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LIBRO CUARTOLa rosa del Jardín

Dos brazos se alargan hacia la corona de lirios,

mis ojos quedan cegados por el brillo de la belleza.

Me atrae y no me rehúye,

me conduce hacia su luminoso rostro.

Me pasa el firme brazo por el cuello,

me estrecha contra su dulce busto,

y me postro tambaleante y confuso

a sus pies, los de la benévola hechicera.

Hermann Ritter von Mosenthal,

en el libreto de La reina de Saba, ópera de Karl Goldmark

Cada día acudía la hermosa

hija del sultán y bajaba

a pasar la tarde en la fuente

donde las aguas blancas murmuran.

Cada día se levantaba el joven esclavo

para pasar la tarde junto a la fuente

donde las aguas blancas murmuran;

más y más pálido cada día.

Una tarde se llegó la princesa

hasta él y le habló con raudas palabras:

«¡ Quiero conocer tu nombre, tu hogar, tu ralea!»

Y el esclavo habló: «Me llamo

Mohamed, soy del Yemen.

Y mi tribu son los asra,

los que mueren cuando aman.»

HEINRICH Heine, «El asra», en Romancero

CAPÍTULO 50

El regreso a casa

El regreso de la caravana sabea estaba imbuido de la simplicidad pero también del tedio de la repetición. Los desiertos seguían siendo cálidos, los escorpiones venenosos, las enfermedades ubicuas y los peligros siempre cercanos. Los hombres seguían muriendo. Simún hizo enterrar a dos de ellos en la orilla del mar Rojo, envueltos en sus mantas. Sin embargo, reinaba una alegría generalizada, una expectación alborozada había ocupado el lugar de la inquietud del primer trayecto. Ya no se internaban en lo desconocido, en un territorio que podía ser un reino de leyendas pero también la nada. Avanzaban, aunque con esfuerzo, hacia casa.

Los mozos cantaban cuando el calor les dejaba respirar, esperaban los guisos de su hogar con alegría. Los mercaderes hacían cuentas y planes con números más seguros al fin, pues lo que habían conseguido por el incienso lo llevaban consigo en sacos cerrados con cordeles; una fortuna para el presente, una promesa para el futuro. Los guerreros limaban las historias que relatarían a los suyos. Casi todos los campamentos nocturnos se convertían en una pequeña fiesta, y Marub vivía con inquietud, pues los habitantes de los pueblos, atraídos por la música y los aromas de la carne asada, se mezclaban cada vez más a menudo con ellos. También acudían mujeres, y ya había tenido que impedir más de una pelea sangrienta en el último momento. Durante el día cabalgaba de mal humor.

– No debería hacer eso -gruñó con los dientes apretados, y clavó una mirada sombría en Simún.

Shams, con quien estaba hablando, se asomó desde su litera y se protegió los ojos del sol con la mano. No pudo evitar sonreír al ver qué quería decir. Simún cabalgaba sobre su camello, como siempre, con el pelo descubierto y un rostro radiante. Llevaba las faldas arremangadas y sus pies desnudos se bronceaban al sol con despreocupación. Shams recordó a la niña salvaje que, antaño, en la carrera, montara su engalanado camello llevada por el éxtasis, aferrándose a él como una garrapata. También esta vez parecía Simún embriagada; en contadas ocasiones la había visto reír tanto y tan fuerte como en ese viaje.

Se encogió de hombros.

– Es feliz -dijo-. Déjala. -Se volvió hacia Marub-. Es algo nuevo para ella.

El guerrero observó cómo uno de sus hombres, un joven de mechones trenzados, colocaba su montura a la altura del camello de la reina y le dedicaba una frase jocosa antes de clavar los talones en los flancos del animal y alejarse al galope.

– Tendremos una desgracia -masculló.

– Todos la respetan -comentó Shams sin darle mayor importancia.

A ella la escena le había hecho sonreír. Le hacía gracia ver lo ansiosos que estaban todos esos recios hombres por gustarle a su reina.

Marub sacudió la cabeza.

– La respetaban antes. -Vio cómo Simún echaba la cabeza hacia atrás, riendo, cómo alzaba los hombros y abría la boca-. Ahora la desean. ¡Sooo! -Atizó con la fusta a su camello rebelde y lo obligó a permanecer tranquilo junto a la litera-. ¿La viste ayer bailando?

Shams asintió con un brillo en los ojos. Simún parecía un fenómeno de la naturaleza; las trenzas le bailaban alrededor de la cabeza, sus pies pisaban con fuerza. Como danzarina no era especialmente garbosa, pero parecía contener una energía abrasadora y arrebatadora, como una llama sinuosa. Al ver la expresión de Marub, hizo un gesto de disculpa.

– También otras mujeres bailaron -dijo, intentando justificar a su amiga.

– Sí -repuso Marub con sequedad-. Pero todas las demás eran putas.

Shams se ruborizó al instante. Se lo quedó mirando con unos ojos enormes para ver si quizás había sido una fea chanza.

– ¿Quieres decir-preguntó con vacilación- que esas muchachas…?

Marub alzó las cejas como diciendo: «Por favor, ¿no me digas que no lo sabías?»

Shams bajó la voz:

– No lo había pensado -reconoció.

La expresiva inclinación de cabeza con que se despidió Marub le sugirió que lo hiciera sin falta. Shams, molesta, cerró las colgaduras con brusquedad. Sin embargo, dentro, con los brazos cruzados y echada en sus cojines, sí que se puso a reflexionar.

– Últimamente se te ve muy contenta.

Shams había decidido acometer el tema dando un ligero rodeo. Fue a hablar con su amiga en el campamento nocturno, mientras los buitres regresaban a sus ramas para recoger sus alas hasta el día siguiente, los mozos conducían a los camellos descargados hasta los frugales pastos con palmadas de ánimo, las hogueras crepitaban y ante las tiendas se reunían corros a beber vino y cantar.

Simún asintió con brío. Sí, se dirigía a su hogar como llevada por alas. El mundo era hermoso y afable, jamás lo había visto así, jamás lo había contemplado tan libre de preocupaciones. Se recreaba en la sensación de formar parte de una comunidad y en el hecho de que pronto encontraría una alegría aún mayor que la aguardaba en casa.

– ¿Sabes? -repuso con despreocupación-. Es que me parece que he comprendido qué es lo más importante en la vida. Al fin sé lo que deseo.

– ¿Y qué es? -preguntó Shams, y se detuvo con los pliegues de la manta que había de ser su lecho entre las manos.

– Pues… -empezó a decir Simún, pero luego vaciló.

«Yada», pensó, pero eso no quería decirlo en voz alta, aunque sólo con pensarlo se le iluminaba la mirada y se le aceleraba el pulso. «El amor -fue lo siguiente que le vino a la mente-. El amor es lo que cuenta en la vida.» Ay, qué vulgar y banal sonaba, y a la vez qué pudoroso y desabrido. No expresaba ni una brizna del júbilo que sentía en su interior, de la expectación embriagadora, de la feliz impaciencia que la impelía ni del ansioso abismo de pavor que sentía al pensar en el futuro.

– Bueno, en general -dijo con vaguedad. Se dio cuenta de que Shams alzaba las cejas con asombro, así que espetó-: Eras tú la que decía que tenía que preocuparme menos por la reina de Saba y más por mí misma. Pues eso es lo que tengo pensado hacer. -Al instante lamentó su vehemencia y, para zanjar ese tema tan delicado, añadió-: ¿Tú qué harás cuando lleguemos a casa? -Vio que la expresión de Shams se ensombrecía y se acercó a ella para abrazarla un momento-. Piensas en Mujzen, ¿verdad? -dijo con torpeza.

Shams se encogió de hombros y, con los labios apretados, le dio la espalda.

– ¿Sabes? -empezó a decir Simún de nuevo, mirándose los dedos de los pies mientras los meneaba con alegría-. A veces me he preguntado si el sanador judío no podría haber ayudado también a Mujzen. -Miró de sus pies a la espalda de Shams-. ¿De verdad nunca te ha importado que…? -Su mano se alzó en un vago gesto hacia su boca.

Shams se volvió.

– No -dijo-. Nunca. -Se detuvo y lo pensó un momento-. No, desde que lo amo -añadió, y se dispuso a repartir los cojines sobre el lecho.

Simún alcanzó un vaso de alabastro de la mesita de su tienda, encontró en él un resto de vino y bebió sin apartar la mirada de Shams. Su amiga había conseguido pronunciar esas palabras sin más.

– ¿Sabes? Yo también amo a alguien. -Le salió con tal facilidad que ella misma se asombró de oír su voz.

Enseguida volvió a beber del vaso, se atragantó y tuvo que toser con fuerza.

Shams se le acercó y le dio unos golpecitos en la espalda.

– ¿Qué has dicho? -preguntó-. Perdona, no te he entendido bien. Lo has dicho en voz muy baja y me temo que estaba ensimismada en mis cosas.

– Que también yo amo a alguien -repitió Simún con una voz ronca tras tomar aire.

Alzó la mirada hacia Shams con ojos de espanto.

Su amiga no pudo evitar sonreír.

– Pero, cielo, eso no es motivo para poner esa cara. -Le acarició el pelo-. ¿Quién es él? ¿No será…? -Intentó recordar el nombre del joven guerrero que ese día había coqueteado tan descaradamente con ella.

– ¿Marub? ¡No! -exclamó Simún, que malinterpretó el semblante de Shams. Lo negó con amplios gestos. Después cogió aire-: Es Yada, el jardinero.

Apretó los labios con obstinación, esperando un comentario, pero Shams sólo la miró con desconcierto. Entonces Simún cayó en la cuenta de que su amiga no conocía a Yada. No podía reprobarlo. Sintió un gran alivio. Con repentina elocuencia se dispuso a describir con bellos colores las virtudes de su amado: su apostura, su fuerza, su valentía, su serenidad.

Shams la escuchaba con una sonrisa de desconcierto, esforzándose por formarse una imagen del joven. Le sorprendía lo que estaba oyendo. Alguna vez había pensado cómo sería el hombre que habría de estar al lado de Simún. Lo había imaginado un poco sombrío y misterioso. Apuesto, pero también peligroso, como la propia reina. Lo que menos había esperado era que su amiga se hubiese enamorado de un joven guapo, y se esforzaba por no dejar que notara su sorpresa.

– Y no te imaginas lo cariñoso que es.

Antes de poder protestar, Shams supo de lo acontecido la noche de la grieta de la presa. Cuando Simún llegó a las escenas más íntimas, de las que no omitió ni un solo detalle, Shams se ruborizó muchísimo. Como si Yada y ella hubiesen sido las primeras personas que se habían entrelazado, pensó algo ofendida, como si lo sucedido no pudiera comprenderse a menos que lo explicara con total exactitud… A punto estaba de hacerla callar con un gesto, pero algo le llamó entonces la atención.

– ¿De qué serpiente hablas? -preguntó.

Simún le explicó que alguien había atentado contra su vida.

Shams la interrumpió gesticulando con vehemencia.

– ¿Dormiste con él, aunque pensabas que había intentado matarte?

Esta vez fue Simún la que se sonrojó.

– En realidad no lo pensaba. Creo -añadió despacio. Arrugando la frente, intentó rememorar aquella mañana en el oasis y evocar aquellos sentimientos. La sospecha quedaba ya tan lejana y le parecía tan absurda, que era incapaz de comprender cómo había podido entrarle algo así en la cabeza-. Estaba demasiado confusa y tenía miedo de que al final me rechazara. Por mi pie. -Había bajado la voz-. Así que preferí hacerlo yo misma. -Guardó silencio un momento. Después preguntó-: ¿Crees que pudo haber sido él?

Shams sacudió la cabeza despacio.

– No lo sé, yo no estaba allí. Pero creo que, si hubiera querido atentar contra tu vida, no habría tenido por qué salvarte después en el dique, ¿no crees? Piénsalo. -Se inclinó hacia delante y le acarició el pelo a su amiga-. Pasaste toda una noche dormida junto a él sin que te hiciera ningún daño. Si hubiese querido matarte, ya lo habría hecho.

Simún asintió a cada una de sus palabras con una sonrisa de felicidad en los labios.

– ¡Es verdad! -exclamó con alivio-. Tienes toda la razón. -Se detuvo un instante-. Me he comportado como una tonta, ¿no?

Shams se ayudó de sus dedos para enumerar:

– Le golpeaste, sospechaste que era un asesino, lo abandonaste medio desnudo, lo evitaste desde ese momento y luego partiste de viaje para desposarte con un rey extranjero. -Se encogió de hombros.

Simún se mordió los labios. La exaltación que había sentido en los últimos días se desvaneció al oír esa lista.

– Y yo que creía que ahora que mi pie está curado todo sería fácil.

– ¡Almaqh sea conmigo! -exclamó Shams, que empezaba a impacientarse-. ¡Pero si ya antes te amaba, con pie y todo! -Pensó entonces en la frase de Marub: también la habían respetado-. Sólo a ti podía ocurrírsete sospechar de él precisamente por eso. Le das demasiada importancia a esas cosas.

Simún agachó la cabeza.

– ¿Y qué haré ahora? -preguntó a media voz.

Shams empezó a sacudirse con fuerza el polvo que se le había pegado al vestido durante el trayecto del día.

– Sólo puedo decirte lo que haré yo -dijo-. Iré a casa, me disculparé y le suplicaré a Mujzen que vuelva a aceptarme.

– ¿Quieres suplicarle? -No había forma de pasar por alto la extrañeza de la voz de Simún-. Y seguramente también querrás arrodillarte ante él, ¿no?

Shams se volvió.

– Si supiera que así me perdonará, sí. -Por primera vez miró a su amiga a los ojos con completa serenidad-. Lo amo, ¿sabes?

– Y puede estar contento por ello, y agradecido -espetó Simún. Arrodillarse ante otra persona. Toda ella se revelaba contra esa idea-. ¿Quién se ha creído que es, ese…? -Se interrumpió, sobresaltada.

La pausa tras esa última palabra se abrió como un abismo.

– ¿Lisiado? -preguntó Shams, y sonrió con tristeza.

Simún irguió la cabeza.

– ¡Bah!

Lanzó la copa de alabastro a un rincón y salió corriendo.

Shams se arrodilló a recoger los añicos. «Bien hecho -se reprendió-. Ahora ya no tendrás ocasión de decirle que debería comportarse con más decoro.» Oyó la música que llegaba desde fuera, dejó los añicos sobre la mesa y decidió no unirse esa noche a los demás.

CAPÍTULO 51

Una danza impetuosa

Simún salió de la tienda precipitadamente, le quitó el vaso de las manos al primero que encontró, bebió el vino que contenía hasta apurarlo bajo el aplauso de todos los que la vieron y se unió a los bailarines exclamando un «Jashiriyya!». Los guerreros de Marub se apretaron a su alrededor con entusiasmados gritos de júbilo, realizando complicadas figuras y saltos blandiendo sus dagas al ritmo de los tambores.

Sus arrulladoras exclamaciones no quedaron sin contestación. Esa noche también se llegaron al campamento de la caravana algunos jóvenes del pueblo. Todos ellos llevaban sus armas consigo, sus miradas refulgían a causa del fuego y el vino, y no tardó en formarse un círculo de competidores que intentaban superar la dificultad de la figura de baile realizada por el danzarín anterior. Estaban todos cogidos de los hombros y cantaban a voz en grito.

