38743.fb2 La Rosa de Alejandr?a - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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– Si me hubiera dejado a mí, jefe, le habría salido todo mucho más barato.

Carvalho acababa de entrar en su despacho, tenía frío en los huesos y una cierta sensación de haberse equivocado de día o de año. La voz de Biscuter le parecía un paisaje sonoro sin interés y tardó en darse cuenta de que insistía.

– Y no me diga que un día es un día, pero lo habríamos podido celebrar en su casa de Vallvidrera o aquí. Yo tengo unas velas que compré en las rebajas de la cerería de la calle del Bisbe. Todo más íntimo, más personal, no sé.

– ¿Qué hay que celebrar?

– Jefe, vaya despiste. Es fin de año y han telefoneado desde La Odisea. Nos reservan la mesa.

– Fin de año.

– Mesa para tres: usted, la señorita Charo y yo. Me tendré que poner corbata.

– A ti te encanta ponerte corbata.

– A mí la corbata me sienta como la cuerda a un ahorcado. Fíjese qué cuello tengo.

En efecto, parecía el cuello cuidadosamente estrangulado por un verdugo insistente y lento.

– Además compré unas velas que matan los mosquitos.

– Aquí no hay mosquitos.

– Por si acaso. Estaban muy bien de precio. Lo del restaurante, jefe.

No me convence. Será carísimo y nos darán cuatro porquerías.

– La Odisea es un restaurante serio. El dueño es poeta.

– Pues vaya. Con el hambre que pasan los poetas.

Carvalho repasó las llamadas telefónicas anotadas por Biscuter.

– ¿Quién es este Gálvez?

– Me ha dicho que es periodista, que se ha visto metido en muchos líos policíacos, que le secuestraron los de ETA por no sé qué líos de Sofico y que quiere contarle toda la verdad sobre el canal de Panamá.

– Sobre el canal de Panamá sé lo suficiente.

– Ha dicho que volvería a llamar.

– Si vuelve a llamar le dices que se ponga en contacto con la oficina de objetos perdidos del PSOE. ¿Y este Federico III de CastillaLeón?

– Un majara, jefe. Dice que es el rey legítimo de Castilla-León y que le quieren secuestrar los ultras para destronar a Juan Carlos y ponerle a él. Pero no quiere porque es republicano. Me parece que se lo he apuntado todo tal como me lo ha dicho.

– Han soltado a todos los locos esta mañana, por lo visto. Prepárame algo para desayunar.

– ¿Le recaliento las cr(pes de pie de cerdo y alioli que sobraron de ayer?

– Prefiero un bocadillo de pescado frito, frío, con pimiento y berenjena.

El pan, con tomate.

Biscuter emitió el sonido de un motor de explosión en el momento de enfilar la recta final del Gran Premio de Montecarlo y corrió hacia la cocina. Carvalho arrojó la libreta de notas hacia un ángulo de la mesa más despejado en aquel aparador de papelería variada, la mayor parte obsoleta.

Sabía que entre aquellos papeles estaba un resguardo para retirar dos trajes reactualizados por un sastre de Sarriá, pero buscarlo sería una tarea ya para 1984.

– Mañana será otro día.

En cambio tenía prisa por marcar un número de teléfono que se había apuntado en una caja de cerillas. La señora Valdez estaba en casa, ¿de parte de quién? De la Benemérita, contestó Carvalho y se puso a pensar en sí mismo telefoneando a la señora Valdez hasta que la voz de la mujer le obligó a volver a meterse en su propia piel.

– Soy un detective privado que trabajaba por encargo de su marido para vigilarla a usted. Acabo de llegar del aeropuerto. Su marido me había citado allí para pagarme y despedirse.

– ¿Despedirse? Pero es imposible.

Precisamente tenemos esta noche una cena.

– Aplácela. Su marido se ha ido a las islas Maldivas con su cuñada.

– ¿Con la cuñada de quién? ¿Con mi cuñada?

– No, con la cuñada de su marido.

– ¿Con mi hermana?

– Caben otras posibilidades, pero me temo que sí. Se lo comunico yo porque entraba en el precio. Su marido es una rara mezcla de sádico y masoquista. Cuando yo le informé sobre la conducta de usted añadió cincuenta mil pesetas a la minuta a cambio de que yo hiciera esta llamada telefónica.

Callaba pero no lloraba.

– ¿De qué le informó usted?

– De sus encuentros con don Carlos Prats Gasolí en el “meublè” de la avenida del Hospital Militar, más conocido por la Casita Verde.

– ¿Estaba usted allí?

– En dos o tres ocasiones tuve la suerte de presenciar su entrada.

– El suyo es un oficio repugnante.

– La culpa la tiene la moral establecida. La han hecho ustedes los ricos. ¿De qué se quejan? Cámbienla y no harán falta los detectives privados. Mientras tanto soy un profesional que cumple con sus obligaciones.

Su marido está en las Maldivas hasta después de la Epifanía. A continuación piensa establecerse en la República Dominicana. Le ha dejado a su disposición la cuenta del Hispano Americano; en cambio, ha vaciado las del Central y la de la Banca Catalana.

– Las mejores.

– Suele suceder. Primero desaparece la pasión, luego el amor, hasta desaparece el cariño y la costumbre de verse. Finalmente se esfuman las cuentas corrientes.

– Y todo esto ¿por qué no me lo ha dicho él de palabra o por escrito?