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Germán estaba en la puerta. Se había encendido la luz del camarote asaltando sus ojos, despellejándolos en su enfermizo mirar en la oscuridad, embalsamados por la humedad de la evocación o la autocompasión.
– Ginés, ¿estás despierto?
– Sí.
– Avistamos el estrecho.
Era el principio del fin del viaje, de todos los viajes, incluso de los imaginarios.
– El loco está encerrado en su camarote y apenas sale. Disponemos de un cierto tiempo. Expláyate. Tal vez pueda ayudarte. Hay que hacer algo.
Preparar algo. Cuéntame.
Dio la espalda a Germán, a la luz, a la necesidad de convertir su fracaso en un espectáculo. Germán aún siguió allí unos minutos. Luego se cansó, y cerró la puerta tras de sí con ira y una cierta crueldad.
– Primero pensé, vete a enviarle un cable a ese desgraciado. Avísale.
Igual tiene tiempo de huir o de preparar una explicación que le sirva de colchón, porque tal como llega le va a caer encima toda la sordidez de la historia. Todos se van a apuntar al rollo: la policía y la prensa. Como si lo leyera: tras meses y meses de arduas y complejas pesquisas, la policía descubre a un sórdido asesino que descuartizó a su víctima. Pero qué más da. Ante todo peligraba mi carnet profesional y yo le tengo un cariño forzoso a mi carnet profesional, no tengo otro y a estas alturas no tengo otra profesión, a no ser que patente esta receta de espinacas a la marinera que trato de hacerte y alguien encuentre el sistema para fabricarla en lata, meterle aroma de salchicha de Frankfurt y que se ceben las presentes y futuras generaciones de hamburguesadictos. Además, pensé, mi cable le va a llegar en alta mar y la policía ha podido adelantarse de todas todas. Y por si faltara algo, a ti qué coño te importa ¿Acaso eres su madre o su dios? Es mayorcito y que venda caro su tiempo, porque poco tiempo va a pasar en la calle en los años futuros. Me jode que pague por lo que no ha hecho.
– Pero algo ha hecho.
– Elemental, querido Fuster.
No era escepticismo lo que expresaban las cejas alzadas del gestor, con su gorra azul oscuro de marino griego y la melenita canosa respaldando la inclinación de la cabeza sobre la cazuela donde Carvalho ultimaba los guisos.
– ¿Cena extra para celebrar qué?
– La imposibilidad de celebrar nada. Me había sentido o generoso o viejo y le había ofrecido a Charo quedarse a vivir aquí, a prueba, una temporada, luego, quién sabe. Pero, después de pensárselo, nada, medio minuto, me ha dicho que no, que cada uno es cada uno, que guisa peor que yo, que lo suyo es lo suyo. Y se ha ido. También me ha pasado lo que me ha pasado con esa idea idiota de salvavidas de un asesino a todas luces insuficiente y lerdo. Y en esos casos no hay nada como irte a la Boqueria a comprar cosas que puedes manipular y convertir en otras: verduras, mariscos, pescados, carnes. Últimamente pienso en el horror del comer, relacionado con el horror de matar. La cocina es un artificio de ocultación de un salvaje asesinato, a veces perpetrado en condiciones de una crueldad salvaje, humana, porque el adjetivo supremo de la crueldad es el de humano. Esos pajaritos ahogados vivos en vino para que sepan mejor, por ejemplo.
– Excelente tema de conversación como aperitivo.
Mil novecientos ochenta y cuatro no ha hecho más que empezar. Los astros se pondrán en línea y nos darán por culo, uno detrás de otro. Será un mal año, según los astrólogos. Pues por eso y por tantas otras cosas, me he ido a comprar a la Boqueria dispuesto a cocinar para mí mismo.
– Y para Fuster, para la cobaya.
– Eres libre de comértelo o no.
Pero no rechaces sobre todo el primer plato, un encuentro entre culturas, espinacas levemente cocidas, escurridas, trinchadas y luego un artificio gratuito y absurdo, como todo el artificio culinario. Se fríen las cabezas de unas gambas en mantequilla. Se apartan las cabezas y con ellas se hace un caldo corto. En la mantequilla así aromatizada se sofríen ajos tiernos trinchados, pedacitos de gamba y de almejas descascarilladas y salpimentadas. A continuación una cucharadita de harina, nuez moscada, media botellita de salsa de ostra, un par o tres de vueltas y el caldo corto hecho con las cabezas de las gambas. Ese aliño se vuelca sobre las espinacas y se deja que todo junto cueza, no mucho tiempo, el suficiente para la aromatización y la adquisición de una untuosa humedad que entre por los ojos. Después, jamoncitos de cabrito con ciruelas, elemental, algo rutinario, jamoncitos dorados en manteca de cerdo, en compañía de una cebolla con clavos hincados, un tomate, hierbas compuestas. Sobre ese fondo se añade bacon troceado, el líquido de haber escaldado unas ciruelas claudias y se compone una salsa que evoca la española, pero con el predominio del aroma a clavo, los azúcares desprendidos por los muslitos y el bacon. Se disponen las ciruelas escaldadas sobre los jamoncitos, se vierte la salsa por encima, un breve horneo y la cena está servida. Un par de botellas Remelluri de Labastida, cosecha del 78, y a envejecer con dignidad.
