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– Nos equivocamos al calcular su condena. Le quedan tres meses.
– Tres meses.
Y sin transición ahí está esa cárcel de rejas pulcras e ideales, de aluminio tal vez, o de un hierro plateado que brilla por los lengüetazos de un sol distante. Una turba de funcionarios verdes le reconducen a su condición de preso.
– ¿Cuánto me falta?
– Ya se lo hemos dicho. Tres meses.
– Pero si ya cumplí, hace años.
Ahora hay democracia. No hay presos políticos.
– Fue un error. La ley es la ley.
– Mientras tanto ha habido amnistías y fui de la CIA.
– El gobierno socialista ha de ser más escrupuloso con la ley que cualquier otro.
El funcionario se ha hecho importante. Es un funcionario con mando, vestido con un diseño especial Ermenegildo Zegna para funcionarios con mando, gran liquidación fin de temporada en El Corte Inglés.
– Yo le liberaría. Pero la oposición me acusaría de cómplice. De rojo. Tengo antecedentes.
– Usted también.
– Todos tenemos antecedentes. Pero yo preparé un atentado contra Franco que no llegó a realizarse y luego fui uno de los fundadores de “Cuadernos para el Diálogo”.
Ahora lo comprende todo. El funcionario es igual que Carlos Fuentes, pero ahora no mira de perfil, mira de frente y está angustiado por la angustia de Carvalho.
– Tres meses pasan pronto.
– Me dejarán comunicar con mi mujer y mis hijos.
– Usted no tiene mujer ni hijos.
– Es cierto.
– Pero le dejaremos comunicar con quien quiera. ¿Sabe usted tocar la guitarra?
– No. Pero aprendo rápido.
– Necesitamos un guitarrista para la misa latinoamericana del domingo.
– ¿Por qué latinoamericana?
– Son las mejores. ¿No ha asistido a ninguna? Incluso hay una Biblia latinoamericana. Tenga. Le regalo una. Encontrará estampas de Hélder Cámara y de Fidel Castro. La Internacional Socialista no la recomienda, pero yo soy un heterodoxo.
Y luego pasillos, cerrojos a sus espaldas como trinchantes contra huesos sorprendidos, una estela de pasos metálicos, sus pasos y una cúpula de cristal policrómico llena de grietas que crecen y precipitan sobre los ojos de Carvalho una lluvia finísima de cristal quebrado. Hay que abrir los ojos para comprobar que sigue viendo y ahí está el techo con grietas, las fotos de sus muertos sobre la repisa de la chimenea, el fuego casi extinto, los libros, el mueble bar abierto, el frío cúbico dueño y señor de la casa, el reloj que señala la una de la madrugada. Dos de enero de mil novecientos ochenta y cuatro.
Electrodomésticos Amperi. Desde una linterna hasta un vídeo, pasando por todas las posibles cafeteras familiares, paragüeros de latón con grabados del lago de los cisnes, lámparas para alcobas de toda una vida y para “living rooms” con televisor y Enciclopedia Larousse, radios despertadores con alarma y sin alarma, frigoríficos con cinco zonas de congelación, cinco, desde la seta de cardo de invernadero hasta la congelación de lo previamente congelado, pilas para microcámaras de espía japonés destacado en Montcada i Reixac, hasta la radio casete con amplificadores estéreos para retransmisiones del fin del mundo, cintas de vídeo, películas de vídeo: “Casbah, el espíritu de la colmena, La caliente niña Julieta, Ciudadano Kane, Tom y Jerry”.
Mujeres aborígenes con la paga extra de Navidad en el cerebro y los regalos de Reyes en el corazón, amas de casa sin parados, recién llegadas de la compra apenas digeridos los banquetes de Nochebuena, Navidad, San Esteban, Nochevieja, Año Nuevo, en el horizonte los canalones del día de Reyes y tal vez el ensayo de un pollo a las uvas, como recomienda la carnicera del supermercado, porque si al pollo no se le echa lo que sea ¿quién come pollo? La dueña de Electrodomésticos Amperi es un mueble gordo, maduro y elegante con el cabello de las mejores platas y manicura gota de sangre rica, pero se desentiende de las demandas complicadas y reclama a Narcís.
