacían que se parecieran unas a otras. Soltaban risillas, se empujaban y miraban con curiosidad a los extraños huéspedes. Se oía una música que procedía de algún lugar y un coro invisible llenaba el aire con sus voces.
– ¿Alguna vez habíais visto a tantas mujeres juntas? -preguntó Marub.
Parecía tan turbado que Simún no pudo reprimir una sonrisa.
– Ni siquiera en los baños -respondió ella-. ¿Serán todas suyas?
Lo dijo a modo de chanza, pero aun así sintió un ligero malestar.
La música cesó, habían llegado al pie del trono, entre los leones. La cortina azul y dorada se descorrió ante ellos y allí, sentado, apareció Salomón, rey de reyes.
«Qué viejo es», pensó Simún, pues fue para ella una conmoción. El rostro del rey casi parecía esculpido, tenía arrugas pronunciadas y unos ojos hundidos que daban la impresión de haberlo visto ya todo. No mostró ninguna emoción mientras la miraba. Simún no pudo por menos de recordar las historias que le habían explicado de él. Que había hecho matar sin dudarlo a parientes de su propia sangre para asegurarse el trono. Que, no obstante, también era un juez sabio e incluso un poeta que plasmaba sus sentencias con el estilete. Simún, tensa, contempló su rostro llena de esperanza y pudo imaginar las dos cosas, tanto lo bueno como lo malo, llevadas a cabo en ambos casos con resolución por un espíritu orgulloso que estaba muy seguro de sí mismo. Ella había estado dispuesta a aceptar ambas cosas. Lo primero en lo que pensó mientras sus esperanzas se hundían, no obstante, fue en una tumba. Aquel hombre parecía irradiar una frialdad material.
Alguien le dio un leve empujón; Simún recordó con trabajo los acuerdos a los que habían llegado y realizó una profunda reverencia. Los presentes suspiraron en toda la sala.
– ¿Reconoces tu trono?
A Simún le costó interpretar lo que decía aquella voz. Demasiadas imágenes le daban vueltas en la cabeza, jinn y dragones y criaturas mágicas con los que había tenido trato en su imaginación desde niña, ideas románticas de la grandeza con las que había soñado y que en ese momento luchaban con la conmoción que le había supuesto la visión que ofrecía ese rey. Lo rodeaba una gran pompa, Simún estaba impresionada. Igual que un viejo lagarto con escamas de oro y ojos de ónice, insondable, capaz de todo. Demasiado desconcertada para sentir decepción, demasiado enredada en sus ilusiones para ver con claridad y apresada por cierto temor, alzó lentamente la cabeza y dirigió la mirada al objeto por el que le habían preguntado.
La butaca, naturalmente. Los negociadores le habían preguntado por su trono, algo que para ellos parecía ser muy importante, y, tras haber visto el de Salomón, Simún supo por qué. Había recordado entonces con bochorno el montón de almohadones cubiertos de pieles y había decidido fantasear y describirles a los emisarios un sillón con acabados de marfil y recubierto de oro, con garras de león en las patas y cabezas de toro en los brazos. Pestañeó un momento: allí lo tenía, frente a sí.
Los artesanos de Salomón habían realizado el trabajo en un tiempo brevísimo.
– Lo he hecho aparecer aquí desde tu lejano reino -informó Salomón entre los suspiros de admiración de sus súbditos.
Su voz era cansada; no, apática. Como si ya no tuviera la capacidad de quedarse perplejo ante nada desde hacía tiempo.
Simún asintió con obediencia y se sentó en el suntuoso trono, que descansaba sobre una tarima de la altura de medio hombre, por debajo del de Salomón. Así, inmóviles, observaron uno junto al otro la procesión de criados que exhibían sobre bandejas de plata una selección de los «obsequios» que la reina del sur había traído consigo para gloria de Salomón y de ella misma. Había oro, también marfil, canela y casia, bálsamo e incienso, mirra y clavo, esmeraldas y ágatas. El murmullo de admiración de la sala que acompañaba a la pequeña procesión no disminuía.
– La reina del sur no ha venido sólo para traer ofrendas -anunció un vocero-. También desea poner a prueba la sabiduría de nuestro señor.
Simún oyó la voz del pregonero y la respuesta de Salomón, y entonces dejó sus consideraciones íntimas para concentrarse en su papel. También esa parte del programa había sido acordada, Simún le había dictado sus preguntas a un escriba israelita. Eran acertijos como los que abundaban en su tierra para pasar el rato durante las largas tardes, como los que los Cuentacuentos planteaban en el mercado y los prohombres en los baños. Las muchachas de la tribu solían divertirse con ellos durante las largas y calurosas horas del mediodía. Hamyim y su hermana habían sido siempre las que llevaban la voz cantante. Como severas juezas determinaban qué respuestas se daban por válidas y cuáles no. Con qué furtivo placer les planteaban siempre los acertijos más novedosos… Y cómo se enfadaban cuando Simún, casi siempre antes de que hubieran terminado de recitarlos, se encogía de hombros y proclamaba la respuesta.
– Eso no vale -había replicado al final un día Mahdab, y le había quitado el turno de palabra.
Ella se había tumbado de espaldas, mascando una brizna de hierba, y había fastidiado a las demás con su sonrisa de listilla.
Oh, sí, Simún tenía un riquísimo acervo de esas preguntas y estaba encantada con la perspectiva de poder ser el centro de atención. Tenía curiosidad por ver si encontraría en Salomón a un buen rival. Había imaginado una conversación animada, un duelo en el que las respuestas se lanzarían como proyectiles, raudas e hirientes, aunque la verdadera diversión no residiría en lo que se decía, sino en descubrir a tientas a un alma gemela y luchar en silencio contra el arrobamiento del atractivo contrario.
Sin embargo, sonrió con cierta amargura al recordar las negociaciones en las que los consejeros de Salomón habían exigido conocer con antelación todos los acertijos. También le habían dictado otras preguntas que, según afirmaban los emisarios, el rey deseaba que le plantease. Simún había hecho que se las declamaran y las había aprendido de memoria, entusiasmada por el momento en que recibiría las respuestas, que le permitirían comprenderlas. Hasta ese momento había esperado encontrar en ellas un significado oculto incluso para ella misma. Sin embargo, Salomón y ella seguían sentados de manera que no podían mirarse a los ojos y empezaron a declamar como actores ante el pueblo que los escuchaba. Simún comprendió en ese momento que el teatro se representaba únicamente para ese público. Ella no era más que una comparsa, el duelo sólo era un ritual, ¿sería el hombre que tenía tras ella verdaderamente el hombre esperado? Un vacío sin fondo se abrió en su interior mientras se preparaba para hacer sus preguntas.
– El Señor me inspirará sabiduría, conocimiento y razón. -La voz de Salomón sonó entonces más viva que antes. Fuerte y clara resonó en la sala.
Sin embargo, no le hablaba a ella.
– Decidme, pues -empezó a decir Simún sin emoción alguna-. Siete fuera y nueve dentro, dos mezclan y uno bebe. ¿Qué es?
El respondió presto tras ella:
– Siete fuera, eso son los días del flujo. Nueve dentro… Nueve meses dura la preñez. Dos pechos de la mujer mezclan la leche, y el que bebe es el recién nacido.
Por algún motivo, Simún se sintió desnuda al recibir la respuesta. Era como si Salomón la hubiera desvestido y exhibiera sus interioridades. ¿Acaso existía un grado de significado más profundo que aquel en el que bregaban? A punto estuvo de volver la cabeza hacia él, pero se dominó, se aclaró un momento la voz y pronunció la siguiente pregunta:
– ¿Qué es? Mientras vive, se mueve y, cuando le cortan la cabeza, también se mueve.
Él respondió:
– Es el mascarón de una embarcación en el agua.
– ¿Quién bebe desde abajo? -dijo, presentándole el siguiente acertijo sin dejarlo descansar.
Era uno antiguo, se lo había enseñado su abuelo, sentados junto al fuego esperando a que el té estuviera listo. ¿Cómo era que se había acordado de él, después de tanto tiempo?
Creyó sentir que Salomón sonreía antes de responder y, así, casi establecía un lazo entre ambos.
– Es la mecha de una vela.
Simún preguntó con más vivacidad:
– ¿Cuál es la casa que tiene diez puertas, de las que sólo una está abierta, aunque cuando las demás se abren, la primera se cierra?
Y él contestó:
– Es la persona, que tiene diez entradas: los ojos, las orejas, los orificios de la nariz, la boca, las salidas de sus tripas y el ombligo. En el vientre materno sólo el ombligo está abierto. En cuanto el niño nace, no obstante, se abren todas las demás entradas y la del ombligo se cierra.
Simún dio una palmada para que se acercaran dos figuras cubiertas con velos. En la sala creció la expectación, y la reina sintió también tras de sí una presencia nerviosa. Contuvo una sonrisa de satisfacción. Naturalmente, esa pregunta no estaba incluida en el protocolo. Sin embargo, al menos a ésa debía responder el rey por sus propios medios. A ésa y también a la otra, la principal, la no pronunciada: «¿Eres tú al que siempre he buscado?»
– Decidme, oh, rey -empezó a decir, y entonces se volvió hacia él y lo miró al fin a los ojos, contenta de poder moverse y tomar la iniciativa-. Decidme: ¿quién es el hombre y quién la mujer? -Señaló a los dos objetos de la prueba y los miró entonces con mayor detenimiento.
Lo que vio la tranquilizó. Los velos eran tan gruesos que ella misma, a esa distancia, no habría podido decidir mientras no se movieran. De nuevo se dirigió a Salomón llena de expectación. También el rey mostraba entusiasmo.
Se inclinó hacia delante, apoyó el codo en una rodilla y estudió las dos figuras largo rato. «He despertado su interés -pensó Simún-. Le entretengo, ha comprendido el reto.» El corazón empezó a acelerársele un tanto.
Salomón se acarició la barba aceitada, después sonrió e hizo una señal con la cabeza. Una criada desconcertada se acercó enseguida con una bandeja de nueces tostadas y pastelitos de miel y los ofreció, vacilante, a los personajes velados. Simún lo observaba todo con suspense. La primera figura alcanzó la fuente y se sirvió en abundancia. Se le vio la muñeca desnuda. La segunda aceptó el ofrecimiento con humildad y cuidó de mantener sus manos ocultas. Salomón la señaló:
– Esa es la mujer -afirmó con seguridad-. Y ése es el hombre. -Con evidente satisfacción en la voz volvió a reclinarse en el respaldo.
Simún sintió que le lanzaba una mirada triunfal.
Las dos figuras se quitaron los velos, mostraron sus resplandecientes rostros ocultos, que estaban cubiertos de sudor, y se inclinaron en profundas reverencias.
Shams miró a Marub como preguntándole algo.
– Está visto que las mujeres de aquí se cubren más -susurró éste, respondiendo a la pregunta no formulada.
– Yo lo habría reconocido a él porque estaba con las piernas más separadas -dijo ella, también en voz baja.
Marub sonrió.
– Y yo por el vello de los dedos de esos pies tan grandes. -Bostezó.
Shams le dio un codazo.
– ¿Qué hará Simún ahora?
Simún había abierto la boca, pero no logró pronunciar la siguiente pregunta de su rico acervo. A un gesto apenas perceptible de Salomón empezó a sonar la música que acompañó la salida de las silenciosas figuras y, cuando cesó, el vocero tomó la palabra.
– La reina del sur desea también que el gran Salomón le hable de su dios.
