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Desde que la reina Ginebra, sobrepasada por el dolor que el amor imposible a Lanzarote le provocaba, se quiso retirar a la cartuja de Nuestra Señora de la Dulce Paciencia, pasaba temporadas de gran misticismo, que se combinaban con temporadas de terribles dolores físicos.
Las monjas estaban muy conmovidas por su sufrimiento y se turnaban para estar a su lado y no dejarla nunca sola, porque sabían que la soledad agudiza los males del corazón, donde residía la causa de la enfermedad de Ginebra.
Las monjas más jóvenes sentían verdadera fascinación por la reina, y la tenían por modelo de belleza, y en el fondo sufrían más que ella por aquel amor contrariado que se había apoderado de Ginebra y pedían a Nuestra Señora de la Dulce Paciencia que resolviera el asunto y le diera a la joven y bellísima reina alguna satisfacción. Más de una de estas monjas jóvenes hacía sacrificios y penitencias especiales encaminados a conseguir la felicidad de Ginebra, y más de una se decía en su fuero interno que la reina no se merecía aquel amor atormentado, sino el gozo más pleno y sublime. Y rogaban también por Lanzarote del Lago, de quien sin saberlo estaban enamoradas, puesto que era dueño del corazón de Ginebra -que tanto y tan profundamente les conmovía- y que se había puesto a los pies de la reina, renunciando a verla, si fuera preciso, para aliviar su dolor. Y lloraban y se lamentaban por la desgracia del rey Arturo, a quien Ginebra no había dejado de amar, pero a quien ya no podía mirar directamente a los ojos, porque la sombra de Lanzarote del Lago se interponía siempre entre ellos, se proyectaba sobre todas las cosas que Ginebra miraba, hasta el punto de resultar obsesiva y dañina.
Algunas veces, sor Filomena, la cartuja mayor, que había sido dama de alta alcurnia y conocía bien la vida de la corte, se decía que no había sido buena idea acoger en sus claustros a la reina Ginebra, porque con ella habían entrado en la cartuja emociones del mundo exterior y esa corriente de aire perfumado y frivolo podía tener consecuencias funestas sobre la vida ascética y sencilla de las cartujas.
Y pensaba, sobre todo, en Marcolina, la novicia más joven, por quien sentía una gran simpatía y a quien veía cada vez más entregada al cuidado de la reina Ginebra. «Sería una pena -se decía sor Filomena- que finalmente Marcolina perdiera la vocación, pues su presencia en la cartuja me es muy grata y creo que Nuestra Señora de la Dulce Paciencia es la orden más adecuada para ella, pero hay que confiar en los designios divinos y si ha de dejar la orden aún está a tiempo, porque una vez que haya hecho los votos ya no hay remedio, y ese destino amargo no se lo deseo a la inocente Marcolina, que ya conozco a más de una monja malhumorada que hubiera debido no hacer los votos. Quizá Dios haya traído aquí a la reina con el objeto de poner a prueba a Marcolina, pues los designios divinos son inescrutables.»
Verdaderamente, la joven Marcolina no se separaba de la reina Ginebra, y, como todas las cartujas, incluida sor Filomena, sentían verdadera devoción por la reina y no querían sino complacerla, dejaban a Marcolina en plena libertad, conscientes de que la reina la necesitaba, pues no había en la cartuja una novicia más inocente y alegre que Marcolina.
Después de una larga noche que la reina había pasado entre delirios y fiebres altísimas, cerca del amanecer, Ginebra ya calmada, Marcolina exhausta y desvelada, salió la novicia de la celda de la reina a respirar el aire puro de los inicios del día y echó a andar hacia el muro de piedra que cercaba el amplio jardín de la cartuja. Allí se apoyó contra el muro, se dejó caer sobre la hierba y se quedó dormida.
Cuando se despertó, el sol estaba en lo alto del cielo y por unos instantes Marcolina tuvo una aguda sensación de desconcierto, ¿qué jardín y qué muro eran esos?, ¿qué mediodía? Y vagamente recordó el caso de un fraile que se había quedado dormido y que, después de que el trino de un pájaro le despertara, tardó mucho tiempo en comprender que su sueño había durado años.
