38743.fb2 La Rosa de Alejandr?a - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 32

La Rosa de Alejandr?a - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 32

– Por lo que parece el hijo está en La Casica.

– Vaya usted a saber. Lo dudo.

– ¿Dónde está eso?

– Es una vieja propiedad que el señorito Luis Miguel heredó directamente de su abuela, está en el quinto coño, con perdón. Allá por el nacimiento del río Mundo.

La imagen del salto de agua que había visto en la habitación de El Corral se sobrepuso al rostro caviloso del hombre.

– No sé qué se le puede haber perdido allí. Pero está chota perdido e igual le ha dado la chaladura por ahí.

– ¿Se puede comprobar? ¿Se puede telefonear?

– No. Es una vieja casona situada justo al lado del nacimiento del río Mundo, Los Chorros le llaman por allí, eso está por el Calar del Mundo, junto a la sierra de Alcaraz. Lo mejor es que vaya hasta Elche de la Sierra y se desvíe hacia la derecha, en dirección a Riopar, de Riopar al nacimiento del río hay un suspiro.

Pero para no perderse pregunte por allí. Vaya sitio de meterse. Pero no se haga demasiadas ilusiones de encontrarle. Ése, como siempre, está en cualquier parte, es decir, en ninguna parte.

Era su intención recoger el equipaje en el hotel y marchar hacia Riopar sin entretenimientos inútiles, pero junto a la cuenta, el recepcionista le entregó una nota y en la nota una cita: a las ocho en el pasaje Lodares.

Sin firma, pero la sombra de la imagen del bandurriero se cernía sobre el papel cuadriculado y la escritura en una letra educada por la vieja caligrafía escolar de perfiles gruesos, diríase que escrita inclusive por un viejo portaplumas. Una tarde inmensa y gris se abría más allá de las puertas del hotel, de nuevo el viento inexplicablemente impotente contra unas nubes obsesivas. Volvió a dejar el equipaje en la habitación y se fue a estirar las piernas por la calle Tejares, donde sobrevivía lo que aún quedaba de la arquitectura manchega de Albacete. Era como una concesión museística a la historia de la vivienda, en el marco de una ciudad implacable para su pasado físico. El viento era el único habitante ululante de las calles que le llevaban hacia el cinturón urbano, mortecinas las luces de los comercios a medida que se alejaban del centro, vacíos los bares todavía a aquella hora de la tarde.

– ¿Ha pasado usted por delante del ayuntamiento?

– Hace rato.

– ¿Y no había gentío en la puerta?

– Pues no me he fijado.

– Es que se van a ver a ése, al que hace la huelga.

– ¿Quién?

– Un parado que se ha encerrado en el ayuntamiento y que no come y que dice que de allí no le sacan si no le dan un trabajo.

Estaban solos el dueño del bar y él. El dueño del bar prosiguió su monólogo entre cabezadas de premonición sobre la maldad de los tiempos presentes y lo horrible de los tiempos futuros.

– Y eso que aquí el paro se deja sentir menos que en otras partes. Eso por lo que me cuentan los clientes.

Pero ¿qué va a hacer un padre de familia que llega cada noche a su casa con una mano detrás y otra delante?

Salió a la calle Carvalho, con la noche cerrada por testigo de sus ganas de volver a casa, a los guisos de Biscuter, a la cháchara quejica de Charo, al no tener nada que hacer o al tener algo menor que hacer, pero volver a horizontes propicios donde su vida tuviera algún sentido. Faltaba una hora larga para las ocho y estaba en la desembocadura de una calle llamada Alférez Provisional en la avenida Rodríguez Acosta, junto al parque de los Mártires.

Si usted hubiera visto el barrio antiguo, allí en el Alto de la Villa, la vida alegre que había. Pero no dejaron nada y ahora ya lo ve usted, el progreso, Albacete es el Nueva York de La Mancha, o algo así. No sé quién lo dijo. Un señor importante. De Madrid.

Estaba quejoso el hombre del bar y al mismo tiempo gozoso por dar Albacete para tanta conversación y Carvalho lo recordaba ahora como el único interlocutor gratuito en varios días.

Lo peor de estos viajes es el silencio. Te estás haciendo viejo. Acaso no era la ciudad como un mar gris sin orillas, como un mar dentro de otro mar, La Mancha invernada, otro invierno de piedra, otro invierno por otros procedimientos, irrealidad de la vida y, sin embargo, muchachos y muchachas resucitaban a estas horas en las discotecas, entre susurros y gritos, ciudadanos en esta estepa inventada por un loco parsimonioso. Y al entrar en el pasaje Lodares le sobrecogió la quietud teatral de la arquitectura de “atrezzo”, macilentas luces de bombillas insuficientes, opacos los cristales del techado y palcos para el espectáculo, las balconadas acristaladas colgantes sobre el pasaje a uno y otro extremo, instrumentos para la contemplación a distancia entre dos familias en otro tiempo poderosas y, hoy, obsoletos palcos para un espectáculo prácticamente inexistente sobre el escenario de un pasaje omitido. Y, por omisión la soledad de un recorrido, arriba y abajo, a la espera de la aparición de lo anunciado, por delante o por detrás, tal vez la muerte y la simple mención mental de la palabra hace caminar a Carvalho ladeado, para no dar del todo la espalda a la muerte y verla venir aunque sea de perfil.

Mas lo que viene es un bulto de hombre cojo que de cerca tiene las mejillas color vino y los ojos dormidos por antiguos alcoholes.

– ¿Pepe Carvalho es su gracia?

