38747.fb2 La Sangre De Los Inocentes - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

La Sangre De Los Inocentes - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

PRIMERA PARTE

1

Languedoc, mediados del siglo XIII

Soy espía y tengo miedo. Tengo miedo de Dios, porque en su nombre he hecho cosas terribles.

Pero no, no le echaré la culpa a Él de mis miserias porque no es suya, sino mía y de mi señora. En realidad la culpa es de ella y sólo de ella porque siempre se ha comportado como un ser omnipotente ante cuantos hemos estado a su lado. Jamás osamos contradecirla, ni siquiera su esposo, mi buen señor.

Voy a morir, lo siento en las entrañas. Sé que ha llegado mi llora, por más que el físico me asegure que aún viviré largo tiempo porque el mal que me aqueja no es mortal. Pero él sólo estudia el color del iris de mis ojos y el de mi lengua, y me hace sangrar para sacarme los malos humores del cuerpo aunque no me alivia el dolor permanente que tengo en la boca del estómago.

El mal que me consume lo tengo en el alma porque no sé quién soy ni qué Dios es el verdadero. Y por más que sirvo a los dos, a los dos acabo traicionando.

Escribo para aliviar mi mente, sólo por eso, aun a sabiendas de que si estas páginas cayeran en manos de mis enemigos o incluso en las de mis amigos, habría firmado mi sentencia de muerte.

Hace frío y, acaso porque tengo el alma helada, por más que me envuelvo en mi manto, no logro templar mis huesos.

Esta mañana, fray Pèire, al traerme un caldo caliente, intentó animarme con el anuncio de la Navidad. Dice que fray Ferrer me visitará más tarde, pero le he pedido que me disculpe ante el inquisidor. Los ojos de fray Ferrer me producen vértigo y su voz pausada, terror. En mis pesadillas me envía al Infierno, y aun allí siento frío.

Pero estoy desvariando, ¿a quién le importa que tenga frío?

Los hermanos no desconfían al verme escribir. Es mi oficio. Soy notario de la Inquisición.

Mis otros hermanos tampoco sospechan. Saben que mi señora me ha pedido que escriba una crónica de cuanto sucede en este rincón del mundo. Quiere que algún día los hombres conozcan la iniquidad de quienes dicen representar a Dios.

Cuando alzo la mirada hacia el cielo aparece Montségur entre la niebla, y su imagen borrosa me llena de zozobra.

Imagino el ir y venir de mi señora dando órdenes a unos y a otros. Porque por más que doña María se haya convertido en perfecta está en su carácter mandar. No quiero pensar en qué complicaciones nos habría metido de ser hombre.

De cuando en cuando se filtra a través de la gruesa tela de mi tienda la voz rotunda del senescal. Hugues des Arcis no parece estar de buen humor está mañana, pero ¿quién lo está? Hace frío y la nieve cubre el valle y las montañas. Los hombres están cansados, llevamos aquí desde el pasado mes de mayo y temen que el señor Pèire Rotger de Mirapoix aguante muchos meses más el asedio. El señor de Mirapoix cuenta con la complicidad de los habitantes del lugar que, ante las barbas del senescal, son capaces de ir y venir a la fortaleza llevando provisiones y noticias de parientes y amigos.

Ayer recibí una misiva de mi señora doña María instándome a reunirnos esta noche. Quizá mi desasosiego se deba a tener que atender esta última orden.

Uno de los campesinos de la zona, que surte de queso de sus cabras al senescal, logró colarse en mi tienda para entregarme la carta de doña María. Sus instrucciones son precisas: cuando caiga la noche debo abandonar el campamento y caminar hasta la entrada del valle. Allí alguien me llevará por los pasos secretos que sé que conducen a Montségur. Si Hugues des Arcis supiera de su existencia me pagaría bien por la información o acaso me mandaría ajusticiar por no haberla desvelado hace tiempo.

La tarde se me hace eterna. Oigo pasos, ¿quién será?

– ¿Estáis bien, Julián? Fray Pèire me ha alarmado diciendo que sufrís fiebre.

El fraile se levantó de un salto y abrazó al hombre alto y robusto que acababa de entrar en la tienda sin pedir permiso. Era su hermano. Por un instante se encontró mejor, como cuando era niño y se sentía protegido por la figura imponente de Fernando, capaz de derribar de un manotazo a cualquiera que se le acercara. Pero sobre todo era su mirada serena y llena de confianza lo que desarmaba a sus adversarios y hacía que sus amigos se sintieran seguros.

– Fernando, ¿vos aquí? ¡Qué alegría! ¿Cuándo habéis llegado?

– Apenas hace una hora que llegamos al campamento.

– ¿Llegasteis?

– Sí, con otros cinco caballeros. El obispo de Albi, Durand de Belcaire, le ha pedido ayuda al gran maestre. Nuestro hermano Arthur Bonard es un hábil ingeniero, lo mismo que el obispo.

– Hace días que llegaron los refuerzos que el obispo ha enviado a nuestro señor Hugues des Arcis. Pero no sabía que también pediría ayuda al Temple. Es un hombre de Dios al que le gusta la guerra, puesto que es capaz de imaginar todo tipo de máquinas y artefactos para destruir al enemigo.

– Supongo que tendrá otras virtudes… -respondió con una sonrisa Fernando.

– ¡Oh, sí! Arenga a los soldados casi mejor que el señor Des Arcis.

– Bueno, no está nada mal para ser un obispo -bromeó Fernando.

– Decidme, ¿los templarios queréis acabar con los bons homes? He oído rumores de que no os gusta perseguir cristianos. Fernando tardó en responder. Luego suspiró y le dijo en voz baja:

– No hagáis caso de los rumores.

– Ésa no es una respuesta. ¿No confiáis en mí?

– ¡Claro que sí! ¡Sois mi hermano! Bien, os daré una respuesta: los cristianos tenemos adversarios poderosos, demasiados para perder energías combatiendo entre nosotros. ¿Qué daño hacen los bons homes? Viven como verdaderos cristianos, dando testimonio de pobreza.

– ¡Pero reniegan de la Cruz! No ven a Nuestro Señor en ella.

– Aborrecen la Cruz como símbolo, como lugar donde fue crucificado. Pero yo no soy teólogo, soy un simple soldado.

– Y también monje.

– Cumplo con Dios como me manda la Santa Madre Iglesia, aunque eso no signifique que no pueda pensar. No me gusta perseguir cristianos.

– Ni a vos ni a los de vuestra Orden -recalcó Julián.

– Y a vos, ¿os gusta ver a mujeres y a niños abrasados en las hogueras?

La pregunta de Fernando le provocó náuseas.

– ¡Que Dios les tenga en su seno! -exclamó Julián mientras se santiguaba.

– La Iglesia asegura que están en el Infierno -aseveró Fernando en tono burlón-. No nos aflijamos y tomemos las cosas como son. Ni a vos ni a mí nos gustan las muertes de inocentes.

En cuanto al Temple… somos hijos obedientes de la Iglesia, nos han reclamado y aquí estamos. Otra cosa es lo que hagamos.

– ¡Dios sea loado! Así que estáis pero como si no…

– Algo así.

– Tened cuidado, Fernando; entre nosotros está fray Ferrer, que ve la herejía hasta en el silencio.

– ¿Fray Ferrer? He de confesaros que las noticias queme han llegado de él son inquietantes. ¿Por qué está aquí?

– Dirige nuestra Orden y ha jurado hacer justicia mandando a la hoguera a los asesinos de nuestros hermanos.

– ¿Os referís a los dominicos asesinados en Avinhonet?

– Así es. Llegaron a esa ciudad en busca de herejes. Les acompañaban ocho escribanos que fueron víctimas de un complot. Raimundo de Alfaro, el administrador del conde de Tolosa en Avinhonet, permitió su asesinato.

– Pero eso no está probado -protestó Fernando.

– ¿Lo dudáis, señor? -oyeron a sus espaldas.

Julián y Fernando se volvieron, sorprendidos. Fray Ferrer acababa de entrar en la tienda y había escuchado las últimas palabras.

Fernando no se inmutó pese a la mirada cargada de reproche con que le examinaba el inquisidor.

– ¿Vos sois…?

– Fray Ferrer -respondió el dominico-, y os preguntaba si dudáis de la complicidad de Alfaro en el asesinato de mis dos hermanos.

– No hay pruebas de que así sea.

– ¿Pruebas? -bramó fray Ferrer-. Sabed que Alfaro alojó a mis hermanos en la torre del homenaje del castillo, donde nadie pudiera prestarles socorro, lejos de cualquier mirada. Sabed también que fueron asesinados en plena noche por un destacamento de herejes salido de aquí, de Montségur, este nido de iniquidad que Dios destruirá. La Iglesia no perdonará esta afrenta. Esos que se llaman Buenos Cristianos son un hatajo de asesinos.

Julián le miraba aterrado, incapaz de moverse. Fernando sopesó al dominico y decidió que sería un error entrar en conflicto con él.

– Ignoro los detalles de lo sucedido. Si vos decís que fue así, sea.

Fray Ferrer clavó los ojos en Julián, que parecía a punto de desmayarse.

– Fray Pèire me ha insistido en que no viniera a veros porque necesitáis descansar, pero faltaría a la piedad y a la caridad si no me preocupara por vos. Veo que estáis acompañado, ya os visitaré en otro momento.

Fray Ferrer salió con la misma rapidez con que les había sorprendido.

– Vamos, no os asustéis, os he visto palidecer -rió Fernando-. Es vuestro hermano en Dios.

– Vos… vos no le conocéis -murmuró Julián.

– No quisiera estar en el lugar de los herejes. Me temo que si de algo carece este fray Ferrer es de compasión.

– Supongo que sabéis que vuestra madre continúa en Montségur, acompañada de la más joven de vuestras hermanas.

Fernando asintió con gesto serio y preocupado. Evocar a su madre, doña María, le producía un dolor repentino en el pecho. Nunca la había sentido cercana, a pesar de quererla incluso más que a su padre. Enérgica e inquieta, no había prodigado demasiadas caricias entre sus hijos, por más que a todos quisiera y protegiera buscándoles un porvenir.

– Yo… bueno… la he visto en algunas ocasiones -confesó Julián.

– No me extraña, el castillo nunca ha estado incomunicado. Sabernos que algunos de sus hombres suben y bajan por pasos secretos que sólo ellos conocen. No hace mucho mi madre me envió una carta.

– ¿Os escribió? -preguntó Julián, asustado-. ¡Sólo la señora podía atreverse a hacer algo así!

– No os preocupéis. Mi madre es inteligente y no nos puso en peligro. Recibí la misiva a través de un paje de la casa de mi hermana Marian. Ya sabéis que su esposo, don Bertran d'Amis, sirve al conde Raimundo, de manera que Marian recibe noticias frecuentes de mi madre. Ahora que estoy aquí procuraré verla, no sé cómo… quizá vos podáis ayudarme.

– ¡Ni lo intentéis! Mi señor Hugues des Arcis os mataría, y el obispo os excomulgaría.

– Sabré encontrar el modo, mi buen Julián. Intentaré convencerla para que abandone Montségur o al menos se lo permita a mi hermana Teresa, que apenas ha dejado la infancia. Tarde o temprano el castillo será conquistado y… bueno, vos lo sabéis como yo: no habrá piedad para los cátaros. Intentaré convencerla, se lo debo a mi padre, a nuestro padre.

Julián bajó la cabeza avergonzado. Le dolían las entrañas al saberse un bastardo de don Juan de Aínsa.

– ¡Vamos, Julián, no quiero veros abatido!

Tomó asiento y se sirvió una jarra de agua que bebió con avidez sin ofrecerle a Fernando. Éste aguardó en silencio a que su hermano reencontrara el sosiego antes de continuar.

– ¿Habéis estado con don Juan? -preguntó Julián con un hilo de voz.

– Hace muchos meses, de regreso a este país, pude desviarme y pasar por Aínsa para visitar a nuestro padre. Apenas estuve dos días, pero fue suficiente para que nos sinceráramos el uno con el otro. Continúa amando a mi madre tanto como el día que la desposó y le angustia su suerte. Me encomendó que las salvara, a ella y a mi hermana pequeña. Le prometí que haría lo imposible para que abandonara Montségur, aunque ambos sabemos que mi madre no dejará el castillo, que afrontará la muerte mirándola de frente porque no teme a nada ni a nadie, ni siquiera a Dios.

– ¿Don Juan se encontraba bien de salud?

– Está muy enfermo, la gota casi le impide caminar, y sufre de espasmos en el corazón. La mayor de mis hermanas le cuida con devoción. Ya sabéis que doña Marta enviudó y regresó a la casa solariega con sus dos hijos, buscando la protección de nuestro padre.

– Doña Marta siempre fue su hija favorita.

– Es la mayor de todos nosotros y durante un tiempo parecía que iba a ser hija única puesto que mi madre no quedaba encinta. A excepción, claro está, de los otros hijos que tuvo nuestro padre…

– Sí, de sus bastardos. Don Juan amaba a doña María, pero nunca tuvo reparo en tomar a otras mozas.

– Vuestra madre era muy hermosa.

– Sí, debió de serlo, no tuve la dicha de conocerla.

Los dos hombres quedaron en silencio, absortos cada uno en sus pensamientos. El aire frío y el carraspeo de fray Pèire les devolvió a la realidad.

– Excusadme, don Fernando, venía a comprobar que fray Julián se encontraba bien; no sé si se sentirá con fuerzas para cenar con nosotros o prefiere que le traigamos aquí las viandas…

– Si no os importa, desearía quedarme en la tienda -afirmó Julián-. Me siento mal; quizá el sueño me sirva de ayuda.

– Diré al físico que os vuelva a examinar -dijo fray Pèire.

