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XV

LAS LLAMAS DE TlNTAGEL

Cuando el rey Arturo y Merlín llegaron al castillo de Tintagel, aún se respiraba el olor del fuego, aún flotaban en el aire, con los golpes del viento, las cenizas. Recorrieron las ruinas y se sentaron luego a la sombra de un roble.

– Estas ruinas de Tintagel -dijo Arturo- me parecen una premonición. En este castillo fui concebido, como bien sabes, Merlín, ya que tú lo planeaste todo. Pero esta desoladora visión no me causa demasiada tristeza, porque ya estoy muy cansado y quisiera retirarme. Mi reino me pesa, es ya como un castillo viejo, como era Tintagel hace sólo unos días. Nadie sabe lo que cuesta mantener en pie un castillo resquebrajado y sucio. Cuando príncipes y reyes de otros reinos vienen a visitarme, se admiran de la antigüedad y la tradición que palpan en los muros del viejo castillo de Camelot, y son casi unas ruinas como éstas de Tintagel -suspiró-. Dame a mí algo nuevo y reluciente, como el Santo Grial, ¿cómo no voy a entender a mis caballeros, desaparecidos todos en pos de esa demanda? Sin embargo, mi sino es quedarme entre las ruinas. Y, en cierto modo, mi hermana Morgana, mi enemiga, hace lo mismo que yo. Hace tiempo que su amistad se me escapó del corazón y no siento ninguna piedad hacia ella, pero la entiendo un poco, sólo trata de mantenerse, sólo lucha contra el paso del tiempo.

– Ya sólo quedan en las mazmorras de La Beale Regard tres doncellas -dijo Merlín-, las más desdichadas de todas, una pobre enajenada, una joven entregada al dolor y una mente desmemoriada. Los caballeros que tomaron sobre sí la suerte de estas doncellas, el caballero de plata, el caballero irisado y el caballero violeta, pronto llegarán a su destino. Me parece que Morgana ya ha sido derrotada y apenas habrá que ayudar a estos nuevos caballeros.

– No te fíes de Morgana -dijo Arturo-. Cuando más la temo es cuando parece vencida, cuando se siente acorralada. Así era de niña y así ha sido siempre. No descuides la suerte de esas tres doncellas que aún están en las mazmorras de su castillo. Y se me está ocurriendo una cosa, Merlín, una vez que nos hemos puesto en camino, ¿por qué no nos llegamos tú y yo hasta La Beale Regard y vemos con nuestros propios ojos esa derrota de Morgana que ya prevés? No tenemos nada que hacer, Merlín, prosigamos el viaje, ya sabemos lo que nos espera en nuestras casas, en mi castillo de Camelot y en tu guarida secreta; a mí, la soledad, a ti, esa joven que te está sacando las entrañas, no sé qué es peor…

Merlín accedió, y, después de descansar un rato, se pusieron en camino. Llevaban muchas horas andando, al fin silenciosos, cuando se encontraron, en el claro de un bosque, con la estatua de una mujer hermosísima, que parecía apresar un espíritu, tan llenos de expresión y vida estaban sus ojos y cada uno de sus rasgos.

– No sé a quién me recuerda esta mujer, Merlín, -dijo el rey Arturo, admirando la estatua-, pero sin duda éste es uno de los rostros más bellos que he visto nunca e imagino que su modelo en carne y hueso debe de ser una de las maravillas del universo y no me importaría nada contemplarlo.

Rodearon la estatua y vieron todos sus detalles, que habían sido cuidados al extremo. Entonces escucharon una voz.

– Soy Galinda, la pastora -dijo la voz-, y, por culpa de un maleficio, vivo dentro de esta bella estatua que tanto admiráis. Por aquí pasaron, antes que vosotros, tres caballeros, pero ninguno quiso ayudarme, porque todos tenían mucha prisa y corrían detrás de sus demandas. El primero se cubría con armadura de plata, el segundo, con una armadura muy brillante e irisada, el tercero iba todo conjugado en color violeta. Todos se pararon un momento y alabaron mi belleza, pero cuando les pedí que escucharan mi historia y trataran luego de remediar mi desgracia, me dijeron que no tenían tiempo para mí. Quizá vosotros, que parecéis caballeros más reposados, opinéis de otra manera.

– Cuéntanos tu historia, bella Galinda -dijo el rey Arturo-, que ya estoy deseando escucharla.

– Soy hija del pastor Galindo -empezó la estatua-, un hombre rico, dueño de trescientos rebaños, y desde niña fui educada para vivir en la corte del rey, de manera que me enseñaron todas las artes del entretenimiento, en las que soy sumamente hábil. Todos los que han escuchado mis canciones han quedado maravillados y más de un rico caballero ha pedido a mi padre mi mano, pero yo nunca he querido concedérsela a nadie y, cuando llegó la hora, tampoco quise ir a la corte del rey, porque lo que yo quiero es seguir con mi vida de pastora y disfrutar de todas mis habilidades de la forma que más me venga en gana. Y todo hubiera ido más o menos bien y yo creo que mi padre lo hubiera consentido, si no hubiese aparecido por aquí cierto caballero desengañado, cuyo nombre no diré, porque es muy famoso, que suele venir por estos bosques y prados a quejarse del amor de su dama, una señora muy principal. Me hice confidente de este caballero, escuché sus quejas y resolví dedicar mi vida a consolarle, porque me partía el corazón ver cómo un caballero tan apuesto y valeroso estaba destrozando la suya. Yo creo que el caballero, aunque no me llegó a amar, se encariñó conmigo y se acostumbró a mi presencia, de manera que cada vez pasaba más tiempo a mi lado y espaciaba las visitas a su dama, que empezó a reclamarlo con más frecuencia e intensidad que nunca. Y cuanto más veía el caballero a su dama, más trastornado se volvía, porque ese amor no convenía a nadie, y la misma dama pasaba muchos apuros y angustias para mantenerlo.