Todos los ojos se volvieron hacia Simún, que seguía sentada en su sillón, muy erguida y sin mover un músculo. Luchó largo rato consigo misma mientras el silencio se condensaba en la sala. Pensó en negarse. «Cobarde», gritó una voz. «Sé razonable -le aconsejó otra-, recuerda el protocolo.» Al fin, tras unos momentos dolorosamente largos, su voz volvió a oírse:
– ¿Quién es el que no ha nacido pero tampoco ha muerto? -pronunció Simún con esmero.
– Es el Señor del mundo -fue la pronta respuesta.
– ¿Y quién nació y no murió? -Su voz sonaba algo molesta.
– Eliyyahu y el Mesías.
De esta forma siguieron aún un rato. Nombres que Simún no conocía siguieron a más nombres, explicaciones tras explicaciones que no le decían nada. Por último calló, había llegado al final de su lista. Había terminado. Miró embriagada en derredor, imbuida aún de sentimientos contradictorios. Entonces llegaron las esclavas para asearla, tal como exigían las normas de la hospitalidad. El viajero que venía de lejos podía pedir que le limpiaran el polvo de las sandalias en los salones del anfitrión. Sería una grata pausa para recobrar aliento.
Cuando las dos hermosas muchachas se acercaron a ella con un barreño de agua en el que flotaban flores de azahar, Simún extendió sus manos con una sonrisa afable, dispuesta a hundirlas en el agua perfumada. Con decepción comprobó entonces que las dos se arrodillaban ante ella, una con el barreño entre los muslos y la otra extendiendo unos paños suaves con las manos, lista para secarle el pie una vez humedecido. Como Simún no se movía, la primera se enderezó con las manos ya extendidas para quitarle la sandalia. La reina se inclinó un poco hacia delante con los pies escondidos bajo el asiento. Toda su postura denotaba tensión, lo cual molestó a los espectadores. Sus manos aferraban con furia las plateadas cabezas de toro. Simún buscó con los ojos a Marub, que la miraba, inexpresivo y tan impotente como Shams, que se había apoyado en él. Al contrario que ésta, el hombre se esforzaba por ocultar su espanto. Simún vio que su amiga se llevaba el puño a la boca y lo mordía. Todavía no sabía qué debía hacer. Sin embargo, cuando sintió los dedos de la esclava en sus tobillos intentando desatar las correas de sus sandalias, instintivamente dio una patada.
La joven cayó hacia atrás con un grito, resbaló hasta dos escalones más abajo y golpeó el barreño, que se balanceó peligrosamente. El agua se movió en círculos, acercándose al borde. A Simún le dio la sensación de que toda la sala contenía la respiración mientras miraba el recipiente, que giraba sobre sí mismo haciendo ruido y que poco a poco se asentaba de nuevo. De pronto el rey se puso en pie. Moviéndose con más rapidez de la que Simún habría esperado, se acercó a ella, se arrodilló y quiso descalzarla. La reina se quedó tan inmovilizada por el pánico como la pequeña esclava que, arrodillada junto a Salomón, le tendía el paño con manos temblorosas, abrumada a todas luces por la cercanía del gobernante y lo insólito de su acción.
Antes de que Simún pudiera ofrecer resistencia, Salomón le había desatado las sandalias y le limpiaba los pies. Ella bajó la mirada para que la sala no pudiera leer nada en ellos. Entonces vio que en los rizos de Salomón aún apuntaba el negro por entre las canas. Qué sucio. La piel de su cuero cabelludo lucía rosada por entre los mechones trenzados y aceitados, llena de manchas de la edad. Arrugada y pálida desaparecía la piel bajo el tejido de su cuello. Era tal y como le había parecido en un primer momento. La emoción del duelo había logrado ocultarlo por poco tiempo. Era un anciano.
Lo oyó jadear al ver su tara. «Lo mismo da -pensó aún-, no tiene ninguna trascendencia.» Entonces sintió la presión de sus dedos, que se cerraron sobre su pie deforme con tanta fuerza que casi le hizo daño. Dos veces intentó zafarse disimuladamente de sus manos, pero no lo consiguió. Inflexibles y trémulos de avidez, los dedos de Salomón palpaban su deformidad. Simún se contagió de su temblor; el miedo y la repulsión le subieron por la pierna y la sacudieron con tal fuerza que tuvo que sostenerse con ambas manos en los brazos del trono. El hechizo no se rompió hasta que, aunando todas sus fuerzas, carraspeó.
– Mi rey… -logró susurrar.
La acústica de la sala llevó sus palabras hasta las filas de los espectadores, que las aplaudieron y las contestaron con gritos de júbilo. Por fin la soltó Salomón. Simún, que seguía con la mirada gacha, no oyó más que el frufrú de su vestimenta cuando pasó junto a ella para regresar a su trono.
La joven esclava nerviosa le sonrió y se retiró con su paño cuando Simún hizo que no con la cabeza, casi imperceptiblemente, y volvió a calzarse las sandalias. Bajó los escalones caminando hacia atrás y, con numerosas reverencias, desapareció entre la muchedumbre que aplaudía.
La gente estaba contenta. Su rey había demostrado ser verdaderamente grande. Había confirmado la belleza y el amor de sus referentes, los poderes eternos, que eran aún más fuertes que los tronos. Con un pequeño gesto había creado una historia que sería cantada. Definitivamente, aquel encuentro era algo más que un acuerdo. ¡Qué fútil el incienso, qué nimio el hecho de que Salomón fuera a disfrutar pronto de todo el cuerpo de la reina frente a eso gesto de romanticismo!
Simún vio a Shams derramar lágrimas de alivio en el hombro de Marub, que fruncía el ceño. Esta vez fue ella quien lo miró imperturbable.
Se levantó y, con el resto de la corte, descendió en una reverencia. La mano de Salomón la levantó. Junto a él bajó los escalones del trono, recorrió el pasillo formado por la servidumbre y salió de la sala. Mirando por encima del hombro, vio que Marub y Shams se hacían cada vez más pequeños entre todas aquellas personas.
Unas puertas se abrían, otras se cerraban, unos pasillos desembocaban en otros, las manos de los sirvientes los invitaban a pasar. Simún dejó que todo se sucediera sin esfuerzo ante sus ojos cansados. Se esforzó por no pensar en el hombre que caminaba en silencio junto a ella. «Lo he logrado -se dijo-He llegado al destino de mi viaje. He visto al rey de los jinn. He cerrado mi pacto.» Algo rió en su interior con fuertes y burlonas carcajadas. «Así pues, ¿esto era? ¿Era esto lo que yo quería?»
Mientras cruzaban una serie de salones separados entre sí por celosías de madera, Simún comprendió claramente que se acercaban al ala de las mujeres. Las celosías tenían cortinajes, pero casi todos estaban descorridos y dejaban ver con comodidad el interior de estancias llenas de almohadones y lechos, patios interiores con estanques y bandadas de sirvientas. Algunas mujeres se acercaban a las celosías y los seguían con la mirada.
A Simún le recordaron a jaulas de pájaros, pero todo aquello ya no le importaba lo más mínimo. Estaba allí para cumplir el último punto del protocolo, eso era todo. Era absurdo seguir pensando en las esperanzas que había puesto en ese viaje. Una puerta de doble batiente se abrió ante ellos para dejarlos pasar. Era una sala pequeña, íntima, con un amplio lecho y el aire preñado de incontables aromas.
Oyó que los pasos del séquito quedaban atrás, sintió la presencia de una sola persona tras de sí y se volvió resuelta hacia él. Aquél no era Shamr, fuera no la esperaba su padre y en el cinto no ocultaba ninguna daga. Sin embargo, todavía no se había conformado con la situación. Diría algo, haría algo, como había hecho siempre en su vida. Nunca había aceptado nada como irrevocable. Todavía no había sucedido.
– Yo… -empezó a decir.
Sin embargo, sólo encontró la mirada indiferente de un criado que tiraba con ambas manos de los batientes de la puerta para cerrarlos con un sonoro golpe. El ruido resonó funesto en los oídos de Simún, que dio un raudo paso hacia la puerta y la sacudió; la habían encerrado. Cayó presa del pánico, y de la furia después. ¡Era una trampa! Salomón no había cumplido su acuerdo. Se volvió hacia la estancia en busca de algo que estrellar contra la pared, y entonces se detuvo, pues allí había todo un grupo de mujeres que la miraban, algunas temerosas, otras con animosidad, la mayoría con una curiosidad desmedida.
– ¿Qué ocurre? -bramó Simún-. ¿Qué miráis así?
Sus ojos buscaron alguna herramienta con la que poder hacer saltar el cerrojo, pero no encontró nada. Encendida de ira, golpeteó con los puños contra la madera. La puerta se volvió a abrir entonces sin dificultad. Shams apareció frente a ella.
La muchacha dio un grito de sobresalto al ver a Simún abalanzársele así.
– ¿Qué te sucede? -preguntó al percibir su exaltación.
– Nos ha traicionado -jadeó Simún-. Tengo que volver con los hombres, él… -Quiso dejarla atrás.
– No, no. -Shams intentó sostenerla de los brazos para que la escuchara-. Vengo de donde está Marub, todo va bien, ¿me oyes? -Zarandeó un poco a Simún antes de soltarla.
Con voz calmada respondió a todas sus preguntas y aplacó sus miedos. No, nadie la estaba atacando. No había ninguna emboscada, las tropas seguían acampadas en paz en la explanada del templo. Les habían dado de comer. Su libertad de movimientos no había sido coartada.
Simún, desconcertada, se apartó el pelo de la frente.
– Sí, pero… -empezó a decir, y señaló hacia la puerta, que había vuelto a cerrarse.
Shams puso una sonrisa de superioridad.
– Pero, cielo, él sólo quiere asegurarse de que el hijo sea suyo.
Simún se sonrojó de súbito. De repente cobró nuevamente consciencia de su público y se volvió hacia ellas con las mejillas ruborizadas. Sin embargo, a ninguna de las mujeres parecía resultarle especialmente embarazoso lo que acababan de oír.
Simún fue reparando en que muchas tenían niños colgados de las faldas, apretados contra sus piernas o asomándose desde detrás de sus velos. Una niñita con unos enormes ojos negros jugaba con los tintineantes brazaletes de su madre y la miraba de reojo de vez en cuando.
Una de las mujeres dio un paso al frente, muy erguida.
– Soy Tefnut, hija del faraón de Egipto -explicó con el tono de quien no quiere dejar duda alguna de que allí rigen sus reglas.
Simún la contempló con moderado interés. De manera que aquélla era la hija del hombre que le había enviado la esfinge. ¿Se parecería a su padre? Levantó ambas manos a la defensiva.
– No te preocupes -dijo con cierto desprecio-, no voy a ocupar tu lugar. Me iré en cuanto… -Enmudeció sin querer.
Tefnut sacudió la cabeza.
– No es cosa nuestra decidir aquí nada -repuso con mucha dignidad-. Somos todas propiedad del señor. -Bajó la mirada con sumiso pudor. Después, no obstante, fulminó a Simún con sus ojos-. Pero cuidado con usurpar mi rincón, y soy la primera en bañarme por las mañanas. También decido qué interpreta el cantor y…
Tefnut contuvo bruscamente la respiración cuando Simún se le acercó hasta quedar pegada a ella.
– Podría arrancarte los ojos -le dijo, y movió los dedos mostrando las uñas- si quisiera. -Calló un momento y sonrió amenazadoramente-. Pero tus privilegios no me interesan. Shams. -Le hizo una señal a su amiga y, seguida por el grupo de mujeres a una distancia respetuosa, se dispuso a curiosear por su nuevo alojamiento tal como un general inspecciona el campo de batalla.
