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Citas de El segundo anillo de poder

Cuando uno no tiene nada que perder, se vuelve valiente. Sólo somos tímidos mientras nos queda algo a lo que aferrarnos.

Un guerrero no deja nada al azar. De hecho, influye en el resultado de los acontecimientos mediante la fuerza de su conciencia y de su intento inflexible.

Si un guerrero quiere devolver el pago por todos los favores que ha recibido pero no tiene a nadie en particular a quien abonar su deuda, puede dirigir su pago al espíritu del hombre. Esa cuenta es siempre muy pequeña, y cualquier importe que se ingrese en ella es más que suficiente.

Tras haber arreglado el mundo del modo más bello e iluminado, el académico regresa a casa, a las cinco en punto de la tarde, y olvida su bello arreglo.

La forma humana es un conglomerado de campos de energía que existe en el universo y que está exclusivamente relacionado con los seres humanos. Los chamanes lo llaman forma humana porque esos campos de energía han sido retorcidos y deformados por toda una vida de hábitos y maltratos.

Un guerrero sabe que no puede cambiar y, sin embargo, se dedica a intentar cambiar, pese a todo. El guerrero jamás se decepciona cuando fracasa en cambiar. Ésa es la única ventaja que tiene un guerrero sobre el hombre corriente.

Los guerreros deben ser impecables en su esfuerzo por cambiar, con el fin de asustar a la forma humana y deshacerse de ella. Al cabo de años de impecabilidad, llegará un momento en que la forma humana no soportará más y se irá. Es decir, llegará un momento en que los campos de energía, retorcidos por toda una vida de hábitos, se enderezarán. Este enderezamiento de los campos de energía afecta profundamente al guerrero, que puede incluso morir; pero un guerrero impecable siempre sobrevive.

La única libertad que tienen los guerreros es la de comportarse impecablemente. Pero la impecabilidad no es sólo su única libertad, sino la única manera de enderezar la forma humana.

Todo hábito requiere de todas sus partes para funcionar. Si alguna de esas partes desaparece, el hábito se desarma.

La lucha está justo aquí, en esta Tierra. Somos criaturas humanas. ¿Quién sabe lo que nos aguarda o la clase de poder que podemos llegar a tener?

El mundo de la gente tiene subidas y bajadas, y la gente sube y baja con su mundo; los guerreros no tienen por qué seguir las subidas y bajadas de sus semejantes.

El núcleo de nuestro ser es el acto de percibir, y la magia de nuestro ser es el acto de ser conscientes. La percepción y la conciencia constituyen una misma e inseparable unidad funcional.

Se escoge sólo una vez. Elegimos ser guerreros o ser hombres corrientes. No existe una segunda oportunidad. No sobre esta Tierra.

El camino del guerrero ofrece al hombre una vida nueva, y esa vida tiene que ser completamente nueva. No puede uno llevar a esa nueva vida sus viejas y malas costumbres.

Los guerreros siempre toman el primer suceso de una serie como el bosquejo o el mapa de lo que a continuación va a desplegarse ante ellos.

A los seres humanos les encanta que les digan lo que deben hacer, pero aún les gusta más luchar y resistirse a hacer lo que se les dice; y de este modo se enredan en aborrecer a quien los ha aconsejado.

Todo el mundo dispone de suficiente poder personal para lograr algo. El truco del guerrero consiste en desviar su poder personal de su debilidad para emplearlo en su propósito de guerrero.

Todos podemos ver y, sin embargo, elegimos no recordar lo que vemos.

COMENTARIO

Transcurrieron varios años antes de que comenzara a escribir El segundo anillo de poder. Hacía tiempo que don Juan se había ido, y las citas de este libro son recuerdos de lo que él había dicho, recuerdos que se desencadenaron a raíz de una nueva situación, de un nuevo desarrollo de las circunstancias. Apareció en mi vida un nuevo jugador. Era Florinda Matus, una cohorte del grupo de don Juan. Al partir don Juan, todos sus aprendices comprendieron que Florinda había sido dejada atrás para, de alguna manera, rematar la última parte de nuestra formación.

– No estarás completo hasta que seas capaz de recibir órdenes de una mujer sin detrimento de tu ser -me había dicho don Juan-. Pero esa mujer no puede ser una mujer cualquiera. Debe ser alguien especial, alguien que tenga poder y que sea lo bastante despiadada como para impedirte ser el mandamás que te figuras ser.

Por supuesto, me reí de sus afirmaciones. Definitivamente, pensé que estaba bromeando. Lo cierto es que no bromeaba en absoluto. Un día regresaron Florinda Donner-Grau y Taisha Abelar, y juntos viajamos a México. Fuimos a unos grandes almacenes de Guadalajara y allí nos encontramos con Florinda Matus, la mujer más magnífica que había visto en mi vida: extremadamente alta -medía un metro ochenta-, delgada, angulosa, con un hermoso rostro, de avanzada edad y, sin embargo, muy joven.