«¿Me habrá sucedido a mí algo parecido?», se preguntaba Marcolina, porque se sentía suspendida en el tiempo, sin relación con nada. Vio entonces a un pequeño gorrión posado en una rama y le pareció que era el único ser que tenía la respuesta, que lo conocía todo.
– Dime, gorrión -le preguntó, como si desde siempre hubiera hablado con los pájaros- ¿me has visto dormir?, ¿llevo aquí mucho tiempo?
– No -dijo el gorrión-, sólo has dormido unas horas, pero tu sueño ha sido muy profundo y por eso lo miras todo con tanta extrañeza, porque llevabas muchas noches sin dormir, pendiente de los suspiros de la reina. Este sueño profundo que has tenido ha sido una recompensa de la madrina de Ginebra, que te está muy agradecida porque si no fuera por ti la reina quizás habría muerto, pero tus cuidados la alivian mucho. Ahora Sigrid, la madrina de Ginebra, me ha mandado a mí para que te pida un favor. Mira, en el muro, justo detrás de tu cabeza, hay una piedra que no está unida a las otras. Es lo bastante grande como para que tú puedas deslizarte por el hueco que quedará cuando la quites. Ginebra le ha pedido a Sigrid que le conceda el don de ver a Lanzarote del Lago antes de morir, puesto que presiente que ya se aproxima velozmente su fin. La verdad es que nadie sabe dónde está Lanzarote del Lago, y aun se rumorea que ha perdido la razón. Yo te acompañaré en la búsqueda, que debemos emprender ahora mismo, si es que te prestas a hacer este favor a la reina.
– Por la reina Ginebra daría yo la vida -dijo Marcolina con vehemencia-. Bien sé lo que sufre por la ausencia de Lanzarote del Lago y comprendo que quiera verle y hablar con él, de manera que no perdamos más tiempo.
Dicho lo cual, Marcolina se dio la vuelta, buscó la piedra movediza en el muro, la apartó y se coló por el hueco. El gorrión la seguía y se posaba en su hombro de vez en cuando.
– Dicen -comentó el gorrión- que la pastora Galinda quería mucho a Lanzarote del Lago y que una bruja la convirtió en estatua para que no pudiera ayudarlo, y también dicen que ya ha sido desencantada, y quizá lo mejor de todo fuera que diéramos con esa Galinda y que ella nos orientara, porque conocía muy bien al caballero y seguramente sabrá dónde se esconde.
Y Marcolina echó a andar con la idea de ir preguntando por la pastora Galinda a todo el que se cruzara en su camino. Y así, siguiendo una dirección, retrocediendo, tomando luego otra y luego otra distinta, Marcolina pasó muchos días con sus noches, y un atardecer divisó al fin un pequeño grupo que descansaba alrededor de una hoguera en un declive del valle, junto a un río.
«Esa maravillosa joven que veo desde aquí -se dijo Marcolina- debe ser la pastora Galinda. La acompañan dos ancianos, lo cual confirma mi presentimiento, puesto que dicen que viaja con dos hombres de pelo blanco.»
Marcolina se acercó al grupo y preguntó por Galinda, quien quiso saber quién era Marcolina y lo que deseaba de ella.
– Soy Marcolina -repuso la novicia-, y vengo de la cartuja de Nuestra Señora de la Dulce Paciencia, donde la reina Ginebra pasa los últimos días. Pero antes de entregar al Altísimo su alma, quiere ver por última vez al caballero que le ha causado tanto dolor, seguramente para perdonarle y encomendarlo a Dios, y según dicen sólo la pastora Galinda conoce el paradero del caballero, de manera que si tú eres esa Galinda, y no tienes ya el corazón de piedra -porque lo has tenido hasta hace bien poco, ya que fuiste encantada-, te quedaría muy agradecida si pudieras conducirme hasta él para que luego yo le guíe hasta la cartuja.