La puerta por la que habían entrado seguía cerrada con llave, pero a lado y lado de la sala había sendos cortinajes que separaban una serie de habitaciones a las que sí se podía acceder. Algunas tenían artísticos frentes de celosía de madera tallada que daban al pasillo que Simún había recorrido poco antes. Las jaulas de pájaros, supo entonces, formaban parte de un gran complejo que por lo visto sólo estaba habitado por mujeres y que se distribuía alrededor de una serie de patios interiores. Por lo visto, Salomón dejaba muy a sabiendas que ellas mismas se rigieran y llegaran a sus arreglos; solo la salida al exterior estaba estrictamente regulada.
Simún encontró una estancia aceptable que daba al exterior. Quedaba bastante lejos de los patios más solicitados y sus refrescantes estanques, pero le gustó porque tenía una ventana desde la que se veían las alas occidentales del complejo del palacio. Por encima de almenas y piedras veía al menos un pedazo de cielo. Bajo él, entre los edificios y la muralla de la fortificación, se veía incluso un jardín desde el que, con el frescor de la tarde, subía hasta ella el dulce aroma del jazmín.
Unas sirvientas le proporcionaron agua, vino y panes. También le llevaron mantas, y un arcón que parecía lleno de vestidos y que Simún no tocó siquiera. Generosamente permitió a las mujeres que se apretaban con curiosidad en la entrada abrirlo y admirar su contenido, lo cual hicieron con entusiasmo. De allí sacaron túnicas que fueron pasándose de mano en mano. Discutieron sobre colores, comprobaron con ojo crítico la calidad de los bordados y comentaron la delicadeza de los tejidos. Variedad, calidad y cantidad, todo ello era indicio de la grandeza del favor real que había suscitado ese obsequio de bienvenida. Simún contemplaba su actividad con tediosa diversión. Vio que la hija del faraón no se tenía en mucho para arrebatarle de las manos una vaporosa túnica verde Nilo a una compañera y echársela sobre el pecho antes de ir en busca de un espejo. Un vestido color púrpura con pequeños discos de oro cosidos, que tintineaban y resonaban y causaron furor, dejó a Simún completamente fría. Qué le importaban los vestidos. Se había asegurado el favor del rey gracias a cincuenta sacos llenos de resinas olorosas que en ese momento se encontraban en los almacenes del templo y la seductora perspectiva de recibir un año tras otro la visita de una caravana de Saba llena de riquezas semejantes, además de una parte de las ventas realizadas en el Mar Grande. Para el mundo, Jerusalén sería la puerta hacia los aromas de Arabia. Era una oferta que no podía pagarse con vestidos.
Le regaló un pañuelo de anchas bandas blancas y doradas a la chiquilla de ojos grandes, que ladeó la cabeza, juguetona. Después dejó a Tefnut desconcertada dedicándole un dadivoso gesto cuando ésta iba a devolver al arcón el vestido verde Nilo.
– De todas formas a ti no te habría sentado bien -le susurró a Shams, que suspiró con cierto desaliento al ver que la feliz hija del faraón aferraba el vestido contra sí y desaparecía con él.
Al instante se vio que su generosidad había valido la pena.
Tefnut envió a una criada para invitar formalmente a Simún a visitarla. No tardó en formarse un gran corro de mujeres que charlaban y reían juntas en el patio interior mientras mecían a pequeños en el regazo, amamantaban a niños de pecho, cosían prendas, jugaban con los gatos que corrían por allí y escuchaban los relatos de las Cuentacuentos. Tefnut había olvidado gran parte de sus reparos y hablaba con soltura de su tierra. La pregunta de Simún de si se parecía a su padre no fue capaz de responderla. La última vez que viera al faraón era una niña de cuatro años. Le habían permitido verlo durante una de sus visitas a la casa de las mujeres, y sólo recordaba una gran figura imprecisa con corona.
– Tiene tantas esposas que les ha construido una casa aparte -explicó con su voz estridente-. La mayoría son obsequios de vecinos sometidos, o llegan como sello de un tratado de paz. No las ha escogido él, y tampoco las tiene cerca de sí. La casa de las mujeres ni siquiera está en la misma ciudad que su palacio.
– ¿Es que no cohabita con ellas? -preguntó una exuberante morena con ojos de pesados párpados que se ganó por ello una mirada de desprecio de Tefnut.
– Ésa es Naama -le susurró alguien a Simún-, no es más que una amonita, pero una vez gustó mucho a Salomón. La recibió dos veces.
Simún asintió con vaguedad.
– A veces, cuando le son entregadas -repuso Tefnut-. Pero una vez llegan a la casa de las mujeres, normalmente nunca más. Son tantas que, si todas ellas tuvieran hijos, habría demasiados pretendientes al trono. Alguien podría servirse de los derechos de los niños para pretender sus propias ambiciones de poder, y eso no sería bueno. -Asintió, denotando sabiduría, y se detuvo a escoger un higo que partió con las puntas de los dedos-. Naturalmente, de todas formas siempre hay intrigas en danza -explicó después de haber sorbido la pulpa del fruto-. Los primogénitos, sobre todo, suelen vivir poco. Algunas mujeres se alían con algún dignatario ambicioso y son condenadas cuando todo se descubre. -Se encogió de hombros-. Pero la mayoría tienen una vida completamente anodina.
– ¿Qué hacen, entonces, todo el santo día? -preguntó Simún, que no era capaz de imaginar la desolación de esa existencia.
– Tejen -respondió Tefnut, y arrugó las cejas. La expresión de su rostro daba claramente a entender que ella misma se veía como alguien que había ascendido de categoría, aunque el recuerdo parecía perseguirla aún-. Tejemos -repitió en voz baja-. El faraón desea que su colmena de mujeres, todas las cuales comen y beben y gastan, produzca. Desea que se costeen su sustento. De modo que todas estábamos ocupadas como abejas, tejiendo todo el día.
Las demás, prorrumpiendo en fuertes graznidos, se compadecieron de Tefnut, que no parecía muy segura de si debía disfrutar de su compasión o sentirse herida en su orgullo. Qué espantoso, comentaban las mujeres, tener que trabajar. Sobre todo, además, sin la compañía de un hombre durante sus mejores años.
Simún las escuchaba con educación, pero no acababa de comprender en qué se diferenciaba su existencia en aquel lugar, que a ella no le parecía menos horrible, con su ociosidad y sus constantes celos por quién sería la siguiente a la que Salomón concedería su favor, de aquel otro de Egipto. Ella, comoquiera que fuese, habría preferido tener algo que hacer a pasar el día sentada sin cometido alguno, como hacían todas. El que hubiera intentado ofrecerle un telar, pensó con rabia, habría acabado estrangulado por la urdimbre.
Ninguna quiso creerla cuando, a la pregunta de cómo era su hogar, contestó que ella era la soberana.
– ¿Quieres decir en nombre de tu hijo? -preguntó una.
Simún negó con la cabeza.
– ¿Y quién toma las decisiones?
– Pues yo -repuso Simún con sorpresa.
Pensó en el consejo y no pudo evitar sonreír. No, no había reparo que ponerle a su respuesta.
– Entonces es tu nombre el que aparece en los decretos, ¿no? -preguntó Tefnut con el tono de quien se sabe conocedor de los decretos y sus autores.
– En mis decretos aparece todo lo que digo, pienso y deseo -contestó Simún-. Y justamente eso es lo que sucede después.
– ¿Y si deseas granadas recién cogidas?
– Me las traen. Y si quiero que haya guerra, la hay. Y cuando ordeno la construcción de un templo, los hombres van a la cantera a extraer piedras para construirlo. -Simún miró a la que le había preguntado, que sacudía la cabeza con alegre incredulidad, sorprendida ante su respuesta.
Respondió aún algunas curiosidades más sobre cómo era su palacio y si habitaba en él sola o qué hacía cuando quería salir.
– Salgo -respondió Simún simplemente-. Monto en un camello y cabalgo a donde quiero.
Esa contestación desencadenó sacudidas de cabeza. La idea les resultaba tan extraña que las mujeres no podían asimilarla.
Sólo Naama, la amonita, la escuchaba con ojos soñadores.
– En nuestro pueblo, antes, yo solía recorrer a menudo los campos -comentó con un tenue suspiro-. Y me reunía con las demás en el pozo.
Tefnut apartó la mirada frunciendo los labios. Esos recuerdos de muchacha de pueblo no eran dignos de ella.
– ¿Y si te gusta un hombre? -preguntó una joven que tenía los ojos verdes y muy juntos.
Por primera vez vaciló Simún.
– Bueno, no sé, supongo que…
Se sintió aliviada al ver que la conversación se interrumpía a causa de los pasos de una pequeña procesión de criados que entraron entonces. Llevaban bandejas de cordero asado y numerosos cuencos para servir el ágape de bienvenida a la reina de Saba, según anunciaron. Con ellos iba el vocero al que Simún conocía ya. Tefnut, con la boca llena de carne, se inclinó hacia ella y masculló:
– El es quien se lleva a la favorita de la noche. Lo hace siempre. La elegida cena con el rey. Allí la comida es considerablemente mejor que aquí. -Se limpió la salsa de la boca y ocultó tras la espalda sus dedos grasientos con el hueso de cordero cuando la impasible mirada del hombre pasó por ella.
Simún se levantó para marchar con los criados. Se alisó el vestido y le dirigió a Shams una sonrisa nerviosa, aunque más para tranquilizarse a sí misma. Ya sólo quedaba la última parte del protocolo por cumplir.
– Naama, la amonita.
Simún se quedó de piedra al oír el nombre, pero no había duda posible. El vocero ya había dado media vuelta, dispuesto a marchar. Lo siguió con la mirada. Se sintió absurda. Era la única que estaba de pie, era imposible no verla entre las demás mujeres que habían sido rechazadas. ¿Qué clase de teatro estaba representando el rey? Vio que la boca de Tefnut se torcía en una alegre sonrisa conmiserativa, apretó los puños y apartó su rostro furioso.
Shams se levantó y le acarició el pelo, un gesto que nunca se había permitido con ella.
– Pero, niña… -dijo en voz baja-. Naturalmente esperará a que sangres. Sólo quiere…
– … que el hijo sea suyo -terminó de decir Simún con un siseo, y la apartó para salir corriendo hacia su aposento.
Allí se lanzó sobre el lecho, intentando con todas sus fuerzas no llorar. Aquél no era el primer cuento que se hacía realidad convertido en horror. Poco a poco debería hacerse a la idea.
Shams, siempre atenta, fue tras ella y corrió el cortinaje de la entrada. Simún sintió que el lecho se hundía del lado en el que se sentó su amiga. Shams le puso entonces la mano en el hombro.
– Creía que lo sabías -dijo, en voz baja para que las mujeres que festejaban fuera no las oyeran-. Estuviste tan serena cuando la petición cayó sobre la mesa de negociaciones… Todo sea dicho, me sorprendí mucho. A fin de cuentas, a otro rey lo decapitaste por esa misma pretensión.
Shams siguió acariciando la espalda de Simún. No le dijo que había visto cómo presentaba la cabeza de Shamr a los sabeos, ni que a veces soñaba aún con esa escena. Tampoco le explicó nada de Dhiban ni del pequeño e indecoroso sentimiento de satisfacción que se había apoderado de ella al saber que también Simún iba a entregarse a alguien para sacar algún provecho. «No está bien pensar así», se reprendió al instante. No era propio de una amiga. Además, el pecado de Simún de todas formas no era tan grave, en realidad no era tal, pues tan sólo seguía la usanza del lugar, y con ello no engañaba a nadie. Sin embargo, no podía evitarlo, se sentía más cerca de su amiga que nunca. Siguió acariciándole el pelo.
– Reaccionaste como si ya hubieras contado con ello.