»Un día le hablé al caballero con toda seriedad, y le propuse que abandonáramos el reino y nos fuéramos a confines lejanísimos, donde él podría emprender muchas aventuras y dedicárselas a su dama, para que ella, entretanto, tuviera noticias suyas y le esperara, y quién sabe si al regreso los tiempos no fueran ya mejores para ellos. Yo me contentaba con acompañarle, porque me gusta la vida de los caballeros andantes y sentía una profunda compasión hacia él, quizá una forma de amor. El caso es que el caballero ya estaba convencido y preparado para el viaje y yo le estaba aguardando, cuando vino a mi cabaña una vieja mendiga y no sé con qué excusa me hizo tomar un bebedizo, tras lo cual me convertí en la estatua que ahora contempláis. Antes de marcharse, entre espasmos de risa malévola, dijo: «Ahí te quedas, pequeña entrometida. El loco y apasionado amor del caballero que proteges ha de seguir su curso, porque es parte de los grandes planes de destrucción del reino. ¿Quién eres tú, insignificante e indiscreta pastora, para osar cambiarlos?». Y se alejó, dejándome desconcertada. Y petrificada, que eso fue lo peor.

La voz calló y los caballeros se quedaron muy pensativos y preocupados.

– Te he escuchado con la mayor atención -dijo el rey Arturo- y tu historia conmueve mis entrañas, pero dime de qué manera puede acabarse tu encantamiento y si tu caballero no ha vuelto por aquí y no ha intentado romperlo él mismo, porque me asombra que no esté tan agradecido como para abandonarte a tu triste suerte.

– Ese es el punto -dijo Galinda-. Sólo un caballero que no haya estado enamorado jamás puede desencantarme, porque sólo puede devolverme a la vida libre un beso de amor intacto y nuevo, y eso es algo que escapa a la voluntad de mi pobre caballero, que suspira más que nunca por su dama.

– Esa dama parece muy desenvuelta y egoísta y, en mi opinión, lo mejor que podría hacer sería retirarse del mundo, ya que tantos problemas ha causado -dijo el rey Arturo.

– No sé mucho de ella -repuso Galinda-, porque el caballero es muy discreto y a mí no me gustaría que se arrepintiera de haberse ido de la lengua conmigo, porque no hay cosa que emborrone tanto una amistad como creer que con ella se traiciona a otra. Pero de todos modos, sí sé que la dama sufre y que no es nada egoísta, y hasta me parece que está ya retirada del mundo; eso es lo que deduzco de las últimas quejas de mi caballero.

Llegada la noche, el rey Arturo y Merlfn se adentraron un poco en el bosque en busca de un lugar donde descansar, y encontraron una cabaña.

– Mira, Merlín -dijo el rey Arturo al cabo de un rato-, todo lo que ha contado esta pastora encantada me ha impresionado mucho y creo que estamos obligados a ayudarla. Se me ha ocurrido que podrías disfrazarte de joven caballero o algo así y dar a Galinda ese primer beso de amor que es la clave de todo, porque es muy posible que en tu naturaleza disfrazada te enamores de ella y vuelvas luego a tu ser con toda tranquilidad y sin haber experimentado mudanza alguna.

Merlín se pasó la noche cavilando, y, al amanecer, mientras el rey Arturo dormía, se disfrazó de joven caballero y se acercó a la estatua de Galinda y la halló muy hermosa, de manera que el joven caballero sintió arder su corazón y besó a la estatua en los labios. Al momento, la estatua cobró vida y quiso abrazar a su salvador, pero el joven caballero, muy confuso, se fue corriendo, porque Merlín le había dado un plazo muy corto.

Vuelto Merlín a su ser, entró en la cabaña y despertó al rey Arturo y le dijo que Galinda era ya libre, lo que el rey Arturo en seguida pudo comprobar por sus propios ojos, pues nada más salir de la cabaña se encontraron los dos con Galinda, que daba grandes gritos.

– ¿Dónde estás, caballero, salvador mío? -decía-. ¿Por qué te has ido tan deprisa?

Entonces dijo Merlín:

– No busques más a ese caballero, Galinda. No sé si sabes quién soy pero te lo voy decir. Soy Merlín el mago, y el consejo que te doy es que disfrutes de tu libertad y no indagues más, porque el amor que has sentido en tus labios era un soplo.

Galinda se quedó un momento callada y luego dijo:

– Es verdad que pareces muy sabio y algo me dice que debo seguir tu consejo. Ahora, si no os importa, me gustaría que me dejarais ir un rato en vuestra compañía, porque me he pasado mucho tiempo sola y tu conversación y la de tu compañero es muy agradable.

– No nos importa -dijo el rey Arturo-. Ven, Galinda, con nosotros todo el tiempo que quieras, porque tu compañía también resulta muy grata para nosotros.

Y, así, los tres se pusieron en camino hacia La Beale Regard.