Todos miraban a Marcolina con enorme atención. Al fin, el rey Arturo dijo:
– Siéntate con nosotros, bella y diligente Marcolina, y déjanos pensar un momento. Debes de querer mucho a la reina cuando has dejado la cartuja y te has expuesto a los peligros de los caminos en busca de ese caballero. Mira, yo soy Zedón, el médico, y aquí está Fakir, mi colega, porque nos dirigimos los dos a una reunión de médicos. Mucho me gustaría ver a la reina Ginebra porque creo que podría tener algún remedio para ella y apartarla de la senda que desemboca en la muerte. Id Galinda y tú en busca del caballero desaparecido mientras Fakir y yo nos acercamos a la cartuja donde está la reina y vemos, entre tanto, de aplicarle nuestros remedios, si es que tú, Fakir, quieres venir conmigo y desviarte un poco de nuestra meta.
Merlín asintió, cabizbajo y silencioso. Galinda advirtió que sus acompañantes no querían revelar su identidad a Marcolina, y nada dijo, porque siempre había sido muy discreta y el tiempo que había pasado convertida en estatua le había enseñado a serlo aún más. Ignoraba quién era el hombre que viajaba en compañía del mago Merlín, pero parecía tener mucha autoridad y hablaba siempre con muy buenas razones. De manera que se sumó de buen grado a Marcolina en la búsqueda de Lanzarote del Lago, si bien dijo que de momento no tenía la más remota idea de dónde pudiera encontrarse el caballero.
Pasaron la noche y al amanecer se separaron. Galinda y Marcolina se dirigieron hacia el sur y el rey Arturo y Merlín tomaron el camino de la cartuja de Nuestra Señora de la Dulce Paciencia.
– Cuando salimos de Camelot hacia Tintagel -le dijo el rey Arturo a Merlín-, cuando dejamos Tintagel y nos encaminamos hacia La Beale Regard, sabía todo el tiempo que era a la cartuja adonde quería ir. Las palabras de la pastora Galinda, antes y después de ser estatua, me tocaron el corazón. ¡Pobre Ginebra! La amo ahora, Merlín, mucho más de lo que la he amado nunca y haré lo que sea para aliviar su sufrimiento. No soporto su dolor. Ahora veo que tengo que sacarla de la cartuja y llevármela a Camelot, que es su casa, y que mi destino es hacerla feliz, porque ya no me importan los asuntos del reino ni los de la Tabla Redonda.
Se desencadenó entonces una gran tormenta, pero no por eso el rey Arturo y Merlín interrumpieron su viaje. Llegaron a la cartuja al anochecer, empapados y ateridos de frio, bajo el estruendo de los truenos y el brillo azulado y fugaz de los relámpagos. Llamaron a la puerta y la monja portera les confundió con mendigos en busca de cobijo. Abrió la puerta y los condujo a la cocina. Allí, el rey Arturo se dio a conocer, porque ya no quería perder ni un solo minuto e intuía que la reina Ginebra estaba despierta. Inmediatamente vino la cartuja mayor, sor Filomena, y se echó a los pies del rey, pero Arturo le hizo levantarse en seguida.
– En tus manos dejé a la reina hace más de un año y de tus manos la vengo a recoger esta noche de tormenta -dijo el rey.
Y pidió que enviaran mensajeros a Camelot para que saliera en seguida un séquito adecuado con el que acompañar a la reina, en las mejores condiciones, de regreso a Camelot. Luego pidió que lo condujeran a la celda de la reina, porque quería permanecer con ella hasta la partida.
Y todo se hizo según la voluntad del rey.
Pero Merlín se les despistó a todos, y cuando el séquito real salió de la cartuja de Nuestra Señora de la Dulce Paciencia en dirección al castillo de Camelot, llevando en el centro, en magnífica carroza, a la reina al fin dormida, nadie, ni el mismo rey Arturo, reparó en que Merlín no se encontraba presente, y es que, acuciado por el deseo de reunirse con Nimué y regresar a su vida contemplativa, el mago Merlín, después de descansar un rato en la celda de la cartuja, salió, antes del amanecer, aún bajo el estruendo y el peligroso fulgor de la tormenta, hacia su guarida secreta que, según se decía, estaba más allá de las Marcas del Sur.