– Ay, ¿sabes? -Se sorbió la nariz y se incorporó-. No puedo afirmar que no hubiera sospechado lo que me esperaba. -Intentó esbozar una sonrisa, pero no acabó de lograrlo-. Sin embargo, la mayor parte del tiempo esperaba poder enviarte a ti.
Shams le alcanzó un pañuelo para que se enjugara el rostro lleno de lágrimas.
– De modo que por eso también yo estoy aquí -repuso, siguiendo la chanza.
– ¿Qué creías? -Simún rió con un sonido que más bien pareció un sollozo.
Ocultó su rostro como pudo con el pañuelo. No era mentira, de veras había contado con la petición de sellar el acuerdo mediante la unión de sus cuerpos. Incluso le había parecido que Yada se lo tenía bien merecido. Renunciaría al jardinero y se entregaría al rey. Para que viera cuál era su lugar. Para que comprendiera a qué aspiraba ella: a algo grande, excepcional.
Sin embargo, enseguida volvía a parecerle sencillamente irreal, algo que la aguardaba en un lugar muy lejano. Mientras cruzaba el ardor de las dunas de arena y la niebla de las colinas no había pensado ni una sola vez en ello, pero de pronto había aparecido la abubilla y había hecho que la unión pareciera dictada por los designios del destino, como si fuera la culminación de todos sus deseos de niñez.
Desde que Arik, su abuelo, le hablara del príncipe jinni que fuera su padre, Simún había esperado que fuera a buscarla y se la llevara a su mundo, al mundo de ella, allí donde debía estar. Pues, en todos los demás lugares en los que había vivido, en las tiendas de la tribu y en los palacios de Marib, nunca había encontrado verdaderamente su lugar.
Cierto era que Yita, su padre, la había encontrado -Simún se avergonzó al no pensar nada mejor de él-, pero, por muy buena persona que fuera, nadie podía confundirlo con un jinni. Había sido ciertamente valeroso en la batalla y astuto en el consejo. Sin embargo, el extraordinario destino que le habían prometido no había llegado a cumplirse con él. Su padre había vivido sometido a su esposa, adoraba el vino y la buena vida, quizá demasiado, y se angustiaba por lo que pensaran de él. Cierto, la había querido, pero en el fondo Simún también contaba eso entre sus debilidades.
De Salomón, por el contrario, afirmaban en honor a la verdad que era el príncipe de los jinn, y la aparición de la abubilla prometía que no acabara siendo sólo un cuento. Ella habría estado dispuesta a perdonarlo en caso de que no hubiera sabido obrar magia. Habría renunciado a montar en dragones y a surcar el cielo junto a él, sólo con que hubiese logrado hechizarla.
Había creído que sería grande y orgulloso, poderoso y astuto, y que la boda con él no sería más que la meta de su viaje. Por eso había accedido a la petición de sus emisarios sin poner ningún pretexto. Aún recordaba que había mandado salir a Marub para no tener que soportar su mirada de asombro. Así de segura se había sentido.
– Estaba convencida de que sería capaz -dijo en voz alta.
Aquello era, como poco, un eufemismo; pocas horas antes había esperado aún con impaciencia ese instante. Se sonrojó de súbito al pensarlo. Hasta el momento en que vio a Salomón por primera vez, se había sentido talmente como una novia enamorada. Y aún había intentado enderezar sus ilusiones un par de veces, pero eso no cambiaba nada, y ella lo sabía.
– Es que no pensé que…
Dudó al ir a decirlo en voz alta. Era demasiado bochornoso, aunque así era. Todos sus sueños se habían visto truncados por esa única circunstancia ridícula.
– … fuera a ser tan viejo -terminó de decir Shams por ella.
Simún sacudió la cabeza con ímpetu y hundió otra vez la cara entre los almohadones. Con todas sus fuerzas intentó no pensar que en su imaginación el abrazo de aquel rey había sido igual que aquel otro que experimentara en el lecho de la cabaña del jardinero.
– Qué ridículo…
Shams se mordió los labios mientras su amiga lloraba con fuertes sollozos. No se le ocurría cómo aliviar su pena. Se sintió igual de impotente que aquella otra vez, cuando, estando Simún prisionera, le había dado un cuchillo romo. De nuevo volvía a estar presa, y ella volvía a sentirse demasiado débil para cambiar nada.
– Pero lo peor es… -dijo Simún de repente, y se enderezó.
Sus ojos miraban fijamente a Shams, como si vieran algo horripilante.
– ¿Qué? -preguntó ésta con delicadeza.
Simún la acercó hacia sí. Febril, le susurró a su amiga al oído:
– … que le gusta mi pie.
– Sí, pero… -Shams, atónita, buscó en el rostro de su amiga un indicio sobre cómo debía interpretar aquello-. Pero ¿no es eso una gran alegría? -probó a decir entonces.
– No -replicó Simún con vehemencia. Ay, dioses, qué poco comprendían las personas unas de otras. ¿Qué tenía de alegría, cómo podía soportarse siquiera, que alguien lo amara a uno por algo que uno mismo detestaba?-. Eso sería como si a Mujzen ahora le gustara abrazarte porque te creyera una fresca -añadió sin compasión-. Y para sentir sobre tu piel el sudor de otros.
– Oh -suspiró Shams, herida.
Se quedó impávida por un momento, se volvió hacia los cortinajes y salió.
Simún jamás se había sentido tan sola como en ese momento.
– Te instalarás en unos aposentos reservados sólo para ti. Si lo deseas, Marub podrá hablar contigo a través de una ventana de celosía. El rey te visitará durante siete días seguidos. -Shams hizo una pausa, pero Simún la apremió a continuar hablando con un nervioso gesto. Su amiga extendió un cuarto dedo y lo sujetó con la otra mano-. Después serás libre. El niño, cuando haya nacido y crecido, deberá visitar la corte del rey en su decimosegundo cumpleaños y quedarse a vivir aquí, como garantía viviente de vuestra alianza. -Lo recitó tan de carrerilla como se lo había enseñado Marub, que, siguiendo órdenes de Simún, había proseguido con las negociaciones. El quinto dedo. ¿Qué quedaba aún?-. Y tus sirvientas pueden moverse libremente por la ciudad. Como era tu deseo.
Miró a Simún, expectante, pero ésta seguía sin hacer ningún comentario. En la puerta esperaban ya los esclavos dispuestos a acompañarla, con sus pocas pertenencias, a los nuevos aposentos. Ninguna de las otras mujeres pasó a despedirse de ella. Demasiado extraña les resultaba esa reina de Saba, o eso pensó Simún, que bufó con desdén. En algún lugar se movió un cortinaje.
Cuando Shams se disponía ya a seguirla, ella alzó la mano.
– Ya lo has oído. Mis sirvientas pueden moverse libremente por la ciudad. De modo que ve.
Shams se sonrojó de súbito.
– ¿No quieres que te acompañe? -preguntó.
Simún hizo que no con la mano. No quería que nadie presenciara los siguientes siete días. No debía existir ningún vínculo entre ellos y su vida, para que después le resultara más fácil fingir que nunca habían sido. Sin embargo, no dijo nada de eso. Sólo se encogió de hombros y miró a Shams, que se alejaba entre los criados con la cabeza gacha.
«Siete noches no son nada», se dijo, asomada ya a una ventana de sus nuevos aposentos. Estaba rodeada de muros, pero tras ellos intuía libres cadenas montañosas y creyó oír los lejanos sonidos de cencerros que regresaban tarde a casa. Al cabo de siete días nada más, ella misma partiría de nuevo con su caravana. «Hacia mi vieja vida -pensó con amargura-, de la que vine huyendo. ¿Adonde iré después? ¿Acaso he de vagar por toda la eternidad con mi caravana sobre la faz de la Tierra, cargada con incienso y secretos, como una esfinge nómada?»
Apoyó los codos en el alféizar. También bajo su nuevo dormitorio había un jardín. ¿Sería el mismo que había visto desde la otra ventana? Inspiró hondo para disfrutar de los aromas. ¿No era eso la fragancia de una higuera, tentadora y veleidosa? Estiró el cuello y descubrió el pequeño árbol cerca de la tapia, apenas una silueta en el crepúsculo que ya fundía el verde del jardín con el azul de la noche y no permitía distinguir ningún detalle.
Sin embargo, de pronto oyó un sonido extraño, cadencioso como las campanillas y más fuerte que el canto de las cigarras. Más dulce también, y más cautivador. Simún se asomó todo lo que pudo para ver de dónde procedía. El cabello le resbaló por el cuello y cayó contra el muro. Bajo ella había un hombre joven con la espalda recostada contra la piedra cálida, tocando una flauta. Su melodía sonaba tan ensimismada y soñadora como parecía su imagen; no había reparado en la mujer que se asomaba hacia él desde lo alto.
Simún contempló su negro pelo de largos rizos y sus hombros desnudos, cuya piel iluminaba el último resplandor del crepúsculo. Sus enseres, el cubo y el rastrillo, aguardaban en la hierba sin ser usados.
– Yada -susurró.
De súbito se le saltaron las lágrimas. Entonces oyó la puerta tras de sí. «Sólo siete noches», pensó, y se irguió para saludar a Salomón, que acababa de entrar.
El joven de allí abajo sintió una gota sobre la piel. Alzó la mano para ver si llovía. Al levantar la cabeza, sólo encontró una ventana vacía.
– Mi rey. -Simún tragó saliva.
– Siéntate en el lecho.
La voz de Salomón sonaba igual de cansada y falta de emoción que en la sala del trono. Simún se espantó al oír esa frialdad, pero después obedeció. «Es incluso mejor así», pensó. No habría sabido cómo enfrentarse a un arrebato de pasión por su parte. Su indiferencia le permitió no tener que ocultar tampoco la de ella. Con docilidad se sentó en el borde y luego, a un gesto del rey, se dejó caer hacia atrás.
– Levanta las piernas.
Simún separó las rodillas y se arremangó las faldas. Su mirada se paseó ausente por el artesonado de madera. «Sí que tienen árboles aquí», oyó comentar a Marub de nuevo, y se propuso recordarle que tenían que negociar la compra de maderas nobles. A Salomón sólo lo percibía con el rabillo del ojo y, al darse cuenta de que se tiraba de la ropa, volvió la cabeza a un lado.
Yacía ante él medio descubierta, pero el hombre apenas si la tocó. No había entre ellos confianza para una caricia, o un beso siquiera. Ojalá se diera prisa. Como no sucedía nada y por los muslos empezaba a subirle un frío desagradable, Simún alzó la cabeza. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué era ese nervioso toqueteo entre los pliegues de su vestimenta, por qué gemía el rey con tanto esfuerzo? De repente y sin previo aviso, la mano del hombre le asió una pierna.
Simún sintió que sus manos secas de anciano recorrían crepitantes su piel. Se le puso la carne de gallina. Salomón acarició el largo arco de sus muslos desnudos como un entendido ante una bella escultura. Sus dedos llegaron finalmente al pie de la joven y lo asieron. De nuevo sintió Simún ese jadeo que le había oído ya cuando le lavó los pies; y de nuevo intentó, invadida por la vergüenza y la repulsión, ocultarle su extremidad deforme. Sin embargo, el rey la aferraba con más fuerza de la que Simún le había supuesto a su frágil figura. Salomón apretó los dedos más aún, se le aceleró la respiración.
– ¡Ay! -protestó Simún-. Me hacéis daño.
Quería rebelarse, zafarse de él.
Como si su resistencia hubiese sido la señal que estaba esperando, Salomón se echó sus reacios muslos bajo las axilas, la agarró de las caderas para tirar de ella hacia sí y la penetró con una embestida.
– Estate quieta -susurró.
Simún, paralizada por la idea de que aquello estaba sucediendo realmente, obedeció.