– ¿Y a ti te pagan por no resolver los casos?
– Siempre los resuelvo. Siempre llego a saber casi tanto como el asesino y se lo cuento todo a mi cliente.
Incluso en este último en el que mi cliente sabía más que yo y lo seguirá sabiendo siempre, incluso sabe más que el asesino, pero como si no.
Adivinaba Fuster la tormenta enquistada bajo el delantal reproductor de extrañas aves en vuelos sobre cielo blanco y dejó discurrir el desahogo de Carvalho hasta que la primera botella de vino pasó a mejor vida.
– Por si faltara algo, han vendido ese solar de ahí delante y tal vez me tapen parte de la vista de Barcelona.
– Es lo peor que te ha ocurrido.
– Desde que recuerdo estos parajes, mucho antes de que tuviera la más remota idea de venirme a vivir aquí, ese solar con árboles ha sido mi imagen de Vallvidrera. Y la de miles de ciudadanos que cada domingo se paraban en él y se asomaban a la ciudad, como si se tratara de un balcón. Pero eso el ayuntamiento democrático por lo visto no lo sabe y, en lugar de regalarle este balcón a los ciudadanos y a mí mismo, han dejado que se construya y se tapie un poco más la ciudad. Sin duda se podía hacer con las leyes en la mano. Este país se está llenando de leguleyismo. La lógica interna de las leyes es como un trazado de ferrocarril y la locomotora misma. Nunca tiene tiempo de detenerse para preguntarles las razones a los suicidas o para avisar a los sordos. Estos chicos del ayuntamiento democrático deben de ser de casa bien. Han debido veranear desde pequeñitos en chalets con jardín y no saben qué quiere decir coger el tren para ir a ver un árbol público durante una hora o la fascinación por contemplar el escenario de la comedia desde fuera. Esa ciudad.
La segunda botella introdujo el paraíso en el alma de la noche y Fuster contó cuanto sabía de amigos comunes, especialmente del profesor Beser, al que habían utilizado como asesor literario en la investigación de un crimen social.
– Para eso sirven los profesores partidarios del realismo literario.
Has de leer y hacer ejercicio físico.
Verías la realidad de otra manera.
Sólo lees para quemar, para encontrar razones para quemar y sólo haces ejercicio físico para perseguir o porque eres perseguido. Es lógico que tengas un sentido negativo de la realidad.
– Me voy a ir a un balneario.
– ¿Baden-Baden? ¿Marienbad? ¿La Toja? ¿Panticosa?
– Uno de esos balnearios llenos de extranjeros en busca del sol de España, dispuestos a dejar en nuestras cloacas toda la mierda que les sobra y la mía entre ellas. Baños de arcilla.
Masajes. Depuración.
– ¿Estás enfermo?
– No. Pero necesito que me toquen como si yo fuera una parte de la naturaleza y tomar las aguas prodigiosas de esas que te forran el hígado de hierro y te meten vaselina en la bufeta de la orina. Un albornoz blanco.
Voy a comprarme un albornoz blanco y así no tendré más remedio que irme a un balneario.
– ¿Mar? ¿Montaña?
– Las dos cosas. He de buscarlo muy bien buscado. Debe haber una guía de balnearios. El mundo está lleno de balnearios. Todo el mundo es un balneario, salvo contadas y honrosas excepciones como el Líbano o El Salvador. Peor para ellos. Hace falta ser insensato para nacer en el Líbano, por ejemplo. Y lo que más me jode de toda esta historia es que huele a viejo, escucha, he estado en el escenario de donde arranca, en Águilas y ni siquiera el escenario donde nace el turbio sentimiento de los protagonistas existe. Se han cargado la plaza de toros, no existe el lugar donde se montaba el entoldado para la fiesta, ni siquiera el paseo junto al mar es el mismo, ni las condiciones sociales, el almacén donde trabajaba ella, aquel impulso de supervivientes que teníamos todos hace treinta o cuarenta años. Y ese par de desgraciados han sido víctimas de la vejez de sus sentimientos, de la vejez de su bondad y de su maldad. Han conservado dentro de sí las ruinas de sí mismos, lo que ya no eran, y de pronto han llevado a primer plano esas ruinas, despreciando cuanto había de modificación en sus vidas, y eso es cultural, se han comportado según unos modelos innecesarios, inútiles.
– ¿Irás al juicio?
– Quizá me llamen como testigo, aunque lo dudo. Si me llaman iré. Si no me llaman no iré. ¿Las estancias en los balnearios rebajan los impuestos?
– Si es por motivo de salud y en tu caso, como profesional liberal, sin duda. Es la opinión de un experto.
– Lo que sí haré es ir mañana al puerto. Quiero ver la llegada de “La Rosa de Alejandría” y al marino.
– ¿Cómo te lo imaginas?
– Lo que en mis tiempos se llamaba un adolescente sensible. Una ruina.
Una ruina de adolescente sensible.
– ¿Y el río?