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El caballero dorado mandó a su escudero que hiciera sonar el cuerno que colgaba ante la puerta del castillo e, inmediatamente, una voz muy poderosa, que no se sabía de dónde salía, preguntó por la demanda del caballero, a lo cual éste repuso con toda solemnidad:
– Vengo a luchar por mi dama, la orgullosa Delia, y os conviene abrirme, de lo contrario no respondo de mis actos, y juro por Dios que mataré a todos los habitantes de este castillo, sean tantos como fueren, aunque ahora no puedo saber nada de eso, ni siquiera puedo ver tu rostro, voz que acabas de hablarme, lo cual ya denota bastante cobardía.
– Guarda tu petulancia para mejor ocasión -repuso la voz-, porque tengo órdenes de abrir esta puerta a todos los caballeros que vengan hasta aquí a luchar por su dama. Cuida tu lengua, caballero, que la dueña de este castillo no tiene de momento nada contra ti, pero podría tenerlo si te escuchara, y es mejor dejar las cosas como están.
Y con gran estruendo, las pesadas hojas de la puerta se abrieron, con lo que el caballero ya no dijo palabra, sino que, seguido de su escudero, entró en el castillo. Un hombre joven, más o menos vestido de paje, les condujo luego hasta una amplia estancia de la que partía una escalera hacia arriba y otra hacia abajo, y dijo al escudero que tomara la escalera que bajaba, por donde llegaría a las cocinas y otros lugares propios de los sirvientes, y pidió al caballero que tomara la escalera que subía, que conducía a los aposentos de Morgana, y que la esperara allí el tiempo que hiciera falta, porque Morgana estaba ocupada en otras cosas, pero que había mandado recado de que se reuniría con el caballero en cuanto acabara con ellas.
El caballero dorado subió las escaleras y se encontró luego con unas damas que cuidaron de él hasta que Morgana hizo su aparición. En ese momento, las damas se levantaron y se fueron, casi se diría que volaron. Morgana, después de saludar al caballero, le preguntó:
– ¿Cómo a un caballero tan orgulloso como tú le ha llevado tanto tiempo, caballero dorado, llegar hasta aquí? Más aún, cuando quien te aguarda es una doncella que tiene fama de ser la más orgullosa del reino. La verdad es que no te has dado mucha prisa, ¿acaso has tenido muchas peripecias?
El caballero dorado, que había recuperado la arrogancia y que gracias a la pócima de Merlín no recordaba nada de lo sucedido en el camino, repuso con voz firme, casi irónica:
– Señora, no importa lo largo que sea el viaje si se alcanza al fin la meta.
Y por mucho que Morgana insistió, no sacó nada del caballero y se dijo para sus adentros que la magia de Merlín había aventajado a sus tretas. Abandonó la estancia y subió a la torre, pensativa.
«Este caballero dorado es un pobre idiota -se decía- y no voy a sacar nada de él, pero lo cierto es que, una vez que ha llegado hasta aquí, la liberación de Delia ya es cosa hecha.»
Y eso, en sí, no le preocupaba; lo que la desanimaba y humillaba era la derrota. Merlín, su viejo maestro, tenía más recursos que ella. Sin embargo, Morgana había avanzado mucho por su cuenta, y no se resignaba.
«Encontraré el modo de vencerte, viejo Merlín», se decía.
Recordó de pronto que le habían dicho que este caballero dorado había llegado al castillo acompañado de un escudero muy joven y muy hermoso y mandó que lo trajeran a su presencia.
Así, Nimué, disfrazada de escudero, conoció a Morgana. Las dos mujeres se miraron con curiosidad, una, Morgana, sin saber quién era la otra, pero llena de vagas sospechas.
– Dime, Eumín, ya que me han dicho que éste es tu nombre -empezó Morgana-, ¿llevas mucho tiempo al servicio del caballero dorado?
– No sé medir el tiempo, señora -repuso Eumín-, pero creo que no ha transcurrido mucho. Sí puedo decirte que es la primera vez que le acompaño en sus empresas y quizá por eso se ha hecho todo muy corto, pues desde mi más tierna infancia no he deseado otra cosa que deambular con los caballeros.
Nimué, mientras respondía a Morgana, la observaba llena de intriga. Morgana había recibido las enseñanzas de Merlín sin necesidad de dar nada a cambio. Por ser quien era, hermana del futuro rey, Merlín le había tratado de forma excepcional y única, sin ninguna cautela, y ahora era una de las mujeres más sabias del reino y, según se decía, la más egoísta y malévola.
– Señora -dijo entonces Eumín-, me siento muy honrado de poderte saludar, tu fama es inmensa, y jamás hubiera imaginado que iba a conocerte en persona.
Morgana sonrió.
– Eres un joven muy hermoso y delicado, Eumín -dijo-, y creo que el caballero dorado es muy afortunado por tenerte a su servicio, si bien me ha parecido que tu caballero es un poco desmemoriado y quizá sea, por tanto, desagradecido.
