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Estaba Morgana inclinada sobre el escritorio, poniendo orden en unos pergaminos y haciendo algunas anotaciones, porque era muy dada a fijar en frases sus pensamientos para luego rememorarlos y compararlos con los nuevos, cuando escuchó unos golpes en la puerta, que le parecieron demasiado suaves para ser los de Estragón.
– Pasa -dijo, de todos modos, sin darle más vueltas, porque ya estaba cansada de aquel difícil ejercicio.
Volvió la cabeza y cuál no sería su sorpresa al ver al caballero irisado en la puerta misma de su habitación, avanzando en seguida hasta ella y cayendo luego a sus pies, todo tan rápido, que no tuvo tiempo de decir palabra. El hecho era insólito, pero a Morgana le horrorizaba la monotonía, y la audacia del caballero que tenía a sus pies le dio muchos ánimos.
– ¡Ponte en pie, caballero irisado, y muéstrame el rostro! -dijo, enérgica, Morgana-. Tendrás que explicarme muy bien este atrevimiento.
El caballero irisado, entonces, se enderezó y se despojó del yelmo, dejando al descubierto un rostro bellísimo enmarcado por una abundante y brillantísima mata de pelo cuyas tonalidades también tenían, del mismo modo que toda la armadura, reflejos iridiscentes.
– Hermoso rostro tienes, caballero -dijo Morgana-. Algo me dice que no es la primera vez que lo veo, aunque, de haber sido así, me extrañaría que lo hubiera olvidado. Pero ahora aclárame cómo has llegado hasta mi habitación.
– He entrado al castillo por la puerta principal -repuso el caballero irisado-, he dejado mi caballo en el abrevadero del patío, he atravesado luego la puerta más grande que encontré después de recorrer la galería del patio, subí las escaleras, recorrí el pasillo y llamé a esta puerta, que también me pareció la más principal. Como verás, señora -terminó, inclinando graciosamente la cabeza, lo que conmovió a Morgana-, ha sido de lo más sencillo.
– Ya lo veo -dijo Morgana, pensativa-. Y, ¿no encontraste a tu paso a ningún guardián, a nadie que te preguntara adonde te dirigías?
– En absoluto -respondió muy serio el caballero irisado-. Tanto es así, que he llegado a pensar que el castillo estaba vacío, y me extrañaba, porque el olor indicaba que sí había gente. Un castillo abandonado no huele a comida y a terciopelo, sino a hierba húmeda y cenizas.
– ¿Es ése el olor de mi castillo? -preguntó Morgana-. ¿Comida y terciopelo?
– Lo he dicho sin pensar -repuso el caballero irisado-, pero me parece que sí, ése es el olor, y me parece que la comida, a juzgar por el olor que despide, debe de ser buena.
– ¿Y el terciopelo? -preguntó, divertida, Morgana.
– De mucha calidad -respondió el caballero, señalando los cortinajes que cubrían parte de las ventanas-, pero algo ajado, si me permites decirlo.
– Tómate toda la confianza que quieras -dijo Morgana-. Estás en tu casa, caballero. Si quieres, quítate toda la armadura, anda, ponte cómodo. Si tienes hambre, aún me quedan restos bastante copiosos del desayuno.
– Tomaré una copa de vino, si es que hay algo de vino entre esos restos -dijo el caballero irisado.
– Sírvete tú mismo -dijo Morgana, señalando el baúl sobre el que reposaban las viandas.
Nimué, que se había quitado aquellas piezas de la armadura de las que podía desprenderse sin ayuda, se acercó al baúl y se sirvió vino de la jarra. Sabía que Morgana la estaba mirando.
– ¿Y vos, señora? -preguntó, muy formal-, ¿no queréis una copa de vino?
