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XVI

EL REGRESO A CAMELOT

«¡Ah!, ¡que me haya tocado a mí la mayor de las desdichas, que yo sea el caballero más desafortunado y doliente! -hablaba Lanzarote del Lago para sí, completamente ajeno a cuanto sucedía a su alrededor-. ¡Amar a la mujer del rey! ¡Sí, amar a Ginebra y ser amado por ella, pero no con todas sus fuerzas, no con las fuerzas suficientes como para dejarlo todo por mí! ¡Que yo sea admirado y envidiado por otros caballeros, qué locura, qué poco conocimiento, qué engaño! Tengo que conseguir licencia de la reina para marcharme de la corte, porque mi corazón se desangra. Distante y altiva, me parece más hermosa que nunca, pero si me envía una mirada cálida, no lo resisto. ¿Cuántos días más podré vivir de esta manera?, ¿acaso podré sobrevivir lejos de ella? A veces, incluso me esfuerzo por mirar a las otras mujeres, porque no soy tan tonto como para creer que no haya en el mundo otras mujeres hermosas, y es verdad que admiro la belleza dondequiera que esté, pero en seguida me siento triste y alicaído, porque en Ginebra la belleza está mezclada con otras cualidades que no sé describir y que son las que la iluminan y la hacen sobresalir. ¡Ay!, Ginebra, luz de mis ojos, condena de mi corazón…»

Y mientras así hablaba Lanzarote del Lago, sin mover apenas los labios, aunque dejaba escapar de su boca de vez en cuando tremendos suspiros, el séquito del rey Arturo se desplazaba hacia Camelot. Aquí y allí se comentaba el feliz final de la prisión de las siete doncellas desdichadas, y se contaban y se comparaban sus historias. Algunos sentían predilección por el caballero blanco, otros por el verde. A muchos les conmovía la historia del caballero bermejo, otros se entretenían sobremanera rememorando las aventuras del caballero dorado, y algunos se complacían mucho con las del caballero de plata. Todos lamentaban la suerte del caballero irisado y se proponían asistir a sus exequias en cuanto su cuerpo fuera hallado y se celebraran misas y funerales en su honra. Todos se impresionaban mucho cuando se relataba la entrada del caballero violeta en el castillo de Morgana. Algunos se sonreían ante el sueño infinito de Naromí, otros se conmovían ante la extraña imposibilidad de Alicantina de verse por fuera, la alegría e inocencia de Bess complacía a todos, el desmesurado orgullo de Delia a unos les parecía bien y a otros mal. Findia, la doncella desmemoriada, les daba que pensar, la historia de Bellador les cautivaba a todos, Alisa les impresionaba. Las historias del guardián Seleno y del enano Estragón eran de las más populares y se relataban muchas veces. Ambos eran tenidos por héroes y ya circulaban rumores sobre los orígenes principescos de Estragón.

No siempre se contaban las aventuras del mismo modo, no siempre los argumentos correspondían a los mismos protagonistas, había errores, confusiones, mezclas, un nombre era sustituido por otro, una aventura por otra, pero ¡qué más daba! Lo importante era poder contar, seguir los pasos de esas vidas arriesgadas, superar obstáculos, vencer el poder de las ninfas y las hadas malignas. Unos contaban y otros escuchaban, unos pedían y otros se hacían de rogar, se formaban corros y se lanzaban al aire exclamaciones de asombro, de admiración, de miedo, se lloraba, se reía, se aplaudía. ¡Qué vidas aquéllas, qué emociones, qué riesgos! Alrededor del fuego, las aventuras de los siete caballeros y el rescate de las maravillosas doncellas resplandecían, seducían, y todo parecía mejor de lo que había sido, porque al contar se elige, al contar se destaca lo heroico, lo hermoso, lo que nos conmueve.

También se contaban las aventuras de Lanzarote del Lago, aunque con más cuidado, en voz más baja. Nadie quería que estas historias llegaran a sus oídos ni a los del rey ni a los de la reina. ¡Qué amor terrible era ése, que a todos dañaba y a nadie satisfacía! Y, aun cuando se compadecían de todos, quien más les impresionaba era Lanzarote del Lago que, con enorme discreción, se lamentaba a solas y muchas noches se retiraba adonde nadie le pudiera ver para dar rienda suelta a su desesperación.