Ahora fue Nimué quien sonrió.
– Yo le sirvo de grado, señora -dijo-, y no espero ninguna recompensa, porque tengo de sobra con acompañarle en sus aventuras y conocer el mundo que mi caballero recorre.
– Muy discreto eres, y hasta ingenioso -dijo Morgana, atravesándolo con la mirada.
Y así se estuvieron un rato conversando, midiéndose mutuamente, admirándose la una a la otra, sospechando Morgana, Nimué sabiendo, las dos complacidas, llenas de curiosidad. Al fin, Morgana despidió al escudero, y se quedó pensando en cómo desentrañar y desbaratar el juego de Merlín.
La imagen de Accalon irrumpió de forma repentina en medio de esos pensamientos. «Todo esto ha sido por ti, Accalon», musitó Morgana, «y aún no sé si me amas. Nunca me había importado si los hombres me amaban o no, hasta que llegaste tú. ¡Qué tarde se aprende! ¡Qué tarde se ama!», suspiró. Y, en cierto modo, añoró el tiempo de la apacible convivencia con el rey Uriens, su marido. Poco había durado, porque en seguida Morgana se había prendado de jóvenes caballeros, aunque el amor nunca había alcanzado el centro de su corazón. No lo hubiera permitido, necesitaba todos los sentidos para sus tareas e investigaciones. Pero existieron unos días lejanos, cuando nació Uwain, el fruto de su unión con el rey Uriens. Ahora Uwain andaba lejos, sospechoso de tretas contra el rey Arturo. Pero en el recuerdo, los días de la infancia de Uwain le parecían a Morgana placenteros y tranquilos.
Se miró en el espejo y vio el tiempo reflejado en su rostro. «He sido muy hermosa -se dijo- pero ya no puedo competir con las jóvenes.» Se desnudó y se contempló. «Mi cuerpo es todavía bello y armonioso, y muchas jóvenes podrían envidiarlo», continuó diciéndose. Luego se probó vestidos, retocó su cara con polvos de muchas y delicadas tonalidades, se perfumó. Accalon volvía esa noche después de una larga ausencia y Morgana suspiraba por él.
Preparó el recibimiento con cuidado para que Accalon apreciara toda su entrega. Cuando Accalon llegó, lo dejó un rato solo, como sabía que a él le gustaba, y luego le envió a sus damas más cercanas, en quienes confiaba por entero, para que lo bañaran y perfumaran y lo condujeran después a la sala privada de Morgana. Cenaron y se amaron. Morgana le habló luego del caballero dorado y le pidió consejo a Accalon.
– Prométeme una cosa, Morgana -dijo Accalon-, haz que el caballero dorado se mida con aquel de tus caballeros que se ofrezca voluntariamente a sostener tu causa.
Morgana se lo prometió.
Después de la larga noche de amor, Morgana se sentía más alegre y despreocupada. Al mediodía se celebró la justa. Uno de los caballeros de Morgana, ya cubierto con la armadura, se ofreció al combate, y Morgana no tuvo más remedio que concederle el permiso, puesto que así se lo había prometido a Accalon. Pero en su corazón, de pronto, anidó el pájaro del miedo, pues sabía, como todos, que el caballero dorado saldría victorioso.
Así fue. El caballero de Morgana fue abatido y Morgana envió a su dama más íntima a que fuese corriendo a verle la cara al caballero derrotado. La dama se inclinó, despejó el rostro del caballero, miró a Morgana y negó con la cabeza. Morgana, a pesar de ser vencida de nuevo por Merlín, a pesar de la humillación de la derrota, sonrió con alivio, y una voz interior le dijo: «Esto era lo que buscaba tu amante, que acabaras por olvidar tu propia lucha, tu propia vanidad. Ahora sólo quieres que él viva y te ame, eso es lo único que te importa. De manera que todos te han vencido. Merlín, con sus artes, y Accalon, con el poder que tiene sobre ti».
Pero Morgana sonreía y buscaba con los ojos a Accalon por toda la sala. Cuando al fin lo vio, se estremeció, porque Accalon no sonreía. La miraba desde arriba, con arrogancia.
Llamó a Estragón y le pidió que hiciese lo de costumbre. Luego, Morgana se retiró y llamó a Accalon y ya no salieron de sus aposentos durante todo el día.
Por la noche, el caballero dorado, su escudero, y la orgullosa Delia, abandonaron el castillo de La Beale Regard por un pasadizo secreto, guiados por Estragón.
El caballero dorado se dijo que todo lo que se decía sobre el orgullo de Delia era en verdad muy poco, pues la doncella ni siquiera le había dado las gracias al caballero por el rescate. El caballero dorado, que aún no había recuperado la memoria, no sabía que Delia estaba enterada de que el camino hasta el castillo de La Beale Regard había sido muy largo y había estado todo jalonado de amores, y la humillación que eso le producía impedía a Delia pronunciar palabra alguna.