– ¡No! ¡Os lo ruego! No soportaría otra sangría. Un poco de caldo y un trozo de hogaza que mojaré en el vino serán el mejor de los remedios. Estoy muy cansado, fray Pèire…

– Creo que tiene razón -intercedió Fernando-; lo mejor que podemos hacer por mi buen hermano es dejar que descanse. No hay nada con lo que no pueda un sueño reparador.

– A vos, don Fernando, os esperan para compartir la cena con mi señor Hugues des Arcis y el resto de los caballeros.

– No me demoraré más de un minuto, el tiempo que tardéis en traer el caldo y el vino con pan al buen Julián.

Con paso diligente fray Pèire volvió a salir de la tienda, preocupado por la palidez del hermano Julián. Que Dios le perdonara, pero creía haber visto la muerte reflejada en su rostro.

– Siento haberos causado pesar -dijo Fernando cuando de nuevo quedaron a solas.

– No os preocupéis.

– Sí, sí me preocupo porque os aprecio, y os guste o no, somos medio hermanos. Eso no os debería afligir. Sois hijo de un noble señor de la villa de Aínsa.

– Y de una criada de vuestra casa.

– De una joven bella y encantadora que no tuvo otra opción que entregarse a su señor. Ni yo he dictado las reglas, ni estoy de acuerdo con ellas. Pero vos sabéis como yo que los señores tienen hijos fuera del matrimonio. Tuvisteis suerte, porque mi madre

– nunca abandonó a los hijos bastardos, ni tampoco a sus madres. Procuró dar a todos una posición y puso especial empeño en vuestro caso. Os criasteis en nuestro solar familiar, aprendisteis a montar a caballo al tiempo que yo y os hicieron aprender a leer y a escribir, incluso mi madre compró vuestro cargo eclesiástico…

– Pero soy un bastardo.

– Todos somos iguales a los ojos de Dios. El día del Juicio no os preguntarán por el instante ni la circunstancia de vuestro nacimiento, sino por lo que habéis hecho en esta vida.

Julián, aterrado, empezó a toser incesantemente mientras Fernando intentaba en vano hacerle beber agua.

– ¡Tranquilizaos y bebed! Pero ¿qué os sucede?

– El juicio de Dios… iré al Infierno, lo sé.

El fraile temblaba y las lágrimas se le deslizaban por las mejillas. La angustia y el miedo convirtieron al notario de la Inquisiclon en un niño.

– ¡Pero Julián! ¿Cuál es vuestra culpa para que os sintáis así?

– ¡Vuestra madre, ella es la culpable de mi sufrimiento!

– ¡Callaos! ¿Cómo os atrevéis a decir tamaña barbaridad?

Las lágrimas anegaban el rostro del fraile que, en medio de fuertes convulsiones, se tumbó en el austero catre donde dormía. Fernando no sabía qué hacer. Le apenaba ver en ese estado a Julián, al que siempre había querido y protegido, y al que prefería al resto de sus hermanos.

– Es una suerte que haya venido con nosotros el caballero Armand. Es un buen físico y en Oriente ha aumentado sus conocimientos. Le pediré que os visite y os dé un remedio para el mal que os aqueja. Ahora tengo que partir; mañana os vendrá a ver.

Fernando salió de la tienda confundido por su sufrimiento. Le preocupaba, más que el padecimiento físico de su hermano, el saberle con el alma desgarrada.

2

Julián se quedó un buen rato encogido en el catre. Ni siquiera se movió cuando fray Pèire le llevó el caldo, el pan y el vino. Prefirió hacerse el dormido para no tener que afrontar otra conversación sobre su calamitoso estado de salud. Cuando dejó de escuchar los pasos de fray Pèire se incorporó para mojar la hogaza de pan en el vino de sabor áspero que algunas veces lograba levantarle el ánimo. Bebió de golpe el caldo y volvió a tenderse a esperar que se apagaran los ruidos del campamento para acudir a la cita con doña María. El campesino que le entregó la misiva de la señora le esperaría a las afueras del campamento para conducirle a través de los riscos hasta el lugar donde solía citarle ella.

No supo cuánto tiempo había transcurrido cuando escuchó un ruido cerca de su tienda. Se incorporó sobresaltado, consciente de que se había quedado dormido. A duras penas logró levantarse y servirse una jarra de agua, que bebió con apremio. Luego se enjuagó la cara y, colocándose los hábitos arrugados, salió con sigilo de la tienda sintiendo que los latidos de su corazón podían despertar al campamento que en ese momento estaba tranquilo, alumbrado por el fuego de las hogueras que intentaban aliviar el frío intenso de aquella noche de invierno.

Se escabulló del campamento con paso rápido y caminó hacia el bosque, seguro de que en cualquier momento aparecería el enviado de doña María.

– Os habéis retrasado -le reprochó el campesino que salió a su encuentro como si de un espectro se tratara. Era un cabrero que conocía bien los senderos de la montaña.

– No he podido venir antes.

– Os habéis dormido -replicó el hombre, malhumorado.

– No, no me he dormido, sólo que no puedo salir del campamento a mi antojo.

– Pues otros lo hacen.

– ¡Vaya, esto sí que es una sorpresa!

– ¿Os sorprende que entre los soldados reclutados a la fuerza haya quienes tengan parientes ahí arriba?

Julián calló. De manera que Fernando tenía razón: había quienes entraban y salían de Montségur como de sus propias casas.

– ¿Dónde me espera la señora?

– Vos seguidme, tanto os da el lugar.

Caminaron cerca de una hora entre aquellos riscos formados de bloques calcáreos que terminaban en la gran roca donde, desafiante para el ojo humano, se aposentaba el castillo de Montségur.

El campesino se detuvo junto a unos árboles que se encaramaban por uno de los riscos. Apenas había recuperado el resuello cuando se encontró frente a frente con doña María.

– Julián, hijo, cuánto me alegra verte!

– Mi señora…

– Ven, siéntate a mi lado, no tenemos mucho tiempo y debemos aprovecharlo. Quiero que me cuentes cómo están las cosas ahí abajo. Nuestros espías dicen que Hugues des Arcis cuenta con diez mil hombres. Espero que el conde de Tolosa no se arredre ante esa fuerza y cumpla sus compromisos para con esta tierra. No se trata sólo de fe, sino de poder.

– ¿Qué decís, señora?

– Si Hugues des Arcis conquista Montségur, se acabó la libertad de nuestra tierra. El rey quiere esas tierras porque, sin ellas, su reino no es nada. ¿Crees que le importan los cátaros? No, hijo, no te equivoques, aquí no se lucha por Dios, sino por el poder. Quieren nuestro país para la Corona.

– ¡Pero el Papa quiere erradicar la herejía!

– El Papa sí, pero al rey de Francia tanto le da.

– ¡Señora, decís unas cosas…!

– Bueno, no te cansaré con mis ideas, prefiero escucharte, o mejor: que respondas a mis preguntas.

Durante una hora doña María interrogó a Julián; no hubo detalle sobre las fuerzas de Hugues des Arcis sobre el que no preguntara.

– ¿Y tú, Julián? ¿Continúas siendo un credente?

– ¡Qué sé yo! Estoy confundido, señora, ya no sé ni quién es Dios.

– Pero ¿cómo es posible que digas eso? ¿Me habré equivocado contigo? Siempre te creí inteligente, por eso quise que estudiaras y te hicieras dominico…

– ¡Pero si lo único que queréis es que traicione a mis hermanos!

– Lo que quiero es que sirvas al Dios verdadero, y no al demonio a quien tienes por Dios.

Julián se santiguó, espantado. Doña María le atormentaba con sus ideas heréticas y le hacía dudar. Aún recordaba el día en que le llamó para decirle que había encontrado al verdadero Dios y que a partir de ese momento él también debía servirle. Le explicó que el mundo lo había creado una divinidad inferior, un demonio que había encarcelado a los ángeles auténticos, y que estos ángeles eran las almas humanas que sólo se liberarían con la muerte. El cuerpo, le dijo, era una prisión, el peor de los calabozos. Dios nada tenía que ver con la terra oblivionis. Él era el artífice del espíritu, no de la realidad material. Coexistían dos creaciones, la mala y la buena, la terrenal y la espiritual. Los perfectos, añadió, nos ayudan a encontrar el camino para huir de la prisión y para que nuestra alma se encuentre en el cielo con esa parte de nuestro espíritu que nos hará volver a ser un todo.

– He visto a don Fernando.

– ¿A mi hijo?

– A vuestro hijo.

– ¿Se encuentra bien?

– Sí, al menos eso parece. Llegó hoy al campamento. El obispo de Albi ha pedido a los templarios que le ayuden con alguno de sus artilugios, y uno de los freires, de una de las encomiendas cercanas, es un experto ingeniero. Vuestro hijo viene en la comitiva.

– Me alegro de que esté aquí en vez de en Oriente, eso me permitirá despedirme de él.

– Quiere veros.

– Y yo también. Te encargarás de traerle aquí.

– ¿Yo? Mandad a uno de vuestros hombres…

– ¡Por Dios, Julián, yo no mando hombres!

– Pero, señora…

– Debes obedecerme.

– Nunca he dejado de hacerlo -asintió Julián, apesadumbrado.

– ¿Estás escribiendo la historia que te pedí?

– Lo estoy haciendo con gran riesgo de mi vida.

– No tengas tanto apego a esa carne hecha por el demonio. Escribe, Julián, escribe, los hombres deben saber lo que está pasando aquí. Si tu Iglesia, la Gran Ramera, pudiera, borraría para siempre nuestra existencia. Sólo si queda escrito que existimos, lo que hicimos y en qué creíamos, nuestra historia no será olvidada. La verdad debe salvarse a través de los escritos. No podemos permitir que ellos borren nuestra memoria.

– Escribo cuanto me habéis dicho y cuanto sucede aquí. Pero he de advertiros, señora, que Montségur caerá. Hasta vuestro hijo está seguro de que así va a suceder.

– ¿Y crees que yo no? No confío en que el conde de Tolosa sea capaz de vencer el cerco al que le han sometido. Raimundo quiere que resistamos pero nos ha dejado librados a nuestras propias fuerzas e ingenio.

– El conde ha jurado perseguir a los herejes…

– El conde intenta salvarse y salvar sus tierras. Los herejes, como nos llamas, sólo somos piezas en el tablero, sus propias piezas. No olvides que nacimos en esta tierra.

– Vos sois aragonesa.

– En realidad, sólo mi madre era aragonesa. Mi padre era de Carcasona y siempre me sentí de este país. En esta tierra nací y viví los primeros años de mi vida y de aquí salí para desposarme con el bueno de don Juan, mi esposo, que espero se encuentre bien.

– ¡Oh, sí! Vuestro hijo lo ha visto, y aunque refiere achaques sobre su salud, al parecer está bien cuidado por vuestra hija mayor, doña Marta.

– La vida ha sido generosa con ambos. Él tiene a Marta, y yo tengo a Teresa. Y de mis dos varones, todavía vive Fernando.

Doña María se quedó en silencio y por un instante evocó a su hijo muerto años atrás, en un lance contra otro caballero. Le quedaba Fernando, sí, pero éste nunca había sido del todo suyo. Acaso la culpa fuera de ella, puesto que durante muchos años lloró al hijo mayor despreocupándose del pequeño. Fernando había dejado el hogar familiar para ingresar en el Temple y combatir a los infieles. Dudaba de la fe de su hijo y creía saber que su ingreso en el Temple fue un signo más de rebeldía que de devoción. Pero ya era demasiado tarde para volver atrás y más ahora, que tenía tan cercana la muerte.

– Dentro de tres días quiero que regreses. Te daré una carta para mi esposo.

– ¡Pero no podré hacérsela llegar! Fray Ferrer tiene ojos en todas partes.

– ¡Eres notario de la Inquisición! ¡Claro que puedes! No debes dejarte amedrentar por ese fraile maligno.

– Es él quien ha excomulgado a gran parte de los caballeros del país. No dudará en hacerlo conmigo.

– ¡Haz lo que te pido, Julián!

– Señora, he de permanecer a los pies de Montségur hasta…

– Hasta que logréis haceros con el castillo y matarnos a todos.

– ¿Por qué no huís? Vuestra hija Marian goza de buena posición en la corte de don Raimundo. Su esposo…

– Su esposo es tan pusilánime como el propio Raimundo, más preocupado por mantener la cabeza sobre el cuello que por ningún otro asunto.

– Pero doña Marian es credente

– Sí, eso sí, al menos mi hija no me ha traicionado. Y ahora escúchame y obedece. Te daré una carta para mi esposo, no me importa cuándo se la puedas entregar, pero asegúrate de que la lea. También me traerás a Fernando. En cuanto a tus escritos, cuando estén terminados se los entregarás a Marian. Ella sobrevivirá y sabrá guardar nuestra historia hasta que llegue el momento en que pueda sacarla a la luz.

– Eso puede ser nunca -se atrevió a decir Julián.

– ¡No digas sandeces! Ni siquiera el rey de Francia será eterno. Y Marian tiene hijos, y éstos tendrán hijos a su vez. Lo importante es que nuestra historia quede escrita. Todo lo que no está escrito no existe. No podemos dejar nuestro sufrimiento al albur del recuerdo de los hombres. Dios me iluminó cuando te traje a nuestra casa y me empeñé en que aprendieras a leer y a escribir.

– Doña María, no puedo traer a vuestro hijo.

– ¿A Fernando? ¿Y por qué no?

– Sabrá que soy un traidor y con una sola palabra puede enviarme a la hoguera.

– Fernando no hará eso. Te quiere, Julián, te considera su hermano, y además es incapaz de traicionarnos. Le devorarán los remordimientos por no poder confesar lo que sabe, pero guardará silencio. No, no te delatará, ni a mí tampoco. Soy su madre.

– Pero ¿qué he de decirle?

– Dile parte de la verdad: que recibiste un recado mío, que nos vimos y me anunciaste su llegada y que te he implorado por verle. No, no le digas que he implorado, no se lo creerá. Dile sólo que quiero reunirme con él. Os veré aquí a los dos, dentro de tres noches.