– Vuélvete-jadeó Mujzen, impaciente de deseo, y ayudó a aligerar los apáticos movimientos de la muchacha.
Contempló boquiabierto cómo las nalgas de Incienso se curvaban ante él, incitantes a la luz de la lámpara. Recorrió con la mano su espalda arqueada, arriba y abajo; era tan hermosa, tan oscura y esbelta… La levantó de la cintura, su peso apenas si se notaba. Y cómo se entregaba, sin oponer resistencia alguna… ¿Era la lascivia o la indiferencia lo que hacía que se mostrara tan impúdica? ¿Cómo era que lo había invitado a visitarla, precisamente a él? Aquello ocultaba un secreto que le provocaba inseguridad y lo excitaba a partes iguales. Incienso, que sintió su vacilación, empezó a mover las caderas en círculos.
De repente pensó cómo lo habría hecho Shams. Según le habían descrito con gran detalle, exactamente así se había arrodillado ante Dhiban. También ella se había ofrecido así a un hombre, pero nunca a él. Con una ira repentina tiró de la muchacha hacia sí y la penetró con toda su fuerza.
– Te gusta, ¿eh? -masculló con los dientes apretados mientras ella gemía.
Mujzen se movía con brutalidad y no podía parar de murmurar obscenidades. Hundió los dedos en sus rizos y los asió con fuerza, la odió por que no fueran las sedosas trenzas de Shams. Sentía una mezcla de vergüenza y triunfo que le resultaba irresistible, lanzó la cabeza hacia atrás con un grito y no vio la sonrisa insondable del rostro de la mujer que estaba arrodillada ante él.
– Dudas. -La voz de Dhahab no era más que un cálido susurro.
Se desperezó entre sus almohadones y se incorporó un poco, con lo que el vestido le resbaló y dejó al descubierto su hombro, que asomó pálido y vulnerable bajo el peso de sus rizos negros. Se apoyó en un codo y se inclinó hacia delante.
– Puedo entenderlo -ronroneó-. Es algo que debe considerarse con calma.
Su mano, llena de pesados anillos, se llegó hasta los cordones que aún sostenían el vestido y fueron deshaciendo un nudo tras otro.
– Aunque ya una vez lo hiciste -siguió diciendo con voz lisonjera-. ¿O acaso no?
Deshizo el último nudo y el vestido cayó lo suficiente hombros abajo para mostrar sus pechos, que eran turgentes y tersos como los de una joven. Los delicados pezones, casi del color de la granada, se irguieron al librarse del tejido. Dhahab sonrió al ver su mirada ardorosa. Alargó una mano hacia la mesa, hundió las yemas de los dedos en la miel y se dejó caer en el escote una gota que fue resbalando perezosamente por su piel y se acercó con excitante lentitud a su pezón, que no tardaría en quedar rodeado de oro.
Con alivio vio que su tardío invitado seguía el dulce rastro como si hubiera quedado hipnotizado por él. La gota pendía de su pezón, cada vez más pesada. Enseguida caería en un hilo largo y resplandeciente. El joven tragó saliva.
– Hazlo -susurró Dhahab, y volvió a inclinarse hacia él, que yacía en sus almohadones como si lo tuvieran atado-. Hazlo otra vez. Por mí.
Acercó su rostro al de él hasta que casi se tocaron y, despacio, lamió con su rojísima lengua las temblorosas comisuras de los labios de Yada, el jardinero.
– ¿Qué ha sido eso?
Shams alzó la cabeza, sobresaltada, y miró a la noche de fuera por la entrada de la tienda. Ya era tarde, pero las luces de Jerusalén seguían titilando en la colina. Junto al templo, que todo lo dominaba, distinguió los contornos del palacio, e incluso la silueta de la torre en la que se alojaba Simún desde hacía días. El grito había sonado a lamento de mujer.
– Un ave nocturna -gruñó Marub sin alzar la cabeza de su plato de carne.
¿Le habría leído el pensamiento? ¿Vería él lo que creía ver ella? Shams se sonrojó sin querer. Era la primera noche, ambos lo sabían aunque no hubieran cruzado una palabra al respecto. No podían sacudirse de encima esa idea, era como si el cuerpo desnudo de Simún se retorciera provocadoramente entre ambos. Su inquietud aumentó, pues no veía que hubiese música, ni danzas, ni una alegre comitiva nupcial a cuyo bullicio pudiera uno unirse mientras las ancianas cuidaban del destino del vellón blanco. ¿Conocerían esa costumbre en Jerusalén? Por un momento Shams tuvo unas visiones que hicieron que se le salieran los colores a la cara. No hacía más que mover los talones con nerviosismo de aquí para allá, pero sólo encontraba el cálido centellear del fuego y el aroma de la fuente llena de gachas de mijo que había entre Marub y ella.
– No tengas miedo -añadió Marub sin esperar mucho tras su última frase.
Shams le dirigió una rauda mirada y vio que él la contemplaba de reojo. Le sonrió. El guerrero enseguida volvió a mirar a su cuenco y hundió la cuchara en él.
– No tengo miedo -dijo Shams con cierto ardor-. Gracias -dijo al cabo de un rato.
Ambos bajaron de nuevo la cabeza hacia la comida. Sin embargo, la tirantez no desaparecía. Era como si entre la fortaleza, Marub y ella se hubiera tensado una cuerda vibrante cuyo susurrante zumbido se entremezclara con el canto de las cigarras.
– ¿Más carne?
– No, gracias.
Ambos volvieron a tragar. Después fueron a servirse gachas de mijo al mismo tiempo y sus dedos se rozaron. Los retiraron enseguida. No se dijeron una palabra más, siguieron masticando largamente los bocados correosos y rebeldes.
Shams no soportaba más el campamento de los sabeos. En la arboleda, el calor era sofocante a pesar de la sombra. Por las mañanas no soplaba una pizca de brisa que se llevara el aire cargado del sueño. Al despertar de una noche larga e intranquila, olía a almizcle, y la tibia agua del manantial no acababa de quitarle el espeso sudor que se pegaba a su piel. Así, al menos, lo sentía ella.
«Tengo que salir de aquí», se dijo. Además, ¿no había conseguido Simún para ella el privilegio de poder moverse libremente por la ciudad extranjera? La verdad es que no comprendía por qué, a menos que Simún hubiera buscado un pretexto para deshacerse de ella. A fin de cuentas, sabía bien que Shams no se las componía bien en las ciudades. Las calles de Jerusalén le parecían largas y tenebrosas, no muy diferentes de las de Marib, que finalmente había llegado a conocer poco después de llegar desde el desierto. Sin embargo, esta vez su intranquilidad la llevó hacia ellas. Seis días y seis noches ya. El laconismo de Marub la tenía fuera de sí. Los bramidos de los camellos la tenían fuera de sí. No quería seguir pensando qué les pasaría a los demás por la cabeza cuando miraban al palacio. Ni qué pensarían quizá que pensaba ella. Shams necesitaba urgentemente una ocupación.
Aceptó con gratitud la compañía del guerrero que Marub le asignó de entre las filas de sus hombres y partió temprano en dirección a Jerusalén. Llegó a las puertas de la ciudad junto con los carros de los campesinos que se dirigían al mercado. Entre ruedas polvorientas, burros cargados y parlanchinas mujeres de campo con cestos a la espalda y niños de la mano, esperaron hasta que la guardia los dejó pasar. La gente se apartaba un poco a su alrededor. Su vestimenta, su peinado y su forma de hablar los señalaban como extranjeros, y hasta el último de quienes allí aguardaban supo enseguida que pertenecían a la comitiva de la reina del sur.
Con una sonrisa forzada, pero muy intranquila, Shams escuchaba el parloteo que se oía a su alrededor, del que no entendía ni una palabra pero que le parecía hostil. Agradeció entrar en la sombra de la torre de las puertas, atravesó el túnel en el que ya sólo resonaban sus pasos y, al otro lado, se mezcló con el gentío anónimo de las calles.
No quería ir a ningún lugar en concreto y tampoco sabía adonde dirigirse, de modo que se dejó llevar por la decidida muchedumbre que la rodeaba. Se detuvo un momento a admirar las vasijas que giraban en los tornos de los talleres abiertos, curioseó sin demasiado ánimo entre las montañas de telas de un puesto de ropa usada cuyo vendedor anunciaba los precios a voz en grito por encima de sus cabezas y, cuando el estómago empezó a rugirle, llegó a un trato con una mujer que tenía el fogón encendido junto a la calle y preparaba unas tortas que chorreaban grasa.
Siguió adelante masticando, evitó las mayores apreturas para que no le dieran empujones, dobló varias esquinas y acabó, cuidando más de no mancharse con el aceite que de dónde ponía el pie, en una callejuela de pequeñas casitas. Un delgado chorro de agua caía de una gárgola con forma de hocico de toro a un pilón. Shams se lavó los dedos con gusto y se enderezó dando un suspiro de satisfacción. Ante ella, un jazmín se encaramaba por la alta tapia de un jardín, una resplandeciente nube blanca llena de zumbidos de abejas. Por detrás, una palmera ofrecía sombra extendiendo su follaje, que en aquella luz casi brillaba de color plata. El sol caldeaba la caliza amarillenta contra la que se apoyó. Allí se estaba en calma, no había nadie.
– ¿Dónde estamos? -preguntó Shams a su acompañante, que miró en derredor y se encogió de hombros.
Desde aquel lugar no se veían los altos muros del templo, que todo lo dominaban y con los que se habían orientado más o menos hasta entonces. Shams, confusa, se volvió a derecha e izquierda y señaló hacia un pasaje adoquinado que se extendía entre dos muros.
– ¿Probamos por ahí?
Antes aún de haber dado un segundo paso en aquel callejón, un perro de color pardo se abalanzó hacia ella desde una hornacina, un chucho callejero como muchos otros. La mayoría dormitaban sin que nadie les prestara atención junto a los muros, en los huecos de las puertas o en descampados, donde sólo se los veía cuando se levantaban, desperezándose, para acercarse a un paseante moviendo la cola con inseguridad y mendigar un poco de comida. Ese chucho, sin embargo, le cerraba el paso gruñendo con furia. Tenía el sarnoso pelaje erizado y tiraba los belfos hacia atrás para enseñarle su dentadura babeante. El animal se inclinó mucho y la miró con los ojos torcidos hacia arriba, el profundo sonido de su garganta gruñía amenazadoramente.
El acompañante de Shams ya había sacado su lanza, pero, antes de que pudiera llevársela al hombro e interponerse entre la bestia y ella, el perro saltó hacia delante y le hincó los dientes en la pantorrilla. Shams profirió un grito penetrante y sacudió la pierna instintivamente para quitarse de encima al perro, que, sin embargo, no la soltaba y empezó a moverse en círculos. El guardián de Shams daba vueltas con él, lanza en mano, pero apuntando con inseguridad, temiendo siempre herir a la mujer. Al final le dio la vuelta al arma y le asestó al perro un fuerte golpe con la vara de madera en la columna. Shams sintió un gran alivio cuando los dientes se separaron de su carne y aquel peso extraño cayó de su pierna. El animal, sobresaltado, dio media vuelta, retrocedió aullando y salió disparado con la cola entre las piernas hacia la siguiente esquina antes de que pudiera caerle un segundo golpe.
Shams gimoteó. El susto fue remitiendo, pero enseguida llegó el dolor. Se dejó caer contra su acompañante, moviendo los brazos con impotencia, y se alzó las faldas para examinar la herida, preparada para ver la carne viva y desgarrada del músculo. Desconcertada, vio que sólo tenía dos diminutos orificios de los que manaba un delgado hilillo rojo. ¿Por eso le dolía la pierna como si fuera a estallarle?
