38745.fb2 La Rosa De Plata - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

La Rosa De Plata - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

III

LA REINA DE LOS SUEÑOS EN LOS PASADIZOS SUBTERRÁNEOS

Cuando la joven a quien todos conocían como la doncella del sueño infinito, y que se llamaba Naromí, supo que el caballero blanco había quedado vencedor en las justas llevando en el escudo los colores de su pabellón y que desde ese momento quedaba comprometido a obtener su liberación, salió del sueño y fue respondiendo a las frases de enhorabuena y felicitación de sus compañeras.

Al principio estaba un poco aturdida, y no acababa de comprender a qué se debía esa algarabía, y sólo cuando las otras doncellas le dijeron de mil maneras lo que había sucedido, empezó a atisbar el final del cautiverio. Naromí, como se pasaba el día dormida, no se había enterado de nada, de manera que hicieron falta muchas explicaciones, y, sobre todo, mucho orden, hasta que la doncella tuvo conciencia de su suerte.

– De todas nosotras -dijo la orgullosa Delia, cuya belleza era de una perfección tal que producía un poco de miedo- eres la más joven, Naromí, y quizá por eso se hayan celebrado tus justas al principio de todo. Según se dice, tu caballero blanco es también jovencísimo y todos se hacen lenguas, especialmente, de la dulzura que emana de sus ojos. Yo no quisiera otra cosa para mí que tener a mi lado a un caballero tierno, de manera que ya te digo desde ahora que, si después de tu liberación y rescate decides devolverle la libertad, me lo hagas saber con la mayor rapidez, porque he visto en sueños al caballero blanco y se acomoda perfectamente a mis deseos.

– Afortunada Naromí -dijo entonces, con lágrimas en los ojos, la doliente Bellador-, yo sólo te quiero pedir que cuando el caballero blanco te libere, vayas, antes de regresar a tu castillo, a Camelot, y veas cómo se están celebrando las otras justas y te asegures, sobre todo, de que la mía ya se ha acordado, porque mucho me temo que se hayan olvidado de mí, como tantas veces me ha ocurrido y os he contado, pues me ha cabido la desgracia de ser una más de innumerables hermanas, y todavía creo que Morgana me confundió con alguna de ellas al traerme a sus prisiones, porque yo no he puesto los ojos en caballero alguno, ni mucho menos en su amado Accalon de Gaula.

– No os preocupéis -dijo la joven Naromí-, que, como el caballero blanco me devuelva la libertad, no me olvidaré de vosotras y cumpliré vuestros encargos.

De manera que las doncellas se pusieron a fantasear y a pedir, y la tristeza que hasta el momento había reinado en las mazmorras del castillo se fue evaporando y transformando en una suave corriente de alegría que ascendió hasta las habitaciones del hada Morgana.

«Ya veremos -decía Morgana para sí, mientras iba y venía por el laboratorio, mezclando líquidos y revolviendo cuencos- quién ríe la última. No conocéis mis poderes ni sospecháis el alcance de mi sabiduría. Ya pueden lanzarse a vuestra búsqueda los siete nuevos caballeros, ya pueden presentarse ante mi castillo uno a uno o todos a la vez, que tengo ingenio de sobra para vencerlos y eliminarlos. Mala idea has tenido, querido hermano, en hacer que la suerte de estas doncellas que tengo cautivas recaiga sobre tan inexpertos caballeros, o mal te han aconsejado, porque sospecho que ha sido ese desnortado de Merlín quien te inspiró la idea. Si dejaras también la defensa de tu reino en las manos de los caballeros más jóvenes, en dos días no quedaría nada de él, así que bien podrías interpretar mis maquinaciones como una advertencia ¿Qué sabes tú de jóvenes, Arturo? Tu corazón maduró demasiado pronto…»

Morgana empezó a canturrear, porque los retos la estimulaban y llenaban de energías. Lo de menos, en aquel momento, eran los caballeros a quienes tenía que vencer, lo importante era pensar y planear, hacer pruebas, rememorar recuerdos, pócimas, encantamientos.

Transcurridas las horas, la sonrisa seguía paseándose por los labios del hada Morgana, quien al fin se permitió un descanso. Se sentó frente a la ventana y cerró los ojos.

