38743.fb2 La Rosa de Alejandr?a - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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– Por escrito era una prueba legal y de palabra era un esfuerzo sin contrapartida. Durante el poco tiempo que traté a su marido me di cuenta de que odiaba enfrentarse a los conflictos.

– No quiero volver a oír su repugnante voz.

– Descuide. No suelo trabajar gratis. Yo he cumplido.

Colgó el teléfono y se dijo: mierda. Biscuter acarreaba un sólido bocadillo que situó ante él como una ofrenda.

– Te he pedido un bocadillo, no una merluza entera.

– Por lo que he oído ha madrugado usted y necesita reponer fuerzas. El pescado tiene mucho fósforo. Va bien para la memoria.

– Tengo demasiada memoria. Biscuter, cualquier día cierro el despacho y nos vamos tú y yo de colonos a Australia.

– ¿Y la señorita Charo?

– Charo es muy suya.

Pero estaba allí, Charo, en la puerta, con el acaloramiento en los pómulos y la respiración entrecortada.

– Menos mal que te encuentro, Pepe. He llamado a tu casa y no estabas.

– La cena es esta noche.

– Déjate ahora de cenas. Has de ayudarme, por favor, no digas nada.

Déjame a mí. Bueno. No sé por dónde empezar.

Charo mantenía la puerta abierta con una pierna, la otra apenas la había introducido en el despacho.

– Iba a comerme este bocadillo.

– Precisamente estábamos hablando de usted.

– Por favor, Pepe, por favor.

Biscuter, llévate el bocadillo a la cocina. Esperadme, vuelvo en seguida.

Vendré acompañada. Pepe, te he hablado a veces de mi prima Mariquita. La hija de una hermana de mi madre, de Águilas, te he hablado, Pepe, seguro. Has de recibirla. Le ha pasado algo muy gordo. A ella no, a otra prima mía, Encarnación. También te he hablado de ella. La de Albacete. No te muevas. Vuelvo en seguida.

Un vuelo de gabardina se la llevó por donde había venido. Carvalho instó a Biscuter a que se llevara el bocadillo y se enfrentó a la puerta de su propio despacho como si fuera el telón de un escenario. Sonaban los timbres. Se apagaban las luces. La función iba a empezar.

– No te molestaremos. Es sólo un ratito.

Charo abría la marcha y la sonrisa, sin mirarle a la cara a Carvalho, para no ver en ella la tempestad o el fastidio. Tras ella se cobijaba la evidente prima Mariquita, una cincuentona con permanente y hermosas facciones grandes de mujer ancha, morena y demasiado envejecida. Y como si las dos mujeres fueran un obstáculo a rebasar por sus flancos derecho e izquierdo se colaron en el despacho dos hombres jóvenes. El uno parecía un concertista de cello de nuevo tipo, cabello rizado y gafitas de juguete, el otro tenía aspecto de contable de Banco romántico, con pajarita, miope, rubio, de pelo enfermo, pálido de plenilunio. El concertista se hizo una composición de lugar examinando los objetos como si los inventariara y a Carvalho como si fuera un elemento prescindible. En cambio el contable buscó una silla, se la llevó a una esquina de la habitación y se sentó cruzando las piernas y procurando mirar a todas partes menos a una: en la que estaba Carvalho. El detective iba por él cuando la voz de Charo impuso las condiciones de la reunión.

– Mi prima Mariquita, Mariquita Abellán, no te hubiera molestado si el asunto no fuera grave. Éste es Andrés, su hijo, y Narcís Pons, un amigo que les ha ayudado mucho en este asunto.

El aparente contable sonrió por el procedimiento de alargar la raya de su boca, una hendidura en una cara de mármol mantecoso.

– Han venido los chicos porque es que con mi marido no se pude contar.

– Con su marido no se puede contar.

Evidentemente con el marido de Mariquita no se podía contar. Carvalho no estaba dispuesto a dar facilidades y permaneció en una poca interesada contemplación de lo que ocurría más allá de su mesa de despacho. Charo buscaba sillas y Mariquita se tentaba los labios con los dientes.

Andrés le miraba ahora y el ritmo de sus pensamientos lo marcaban las subidas y bajadas de una nuez de Adán enorme. El contable se arreglaba el borde del pantalón para tapar la evidencia de una pantorrilla delgada, blanca, lampiña, venosa en lo que dejaba ver el borde del pantalón gris marengo y la ceñida frontera de unos calcetines inexplicablemente marrones.

– Este paso tenía que haberlo dado mi marido -opinó de sopetón la prima de Charo, como si estuviera afeándole su conducta al ausente.

– Me están entrando ganas de conocerle. Debe ser un tipo notable -comentó Carvalho como si hablara con los papeles que cambiaba de lugar sobre el tablero.

– No está bien. Mi marido no está bien.

Y Mariquita se llevó un dedo a la sien.

– Piensa mucho y es malo pensar, sobre todo cuando se tienen tantas horas. Mi marido es un parado.

– Quién le ha visto y quién le ve.

Charo había conseguido una silla y se había sentado más cerca de Carvalho que de sus acompañantes.

– Si le hubieras conocido hace unos años, Pepe, un fenómeno. Divertido, alegre, fuerte… Perder el trabajo y venirse abajo.

Mariquita se había sacado el pañuelo de algún sitio y se pasó una punta por el rabillo de cada ojo, con el disgusto evidente de su hijo, que cabeceó y llevó la mirada hacia una de las paredes laterales, como si no quisiera ser testigo de la emoción de su madre.

– Ya te hablé de este asunto, Pepe. Se trata de otra prima mía, una hermana de Mariquita, mi prima Encarnación. Te había hablado alguna vez de ella.

Carvalho no estaba dispuesto a admitirlo, pero Charo no se dio por desautorizada.

– Era la hermana pequeña de Mariquita, ya sabes, y siguió otros vuelos. Estaba muy bien casada en Albacete, aunque la familia es de Águilas, bueno, Águilas, Cartagena, Mazarrón, toda aquella parte. Pero Encarnita se casó con un señor de Albacete y vivía en Albacete. No es que las dos hermanas se relacionaran mucho.

– Casi nada. Y bien mal que me sabe -interrumpió Mariquita con los ojos atormentados por el escozor de las lágrimas contenidas.

– Bueno, no es ésta la cuestión.

El caso es que hace unos meses, pero cuéntaselo tú, mujer, que sabes mejor de qué va. -Mariquita suspiró y se dirigió a su hijo con voz de constipada-. ¿Quieres explicarlo tú, nene?

– Ya lo sabes bien, yo de todo este rollo paso.

– Él, de todo este rollo, pasa -repitió Mariquita con un retintín dirigido a Carvalho, como buscando su comprensión ante la nula colaboración del hijo-. A mí me han enseñado a respetar a los muertos -gritó la mujer en dirección a la espalda de su hijo.

El muchacho se limitó a decir que sí con la cabeza sin volver la cara-.

Desde que ocurrió aquello no puedo dormir. Cada noche se me aparece el cadáver de mi hermana y me dice: Mariquita, Mariquita, ayúdame, dame la paz, dame la paz, Mariquita.

Rompió a llorar y entre balbuceos y asfixias se quejó por su suerte de mujer sola, prácticamente sola para hacer frente a una cosa tan horrible.

– Pobrecita. Cómo me la dejaron.