38737.fb2
El viejo Arik alzó la mirada al oír unos pasos rítmicos que se acercaban. Con manos temblorosas se apartó de la cara el sucio pañuelo azul bajo el que se había echado un sueñecito. Su rostro estaba casi negro, tan quemado por el sol como sus pies, e, igual que sus plantas, tenía profundas arrugas y grietas, fiel reflejo de la montaña junto a la que había pasado su vida.
La muchacha corría todo lo deprisa que podía. No reparó en las cabras, que se apretaron exaltadas unas contra otras al verla llegar y empezaron a dispersarse por la hierba seca.
– ¡Venerable abuelo! -exclamó, y después su nombre.
El viejo Arik se incorporó con trabajo y escupió. Vaya, tendría que salir a reunir a los animales en el calor de la tarde, cuando apenas si valía tenerse en pie. Muy atrás quedaban ya los días en que seguía a la lluvia nómada con sus rebaños. Ahora ya sólo los llevaba a pastar a donde le llevaran aún sus pies. No era muy lejos, la mayoría eran tierras áridas, terrenos ya devorados donde sus animales vivían de lo que dejaban los demás, igual que él.
¿Qué se había creído esa boba desvergonzada, llamándolo así? La miró, la cabeza oscilante. Fuera por la edad o por obstinación, nunca se había molestado en retener los nombres de las innumerables hijas de Hamyim.
– ¡Venerable abuelo!
La muchacha ya lo había alcanzado. Se detuvo ante él con los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas, insensata como todo lo joven. No, nunca llegaría a encontrarse tan mayor como para confiarle a ninguna de ellas su rebaño. No hacían más que parlotear y coquetear, y siempre llegaba un día en que se marchaban.
– Venerable abuelo, viejo Arik -dijo la muchacha sin aliento-. ¡Han llegado los jinn! -Lanzó un gritito cuando el hombre alargó el brazo para golpearla con el cayado.
– ¡Qué disparates hablas! -graznó el viejo con una ira impotente, pues la chiquilla lo esquivó sin esfuerzo alguno-. ¿Acaso te ha metido Watar esas tonterías en la cabeza?
La muchacha arrugó la frente. No conocía a Watar, que había muerto el año de la sequía, mucho antes de que ella naciera. Sin embargo, todo el mundo sabía que el viejo Arik perdía un poco la cabeza, así que no se molestó en preguntar. Embriagada todavía por el esplendor de su noticia, volvió a reír y enseguida se puso a dar brincos alrededor de la piedra en la que estaba sentado Arik.
– Sí, y han preguntado por ti. Oh, viejo Arik, cuánto oro y cuántos aromas… Y qué camellos tienen…
Se interrumpió cuando el tintineo se hizo más fuerte.
– ¡Velo tú mismo! -exclamó con alegría, y volvió a bajar corriendo para contemplar otra vez aquella maravilla.
Arik parpadeó. Sus ojos ya no eran los de antes, todo lo que veía eran las largas patas de unos camellos que llevaban en sus lomos imprecisos puntos de color con unas tonalidades que no eran las de aquel desierto.
– ¡Bah! -exclamó el viejo con desdén, aunque se le aceleró el corazón e intentó levantarse.
Antes aún de que lo consiguiera, oyó su voz. ¡Qué familiar sonaba esa voz!
– ¡Abuelo! -exclamó Shams, que había bajado del camello antes de que Mujzen y los demás hubieran detenido a la manada.
Alcanzó al más pequeño de los niños que se asomaban por entre los cortinajes de la litera y se lo apoyó en la cadera.
– Vamos, Marub -le indicó al chiquillo, que la miraba con dos grandes ojos de un negro brillante-. Quiero presentarte a alguien.
Los hermanos de Marub saltaron ellos solos, pero se quedaron junto a su padre, que les hizo una señal para que lo ayudaran con los animales.
Sin aliento a causa de la breve subida, Shams llegó al fin junto al viejo.
– ¿Abuelo? -dijo, y se le acercó más aún.
Este, sorprendido, alzó una mano arrugada y la pasó por el ostentoso tejido de su vestido, que crepitó, los bordados de oro de sus velos y los abalorios de sus sienes, que enmarcaban su risueño rostro.
– Venerable Arik-dijo mientras permanecía pacientemente quieta-, te traigo noticia de Simún.
Cuando pronunció ese nombre, un temblor recorrió al viejo. Shams sintió lástima al verlo, así que enseguida siguió hablando:
– Vive, abuelo, ¿me oyes? Todo sucedió como tú prometiste. Gobierna un reino más maravilloso de lo que la tierra de los jinn podría ser jamás.
Quiso arrodillarse ante él para verle la cara, pero se enderezó de un salto al ver al lagarto que se ocultaba en una grieta de la roca. El animal se arrastró, espantado. El nacimiento de su cola azul cobalto se tiñó de un rojo iracundo. Shams retrocedió un par de pasos con inseguridad. Marub se echó a llorar en su cadera.
El viejo Arik cogió su cayado y golpeó en dirección al reptil. Satisfecho, vio que alzaba la cabeza y abría las fauces en un bufido mudo, pero que luego se escondía bajo las zarzas con pesados movimientos. «Eso, vete -pensó-, vete. Deja que tu ira eterna se desvanezca.» Alzó una mano temblorosa y buscó a Shams.
– ¿Simún? -preguntó en un susurro.
Shams se arrodilló ante él.
– Sí, abuelo -murmuró ella, y le posó un brazo en el hombro-. Ven conmigo, tengo muchas cosas que explicarte. Es una historia maravillosa.
Por primera vez desde que lo conocía, vio sonreír al viejo Arik. El hombre le estrechó una mano con sus dedos secos y miró hacia el horizonte, más allá de ella. ¿Qué vería allí que lo hacía tan feliz? Shams se volvió en vano. No había más que la árida llanura, las crestas de las montañas y las cabras. Las cigarras cantaban como siempre, las campanillas de los camellos que Mujzen llevaba al valle sonaban ya lejanas, y el rumiar de los hocicos de las cabras no se detenía ni un instante.
Cuando volvió a inclinarse sobre él para ayudarlo a levantarse, todo su rostro resplandecía en respuesta a aquello que veía. El viejo asintió, despacio, como si estuviera oyendo a alguien y le diera la razón. Después Shams notó que su mano se le escurría y que el hombre caía hacia un lado. Con mucho cuidado dejó que fuera descendiendo hasta la roca y lo cubrió con su pañuelo azul.
– ¡Bu, bu, bu! -sonó desde la rama del árbol que quedaba sobre él.
El viejo Arik había muerto.