Simún, agotada, se apartó del grupo y permitió a los jóvenes seguir aceptando los desafíos de sus anfitriones. Balanceando las caderas, dando palmas al ritmo de la música y lanzando un alarido de vez en cuando, siguió el amistoso duelo desde el borde de la explanada.

A los jóvenes se les cubría la frente de sudor al realizar los complicados pasos. Saltaban cada vez más alto, cogidos del brazo del vecino. Entonces uno se apartó de su círculo de amigos, profirió un grito de guerra y, enardecido por los demás, demostró de qué era capaz.

Simún no pudo reprimir una risa al ver la concentración con que giraba el bailarín extranjero. De sus empapados rizos salían volando gotas de sudor que centelleaban al fuego. Tensaba todos los músculos cada vez que saltaba. Era un muchacho apuesto, de pómulos altos, un mentón enérgico y dientes de un blanco resplandeciente que relucían cuando le sonreía, como en ese momento. Simún respondió con un paso de baile. El muchacho le dirigió una mirada penetrante, y ella le dedicó una sonrisa de superioridad antes de realizar un giro que le permitió darle la espalda. De nuevo se oyó el grito de guerra de los sabeos. Los nabateos respondieron. El golpeteo de sus pies hacía temblar el suelo.

De repente sintió que el muchacho estaba detrás de ella. Se volvió; no se había equivocado. Era el joven bailarín nabateo, el que se había apartado de la fila de los demás y había bailado sólo para ella. La rodeó con unos pasos seductores, les hizo entonces una señal a sus compañeros y volvió a dirigirle una sonrisa a Simún. Ella le dejó hacer. El ritmo de los tambores parecía más rápido por momentos, más hipnótico, el sonido de las flautas más estridente. Las luces de las hogueras volaban ante ella. Simún sintió el calor de su bailarín cuando se le acercó, sintió el sudor sobre su propia piel. Se le aceleró la respiración y, entonces, en mitad de aquella danza salvaje, él le asió la mano.

Simún se fue con el joven tambaleándose en la oscuridad y dejó atrás la música, que vibraba y seducía, hasta llegar a un lugar en el que volvía a oírse el canto de las cigarras. Miró hacia arriba, las estrellas giraban en lo alto formando otro corro de baile. Soltó una risilla al darse cuenta de que sentía vértigo. Su acompañante se había arrodillado y le apretaba el rostro contra el regazo. Ella entrelazó los dedos en su cabello. «De rodillas -pensó, ebria-. ¡Ja! Es él quien debe arrodillarse si me ama. Yo he mantenido la cabeza erguida ante todo el mundo, siempre. Y que se ande con cuidado, que ahora puedo tener a quien yo quiera.» Se agachó y acercó la cabeza del muchacho a sus labios.

Él la abrazó y la tumbó en el suelo. Riendo, rodaron sobre la dura hierba. «Puedo tener a quien yo quiera», se repitió Simún. ¿Y por qué no? Atrapó al joven con sus piernas.

– Eh -jadeó él-. Eres una salvaje.

Simún le cerró la boca con otro beso y rodó hasta ponerse encima de él.

Despertó a causa de la dolorosa presión de las rocas en su espalda y por el frío aire de la noche, que le acariciaba sin impedimentos toda la piel. La pesada calidez del otro cuerpo ya no estaba.

Levantó la cabeza, algo mareada.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó, y parpadeó.

Tenía la boca seca y notaba en ella un sabor espantoso.

El joven, que tenía el vestido de Simún en las manos, alzó lo que había estado toqueteando.

– Esto me lo das de recuerdo, ¿verdad? -exclamó con alegría, y dejó que resplandeciera a la luz de la luna.

Simún reconoció el alfiler en forma de escorpión con que sostenía su vestimenta. Se incorporó de golpe.

– ¡Dame eso! -exclamó, y extendió la mano.

¿Qué se había creído ése, que encima le debía algún regalo?

El muchacho le tendió el alfiler con ánimo juguetón, pero en el último momento retiró la mano. Simún renegó e intentó alcanzarlo de nuevo. El joven le tomó el pelo una vez más, pero entonces ella se puso en pie y avanzó iracunda hacia él. Empezó a forcejear para recuperar el alfiler de su vestido, que él, con el brazo extendido, mantenía alejado de ella. Simún le daba patadas y lo arañaba con fuerza, pero él se divertía con sus intentos.

– Sí que eres salvaje -exclamó con ánimo travieso, riéndose de ella-. Cuando se lo cuente a mis amigos…

Esa frase se clavó en Simún como un cuchillo. ¿De modo que eso era para él? ¿Una aventura que explicar frente a la hoguera? «¿Queréis saber del día que conocí a una mujer loca y salvaje?» ¿Y pretendía ir enseñando por ahí su alfiler como prueba de que verdaderamente la había poseído? ¿Como un trofeo? Al darse cuenta de ello, Simún se quedó tan conmocionada que detuvo sus denuedos. En el campamento todos reconocerían aquel alfiler como suyo.

Por un momento se quedaron uno frente al otro, jadeando. El, con los ojos brillantes a causa de la risa, los blancos dientes resplandeciendo a la luz de la luna. Ella, con lágrimas de rabia en las mejillas. Nerviosa, retorció una de sus trenzas y se puso a morderla mientras lo fulminaba con la mirada.

El muchacho rió a media voz, bajó el brazo y se guardó el alfiler en la faja. Se sacudió el polvo de las mangas y se colocó bien la vestimenta.

– Ven mañana a mi tienda -exclamó, a punto de irse-. Puede que entonces te lo devuelva. Si…

Lo que estaba a punto de decir no llegó a salir de sus labios. En lugar de eso emitió unas gárgaras, un largo hilo de saliva cayó de su boca, que se torcía lentamente. Simún, casi contra su voluntad, contempló cómo iba alargándose cada vez más, cómo se deshacía en perlas y goteaba en el suelo, manchándolo de negro. Justo en el último momento separó su mirada de la saliva y buscó sus ojos, pero ya estaban cerrados. El joven se tambaleó dando dos inseguros pasos hacia delante, se desmoronó y cayó al suelo. El ruido hizo que Simún se sobresaltara. Miró en derredor, aún atónita, pero allí no había nadie, sólo el canto de los grillos, que volvió a oírse después de una pausa casi imperceptible. Se arrodilló junto a él, furtiva, tiró para sacar la daga de su cuerpo, la limpió con la ropa del joven, se la guardó en el cinto y recuperó el alfiler. El metal aún estaba caliente del tacto de su piel cuando Simún volvió a prender con él su ropa. Los dedos le temblaban todavía de ira, aunque también de miedo. ¿Qué había hecho?

Saltó como una gacela, dispuesta a huir, pero no lograba separarse de aquella imagen. Cómo yacía allí, un contorno oscuro sobre el suelo, rodeado por la luz de la luna… Qué antinatural ángulo habían adoptado sus piernas; nadie se quedaba así dormido para descansar. Sus brazos seguían extendidos sobre el polvo, como si todavía intentara fastidiarla. Pero estaba muerto.

La garganta de Simún profirió un grito desgarrador. Si lo encontraban allí, estaba perdida. La tribu del muchacho exigiría vengar su sangre, caerían sobre ella. El éxito de su empresa, las penurias de casi dos años, el futuro de la ruta del incienso que había conquistado y, con ello, el destino de su reino, la vida de sus amigos, la suya propia, su recién encontrada vida, todo estaría perdido.

– Lo has estropeado todo -gritó, y le dio una patada al cadáver.

Estaba blando, cálido y pesado. Apenas se movió, como burlándose de ella. Simún se detuvo, sobria de pronto, y se volvió con un sollozo para huir de allí.

Echó a correr a ciegas por los matorrales y tropezó con las ramas, temió encontrar serpientes, rezó, lloró y no vio que se encaminaba directa a los brazos de alguien hasta que se topó pesadamente con su pecho. El hombre la retuvo con fuerza, aunque ella se resistía con decisión, daba patadas y puñetazos. Volvió a desenvainar la daga, pero él le aferró la muñeca y gritó su nombre.

– ¡Simún!

Tardó un par de instantes en asimilar lo que oía.

– Simún, ¿dónde estabais?

Se frotó la muñeca, avergonzada.

– ¿Marub? -Su voz estaba entreverada de lágrimas.

Se obligó a respirar con tranquilidad, pero no hacía más que cambiar de postura, no podía estarse quieta.

– ¿Señora? -preguntó Marub con dulzura, aunque su voz denotaba mucho recelo.

Miró por encima de los hombros de Simún y ella supo que estaba viendo al joven guerrero. La había visto marcharse con él esa noche. Todos la habían visto.

– ¿Qué? -espetó la muchacha, y rompió a llorar un instante después-. Está muerto, Marub. Ay, Shams, ay, dioses.

Se dejó caer contra él y, por primera vez desde que se conocían, se abrazó a su cuello. El la sostuvo, sorprendido, sintió cómo temblaba, le apartó entonces los brazos de su nuca y se los puso en los hombros. La tuvo así unos momentos, sin decir nada, sin preguntar nada, hasta que recuperó el dominio de sí misma.

– ¿Dónde está? -quiso saber entonces.

Simún lo llevó hasta el muchacho.

Marub lo contempló largo rato. Recorrió con la mirada el suelo plateado por la luna, como si las piedras y el polvo pudieran relatarle lo que había acontecido allí. Y Simún, profundamente sonrojada en la oscuridad, estuvo segura de que lo hacían. Aquellas lavandas habían quedado dobladas por sus caderas cuando lo había atraído hacia sí, y allí estaba la huella de su talón en la grava. Lo vio todo con claridad y agachó la cabeza, arrepentida.

– Tenemos que ocultarlo -dijo Marub al cabo-. Deprisa. -Sacó su espada y se inclinó sobre el muerto. Debió de darse cuenta del horror de Simún, pues se detuvo a explicar-: Voy a despedazarlo, así ocultaremos la causa de la muerte y los animales salvajes también tardarán menos en llevárselo. La gente debe creer que han sido ellos quienes lo han destrozado. O que lo han atacado unos jinn malignos. -Le hizo una señal para que se mantuviera alejada.

Simún obedeció. También asintió, aunque con un estremecimiento, cuando cayó el primer golpe. En vano deseó que los grillos cantaran más fuerte y ahogaran el sonido del metal que se hundía en la carne fresca y astillaba los huesos.

Los siguientes minutos fueron de arduo trabajo. Marub y Simún arrastraron por el suelo los sanguinolentos trozos del cuerpo para separarlos todo lo posible, ocultaron algunos en las grietas de las rocas y cubrieron otros con montones de piedras. Lo que no pudieron esconder así lo taparon con leña seca. Simún vio que Marub regresaba deprisa para recubrir de tierra el lugar del crimen y ocultar las manchas de sangre. Ella tiró a un hoyo un fardo sanguinolento que le había dado su guardián. Iba a cubrirlo de piedras cuando la luz de la luna iluminó los ojos de un zorro que se ocultaba tras un matorral. Se detuvo y retrocedió para dejarle al cazador nocturno su botín. Tropezando marcha atrás, siguió la voz de Marub, que la llamaba.

Por fin respiraron tranquilos. No quedaba nada del joven, pero Simún estaba segura de que recordaría por siempre ese último momento, ese pie desnudo que había visto sobresaliendo de la tela en el hoyo, con una línea de polvo sobre la piel.

– Volvamos al campamento -exclamó Marub.

Ella asintió con los ojos muy abiertos. Mientras caminaba, seguía limpiándose los dedos en el refajo. Se enjugó el sudor de la frente, se compuso la vestimenta, los collares, el pelo. En el último momento pensó en las líneas de kohl que perfilaban sus ojos y que habrían quedado deshechas a causa del esfuerzo, y se pasó por ellas las yemas de los dedos humedecidas para que no quedara rastro de lo sucedido.

Volvió a ver la ardiente luminosidad del fuego, que la atrapó en su calidez. Marub y Simún se detuvieron un momento en el límite del resplandor. El gigante comprobó con cuidado toda la ropa de su señora para asegurarse de que no se viera ninguna mancha de sangre. Ella se pellizcó las mejillas y se mordió los labios, irguió la cabeza y enseñó los dientes en una máscara de su anterior sonrisa.

– Entretenedlos -ordenó Marub-. Yo iré a ocuparme de que todo esté listo para partir enseguida.

Simún sonrió con crudeza y sacudió la melena mientras los pasos de su guardián se alejaban lentamente en la oscuridad. Sin embargo, el latir de su corazón le cerraba la garganta cuando se acercó al grupo de extranjeros amigos del joven guerrero. Algunos seguían bailando, pero otros se habían reunido en un pequeño grupo que departía en voz baja. Vio entonces que alzaban la cabeza para preguntarle algo por encima del bullicio del baile. Poco antes de llegar junto a ellos, puso los brazos en jarras y, cuando tuvo la atención de todos, su paso adquirió un ligero bamboleo incitante. Ocultó el miedo lo mejor que pudo, pero decidió no reprimir la furia.

– ¿Dónde está? -preguntó, y se plantó de pie ante los jóvenes guerreros, todos los cuales le sacaban más de una cabeza.

Sus semblantes, hostiles algunos de ellos, adoptaron diversas sonrisas. El cabecilla se sacó de la boca el palo que estaba mascando.

– Pensábamos que tú lo sabrías -repuso, y se esforzó por ocultar su desconcierto tras su recia impertinencia.

Simún alzó la barbilla como si no tolerara que pusieran en duda su decencia. Recorrió la reunión con una mirada impaciente, como si esperara encontrar al interfecto por algún lugar, mientras tamborileaba con un pie nervioso en el suelo. Entonces se irguió y anunció:

– Bueno, pues decidle que no pienso esperarle toda la noche. -Giró sobre sus talones-. Que baile con quien quiera -exclamó por encima del hombro mientras se alejaba de allí.

Contuvo la respiración y a cada paso creyó estar a punto de desmayarse. Sin embargo, no la siguieron más que unas risillas obscenas. Por lo visto había ofrecido una imagen creíble de celos y dignidad herida. Nada más llegar a las colgaduras de su tienda, se arrancó el alfiler del escorpión de su capa y lo tiró al suelo. Ante la mirada de asombro de Shams, que ya estaba recogiéndolo todo, intentó aplastarlo con imperiosos pisotones. Al sentir un pinchazo se detuvo, se sentó y se sostuvo el pie ensangrentado con las dos manos. Resopló con incredulidad.

Shams se le acercó por la espalda y le alcanzó un paño para que se secara las gotas de sangre.

– Marub me lo ha explicado todo -susurró-. Ay, Simún, ese hombre horrible… -Miró a los ojos a su amiga, que bajó la mirada.

En el silencio que siguió a esa compasión inicial, Simún seguramente oyó una duda, como si Shams quisiera añadir algo más. Sin embargo, su amiga lo dejó correr, volvió a estrecharle los hombros y siguió con su trabajo.

Por la mañana, su partida transcurrió como siempre, con la diferencia de que Simún no había pegado ojo, aguardando el alba con anhelo, como si fuera a aliviar su insoportable dolor. Sin embargo, ese primer día la tortura continuó igual que durante la noche. Vagamente se dio cuenta de que Marub negociaba con el jeque extranjero, vio rostros afligidos y niños alegres que corrían con sus perros a lo largo de la caravana. Ella iba montada como una estatua sobre su camello, completamente engalanada, y no parpadeó siquiera hasta que dejó de oír ruido alguno a su espalda.

