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El guardián a quien Bess había hecho el favor de componer un romance para la fiesta de cumpleaños de Morgana, después de obtener el primer premio en el concurso de romances, había caído en desgracia. Las malas lenguas, movidas por la envidia, decían que se había prendado de la doncella de la alegría perpetua y que estaba dispuesto a ayudarla a escaparse, contradiciendo la voluntad y orden de Morgana. Por lo cual había sido relevado de su puesto y andaba por las cocinas, fregando suelos.
Ahora, con la cabeza inclinada sobre las losas, las rodillas en tierra, este hombretón, que se llamaba Seleno, tenía mucho tiempo para pensar. Ciertamente, también lo había tenido cuando era guardián, pero entonces no lo había valorado. Es más, se había aburrido mucho. Pero ahora que trabajaba más ya no se aburría, y mientras los otros le mandaban de aquí para allá, abusando de él, que no tenía nadie que lo respaldara, pensaba. Y de tanto pensar, pensó en Bess y en aquella voz cantarina que, palabra a palabra, con inacabable paciencia, había recitado el romance mil veces para que él lo aprendiera.
«Tal vez sea verdad -se decía Seleno- que me haya prendado de ella, y como ya no tengo nada, o casi nada, que perder, porque esta vida que llevo es una porquería, voy a ver si se me ocurre alguna cosa para ayudarla. El caso es que el único que puede liberar a Bess es el caballero bermejo y yo no soy más que un miserable mozo de cocina que no puede pretender competir con caballero alguno, por lo que no voy a tener más remedio que hacer lo imposible por buscar el dichoso islote donde se encuentra ahora el caballero bermejo y traerlo luego aquí y ayudarle en lo que sea para que gane la vida de la alegre y cantarina Bess, y yo le pediré, a cambio, que me nombre paje de la dama.»
De modo y manera que una madrugada, Seleno, bien aprovisionado, salió a escondidas del castillo de Morgana porque, habiendo sido guardián, se conocía muchos secretos pasadizos, y empezó a caminar rumbo a los acantilados de Cornualles. Seleno era un hombre muy obstinado y perseverante. Por lo demás, pasaba completamente desapercibido y nadie le cerró el paso. Dormía en cuevas, entre las raíces de los árboles y en granjas y castillos abandonados, porque prefería no tener mucho que ver con las personas, ya que en la conversación se cometen muchos errores y no quería levantar ninguna sospecha.
Al fin, después de muchas semanas de camino y con las piernas debilitadas y entumecidas, un atardecer brumoso y destemplado llegó a los impresionantes acantilados de Cornualles y atisbó una serie de islotes, preguntándose en cuál de ellos estaría confinado el caballero bermejo.
Sólo había una manera de saberlo, y era ir e inspeccionar uno a uno los islotes. Y como ya era tarde y estaba rendido, Seleno se acomodó entre unos arbustos y se quedó dormido, con la esperanza de encontrar por la mañana la forma de llegarse hasta las islas. Cuando abrió los ojos y se puso en pie, vio que de uno de los islotes, el más lejano y pequeño, salía una columna de humo y se dijo que sin duda ése era el islote del caballero bermejo, que se las debía de haber arreglado para hacer fuego con el objeto de calentarse y hacerse la comida. Animado por esta señal, Seleno recorrió el borde del acantilado, por si había por allí abajo alguna pequeña cala en la que albergarse mientras construía una balsa, aún no sabía con qué. Atisbó al fin una cala de buen tamaño, y bajó como pudo, con sumo cuidado, hasta la playa. Era una cala muy resguardada donde, al abrigo del viento, crecían algunos árboles que, bien cortados y unidos entre sí, podían convertirse luego en una balsa. Seleno estuvo a punto de quedarse el día vagabundeando por la cala, que era hermosísima, pero recordó que a la pobre Bess quizá le quedaban pocos días de vida, por lo que había que darse prisa y, ni corto ni perezoso, se puso de pies y manos a su tarea.
Él mismo se asombró de su habilidad al construir la balsa. «Yo hubiera debido aprender un oficio -se decía, tarareando-, porque es mucho más ameno hacer algo con las manos que todas las guardias y vigilancias que he hecho en mi vida, y no digo nada de los fregoteos, que me tenían harto. Aunque también es verdad que si no hubiera sido el guardián de las mazmorras de La Beale Regard no habría conocido a Bess, que es lo más importante que me ha pasado nunca, porque lo de ganar el concurso fue cosa de un momento y luego todo se vino abajo, si bien disfruté mucho recitando el romance. ¡Ay, Bess!, aún tengo tu voz cantarina grabada en el pecho y juro por Dios que llevaré al castillo al dichoso caballero bermejo para que te rescate, me cueste lo que me cueste.»
Una vez finalizada la balsa, la proveyó de un palo donde aparejar una vela, hecha con unas sábanas que había tenido la precaución de llevarse consigo, hizo unos remos y echó la balsa al mar, bastante encrespado aquella mañana, y luego, tras luchar un buen rato con las olas, se subió a la balsa y puso todo su empeño en dominarla.