– ¡Ah!, están aquí -exclamó al vernos-. ¡Los tres mosqueteros! ¡El trío de la bencina! ¡Jaimito, Juanito y Jorgito! ¡Los he estado buscando por todas partes!

Y sin una palabra más, tomó el mando. Por supuesto, Florinda Donner-Grau se quedó encantada más allá de toda mesura. Taisha Abelar estaba muy reservada, como de costumbre; y yo me sentí mortificado, casi furioso. Sabía que aquella relación no iba a funcionar. Estaba dispuesto a chocar con aquella mujer en cuanto abriera su atrevida boca y saliera con mierdas como esa de «Jaimito, Juanito y Jorgito, el trío de la bencina».

Acudieron en mi ayuda, sin embargo, ciertos aspectos insospechados que yo mantenía en reserva y que evitaron que reaccionara con ira o con enfado; así que me llevé de maravilla con Florinda, mejor de lo que hubiera podido soñar. Nos dirigía con mano de hierro. Era la reina indiscutible de nuestras vidas. Tenía el poder y el desapego necesarios para llevar a cabo su tarea de afinarnos de la manera más sutil. No nos permitía caer en la autocompasión o la queja cuando algo no era de nuestro agrado. No se parecía en absoluto a don Juan. Carecía de su sobriedad, pero tenía otra cualidad que compensaba su carencia: era rápida como nadie. Le bastaba un simple vistazo para captar de golpe una situación y actuar al instante de acuerdo con lo que se esperaba de ella.

Una de sus maniobras favoritas, que yo disfrutaba inmensamente, consistía en preguntar con toda formalidad a su auditorio o al grupo de gente al que estuviera hablando: «¿Alguno de los presentes sabe algo sobre la presión y el desplazamiento de los gases?» Formulaba este tipo de preguntas con absoluta seriedad. Y cuando la audiencia respondía: «No, no; no sabemos nada de eso», ella añadía: «¡Entonces, puedo decir lo que quiera, ¿verdad?!», y ciertamente proseguía diciendo cualquier cosa que se le ocurría. De hecho, algunas veces decía cosas tan ridículas que yo me revolcaba de risa por los suelos.

Otra de sus clásicas preguntas era: «¿Alguno de los presentes sabe algo sobre la retina de los chimpancés? ¿No?», y Florinda decía entonces todo tipo de barbaridades acerca de la retina de los monos. Nunca había disfrutado tanto hasta entonces. Era su más ferviente admirador y su seguidor incondicional.

Una vez tuve una fístula en la cresta del hueso de la cadera, resultado de haberme caído años atrás por un barranco lleno de agujas de cactus. Me clavé setenta y cinco agujas por todo el cuerpo. Una de ellas no salió completamente, o bien quedaron restos de suciedad o residuos, y años más tarde me salió una fístula.

– No es nada -afirmó mi doctor-. No es más que una bolsa de pus que hay que sacar. Es una operación muy simple. Tardaré sólo unos minutos en realizarla.

Lo consulté con Florinda, y ella me dijo:

– Eres el nagual. O te curas a ti mismo o te mueres. Nada de ambigüedades ni doble comportamiento. Si al nagual le tiene que operar un doctor es que ha perdido su poder. ¿Un nagual muerto por una fístula? ¡Qué vergüenza!

Con la excepción de Florinda Donner-Grau y Taisha Abelar, el resto de los aprendices de don Juan no tenían el menor interés por Florinda. Para ellos era una figura amenazadora, alguien que no les permitía las libertades a las que se creían con derecho. Ella nunca alababa sus pseudoexhibiciones chamánicas y les obligaba a detener sus actividades cada vez que se desviaban del camino del guerrero.

En el texto de El segundo anillo de poder se manifiesta más que evidente esa pelea de los aprendices. Los demás aprendices de don Juan eran una partida de descarriados, llenos de arrebatos egomaníacos, cada cual tirando en su propia dirección, cada cual reafirmando su valía.

Aunque Florinda Matus nunca estuvo en primera fila, todo lo que sucedió en nuestras vidas a partir de entonces estuvo profundamente influido por ella. Fue siempre una figura en segundo plano, sabia, divertida, despiadada. Florinda Donner-Grau y yo aprendimos a amarla como nunca habíamos amado a nadie, y cuando se fue, legó su nombre, sus joyas, su dinero, su gracia y su savoir faire a Florinda Donner-Grau. Sentí que nunca podría escribir un libro sobre Florinda Matus; que si algún día alguien lo hacía habría de ser Florinda Donner-Grau, su legítima heredera, su hija entre las hijas. Al igual que Florinda Matus, yo no era más que una figura en segundo plano, puesta ahí por don Juan para romper la soledad del guerrero y para disfrutar de mi estancia sobre la Tierra.