– Sí, señor.

– Pues vengo de parte del señor Martín, el administrador de El Bonillo. Que no vaya usted para Riopar que ahí no hay nada, que en cuanto usted se marchó se desdijo la señora y confirmó lo que todos sabíamos, que el señorito Luis Miguel está en el extranjero.

Tenía el mensajero la mirada boba o miraba más allá de Carvalho, y allí estaban a su espalda y a una distancia suficiente otros dos bultos que fumaban en la oscuridad y miraban el cielo o la tierra, por mirar.

– Poco ha tardado el señor Martín en convencer a la vieja de que dijera la verdad. De El Bonillo a aquí apenas he estado una hora, y a mi llegada ya me esperaba su mensaje.

– El señor Martín me ha telefoneado en seguida, nada más marcharse usted.

Casi todas las ventanas permanecían apostigadas. Ranuras de luz para una vida oculta e ignorante de lo que ocurría en el pasaje.

– Así que se va usted para su pueblo, ¿no, paisano?

– Pues tendré que irme. Aunque me han dicho que el nacimiento del río Mundo es muy bonito y tal vez me acerque para verlo.

– Poco que ver y malos caminos.

Eso en primavera o en verano.

– Y me han hablado de extrañas costumbres, de los animeros por ejemplo.

¿Conoce usted a un animero muy famoso de la zona de la sierra?

– ¿Un animero?

Definitivamente los ojos enrojecidos y poco inteligentes miraban más allá y convocaban la alerta de los otros dos hombres, que se enderezaron y dieron la cara hacia donde estaba Carvalho para avanzar hacia él.

– Un animero, sí, que siempre va con el guitarrico.

– Pues no recuerdo yo haberle visto.

– Se llama o le llaman el “Lebrijano” y tiene cara de hijoputa y mal bicho.

No soportó bien el cojo el insulto al animero y se echó hacia atrás para ganar distancia e impulso en el momento en que Carvalho vio el inicio de la carrera de los dos hombres que tenía a su espalda. Se echó Carvalho sobre el cojo y pensó derribarle de un empujón con las dos manos, pero tenía el lisiado el aplomo de su peso, trastabilleó pero mantuvo la vertical y cruzó ante Carvalho un molinete de bastón que le rozó las narices y le cortó el paso al tiempo que llegaban los otros. Pegó esta vez Carvalho una sañuda patada en las partes blandas del cojo, que mugió como si hubiera recibido la puntilla en la cerviz y se dobló con la mala suerte de que la sola pierna no le fue suficiente y cayó de lado. Saltó Carvalho por encima de él, ya con el aliento agresivo de los perseguidores en el cogote, aliento que se hacía palabras amenazadoras e insultantes sin resuello. La carrera le acercó más lentamente de lo que hubiera querido a la salida del pasaje Lodares, bajo la indiferente balconada inútil a la que nadie se asomaba a presenciar el espectáculo. Mientras corría, ahora lejos del corsé del pasaje Lodares, recodaba la escena vivida como un ensayo general, sin espectadores, de una obra, probablemente clásica, en la que la víctima se niega a la fatalidad de su muerte. Se mezcló entre el gentío relativo que se había echado a la calle Mayor y se metió en una tasca donde el tabernero servía tapas de tierra adentro, sólidas, pringosas, sabrosas, picantes y recalentadas por el procedimiento de retirar porciones de mercancía y metérselos a través de una ventanilla de oficina a su mujer enjaulada dentro de una cocina, turbia de aspecto pero con aromas sugerentes.

Fotografías con las mesnadas del Barcelona F. C. y del Real Madrid, hablaban de la exquisita neutralidad épica de la casa, y Carvalho, con el resuello agitado y la alerta en los nervios, se metió una botella de Estola en el alma acompañada de una inacabable tapa de morro azafranado y oleoso, que le sentó como una vaselina del espíritu. Tenía un cansancio profundo en los nervios que se le fue bajando por el cuerpo, como buscando el centro de la tierra, y cuando volvió al hotel entre recelos eran los pies los que le pesaban como plomo, plomo que las dos botellas de Estola y las cinco tapas de morro le habían metido en la cabeza y en el estómago.

Cerró la puerta de la habitación por dentro y se tumbó cara al techo con la adquirida, profunda convicción de que había descubierto otra forma de suicidio.

Le aconsejaron tomar la carretera de Hellín y una vez allí coger a la derecha la comarcal de Elche de la Sierra. La Mancha le acompañó casi dormida hasta que un pequeño río Mundo, a partir de Elche de la Sierra, le mostró los valles que había abierto su dentadura de agua a través de los siglos y, a medida que avanzaba hacia los orígenes del río, un sol dulce con poquedades de invierno resaltaba los contrastes vivos de un paisaje de montaña, vegetaciones de país con aguas de paso, enebros, pinos, encinas, jaras, romeros, pero también las copas desnudas y pulposas de las nogueras a la espera del milagro de la primavera.

Y fue en el cruce de Molinicos donde detuvo el coche para auscultarle los jugos interiores y donde de pronto pensó que tal vez iba a una encerrona, sin dejar por el camino las migajas que a Pulgarcito le habían servido para volver a casa. Molinicos estaba allí, en una hondonada del terreno hacia la que descendía una carretera secundaria y le dio por acercarse a las estribaciones del pueblo y pedir por el señor alcalde a la primera vecina que se encontró. Le parecía a la mujer que el señor alcalde no estaba, porque últimamente viaja mucho a la capital.

– ¿A Madrid?