La calleja cobró vida. Se abrió una puerta y en su umbral apareció una mujer que hablaba con alguien que seguía dentro. Por encima de ellos se oyeron los postigos de las ventanas, a las que se asomaron cabezas curiosas cuyos propietarios pronto empezaron a intercambiar abundantes comentarios. No tardaron en cruzarlos de casa en casa por todo el callejón. Alguien señaló en la dirección por la que había desaparecido el perro y exclamó calle abajo algo que parecía una acusación.
Shams sacudió la cabeza con desamparo y dijo algo en su lengua. ¡Una extranjera! El revuelo de voces que los rodeaba se aplacó un momento y luego arremetió con más ímpetu aún. Entretanto, parecía que el insistente sermón de la mujer de la puerta logró lo que se proponía, pues del interior de la casa salió un anciano. Su aparición hizo callar a todos los demás. Se acercó a Shams con paso tranquilo, le ofreció la mano y la ayudó a levantarse. La muchacha vio entonces que era algo más bajo que ella. Su pelo blanco era tan largo como su barba, y ondeaba desgreñado en la leve brisa, tocado tan sólo por un gorro circular que llevaba en la coronilla. El hombre sonrió. Shams no comprendía lo que le decía. Estaba completamente hechizada por sus ojos, que eran de un azul claro y lechoso, como el cielo en las primeras luces de la mañana. Entonces le pareció que era ciego, pero le sonreía y señalaba a su casa invitándola a entrar de una forma que demostraba sin lugar a dudas que tenía una vista excelente.
Shams estuvo a punto de alzar una mano para tocar esos ojos insólitos, pero logró reprimirse, se ruborizó y quiso deshacerse de su mano, que seguía aferrándole la muñeca.
Sin embargo, el extraño la sostenía con fuerza.
– Estás herida -dijo, y Shams tardó un rato en comprender que lo entendía, y por qué.
Había utilizado la lengua de los nabateos, que ella había aprendido durante las largas horas del viaje gracias a su intérprete.
– Te ayudaré.
El anciano no hizo caso de la leve vacilación con la que Shams se le resistía y siguió tirando de ella hacia la oscura entrada de la casa, pero entonces se dio cuenta y le hizo un gesto a su acompañante para que los siguiera también. Los dos sabeos cruzaron una mirada de confusión y, tras dudarlo brevemente, entraron en la casa de su nuevo conocido.
El pasillo los rodeó de una oscuridad que los dejó casi ciegos. Tardaron un rato en distinguir las puertas que se abrían en el corredor, que doblaba hacia la derecha desde donde estaban ellos y daba a un patio umbrío. Allí había una hilera de gente sentada en bancos bajo unas palmeras, esperando -según parecía- pacientemente. Su anfitrión los saludó a todos con una cabezada y algunas palabras, fue contestado con respeto e hizo pasar a Shams por delante de todos hasta un taburete en el que la hizo sentarse. El tomó asiento en un escabel que acercó hasta ella. Shams miró por encima de la cabeza del anciano a todos los que esperaban y de repente comprendió que estaban enfermos.
Aquel hombre de allí, el del rostro transido de dolor y una cataplasma en la mejilla hinchada, tenía una muela mala, sin lugar a dudas. El viejo que estaba sentado a su izquierda llevaba una venda sucísima en el pie. Aquel niño acurrucado en el regazo de su madre tenía un sarpullido que saltaba a la vista. Con gran lástima contempló Shams el rostro de un ser cuyo sexo no pudo adivinar bajo sus andrajosos ropajes. En el centro de su cara, sin embargo, donde debiera haber estado la nariz, se abría tan sólo un irregular agujero negro.
Entonces sintió que el viejo le levantaba el dobladillo de las faldas. Sin reparar en su estremecimiento, le dejó la pierna al descubierto y le puso el pie en su regazo. El hombre frotó unas cuantas veces la mordedura con sus dedos secos y, mientras tanto, empezó a pronunciar una larga conferencia de la que Shams no entendió una palabra a un chico de unos doce años que estaba acuclillado junto a él y miraba fijamente los puntos sangrantes. El anciano preguntó algo y el joven respondió. Al levantarse presuroso para ir por algo, le lanzó a Shams una rauda mirada con unos orgullosos ojos que eran tan azules como los del viejo.
– ¿Vuestro hijo? -preguntó Shams, por decir algo mientras estaba allí sentada con el muslo al aire.
– Mi nieto -repuso el hombre, que había empezado a limpiarle los orificios de la pantorrilla con un paño y un poco de agua-. El don se salta a veces una generación.
Ella asintió con vaguedad, como si hubiera entendido la respuesta. Entretanto, el joven regresó, le entregó a su abuelo un manojo de hojas y escuchó una nueva lección mientras el anciano destrizaba las plantas, las majaba en un mortero y las mezclaba con un líquido que sacó de una vasija de barro tapada con un corcho. Cuando aplicó la cataplasma resultante en la pierna de Shams, ésta se estremeció, pues ardía como el fuego.
Su acompañante, que reparó en su gesto, se llevó la mano a la daga del cinto. Shams, no obstante, alzó una mano. El ardor había remitido y un frío agradable se extendía en su lugar. Se reclinó y le sonrió al chico, que volvía a estar ocupado vendándole hábilmente la pierna con unas bandas de tela.
– Eres muy buen ayudante para tu abuelo -dijo para alabarlo.
Él le sonrió, aunque parecía dudarlo. Shams le acarició el pelo para infundirle ánimo.
– ¿Es verdad -espetó el muchacho con una voz clara- que en vuestra tierra todas las mujeres tienen pies de cabra?
Shams se sobresaltó y dejó caer la mano con que le había acariciado la cabeza.
– ¡Aarón! -exclamó su abuelo, réprobo, y chascó la lengua.
Shams sacudió deprisa la cabeza. El pequeño no sabía nada, sólo repetía lo que sin duda se decía en las calles. Se preguntó cómo habría llegado el rumor hasta aquel callejón y pensó en los graznidos que había oído mientras esperaban entre la gente que se apartaba de ellos ante las puertas de la ciudad. ¿Habría sido ése, pues, el sentido de sus palabras?
Se dominó y volvió a ofrecerle una sonrisa al niño.
– No -dijo, y se sorprendió de la seguridad de su voz-. ¿O acaso ves una pezuña en alguna parte?
Volvió a alzarse las faldas y movió las piernas con consciente coquetería. El pequeño se ruborizó mucho y dijo que no con la cabeza. Su abuelo, después de haberlo mandado a otra parte, le dedicó a Shams una mirada larga y meditabunda.
Ella intentó zanjar la embarazosa situación levantándose enseguida.
– Todavía hay muchos que esperan vuestra ayuda. -Señaló a los pacientes para disculpar su apresuramiento-. ¿Qué os debo?
El anciano sacudió la cabeza.
– Sois huéspedes de la ciudad -dijo, y se llevó una mano al corazón-. Huéspedes de mi casa.
Shams bajó la cabeza con timidez para despedirse, su acompañante hizo igual que ella y se volvieron para marcharse. Intentó avanzar deprisa entre la fila de pacientes y no mirar a ninguno directamente a la cara. Sin embargo, de pronto algo hizo que se detuviera. Shams se arrodilló y alcanzó la mano de una chiquilla que, por miedo a la extranjera, estaba arrimada contra su madre y ocultaba el rostro.
– ¿Qué es eso? -susurró, y palpó los dedos de la pequeña, que formaban una extraña garra.
Con manos temblorosas intentó separar sus frágiles dedos, pero estaban unidos entre sí. Unos surcos de piel extrañamente lisa y azulada, con una ligera muesca donde debieran separarse los dedos, unían el anular, el corazón y el índice.
El anciano, que la había seguido, tomó la mano de la niña con delicadeza entre las suyas y volvió a dejarla sobre el pecho de la pequeña, que con un gesto rápido y experto la hizo desaparecer en la manga, más larga de lo habitual.
Shams alzó la mirada.
– ¿Podéis curarlo? -preguntó Shams. Casi contuvo la respiración.
El viejo sanador asintió.
– Un corte aquí, otro aquí. -Lo señaló en su propia mano, que había alzado con los dedos unidos. De pronto los abrió-. Y todo volverá a estar bien. -La madre de la niña le sonrió, llena de esperanza-. Quedarán cicatrices. -El anciano se encogió de hombros-. Pero ya no…
– … parecerá un monstruo -terminó de decir Shams.
Todavía de rodillas, se volvió hacia el sanador. De repente creyó comprender cuál había sido el significado oculto del deseo de Simún de que explorase la ciudad. Puede que su amiga no hubiese sido consciente de ello, que no lo hubiera imaginado siquiera, pero seguro que así estaba predestinado. Almaqh la había inspirado, y ella, Shams, por fin no se quedaría allí de pie con su cuchillo romo.
– Os ofrezco oro -dijo apresuradamente-. Esmeraldas. -Intentó recordar qué más quedaba en la caja que Simún había llevado para las negociaciones-. No podréis negaros.
El anciano se limitó a sonreírle con indulgencia.
Shams estaba cada vez más entusiasmada, pensaba febrilmente. Llamó a su acompañante con una señal y le ordenó que fuera al campamento, no, que corriera al campamento a buscar la caja, a buscar oro de los fardos del templo que vigilaba Marub, si había de ser. O incienso.
– ¿No le negaréis vuestra ayuda a una enferma? -De repente se detuvo.
Una idea espantosa le vino a la cabeza. Lo había olvidado por completo; jamás lo conseguiría. Miró al suelo con abatimiento. El guerrero, molesto por su repentina inmovilidad, preguntó si de todas formas tenía que ir al campamento, y ella le dijo que sí con gestos impacientes. Una sonrisa asomó a su semblante cuando al fin tuvo la idea salvadora.
Estrechó las manos del sanador, las volvió entre las suyas, las examinó y las sostuvo con fuerza.
– ¿Sabríais -empezó a preguntar, mirándolo ya con un resplandor en los ojos- caminar con las piernas castamente juntas?
Marub había insistido en acompañar a Shams en su misión. A grandes pasos avanzaba tras las dos figuras femeninas cubiertas que caminaban por delante de él con cortos pasitos de garbosa premura, seguidas por un Aarón nervioso, pálido de inquietud, que llevaba una caja de madera.
– Semejante idea -bufó el gigante-. Con esto conseguirás que nos maten a todos.
Shams se volvió hacia él con brusquedad y, deprisa como iban, lo obligó a frenar repentinamente. El rostro del hombre no quedaba a más de un palmo del de ella cuando le preguntó:
– Si pudieras volver a tener el ojo que te falta, ¿no querrías hacerlo?
Marub se llevó sin querer la mano hacia su ojo malo y se dio unos golpecitos contra el párpado. Su boca se abrió y se cerró con impotencia. Shams esperó un momento con los brazos cruzados y, al no recibir respuesta, se volvió para seguir avanzando.
– Por aquí -le indicó a la otra figura cubierta de recios velos que caminaba muy pegada a ella y que alargó una mano para tranquilizarla con una caricia en el brazo-. Y mantened las manos ocultas -le advirtió entonces Shams, nerviosa-. Aquí, sólo con eso, os reconocerán enseguida.
– Tendrías que haberle afeitado el vello de esos enormes dedos de los pies -refunfuñó Marub desde atrás, lo cual hizo que Shams bajara enseguida la mirada.
Sin embargo, no vio más que dos pies delicados, calzados en unas sandalias que no desvelaban nada de quien las llevaba. Siseó con acaloramiento y esbozó un gesto despreciativo con la mano, lo cual hizo que Aarón soltara una risilla que cesó en cuanto el ojo sano de Marub se clavó en él. Siguieron recorriendo los pasillos en silencio.