El sol ya estaba alto en el cielo y las piedras negras multiplicaban su calor bajo las pezuñas de los animales cuando Marub se acercó a cabalgar junto a ella.

– Lo están buscando -dijo al cabo de un rato, sin mirarla.

Simún asintió con tanta imprecisión que bien pudo haber sido un movimiento causado por el balanceo del paso del camello.

– Les he ofrecido nuestra ayuda. Creo que no sospechan nada.

Con los ojos entornados contempló las colinas de los alrededores. Simún volvió a asentir. No estarían seguros hasta haber cruzado el siguiente paso. Hasta entonces sólo podían esperar. Detestaba esperar.

– Pero tengo que saber algo. -El hombre se volvió hacia ella con un movimiento tan repentino que la sobresaltó-Tengo que saber si he llevado a su tumba a un hombre justo.

Simún le lanzó una rauda mirada. Su destrozado rostro parecía sobrecogido. Tenía la mano sobre la daga. No cabía duda de que Marub sufría al pensar que su honor de guerrero podía haber quedado mancillado esa noche.

La reina se mordió los labios. Entonces oyó la voz del otro. «Sí que eres salvaje», tan sorprendido, tan obsceno. Era como si ella no fuera más que un animal con el que estuviera jugando y, sin que le hubiera parecido peligroso, de pronto le hubiera enseñado los dientes. A él, que la había creído un animal hermoso y nada más.

– No -repuso, despacio, y sacudió la cabeza-. No era un hombre justo.

Esbozó una sonrisa y siguió a su guardián con la mirada cuando se alejó al galope. «¿Y yo? -pensó mientras sus rasgos perdían expresión-. ¿Yo qué soy?»

«Una persona sin remordimientos», oyó en su interior. Había sentido miedo, sí, miedo a perder lo que parecía que acababa de conseguir, un miedo que disminuía con cada paso de su camello en el luminoso día. Y también muchas dudas.

Siempre había creído que era su pie lo que le había impedido ser como las demás mujeres. Sin embargo, ese impedimento ya había desaparecido y, aun así, parecía que no le estuviera permitido encontrar una vida fácil. Sólo había hecho lo que todo el mundo alguna vez, y había terminado en catástrofe. A Simún no le parecía justo.

Maldijo su destino. Ya creía haber escapado de todo lo que le impedía vivir su vida. No quería seguir creyendo en cuentos. ¿Qué más podía hacer? No sabía por qué, pero todos los hombres de su vida parecían transformarse en Afrit. Su existencia había sido y seguiría siendo un cuento, un cuento perverso, y temía descubrir cuál sería su final.

CAPÍTULO 52

El regreso a casa

El regreso de la caravana del incienso fue triunfal. De ello se encargaron los emisarios que envió Marub por adelantado, hombres que regresaban del viaje más largo de su vida, de regiones que para la mayoría de sus oyentes pertenecían al reino de las leyendas, hombres a los que durante el último medio año habían dado ya por muertos. Embriagados ellos mismos por sus propias aventuras, transformaron la ciudad en un auténtico torbellino.

Simún había regresado. La reina estaba de vuelta en su hogar, cargada de tesoros como una inniyah. Se había convertido en la esposa de un gran rey mago que le había desvelado todos sus secretos, podía convertir en oro todo lo que tocaba.

Por doquier se oían voces exaltadas, historias a cuál más fantástica, en los patios, en las callejuelas del mercado, hasta se oían en los jardines de palacio, donde Yada las escuchaba apoyado en su pala sin decir palabra. Tampoco se volvió cuando tras él una puerta se cerró enérgicamente, como si quisiera hacer oídos sordos a la palabrería que no dejaba de colarse en voces cada vez más fuertes y entusiastas, igual que una bandada de pájaros sobre una higuera llena de frutos maduros.

También a Bayyin, el sumo sacerdote, le llegó noticia al templo.

Se levantó y miró un rato al exterior, donde las personas se arracimaban ya. Después se volvió de nuevo hacia su visitante.

– ¿Aconteció todo tal como dices? -preguntó con exigencia, y su oscuro rostro se ensombreció más aún.

El hombre que estaba sentado sobre el cojín tragó saliva, pero asintió.

– Cada una de mis palabras es cierta, por los cuernos de Almaqh. Cuando Karib supo que deseabais negociar con Hadramaut, enseguida me recibió en persona. Cuando le pregunté cuál era la posición del nuevo rey respecto de nuestro asunto, me ordenó que esperara y llamó a una puerta por la que desapareció brevemente. Al cabo de un rato volvió a salir de aquella sala, caminando hacia atrás y realizando numerosas reverencias. Después se dirigió hacia mí y dijo que su rey le había concedido libertad total para negociar. Entonces lo interrumpieron porque alguien lo llamaba, y salió. Yo, aprovechando la ocasión, me levanté de un salto y abrí la puerta. Sólo un resquicio, señor, un resquicio de nada. -Sonrió y mostró la distancia con los dedos-. Para que no pudieran cortarme la cabeza si la asomaba demasiado.

Bayyin enarcó las cejas con impaciencia.

El hombre agachó la cabeza y se apresuró a seguir con su historia:

– Y ¿qué queréis que os diga, señor? La sala estaba vacía, absolutamente vacía, y no tenía ninguna otra salida.

El sacerdote se llevó un dedo a la sien para reflexionar. Su visitante inclinó la cabeza, buscando de nuevo su mirada.

– Si queréis oír mi opinión, señor, ya no hay rey en Hadramaut. Sólo tenemos trato con Karib y…

El sacerdote le hizo callar con un gesto de la mano. El hombre guardó silencio, se levantó, se inclinó y salió para recibir su pago de manos del ayudante de Bayyin. Con ello conseguiría para su familia un trozo de tierra del que dos veces al año sacarían una cosecha, una buena tierra de fango de aluvión. El hombre sonrió al pensar en cómo caminaría entre el cereal, que enseguida le llegaría hasta las caderas. Haría grabar su nombre en una placa del templo del valle, una bella pieza de alabastro, la primera en la que figuraría el nombre de la familia. Mientras bajaba la escalinata del palacio ya no volvió a pensar en Hadramaut ni en su rey.

Bayyin, por el contrario, seguía rumiando con concentración. De manera que el rey de Hadramaut, el único hijo de Ausun, había desaparecido. Dudaba de que Karib fuera responsable de ello. De haber tenido un cadáver, el consejero lo habría presentado ante el pueblo para hacer valer así sus pretensiones al trono. «No», pensó Bayyin sin dejar de caminar de aquí para allá, como una pantera en una jaula. El joven rey de Hadramaut debía de seguir con vida, pero ¿dónde estaba? Y, lo que era aún más importante, ¿por qué? ¿Qué le había hecho abandonar su palacio?

De nuevo se detuvo ante la ventana y contempló el intenso ajetreo de fuera. Sus ayudantes sacerdotales estaban ciertamente exaltados.

Los emisarios le habían descrito la magnitud de las riquezas que pronto pasarían por las puertas del templo para allí ser clasificadas, almacenadas y redistribuidas. Por lo que se oía, les esperaba un aluvión mayor que el de la luna de primavera, y los hombres temían ya que sus muros no pudieran contener el choque de tanta riqueza.

Bayyin sonrió; eran inexpertos, tenían pocas luces. La riqueza nunca era demasiado grande. Igual que hacían con la crecida, la encauzarían y la dirigirían a su antojo. Abrió la boca para exclamar algo, pero lo pensó mejor. ¿Conque Karib le aseguraba que tenía a una persona allí, en Marib, que aguardaba para asesinar a la reina? Alguien que podía acercarse mucho a ella. Alguien que los dejaría a ellos dos en disposición de repartirse pronto las riquezas de ambos reinos. ¿Era verosímil? ¿Era posible? ¿Era bueno?

– ¡Eh! -exclamó entonces desde la ventana-. No os quedéis ahí sin hacer nada. -Los ayudantes del patio bajaron la cabeza en cuanto oyeron resonar su voz-. Limpiad el altar para el sacrificio a los dioses. Tú, ve a comprar dos carneros. Nuestra reina vuelve a casa. Y traedme las varas con las inscripciones sobre los impuestos del agua. ¿Han reparado por fin los al-Shidshan el canal secundario que pasa por sus tierras?

Los cargó de tareas que, para gran satisfacción suya, los hicieron salir disparados en todas direcciones. Unos instantes después, el majestuoso patio estaba en silencio. Sólo la abubilla posada en el tejado emitía su llamada entre las portentosas columnas que proyectaban bandas de luz y sombras sobre el barro hollado.

– Debo reflexionar -murmuró Bayyin, el sacerdote-, reflexionar sobre todo esto.

La pompa de la entrada de la reina sobrepasó incluso a la de la comitiva de la boda celestial. Toda la ciudad salió para ir al encuentro de la caravana de Simún con literas y tiendas, instrumentos musicales y flores, de modo que la hilera de viajeros que avanzaban cubiertos de polvo sobre sus cansados animales quedó flanqueada por un colorido pasillo de espectadores engalanados de fiesta que extendían una interminable alfombra de flores a los pies de los camellos. Los hombres tendían odres de vino a sus héroes, se interponían ante ellos y se cogían de los hombros para bailar espontáneamente al ritmo de los cánticos del público y ofrecer así su arte a los recién llegados. Un grupo de guerreros entusiasmados se abalanzó con las espadas desenvainadas y frenó levantando una nube de polvo para dar media vuelta y retroceder de nuevo al galope; una demostración de ataque que fue recibida por gritos de júbilo y que terminó cuando cayeron de rodillas ante Simún. Los padres alzaban a los niños para que pudieran ver con sus propios ojos lo que más adelante se relataría en numerosos cuentos.

Justo frente a la puerta de la ciudad aguardaban los dioses. Tampoco ellos habían querido desaprovechar la oportunidad de aparecerse ante los vivos. Desde sus literas los miraban con fijos ojos pintados, y en su presencia el alboroto se comedió tanto que Simún, sin abrumarse, pudo descabalgar y caminar hacia el sumo sacerdote, que la aguardaba en silencio, rodeado de sus ayudantes.

– ¿Y bien? -dijo la reina a modo de saludo-. ¿Fluye también el agua por nuestros huertos?

Bayyin realizó ante ella una reverencia hasta el suelo, y las zarpas de su piel de leopardo arañaron el polvo con sus uñas. Escogió con esmero sus palabras y el tono de voz en que habría de pronunciarlas. Entonces sonrió.

– El agua fluye bien, los huertos florecen y prosperan.

Simún asintió con benevolencia y ordenó a sus guardias con un gesto de la mano que descargaran fardo tras fardo y entregaran a los sacerdotes cuanto habían traído consigo. El que tuvo la suerte de poder acercarse lo bastante y echar un vistazo, explicaría más adelante fantásticas historias. Bayyin no movió un músculo mientras la montaña que crecía entre ambos se hacía cada vez más alta y a sus hombres les sudaba la frente del esfuerzo de descargar las mercancías.

– Todo irá camino del templo -informó Simún-. Así como el incienso del cual procede. Más tarde decretaré eso también.

Apartó la vista de los fardos y miró en derredor. El oasis, de un verde oscuro, seguía murmurando a lado y lado del uadi como la maravilla que era.

– Sin nuestros huertos -le dijo a Bayyin- todo esto no sería más que lluvia en el desierto.

Su mirada se encaminó por los vergeles, se internó bajo las sombras de los árboles, saltó por encima de los canales.

El sacerdote aguardaba cortésmente a su lado, pero no repuso ni una palabra a lo que acababa de exponer Simún.

– Me alegro -afirmó, en cambio- de que hayas regresado sana y salva.

– Sana y salva -repitió Simún, y rió-. Sí.

Bayyin la repasó con la mirada de arriba abajo para comprobarlo. Ella reprimió el impulso de esconderse de él y permaneció erguida.

El sacerdote la contempló largo rato. Algo había cambiado en ella, lo percibía con claridad, aunque no acababa de comprender el qué. Cerró los ojos y se serenó. Igual que antes, intentó penetrar en su alma, leer en ella, pero todo lo que vio ante sí fue una puerta cerrada a cal y canto. No distinguía nada. Lo que antes los había unido quedaba allí detrás, y todo lo que Simún le mostraba era una sonrisa misteriosa y tranquila.

– Por Almaqh -dijo el sacerdote con respetuoso asombro-, ¿te ha enseñado eso el rey mago al que has visitado?

Algo parecido al miedo nació en su interior.

Simún sacudió la cabeza.

– Lo he conseguido yo sola, Bayyin. Todo lo he conseguido sola.

Cogió las riendas de su camello, le dio unas palmaditas en los ollares y se dispuso a cruzar la sombra del arco de la puerta. El sumo sacerdote no se separó de su lado.

– ¿Sabes lo que se siente, Bayyin -preguntó cuando los pasos del animal se detuvieron ante la muralla-, cuando uno se encuentra de repente con su destino?

Ante ellos tenían la reluciente abertura de luz tras la que se levantaba Marib con sus casas y sus templos.

El sacerdote no respondió. La mujer que tenía a su lado le era tan familiar como extraña. «Debería haber sabido que no regresaría siendo la misma -se reprochó-. Tendré que reflexionar, tendré que reflexionar mucho.» Uno junto al otro salieron a la luz del sol, donde él se inclinó ceremoniosamente ante su reina, hasta el suelo. El pueblo de Marib estalló en ensordecedores gritos de júbilo.

Shams aprovechó el entusiasmo general para cruzar la puerta de la ciudad. Allí estaban de nuevo las aturdidoras callejas en las que las casas se apretaban más que los panales de una colmena. Por doquier había personas exaltadas, y todas parecían querer ir en dirección a la puerta, al lugar de los acontecimientos. En las calles secundarias había calma. Sólo los viejos seguían sentados en sus taburetes a la puerta de las casas y lanzaban miradas de desdén a esa joven que llevaba tanta prisa. Aquí y allá ladraba algún perro, o un niño de pecho protestaba tras una ventana cerrada. Al fin, allí estaba la puerta que tan bien conocía y por la que tantas veces había entrado en sueños para despertar luego con lágrimas en los ojos. Profirió un lamento y flaqueó.

La criada, que fue la primera en verla, se sobresaltó tanto al reparar en el aspecto de Shams que dejó caer lo que llevaba en las manos y desapareció con un grito en el interior de la casa. La joven se quedó de pie en la linde del patio, avergonzada. Un niño se le acercó entonces. Caminaba hacia ella tambaleándose sobre unas piernecitas regordetas y casi firmes, con el pulgar en la boca y los ojos negros bien abiertos para mirar a esa señora extraña. Shams tardó un momento en comprender quién era y estrechar al pequeño con un grito de alegría. El niño pataleó e intentó zafarse de ella, pero luego, aunque algo asustado, dejó que hundiera el rostro ardoroso en su pelo negro.

– Estás aquí -masculló Shams, abrazando al niño con fuerza-. Sigues estando aquí. Ha cuidado de ti.

Inclinada sobre el niño oyó los pasos que provenían de la casa. No sabía qué la aguardaría cuando se irguió lentamente. Su hijo se apartó de ella y corrió hacia su padre, que lo alzó en brazos y se detuvo a unos pasos de Shams.

