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– Es cuando una palabra se toma en sentido figurado.
– Vale, sabio, vale. Muy bien. El Bósforo es una metáfora, porque éste no sé que leche se figura que va a hacer allí, pero Mozambique no es una metáfora, a mí no me la das con queso, Mozambique es un barco y un contrato y un recorrido y unos ahorros, ¿eh tío? Y unos ahorritos.
Y se abría un ojo Germán con un dedo cómplice.
– No se puede hablar con gente sin sensibilidad metafórica.
Y se rió Basora de su propia pedantería, secundado por las risas y corte de mangas de Martín y Germán, liberados así de la obligación de entenderle. Acabaron lo que quedaba en la botella y Basora propuso montar una expedición hasta las puertas del camarote del capitán por si estaba cantarín y podían escucharle un concierto.
– ¿Tú le has oído?
– ”La Zarzamora”. Con estas orejas la he oído yo.
– Cuidado, que como se mosquee nos clava en Barcelona con un expediente y luego no hay quien te embarque.
– Qué va a clavar ése. Gracias puede darnos de que no le queramos mal y le dejemos decir sandeces y hacer chaladuras. Finjamos ir a mi camarote que está junto al suyo.
Salieron del de Germán y avanzaron hacia donde el del capitán. Remarcó el necesario silencio Basora con un dedo sobre los labios, y la voluntad de oír les permitió percibir la voz del capitán en trance de cantar a voz en grito. Tuvieron que pegar la oreja al frío del portón metálico y aun acercarla al reborde de la rendija para que la voz adquiriera significado:
“No me quiera tanto ni llore por mí, no vale la pena que por un mal cariño te ponga azí”.
Martín se aguantaba la risa con una mano en la boca, y los otros temieron el estallido y salieron zumbando hacia el camarote de Basora, donde ya pudieron reír a sus anchas.
– ¿Qué mal rollo es ese que cantaba?
– Es una canción del año de la Picó.
– Y el tío la cantaba como si fuera andaluz. Decía: “… te ponga azí…” Y era risa de nariz liberadora la que no se atrevía a convertirse en carcajada abierta.
– Me gustaría verle cantando.
Igual se mueve y se contonea como una folklórica.
– Eso hay que verlo.
Era una idea genial que había seducido a Basora, y chasqueaba los dedos en el aire como convocando la solución técnica del asunto.
– El tío se encierra por dentro, pero hay que hacer algo.
– Si él quiere el camarote no puede abrirse desde fuera.
– Eso está claro. Hay que encontrar una solución. Y no veo otra que ponernos de acuerdo con el camarero para que pretexte llevarle algo y luego se deje la puerta entornada.
– Eso no.
Era Germán el que zanjaba la cuestión y preparaba una radical retirada del proyecto y del camarote.
– ¿Por qué?
– Porque eso es quitarle toda autoridad delante de la tripulación.
– Tienes razón -convino Basora, y empezó a contemplar a Germán maliciosamente.
– Tú lo harás. Tú entrarás en una de esas noches en la que canta. Primero le avisas por teléfono para que no se amosque. Le visitas con cualquier pretexto y dejas la puerta sólo pegada.
Las paredes de Albacete siguieron sorprendiéndole de buena mañana. “Yo fui quien mató a Mortimer el Cojo.” “Calvo Sotelo = Sadat = OTAN.” Tal vez fuera el contraste ente los poetas ocultos y la seriedad de las gentes recién amanecidas por las calles, entre arquitecturas jóvenes que habían nacido ya viejas, sobre solares deshabitados de memorables caserones presumibles a través de los escasos supervivientes de su especie.
La vieja señora de los Rodríguez de Montiel ya no vivía en su clausurado piso del pasaje Lodares, escenografía de teatro italiano renacentista, neoclásico de un “pompier” gris inquietante bajo una bóveda de cristales fríos. En la oscuridad del pasaje se había refugiado todo el misterio de la ciudad, tal vez era de lo poco que quedaba de la fisonomía de un pasado, comercios tristes, portales semicerrados de escaleras enjundiosas hacia pisos donde los jóvenes ricos ya no querían vivir y servían ahora para profesionales centrales y céntricos.