De Morgana se hablaba con horror, en tono de condena. Varias veces había intentado dar muerte a su hermano el rey Arturo, y a su propio esposo, el rey Uriens, también había intentado matarlo. Y todos confiaban en que tarde o temprano le fuera arrebatado el castillo de La Beale Regard, que no era suyo sino de una prima cercana, y algunos decían que el conde del Paso, tío de esta prima y gran enemigo de Morgana, había salido ya de su castillo con el objeto de prender fuego a La Beale Regard y borrar así la memoria de los funestos hechos acaecidos en él.

Nimué se había unido a la comitiva del rey Arturo y fue acercándose a Ginebra con la idea de poder conversar con ella. Deseaba ganarse la confianza de la reina y conocer sus más íntimos sentimientos, saber algo más sobre el enigma de amor.

Poco tiempo le llevó a Ginebra reparar en la joven y bella aguadora, y le preguntó cuál era su nombre.

– Nimué -dijo la aguadora, que ya no tenía ninguna razón para ocultarlo, y del mismo modo se lo hubiera dicho antes a Morgana si se lo hubiese preguntado.

Hablaron de cosas triviales, del largo trayecto, de la sed, del sol y de la lluvia. Hablaron también de todas aquellas aventuras que tan rápidamente se estaban convirtiendo en leyendas. Pero Ginebra, sobre todo, sentía una gran curiosidad por la vida ambulante de la aguadora y la escuchaba Nimué llena de admiración. En los breves descansos diurnos de la comitiva y en el más largo descanso de la noche, Nimué acudía al lado de Ginebra y se entretenían conversando. Ginebra nunca se había encontrado con una interlocutora tan sagaz y, como se sentía tan abrumada por sus emociones, decidió abrirle su corazón.

– Mi amor por el rey -le dijo un anochecer de nieblas- es profundísimo. Desde pequeña he soñado con él. Ha sido mi héroe y el de mi familia, y cuando mi padre, el rey Leodegrance de Camelerd, me comunicó, entusiasmado, que el rey Arturo le había pedido mi mano, estuve a punto de desmayarme, porque ni en mis sueños más osados me hubiera atrevido yo a soñar con ser la esposa del rey Arturo. Los primeros años de mi matrimonio fueron de una felicidad tal que no soy capaz de describirla. La inteligencia y capacidad de gobierno del rey están fuera de toda duda, pero nunca hubiera imaginado yo que debajo de eso habitara un corazón tan sensible y delicado. Fue una fatalidad que apareciese Lanzarote del Lago en el momento en que el rey se mostraba un poco distante conmigo, ocupado en campañas pacificadoras. Debo confesar que el ardor y la vehemencia de Lanzarote me deslumbraron. Pero estos últimos años han sido muy dolorosos -Ginebra suspiró-. El rey está cansado, no tiene la misma ilusión que lo llevó a fundar la orden de los caballeros de la Tabla Redonda, no me manda llamar a su lado en busca de consuelo o simple compañía. Se ha hecho más y más solitario. He tenido ocasión, entre tanto, de conocer más a Lanzarote del Lago. Su valor y su apostura son del dominio común, pero yo me he adentrado en su alma. Ha nacido para ser amado y devolver amor. ¡En mal momento se cruzaron nuestras vidas! Yo no puedo retroceder, he de seguir al lado del rey, porque, aunque ya no me lo diga con frecuencia, sé que le soy necesaria y, si lo dejara, se podría derrumbar. Está enfermo de melancolía y, aunque mi compañía no le puede curar, aunque parezca que mi presencia no le sirve de nada, mi ausencia, mi abandono, le matarían. Pero tampoco puedo responder enteramente a las demandas de Lanzarote. Hay damas frívolas y superficiales que mantienen varios amores a la vez, y te aseguro que las envidio, pero creo que es porque ellas no se han topado con un caballero como el mío, un caballero de la cabeza a los pies, con las manos dispuestas a la lucha y a la acción, el espíritu lleno de nobleza y valor y el corazón rebosante. Este es mi drama, querer amarlos a los dos y saber, en el fondo, que lo que le doy a uno se lo quito al otro.