Durante un rato no dijeron nada.

– Por Almaqh -prorrumpió entonces Shams. Su mirada iba del uno al otro-. Se parece muchísimo a ti. -Le caían lágrimas por las mejillas, reía y lloraba de alivio a la vez-. Se parece increíblemente a ti. Es verdaderamente hijo tuyo. -Su alivio se entremezclaba con vergüenza y arrepentimiento.

Feliz de ver a Dhiban desterrado de su vida, se dio cuenta, no obstante, de que precisamente esa alegría suya debió de ser para Mujzen como una bofetada en la cara. Cierto es que ya le había suplicado que la creyera al decirle que no había cedido ante Dhiban antes de estar segura de haberse quedado encinta, pero también comprendía que para Mujzen, frente a su infidelidad, la certeza de ser el padre no fuera más que un nimio consuelo.

Ella lo conocía bien, sabía de su amargo rencor por la vida, de su inseguridad. Sabía perfectamente lo importante que era para él su lealtad. «Maldita, maldita sea la desesperación», pensó Shams.

Se estremecía con tal fuerza que apenas si lograba tenerse en pie.

Mujzen la miró un instante con ceño. Apretaba tanto los labios que parecían blancos. Era imposible adivinar qué dirían cuando se abrieran. Una sacudida recorrió entonces su cuerpo, y estiró hacia Shams el brazo que tenía libre. Ella avanzó sollozando y con pasos vacilantes. Un instante después se abrazaban con todas sus fuerzas, y así permanecieron largo rato.

CAPÍTULO 53

La flecha caída del sol

Por la tarde, Simún se presentó ante la riada de su pueblo en la escalinata del palacio, sobre la que el calor centelleaba y, así, transformaba la figura de la reina en una imagen onírica. Para los sabeos era una criatura casi divina que había regresado a su lado para gobernarlos envuelta en una aureola de oro.

Volando sin ser vista por encima de ellos cruzó entonces susurrando una flecha que parecía proceder directamente del sol poniente, de su luz brillante como metal fundido; apenas un sonido maligno, un borrón negro y un ruido seco que acertó en el hombro de Marub. El gran guerrero se tambaleó levemente. La alcanzó con su fuerte mano, tiró de la caña y se la quedó mirando como si se hubiera materializado de pronto en el interior de su carne. De la punta goteaba su sangre vigorosa.

Alrededor de la reina se alzó un griterío que puso en movimiento a los guardias. La inquietud empezó a descender por los escalones y llegó hasta los espectadores sin que nadie supiera qué era lo que había sucedido.

Simún le puso una mano en el hombro a Marub y quiso mirarle la herida, pero él la apartó tras de sí.

– Venía de allí-gruñó, y entrecerró los ojos para escudriñar el edificio de enfrente-. De aquel tejado.

Antes de que Simún pudiera decir nada, les hizo una señal a dos de sus hombres y les ordenó que registraran la casa. Ellos bajaron la escalinata, pero en cuanto se mezclaron con el tumulto ya no lograron avanzar sino muy despacio.

Simún vio cómo la muchedumbre arrastraba hacia aquí y hacia allá a los hombres con sus lanzas.

– ¡Abrid paso! -exclamó con decisión, y salió de la sombra de Marub, que, horrorizado, extendió un brazo para ofrecerle un escudo.

Sin embargo, nada podía detener a Simún. Se arremangó el vestido y descendió enérgicamente la escalinata hasta la multitud, que se retiró ante ella con apresurada reverencia.

– Ha perdido el juicio -bramó Marub, y se abalanzó tras ella para protegerla, pues se encaminaba sola hacia el ojo de la tormenta.

Miró en derredor con preocupación, pero ninguna flecha siguió a la primera.

Los guardias de Marub llegaron ante la puerta extraña, la echaron abajo y penetraron en el oscuro interior de la casa, donde oyeron voces de mujeres y gritos de niños mientras intentaban llegar al tejado. Uno apareció poco después en la cornisa.

– ¡Aquí hay unas escalerillas de madera! -exclamó hacia abajo-. Llevan al tejado contiguo y al patio interior. Hace rato que ha escapado.

Le respondió el murmullo de muchas voces. Marub ya estaba dando órdenes a una tropa de hombres para que registraran todo el barrio y removieran cielo y tierra cuando oyeron al segundo hombre gritar algo desde lejos.

– ¿Qué ha dicho? -Simún se volvió con impaciencia hacia Marub, que hablaba con sus guardias.

Este se interrumpió, gritó algo hacia arriba, recibió una respuesta y se volvió de nuevo hacia su reina.

Su ojo bueno brillaba de satisfacción.

– Lo tienen -dijo-, en el patio interior.

Simún no hizo caso de su consejo y siguió a los guardias que se abalanzaban al interior de la casa detrás de Marub. Vio a unos niños agazapados en la penumbra y un cesto volcado del que habían caído al suelo unas cebollas, dispersadas en todas direcciones por las patadas de los hombres. En el suelo había un juguete que ella recogió en plena marcha y dejó en manos de una niña sin pararse a hacer más que acariciarle brevemente la cabeza.

Sin dejar de correr llegó al patio interior y, cegada por el sol, de pronto se detuvo.

– Estaba al pie de la escalerilla con el arco aún en la mano -explicó con orgullo el guardia, que mostró el arma como un trofeo y, con la mano libre, zarandeó a su presa del hombro con tanta fuerza que casi lo hizo caer.

Simún se quedó atónita.

El preso se resistía con ira:

– ¡Ha escapado por allí atrás, rápido, estáis locos, vais a dejarlo escapar!

No dejaba de intentar quitarse las ataduras, hasta que alguien le dio un golpe con una lanza en la cabeza.

Simún tragó saliva cuando vio que le caía sangre por la frente. El preso se arrodilló y permaneció un momento aturdido, después sacudió la cabeza con fuerza y se irguió de nuevo entre gemidos.

– Sólo he cogido el arco de donde él lo ha dejado caer.

En ese momento su mirada se cruzó con la de Simún.

– Yada -susurró ella.

El muchacho la miró con una sonrisa. Cómo había deseado Simún pocos minutos antes que le sonriera así… Había anhelado que llegara el final de la ceremonia y las deliberaciones del consejo para poder abrir la puerta sellada y bajar al jardín a buscarlo. De pronto estaban rodeados de guerreros en un patio polvoriento. No podía creerlo.

Marub se abalanzó entonces hacia él.

– ¡Tú! -bramó, y levantó del suelo al odiado jardinero. Lo dejó colgando ante sí con las piernas en el aire-. ¡Conque eras tú! Te advertí que si alguna vez te encontraba con un arma en la mano, perro cobarde…

– ¡Marub! ¡Marub! -Simún tuvo que gritar dos veces su nombre para que soltara a su víctima a regañadientes.

– No he traído mi pala. Si no, llevarías más cuidado.

Yada gimió al ponerse de pie y sacudió la cabeza como si quisiera deshacerse del dolor. Señaló con las manos atadas al guardián de Simún y sonrió con malicia.

El gigante gruñó, pero obedeció la orden de Simún y se quedó donde estaba.

– Déjalo hablar -pidió ésta, y agachó la cabeza.

No era capaz de hablarle directamente ni de mirarlo a los ojos.

El jardinero, por el contrario, se dirigió a ella:

– Quería subir al tejado para verte -dijo-. Pero algún otro ha tenido la misma idea. Cuando he querido subir por la escalerilla, me ha dado una patada en el hombro y después ha saltado ahí atrás, donde está esa paja amontonada. -Se volvió a medias y señaló-. Ha dejado ahí el arco y se ha ido corriendo como un loco por esa puerta. No he visto más que su manto y el pañuelo negro que le cubría el rostro. -Bajó la cabeza e intentó buscar la mirada de ella.

– No hemos visto a nadie más -dijeron las voces de los guardias, y Simún se estremeció-. Pero él estaba justo ahí, con el arco en la mano.

La reina alzó entonces la mirada y vio el montón de paja en el rincón. Un perro pardo y flaco olfateó sin ganas unas briznas antes de marcharse moviendo la cola. Simún respiró hondo.

Quería decirle que lo creía, abrió incluso la boca… Pero volvió a cerrarla.

– ¡Simún! -exclamó Yada en voz baja.

Ella cerró los ojos con todas sus fuerzas para conjurar su imagen. Le habría gustado poder cerrar también los oídos. «Simún.» Se sintió mareada, pero Yada seguía ahí. ¡Yada! Como a punto de morir ahogada abrió los ojos y la boca.

– Yo… -empezó a decir, carraspeó, oía un grito en su interior: «Quiero creerte. ¡Quiero! ¡De verdad que quiero! ¡Tengo que creerte!»

– ¡Mi reina! -Era la voz de Bayyin, sonora y afinada como un gong, pensada para erizarles el vello a los creyentes.

El sacerdote se llegó junto a ella y tiró de su manto de leopardo como si quisiera recordarles a todos su posición. Simún se sintió demasiado débil para preguntarle qué quería. Le parecía un milagro seguir de pie sin caerse, erguida. Sólo encontraba apoyo en la mirada de Yada, de la cual, ahora que había vuelto a encontrarla, ya no quería separarse.

– Creo que puedo explicar este asunto.

– Ah, ¿sí? -dijo Simún con cansancio.

Ni sus ojos ni su voluntad querían apartarse de Yada.

– Ese de ahí, de hecho… -La voz de Bayyin retumbó como en una ceremonia-: No es un simple jardinero.

– No -susurró Simún.

Por supuesto que no, eso era cierto. Entonces lo vio claro, sí, no podía ser de otra forma. «Demasiado hermoso -oyó susurrar en su interior-, demasiado inteligente, envuelto en demasiado misterio.» Todo lo que amaba en él le decía que era algo más de lo que parecía. Sonrió sin querer.

Sin embargo, la voz de Bayyin siguió bramando:

– Es el hijo de Ausun, el rey del vencido Hadramaut.

– ¿Qué? -preguntó Simún, y parpadeó.

De repente sintió en la lengua el polvo que habían levantado los pies de todos esos hombres en el patio.

Hadramaut, osario, guerra y sometimiento, política e intrigas, ¿de eso trataba todo aquel asunto? Malditos el aroma del jazmín y los cuentos relatados a escondidas.

En ese momento el sol se puso tras los muros y sumió al patio en sombras. Simún se tragó las lágrimas. Entre el murmullo que se alzaba por doquier, sólo ella permanecía callada. Cuánta banalidad.

– ¿Cómo sabéis eso? -oyó que preguntaba Marub, y Bayyin le respondió con un detallado informe sobre las comunicaciones de sus espías que apenas si rozó los oídos de Simún.

– Alguien tiene que haberle ayudado -constató su guardián.

Otro propuso entonces:

– Preguntémosle a él.

Fue Marub quien agarró la lanza y la apretó contra el cuello de Yada hasta que le hizo sangre.

– Hace ya tiempo encontramos incluso tu dromedario -dijo, y apretó un poco más-. El animal con el que llegaste. Qué necio fuiste al dejarlo libre por ahí. Y ahora dinos a quién venías a ver.

– No sé de qué me hablas -jadeó Yada.

La punta de la lanza no le dejaba hablar bien. De nuevo buscó la mirada de Simún, que daba media vuelta para irse ya.

– ¡Simún! -exclamó con sus últimas fuerzas-. Vine a ver a la pretendida que me rechazó.

Simún se quedó quieta.

– Y la vi.

Ella alzó la cabeza, indecisa, sin saber qué hacer.

– Sí, me aconsejaron que te matara -siguió diciendo.

Marub lo zarandeó.

– Eres un recondenado bicho de Karib y morirás por ello.

– ¡Pero yo me negué! -gritó Yada-. ¡Preguntadle a Karib! ¡Pregúntatelo a ti misma!

– ¡Desvergonzado!

Simún oyó el bofetón con el que Marub había hecho callar a Yada y cerró los ojos.

Bayyin se inclinó hacia ella.

– Karib le dijo a mi hombre que tenía aquí a un asesino que podía acercarse mucho a ti -explicó en susurros.

Sobresaltado, retrocedió al ver el fulgor de su mirada.

– ¿Y cuándo-siseó Simún-tenías pensado comunicarme todo eso, Bayyin?

Una sombra de vergüenza cubrió por primera vez el negro rostro del sacerdote, que bajó la cabeza.

– Tenía que reflexionar -dijo, y se irguió con la esperanza de recuperar un poco de dignidad.

Simún alzó las cejas con ironía.

– Déjame adivinar sobre qué.

Apretó los puños. Le habría gustado gritarle toda su furia y su frustración. Todos, todos la traicionaban. La oleada de ira acabó con todas las dudas.

– Apresadlo -dijo sin volverse una sola vez.

Salió de la casa todo lo deprisa que pudo y corrió a la escalinata. No quería volver a oír siquiera los pasos de Yada tras de sí, no quería saberlo cerca. Sin embargo, los guardias de Marub lo condujeron diligentemente tras ella. Tuvieron que hacer atrás a la muchedumbre con sus lanzas, pues la gente, iracunda, quería lanzarse contra el preso. Lo habrían linchado de no haberse mostrado Marub tan firme.

Simún subió la escalinata. Con una sacudida quiso quitarse de encima la mano que se posó en su brazo, pero entonces reconoció a Shams.

– ¿Dónde estabas? -bufó, todavía exaltada, pero calló al divisar tras su amiga a Mujzen, pálido de inquietud.

El joven, que se había echado encima a toda prisa el distinguido manto y el collar, signos de su autoridad, se balanceaba tímidamente sobre las puntas de los pies mientras seguía cogido del brazo de su mujer. Simún los miró impacientemente a uno y a otro. Intuía lo mucho que significaba la reconciliación para Shams, y en circunstancias normales… Pero su pensamiento iba de aquí para allá. No, no podía compartir con ellos ese momento, no podía alegrarse, no quería. Con una sonrisa ausente le dio unas palmaditas a su amiga en el brazo.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Shams, desconcertada.

Simún siguió subiendo la escalinata con impetuosidad. Cualquier cosa menos esa pregunta. No quería tener que decir ni explicar nada. No pronunciaría aquello que tanto daño le hacía.

– Yada es en realidad el rey de Hadramaut, que vino a asesinarme. -Le sonó ridículo. El esfuerzo que tuvo que hacer para no romper a llorar casi la destrozó.

Shams, sobresaltada, se llevó una mano a la boca. A Simún le habría gustado darle una bofetada por ese gesto banal.

Mujzen y Marub cruzaron una rauda mirada por encima de las cabezas de las mujeres. El jefe de los establos alzó las cejas y el guardián asintió. El dromedario extraño; no tuvieron que desperdiciar ni una palabra al respecto. La mirada de Mujzen se dirigió entonces a un lado. Shams sintió su nerviosismo, no se estaba quieto.

– ¿Qué sucede? -preguntó y se apartó de Simún, que con una expresión ausente había rechazado sus intentos por consolarla.

– Lo vi salir -espetó Mujzen. La ese siseó más que nunca a causa de su agitación-. A él, en el palacio.

Señaló a Yada con un dedo tembloroso.

– Sí -dijo Simún con voz ronca, y se agarró el vestido para seguir subiendo. Quería llegar al fin a la paz de una estancia en la que pudiera estar sola-. Ya lo sé.