– ”Narcís! Narcís! Surt a la botiga que no sè qué volen!”.
Y Narcís sale con un guardapolvo azul, pajarita, algo despeinado el poco pelo rubio que le queda, las gafas parapeto caídas sobre la punta de la nariz y la sonrisa helada de animal delgado, pequeño y blanco, con la que nació. Narcís lo sabe todo. Para empezar, sabe lo que tiene y lo que no tiene, y aunque no lo exterioriza ha descubierto a Carvalho en una esquina del local en el trance de abrir y cerrar un frigorífico en el que cabrán todos los pedazos de un cadáver, repartidos según las exigencias de intensidad de congelación. La madre de Narcís es una señora estable detrás de la caja resgistradora electrónica, catacric catacrac dos mil doscientas pesetas, catacric catacrac quinientas pesetas del plazo por el televisor en color, catacric catacrac cincuenta pesetas de pilas, o bien la guillotina de tarjeta de crédito Visa previa consulta con el cuadernillo de los proscritos, porque éstos de Visa son muy puñeteros, en cuanto te pasas cinco duros del tope ya te vienen con problemas, y como todo lo llevan las máquinas, sabe usted, las máquinas no distinguen y dicen no o dicen sí sin preguntarle el nombre y los apellidos.
Escasas antaño las tarjetas de crédito en aquel barrio mesocrático dentro de su obrerismo, de pronto han florecido en las manos inseguras de los hombres que compran los sábados por la tarde, con el recelo de que sirva, de que baste enseñar una tarjeta para que te den cosas tan caras.
Con el tiempo no habrá dinero, comentó la señora Pons en un castellano de vocales descomunales, el castellano al que le obliga una clientela mayoritariamente inmigrante.
– ”Narcís, tenim “Casablanca”?”.
– ”La tenim”.
– ¿Se siente bien? -pregunta la joven cliente que quiere darle una sorpresa a su marido el día de Reyes, porque su marido se pirra por la Ingrid Bergman.
– El sonido no es muy bueno, pero la copia está muy bien.
– Es que si no se siente bien…
Y Narcís pone “Casablanca” en el televisor probador de las videocasetes. Un pitido constante consigue inutilizar los efectos sentimentales de “El tiempo pasará”, pero la cliente desea la película y se comenta a sí misma que no se “siente” tan mal.
Narcís se encoge de hombros y de rondó cuela una mirada blanda y cómplice en dirección a Carvalho. Espera a que el detective se le acerque en cuanto haya dejado la película junto a la caja registradora, junto a su madre, y se escucha de fondo la queja de la cliente por el precio. Por ese precio puede ir treinta veces al cine.
Pero la película es suya, mujer, y la puede ver más de treinta veces, mil.
La señora Pons sabe vender sin moverse de su sitio. Carvalho ha llegado a la altura de Narcís.
– Tendríamos que hablar.
– ¿Aquí o fuera?
– Aquí mismo, si hay lugar.
– Venga.
Narcís atraviesa la tienda iluminada por los neones, abre una puerta e invita a Carvalho a penetrar en la penumbra de una trastienda almacén llena de estanterías, cajas de cartón alineadas según un orden oculto, pero sin duda eficaz, y en el fondo del almacén, de pronto, una zona de luz intensa en la que crece una hermosa mesa de madera de nogal, tras ella un sillón giratorio de cuero capitoné y una gran librería repleta que ocupa la inmensidad de la alta pared de fondo.
Paralelamente a la última estantería circula una barra metálica sobre la que rueda una escalerilla que permite el merodeo sobre los libros, y al pie de la estantería un poderoso “compacto” de tocadiscos, radio, magnetofón.
– Éste es mi país. Ésta es mi patria. Aquí me paso horas y horas.
Todo lo que me permite las llamadas de mi madre. ¿Se ha fijado usted en la lucecita que hay sobre la puerta que comunica este almacén con la tienda? Si está apagada mi madre puede llamarme, si está encendida no. Sabe que no puede hacerlo. Entonces lo tiene terminantemente prohibido.
– ¿Los ha leído todos?