– Pero tu verdadero amor es Lanzarote del Lago -aventuró Nimué.

Ginebra suspiró.

– Eso pienso a veces -dijo-. Sin embargo, no puedo dejar al rey. Con el rey Arturo aprendí lo que es el amor. Si alguien, al cabo de los años, llega a decir que perdí la cabeza por Lanzarote del Lago porque mi vida estaba vacía o porque el rey me tenía descuidada, no sabrá hasta qué punto estará alejado de la verdad.

– ¿No será que no dejas al rey porque temes su ira? -preguntó Nimué.

– No sé qué es exactamente lo que temo -repuso Ginebra-. Su ira, su desesperación, la separación misma. A veces imagino que lo dejo y que me voy con Lanzarote del Lago a un país lejano. ¿Cuánto duraría la pasión? Quizá al cabo de los años, Lanzarote se pareciera al rey como es ahora mismo, quizá se volviera distante y melancólico. A lo mejor me falta fe. A lo mejor es que ya he vivido lo que tenía que vivir.

La conclusión a la que iba llegando Nimué es que el amor era demasiado imprevisible y complejo. El amor era, sobre todo, mudable, y no se podía asegurar nunca.

Cuando faltaba sólo una jornada para llegar a Camelot, Nimué se despidió de la reina Ginebra y dejó la comitiva del rey Arturo para volver al refugio secreto donde vivía con Merlín, al fin y al cabo, un hombre, y, por tanto, de corazón mudable.

– Tengo que idear algo para retenerlo -se decía Nimué-, algo que lo haga permanecer a mi lado pero nunca demasiado cerca. Mi mayor ambición es aprender toda su sabiduría, pero del amor no quiero saber nada, porque las enseñanzas del amor son imposibles.

Era muy joven y se consideraba dueña de inagotables capacidades y recursos que no quería de ningún modo desaprovechar, sino, por el contrario, desarrollar y transitar con ellos por nuevos caminos.

El rey Arturo recibió muchas felicitaciones por haber sido el artífice de la liberación de las siete doncellas desdichadas que Morgana el hada había tenido presas en las mazmorras de La Beale Regard. Y en los castillos de los que habían salido los siete caballeros que liberaron a las doncellas se llevaron a cabo celebraciones y fiestas, incluido el castillo del caballero irisado, porque el honor está por encima de la muerte.

Un atardecer de otoño, paseando por el jardín en sombras, el rey Arturo cavilaba sobre la forma de que se quedara grabada la victoria en la memoria de las gentes del reino, y, mientras le daba vueltas al asunto, vio a Ginebra asomada a la ventana. Llevaba un manto de plata y tenía la mirada perdida.

– Parece una rosa de plata -susurró el rey.

»¡Cuántas cosas podría decirte! -se dijo luego para sí-. Sin embargo, debo callar, porque las palabras ahora sólo servirían para separarnos. Debemos guardar el recuerdo de lo sucedido cada uno dentro de su propio corazón, como si uno no entendiera al otro. Sí, no hay más remedio que callar, renunciar a esas conversaciones que, empezando por ser un desahogo, acabarían causándonos dolor y mostrando al fin todo nuestro egoísmo. Pero al renunciar a hablar me sitúo en el mundo de las sombras, no las sombras vivas de este jardín, sino sombras invariables y persistentes que no dependen de la luz que nos viene del cielo. Durante el día, del sol y, durante la noche, de la luna y las estrellas. No, en este lugar mío no hay luz natural. Aquí no crecen las rosas de verdad. Vivo bajo la fría luz de una luna perpetua, una luz de plata. Pero, aun así, no quiero perderte, Ginebra. No soportaría que te alejaras más.»

Y, complacido con la imagen de la rosa de plata, el rey Arturo decidió crear una orden especial, la Orden de los Caballeros de la Rosa de Plata, que recibirían los seis caballeros que habían rescatado a las doncellas y el padre o un hermano del caballero irisado, que ya había recibido sepultura con todos los honores.