– No, no -prosiguió Mujzen a toda prisa-. Cuando tú no estabas. Vos, quiero decir. -Lanzó una mirada a su mujer y se ruborizó muchísimo. Después bajó la cabeza-. De noche.

– ¿Qué hacías tú en el palacio de noche? -preguntó Shams con asombro.

Mujzen levantó la cabeza.

– El caso es que lo vi. Lo vi salir de los aposentos de Dhahab -dijo con voz firme. Evitó la mirada de Shams y miró a Simún a los ojos-. De las habitaciones de tu madre.

CAPÍTULO 54

Estancias cerradas

Las varas de las lanzas golpearon las puertas talladas de los aposentos de Dhahab. Como nadie abría, Marub, con una expresión furiosa, dio orden de echarlas abajo. Los hombres cogieron impulso, pero justo en el último momento se oyeron unos pasos presurosos, el cerrojo rechinó y vieron el rostro espantado de una criada que agachó enseguida la cabeza y se retiró.

Simún no había vuelto a ver a Dhahab desde que volviera de Hadramaut con el cadáver de su padre. Todos esos años, su madre se había exiliado voluntariamente en su ala del palacio y se había ocultado de ella. Esta vez, sin embargo, salió con orgullo, cubierta de joyas como una reina, peinada, maquillada y más que preparada.

«Todavía es hermosa», fue lo primero que pensó Simún, que aguardaba algo apartada para observarlo todo. Estaba claro que para Dhahab era importante mostrar esa belleza en todo su esplendor. Gruesas líneas de kohl perfilaban sus ojos ausentes, la malaquita machacada prestaba su brillo verde a los párpados, y tanto labios como mejillas relucían de rojo como granos de granada.

Esos labios repletos, húmedos, se abrieron entonces en una sonrisa burlona.

– ¡Tenemos que haceros unas preguntas, mujer! -clamó Marub, pero ella hizo caso omiso y se dirigió, por el contrario, a Yada, que colgaba medio muerto entre dos de los guardias.

– ¿De modo que por fin te has atrevido? -exclamó, se acercó a él y le escupió.

Yada alzó la cabeza oscilante y la miró con odio.

– Fracasado -siseó Dhahab.

Después alzó la cabeza y buscó a Simún con la mirada. Al encontrarla no dijo palabra, simplemente se quedó allí de pie, pero la sonrisa sarcástica que cubría todo su rostro transmitía bien su mensaje. «Tampoco éste te ha querido -decía-. Nadie, nadie te ha amado jamás.» Y alzó la barbilla bien alta.

Marub perturbó su ánimo triunfal.

– ¿De modo que admitís estar aliada con él?

– ¿Aliada? -La voz de Dhahab fue crispada. Rió-. Fui yo quien lo invitó a venir. -Hablaba en voz muy alta, como si quisiera dar un discurso-. Yo lo agasajé. -Puso una expresión obscena que se transformó en una mueca de ira-. Y lo maldeciré eternamente por no haberlo conseguido.

– Eso no es cierto -dijo Yada con voz débil mientras intentaba ponerse otra vez en pie.

– Ah, ¿no? -se burló Dhahab, que se acercó a él sin que Marub se lo impidiera-. ¿Acaso temes compartir conmigo la muerte, cobarde?

Yada sacudió la cabeza como si quisiera despertar de una pesadilla.

– Tú y yo, en la vida como en la muerte, nunca hemos compartido nada. -Una tenue sonrisa apareció en su rostro ensangrentado-. Y lo sabes.

Dos hombres tuvieron que retener a Dhahab, que se abalanzó sobre él.

Simún sintió repugnancia y les dio la espalda. Su mirada recayó en Mujzen, al que Shams se arrimaba con temor.

– Me has vuelto a salvar -dijo con crudeza.

Buscó más palabras, pero no las encontró. Dio media vuelta y se alejó corriendo.

El joven, estupefacto, la siguió con la mirada. Muy lentamente empezó a sentir las amorosas caricias de la mano de Shams en su brazo. La estrechó contra sí y le besó el pelo.

– Que esa noche estuviera yo en el palacio… -empezó a decir con vacilación.

Ella alzó el rostro hacia él y le puso un dedo en los labios. Durante un rato se miraron a los ojos y entonces él le besó la yema del dedo con delicadeza. Igual que aquella primera noche, cuando vieron desaparecer a Simún, se sintió agradecido y feliz de tener a Shams a su lado.

Simún corrió sin rumbo por los pasillos hasta que al final se quedó sin respiración. ¿De qué quería huir? Todo había sucedido ya. Tras ella, las puertas de los aposentos de Dhahab estaban abiertas de par en par. Desde ese momento, todas las puertas del palacio permanecerían abiertas. Ningún secreto más, ningún remordimiento. Simún respiró hondo y se irguió. Avanzó con paso decidido y entró por primera vez en su antiguo dormitorio. Las puertas de celosía de madera que daban a la terraza sólo dejaban entrar parte de la luz crepuscular, pero pudo ver que la sábana del lecho seguía arrugada. La lámpara estaba volcada en el suelo y el aceite se había quedado rancio y seco hacía tiempo. Todo lo cubría una espesa capa de polvo.

Con un solo movimiento empujó las puertas hacia fuera, pero se quedó entonces inmóvil en el umbral. Allí estaba, el pretil y, detrás, las columnas con los zarcillos de capuchinas, las rosas que brillaban al anochecer, los rostros de muchacha de la pasionaria ya en penumbra, los arbustos de hibisco alrededor de los cuales zumbaban todavía las abejas de la tarde. La fuente del estanque de los peces, corazón de su jardín, borboteaba en voz baja como si tuviera algo que explicar. Simún inspiró hondo. ¿No era un leve aroma a higos, tenue, apenas perceptible, huidizo, lo que impregnaba el aire? Se volvió y siguió andando.

– Abrid -ordenó a los pasmados guardias que vigilaban la puerta sellada de la estancia de Shamr.

Hicieron falta varios golpes para romper el sello y que las puertas de madera se abrieran después de años de no haberse movido en sus goznes de cuero.

«De modo que fue aquí -pensó al entrar-. Aquí le corté la cabeza al mukarrib. En otra vida.» Se acercó a la alcoba del lecho y salió luego a la plataforma desde la que se dominaba la ciudad. Por debajo se extendía el vertedero, umbrío bajo el cielo ya violeta. El viento soplaba sin impedimentos, como un nómada del desierto, y jugaba con sus velos de nubes azules. El vacío de allí fuera le sentó bien.

Oyó un ruido, se volvió y, sorprendida, vio a Incienso. Por supuesto, allí estaba su criada; casi la había olvidado durante su largo viaje. Habían sucedido tantas cosas… Saludó a la muchacha con una sonrisa, aunque ella se mostró reservada. También eso le pareció bien a Simún esa tarde.

– Haz que lo limpien todo -ordenó- y tráeme vino.

Miró en derredor. Sí, ahí estaban los almohadones sobre los que se había arrodillado con la cabeza de Shamr en el regazo hasta que por fin entró su padre y, con su sonrisa, acabó con todas sus dudas.

– Ocúpate de que le pongan pimienta y almizcle -dijo-. Y trae también licor de pasas. -Se recostó en los almohadones púrpura-. Hoy quiero comprobar de qué es verdaderamente capaz el jashiriyya.

El vaso de alabastro había pasado ya muchas veces por los labios de Simún. Sin embargo, casi todas esas muchas veces había vuelto a bajar enseguida. No bebía mucho, pues no dejaba de hablar.

Con todo detalle fue relatándole a Incienso cuanto había visto y oído, lo que le habían dicho y confesado en secreto. Lo que había sabido Bayyin por sus espías y lo que le había dado vueltas en la cabeza durante todo el viaje de regreso desde Jerusalén, sobre la vida, el amor y Yada. Era una historia larga, y no era fácil de abarcar, pues Simún no omitía ninguna de sus dudas ni los reparos que se habían apoderado de ella.

– Y, aun así, no es lógico -dijo entonces por enésima vez, con la lengua ya algo torpe.

También la cabeza le daba vueltas preocupantemente. Se pasó la mano por la cara, nerviosa. Su padre no había tenido razón en eso, aquella ebriedad no era sana, sólo nublaba el cerebro, y ella tenía muchas cosas sobre las que reflexionar con urgencia.

– Si mi madre y él eran cómplices, ¿por qué, entonces, la ira de ella? ¿Eh?

Volvió a llevarse el vaso a la boca.

Incienso fue lo bastante lista para no responder. Se limitaba a servirle vino, despabilar la lámpara, secar las gotas de la mesa, ahuyentar a los molestos insectos que atraía la luz en la noche y escuchar a su reina.

– Ese Karib tampoco ha dicho una palabra sobre Yada. Sólo que él sabe lo que hay que hacer con una mujer -gruñó-. ¿Se referirá con eso a enviarle un príncipe? ¿Sí? -Esta vez se echó un trago-. Por lo visto sí -se contestó antes de dejarse caer en los almohadones, desconcertada. Después se enderezó otra vez, de pronto-. Pero ¿envía un consejero a su rey para cometer un asesinato?

Sacudió la cabeza, era demasiado complicado. Durante un rato estuvo mirando al frente, contemplando cómo una mariposa nocturna que había escapado a Incienso revoloteaba sin parar con sus alas grises alrededor de la llama. Hasta que la vio caer y un fuerte olor le dijo que se había acercado demasiado al fuego. Enseguida alcanzó un puñado de los pétalos de rosa que Incienso había dispuesto en un cuenco y se los llevó a la nariz.

– ¿Y si fuera cierto que no se dejó persuadir? -susurró-. ¿Y si no ha sido él?

Le pesaban los párpados, que empezaban a temblarle.

Por primera vez abrió la boca Incienso, que seguía sentada a la sombra de la lámpara, con ojos brillantes.

– Entonces el verdadero asesino sigue suelto -dijo, y se inclinó hacia delante hasta dejar su rostro muy cerca del de su señora.

Simún abrió mucho los ojos. Esa idea no se le había ocurrido.

– Sólo había pensado en Yada -admitió.

Incienso sonrió.

– Entonces deberíais hablar con él.

CAPÍTULO 55

Marib y Hadramaut

Yada se volvió de golpe al oír que la puerta de su celda se abría. La luz que entró lo cegó, y tuvo que cubrirse los ojos hinchados con una mano, pero en cuanto se acostumbró un poco al resplandor distinguió los contornos de una mujer. El corazón se le aceleró enseguida. «Simún -pensó-. Al fin, lo sabe.» Y cojeó hacia ella.

La mujer se quedó esperando junto a la puerta. También Yada se detuvo; se miró, la ropa destrozada, las extremidades ensangrentadas. El pueblo de Marib casi lo había despedazado, y también los guardias habían sido generosos con los golpes. No sabía qué aspecto tenía su cara, pero sospechaba que despertaría pocos recuerdos amorosos, por lo que se mantuvo un poco en la sombra, junto a la puerta, y esperó. No quería asustarla.

– Cariño mío -susurró, sin embargo, y le tendió su mano-. Nunca te he mentido.

– Por lo que parece, sí omitiste una buena cantidad de cosas.

Yada retrocedió al oír su tono de burla. Con la frente arrugada, intentó reconocer en la penumbra el rostro de aquella mujer.

Ella decidió ayudarlo y dio un paso hacia la luz, que inundó su rostro delgado y de frente arqueada como una aureola. Sus extraños ojos azules nunca habían sido tan oscuros y, aun así, brillaban como la luz de la luna.

– ¿Incienso? -susurró Yada con asombro.

La criada no respondió.

– Yo no puedo soportarte -dijo-, pero la señora quiere verte.

Se encogió de hombros, pero le dio de beber agua de una jarra y se puso a trabajar. Abrió el fardo que traía consigo y le dijo que se lavara un poco antes de entregarle ropa nueva y unas sandalias. El obedeció todo lo deprisa que le permitían sus maltratadas extremidades. ¡Simún quería verlo! La idea del inminente encuentro hizo desaparecer el dolor.

– ¿De modo que me cree? -le preguntó a Incienso, que lo miraba sin decir palabra-. ¿Ya no duda de mí?

– Está hecha un mar de dudas -repuso la muchacha con sequedad. Él se detuvo y la miró. Más seria que antes, añadió-: Ha comprendido que hay un asesino suelto en el Salhin y ya no sabe en quién puede confiar. Date prisa.

Sin vacilar un instante, Yada salió a la antesala tras Incienso. La luz amarillenta de una lámpara de aceite iluminaba el cubículo de adobe. Era cálida y suave, pero de todas formas deslumbró a Yada, que había pasado tanto tiempo echado en la oscuridad. Oyó la cruda voz del guardia antes de distinguir con claridad al hombre, que se levantó de su taburete tan apresuradamente que volcó la mesa. Yada oyó el repiqueteo de los dados de barro en el suelo y después vio que algo se movía en dirección a él.

– ¡El preso se escapa! -exclamó el guardia empuñando su daga.

Incienso profirió un agudo chillido de espanto y saltó a un lado, pero estiró una pierna para hacer tropezar al soldado. Con ambas manos lo empujó hacia Yada, que encontró tiempo para agarrar el taburete y, asiéndolo con ambas manos, darle con él en la cabeza al hombre. No hizo falta más que ese único golpe: el guardia se desplomó en el suelo con un gruñido. Yada le quitó la daga y se la colgó del cinto.

Incienso estaba apoyada contra la pared y respiraba pesadamente mientras lo miraba. Detrás de Yada, en el suelo, estaba la lámpara caída. El aceite se había salido y unas pequeñas llamas lamían las pajas que flotaban en el charquito. Relucían con intensidad. Yada se acercó y apagó el fuego antes de que prendiera en el escaso mobiliario o en la ropa del guardia.

– Espero que nadie haya oído el grito -dijo, y se apresuró a arrastrar al hombre por los pies-. Ayúdame.

Incienso, titubeante, se acercó.

– No lo entiendo -dijo-. Le he enseñado el sello de la señora.

– Tú misma lo has dicho -repuso Yada, gimiendo al levantar el peso del hombre-. El traidor está en palacio. ¿Crees que trabaja solo?

Incienso sacudió la cabeza, aturdida, y lo ayudó a cargar el cuerpo hasta la celda. Después cerraron la puerta.

– Tengo que verla enseguida -dijo Yada.

Comprobó que la daga seguía firme en su cinto y se dispuso a desaparecer en la noche, pero Incienso lo retuvo de la ropa.

– Ha dicho que vayas a verla a tu cabaña.

Yada se volvió, sorprendido, esperanzado. Pero la lámpara se había apagado y, a la luz de la luna, el rostro de Incienso parecía tan enigmático y seductor como su mensaje.

– Quería esperarte allí.

Mujzen aguardaba indeciso en la oscuridad del establo. Normalmente le gustaba ese lugar, los tenues sonidos de los camellos, los sacos de sus hocicos y el cálido vapor de la vida animal que todo lo cubría, también a uno mismo, si se arrimaba a los tibios flancos lanudos de un camello y miraba al cielo estrellado. Le gustaban las grotescas siluetas de sus jorobas, que se repartían aquí y allá como pequeñas colinas solitarias a la luz de la luna, y la pesada oscilación de sus cuellos cuando se acercaban a mendigarle una golosina. Los conocía a todos y cada uno por su paso y por la forma en que se movían. Había tardado apenas un instante en encontrar al animal de Hadramaut.