– ¿Enviaréis a por nosotros?

– ¿De qué otro modo podríais llegar hasta aquí? Si no lo hiciera, acabaríais en el fondo de un barranco. Y ahora, vete y piensa en el verdadero Dios y en el momento de dejar la cáscara que te envuelve.

Julián iba a protestar pero su señora había desaparecido sin que él acertara a ver por dónde. Por un momento se sintió perdido, dispuesto a creer que todo había sido un sueño y doña María una aparición, pero el carraspeo del campesino lo devolvió a la realidad.

– Daos prisa. Hoy la señora se ha entretenido más de lo esperado, y tenemos un buen trecho antes de que os pueda dejar en el campamento.

3

Se podía intuir el alba a través de las nubes cargadas de lluvia cuando llegaron al campamento. En la oscuridad de su tienda aún rezumaban los rescoldos del brasero. Cansado, se dispuso a dormir antes de que le sorprendiera el amanecer.

– ¿De dónde venís?

La voz rotunda de Fernando le sobresaltó.

– ¡Por Dios, me habéis asustado!

– No tanto como me he asustado yo al venir aquí y no encontraros. Os he buscado por todo el campamento sin que nadie me haya sabido dar razón sobre vos.

– ¡Estáis loco! ¿Qué habéis hecho? -se lamentó Julián.

– Vamos, no os asustéis y decidme de dónde venís.

– No os lo creeríais.

– Mi querido hermano, la vida me ha enseñado que lo increíble forma parte de la realidad.

– Nada más iros recibí un mensaje.

Fernando miraba a Julián con curiosidad y pena viendo el sufrimiento que se reflejaba en su rostro sudoroso y cansado.

– ¿Y ese mensaje os ha hecho abandonar vuestra tienda en mitad de la noche aún estando enfermo como estáis?

– Era de doña María -admitió Julián bajando la voz.

– Mi madre… bueno, era de esperar que tarde o temprano se pusiera en contacto con vos. ¿Es el primer mensaje que recibís de ella?

– ¡Por Dios, Fernando, parecéis no darle importancia a lo que os digo! Vuestra madre es una perfecta, una iniciada consagrada a la virtud, quizá la mujer más influyente de Montségur.

– No exageréis, aunque, conociéndola, seguro que pocos se atreven a desobedecerla. Bien, decidme qué os decía en el mensaje.

– Me pedía que abandonara el campamento y me reuniera con ella.

Fernando rió con ganas asombrado por la osadía de su madre. Poco después, dando un golpe cariñoso en la espalda de Julián, se sentó a su lado dispuesto a escucharle.

– Contadme toda la verdad.

– ¿La verdad…?Ya no sé cuál es la verdad. La señora ha sabido de vuestra presencia aquí y me ha invitado a llevaros ante ella.

– Poco a poco, Julián. ¿Era la primera vez que la veíais? ¿Y cómo ha sabido de mi presencia en el campamento si apenas hace unas horas que he llegado?

– Debéis saber que Pèire Rotger de Mirapoix es uno de los jefes militares de la plaza, además de encargarse de que en Montségur no falten alimentos. El señor De Mirapoix es pariente de Raimon de Perelha.

– Ya lo sé, ya lo sé, no hace falta que me expliquéis a quiénes nos enfrentamos. Son hombres valientes y decididos.

– ¿Cómo os atrevéis a hablar así de vuestros enemigos?

– Pero, Julián, os sobresaltáis por todo. ¿Por qué no hemos de reconocer virtudes en los hombres contra los que luchamos? Ellos tienen su causa, nosotros la nuestra.

– Y Dios ¿con quién está?

Fernando se quedó pensando en silencio. Luego clavó su mirada en la de Julián y se levantó incómodo, caminando a zancadas por la tienda.

– ¡Basta de charla! Sois vos quien tenéis que responder a mis preguntas.

El fraile bajó la cabeza resignado. Fernando le conocía bien. Le resultaría difícil engañarle, por más que doña María le había pedido que no le dijera toda la verdad; aun así, decidió seguir las instrucciones de su señora.

– Vuestra madre envió a un hombre que me guió a través de las sombras. Anduvimos durante mucho tiempo, no sé si dos o tres horas, estoy agotado. Luego doña María apareció de entre las rocas encargándome que os llevara ante ella al cabo de tres días. Eso es todo.

– ¿Eso es todo? Poco me parece tratándose de mi madre -respondió con desconfianza Fernando.

– Bueno, también me dijo que quiere enviar una carta a vuestro padre para que se la hagáis llegar.

Fernando observó pensativo a Julián preguntándose si su hermano conservaría algo de salud para el día de la cita con su madre. El rostro del fraile parecía la máscara de un muerto. O Armand, su compañero templario, encontraba el mal que aquejaba a Julián o éste, pensó Fernando, no seguiría con vida por mucho tiempo.

– Ahora quiero que me obedezcáis -le dijo a Julián-. Os acostaréis, y no os moveréis del lecho hasta que yo no regrese entrada la mañana. Vendré con mi compañero Armand; ya os he dicho que es un físico excelente, él os aliviará vuestro mal. ¡Ah!, y no se os ocurra decir a nadie lo que ha pasado. Os mandarían ahorcar.

Julián sufrió un espasmo ante la advertencia de Fernando, quien salió de la tienda con aire preocupado.

4

El frío del amanecer envolvía a los hombres del campamento instalado por Hugues des Arcis en el Col du Tremblement, un lugar estratégico que impedía a los sitiados la mejor salida hacia el valle.

Esa mañana el senescal de Carcasona, Hugues des Arcis, parecía de buen humor, a pesar del tiempo inclemente. Católico convencido de la bondad de su causa, se congratulaba del apoyo incondicional del arzobispo de Narbona, Pèire Amiel, y de la presencia de los caballeros templarios, aunque de estos últimos no se terminaba de fiar. Sin embargo, agradecía que entre ellos se encontrara un gran ingeniero militar.

En la tienda del senescal un criado servía a los presentes vino rebajado con agua. Bebían para combatir el frío.

Hugues des Arcis se dispuso a explicar a los recién llegados la situación.

– No estoy dispuesto a pasar el resto de mi vida ante estos peñascos. Sabemos que la guarnición de Montségur se ha visto reforzada por campesinos de la región, para los que esta montaña no tiene secretos. Cuento con diez mil hombres, pero ni siquiera con esta fuerza he podido controlar todos los caminos que llevan a la cima. No hemos podido reducirles por el hambre, tampoco por la sed, porque no ha dejado de llover desde que acabó el verano. Tomar al asalto la fortaleza es imposible, al menos hasta ahora lo ha sido; tan sólo tirando piedras ya nos hacen un daño considerable.

– ¿No es posible escalar hasta ese nido de águilas por algún lugar que esté al abrigo de sus miradas? -preguntó Arthur, el ingeniero templario.

Hugues des Arcis le señaló el mapa:

– Estamos aquí: en el Col du Tremblement, a los pies de este maldito peñasco; la empinada que veis enfrente conduce directamente al castillo. Al situar el grueso de nuestras fuerzas en este lugar lo único que hemos logrado es impedir el acceso directo a la fortaleza y controlar la aldea cercana, donde tienen parientes que, a pesar de nuestra presencia, les abastecen. He enviado a mis hombres escalar esos riscos y buscar un acceso hasta la cresta de la montaña, pero aunque llegáramos y lográramos reducir a los centinelas aún no habríamos logrado nuestro objetivo: hay un desnivel de varios metros que lo separa del castillo.

»Os confieso, caballeros, que mis mejores hombres han dedicado todo su esfuerzo y empeño trepando esos riscos engañosos, puesto que no han sido pocas las ocasiones que creyendo haber encontrado un paso oculto que nos podía llevar a la cima nos hemos enfrentado a desfiladeros que terminaban en barrancos. Dado el terreno, tampoco nos es posible utilizar nuestras máquinas de guerra, ya que no lograríamos alcanzar ni la más baja de sus defensas. Bien, he tomado una decisión que espero resulte acertada. Mañana llegarán un grupo de gascones para los que las montañas no tienen secretos. Exigen una buena paga y la tendrán si, como espero, logran abrirnos una brecha en sus defensas, un camino que nos acerque a la cumbre.

– ¿Y qué pueden hacer los gascones que no hayan sido capaces vuestros hombres? -preguntó Fernando con gesto ofendido.

– Me los han recomendado asegurándome que ni Montségur ni ninguna otra montaña tiene secretos para ellos. Sus pies son firmes donde otros tropiezan y ven en la oscuridad como sí del día se tratara. Debemos intentarlo, caballeros -respondió el senescal.

– ¿Por dónde, cómo y cuándo intentarán vuestros gascones acercarse a Montségur? -insistió Fernando.

– Serán ellos quienes lo decidan -sentenció Hugues des Arcis.

Durante toda la mañana los caballeros continuaron hablando de la situación y de lo que el senescal preveía si los gascones tenían éxito. Su principal empeño era poder acercar alguna de las máquinas de guerra hasta el castillo, sólo así podría derrotar a los sitiados. Fue entonces el turno de las preguntas del caballero templario Arthur Bonard.

De aquella reunión, lo que más sorprendió a Fernando fue el fuego vengativo que brillaba en los ojos de fray Ferrer, el principal inquisidor. No había una brizna de piedad en su mirada y sus palabras parecían dictadas por una intensa pasión. Aquel hombre, se dijo, estaba dominado por el odio.

Cerca del mediodía hicieron un alto para dar cuenta del generoso almuerzo dispuesto por el arzobispo de Narbona, momento en que Fernando solicitó a su compañero Armand de la Tour que le acompañara a ver a Julián.

El fraile dormía agotado y a su lado el bueno de fray Pèire le secaba la frente con un paño húmedo mientras rezaba implorando a Dios por la salud del ilustre notario de la Inquisición.

El fraile se sobresaltó al ver entrar a los dos caballeros templarios.

– Disculpad nuestra irrupción, pero me gustaría que el caballero Armand examinara al buen Julián y ver si puede aliviar su dolencia.

– ¡Ojalá! Pero debéis saber que el físico del senescal le visita casi a diario sin que hasta el momento haya podido mitigar su mal.

Annand de la Tour rogó al fraile que les dejara solos y éste, a regañadientes, obedeció. No le gustaban los templarios, los consideraba arrogantes y misteriosos, y había escuchado algunas historias que ponían en entredicho la santidad de estos monjes soldados.

El físico templario se acercó al lecho donde yacía Julián y sin ningún miramiento le destapó, sobresaltando al enfermo.

Fernando le tranquilizó asegurándole que estaba en buenas manos e instándole a responder a cuantas preguntas le hiciera el físico.

– ¿Dónde os duele? -quiso saber De la Tour.

Julián señaló desde el corazón hasta el vientre. Le confesó que a veces el dolor era tan agudo que no podía ponerse derecho ni caminar, y que en ocasiones notaba un hormigueo en los brazos y las piernas hasta sentirlos rígidos. Sufría fiebre, explicó; además, también tenía vómitos.

Armand de la Tour examinó minuciosamente al enfermo. Le hizo mostrar la lengua, luego hundió sus ágiles dedos en el estómago y en el vientre; a continuación, le hizo que encogiera y estirara las extremidades. Luego le llegó el turno a los ojos y a la nuca.

Fernando asistía en silencio al quehacer de su compañero de armas y sonreía para sus adentros por el temor que reflejaba el rostro de su hermano.

Tras examinar a Julián, el caballero Armand de la Tour se sentó a su lado y le pidió que le describiera con detalle todo lo concerniente a sus dolores.

– ¿Qué os preocupa, fray Julián? -preguntó súbitamente el físico.

Temiendo que aquel templario fuera capaz de leer en su alma, Julián sufrió una fuerte convulsión.

– No es fácil la vida en un campamento militar -respondió intentando desviar la atención de De la Tour.

– No lo es más que en cualquier otro lugar, y a vos nada os falta. Sois notario de la Inquisición a la espera de examinar de cerca las almas perdidas de los herejes de Montségur.

Julián se santiguó y volvió a ser presa de temblores. Una ola de sudor y frío le inundó la frente.

– Yo creo que vos sufrís, fray Julián, y si me dijerais por qué acaso pudiera ayudaros.

– ¿Sufrir? Bueno… sufro por esas almas perdidas que pronto irán al Infierno.

– Pero vos sois un hombre de experiencia, lleváis años ejerciendo como notario.

– Es tanta la responsabilidad… temo equivocarme en mis juicios…

– Sois simplemente notario, a vos no os corresponde juzgar.

– No creáis, en ocasiones mis hermanos requieren mi juicio; saben que a mí no se me puede escapar ninguna palabra de los acusados, y que de mi entendimiento de cuanto dicen a veces depende su pena.

– Insisto en que sois hombre de experiencia.

– Lo soy, lo soy, no hace mucho participé en un cónclave y, para evitar el error en los juicios contra los sospechosos, compilé un glosario para hacer mejor mi labor. Fray Ferrer nos guió.

Julián carraspeó y, clavando los ojos en Armand de la Tour, recitó como si de una letanía se tratase:

– Son «herejes» los que se obstinan en el error. Son «creyentes» los que tienen fe en los errores de los herejes y los asimilan. Los sospechosos de herejía son los que están presentes en los sermones de los herejes y participan, por poco que sea, en sus ceremonias. Los «simplemente sospechosos» han hecho estas cosas sólo una vez. Los «sospechosos virulentos», muchas veces. Los «sospechosos más virulentos» han hecho estas cosas con frecuencia. Los «encubridores» son los que conocen a herejes pero no los denuncian. Los «ocultadores» son los que han consentido en impedir que se descubra a los herejes. Los «receptores» son los que han recibido dos veces a herejes en sus posesiones. Los «defensores» son los que defienden a sabiendas a los herejes a fin de que la Iglesia no extirpe la depravación herética. Los «favorecedores» son todos los de arriba en mayor o menor grado. Los «reincidentes» son los que vuelven a sus antiguos errores heréticos tras haber renunciado formalmente a los mismos…

– Bien, bien, está claro que sabéis cuál es vuestra función y cómo distinguir a los herejes. Con ese glosario es difícil equivocarse, ¿no? -preguntó con sorna el caballero.