Mal que bien, se fue acercando al islote del caballero bermejo, que se pasaba las horas mirando el mar, sobre todo hacia la zona de la costa, por ver si divisaba signos de vida. Pero por aquellos acantilados no se aventuraba nadie y el caballero comprendía que la sirena le había llevado a un paraje completamente despoblado y que, si no se producía un milagro, envejecería y moriría en medio del mar. Al principio, había pensado que, ya que había llegado hasta allí a nado, quizá pudiera alcanzar la costa, yendo de un islote a otro, pero la empresa cada vez le parecía más arriesgada, porque el mar estaba siempre muy agitado y era muy traidor, y el estruendo que producía al chocar con el islote se le fue metiendo al caballero en el alma, desanimándole de esta idea. Por lo demás, como el caballero bermejo tenía un fondo muy alegre y optimista, a pesar del terror que le había cobrado al mar, le gustaba mucho contemplarlo y recrearse en las diferentes tonalidades, que, con los cambios de la luz, se producían en él. Así se estaba el caballero muchas horas, y por eso vio en seguida la balsa de Seleno y la miró lleno de curiosidad, porque no podía comprender que nadie se hubiera embarcado en aquel precario ingenio ni, mucho menos, con el objeto de rescatarle a él.
«¿Quién será este extraño ser que viene flotando entre las olas, desafiando los peligros del mar y de todos los elementos? -se preguntaba el caballero-. Sin duda, debe tratarse de un loco, y me parece que viene directo hacia mí, de manera que tendré que habérmelas con él.»
El caballero bermejo había perdido un poco el juicio, que por lo demás nunca había sido su fuerte, y no se le podía ocurrir que alguien estuviera preocupado por su desaparición. En todo caso, cuando vio que la balsa, aunque a duras penas y como por milagro, se dirigía hacia la única y reducidísima zona arenosa del islote, fue también él hacia allí, para seguir de cerca la operación. Se quedó muy asombrado cuando el hombre desarrapado de la balsa le miró y habló como si le conociera.
– Tú debes ser el caballero bermejo -dijo Seleno, a gritos-. Yo soy Seleno y vengo a llevarte al castillo de Morgana para que lleves a cabo tu empresa de liberar a la doncella de la alegría perpetua. Acércate y ayúdame a poner en seco la balsa.
Aunque muy torpemente, el caballero bermejo ayudó a Seleno que, al apoyarse sobre él para salir de la balsa, casi lo tumbó.
– ¿Y quién te envía a ti? -preguntó el caballero con un hilo de voz, pues hacía meses que no hablaba con nadie y el mecanismo de la voz, al no haberse utilizado, apenas le funcionaba.
– A mí no me envía nadie -dijo Seleno-, sino que vengo escapado del castillo de La Beale Regard, donde he sido guardián durante años, y lo hago por mi propia voluntad, porque me duele el cautiverio de la alegre Bess, y tú eres su única esperanza.
A trancas y barrancas, el caballero fue comprendiendo que aquel hombretón, en cuanto se recuperase, le haría subir a la balsa y le llevaría a la costa y luego, si todo salía bien, le conduciría al castillo de Morgana, para que luchara por la vida de la doncella de la alegría perpetua, y todo esto, como estaba tan debilitado y fuera del mundo, le pareció un sueño, un imposible, pero no dijo nada, porque no tenía fuerzas ni palabras para discutir, y como vio que el hombre aquel estaba muy cansado, lo invitó cortésmente a su cabaña, con el noble propósito de darle algo de comer y de beber y de ofrecerle un lecho donde dormir a resguardo, después de secarse las ropas.
Y Seleno, fatigado como estaba, y comprendiendo que el caballero bermejo no estaba muy en sus cabales, lo siguió silencioso hasta la cabaña. Y la verdad es que allí se maravilló, porque el caballero bermejo se las había arreglado bastante bien y vivía con cierta comodidad.
«Quizá -se dijo-, también este caballero bermejo ha descubierto el gusto que da hacer las cosas con las manos y ha tenido ocasión en este destierro de cultivar destrezas que en toda su vida de caballero andante no ha descubierto.»
Así que Seleno, mientras comía y bebía, olvidó a la doncella de la alegría perpetua y la olvidó luego mucho más cuando se quedó dormido.
Al despertarse, no sabía bien dónde se encontraba. Salió de la cabaña y vio al caballero bermejo, sentado sobre una roca, absorto en la contemplación del mar, y se llegó hasta él para recordarle su misión. El caballero le dijo a todo que sí, pero parecía más resignado que contento, y Seleno tuvo un momento de indecisión, como si dudara en arrancar de esa vida salvaje al caballero bermejo. Aquel día se desencadenó una fuerte tormenta, y Seleno casi se alegró, porque resultaba temerario intentar alcanzar la costa con aquellos vientos. Permanecieron en la cabaña, silenciosos, meditabundos, y, al amanecer, cuando se restableció la calma, botaron la balsa y embarcaron.
El regreso a la costa fue sorprendentemente fácil. El viento soplaba a favor y ni siquiera tuvieron que utilizar los remos. Subieron luego el acantilado, y subir, como se sabe, es más fácil que bajar, por lo que Seleno lo hizo de modo muy rápido y lo comparaba, encantado, a gritos, con el descenso que había realizado un par de días antes y que había sido tan costoso.
El pobre caballero bermejo lo seguía como podía, pero al fin estuvieron los dos en la cima y emprendieron el largo viaje hasta el castillo de La Beale Regard, que fue algo más dificultoso y lento que el de ida, porque el caballero bermejo estaba muy debilitado y cayó varias veces enfermo. Pero Seleno lo cuidó y al fin, una noche fría y cerrada, lo condujo por secretos laberintos hasta el corazón del castillo.