– Las criadas de la reina de Saba desean presentarse ante su señora.
Simún oyó la frase con vaguedad desde el otro lado de la puerta Le extrañó reconocer la voz de Shams y oyó que el guardián se hacía a un lado y descorría el sonoro cerrojo. Se le aceleró el corazón, pero contuvo la alegría de oír la voz familiar. Se habían despedido peleadas, y la orden de que no fuera a visitarla allí había sido inequívoca. ¿Por qué iba Shams a verla, no obstante? ¿Acaso quería recrearse en su miseria? ¿Y qué era aquello de «criadas», en plural?
Simún se puso de brazos cruzados para esperar a su amiga con la cabeza bien erguida. Febrilmente intentó pensar en una frase que fuera majestuosa y denotara distanciamiento para recibirla. Sin embargo, no fue capaz de pronunciarla.
Detrás de Shams entró otra mujer a la que no había visto nunca, seguida de un joven al que el guardián quiso detener del brazo, lo cual Marub comentó desde fuera con las siguientes palabras:
– Pero si no tiene ni doce años…
Se produjo un intercambio de palabras, breve aunque vehemente, y después Simún quedó en compañía de tres personas. Shams jadeaba como si hubiese corrido para llegar allí; tenía las mejillas sonrosadas, los ojos le brillaban como Simún no se los había visto desde la separación con Mujzen. Antes de que pudiera preguntar nada, la segunda persona se quitó el velo.
– Pero ¿qué…? -tartamudeó la reina.
No sabía qué le desconcertaba más de su desconocida visitadora, si sus ojos azul celeste o la resplandeciente barba blanca que le llegaba hasta el pecho.
– ¡Es un hombre! -espetó Simún con ligero apuro.
– Un sanador -corrigió Shams. Se acercó a su amiga y le estrechó ambas manos-. Simún, dice que puede curarte el pie.
El silencio se apoderó unos instantes de la estancia. Simún se dejó caer en el lecho y se cubrió el rostro con las manos. Durante largo rato, todos la miraron. ¿Reía? ¿Lloraba? ¿Acaso no los creía? ¿Estaría al borde de un arrebato de cólera? A Shams le habría gustado acercarse a ella para pasarle un brazo por sus delgados hombros, pero dudó. Cuando por fin se atrevió a dar el primer paso, Simún levantó repentinamente la cabeza.
– ¿Cómo? -preguntó, sucinta.
El anciano miró en derredor. Vio entonces un pequeño taburete como el que tenía en su casa, lo acercó ceremoniosamente, se sentó a los pies de Simún y, bajo los gestos aprobatorios de Shams, se dispuso a arremangarle el vestido. Al dejarle el pie al descubierto, lo sostuvo en alto, lo posó en su rodilla y lo examinó un rato sin decir nada.
Simún sintió sus dedos ligeros y secos, tragó saliva. Aún recordaba con viveza cómo el rey, la noche anterior, se había puesto el pie desnudo de ella sobre el pecho antes del acto para alcanzar la excitación necesaria. Sus ojos habían centelleado al llevárselo a la boca y posar en él un beso.
En los ojos azules del viejo no había más que una afable indiferencia. Su nieto, sin embargo, estaba arrodillado junto a él sin dejar de mirar una y otra vez, inquieto, del pie de Simún a su bello rostro. A la reina se le salieron los colores. El niño preguntó algo con su voz aguda y clara.
«Simún, sopla y levántame la falda.» El lejano recuerdo infantil volvía a estar de pronto muy cerca. Casi retiró el pie.
El anciano asintió como si todo fuera tal como había esperado. Alzó un dedo y señaló:
– Un corte aquí, otro aquí. Y aquí. -Le sonrió con amabilidad-. No serán los dedos de los pies más bonitos del mundo… -Dejó la frase sin terminar.
– Pero ¿será un pie normal? -Simún no se hacía a la idea.
¿Tan sencillo iba a ser? ¿Todo se arreglaría? ¡Un pequeño corte con un cuchillo! Instintivamente extendió el pie hacia él. «Hazlo aquí mismo -quería gritar-. Hazlo ya.» Se aclaró la voz. «No seas infantil -se reprendió-. Tendrá que hacer algunos preparativos.»
– ¿Cuándo? -preguntó con cierta duda, y volvió a carraspear-. ¿Cuándo creéis que podríais intentarlo?
El anciano le soltó el pie y alcanzó la caja.
– Vuestra amiga me ha dicho que lo mejor era hacerlo enseguida. ¿Si os parece bien? -Ya hurgaba entre sus herramientas.
Shams le cogió una mano y la apretó contra su ardiente mejilla. Simún le acarició la cara con espontaneidad.
– No llores -susurró, y entonces se le saltaron también a ella las lágrimas-. Ahora mismo me parece bien -dijo entonces, subiendo algo la voz, y se secó el rostro con la mano que tenía libre.
– De todos modos será un poco doloroso -le advirtió el sanador, con el cuchillo ya en la mano.
Simún lo miró y asintió despacio. Sus dedos se cerraron con fuerza sobre los de Shams. Después lanzó bruscamente la cabeza hacia atrás; su cuerpo se estremeció. El viejo judío se detuvo, sobresaltado. Sin embargo, la reina del sur reía, reía a carcajadas.
Simún estaba tumbada en el lecho, mirando al artesonado. Dos moscas revoloteaban alrededor de las filigranas doradas. Como sus zumbidos errantes pasaba el tiempo, lento, pesado, absurdo, subrayado y marcado por el doloroso palpitar de su pie, que estaba vendado con un paño de lino gris. Simún no se atrevía a moverse, ni siquiera se atrevía a mirar para no perturbar lo que allí se desarrollaba, pero ese dolor era el más dulce que había sentido en la vida.
Volvió la cabeza y contempló el cielo, que se transformaba poco a poco, con una lentitud atormentadora. El sol estaba más bajo, pronto teñiría de rosa las nubes blancas que se cernían sobre las montañas. Entonces acudiría Salomón por última vez.
Al final se incorporó para ir hasta la ventana. Quería ver si el jardinero volvía a estar allí. Con cuidado se arremangó el vestido y dio el primer paso, sólo con el talón sobre el frío suelo. Podía caminar sorprendentemente bien, pero, antes de llegar a la ventana, oyó la puerta tras ella. Simún se volvió con sobresalto. Todavía no era la hora, el rey llegaba siempre con el crepúsculo, oculto por la penumbra, cuando presentía que ya se acercaba su noche. Esta vez, con todo, quien apareció en la puerta fue el vocero.
– El rey Salomón desea que lo acompañéis al Salón de los Jueces -informó sin emoción alguna.
Simún no encontró en su semblante ni en su voz indicio alguno sobre qué significaba aquello. No tuvo más remedio que asentir con aquiescencia. Alcanzó su capa de la silla y siguió al hombre. Si éste vio que cojeaba, o reparó en la mancha de sangre que había dejado en la blanca manta del lecho, no lo dejó entrever. Sin hacer comentario alguno, acomodó su paso al ritmo lento de ella y la acompañó hasta la sala que ya conocía del día de su llegada. Allí estaba el trono, flanqueado por los dos leones, que esta vez no escupían incienso. Sí ardían unos fuegos de carbón en grandes braseros de cobre, y pesados cortinajes separaban las naves laterales de la sala, que así parecía más pequeña e íntima. Al pie del trono de Salomón había unas personas con vestimenta sencilla que no parecían pertenecer a la corte.
El vocero hizo pasar a Simún entre ellos, que le abrieron un respetuoso pasillo hasta los escalones, y la hizo subir hasta las colgaduras azul oscuro que rodeaban el trono de Salomón. Allí se arrodilló, carraspeó y, para inmenso asombro suyo, vio asomar por entre la tela azul una mano que le hizo un gesto para que se acercara. Simún le dirigió una mirada interrogante al vocero, que asintió para exhortarla a avanzar, de modo que apartó las colgaduras y entró.
– Siéntate -dijo Salomón.
Simún vio la butaca que había reconocido como su trono el día de su llegada. Esta vez se encontraba junto al del rey, su respaldo y sus brazos quedaban algo por debajo del de éste, pero estaba dispuesto sobre el mismo nivel. Al verlo la invadió el orgullo, una alegría triunfal. Aquél era el reconocimiento por el que había viajado hasta tan lejos. Casi era para echarse a reír que le hubiera sido concedido tan tarde, con tanta discreción y de una forma tan inútil. Aun así, aquella imagen le hacía palpitar el corazón, no podía negarlo. Sin embargo, en ese orgullo se entremezclaba también un alegre desdén. Simún no dijo nada y se sentó.
Los cortinajes se descorrieron entonces, y las personas que aguardaban allí abajo miraron con la boca abierta a los soberanos que lo dominaban todo desde su trono como dos esculturas. En ese mismo instante se inclinaron hasta tocar el suelo. El rey alzó una mano e hizo que un hombre se adelantara para exponer el primer caso.
Simún, que no entendía ni una palabra de lo que decía, dejó pasear la mirada. Detrás de él había dos mujeres, una intimidada, la otra llena de ímpetu. Esta última no hacía más que balancearse sobre sus pies, intentaba atraer la mirada del rey y parecía a punto de interrumpir al orador en cualquier momento, aunque no osó hacerlo. En lugar de eso, le tiró varias veces de la túnica para susurrarle al oído cosas que quería que dijera. Cuando el hombre terminó su exposición, la mujer asintió con brío, satisfecha, y le lanzó un par de miradas provocadoras a la otra, que miraba obstinadamente al frente, como si nada de aquello fuera con ella.
Salomón se inclinó hacia Simún.
– Ambas afirman ser la madre de ese niño. ¿Qué crees tú?
Entonces reparó Simún en una tercera mujer que aguardaba algo apartada y en cuyos corpulentos brazos sostenía a un niño de pecho al que mecía y hacía muchos mimos. Lo cierto es que ninguna daba la impresión de ser la madre del pequeño más que ella.
– Es una de nuestras amas -dijo Salomón, respondiendo a su pregunta, impaciente al ver que se interesaba por cosas tan secundarias-. ¿La primera impresión no te hace pensar nada?
Las mujeres de abajo empezaron entonces a gesticular con imperiosidad. La que había permanecido más callada alzó de pronto la mano y le dio un bofetón a su adversaria mientras el orador se quedaba muy erguido, intentando mantener la dignidad en mitad de la pelea de las dos mujeres. La luz de los braseros se reflejaba en su liso cuero cabelludo y recordó a Simún otra imagen.
Le puso una mano en el brazo a Salomón.
– Ofreced partir al niño en dos -dijo- con un hacha. -Como el rey enarcó las cejas, añadió-: La que esté de acuerdo no puede ser la madre.
Por primera vez miró a Salomón con una sonrisa. Los rojísimos labios del hombre se curvaron entre su barba gris, aparecieron arrugas en su rostro. Sin embargo, en sus ojos turbios no se encendió ningún brillo.
Salomón alzó la mano y los hizo callar a todos. Entonces anunció su sentencia. Simún vio que la mujer nerviosa, la que no había dejado de hablar, se quedaba de piedra. Dejó caer la mandíbula y se quedó mirando al rey fijamente y con consternación. El ama estrechó al niño contra sí como si lo viera ya en brazos del verdugo. Ciertamente, entró entonces un hombre con una reluciente hacha de bronce sobre los brazos cruzados.