– No creáis… a veces… a veces, es difícil saber si mienten o si sencillamente son inocentes. Entre los herejes hay gente rústica que responde con simpleza a las preguntas sin darse cuenta de que con sus palabras siembran la sospecha… pero tal vez son inocentes, simplemente no saben demostrarlo… Pero fray Ferrer…

– Ese dominico… -Fernando no se atrevió a terminar la frase.

– ¿De dónde viene? -quiso saber el caballero De la Tour.

– Es catalán, de Perpiñán, y se ha hecho cargo de todo después del asesinato de nuestros hermanos en Avinhonet. Es muy minucioso, nada se escapa a su mirada, lee en el corazón de los hombres y sabe cuándo le mienten -explicó, azaroso y nervioso el fraile.

– Y a vos os aterra -añadió Armand de la Tour.

– ¡Oh, es mi hermano en Cristo! -protestó Julián-. Él se encargará de los herejes de Montségur.

– ¿Y a vos os preocupa la suerte que puedan correr?

– ¿Que si me preocupa? Sabéis que la condena puede ser la hoguera. ¿Habéis visto morir a algún hombre en la hoguera? Los herejes desafían a la Iglesia y muchos se niegan a pedir perdón prefiriendo morir abrasados. He visto a mujeres y hombres, también a jóvenes, enfrentarse al fuego cantando, mientras el olor a carne quemada se prendía en el aire hasta hacer insoportable el hedor de nuestras ropas y de nosotros mismos. Ese olor… a veces me despierto oliendo a carne quemada y veo los rostros de quienes por no saber decir la palabra precisa han sido pasto de las llamas.

– Os duele la conciencia -sentenció el físico-. Es un alivio saber que aún hay quien tiene conciencia.

– Pero ¡qué decís! -protestó asustado el fraile-. Os aseguro que mi conciencia nada tiene que ver con el dolor que me atraviesa el vientre. ¿Es que no sois capaz de diagnosticar mi mal?

– Calmaos, mi buen fraile; tener conciencia es un don, un don doloroso por cierto, pero un don.

– ¡No os entiendo!

– Hermano, no os agitéis -terció Fernando-. Y vos, Armand, ¿qué estáis diciendo? No acabo de saber adónde queréis llegar.

– Vuestro hermano sufre mucho, bien es cierto, y ese sufrimiento es su principal mal. No creo que padezca del hígado ni tampoco creo que su dolencia esté en los intestinos, o en la garganta… Su mal está en el alma, y para eso sólo hay un remedio.

Fernando escuchaba atentamente al caballero Armand, meditando todo cuanto decía, mientras Julián les observaba, temblando como lo haría un niño descubierto en falta.

– Y bien, ¿cuál es ese remedio? -preguntó Fernando.

– Que viva de acuerdo a su conciencia, que no haga nada de lo que tenga que avergonzarse, que escuche la palabra que Dios le murmura al oído y se resiste a atender. Vuestro hermano sufre por los bons homes… y lo hace porque no está seguro de que sean unos malvados o, en todo caso, no cree que sus creencias merezcan tanto sufrimiento, ¿me equivoco?

Julián lloraba como un niño entre convulsiones e hipidos ante la mirada compasiva de Fernando, que se acercó para abrazarlo intentando darle consuelo.

– Entonces, ¿no ha de tomar ninguna medicina? -insistió su hermano.

– Sí, algo le daré para ayudarle a conciliar el sueño. Lo que no debe es someterse a más sangrías innecesarias que le están debilitando. Yo mismo os prepararé unas hierbas que tomaréis antes de acostaros. Os ayudarán a encontrar un sueño tranquilo y profundo. Por lo demás, no creo que tengáis ningún mal.

– Os equivocáis -acertó a quejarse Julián-, estoy enfermo.

– Sí, pero la vuestra es una enfermedad del alma; sólo cuando os pongáis a bien con vuestra conciencia sentiréis alivio, hasta entonces lo único que se puede hacer por vos es ayudaros a que podáis dormir. Hablaré con el físico del senescal para aconsejarle que detenga las sangrías a las que os viene sometiendo.

Julián se estremeció al pensar que el templario le hablaría al físico del senescal sobre el mal de su alma. Armand de la Tour no pudo evitar un sentimiento de compasión al ver el miedo reflejarse en los ojos del fraile dominico. Pensó que a Julián no le adornaban ninguna de las virtudes de Domingo de Guzmán, el fundador de la Orden que había hecho de su vida un modelo de sacrificio y ascetismo parecido al de los bons homes, a los que con tanto ahínco quiso hacer que regresaran al redil de la Iglesia. El templario se pregunto por qué Julián habría seguido a Domingo de Guzmán si todo en él delataba que poseía un espíritu frágil.

– No os preocupéis, Julián, nadie sabrá de vuestro mal. No mentiré, pero tampoco entraré en detalles; pediré permiso para trataros con mis hierbas para ver si logro aliviaros.

– Gracias, Armand -dijo Fernando apretando con gratitud el hombro de su compañero-. Y ahora, Julián, empezad por cumplir las instrucciones que os ha dado Armand. Cuando os sintáis mejor deberías pasear, visitar a los soldados; sin duda agradecerán que un fraile se preocupe de sus almas, y de esta manera tendréis tiempo de olvidaros un rato de la vuestra.

– También pediremos a fray Pèire un barreño con agua tibia y jabón; no os vendría mal asearos -terció el físico templario.

Julián no fue capaz de poner objeciones a las recomendaciones del caballero y de su hermano. Los miró con gratitud y, por primera en vez en mucho tiempo, se sintió confortado. La presencia de Fernando había despejado momentáneamente las brumas de la soledad que le acompañaba desde que entró en la orden de los dominicos.

5

Fernando y Armand de la Tour dejaron a Julián sumido en sus tribulaciones y con paso firme se dirigieron al rincón del campamento donde se encontraban sus compañeros templarios.

– No os debéis preocupar por Julián -aseguró el físico.

– Lo sé, después de escucharos estoy más tranquilo, aunque veo que las enfermedades del alma son tan devastadoras como las del cuerpo.

– A veces son peores, pero en el caso de Julián vuestra presencia servirá para que recupere las fuerzas que le faltan. Con vos se siente seguro.

– Mi hermano ha vivido atormentado desde que supo que era el hijo bastardo de mi padre.

– No debe de ser fácil estar en esa posición, por más que me hayáis contado las bondades de vuestros padres, sobre todo la generosidad de doña María, vuestra madre…

– Supongo que no podemos comprenderle del todo, puesto que nacimos caballeros. Os agradezco que hayáis visitado a Julián y sé que cuento con vuestra discreción. Ahora quisiera preguntaron qué os parece la situación respecto a Montségur.

– Es cuestión de tiempo.

– ¿Qué queréis decir?

– Que nadie resiste eternamente. Y que, por más que se antoje difícil llegar a la cima, se puede hacer. El precio son vidas, y tanto el senescal Hugues des Arcis como el rey Luis no serán avaros a la hora de pagarlo.

Volvieron a sumirse cada uno en sus pensamientos hasta que se encontraron con sus compañeros, que en ese momento estaban limpiando las armas.

– Me alegro de que hayáis regresado -les saludó Arthur Bonard-. El senescal ha ordenado que nos unamos a su estado mayor.

Arthur Bonard era tan eficaz inventando artilugios de guerra como seco y directo al hablar.

– ¿Y vos, qué habéis respondido? -quiso saber Fernando.

– No debemos desairar al senescal ni al rey Luis, ni tampoco al arzobispo de Narbona -respondió Bonard.

– Eso quiere decir que nos quedamos -sentenció Fernando.

– Eso quiere decir que aguardaremos a ver si esos fieros gascones de los que nos ha hablado el senescal son capaces de acercarse a la fortaleza. Será interesante conocer el resultado de tal empeño -respondió el ingeniero.

– ¿Y nosotros qué haremos? -preguntó Fernando.

– Esperar, observar, hablar y poco más. Ya sabéis que a nuestra Orden no le gusta matar cristianos, y esas gentes de Montségur lo son, equivocados, pero cristianos al fin y al cabo. Temo por ellos, puesto que el arzobispo de Narbona y fray Ferrer están dispuesto a vengar la muerte de Étienne de Saint-Thibéry y Guilhèm Arnold. Como bien sabéis, estos dos inquisidores fueron asesinados hace más de un año en Avinhonet.

– Es la única ocasión en la que los bons homes han participado en un acto criminal -apuntó uno de los templarios.

– No lo hicieron directamente -les disculpó Fernando.

– No seáis ingenuo -interrumpió Armand de la Tour-. ¿Acaso creéis que no matar a un hombre directamente con la espada o con las manos exime de la responsabilidad de su muerte…? Los hombres que mataron a los inquisidores salieron de aquí, de Montségur. ¿Creéis acaso que sus obispos herejes Bertran Martí o Raimon Agulher no sabían lo que iba a suceder en Avinhonet? No es un secreto que la noticia del asesinato de los inquisidores fue celebrado en Montségur y que incluso repicaron las campanas de alguna iglesia. El asesinato de Étienne de Saint-Thibéry y Guilhèm Arnold fue llevado a cabo por credentes, entre ellos Guilhèm de Lahille, Guilhèm de Balaguier y Bernat de Sent Martí…

– Pero ¿cómo sabéis tanto de lo que sucedió aquella noche en Avinhonet? -preguntó Fernando, cada vez más sorprendido.

– Lo sé, o creo saberlo, pero de esto no hablaremos ni con el senescal ni con el arzobispo de Narbona. Pero ya veis que hay momentos en que todos los hombres pecamos por acción, por omisión, o simplemente porque nos alegramos del sufrimiento de nuestros enemigos. Quizá no seríamos hombres si no lo hiciéramos.

Se hizo el silencio entre los caballeros. El físico había expuesto con crudeza cómo el mal formaba parte de la sustancia humana.

– Bien, ahora ya sabéis que nos quedaremos un tiempo -dijo Arthur Bonard-, el suficiente para no ofender ni al arzobispo ni al senescal. Si podemos, no participaremos en ninguna batalla, aunque creo que debernos estar tranquilos al respecto. Los hombres de Montségur no la plantearán y aún pasará tiempo antes de que el senescal Hugues des Arcis logre hacerles bajar de ese risco infernal.

Súbitamente, un paje llegó corriendo hasta la tienda con un recado del arzobispo de Narbona. Les invitaba a cenar. Los caballeros respondieron que acudirían puntuales; sentían curiosidad por conocer el interior de la suntuosa tienda del arzobispo, de la que se decía estaba mejor equipada que la del propio senescal. Ése era el problema de la Iglesia: que sus sacerdotes no vivían de acuerdo al camino de humildad y pobreza señalado por Cristo, por más que el español Domingo de Guzmán hubiera dado ejemplo de que en su seno también había quien no olvidaba el mensaje del Maestro. Sin embargo, pese a que él y sus frailes daban ejemplo de ascetismo y privaciones, se mostraban inmisericordes con quienes se negaban a regresar al seno de la Iglesia.

6

El cabrero se presentó en la tienda de Julián más tarde de lo acordado.

Fernando se mostraba inquieto. Temía que hubiese ocurrido algo inesperado, algún suceso que impidiera a su madre mandar a por ellos.

La noche se había cerrado en torno al campamento y hasta la tienda de Julián llegaban, de cuando en cuando, las voces de los centinelas dando el santo y seña, y las toses secas de los soldados que habían enfermado durante la larga espera, preparando el asedio a Montségur.

Julián permanecía sentado en su catre, extrañamente quieto. Le latían con fuerza las venas de las sienes y pensó que en aquel síntoma, el físico templario habría visto miedo y sólo miedo.

Cuando el cabrero se deslizó por la abertura de la tienda siseando el nombre de Julián, los dos hombres se apresuraron a salir a su encuentro.

– ¿Por qué os habéis retrasado? -quiso saber Fernando.

El cabrero le miró con fastidio antes de responder:

– Veo, señor, que sois soldado, de manera que deberías saber que el senescal tiene ojos por todas partes, y que esos demonios de gascones llevan dos noches estudiando el terreno, están por todas partes, y no quisiera ser yo quien cayera en sus manos. No imagináis lo que el senescal sería capaz de hacer con un traidor. Claro que yo no lo soy, soy tan sólo un hombre de esta tierra, un credente que sirve al verdadero Dios.

– Basta de charla -atajó Fernando-, ¡conducidnos a donde nos esperan!

El cielo parecía un manto negro y apenas lograban ver lo que había unos pasos delante de ellos, pese a que el cabrero les guiaba con la seguridad de quien conoce el terreno aun con los ojos cerrados.

A Fernando se le antojó una eternidad la caminata a través de riscos y maleza, y se sorprendió de que Julián no hubiera emitido ni una sola queja. Se dio cuenta de que su hermano había hecho ése u otros caminos en más ocasiones, y que debía de haber estado viendo con frecuencia a su madre.

De repente el cabrero se paró en seco indicándoles con la mano que se detuvieran. Lo hicieron con una punzada de inquietud, temiendo haber tropezado con alguna patrulla de gascones. Pero no fue un gascón con quien de repente se encontraron sino con doña María, que apareció entre la maleza sonriéndoles.

– ¡Vaya, ya era hora! -les reprochó la dama, envuelta en una capa negra.

– ¡Madre!

La mujer se acercó a su hijo templario y antes de abrazarlo, le observó expectante.

– ¡Cuánto has cambiado! Te has hecho un hombre.

Luego le abrazó apretándole con ansia mientras suspiraba conteniendo las lágrimas.