Shams bostezó a su lado y cambió de postura.

– ¿Qué quieres hacer ahora? -le preguntó con cariño, y se arrimó a él-. No puede hablar como si fuera una persona. Volvamos a casa.

Mujzen soltó la brida con el que había tirado de la cabeza del reticente animal hacia sí. Llevaba un rato mirándolo, pero no había visto en él nada que pudiera responder sus numerosas preguntas, ninguna prueba irrefutable de que hubiera llevado en sus lomos al hijo de un rey que hubiera llegado con planes asesinos. ¿Qué habría podido probar un animal? Le dio unas palmaditas como despedida y se ganó por ello un cabezazo.

El dromedario estiró el cuello con un quejido y volvió la cabeza, con sus bellos ojos de largas pestañas, a derecha y a izquierda. Sin embargo, por lo visto no se decidió a echar a andar para ninguno de los dos lados, sino que se puso a husmear con el morro un cardo que había cerca de las sandalias de Shams.

Mujzen suspiró.

– Tienes razón -dijo, pero tampoco él se ponía en marcha. Se quedaron un rato más allí, contemplando el ascenso de las estrellas sobre las negras siluetas de las crestas de las montañas y escuchando los sonidos de la noche-. De todos los lugares posibles -dijo el joven entonces-, éste es el que más me recuerda a casa.

Shams comprendió enseguida a qué se refería. Se inclinó contra él.

– ¿También tú sueñas a veces con volver? -le preguntó, y sintió que asentía. Shams rió levemente-. Shams y Mujzen, señores de cien camellos. -Alzó la mano, como si dibujara la escena en el cielo-. Creerían que hemos estado con los jinn.

Mujzen resopló con aquiescencia.

– Tubba pondría unos ojos como platos.

– Y Hamyim cerraría la boca de una vez por todas -añadió Shams.

Los dos rieron.

– Y al viejo Arik -dijo Shams con cariño- le prepararíamos sémola con leche, y un cabrito asado al que la carne se le desprendería del hueso. Así lo podría comer con los pocos dientes que le quedan.

Guardaron silencio un momento, perdidos en el pasado. Oyeron entonces unos pasos y se separaron con pudor. Un mozo de los establos se les acercó y los saludó respetuosamente antes de vaciar con brío un cubo lleno de comida entre los animales, que se acercaron con curiosidad.

El hombre se quedó allí de pie y miró cómo los primeros bajaban la cabeza para olfatear las golosinas. Como el animal de Hadramaut dudaba, Mujzen le dio unos golpes en el flanco para animarlo. El dromedario se apartó, sobresaltado.

– Ah, nuestra belleza tímida -comentó el mozo, y sacudió la cabeza-. Un animal bien extraño.

– ¿Por qué? -preguntó Mujzen con interés, y contempló cómo se acercaba a los demás para comer.

– Bueno, nunca se ha acostumbrado a mi mano -rezongó el mozo, un hombre mayor en cuyo pelo blanco se reflejaba el resplandor de la apartada hoguera de sus compañeros.

Mujzen señaló al dromedario.

– Pues parece un buen animal -afirmó.

El viejo río.

– Me ha mordido todas las veces que he intentado acariciarlo. Nunca deja que me acerque, y tampoco a los demás. La bestia estaba polvorienta y con el pelo apelmazado, ja, ja.

– ¿Y cómo es que ya no es así? -preguntó Shams con curiosidad.

– Porque un día vino mi nieta al establo -dijo el viejo, y les guiñó un ojo-, una niñita muy despierta pero movida como una langosta, que no hace más que saltar de aquí para allá y siempre me dice: «Abuelo, llévame a ver tus camellos.» -Volvió a guiñar el ojo-. Un día será tan bella como vos.

– Que Almaqh la bendiga -dijo Mujzen con formalidad, y empujó un poco a Shams, que sonreía, para protegerla tras de sí.

El viejo se rascó la cabeza.

– Bueno, sea como fuere, el caso es que alargó la mano hacia el animal y el bicho se acercó a olerla y, como yo le había puesto un cepillo en la mano para que lo almohazara un poco, ved, se quedó quietecito como un cordero. La bestia incluso se dejó montar, aunque hasta ese momento todos habíamos tenido problemas. Entonces lo supe.

– ¿El qué? -preguntó Mujzen con impaciencia.

– Bueno, el otro día lo comprobé, le dije a Sharar que hiciera montar a su hija en el animal, y también se dejó. Con esa bestia sucede como en el cuento del dragón y de la inniyah, señor, si lo conocéis. -Los miró y sonrió con orgullo-. Sólo deja que lo monten vírgenes.

Parecía estar muy satisfecho de haber llegado a esa conclusión, pero Mujzen sacudió la cabeza. Los cuentos eran cuentos y había aprendido a no creer en ellos aquella noche en el uadi, cuando la serpiente mágica no apareció y, en lugar de eso, quedó atrapado por la riada. Por supuesto que conocía la historia del dragón y la inniyah, todo el mundo la conocía, pero que un camello supiera ver la virginidad era bastante menos verosímil. Además, en los establos había oído decir cosas sobre la hija de Sharar que prefería no repetir delante de los oídos del padre. Aun así, algo empezó a rumiarse, algo que encajaba con la palabrería del viejo.

Shams lo comprendió antes que él. Le apretó la mano, exaltada.

– ¡Sólo lleva a mujeres! -dijo.

Se miraron con espanto.

CAPÍTULO 56

Confianza

Incienso se sonrió mientras recorría la muralla de la ciudad. Le mantuvo cerrado el hocico al camello hasta que pasaron las puertas, pero después lo llevó de las riendas, libre y confiado. Hasta ahí había resultado todo muy fácil. Simún había bebido vino profusamente y Yada se había ido a los huertos para esperarla allí. Había llegado el momento de llevar a Simún con él. Ay, todos ellos tan llenos de amor y confianza… Incluso Marub, el de pocas palabras, la había creído cuando le había explicado que le daban miedo las serpientes. No pudo reprimir una sonrisa al recordar la escena.

Bueno, en parte había sido cierto: la serpiente había entrado en su cabaña, había matado a su hermana y tampoco su padre se había librado, pues había dudado demasiado, había sido demasiado lento. Incienso veía aún brillar el sudor de su frente, aún oía los gritos de sus hermanas. Después, sin embargo, ella misma se levantó, agarró al animal de la cola y lo mató de un golpe contra la pared. Con el cadáver en la mano miró a su padre agonizante. En aquel momento lo despreció, a él y a la pobreza del agujero de barro en el que vivían. Miedo, sin embargo, era algo que no había vuelto a sentir desde aquella noche. Iba golpeando con un palo las sombras sospechosas, hurgaba entre los matojos que había a sus pies. Ninguna serpiente le impediría hacer lo que tenía previsto.

Olió la montaña de basura mucho antes de verla, un aroma dulce a carne y descomposición, recorrido durante el día por el zumbido incesante de miles de moscas. También los perros sin amo hurgaban por allí -vio aparecer los oscuros contornos del montículo a la luz de la luna- y personas que rebuscaban algo que pudiera aprovecharse. Sin embargo, en mitad de la noche todo aquello estaba desierto. Las moscas esperaban a la luz, y las personas habían desaparecido por el miedo y las supercherías. Incienso no tenía miedo de los fantasmas. Su pueblo pertenecía a los espíritus, eran almas de árboles presas de la esclavitud de Hadramaut, pero Karib los liberaría, se lo había prometido.

Se detuvo a escuchar. Allí se movía algo. ¿Un zorro o algún otro depredador salvaje que intentaba hacerse con algún resto? No, todo estaba en calma. Agradecida de que la luna estuviera casi llena, siguió trepando con repugnancia la montaña de huesos y andrajos que se acumulaba como una morrena al pie de la colina. De vez en cuando daba alguna cautelosa patada a un bulto, tiraba con las puntas de los dedos de algún jirón ondeante. Enseguida salió de la zona de los escombros y subió por el pedregal de la escarpada cuesta que ascendía hacia el Salhin. Se había fijado en todas las formas que le habían parecido suficientemente grandes, pero seguía sin encontrar a Simún. También eso había sido fácil.

– Deberíais hablar con él -le había dicho, recreándose en el trabajo que le costaba a la reina mantener los ojos abiertos.

– Demasiado tarde -susurró Simún.

Qué sabia, pues lo cierto es que sí era ya demasiado tarde. El remedio que le había echado al vino había surtido efecto. Igual que había sucedido aquella otra vez, con Bayyin, en la noche de la boda celestial. Había aprendido mucho junto a Simún todos esos años. Por fin podría aprovecharlo en su favor.

Impasible, observó cómo la reina intentaba incorporarse en vano y, en un último momento de claridad, empuñar su daga. Sus dedos no consiguieron asir con fuerza la empuñadura. Incienso había soltado con delicadeza uno a uno los dedos de su señora, le había quitado el sello y le había acariciado la mejilla. No había que mostrarse ingrato con quien iba a proporcionarle a uno la felicidad, así fuera mediante su muerte. Después se había puesto manos a la obra.

El saco ya lo había entrado en la habitación y lo había escondido tras la puerta mientras hacía los demás preparativos. Fue por él, metió dentro a Simún con cierto esfuerzo y la arrastró a la terraza. Puesto que no era más que un bulto informe, había sido fácil alzarla y lanzarla por el pretil. Incienso se había quedado incluso a escuchar el primer golpe sordo, después había salido en busca de Yada.

Ese condenado saco tenía que estar por alguna parte, pero no daba con él.

Por primera vez en esa noche, se sintió inquieta y maldijo entre dientes. ¿Dónde podía estar el fardo? ¿Cómo iba a desaparecer una muerta? Molesta, luchó contra el miedo que poco a poco empezaba a invadirla. Dio una patada contra un par de contornos oscuros que encontró entre unos matojos secos y temblorosos de algodonosa y se sobresaltó cuando de pronto algo salió disparado de allí debajo.

– ¡Ah! -exclamó con espanto. Le respondió un extraño ladrido mientras una sombra huía en la noche-. ¡Un zorro!

Sin querer, lo dijo en voz alta, tan alta que se sobresaltó al oírse y se tapó la boca con la mano. Incluso el canto de las cigarras pareció cesar unos instantes. Entonces oyó un gemido.

Venía de muy arriba. Echó la cabeza hacia atrás y se esforzó por ver algo en la oscuridad. En lo alto de la colina titilaban las luces del Salhin, y por encima brillaba la servicial luna, que la ayudaba a ir distinguiendo la ladera cada vez mejor. No era tan escarpada como había creído desde arriba. Las secciones de roca casi vertical se alternaban con pedregales y salientes. En uno de ellos, a unos metros por debajo del muro del palacio, crecía incluso una zarza retorcida. En sus ramas secas y resistentes ondeaba algo que Incienso acabó por reconocer, sin dar crédito, como su saco. La tela debía de haberse enganchado durante la caída y, a causa del tirón, se habría roto y habría liberado su carga. Siguiendo el recorrido con la mirada, la muchacha vio que debajo del arbusto había un par de pequeños escalones y después todo era una pista de polvo y grava. La recorrió con la mirada y se detuvo en un punto que quedaba un poco al oeste de donde se encontraba ella. Allí arriba había un saliente, y de allí procedía el gemido. Maldiciendo y renegando, se dispuso a trepar.

Subía casi a cuatro patas mientras a su alrededor todo el suelo se movía. Cada vez que intentaba avanzar hacia arriba, resbalaba hacia abajo. Durante un buen rato tuvo la sensación de no ir a ninguna parte. Se le llenó la ropa de polvo, se le rompieron las uñas del esfuerzo de trepar hasta donde creía que encontraría a Simún. Por fin alcanzó el borde del saliente. Y sí, allí encontró un bulto. Se movió con cautela.

– Por Sin -murmuró Incienso, sorprendida-, todavía vive.

Simún estaba desnuda y cubierta de rasguños. La caída cuesta abajo le había arrancado del cuerpo toda la ropa y parte de la piel, pero era cierto que seguía con vida. Incienso volvió a mirar al Salhin con incredulidad. Desde allí arriba… ¿Cómo lo habría conseguido? Seguro que la zarza había frenado la caída a los pocos metros y después sólo había resbalado, pero, aun así… Durante un momento pensó en las historias que rodeaban a Simún, de quien decían que era una inniyah.

– Tonterías -murmuró, y se besó los pulgares para alejar la malaventura-. Suerte sin más, eso es todo. No le servirá de nada.

Cuando alzó a Simún para echársela sobre los hombros, algo se le enganchó en el pelo. Lo tocó y vio que era una cadena. El colgante tenía unos símbolos incomprensibles y una piedra de brillo oscuro. ¿Sería muy valioso? ¿Poseería algún poder? Desenredó la cadena, la descolgó del cuello de Simún y se la puso.

– Aquí termina vuestra suerte, mi reina -anunció, y la arrastró por encima de la basura hasta donde había dejado el camello.

La subió a la silla todo lo deprisa que pudo, la ató bien y le echó una manta por encima. Que faltara el saco en el que la había escondido no importaba en la oscuridad. Ya no tenían por qué pisar la ciudad siquiera. Incienso comprobó la posición de las estrellas y vio que había tardado mucho, más de lo planeado. Sin embargo, todavía no se oía ningún ruido procedente de Marib, lo cual le decía que aún no habían encontrado al guardia. Todo seguía en calma, los sabeos dormían el sueño de los inocentes y Yada estaría esperando con paciencia. «Bueno, puede que con paciencia no», pensó Incienso, y volvió a torcer su expresión con una sonrisa. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía hacer?

– ¡Hat, hat! -azuzó a su animal y chasqueó la lengua a su oído-. Venga, bonito, que nos esperan.

CAPÍTULO 57

La cabaña de los huertos

– ¿Por qué te niegas a creerlo? -exclamó Shams.

Corría todo lo que podía detrás de Mujzen, que avanzaba iracundo por los yermos para llegar a casa. De una patada abrió la puerta, que dio un golpetazo contra la pared, cruzó el patio y desapareció en la casa sin esperarla. Shams, tras entrar también ella sin aliento, lo encontró arrodillado ante la mesa de madera tallada que había junto a la alcoba de las visitas. En silencio vio cómo se servía un vaso de vino y lo vaciaba a grandes tragos. Puesto que no le hacía caso, abrió con cautela la puerta que daba a la habitación contigua y vio que su hijo dormía plácidamente. La criada, que estaba tumbada en una estera junto a su lecho, alzó la cabeza en actitud interrogante. Shams le dijo con señas que volviera a echarse y regresó con Mujzen.

Se le acercó por la espalda sin hacer ruido y le puso una mano en el hombro.

– Está tan claro como la luz de Almaqh -dijo-. Sabemos incluso que es de Hadramaut.

– Una esclava, comprada aquí -repuso Mujzen con obstinación.

– Eso no lo sabemos con seguridad -dijo Shams, y le masajeó los músculos de la nuca hasta que él le apartó las manos con un mal gesto-. Por favor -suplicó-, pero si todo encaja. -Alzó las manos-. ¿Por qué no quieres admitirlo?

Al oír esas palabras, Mujzen se volvió de golpe y la fulminó con la mirada. Cuando vio el rostro preocupado e inocente de Shams, su ira se vino abajo.