Entonces se extendió por el reino la noticia de la desaparición del caballero blanco. En el bosque, al pie de un frondoso roble, se había encontrado el caballo y el arnés y la bandera con los colores del pabellón de la doncella del sueño infinito. ¿Dónde estaba el caballero? Algunos mencionaron a Alganar, la ninfa del lago de las aguas cálidas y misteriosas, pero muy pocos conocían a Alganar y la mayoría creía que sólo era una leyenda. Buscaron a Merlín, pero no lo encontraron, pues se había retirado a una guarida secreta para instruir a Nimué en sus artes prodigiosas.

La alegría de las doncellas cautivas se evaporó y todas lloraron amargamente, menos Naromí, que se quedó dormida de forma instantánea, según la virtud que el hada Iris le había conferido nada más nacer y que otorgaba a Naromí el poder de dormir de forma infinita y, mientras dormía, el tiempo no transcurría para ella, de manera que Naromí cumplía los años muy despacio y nunca estaba verdaderamente triste porque a la menor contrariedad se refugiaba en el sueño. Pero, antes de caer dormida, dijo Naromí:

– Hada Iris, tú que me diste el preciado don del sueño inacabable, no me abandones ahora, porque no es lo mismo dormir en una mazmorra que en las habitaciones de mi castillo. Deja por favor que el caballero blanco me rescate o, al menos, que no muera por mi causa, porque mucho me temo que el hada Morgana, que tantas malas artes conoce, lo haya hecho desaparecer. Libéralo, hada Iris, que él sólo se merece recompensas por su valor y mi sueño será intranquilo mientras no tengamos noticias suyas. No quisiera arrastrarlo en mi desgracia, hada bondadosa, no quisiera que esos ojos que dicen son tan dulces se cierren para siempre por mi culpa. Sálvalo, y, si quieres, disuádele de cumplir su compromiso conmigo, porque yo tengo el recurso del sueño y quizás pueda pasarme los años dormida hasta la muerte de Morgana o hasta que algún otro caballero nos libere a todas.

El hada Iris, conmovida por las palabras de Naromí, se puso a pensar de qué manera podría liberar al caballero blanco del encantamiento en que lo tenía la ninfa del lago, obedeciendo a la voluntad de Morgana. Y, tras algunos días de reflexión, porque el hada Iris pensaba muy despacio, recordó que todos los castillos que había en el fondo de los lagos estaban comunicados por túneles y pasadizos. Acudió entonces a su amiga Indiga, que le debía un favor, y le pidió que le dejara transitar por sus pasadizos, ya que Indiga estaba al cuidado de los pasos subterráneos que iban y venían del fondo de los lagos.

Indiga no era persona de conceder muchos favores. La vida bajo tierra le había ido enmoheciendo, amargando. Es verdad que hay mucha vida bajo las aguas, un trasiego enorme, y crecen allí, en humedales y fosos, multitud de criaturas, algunas de ellas ciertamente pintorescas, pero Indiga, que amaba el sol y la luz sobre todas las cosas, nunca hubiera imaginado que su destino iba a ser aquel y finalmente había sucumbido al desánimo. Dijo, malhumorada, a Iris:

– No sé qué se te ha perdido a ti en este asunto. Tú ya cumpliste tu parte, Iris, y bastante privilegio es para Naromí poder dormir hasta hartarse, muchas personas darían todo lo que tienen por dormir, aunque sólo fuera durante las noches. Y si el caballero blanco también está dormido, pues todos felices. Tú velas sus sueños, Iris, ése es tu dominio, y ya sabes lo peligroso que es salirse de los propios dominios. Te aseguro que los míos están llenos de obstáculos y dificultades, en los pasadizos te resbalas por menos de nada, porque no ves lo que pisas, Iris, aunque vayas colmada de velas. Ya sabes la extraña luz que arrojan las velas en un túnel. Aparecen sombras gigantes, deformadas, que te encogen el corazón, y se mueven, se escurren, tienen vida propia esas sombras. Y lo malo es que ahora ni siquiera puedo proveerte de unos guías que te conduzcan por estos pasos tan peligrosos, porque se han ido todos de viaje a la boda de uno de ellos, y estoy sola. Son tercos y alborotadores todos ellos, pero al menos se conocen los pasadizos al dedillo. No vayas, Iris, deja las cosas como están, que no están tan mal, y no arriesgues en vano tu propia vida.