– Así serán recordados -dijo el rey Arturo-, como los caballeros de la Rosa de Plata, porque ya ha desaparecido la desdicha de las vidas de las doncellas y en las páginas de la historia ha de consignarse lo bueno.

Y luego se celebró una gran ceremonia en la que los caballeros recibieron la orden de la Rosa de Plata, cuyo emblema se grabó en medallas de plata con reflejos de oro. Los caballeros se comprometieron, llenos de orgullo, a llevar la medalla sobre el pecho en todas las fiestas y conmemoraciones.

Todo esto mantuvo distraído al rey Arturo durante unos días, pero su melancolía iba en aumento. Pasaba mucho tiempo solo, rememorando gestas del pasado. Incluso escribía. Empezaba describiendo el paisaje de una batalla y su pluma se encontraba de pronto enredada en la evocación del canto de un pájaro. Lo veía allí, posado en la rama, ligero, tembloroso, y esa fragilidad le conmovía de manera profundísima, como si se refiriera a sí mismo.

Cada vez que veía a Ginebra, se quedaba mirándola, como si la amenaza de su desaparición se cerniera todo el tiempo sobre él en su mundo de sombras. Siempre había algo en ella que le sorprendía. Sobre todo, cuando la veía de lejos, como cuando la vio un atardecer asomada a la ventana y le había parecido una rosa de plata.

Cuando pensaba en Lanzarote del Lago y en los otros caballeros de la Tabla Redonda no los encuadraba en el presente, sino que retrocedía a los tiempos gloriosos, los años dorados de la fama, cuando sus gestas eran comentadas en el mundo entero y dieron origen a las más intrincadas leyendas, que incluso circulaban ya, escritas, aderezadas de mil modos.

Echaba de menos a Merlín. Unos decían que Nimué lo tenía preso en una gruta secreta, más allá de las Marcas del Sur, y otros que vivía en una cárcel de aire. Muchas veces el rey Arturo hablaba a solas, en susurros, dirigiéndose a Merlín como si lo tuviera delante y sólo fuera visible para él. A Merlín le comunicó su decisión de fundar la orden de la Rosa de Plata. Y vio cómo Merlín asentía.

– No sé si sabes que Lanzarote -le dijo una vez el rey Arturo a Merlín- se ha hecho ermitaño, pero sus enamoradas, la pastora Galinda y la novicia Marcolina, no le han abandonado sino que se han instalado muy cerca de él y están al tanto de sus necesidades y hasta parece que de vez en cuando se entretienen los tres en amenos coloquios. Sospecho, Merlín, que Ginebra va también algunas veces a visitar a Lanzarote, porque se ausenta del castillo sin darme ninguna excusa, incapaz de mentir. Y yo tampoco le pregunto nada porque sé que ahora su amistad con Lanzarote es casi mística, ya que él se ha convertido en una especie de santo. ¿Qué mal puede haber en esas conversaciones? Todo lo contrario, porque Ginebra regresa más animosa y serena, más solícita con todos, como si se hubiera contagiado de la paz que dicen irradia Lanzarote.

– A lo mejor yo soy tu cárcel de aire, Merlín -se le ocurrió una vez al rey Arturo-, porque no es posible que te vea con tanta claridad.

Eso sucedía algunas veces; otras, el rey Arturo se pasaba largas temporadas sin ver a Merlín.

– Hemos vencido a Morgana -decía el rey-, todo ha concluido.

¿Todo ha concluido? ¿Cuándo concluye una historia? Uno puede cambiar el lugar y el tiempo de una historia, puede cambiar los personajes, puede dar a la historia un nombre nuevo que borre el anterior. Así, los laboriosos rescates de las siete doncellas desdichadas serían desde ahora recordados como las hazañas de los caballeros de la Rosa de Plata.

Un rey puede hacer eso, aunque algo le diga por dentro que, mientras él declara que todo ha concluido, nada ha concluido, que, aunque nos hagamos la ilusión de ordenarla, de encauzarla, de darle una y otra forma, recortando un pedazo aquí, añadiéndolo allá, manejándola, aparentemente, a nuestro antojo, la vida no se puede manejar ni ordenar ni encauzar, porque cuando unas cosas terminan, empiezan otras.