Fernando se dejó agasajar por su madre mientras aspiraba el olor a lavanda que desprendía el manto que la envolvía. Era una perfecta, pero siempre sería una dama que ni aun en las circunstancias más extremas renunciaría a su personal toque de coquetería, aunque sólo fuera perfumar su áspera capa.

– Sentaos, tenemos mucho de que hablar y poco tiempo para hacerlo. ¿Cómo estás, Julián? Te veo con mejor cara, y tú, Fernando, hijo mío, cuéntame qué ha sido de ti estos años en que no nos hemos visto. Julián me ha dicho que fuiste a ver a tu padre. ¿Cómo se encuentra? Rezo por él, y me tranquiliza saber que le cuida tu hermana Marta; ella lo hará mejor que yo, pues tiene la dulzura y la paciencia que a mí me faltan.

Mientras doña María hablaba, Fernando la observaba con emoción.

Las canas habían cubierto el cabello otrora trigueño de su madre. El rostro se le había afilado, había perdido peso, pero en sus ojos continuaba brillando la misma luz que antaño; toda ella desprendía la energía de siempre. Continuaba siendo una mujer a la que era difícil desobedecer.

Doña María sujetaba entre las suyas las manos de su hijo, que acariciaba con la ternura que tantas veces él sentía que le había sido negada. Fernando tenía un nudo en la garganta y, temiendo romper ese momento que se le antojaba mágico, no se atrevía a decir ni una palabra.

– Señora, el senescal va a enviar a unos gascones para conquistar Montségur -anunció Julián-. Deberías salir antes de que sea demasiado tarde; si no es por vos, hacedlo por vuestra pequeña hija. Teresa no tiene la culpa de que vos profeséis una fe que conduce a la hoguera.

– Sé bien que hace dos días llegó un grupo de gascones. Mi admirado Hugues des Arcis sabe que sus gascones podrán trepar por estos riscos y llegar hasta el castillo. El bueno de Pèire Rotger de Mirapoix lo cree imposible, pero conozco bien al senescal: es un soldado tozudo que no cejará hasta destruir Montségur.

– Entonces, si lo sabéis, ¿por qué os empeñáis en morir? -gritó Julián.

– ¡Déjanos solos! -ordenó doña María-. No me canses y permíteme hablar con mi hijo y despedirme de él, pues será la última vez que nos veamos en esta vida.

Julián, abatido, se sentó en una roca a pocos metros de ellos.

Doña María clavó sus ojos del color de la miel en los ojos negros de Fernando intentando leer las emociones y sentimientos de su hijo.

– Te quiero, te lo digo por si alguna vez te han asaltado las dudas. Sé que no he sido la madre que tú esperabas ni la que me hubiera gustado ser. No me disculparé enumerándote razones que ní a mí me convencen. Soy un ser imperfecto; esta cáscara que me envuelve ha intentado pudrir mi alma, pero afortunadamente pronto me desprenderé de ella.

– ¡Madre…!

– Calla y escúchame, Fernando, no tenemos tiempo y es mucho lo que debo decirte. Aquí tienes a tu medio hermano Julián, que es débil y asustadizo, al que he intentado convencer de que abrace la verdadera fe, pero lo único que he conseguido es que viva atormentado. Aun así, confío en él, lleva tu sangre, sangre de los Aínsa, y por tanto jamás nos traicionará. Hace meses le pedí que, puesto que sabe leer y escribir, no permitiera que nuestros nietos y los nietos de ellos y sus bisnietos olviden lo que ha sucedido aquí. Quiero que escriba una crónica en que lo cuente todo, la maldad de la Gran Ramera, cómo no puede soportar que haya cristianos que vivamos de acuerdo con las enseñanzas de Jesús, que compartamos cuanto poseernos con quienes nada tienen, que ayudemos a quien lo necesita. Ella, la Gran Ramera, vive envuelta en ropajes damasquinados, rodeada de sirvientes y riqueza, lejos de los pobres y enfermos, sirviendo al Diablo, porque es parte de él.

– ¡Madre, blasfemáis!

– No lo hago, Fernando, y tú… y tú, hijo mío, bien lo sabes. Tú conoces la avaricia de la Iglesia que nosotros llamamos la Gran Ramera. Tú y los que son como tú habéis visto su iniquidad; no te pediré que lo aceptes aquí y ahora, pero sé cómo eres y por tanto sé que eres bueno, que estás dispuesto a morir por los débiles, a sacrificarte por los necesitados, a dar tu vida por Dios, sin esperar nada a cambio. Escucha: Julián escribirá esa crónica, y relatará que tuvimos en doña Blanca de Castilla una fanática y poderosa adversaria; sin ella Francia no existiría y Raimundo conservaría el condado de Tolosa.

– Doña Blanca ha sido generosa con los condes de Tolosa y de Foix; por su mediación el rey no les ha castigado tan severamente como merecían -acertó a decir Fernando.

– ¡No seas ingenuo! Doña Blanca es el mejor gobernante de Francia. Sin ella, su hijo no sería nada. Si Luis se ha mostrado misericordioso no ha sido por otra razón que por consejo de su madre. Doña Blanca no tolerará que se empobrezca más esta tierra a causa de la guerra, y no lo consiente porque muy pronto pertenecerá íntegramente a la Corona. Cuando caiga Montségur, nuestro país habrá muerto.

– ¿Creéis que Raimundo no acudirá en ayuda de Montségur?

– No, no lo hará. El conde nos dejará a nuestra propia suerte. Como bien sabes, tu hermana Marian vive en la corte de Raimundo, ya que su marido, Bertran d'Amis, ocupa un lugar principal al lado del conde. Ella me hace llegar noticias ciertas sobre lo que podemos esperar en Montségur. En el concilio de Béziers toda la horda de la Gran Ramera tomó la decisión de aplastar Montségur. Aquí se encuentran los hombres que acabaron con la vida de los odiosos inquisidores Étienne de Saint-Thibéry y Guilhèm Arnold, de manera que Montségur es el último bastión de los verdaderos cristianos. Sólo cuando el castillo sea destruido por las llamas habrá paz.

– ¡Y lo decís así!

– Que yo sea cristiana no significa que sea tonta y no entienda las reglas del tablero de la política. Conocí a doña Blanca y te aseguro que siento auténtica admiración por ella; yo habría hecho lo mismo si el destino me hubiese puesto en su lugar.

– Sin embargo, después de los asesinatos de los inquisidores en Avinhonet, las gentes del país han tomado otra vez las armas… -apuntó con timidez Fernando, impresionado por la lección de política que en aquellas extrañas circunstancias estaba impartiéndole su madre.

– Una tormenta en un vaso de agua. La familia Saint-Gilles está acabada, Raimundo lo sabe y por tanto no volverá a enfrentarse al rey de Francia. La Corona y la Iglesia le han derrotado. Antes ya lo aceptó Rotger Bernat de Foix, por eso firmó la paz con los franceses. Sin él Raimundo no es nadie, y por ello ha tenido que seguir sus pasos. Pero la Iglesia no perdona, de manera que Montségur pagará por los inquisidores muertos en Avinhonet. Si no lo hiciera, las gentes de aquí tendrían la tentación de seguir destripando frailes; por eso en Béziers se tomó la decisión de destruir Montségur.

– ¿Y después? -preguntó con congoja Fernando.

– Después los trovadores ensalzarán nuestro sacrificio y la crónica de Julián servirá para que nuestros nietos sepan la verdad y no olviden que sobre la inteligencia y el fanatismo de una reina se acreció una monarquía que acabó con las libertades de nuestro país.

– Id a por Teresa, yo os sacaré de aquí -suplicó Fernando con desesperación.

– Tú sabes que no lo haré, ¿me crees capaz de huir? ¿En tan poco me tienes?

– Teresa no es más que una niña, ¿condenaréis a morir a mi hermana?

Doña María suspiró impaciente. Sentía el dolor de Fernando, preocupado por la muerte, incapaz de ver la verdad, esa verdad que ella había abrazado con alegría sabiendo que el cuerpo es la peor pesadilla, el manto del que hay que desprenderse para convertirse en sustancia y encontrarse, finalmente, con Dios.

– Fernando, hijo, en el trigo hay cáscara y grano y el cuerpo es sólo cáscara. Teresa no morirá, sólo…

Fernando la interrumpió furioso apartando sus manos de las de ella, sin inmutarse por la pena que se reflejaba en los ojos de su madre. Ambos sufrían por igual: el hijo pensaba que estaba condenado a no entenderse con su madre y la madre se reprochaba no ser capaz de hacer entender la verdad a su hijo.

– Madre, Teresa no merece morir en la hoguera; traédmela o subiré por ella aunque pierda la vida en el empeño.

Doña María le escuchaba sabiendo que cumpliría lo que acababa de decir. Pero ella no quería ver a Fernando muerto; en su fuero íntimo, a pesar de sus creencias, deseaba que su hijo viviera. Él tenía que cumplir una misión y aún era pronto para que regresara a la patria celestial.

– Te doy mi palabra de que lograré que Teresa deje Montségur. No la forzaré, pero se lo pediré porque tú así lo deseas.

– Os pido más, madre, os exijo que la obliguéis a dejar esta montaña. No os perdonaré la vida de mi hermana.

Se miraron en silencio incapaces de expresar en voz alta el dolor, el amor y la admiración que sentían el uno por el otro. Doña María volvió a agarrar las manos de su hijo y se las llevó al rostro besándole la punta de los dedos.

– Quiero morir y regresar a mi ser celestial, pero no descansaré tranquila si sé que parto con tu odio, de manera que haré lo imposible por convencer a Teresa. Te doy mi palabra, tú sabes lo que vale. Sólo te ruego que no me culpes si Teresa no acepta la orden que he de darle.

– Quiero que la traigáis mañana mismo; ordenad al cabrero que mañana cuando caiga la noche nos vuelva a conducir aquí.

– Eso no te lo puedo prometer. Os buscará cuando no haya peligro, mañana, pasado, ya lo sabrás; hasta que eso suceda, confía en mí.

– Tengo vuestra palabra -asintió Fernando.

– Sí, tienes la palabra de una buena cristiana.

– Mi padre… mi padre me pidió que saludarais en su nombre al señor De Perelha; ya sabéis que, pese a todo, le tiene en gran estima.

– Lo haré. Es un hombre valeroso que sabe que ha de morir, al igual que su esposa Corba de Lantar y sus queridas hijas.

– Me pidió que le hiciera llegar el ruego de que os cuide, pero no sé cómo podré hacerlo…

– Yo misma se lo diré, aunque no hace falta, puesto que la familia Perelha me viene distinguiendo con su afecto y amistad. No han sido pocas las ocasiones en que me ha brindado su protección para que regresara a las tierras de tu padre en Aínsa.

– A vuestras tierras, señora -le recordó Fernando.

– Nada tengo y nada quiero tener, así lo decidí hace tiempo; sólo siento el daño que os he causado a tu padre y a ti y mi torpeza al no ser capaz de haceros abrazar la verdadera fe.

– Cristo os juzgará, señora.

– ¿Cristo?

– Nuestro Señor, Dios.

– ¡Hijo, cómo me gustaría hablarte de Jesús! Te dices cristiano y sin embargo ensucias tu alma con ritos que nada tienen que ver con el Maestro. El día más feliz de mi vida fue el que recibí el consolament, el bautismo espiritual auténtico, el único sacramento que permite la salvación del alma. Cuando el obispo me impuso las manos…

– ¡Callaos, por favor! Nada quiero saber de vuestra herejía.

– Son ellos los herejes, son ellos los que se han apartado del camino. Recuerda que el Señor dijo que «Juan bautizó con agua pero vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo».

– ¡Basta, madre, no tenemos tiempo para discusiones teológicas!

Doña María guardó silencio apretando con firmeza las manos de su hijo; luego, sin que éste lo esperara, lo abrazó y rompió a llorar.

Fernando se sobresaltó. Nunca había visto derramar lágrimas a su madre, incluso había escuchado en la casona de Aínsa que doña María ni siquiera dejó escapar un gemido cuando trajo sus hijos al mundo.

– Madre, perdonad mi rudeza -se excusó Fernando.

– Disculpa tú mis lágrimas, hijo mío, pero me es más difícil despedirme de ti de lo que nunca imaginé. Has de saberlo mucho que te he amado, aunque sé que no lo has sentido así. Perdóname si puedes…

– No me pidáis perdón, yo… yo os quiero, señora; admiro vuestra fe y entereza, os envidio porque no dudáis…

– La vida no permite la vuelta atrás -dijo doña María enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano sin soltar a su hijo.

– ¿Qué queréis que haga? -preguntó Fernando.

– Mi última voluntad es que hagas saber a tu padre que siempre le he amado y que siento cuántos quebrantos le he provocado. No he sido ni la esposa que él esperaba, ni la que él merecía, pero eso ya no lo podemos cambiar. Sólo quiero que algún día nuestros nietos sepan lo que sucedió aquí: que sepan que fuimos buenos cristianos decididos a vivir como el Maestro dijo, y que nos vimos inmersos en una lucha por el poder, que unos y otros ansiaban. Nuestro pecado ha sido ser el espejo en el que la Iglesia no soporta mirarse porque ve humildad y pureza donde en ella sólo hay avaricia y corrupción. No, no te preocupes, no voy a iniciar una discusión teológica, pero prométeme que cuidarás de Julián para que escriba la crónica que le he encargado. Prométeme también que, cuando esté terminada, se la entregaréis a tu hermana Marian para que sea ella quien a través de sus hijos se encargue de mantener viva la memoria de lo sucedido en Montségur. Tú eres un monje soldado, Marta está demasiado apegada a la Iglesia, Teresa… bien, sólo Marian puede hacer lo que estoy pidiendo; ella es una credente y su marido también lo es. Ella es la indicada para…

– No os justifiquéis, madre, tenéis razón. Os doy mi palabra de que cumpliré vuestra última voluntad.