– Porque… -empezó a decir con vacilación. Sin embargo, bajo la vergüenza que lo torturaba comenzó a moverse despacio la maliciosa chispa de un nuevo sentimiento, el deseo de hacerle daño. «Si así lo quieres…», pensó, y cogió aire antes de proseguir-: Porque ella es la mujer por la que yo me encontraba en palacio aquella noche.

Los labios de Shams formaron un «oh» silencioso. Mujzen no pudo renunciar a un gruñido de furia. Sí, era muy diferente saber el nombre de aquel con quien le habían sido a uno infiel, ¿verdad? Observó el semblante compungido de Shams y supo que imaginaba lo mismo que él estaba imaginando: la figura extraordinariamente grácil de Incienso, sus extraños ojos, cuyo color era tan difícil de dilucidar como los pensamientos que se ocultaban en su interior, la majestuosa frente arqueada que hacía pensar en una estatua, sus dedos largos y hábiles, que habían recorrido todo el cuerpo de él, y el tono ceniciento de su piel, que habría ardido en algunos momentos bajo las manos de Mujzen, tan abrasadoramente caliente que él creía sentirla aún algunas noches, aunque fuera Shams la que yacía en sus brazos.

Mujzen tragó saliva, tenía la boca seca como el polvo. En ese momento se iluminó claramente en él la tristeza. No por haber sido infiel, no por haber sido utilizado por aquella muchacha, porque fuera una traidora y él se hubiera dejado engañar. Sino sobre todo porque jamás volvería a poseerla. Sabía que Shams también lo había comprendido así. Sin mirarla, alargó una mano hacia ella y se sintió feliz cuando su mujer la estrechó.

Al acercarse, Incienso comprobó con alivio que en la cabaña ardía una luz, de modo que Yada había conseguido llegar y la estaba esperando, tal como habían convenido. Desató el fardo y lo dejó caer al suelo. Después desmontó de la silla y sacó el arco que guardaba en ella. Con cuidado sacó del carcaj su flecha, una flecha de Hadramaut. Ya sólo tenía que ocuparse de eso y después podría regresar al palacio. Se presentaría con inquietud en el rostro y miedo en la voz, y ese gigante, Marub, la seguiría hasta la cabaña como un cabritillo atado por un cordel. Porque la amaba. Casi se echó a reír. El amor generaba una confianza mortífera.

Colocó la flecha contra la cuerda y probó a apuntar con ella en la oscuridad. Así encontrarían a la reina, caída a causa de un arma de Hadramaut, y a su asesino no muy lejos de ella. ¿A quién le importaría que estuviera muerto, o casi? En Saba nadie haría preguntas, y Karib sólo esperaba la noticia que le dijera que el trono sería suyo en el futuro.

La puerta se abrió a medias e Incienso apuntó hacia la figura cuyos contornos aparecieron en el pálido resplandor.

– ¿Qué…? -espetó Yada aún, y quiso caminar hacia ella, pero la flecha lo clavó al marco de la puerta.

Incienso bajó el arco despacio, se acercó a él y lo miró con la cabeza ladeada. Temblaba aún de la conmoción; tenía los ojos muy abiertos, la respiración superficial y jadeante. La flecha que lo retenía se le había clavado en el hombro derecho.

– Por poco -dijo Incienso, y le tocó la herida casi con cariño-. Eres verdaderamente rápido. -Se encogió de hombros-. Bueno, poco importa. Que los sabeos acaben contigo.

Dicho eso, dio media vuelta y puso la segunda flecha en el arco para matar finalmente a Simún. No había suficiente luz, así que se detuvo a pensar un momento. En lugar de acercarse más a su víctima, dio un paso hacia atrás y abrió la puerta de una patada para que la luz de la lámpara iluminara toda la explanada.

– Bueno. -Alzó el arco y apuntó con cuidado-. ¡Ay, maldita sea!

Una patada de Yada le hizo perder el equilibrio y erró el tiro. La flecha siseó lejos de su blanco, en la oscuridad. La muchacha dio media vuelta y le propinó un golpe con el arco en toda la cara. Yada soltó un quejido y se estremeció. De nuevo alzó Incienso el puño, pero entonces oyó unos pasos y alzó la cabeza.

Por entre los árboles se acercaban unas teas, aún estaban lejos, pero avanzaban en dirección a ellos; ya se oían voces. La luz de la cabaña los delataría. Incienso volvió a maldecir. No tenía mucho tiempo. Calculó con la mirada la distancia que había hasta el camello, en cuya silla colgaba el carcaj, y decidió que no llegaría. En lugar de eso, echó la mano hacia atrás y, con un tirón brutal, arrancó la flecha del hombro de Yada y la colocó contra la cuerda. La sangre goteaba de su punta temblorosa a la arena cuando la alzó a toda prisa. Disparó sin dudarlo.

– ¡Simún! -oyó que gritaba alguien en ese mismo instante, muy cerca.

Era Shams. Un crujido de ramas. Ya era hora de desaparecer.

La oscura silueta que era Simún profirió entonces un quejido en respuesta al grito, como una burla a los esfuerzos de Incienso. Preparada ya para salir huyendo, tensa de la cabeza a los pies y dispuesta a echar a correr como el rayo, permaneció aún un momento clavada al suelo. El odio arreciaba en su interior. ¿Por qué no se moría ya? ¿Por qué se empecinaba en encadenarla a ella y en encadenar a su pueblo a los árboles sagrados? ¡No era su esclava!

Con un grito de ira, Incienso se volvió para abalanzarse sobre su enemiga, pero entonces sintió que algo la retenía y tiraba de ella hacia atrás. Algo le apretaba en el cuello. ¡La cadena! Yada la había agarrado de la cadena que le había robado a Simún poco antes. Incienso se tambaleó, tropezó, intentó librarse de Yada y finalmente consiguió sacar la cabeza de la cadena en la que el joven tenía enredados los dedos. Se puso a gatas como pudo, jadeando, y sintió que sobre ella se cernía una gran sombra. Echó la cabeza hacia atrás y vio la cara desfigurada de Marub.

– ¡Deprisa! -exclamó, e intentó librarse por fin de las manos de Yada, que estaba medio inconsciente y mascullaba algo ininteligible-. Ha sido él. Aquí. El le ha disparado.

Marub se la quedó mirando, miró al arco que estaba junto a ella y al joven contra el que aún se resistía con fuerza, intentando ponerse de pie. Entonces le tendió a Incienso una mano, era la primera vez que sus dedos se tocaban, y la alzó hacia sí. La miró largo rato, incapaz de decir una palabra. También Incienso callaba, tan sólo le sostenía la mirada. Y poco a poco sonrió. Alzó la mano para tocarle la cara con mucha suavidad, como la primera vez. Su dedo le rozó la ceja, siguió la cicatriz, acarició el borde del orificio muerto. Marub estaba quieto como un condenado.

– ¡No! -gritó Mujzen desde lejos, incapaz de decir a quién iba dirigida su advertencia.

El brazo izquierdo de Incienso se alzó sin dudarlo un instante con el cuchillo.

Marub, no obstante, atrapó su mano con seguridad sin apartar siquiera la mirada de su rostro, que seguía mostrando aquella sonrisa victoriosa. Con un solo movimiento le tajó la garganta.

Mujzen gritó como un animal al ver caer el cuerpo. Después se detuvo y bajó la cabeza.

Pasando por encima de Incienso, Marub se acercó a Yada y se arrodilló junto a él. Al muchacho le costaba abrir los ojos, pero intentaba ponerse de pie. Marub se lo impidió, examinó brevemente su herida y después le dio unos golpecitos en el hombro. Con una señal, ordenó a algunos de sus hombres que lo incorporaran.

– Pronto podrás volver a utilizar la pala -dijo, y se levantó.

Yada enseñó los dientes.

– Eso y una espada -espetó.

Marub soltó una risa atronadora y le dio la mano para ayudarlo a ponerse en pie.

– Por mí, no, amigo mío. Por mí, no.

Se dirigió entonces hacia donde estaban Shams y Mujzen, arrodillados junto a Simún.

Cuando la vio a la luz de las antorchas, desnuda y vejada, dejó escapar un lamento sin darse cuenta, pero Shams alzó la cabeza hacia él con lágrimas de alegría en las mejillas. Le dio la flecha que había encontrado en el suelo.

– Sólo le ha rozado el pelo -dijo, en su voz había llanto y risa-. Sólo el pelo.

Con cariño le apartó a Simún los mechones sucios de la frente.

CAPÍTULO 58

Serpientes y bodas

Los cuerpos negros y brillantes de los animales se enroscaban entre sí en continuo movimiento. Cubrían el cadáver de Incienso, del que sólo se veía una mano aquí y allá, pálida de muerte, o un trozo de rostro entre escamosos meandros, como una aparición demoníaca. A Yada se le erizó todo el vello al verlo.

Marub cerró de un tirón el saco de cuero, que se retorcía y siseaba con furia. Sin embargo, los colmillos de las serpientes no lograrían atravesarlo. Les hizo una señal a los hombres que acompañarían a Yada para que alzaran el saco y lo ataran a la silla, y ellos obedecieron con expresión tensa y mascullando oraciones. La traidora regresaría a su hogar marcada para siempre, hasta más allá de la vida, y compartiría su tumba con las serpientes. Todo lo maligno desaparecería con ella de Saba. Así lo esperaban.

– Un bonito regalo para Karib -dijo Marub, y señaló con el mentón hacia el saco, que todavía se meneaba, repleto de vida venenosa.

Yada asintió con gravedad.

– Me encargaré de que lo abra personalmente, y también le entregaré eso. -Su mirada se dirigió a la placa de alabastro que habían amarrado a lomos de una segunda bestia de carga.

Después se volvió hacia el Salhin, pero sus puertas estaban cerradas.

– Su madre morirá hoy -dijo Marub.

Yada palideció. A pesar de todo el odio que sentía por esa mujer que lo había torturado con sus deseos y que casi había conseguido que Simún muriera, era una madre y, por tanto, su vida era tabú, sobre todo para los hijos que había alumbrado. No envidiaba a su amada en ese día y esa hora.

– ¿Quién lo hará? -preguntó.

Marub dio unos golpes a su espada. No rehuiría ese deber. Bayyin lo había preparado todo ya para el ritual de expiación posterior. Se recluiría durante cuarenta días en una cabaña que había junto al templo del valle para ayunar y rezar hasta que Athtar lo escuchara y le concediera su piedad. Esa noche la luna se oscurecería, así lo había predicho Bayyin, pero volvería a brillar sobre Marib en señal del favor renovado de Athtar. Su rostro palideció al pensarlo. De nuevo toqueteó la empuñadura de su arma.

– Dile… -quiso pedir Yada, pero enseguida sacudió la cabeza.

Los camellos estaban inquietos, los hombres montaban ya. Eran hombres de Hadramaut, miembros de la tribu a los que el llamamiento de Yada para derrocar a Karib había puesto de su parte. Profirieron unos chillidos guturales y alzaron sus armas. Se dirigían hacia el enemigo, tal vez hacia una guerra. Habían acudido pocos, Yada esperaba encontrar a más por el camino, pero la traición podía acechar en cualquier parte. Había rechazado la oferta que le había hecho Simún de llevar consigo guerreros de Marib.

«¿Seguiré mañana con vida?», pensó Yada. Montó y alzó la mano para despedirse. Al cabo de unos instantes, sólo el polvo indicaba que el rey de Hadramaut había partido a reconquistar su reino.

Dhahab estaba muy erguida en el lugar de la ejecución. Habían elegido los rocosos pies de una colina que quedaba al oeste de la ciudad, pues todo el mundo estaba convencido de que su sangre secaría el suelo para siempre. Simún había acudido pese a que Bayyin le había aconsejado lo contrario.

– Es tu madre -le había advertido.

– Por eso mismo -dijo Simún para silenciarlo, pues no habría soportado aguardar en sus aposentos, caminando de aquí para allá sin poder evitar imaginar lo que estaría sucediendo. Sin tener una última posibilidad de captar una mirada, una palabra más de Dhahab que le hiciera posible comprenderla-. Es mi madre -añadió con voz ronca, y carraspeó.

Bayyin le hizo una señal a Marub, que se puso en marcha. Dhahab lo vio llegar y retrocedió ante él todo lo que le dejaron las cadenas y los guardias que la rodeaban. Los curiosos se apretaban tras ellos, los más indiscretos habían buscado un lugar en la pendiente para contemplar el espectáculo desde arriba.

– Es ella quien merece la muerte -graznó Dhahab, y señaló a su hija-. Ella, no yo. -Miró en derredor con angustia-. ¿Acaso no mató al legítimo rey? ¿No llevó a los mejores de la ciudad a una guerra sin sentido? ¿Cómo, si no, habría acabado sentada en el trono? ¿Quién es ella? Nadie, una beduina. ¡Pero os ha hechizado a todos!

Al oír eso, algunos guerreros retrocedieron involuntariamente.

Dhahab, triunfante, enseñó los dientes.

– Ella llamó a las ratas y destruyó el dique -exclamó, victoriosa-. Tiene trato con las serpientes. Es un espíritu negro y maligno que ha hecho nido entre nosotros, cuando en todas partes lo han repudiado.

– ¡Madre! -Temblando de indignación, Simún dio un paso al frente.

Dhahab se volvió hacia ella:

– No me llames así-bramó-. Tú no eres mi hija. Fuiste un engendro, desde que viniste al mundo. ¿No me creéis? -gritó hacia la ladera con la cabeza echada hacia atrás, y su risa burlona resonó por doquier-. ¡Pues mirad!

Antes de que Marub o Bayyin pudieran detenerla, se abalanzó sobre Simún, la hizo caer al suelo y, con las manos encadenadas, tiró de su sandalia. Desde su regreso, Simún volvía a usar el calzado dorado que su padre había mandado confeccionar para ella. Era una costumbre que no quería abandonar. Nadie había vuelto a verla descalza desde la muerte de aquel joven beduino que quiso robarle el alfiler.

Dhahab luchó como una leona y, entre gritos y maldiciones, consiguió quitarle el zapato a Simún. Entonces se hizo el silencio. Dhahab, jadeante, miró el inocente pie moreno de Simún, que no tenía defecto alguno.

– Tú no eres mi hija -siseó.

– Entonces tú no eres mi madre -repuso Simún con calma.

Se puso de pie y asintió. Dhahab seguía mirando de rodillas el lugar del que Simún acababa de levantarse cuando Marub alzó la espada. Un grito ronco de la muchedumbre acompañó su descenso.

El palacio al que entró Yada estaba vacío. Fue recorriendo sala por sala con pasos resonantes. Debía de haberse corrido la voz de que el primer grupo de guerreros que Karib enviara contra él se había pasado a su bando. No había llegado a encontrarse con un segundo. Cuando sus hombres, embriagados ya de victoria, llegaron cabalgando a las puertas de la capital, éstas se habían abierto sin que tuvieran que luchar.

Su entrada pareció una procesión festiva que Yada convirtió en triunfal haciendo que desenvolvieran la placa de alabastro y que fuera exhibida como un trofeo ante su pequeño ejército: contenía el texto de la alianza que regía la nueva relación entre Saba y Hadramaut, dos reinos hermanos, tal como lo formulaba el contrato grabado en la piedra, y que no dejaba a Saba más que el privilegio de ser la única puerta hacia el oeste para el incienso de Hadramaut, el lugar donde las caravanas torcían por el largo y lucrativo camino hacia el norte, al Mar Grande, para seguir la ruta del incienso, que los haría ricos a todos ellos.