– Si te hiciera caso -repuso Iris-, si dejara de acudir en ayuda de Naromí y no hiciera nada por liberarla de las prisiones de Morgana, ya no podría dormir tranquila, yo, la reina del sueño, fíjate qué incongruencia. En los últimos tiempos, habida cuenta de las guerras y de las epidemias que nos asolan sin piedad, he perdido a muchos de mis protegidos y ahijados y había ido poniendo toda mi ilusión en Naromí, y hasta se me ha pasado por la cabeza la idea de debilitarle un poco el don que le otorgué en la cuna, porque creo que ha abusado de él, y así no ha resultado tan bueno como parecía, porque, al estar tanto tiempo dormida, Naromí es en muchos sentidos una niña y no ha alcanzado la plenitud. Te confieso, Indiga, que sólo esta meta me tiene ahora en pie, porque estoy muy desanimada, y aunque me asusta adentrarme por esos túneles resbaladizos y, más aún, sin guía alguna, todavía me reconcome más quedarme cruzada de brazos, de forma, Indiga, que, te lo pido por favor, condúceme cuanto antes a la puerta de tus laberintos.

Indiga, en su fuero interno, se asombró de que la reina de los sueños fuera tan infeliz. Los sueños vagaban por el aire, los sueños flotaban, el universo de Iris era etéreo, ¿de qué podía quejarse? Mucho peor era su vida, precisamente todo lo contrario a la de Iris, ella estaba condenada a habitar en el mundo viscoso y subterráneo que se extendía bajo los lagos, no podía quedarse en la superficie disfrutando de la frescura del aire por mucho tiempo, porque las intrigas que tenía que dominar allí abajo eran constantes, así que no podía entender del todo la pesadumbre de Iris.

«Bueno -se dijo-, si Iris quiere sufrir, es asunto suyo. Le abriré la puerta.»

De manera que Indiga condujo al fin a Iris a la puerta de los pasadizos y entraron en una gran cueva llena de ecos y resonancias. En el último momento, Indiga se compadeció de Iris y le dio un talismán, una piedra amarilla que le colgó del cuello.

– Por nada del mundo le des a nadie esta piedra -le dijo a Iris-; si la conservas es probable que encuentres la puerta del castillo donde está encerrado el caballero blanco. Pero que no quede oculta entre tu ropaje -le aconsejó- Por el contrario, la piedra debe ser bien visible para todos, porque todos la desearán y es así, por medio del deseo que suscita esta piedra, como llegarás a tu destino.

Indiga se despidió entonces de Iris, que, con sumo cuidado, fue adentrándose por uno de los múltiples pasadizos que se abrían en la húmeda cueva.

Duendes, brujas y otros seres encantados salían constantemente a su paso y le pedían que les diera la piedra amarilla que colgaba de su cuello a cambio, decían, de guiarla hacia el castillo donde estaba encerrado el caballero blanco. Pero Iris, siguiendo el consejo de Indiga, se negaba a realizar el trato. Así anduvo un buen rato desorientada y temerosa, hasta que se le ocurrió decir al duende que en ese momento le pedía la piedra que se la daría en cuanto llegaran al castillo y, asombrosamente, el duende accedió y en seguida la condujo al castillo de la ninfa Alganar y llegaron hasta la cámara donde dormía el caballero blanco. Allí Iris se desprendió de la piedra y despertó al caballero blanco y le contó por qué había venido a liberarlo.

Después de llorar de culpa y emoción, el caballero blanco pidió al duende, que ya se había colgado la piedra amarilla del cuello, que los ayudara a salir del castillo de Alganar, y le prometió muchas piedras amarillas como ésa, que en su reino, dijo, eran abundantes y se encontraban por doquier.

El duende, cuyo nombre era Taran, llevó entonces al caballero blanco y al hada Iris hasta un lago cercano al castillo de Morgana, y volvió luego a sus dominios, no sin antes recordar al caballero su promesa y asegurarle que, en cuanto la doncella del sueño infinito fuera liberada, volvería ante el caballero blanco para que le diera las prometidas piedras amarillas.