Fernando apretó a su madre entre los brazos y no pudo evitar las lágrimas. Agradeció que las sombras de la noche impidieran a Julián y al cabrero verle en ese estado de emoción.

– Te mandaré a Teresa en cuanto pueda.

– Sé que lo haréis.

Madre e hijo volvieron a abrazarse una vez más antes de que doña María desapareciera como si de un sueño se tratara.

Fernando vio a Julián que, apoyado en una roca, también lloraba. El cabrero, a corta distancia, parecía absorto escuchando los ruidos de la noche.

Los tres hombres emprendieron el camino de regreso sin intercambiar palabra alguna. Fernando sentía el peso de la emoción del encuentro con su madre, y se juró que no participaría en la toma de Montségur. No sería capaz de estar en las filas de quienes dieran muerte a doña María, por más que ella le insistiera que el cuerpo era sólo la cáscara del trigo y el alma el grano. Él sentía que aquel cuerpo enérgico era su madre y no soportaría que nadie la hiciera sufrir.

El cabrero los instó a que caminaran deprisa. El encuentro con doña María había sido más largo de lo previsto y el alba podía sorprenderles llegando al campamento.

Fernando y Julián se separaron, cada uno en dirección a su tienda. No habían pronunciado palabra durante el camino. Ya hablarían cuando ambos volvieran a tener el dominio de sus emociones.

7

Hugues des Arcis se frotaba las manos para combatir el frío de la mañana. El jefe de los gascones le había mandado recado pidiendo ser recibido.

El senescal de Carcasona había convocado de inmediato a su estado mayor, además de al arzobispo de Narbona y al obispo de Albi, cuya vocación eclesial era menor que la de soldado. Los seis caballeros templarios también fueron invitados a participar en la reunión.

– Y bien, decidnos, ¿por dónde subiréis? -preguntó el senescal de Carcasona al jefe de los gascones, un hombre bajo de aspecto fornido, manos grandes y ojos depredadores.

– Mis hombres y yo hemos examinado el terreno, no es fácil lo que queréis de nosotros.

– Si lo fuera no estaríais aquí -respondió con sequedad el gran senescal-. Es mucho lo que ganaréis si cumplís el encargo, de manera que no hace falta que perdamos el tiempo discutiendo sobre las dificultades del empeño; lo que quiero saber es cómo y cuándo actuaréis.

– Creemos que es posible hacernos con el punto más alto, lo que llamáis el Roc de la Tour. El ilustrísimo señor obispo de Albi -el gascón señaló con el dedo índice- necesita ese baluarte para colocar sus máquinas de guerra, y lo tendrá.

– ¿Y por dónde subiréis?

– Por el este. Es la única manera de alcanzar esa parte del risco, desde la ruta occidental seríamos una presa fácil para los de Montségur.

El senescal sabía que aquélla era una pared empinada, que había resultado imposible de escalar a sus hombres más avezados, pero si los gascones aseguraban que podían hacerlo, tendría que esperar a ver si resultaba cierto.

– ¿Cuándo lo haréis?

– Esta noche -aseguró el gascón-, pero depende de alguien. Por eso he pedido veros. Necesito una buena bolsa de monedas para una persona que nos guiará a través de los riscos.

– ¡Un traidor entre los herejes! -exclamó entusiasmado el arzobispo de Narbona.

– Vos le llamáis traidor -respondió el montañero- pero es sólo un hombre como yo, que conoce bien el paraje y que tanto le da a quién y cómo se rece.

Se quedaron en silencio, incómodos por las palabras del jefe de los montañeros.

– Es un hombre que aspira a vivir mejor, sólo eso -aseguró el gascón con dureza y un deje retador en el tono de sus palabras-. Bien, vos decidís. Los de Montségur jamás imaginarán que nos vamos a acercar por ese lugar; es un bastión separado del castillo por muchos metros, un suicidio, salvo que se sepa llegar hasta allí. Y hay un hombre que sabe cómo hacerlo.

– ¿Quién es? -quiso saber Hugues des Arcis-. Traedle aquí.

– ¡Ah, qué cosas pedís! Eso es imposible, no aceptará hablar con vos, no se fía-rió el gascón-. Trata conmigo por razones familiares, pero no lo hará con los franceses, no os tiene ningún aprecio.

Hugues des Arcis carraspeó irritado por la insolencia del montañero. Podría obligarle a que le desvelara el nombre del traidor si le sometía a tortura, pero entonces los gascones se negarían a participar en ninguna acción. Tomó una decisión, aunque sin comunicársela de inmediato al jefe de los gascones.

– Marchaos, ya os mandaré llamar.

El gascón salió de la tienda seguro de que el gran senescal de Carcasona, el hombre que representaba al rey Luis, no tendría más remedio que ceder a sus peticiones. Conocía bien la naturaleza de los nobles para saber que el senescal le mandaría recado con una buena bolsa llena de monedas.

Fray Pèire contemplaba cómo Julián bebía el brebaje preparado por el físico templario. Su silencio era un evidente reproche, porque el bueno del fraile consideraba que el físico del senescal sabía mucho más que un templario que había pasado su vida combatiendo sarracenos allende los mares. Aun así, reconocía que Julián pasaba las noches tranquilo sin sufrir aquellas convulsiones que hacían temer por su vida.

El dominico continuaba taciturno, sí, pero se quejaba menos del dolor de estómago, y algo de color había vuelto a sus flácidas mejillas.

Julián rompió el silencio preguntando a fray Pèire por los rumores que corrían por el campamento, de los que siempre hacía gala de estar bien informado.

– Poca cosa, salvo que los gascones saldrán esta noche para intentar acercarse a la plataforma de la cresta oriental, la que da a la parte trasera del castillo. Al parecer entre los herejes hay un traidor dispuesto a llevarles por un camino secreto.

– ¿Un traidor? No puedo creerlo… -murmuró el fraile. -Son peores que perros, y entre ellos los hay codiciosos -concluyó fray Pèire.

Julián no quiso contrariarle, pero le costaba creer que entre aquellos que malvivían en Montségur esperando su muerte hubiera traidores. Pensó en doña María y en la pequeña Teresa y no pudo evitar un estremecimiento.

– ¡Otra vez! -se lamentó fray Pèire-. Llamaré al físico del senescal; volvéis a tener convulsiones, esas hierbas del templario no son nada eficaces…

– No os mováis, hermano, que ya estoy bien -suplicó Julián-, sólo ha sido un espasmo.

– Debería veros el físico…

– Os digo que estoy bien, no os preocupéis. Decidme qué más sabéis…

– Poco más… el señor Des Arcis se muestra impaciente, el rey Luis mandó hace dos días un emisario para saber la situación. El senescal espera poder ofrecerle buenas noticias, si es que los gascones cumplen con lo prometido.

– ¿Y quién es el traidor? -preguntó Julián sintiendo una oleada de rubor bajándole de la frente al mentón.

– Nadie lo sabe, sólo el jefe de los gascones. Dicen que es un pariente suyo que se casó con una mujer de esta zona y que conoce bien los vericuetos de estas montañas. En cualquier caso se le pagará bien. Un paje le entregó una bolsa bien repleta al gascón.

Julián bostezó para dar a entender a fray Pèire que estaba cansado; luego se sentó en el catre.

– ¿Queréis que recemos el rosario? -propuso el bueno de fray Pèire.

– Os lo agradezco, pero ya lo recé antes de que vinierais. Prefiero orar a solas antes de intentar dormir.

– Entonces os dejo. Si necesitarais algo…

– Os doy las gracias, hermano.

Apenas había salido fray Pèire de la tienda cuando entró Fernando, sobresaltando a Julián.

– ¿Cómo os encontráis? -quiso saber Fernando. -Compungido por la noticia que me ha dado fray Pèire. ¿Sabéis que hay un traidor en Montségur?

– En Montségur no, aquí, cerca de nosotros, un hombre del lugar al parecer pariente del jefe de los montañeros.

Los dos hermanos se quedaron unos segundos en silencio, cada uno ensimismado en sus propios pensamientos.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Julián.

– ¿Hacer? ¿Nosotros? No os entiendo, Julián…

– Vuestra madre está allí arriba y…

– Mi madre ha elegido.

Volvieron a guardar silencio, cada uno pensando en doña María.

– No he sabido nada del cabrero -dijo Julián.

– Mi madre cumplirá su palabra y nos hará saber cómo y dónde recoger a mi hermana Teresa.

– Y si no pudiera…

– ¿Mi madre? ¿Acaso no la conocéis? Podrá, aunque para ello tenga que enfrentarse sola al ejército del senescal.

– Sí, es bien capaz de ello -aceptó Julián.

– Venía a deciros que no estaré aquí mucho tiempo. Apenas vea a mi hermana me marcharé, en realidad nos iremos todos.

– ¿Os iréis con vuestros hermanos?

– Sí, hemos convencido al senescal de que no le somos necesarios, puesto que cuenta con el ingenio del obispo de Albi para las máquinas de guerra. Además, nos necesitan en nuestra encomienda. Pronto regresaremos a Oriente.

– A los templarios no os gusta combatir a los herejes -sentenció Julián.

– Son cristianos como nosotros, Julián, los Buenos Cristianos se denominan ellos, y a veces pienso que tienen razón, que en realidad lo son. ¿Cuál es su pecado? Viven en la pobreza dando ejemplo, ayudan a los menesterosos, curan a los enfermos, acogen a los huérfanos…

– Pero no creen en Nuestro Señor -protestó el fraile.

– Sí, sí creen en él, sólo que de manera distinta. Odian la Cruz por ser el símbolo del sufrimiento, dicen que Jesús no pertenece al mundo visible, creen que hay un Dios bueno y otro malo. ¿De qué otra manera se entiende tanta iniquidad y sufrimiento? ¿Cómo explicar que si Dios todo lo ha creado haya traído el mal o al menos lo permita? ¿Qué tiene que ver Dios con la muerte de tantos inocentes? El Demonio existe y tiene un poder inmenso; nosotros llamamos al Mal de una manera, ellos de otra. Tampoco son tan grandes las diferencias.

– ¡Pero qué decís! ¡Estáis cometiendo un sacrilegio!

– ¡Mi buen dominico! A veces se me olvida que pertenecéis a la orden encargada de combatir la herejía, y que sois un notario de la Inquisición. Seréis vos quien mande a la hoguera a cuantos se resguardan en Montségur.

– ¡Callad! ¡No me atosiguéis, Fernando! ¡Sabéis bien cuánto sufro por todo esto! El Diablo me atormenta el alma.

– El Diablo no es quien os atormenta, sino vuestra conciencia, incapaz de distinguir lo que está bien de lo que está mal; y vos sabéis como yo que esa gente ningún mal hace, que son inocentes…

– ¡No lo son! Se han rebelado contra nuestra Santa Madre Iglesia.

– Se han rebelado contra la corrupción de nuestra Santa Madre Iglesia, contra clérigos amorales, contra el boato de los obispos…

– ¡Os acusarán de herejía!

– ¿Quién? ¿Lo haréis vos?

– ¿Yo? Sabéis que jamás haría tal cosa, sois… sois mi medio hermano.

– Yo creo, Julián, que además no lo haríais porque sois bueno.

– Os ruego que no digáis a nadie lo que acabáis de decirme a mí-suplicó el fraile-; os acusarían de hereje.

– No lo hago. Soy un monje, no discuto, acato cuanto dice y ordena nuestra Santa Madre Iglesia y lucho, arriesgo mi vida contra los sarracenos, pero a veces… a veces dejo que f luyan los pensamientos y, entonces, donde antes sólo había certezas encuentro dudas que ni siquiera me atrevo a exponer a mi confesor. Pero a vos sí, Julián, aun sabiendo que sois un dominico, un guardián de la verdadera fe. Ahora quisiera hablar con vos sobre esa crónica que estáis escribiendo, ¿cómo la haréis llegar a mi hermana Marian?

– No lo sé. Vuestra madre me ha encargado una misión harto difícil, espero que sea ella quien me busque.

– ¿Qué haremos con Teresa?

– ¿Qué haremos? Yo soy un fraile, no puedo tenerla conmigo.

– Y yo un monje soldado, tampoco puedo llevarla a la encomienda… ¿Podréis enviarla junto a mi hermana Marian a la corte del conde Raimundo?

– Estaría mejor con vuestro padre y vuestra hermana Marta en Aínsa…

– Sería difícil para ella volver a Aínsa. Tarde o temprano las garras de la Inquisición se cebarían en ella. Vuestras garras, Julián… No, no me miréis así. En Aínsa todos saben que Teresa está con mi madre en Montségur y que ambas son herejes. No tendrán piedad con la pobre niña, de manera que el único lugar donde puede encontrar protección es con mi hermana Marian. Mi cuñado Bertran d'Amis es un caballero principal en la corte del conde Raimundo. Os ruego que la enviéis allí.

– Pero ¿cómo podré hacerlo? -se lamentó Julián.

– Tiene que haber alguien en quien confiéis.

– No, no confío en nadie. Bastante tengo con procurar que no sepan que mantengo tratos con los herejes.

– Pensaremos algo, aún estaré aquí dos o tres días.

Fernando salió de la tienda dejando a Julián aterrado ante la idea de tener que hacerse cargo de Teresa. El templario no tenía otra opción que cargar a su hermano con esa responsabilidad: por más que le supiera débil, no dudaba de su lealtad para la casa de Aínsa de la que era parte, puesto que tenía el mismo padre que él.

Con paso decidido se dirigió a su tienda y se puso a rezar rogando a Dios que no les abandonara.

Julián, hincado de rodillas junto a su catre, estaba solicitando el mismo favor al Todopoderoso.

8

La luna no apareció aquella noche. El campamento se encontraba en un extraño silencio, sólo roto por el rumor del viento helado, que desasosegaba al senescal Hugues des Arcis mientras aguardaba en su tienda noticias de la incursión que habían iniciado los gascones una hora antes.