La mujer más vivaracha bajó la cabeza y retrocedió como hacen los espectadores ante un cortejo fúnebre. Con digna presencia de ánimo alzó las manos en oración. La más amilanada, sin embargo, cobró entonces vida. Al ver el hacha profirió un grito que le erizó el vello a Simún. Se zafó del orador, que quería retenerla, se lanzó de rodillas ante los escalones del trono y rompió a llorar. Seguía sin encontrar palabras, pero no hacía más que negar imperiosamente con la cabeza, como si con ese gesto quisiera borrarlo todo: su petición, su presencia allí, la espantosa sentencia. Cuando oyó crujir los pasos del verdugo tras de sí, se llevó el borde del vestido a la boca y ahogó, así, el grito de animal agonizante que salió de ella.
Salomón detuvo al hombre con un gesto de la mano y lo hizo salir. La mujer seguía sollozando sobre los escalones, el pelo le cubría el rostro, moqueaba por la nariz.
– Dadle el niño -anunció el rey y, con la cabeza ladeada, contempló cómo la mujer miraba con incredulidad el fardito que le pusieron en los brazos antes de estrecharlo contra sí como si no quisiera volver a soltarlo jamás.
Sin dignarse mirar una sola vez a las figuras de los tronos, salió corriendo.
– Un juicio verdaderamente sabio -dijo Salomón con voz cansada mientras miraba cómo se llevaban de allí a los demás-. Veo que sabes decidir.
Antes de que Simún pudiera replicar nada, con otro gesto hizo entrar a un personaje que ella conocía de sobra. Su corazón se detuvo un momento. Era el joven jardinero de la flauta, al que había observado en secreto alguna que otra vez. Sin darse cuenta se irguió en su asiento. ¿Qué hacía allí? ¿Se había dado cuenta Salomón del interés que despertaba en ella? ¿O acaso estaría acusado de algún delito? Esta vez fue Simún quien miró con espanto al verdugo, que seguía impasible junto a un brasero. «Tranquila -se advirtió-, todo esto no es casualidad, te observa con atención.» Sentía la mirada de Salomón sin tener que volver la cabeza. «Pero ¿cómo?», pensó. ¿Cómo podía saberlo? No había hecho más que mirar al joven y soñar con aquel a quien le recordaba.
Salomón hizo que el muchacho se adelantara unos pasos.
Simún pudo ver entonces que no se parecía tanto a Yada. Su figura era mucho más delgada y frágil, casi femenina. Su rostro tenía unos grandes ojos de pesadas pestañas y rasgos delicados. Los dientes, cuando su sonrisa los mostraba, como en ese momento, eran ligeramente grandes y hacían que su cara, bastante estrecha, pareciera demasiado alargada. Sin embargo, era hermoso. Realizó una profunda reverencia ante el rey y su consorte, se llevó entonces la flauta a los labios, tomó aire e interpretó una melodía suave y sinuosa.
Simún, todavía tensa, movió sin darse cuenta el pie sano siguiendo el ritmo. Al reparar en ello, los escondió los dos bajo la butaca y se esforzó por permanecer inmóvil. El joven, entretanto, termino su canción. Se inclinó, esperó hasta que llegó un segundo esclavo con un arpa, se puso de acuerdo con él cruzando una mirada y, para sorpresa de Simún, empezó a cantar acompañado de los sonidos del instrumento de cuerda. Tampoco su voz se parecía a la de Yada, era aguda y dulce como la de una mujer.
¡Ah, si me besaras con besos de tu boca!,
porque mejores son tus amores que el vino.
Delicioso es el aroma de tus perfumes,
y tu nombre, perfume derramado.
¡Por eso las jóvenes te aman!
¡Llévame en pos de ti!… ¡Corramos!…
¡El rey me ha llevado a sus habitaciones!
– ¿Te gusta? -preguntó el rey.
Simún sintió su mano en el hombro. Enseguida se irguió, tensa.
– Lo he encontrado sentado debajo de una higuera. Es más bello que David -dijo Salomón.
Ella miró al muchacho y le dio la razón. Era hermoso, como el que describía su canto:
Como un manzano entre árboles silvestres
es mi amado entre los jóvenes.
A su sombra deseada me senté
y su fruto fue dulce a mi paladar.
Sin embargo, de pronto su belleza dejó de conmoverla. Simún supo con certeza que Salomón se había dado cuenta.
Miró de soslayo al rey, que seguía sentado a su lado. Él ya no conservaba rastro alguno de la belleza de ese joven David a quien había evocado. Era viejo, tenía los hombros encorvados bajo su manto de preciosos bordados, la piel falta de brillo. Su largo pelo, que una vez fuera negro, estaba entreverado de mechones de un gris sucio. Su mirada se había posado hastiada sobre ella y sus tesoros aquel primer día, cuando entrara en la alta sala, y la tarea de sellar su pacto había sido fatigosa, un acto carente de fuego, un ritual cuyo peso habían soportado ambas partes. Eso le pasó a Simún por la mente.
Y siguió pensando: «Debe de tener un centenar de esposas, eso dicen, algunas docenas seguro que tendrá, yo las he visto en la casa de las mujeres, obsequios, sello de alianzas, actos de Estado como lo soy yo, cuánto no deben de aburrirlo.» Miró con disimulo sus manos nervudas, su carne marchita, y pensó en esas cien mujeres. Intentó calcular a cuántas de ellas habría tocado más de una vez, como a ella. Estaba segura de que no habían sido muchas. Seguro que ninguna de ellas se había sentado jamás en un trono a su lado.
La canción no había terminado todavía. Hablaba de un gran amor entre ese hombre y esa mujer. No podía haber nadie más como ellos, ningún mundo que no fuera joven, ningún árbol que no susurrara su felicidad y ninguna pradera que no llevara con una sonrisa las marcas de su pasión.
– Trata de ti y de mí -dijo de pronto el rey. Simún había creí do que no estaba escuchando-. Yo mismo la encargué.
«Antes aún de verme», pensó ella.
– Puedes vivir para siempre en esa torre.
De repente Simún se quedó sin aire. El calor de los braseros y el espeso humo que salía de ellos le resultaban insoportables. Se puso en pie con brusquedad, se tambaleó un poco y fue bajando los escalones como pudo.
¡Qué hermosa eres, amada mía,
qué hermosa eres!
¡Tus ojos son como palomas
en medio de tus guedejas!
Tus cabellos, como manada de cabras
que bajan retozando las laderas de Galaad.
Tus dientes, como manada de ovejas
que suben del baño recién trasquiladas,
todas con crías gemelas,
ninguna entre ellas estéril.
Tus labios son como un hilo de grana;
tu hablar, cadencioso;
tus mejillas,
como gajos de granada detrás de tu velo.
Pasó junto a los músicos como andando en sueños, apartó uno de los cortinajes y entró con largos pasos en la sala vacía que había tras ellos.
Respirando con mucho trabajo, se detuvo. Allí se estaba mejor, había más claridad, menos angustia. La voz del cantor sólo llegaba a medias. Vio una ventana y fue hacia ella buscando que una bocanada de la fresca brisa vespertina le secara la frente. Oyó unos pasos tras ella, pero no se volvió. «Si me toca… -pensó, y se echó a temblar-. Si me toca otra vez…»
Sin embargo, Salomón se quedó a un paso de ella. El muchacho seguía con su cantar en la sala contigua.
– Es una canción muy hermosa -murmuró Simún al cabo de un rato.
– Sobrevivirá a los milenios. -Su voz fue fría, como siempre-. Reinar de verdad no significa conquistar sólo a personas y países, ¿sabes?
– ¿Es un acertijo? -preguntó ella con nerviosismo.
– Es una revelación: significa reinar sobre el tiempo. -Puso las manos en el alféizar, junto a las de ella-. Mi dios exige que no construya ninguna imagen de él. Tampoco yo permitiré que se erija ninguna mía. -Con un susurro de sus túnicas, se asomó para contemplar su ciudad-. En todo caso, ninguna que no haya esbozado yo mismo. -Se volvió de nuevo hacia ella-. No seré olvidado. No podrán desvirtuarme. A lo largo del tiempo y las tradiciones -proclamó- seguiré siendo el que quiero ser: grande, sabio, poderoso. No me perderé en el olvido.
Simún no dijo nada.
– Ocupa tú también tu lugar en la historia -la apremió entonces-. Ambos, tú y yo, constituiremos el cuento más grandioso de todos los tiempos.
– En la historia -murmuró ella.
Había tantas historias… Las calles estaban llenas de Cuentacuentos, y ella lo lamentaba. Ya su abuelo la había cargado de relatos para compensar aquello que no tenía. Habían sido posesiones amargas. No, no quería que los demás le atribuyeran grandeza. No quería un amor que no fuera más que un cuento. No quería una cárcel en la que vivir encerrada, prisionera de la fama, atrapada por el reflejo de los narradores de historias. Quería… No se atrevía a pronunciarlo. Pero lo quería ya, en aquel lugar y en aquel momento.
El cantar del otro lado de las cortinas no cesaba. Simún, sin embargo, seguía sin decir palabra.
Salomón vio que luchaba consigo misma.
– Quédate conmigo -suplicó.
En su voz apareció un nuevo matiz, más suave, que la sobresaltó. Sintió su roce en el hombro y se apartó con brusquedad. La» manos de Salomón cayeron.
– Considera lo que te ofrezco -rogó.
– El trono -murmuró ella para sí.
– ¿Qué dices? -La voz del hombre seguía siendo tentadora.
Simún pensó en el frío «Túmbate» de las últimas noches y sonrió con amargura.
– Ese trono -repitió-. Ni siquiera es el mío.
Sintió entonces la perplejidad de él en su silencio, pero no tuvo lástima de Salomón. Quería comprarla con un cantar, aniquilarla en favor de una imagen que había creado para suplantarla.
– También yo te ofreceré algo -dijo con frialdad, y se volvió hacia él con impulso.
Se levantó el vestido y subió el pie hasta el alféizar de la ventana. No tuvo que hacer más. En su rostro vio que el rey comprendía enseguida y con todas sus consecuencias lo que significaba que sus dedos, aunque vendados todavía en un lino gris y lleno de costras de sangre, estuvieran incontestablemente separados entre sí. Significaba: «No.»
– Te ofrezco una leyenda que sobrevivirá a los tiempos -dijo Simún con retintín-. Escucha bien, dice así: Una vez se presentó la reina de Saba ante el rey Salomón y le suplicó que la sanara para que pudiera ser como las demás personas. Su deseo le fue concedido, y así fue como Salomón liberó a la reina de Saba de su pezuña de cabra. -Volvió a cubrirse la herida con el vestido y se lo arregló-. En cuanto a ese hijo -espetó-, no lo habrá. He tomado precauciones para no concebir durante estas noches. Pero eso también puedes transformarlo a tu antojo en tus historias. El tiempo y la eternidad son tuyos. Y, si insistes en ello, también la séptima noche.
Esperó, pero Salomón se había quedado petrificado ante ella. Al cabo, con cierta vacilación al principio pero cada vez más resuelta, Simún echó a caminar para salir de la sala. Primero anduvo marcha atrás, posando con cuidado un pie y después el otro. Como él seguía sin moverse, dio media vuelta con la cabeza bien erguida sobre los hombros. Casi tropezó con la puerta, que abrió a tientas con los dedos. Al llegar al largo pasillo, echó a correr.
El dolor del pie no hacía más que enardecerla. Con la melena ondeando y la vestimenta agitándose tras ella, Simún salió del palacio a la carrera, recorrió las calles de Jerusalén y salió por las puertas de la ciudad, que ya cruzaban los últimos campesinos. El cielo estaba teñido por el rojo del crepúsculo como una piel de leopardo, los bosques se alzaban oscuros en el horizonte, y en el turquesa del cielo oriental destellaban ya las estrellas.
«La séptima noche -pensó Simún con dicha, y siguió corriendo-. Y soy libre. Esta será la primera noche de mi nueva vida.»