El pasaje Lodares es lo más céntrico que hay aquí en Albacete, le confirmaron en una tienda de ultramarinos, donde interrogó sobre el queso manchego y la vieja señora.
– Según mis noticias está recluida hacia El Bonillo. Tienen buenas fincas por allí. Si he de decirle la verdad, hace años que no la veo y también años que no me han hablado de ella.
– ¿Y el hijo?
– Bueno, eso es harina de otro costal. De ése se ha hablado mucho últimamente por la desgracia que tuvo, pero tampoco le tengo visto hace la mar de tiempo.
De nuevo la parsimonia del paisaje manchego, sin saberse quién había empezado a aburrir al otro, si el cielo o la tierra. Las zarzas secas seguían en su locura de objetos malditos, movidos por un viento ciego, y de vez en cuando se dejaban atropellar por el coche con obstinación de suicidio. En la ruta de Barrax y Munera aparecían poblaciones en los cruces de carreteras o a lo lejos en torno a un cortijo noble ocre y blanco rodeado de la monotonía de tierras hibernadas, la vida agazapada bajo los terrones, en las márgenes verdigrises afeitadas por la cuchilla del invierno. De Munera a El Bonillo la carretera jugaba a subirse a los lomos excepcionales y hasta jugaba a las curvas con los cerrillos que en seguida precipitaban la vista del viajero hacia la fatalidad de la llanura.
Le desembocó el coche en una plaza situada junto a una iglesia neoclásica, ocre por fuera, verde por dentro. Carvalho entró para comprobar si la soledad de dentro era equivalente a la de fuera. Estaban solas las estatuas en su aburrido lunes, escayolados actores intérpretes de autocompasiones y amparos que a nadie conmovían. Ya fuera, al pie de una cruz de mármol comprobó la externa desolación de la mañana, a pesar del sol que sólo disfrutaban los hombres asomados a la balconada de un edificio noble y principal, desde el que trataban de adivinar la procedencia del coche del intruso y sus intenciones de forastero desconcertado en la laberíntica retícula de La Mancha. Pasaban mujeres afanadas rebozadas por tres o cuatro ropajes contra el frío, y su intento de iniciar la conversación topó con ojos prevenidos y confundidos por una voz que no era de las suyas.
– ¿La casa de los Rodríguez de Montiel? ¿Cuál de ellas?
– En la que habita la dueña.
– Pues eso no está aquí. Ha de irse como hacia Lezuza, en la carretera de Balazote, y no puede perderse. A diez kilómetros de El Bonillo la verá. Es una señora casa, la más grande de por aquí, cercada y con un portalón de piedra en la entrada de los carruajes. No tiene pérdida.
Se amontañaba suavemente el paisaje, se arbolaba en regueros vegetales de torrentera y pronto un camino prometió en el horizonte el caserío de los Rodríguez de Montiel. Carvalho siguió el camino, atravesó el dintel del portalón y llegó a un patio de tierra en el que reposaban dos tractores y un viejo jeep y correteaban dos niños rubios perseguidos por un perrillo. La inmovilidad de los niños ante el forastero que descendía del coche fue compensada por la aparición nerviosa de una mujer con delantal toalla para sus manos rojas.
– Esto es particular. La carretera lleva a Balazote, no hay que dejarla.
– No me he perdido, busco a la señora viuda de Rodríguez Montiel.
– ¿Qué se le ofrece?
Era una voz de hombre y por lo tanto no había podido salir de la mujer, ni de los niños. A su espalda crecía un hombrón con chaquetón de gabardina y pieles en las solapas, botos camperos, boina, gafas de concha y una nariz de gancho sobre un bigotillo fino.
– Preguntaba por la señora, don Martín.
Ahora estaban frente a frente.
– En efecto. He venido para entrevistarme con la señora viuda de Rodríguez Montiel.
– Pues ya es curioso, porque debe ser la primera visita que esta señora recibe desde hace por lo menos diez años. Perdone, pero si le da igual yo le atenderé, no está la pobre mujer para visitas. ¿De qué se trata?
– Ante todo debo presentarme, y perdone por mi desconsideración al no hacerlo de buenas a primeras.