El senescal caminaba nervioso, aguardando acontecimientos. Pensaba que Dios estaba de su parte y que, puestos a elegir entre la vida de los herejes y la de sus hijos fieles, no tendría dudas. Él sí las tenía: sabía que el castillo de Montségur parecía infranqueable y que su señor, Raimon de Perelha, y el comandante de la guarnición, Péíre Rotger de Mírapoíx, habían demostrado coraje e inteligencia durante los meses de asedio.

En Montségur vivían más de cuatrocientas personas entre soldados, perfectos, credentes, sirvientes y otras familias deudas del señor De Pereiha.

En varias plataformas colgadas de las laderas de la montaña se veían minúsculas casas y cabañas donde los lugareños aseguraban que se encontraban la mayoría de los perfectos orando y ayudando a cuantos habían buscado refugio en el castillo. El senescal pensó que, si Dios se manifestaba de su parte, muy pronto Montségur dejaría de existir y el condado de Tolosa ya no sería un problema para el buen rey Luis.

Mientras el senescal esperaba, los gascones iniciaron la marcha guiados por un hombre parecido a ellos. Hablaban de la misma manera puesto que el hombre salió de Gascuña y nunca se sintió parte del país, al que ahora se prestaba a traicionar por una buena bolsa de monedas que le serviría para regresar a casa, llevándose a su díscola esposa y a sus tres hijos por más que ésta le había asegurado que nada ni nadie la moverían de su tierra. Esta vez no le preocupaba la tozudez de su esposa, que dejaría de lado su orgullo en cuanto cayera Montségur e hiciera tintinear ante sus ojos la bolsa enviada por el senescal.

El frío helaba sus manos y dificultaba su ascenso. Los montañeros guardaban un silencio sepulcral, sabiendo que si les descubrían los hombres que protegían los baluartes cercanos al castillo su muerte era segura. Tenían que evitar desprendimientos que les delataran, mientras sentían que les crujía la espalda por el peso de las armas.

Apenas veían dónde ponían el pie y temían caer despeñados. Pero la paga era buena; además, ayudar a vencer a aquellos herejes que se ocultaban en Montségur, según les habían prometido los hombres de la Iglesia, les reportaría una gran recompensa en el cielo el día que muriesen.

No sabían cuánto tiempo llevaban subiendo, pero ya tenían las manos desolladas y un dolor agudo en todos y cada uno de los músculos del cuerpo. Aun así, estaban seguros de lo que les esperaba en el baluarte: enfrentarse a unos temibles soldados.

Al final, Dios estuvo de su parte, se dijeron, porque sorprendieron a los rivales dormidos y, antes de que se dieran cuenta, les arrojaron al vacío y se hicieron con el baluarte. El jefe de los gascones y el traidor se palmearon la espalda agradecidos. Había sido más fácil de lo que esperaban. Ya no les dolían las manos, por más que se hubieran dejado la piel entre las rocas, ni sentían punzadas en la base de la espalda; ahora saboreaban la victoria y sólo los más avariciosos pensaron que acaso deberían haber pedido una paga mayor al senescal por aquella espectacular hazaña.

Algunos de los hombres, guiados por el traidor, regresaron al campamento a dar la buena noticia.

Hugues des Arcis bebía una copa de vino templado cuando un soldado pidió permiso para anunciar la llegada de los montañeros. Tras escuchar lo que le dijeron, musitó una oración en silencio dando gracias a Dios por haberse manifestado a su favor.

La noticia corrió rauda por el campamento: los gascones se habían adueñado del Roc de la Tour, a menos de cien metros del castillo; desde su altura, casi podían ver los rostros de los refugiados de Montségur.

Los ocupantes, orgullosos de su hazaña, incluso algunos más que sorprendidos por lo que habían sido capaces de hacer, comentaban entre risas que si la noche no hubiera ocultado los peligros de la escalada no se habrían jugado la vida de aquella manera.

El senescal llamó a sus nobles a consejo y envió respuesta a la corte real para anunciar la nueva. Por primera vez desde que comenzara el asedio no dudó en absoluto que pronto, muy pronto, caería Montségur.

Hugues des Arcis reconocía que muchos de sus hombres estaban hartos de estar allí. Eran del país y, aunque debían a la Corona la prestación del servicio militar, apenas deseaban que aquel baluarte en donde se refugiaban los Buenos Cristianos fuera expugnado. De manera que muchos de ellos aguardaban impacientes a que pasara su tiempo de servicio al rey Luis para abandonar aquel ejército que no sentían como suyo.

Muchos tenían familiares en Montségur, algunos incluso se comunicaban con ellos. No querían traicionar al rey, pero tampoco traicionarse a sí mismos.

El golpe que les habían infligido podía ser mortal. Raimon de Perelha y Pèire Rotger de Mirapoix no se engañaban: o el conde Raimundo mandaba refuerzos o Montségur no resistiría.

Durante los días siguientes asistieron impotentes a la instalación de maquinaria de guerra, un trabuquete y pretarias, con la que podían castigar la barbacana del castillo.

El obispo de Albi, Durand de Belcaire, se encargó de supervisar y se dedicó a arengar a sus hombres a la victoria. Mientras tanto, Fernando no hacía más que retrasar cuanto podía la partida de sus compañeros templarios, a la espera de recibir noticias de su madre, que no se produjeron hasta pasadas casi dos semanas.

Dormía con el sueño agitado cuando una mano le apretó el hombro. Saltó del lecho sobresaltado, con un arma dispuesto a rebanar el cuello de su agresor…

– No os asustéis, Fernando, soy yo.

– Julián! ¿Qué hacéis aquí? Pueden veros…

– Lo sé, pero no tenemos tiempo, seguidme.

Fernando salió de la tienda temiendo que se hubieran despertado sus compañeros de armas.

– ¿Qué sucede? ¿Cómo os habéis arriesgado a venir aquí y en plena noche?

– El cabrero me ha traído un mensaje de doña María.

– ¿Y Teresa…?

– Escuchad, dentro de dos noches abandonarán la fortaleza algunos perfectos. Al parecer tratarán de poner a buen recaudo cuanto de valor tienen. Con ellos irá vuestra hermana. Doña María quiere que seáis vos y sólo vos quien acuda a recogerla y sirváis de escolta a los perfectos. Si no aceptáis, vuestra hermana se quedará en Montségur; vuestra madre asegura que no tiene otra manera de hacerla salir con garantías.

– ¡Me dio su palabra! -protestó Fernando.

– Y la va a cumplir a su manera.

– Es un chantaje.

– Es su manera de obligaros a proteger a esos perfectos y a lo que quiera que lleven con ellos.

– No sé si podré hacerlo.

– Lo haréis, no hay otra alternativa.

Esa noche era Julián quien mostraba más entereza que su hermano.

– Pero ¿no os dais cuenta de que no puedo desaparecer? Mis compañeros me preguntarían adónde voy… no puedo engañarles. -No, no debéis engañarnos.

Fernando y Julián se volvieron asustados ante la voz que les había sorprendido.

Arthur Bonard les observaba con gesto adusto. Los hermanos enrojecieron.

– Y bien, Fernando, ¿nos diréis a nosotros, vuestros compañeros, cuál es el misterio?

De entre las sombras surgieron el resto de los caballeros. Fernando pudo leer en los ojos de Armand de la Tour, el físico, un atisbo de comprensión.

Hizo un gesto y entraron en la tienda que compartían, seguidos por Julián. Después de tomar asiento, Fernando les explicó la situación: su madre, dijo, era una perfecta y temía que su pequeña hermana también lo fuera, aunque no estaba seguro puesto que tenía catorce años.

No les ocultó que había visto a su madre y tampoco que le había rogado que salvara a Teresa dejándola marchar.

– Mi madre ha enviado recado de que debo ser yo quien recoja a mi hermana. También me exige que escolte a unos perfectos que abandonarán Montségur con las pertenencias más preciadas de la comunidad. Será dentro de dos noches, pero Julián aún no sabe dónde será la cita.

– ¿Y vos, hermano Julián, estáis en tratos con los herejes?

El fraile tembló ante la pregunta del templario. Arthur Bonard le infundía profundo respeto, pero también temor. Sabía de sus hazañas en Tierra Santa, pero sobre todo de su fe y ascetismo, que le llevaba a rechazar cualquier honor. No, no sabría mentir a ese hombre, ni siquiera para salvar la vida.

– Acompaño al senescal desde que sitió Montségur a la espera del juicio de los herejes -acertó a decir Julián.

– Lo sé; pertenecéis a la Orden de Domingo de Guzmán, vuestra es la responsabilidad de encontrar herejes entre el trigo -adujo Bonard.

– Doña María supo que estaba aquí y me mandó llamar. Quería noticias de su casa, de don Juan, su esposo, y de sus hijos, de Fernando y Marta. También me ordenó una misión.

– ¿Os ordenó? -preguntó Bonard-. ¿Cómo es posible que doña María os pueda ordenar algo a vos, un dominico?

– No la conocéis, ella es… no se le puede negar nada. La obedezco desde que tengo uso de razón y todo cuanto soy a ella se lo debo. Le pertenezco.

– Pero ¡qué decís! -El caballero Bonard parecía escandalizado.

– No, no me malinterpretéis. A doña María le profeso un gran respeto, sólo que ella gobierna las vidas de cuantos tiene cerca y yo soy uno de ellos.

– ¿Sabéis que os pueden quemar en la hoguera por tratar con herejes? -preguntó Bonard.

– Lo sé, y si vos me denunciáis no habrá piedad para conmigo. Para la Iglesia sería un golpe que uno de los suyos, un dominico, miembro de la Inquisición, tenga tratos con los herejes y además se preste a ayudarles. Fray Ferrer encendería mi pira él mismo.

El caballero Armand de la Tour dio un paso al frente y, clavando sus ojos en los de su compañero Bonard, sentenció:

– Según parece no vamos a tener más remedio que protegeros, para protegernos nosotros mismos. Ninguno querrá tener sobre su conciencia vuestra muerte en la hoguera, ni tampoco la de nuestro hermano Fernando. A la Iglesia no le conviene que un notario de la Inquisición tenga tratos con los herejes, ni al Temple tampoco que uno de los suyos tenga una madre perfecta.

– ¿Proteger? -preguntó desconcertado Arthur Bonard.

– Sí, proteger. No vamos a denunciarles, y además, ¿no hemos hablado del dolor que nos produce esta lucha fratricida entre cristianos? El Temple procura mantenerse alejado de este conflicto, así lo decidieron nuestros superiores, y hasta ahora hemos esquivado vernos envueltos en esta cruzada contra los que se llaman los Buenos Cristianos. No, yo no permitiré que envíen a la hoguera a nuestro compañero Fernando de Aínsa. Tampoco me parece un delito ayudar a salvar la vida de una niña inocente. ¿Qué sabrá ella de teología? Soy monje, soy soldado, pero también soy físico y aborrezco que se destruyan vidas. No os creo capaz, Bonard, de entregar a nuestro hermano.

El ingeniero bajó la mirada y cerró los ojos buscando en su interior una respuesta a los problemas a los que se enfrentaban.

– No podemos ayudar a escapar a esos herejes -acertó a decir.

– Sí, sí podemos -insistió Armand de la Tour.

– Eso es traición -afirmó Bonard.

– No lo es. Nosotros acudiremos a salvar a una niña y la escoltaremos, a ella y a sus acompañantes, hasta un lugar seguro. Nada más.

– Me dieron la responsabilidad de dirigir nuestro grupo, y eso no lo haremos -recordó Bonard mirando no sólo a Armand sino también a los otros tres caballeros que les acompañaban.

Uno de ellos, un joven de la edad de Fernando, pidió permiso para hablar.

– Señor, yo quisiera ayudar a Fernando de Aínsa. No veo nada malo en salvar a su hermana, ni creo que sea traición. ¿Se puede traicionar al rey por ayudar a una niña a escapar de la hoguera? Yo no podría mirar a Fernando sabiendo que he condenado a su hermana.

– Sin embargo, no vais a acudir a salvar a su madre… -dijo Bonard.

El joven no se amedrentó y respondió de inmediato:

– No, no creo que debamos hacerlo. Doña María sabe lo que hace. A vos os preocupa la traición… y yo no creo que esto lo sea.

– ¡A mí me preocupa mezclar al Temple en la fuga de unos perfectos de Montségur! ¡Eso es un delito! Todos lo sabéis como yo.

– Peor sería denunciar a Fernando y que cayera en manos de la Inquisición. Sabéis que muchos de nuestros enemigos verían en ello una oportunidad para intentar destruirnos -reiteró Armand de la Tour.

– Tenemos otra alternativa: partir de inmediato.

Las palabras del caballero Bonard parecían no admitir réplica. Pero ni Fernando ni Julián estaban dispuestos a claudicar.

– Señor, en vuestras manos está mi vida. No os pido que me ayudéis; sé que cuando esto termine sufriré un castigo ejemplar que merezco, pero, o me denunciáis y así me detenéis, o sabed que ayudaré a mi hermana a escapar y escoltaré a esos perfectos a lugar seguro. Es la última voluntad de mi madre antes de morir y la cumpliré.

9

Bertran Martí, el anciano obispo de los herejes, había mandado reunir todo el oro, plata, piedras preciosas y cuantos objetos de valor se podían transportar. Hacía tiempo que en Montségur guardaban todas las ofrendas que los nobles entregaban a la causa de los Buenos Cristianos. Con aquel oro levantaban casas para acoger a los huérfanos, curar a los enfermos, socorrer a las viudas…

El anciano obispo quería ponerlo a salvo, en manos seguras, para continuar con la obra de los Buenos Cristianos.

Dos de sus diáconos, Matèu y Pèire Bonet, serían los encargados de escapar de Montségur y de la hoguera, a la que más pronto que tarde todos se sabían condenados. Junto a los diáconos iría la pequeña Teresa de Aínsa. Su madre, doña María, había ordenado que la salvaran.