Yada hizo instalar la placa de piedra en los muros del templo, donde todo el mundo pudiera verla y los sacerdotes pudieran bendecirla como confirmación de su victoria sobre Saba. El saco, sin embargo, no tuvo ocasión de entregarlo, pues Karib había desaparecido de Hadramaut y no lograron encontrarlo.

En su inspección, Yada llegó a la sala de la que habían hablado los espías de Bayyin: la sala a la que Karib se retiraba cuando fingía ir a conversar con él. Paseó por ella su mirada, sacudiendo la cabeza, y de pronto oyó unos pasos tras de sí.

Era la esposa de Karib, que se arrodilló ante él con pesadas cadenas de oro en el pecho y engalanada con sus mejores velos, mirando al suelo con pertinacia.

– ¿Dónde está tu marido? -preguntó Yada al cabo, al ver que no se movía.

La mujer alzó entonces la cabeza y Yada leyó en ella miedo, odio y la tenue esperanza de agradar. Se lamió los labios.

– No lo sé -dijo.

Los abalorios de sus sienes sonaron levemente cuando se movió.

«Miente», pensó Yada, y le dio la espalda.

– Ve a Gauf-dijo, y desoyó los chillidos que profirió la mujer al oír la sentencia de su destierro-. Llévate a tus hijos. Os daré algo de dinero. -No estaba dispuesto a cuidar de un nido de serpientes en su propia casa. De nuevo se volvió hacia ella y vio la indignación de su rostro-. Pero dile a Karib que, si alguna vez lo encuentro, será un hombre muerto.

Shams se acercó con pasos vacilantes a la cabaña redonda construida con piedras. Nunca olvidaba que era una tumba, y nunca alzaba la voz para exclamar el nombre de Marub sin un ligero estremecimiento. El hombre respondió a su llamada con voz ronca. Al acercarse, en la oscura abertura Shams distinguió su rostro, gris a causa del polvo que el viento arrastraba por la llanura y de las privaciones de los últimos días. La joven descargó su pequeño fardo y desenvolvió lo que Bayyin le había permitido llevar: una pequeña cebolla, un puñado de dátiles, un par de hojas de un verde oscuro brillante, como las que crecían en las montañas y que a veces se les daban a los enfermos. Sobre todo una jarra de agua, no muy grande, sólo un par de tragos que a Marub le habría gustado beber de una sola vez, según le pareció a Shams.

Sin embargo, el hombre se limitó a darle las gracias con debilidad, cogió el recipiente con cuidado y lo guardó a la sombra. Tendría que bastarle para la sed de todo un largo día.

– ¿Cómo estás? -preguntó Shams con compasión.

Él sacudió la cabeza e hizo un gesto de renuencia.

– ¿Llevas la cuenta de la luna? -preguntó con voz áspera.

Shams asintió.

– Dice Bayyin que mañana se habrá acabado.

Marub asintió también y se irguió un poco. En su rostro asomó una sonrisa al pensar en su inminente liberación. Siempre había sido un hombre solitario, pero esa espera en la frontera entre la vida y la muerte había sido peor que una casa vacía, o que la vacuidad del desierto. Se quedó mirando a Shams, pensativo.

– ¿Cómo está Mujzen? -preguntó entonces.

Shams lo miró con sorpresa, después le sonrió.

– Está en el sur. Comprando camellos. Pero pronto regresará, para cuando nazca el niño. -Se sonrojó y se llevó un brazo al vientre como para proteger a la vida que llevaba en su interior, aunque todavía no se notara nada.

– Bien -dijo Marub, moviendo la cabeza-. Bien, bien. -De repente alzó la mirada-. ¿No te molesta…? -empezó a preguntar, pero se detuvo.

Nunca le había preguntado a una mujer por sus sentimientos. La mano que había alzado hacia su brazo se quedó a medio camino, en el aire.

Shams lo miró a los ojos.

– ¿No ser la mujer de sus sueños, sino sólo su realidad? -Se le escapó una leve risa. Después añadió-: Nunca lo he sido. Desde el principio, ya cuando lo abracé por primera vez, estaba enamorado de otra.

Cuando Marub enarcó las cejas con sorpresa, ella alzó desvalidamente las manos, pero el hombre la entendió.

– Simún -susurró.

Shams se agachó, recogió sus cosas y asintió con la cabeza.

– ¿No nos sucede eso mismo a todos? -preguntó, le dio unas palmaditas en la mano, que aún pendía en el aire, y se dispuso a regresar a casa.

Marub, a solas con sus pensamientos, la siguió largo rato con la mirada.

– ¿La ceremonia? -Yada se quedó desconcertado un instante. Había sido un duro día de juicios. Gracias a los espías de Bayyin, conocía los nombres de quienes habían tramado asesinatos y traiciones para Karib en Saba y les había hecho pagar por ello-. ¿Ya ha llegado el momento?

Arrugó la frente. Nunca había protagonizado la ceremonia del corte del incienso. Siempre había formado parte del séquito de su padre, había maldecido el calor, había aguantado cambiando ligeramente de postura mientras el acto se alargaba sin encontrar un final y había susurrado chanzas con un amigo suyo hasta que uno de los sacerdotes los reconvenía para que mostraran más recogimiento. Ellos se desternillaban entonces y apostaban en secreto cuál de aquellas muchachas medio harapientas acabaría ascendiendo esa noche hasta el lecho del rey. Todo aquello parecía haber sucedido en otra vida; y de pronto tenía que empuñar él mismo el cuchillo sagrado.

– Y, antes, la elección -dijo su consejero, y se aclaró la garganta.

Antes de que Yada pudiera decir nada, la puerta se abrió e hicieron pasar a una hilera de figuras tímidas que iban cogidas de las manos y mantenían la mirada tenazmente gacha. Yada las miraba aturdido. A primera vista eran seres miserables, vestidas todas ellas con harapos, atemorizadas, quemadas por el sol, con melenas de extraños mechones revueltos. Nunca había visto tan de cerca a la gente del árbol y le pareció que no guardaban ningún secreto.

Se levantó y se acercó para recorrer la hilera de mujeres con curiosidad. Tras un segundo vistazo, percibió su delgadez. Aquella de allí tenía unas piernas bonitas, con muslos lisos que se adivinaban bajo los pliegues de su falda; aquella otra, una boca seductora y una melena que le llegaba hasta las caderas. La que tenía delante osó levantar la mirada un momento. Yada se quedó de piedra: una frente como de reina y unos ojos inesperadamente claros, celestes y brillantes.

– Incienso -susurró con sobresalto.

Pero la pequeña no debía de tener más de doce años.

– Hmmm -carraspeó su consejero-. A vuestro padre le gustaba realizar una selección previa. Para que después no hubiera sorpresas desagradables, solía decir.

Yada dio un gran paso hacia atrás, alejándose de las muchachas, e hizo un amplio gesto.

– Lleváoslas -ordenó. Puesto que su consejero se lo quedó mirando con desconcierto, repitió la orden casi a gritos-. Traedme al anciano del pueblo del incienso -pidió después.

Esta vez no tuvo que repetirlo.

Yada hizo que condujeran ante su trono al hombre, que nunca había entrado en la ciudad ni en el palacio. Para sorpresa de su consejero y de los representantes de las tribus, se levantó y anunció que en adelante el pueblo del incienso decidiría quién sería la muchacha elegida para la boda sagrada. Dispuso, además, que la noche de la boda debería presentarse en el templo de Sin, donde dormiría a los pies de la figura divina.

– No yo, que sólo soy un intermediario, sino el dios mismo consumará la boda -explicó en voz bien alta, y con tal seguridad que no dejó lugar a objeciones-. A la mañana siguiente recibirá en el atrio del templo un obsequio que habrá de ser negociado y que podrá llevarse con ella a su tribu. -Por primera vez vio encenderse una chispa de interés en el indiferente rostro del anciano. Sonriendo con satisfacción, se sentó y se arremangó las amplias mangas de la túnica-. Bien -dijo entonces-. Así pues, negociemos.

Simún salió de sus aposentos al oír los gritos de sus guardias. Desde los altos muros le señalaron la caravana hacia la que se dirigían ya los más curiosos de la ciudad.

– ¡Es de Hadramaut! -exclamaban-. ¡Es el incienso!

– Es Yada -murmuró Simún. Su voz fue tan débil que sólo Shams, que estaba junto a ella, pudo oírla-. Es demasiado pronto para que sea la caravana del incienso -añadió subiendo un poco el tono.

– Es una comitiva nupcial -dijo Shams antes de que su amiga pudiera darle un pisotón. Pero no se dejó disuadir-: Ha venido porque te pretende. Mira.

Simún miró. Igual que los habitantes de Marib, aunque con semblante furioso, contempló la llegada de la caravana y la larga hilera de muchachas con coronas de flores que llevaban cabritillos blancos. Los hombres con regalos empaquetados en delicados pañuelos, los camellos, las reses, las cornamentas de macho cabrío que los sacerdotes paseaban en jofainas de bronce. Inhaló sin querer los vapores del incienso y oyó que a su lado alguien contaba la cantidad de vasijas de alabastro con agua de rosas, los labrados cofrecillos de especias con las tapas abiertas para que liberaran sus aromas y las bandejas de brillantes joyas. Se oyeron exclamaciones de asombro al ver aparecer una pantera viva que, rugiendo, tiraba de su correa.

– ¡Ay! -exclamó Simún, y se tapó los oídos cuando las trompetas de bronce y los tambores de los músicos empezaron a sonar.

El pueblo, por el contrario, reía y aplaudía al ritmo de la melodía mientras, a sus pies, los venidos de Hadramaut cruzaban las puertas de la ciudad.

También Shams reía.

– Vamos -le dijo a su amiga-, tienes que salir a recibirlo, deberías cambiarte, habrá una fiesta…

– No habrá nada de nada-repuso Simún, obstinada, mientras contemplaba el espectáculo con antipatía-. Es ostentoso y ordinario, no lo habíamos convenido así. Yo no le he permitido… -buscó las palabras-. No pienso recibirlo -dijo después con dignidad, y se volvió de espaldas.

Iba a echar a andar, pero sintió un tirón en el vestido. Era Marub, que le había pisado el dobladillo como por descuido y miraba en derredor.

Shams puso los brazos en jarras.

– Vas a escuchar lo que tenga que decirte -anunció.

CAPÍTULO 59

La rosa del jardín

– … y al cuarto día, después de que la serpiente hubiera vuelto a beber de la leche que le llevaba el joven pastorcillo, se transformó en una bella muchacha. Era la hija del príncipe de los jinn que había sido apresada por un espíritu maligno. Y su padre se la concedió al pastor para que fuera su esposa y les obsequió con todas las riquezas de este mundo. -Simún calló.

Yada, sentado en el borde del pozo, balanceó las piernas y contempló los rosales floridos en sus arriates. El joven jardinero que trabajaba entre ellos no dejaba de sacudir la cabeza mientras cavaba un agujero para un arbusto espinoso y poco agraciado que le habían ordenado plantar en mitad de toda aquella belleza. Era el matorral que había frenado la caída de Simún desde el palacio y le había salvado la vida. Lo había hecho trasplantar allí para recordar lo efímero que podía ser todo lo importante en la vida. Una sabiduría llena de espinas.

Yada no pudo evitar sonreír al verlo tan descontento con la planta. El joven se pinchó y maldijo, y Yada se echó a reír. Las plantas de aquel jardín siempre habían sabido defenderse.

Entonces se volvió hacia Simún:

– Una bonita historia, no la conocía.

– No podías conocerla -repuso ella, riendo-. La inventé cuando tenía trece años. La joven inniyah era yo, por supuesto. -Guardó silencio al notar que la mirada de Yada bajaba hasta su pie desnudo.

– Verdaderamente lo eres -dijo él, y se inclinó para besarla-. Eres capaz de obrar magia.

Simún lo apartó y se alejó presurosa del borde del pozo. Le había hablado del médico judío que la había curado, pero las historias verdaderamente importantes estaban todavía por explicar. La de Watar, el Cuentacuentos que había querido sacrificarla. La de Yita, su padre, que permitió que su madre la abandonara. La de Salomón y la voluptuosidad de sus siete noches. La del joven en quien pensaba sólo como en «el escorpión».

Se volvió a izquierda y derecha, incómoda, y después caminó hasta la higuera. En la sombra que había junto a sus raíces, alguien había colocado la esfinge que el faraón de Egipto le había enviado como presente para ganarse su favor. Todavía se veían las líneas por donde la habían restaurado. El regalo de Yada, el felino vivo de misterioso pelaje negro, estaba junto a la figurilla, ronroneando, y sus ojos ambarinos miraban con recelo a su pariente de piedra.

Simún acarició primero la piedra fría, después los cálidos flancos de la pantera, que se alzaban y descendían cada vez que ésta respiraba tranquilamente. «La muchacha cautiva de la higuera ha cobrado forma», pensó.

Se volvió hacia Yada, que se había acercado hasta ella.

– ¿Por qué -empezó a preguntar Simún sin preámbulos- crees que titubeó Marub al ver a Incienso?

Por primera vez volvía a pronunciarse entre ellos el nombre de la espía de Hadramaut.

Yada lo pensó un momento. Su mirada fue hasta el guardián, que estaba sentado en la terraza de espaldas a ellos, impasible, convertido en un hombre aún más silencioso que antes, si es que eso era posible.

– Probablemente porque la amaba -repuso él con ternura.

– ¿Y por qué, entonces, no consiguió ella matarlo?

Yada volvió la cabeza y la miró a los ojos.

– Porque sabía que ella no lo correspondía -dijo, y Simún asintió.

– De eso estaba absolutamente seguro -susurró y, tras un instante de silencio, añadió-: Lo entiendo muy bien.

– ¿A pesar de que tantos te han amado? -preguntó Yada, y le estrechó las manos, aunque ella intentó impedírselo. Sacudió la cabeza-: Tu abuelo -empezó a enumerar-, tu padre.

– ¡No! -contradijo ella con vehemencia.

– Sí -repuso él-, a su manera, puede que insuficiente. Marub también. Y Shams, y Mujzen…

– … que casi no consiguen amarse el uno al otro -espetó Simún con enojo.

– Se esfuerzan -replicó Yada, y la miró a los ojos.

Ella miró al suelo.

– ¿Quiere eso decir que también yo debo esforzarme? -preguntó, un poco con tozudez, un poco como una niña.

– ¿Qué preferirías ofrecerme, si no?

Simún maldijo su voz, cuyo sonido amenazaba siempre con derrotarla. Una última vez se rebeló su obstinación.

– ¿La cabeza de Karib en una bandeja, tal vez? -respondió con sorna. Después se mordió los labios.

Para su sorpresa, Yada se limitó a reír.

– Un regalo de bodas muy adecuado viniendo de una mujer como tú. -Dio un paso hacia ella y le alzó la barbilla-. Y si algún día ésa fuera mi cabeza -dijo-, quiero que beses mis labios muertos antes de dejarla en la bandeja. -Su cálida boca estaba muy cerca de la de ella.

Simún apartó la cara. Entonces vio la rosa, la última flor de su jardín, de un rojo brillante como los granos de la granada. La cortó y, por encima de la esfinge, se la ofreció a Yada junto con sus labios.