– Te acompañaré, caballero, porque no es cortés dar de beber a los invitados si no lo hace asimismo el anfitrión -contestó Morgana-. Eres un caballero muy particular, debo decirte, manejas el tratamiento a tu antojo y con gran desenvoltura y, aunque, a lo que imagino, has venido a rescatar a Bellador, la doncella del gran sufrimiento, hasta ahora ni la has mencionado.
Nimué se ruborizó un poco, porque ciertamente se había olvidado de su cometido y sólo quería poder conversar con Morgana y sopesar su ingenio, pero al momento se repuso.
– No me ha parecido bien hablar de otra dama delante de ti, si no contaba con tu permiso -dijo-, sólo aguardaba el momento más oportuno para hacerlo. Es verdad lo que dices, he venido para rescatar a Bellador, mi doncella, y te agradeceré que me digas lo que debo hacer para conseguirlo.
– Según mis últimas declaraciones, basta con que se me pida -dijo Morgana.
– Pues te lo pido.
– De acuerdo, caballero. Bellador es tuya. Haré venir a Estragón para que te la entregue. Ya ves qué fácil ha sido todo. Has entrado en el castillo sin que nadie te detuviera ni preguntara nada, has traspasado el umbral de mi dormitorio, me has pedido la libertad de tu dama y te la he concedido, ¿hubieras imaginado nunca nada más fácil?
Las dos damas se miraron, retadoras y pensativas.
– Si me permites una pregunta personal, admirada Morgana -dijo al fin el caballero irisado-, ¿por qué te has metido en todo este tenebroso asunto?, ¿cómo, siendo tan inteligente y con todas las artes que conoces y que tanta distracción procuran a la mente, has prestado atención a la fatal voz de los celos, como hacen muchas mujeres y más de un hombre de personalidad débil y enfermiza?
– No conoces el poder del amor, afortunado caballero -repuso Morgana- y créeme que te envidio por eso. Las palabras que acabas de decir las hubiera podido pronunciar yo en mi juventud, cuando era una joven altiva e inexperta. Da gracias al cielo por ser hombre, porque así te puedes enamorar con toda tranquilidad, como te plazca y de quien te plazca, que siempre encontrarás el modo de seguir adelante, pero una mujer enamorada se reduce a nada. Sólo hay un lugar para la mujer enamorada y es el de la esposa entregada y fiel, y si no lo tienes estás perdida. Si en vez de ser el caballero que eres, fueras mujer, te lo aconsejaría de todo corazón, no te enamores; pero eres hombre y es inútil que sigamos hablando de esto.
Sin embargo, Nimué no se dio por vencida y aún hizo a Morgana otras preguntas no sólo sobre los celos y la pasión, sino sobre el orgullo, las ambiciones y la sabiduría. Y pasaron las dos buena parte del día platicando. Estragón, que había estado escuchando toda la conversación desde un escondite, al fin se presentó en el cuarto y dijo a Morgana que su presencia era necesaria en otras dependencias del castillo. Simuló una gran sorpresa al ver y saludar al caballero irisado, pero su asombro fue por completo genuino al ver que ambas damas parecían muy entretenidas y muy bien avenidas, lo cual se reflejaba en sus rostros, que se miraban mutuamente complacidos. Morgana despidió al caballero irisado con estas palabras:
– Quiero decirte, caballero irisado, que la plática que hemos tenido ha sido de lo más placentera, y si no estuviera yo escarmentada y cansada del amor, habría hecho por retenerte y conquistarte después, porque es muy raro encontrar a un caballero tan interesado en las ciencias naturales y en las del espíritu y que converse de modo tan fluido y discreto. Para serte sincera, con Accalon es imposible hablar así.
Tendió luego Morgana la mano al caballero para que se la besara, cosa que Nimué hizo con toda desenvoltura, muy en su papel de caballero. Dijo entonces Morgana a Estragón que llevara al caballero irisado a reunirse con Bellador y que abandonaran el castillo por los pasadizos secretos que habían recorrido los anteriores caballeros y doncellas.