Doña María le había contado a Bertran Martí la conversación con su hijo y el compromiso de salvar a Teresa. La dama sabía que para que el obispo aceptara arriesgar la misión, ella debería contribuir al éxito de la misma, de ahí su idea de que Fernando ayudara a escapar a los dos perfectos junto a su hija. Ese trueque era su única opción si quería cumplir su promesa a Fernando. Sabía que su hijo no entendería su exigencia, pero no tenía alternativa.

Raimon de Perelha y Pèire Rotger de Mirapoix habían añadido a sus preocupaciones la de hacer salir sin peligro a los dos diáconos.

Esta vez el traidor estaba del lado de los cruzados, aunque ¿era un traidor? Aquel soldado del país, que servía con las armas a un rey al que no profesaba ninguna simpatía, tenía a su hermana y sobrinos dentro de Montségur. El hombre aceptó arriesgar su vida para atender el ruego de su hermana y el señor De Mirapoix.

Era un hombre de Camon, el feudo de Pèire Rotger de Mirapoix, el cual le había prometido una buena recompensa por «no ver» cómo escapaban dos diáconos.

Fijaron la noche de la fuga en la que él y otros compañeros de Camon estarían de guardia; sólo había un paso por el que escapar, difícil y tenebroso, el único que no contaba con fuerte vigilancia de los cruzados.

Teresa lloraba abrazada a su madre. El obispo Bertran Martí le había dado el consolament, asegurándole un lugar en el cielo. La pequeña no quería separarse de su madre ni de aquellos con los que había compartido tantas desventuras en los meses del asedio. Odiaba con toda su alma a los cruzados, a los que creía soldados del Maligno, y suplicaba a su madre que le permitiera dejar este mundo maldito junto a ella.

Doña María no encontraba palabras para el desconsuelo de su hija.

– Le he dado mi palabra a Fernando, y él sólo accede a ayudarnos porque irás tú con los diáconos. ¿Quieres que cuanto poseernos caiga en manos de los cruzados? Ese oro y esa plata servirán para mantener nuestra Iglesia, para salvar a muchos hermanos. Tú misma les condenarás a la hoguera si no accedes a salvarte. Nuestra fe necesita más tiempo para arraigar en otros corazones. Si después de destruir Montségur no hay nadie que pueda dar testimonio de nuestra fe, ¿de qué habrá servido el sacrificio? Tú tienes esa misión, Teresa, has de vivir para que la fe de los Buenos Cristianos permanezca. El hermano Matèu tiene además la misión de ir a la corte del conde de Tolosa y explicarle nuestra situación. Si hay una oportunidad de salvar Montségur depende de ti, hija mía.

– ¿Y dónde me llevará Fernando? -preguntaba la niña sollozando.

– Os pondrá a salvo. Luego tú irás con Matèu a la corte de Raimundo, con tu hermana y su marido.

Fernando aguardaba impaciente entre la espesura del monte. El cabrero les había guiado hasta allí apenas había caído la noche. Llevaban horas esperando sin escuchar otro sonido que el de los animales del bosque.

El cabrero permanecía en silencio. Fernando sabía que no lejos de allí estarían sus compañeros templarios. Bonard había accedido a la petición de Armand de la Tour, quien había encontrado la manera de ayudarle pero sin comprometer al Temple en la aventura. Le seguirían de cerca, le cubrirían la espalda, procurarían protegerle, pero no participarían directamente. De vuelta a la encomienda entregaría a Fernando al maestre para que éste decidiera el castigo del que era merecedor, aunque Bonard no se engañaba: ellos también sufrirían las consecuencias por su complicidad, por escasa que ésta fuera.

El leve crujido de una rama alertó al cabrero y puso en tensión a Fernando. Exhaustos, con las manos sangrando y el cansancio reflejado en el rostro, aparecieron dos hombres seguidos de una figura envuelta en un manto que andaba a trompicones.

– Son ellos -anunció el cabrero.

Fernando se acercó con dos zancadas a los hombres a los que apenas saludó con un gesto para descubrir el manto que cubría la cabeza y el rostro de su hermana.

– ¡Teresa!

La niña primero le miró con odio pero de inmediato se derrumbó y dejó escapar un torrente de lágrimas.

– Hacedla callar o nos encontrarán -ordenó el diácono Matèu-. Nos hemos cruzado con unos soldados. No ha sido fácil llegar hasta aquí.

– Cálmate, Teresa, ya tendréis tiempo de llorar -trató de calmarla Fernando sin saber muy bien cómo tratar a la niña a la que veía convertida casi en una mujer.

El cabrero hizo una seña para que guardaran silencio. Le había parecido escuchar un ruido. Todos estaban nerviosos, en tensión.

– Los caballos están cerca de aquí, apenas a unos pasos, hemos cubierto los cascos para no hacer ruido. ¿Sabéis montar? -preguntó Fernando a los diáconos.

– Sabremos -respondieron éstos.

– En tal caso, en marcha…

Fernando abría el paso, protegido por sus compañeros. Los perfectos le habían indicado que les acompañara a un lugar de las montañas del Sabartés. Allí esconderían su cargamento hasta que llegara el momento de hacer uso de él.

Cabalgaron sin descanso hasta que los dos hombres hicieron una seña a Fernando para que les aguardara en aquel rincón del bosque. Luego, caminando, se perdieron en la espesura. Fernando creyó escuchar voces de otros hombres, pero no se movió de donde estaba, como le habían pedido los dos perfectos.

Cuando regresaron, hablaban entre ellos con cierta animación y, por lo que decían, Fernando intuía que se habían encontrado con alguien; ninguno de los hombres quiso confirmarle esa impresión. Se les notaba aliviados por saber su carga a buen recaudo.

Cabalgaron sorteando a los soldados. Fernando les guiaba seguro a través de bosques y montes bajos, procurando evitar poblaciones y, sobre todo, a los hombres de armas. Permanecía de guardia por la noche velando el sueño de los fugitivos, sabiendo que muy cerca sus compañeros estarían al acecho de cualesquiera que se acercaran a ellos. Corrieron peligro en un par de ocasiones, pero salieron bien librados gracias a la pericia del templario.

Los dos diáconos se sentían seguros bajo la protección de Fernando. ¿Quién se hubiera atrevido a enfrentarse a un soldado del Temple?

Teresa estaba agotada de haber cabalgado sin descanso en las últimas jornadas hasta llegar a las tierras bajas, donde en ese momento estaba la corte del conde Raimundo. Fernando no quiso acompañarla hasta el castillo. Se despidió de ella obligándola a prometer que obedecería a su hermana mayor y a su esposo.

Después se despidió de los perfectos, tras encomendarles a su hermana.

– Os la confío. Mi cuñado Bertran d'Amis sabrá recompensaros.

– No necesitamos ninguna recompensa -respondió Pèire Bonet sin ocultar su irritación por las palabras del templario.

– No he querido ofenderos -se disculpó Fernando.

– En esta vida no esperamos ninguna recompensa -insistió el perfecto-. Vuestra hermana ha recibido el consolament, así que es también nuestra hermana.

Fernando abrazó a Teresa; luego montó en su caballo y lo espoleó con fuerza. Sabía que sus compañeros le estarían esperando. Teresa viviría mientras él iba en busca de su castigo. Se preguntó a sí mismo si realmente se lo merecía.

10

La situación en Montségur había empeorado y el senescal aseguraba que era cuestión de tiempo que el señor De Perelha aceptara la rendición.

Bajo la enérgica dirección del obispo de Albi, las máquinas de guerra no daban respiro a los defensores. Los cruzados estaban ya a pocos metros del castillo y las catapultas habían batido buena parte del muro oriental.

Julián escribía ensimismado la crónica ordenada por doña María. A través del cabrero, la dama le había mandado recado de que Teresa estaba a buen recaudo junto a su hermana en la corte del conde Raimundo. Sin embargo, de eso hacía ya tiempo; la Navidad había pasado, enero estaba llegando a su fin y seguía sin tener noticias de doña María.

De Fernando tampoco tenía nuevas. Parecía que se lo hubiera tragado la tierra. En ocasiones estuvo tentado de recabar noticias a la encomienda templaria situada a pocos días a caballo, pero no se había atrevido a hacerlo para no aumentar las dificultades de Fernando y, lo que era peor, alertar a los enemigos de ambos. De manera que se había dedicado noche y día a escribir aquella crónica sobre Montségur y los herejes, que algún día depositaría en manos de su hermanastra Marian.

Escondía con celo sus escritos para evitar la tentación de leerlos a los que visitaban su tienda. A veces creía sorprender a fray Ferrer observándole con desconfianza. Sentía la antipatía de su superior, se decía que era incapaz de mostrar buenos sentimientos hacia nadie. Hasta fray Pèire parecía asustado en su presencia.

Un soplo de aire se coló por la abertura de la puerta de la tienda, que dio paso a fray Pèire.

Julián, ¿cómo os encontráis hoy?

– Mejor, hermano, mejor.

– ¡Cuánto trabajáis!

– Quiero estar preparado para cuando comience el juicio de los herejes.

– Pero ¿qué escribís con tanto celo?

– Pongo en orden sentencias de otros juicios de herejes, y las disposiciones aprobadas en los concilios. Nada importante, pero me ayuda a pasar las horas en estos días de lluvia en que sólo un loco se aventuraría a salir.

– Tenéis razón. Os confieso que la humedad me está afectando a los huesos. Hay días en que los miembros me duelen de tal manera que pienso que no podré moverlos. El físico del senescal me ha sangrado, pero no me alivia el dolor.

– El físico del senescal no sabe nada.

– ¡Pero Julián!

– Es un carnicero cuya única ciencia consiste en sacar sangre de las venas, tanto da que se trate de un dolor de barriga que de un resfriado.

Fray Pèire no respondió; en su silencio había una aceptación implícita de las palabras de Julián. Durante un rato, conversaron de las noticias que corrían por el campamento, aunque no se hubiera producido ninguna novedad destacable.

Poco después de marcharse fray Pèire, un sirviente entró anunciándole que el cabrero solicitaba permiso para visitarle. De su hombro colgaba una ristra de quesos.

– He venido a traer algunos quesos al senescal -saludó. Julián sintió un ataque de vértigo, pues si bien ansiaba noticias de doña María, al tiempo las temía. Seguía sin saber qué le había podido ocurrir a la señora.

– Doña María quiere veros. Una noche de éstas os vendré a buscar, no sé cuándo. Ahora las cosas han cambiado, e ir y venir a Montségur es más difícil. Pero estad preparado.

A partir de ese momento Julián volvió a dormir inquieto, a pesar de que las hierbas que le había suministrado el físico templario conseguían inducirle al sueño. Sus noches se llenaron de pesadillas en las que doña María aparecía dándole las más diversas órdenes que ponían en grave riesgo su vida. Se despertaba sobresaltado en medio de sudores fríos que le recorrían la columna. De nuevo había perdido el apetito. Fray Pèire le creía un santo, convencido de que su delgadez se debía al afán de sacrificio y renuncia a todo lo material, incluida la buena mesa que todavía era posible encontrar en aquel campamento.

La noche en que apareció el cabrero, Julián acababa de beber la infusión que le permitiría instalarle en el sueño.

– Daos prisa, hoy la noche no está muy clara; debemos aprovecharla para llegar cuanto antes.

Julián le siguió temiendo dormirse por el camino, aunque en realidad lo que más temía era caer en manos de los cruzados, a los que no podría explicar qué hacía escalando riscos con el cabrero en dirección al castillo maldito.

Una vez más perdió la noción del tiempo; no supo cuánto había caminado, aunque le pareció que mucho más que en ocasiones anteriores. Le dolían los pies.

Cuando doña María apareció, de repente, como un fantasma, le costó reconocerla.

El rostro de la dama se había afilado aún más a causa de las privaciones y un cerco violeta enmarcaba su mirada, ahora apagada. Doña María había perdido, además de lozanía, la vivacidad de antaño. Se la notaba extenuada.

Le abrazó con afecto como hacía mucho tiempo que no lo hacía.

– Ven, siéntate, no tenemos mucho tiempo -le dijo, invitándole a compartir junto a ella un saliente de la roca.

– Mi señora, os noto cansada.

– Lo estoy, vuestras catapultas no nos dan tregua. Ese demonio de obispo con sus infernales máquinas… en fin, ya falta menos, pero no es de guerra de lo que quiero hablar, sino de mi hijo.

– ¿De Fernando? Señora, yo… perdonadme, pero no he tenido noticias suyas.

– Lo imaginaba. No te has atrevido a indagar.

– Señora, es difícil saber lo que sucede tras los muros de las encomiendas del Temple; los caballeros sólo responden ante el Papa.

– Pero podrías acercarte a visitar a Fernando.

– Vos sabéis que los caballeros templarios no reciben visitas. Les está prohibido, son monjes, señora.

– Bien, pues si no vas tú, iré yo.

– ¡Vos! Pero no podéis hacerlo.

– Claro que puedo. ¿Sabes? No sólo las máquinas del demonio de tu obispo me impiden dormir; la suerte que haya podido correr Fernando me atormenta, porque me siento responsable si ha sufrido algún mal. Una cosa es saber que puede morir en combate luchando contra los sarracenos y otra muy distinta que esté en una mazmorra pudriéndose. Eso no lo podría soportar.

– Había un caballero, Armand de la Tour, un físico, que parecía profesarle afecto…

– Entonces, Julián, intentad poneros en contacto con ese caballero. Que os dé noticias de Fernando.

– ¡Pero, señora, eso no es posible!

– Pues tendrá que serlo -sentenció doña María-. Dentro de dos semanas te mandaré a buscar. Creo que al menos otras dos semanas resistiremos -murmuró para sí.

– Señora, no sabéis lo que pedís.

– Sí, claro que lo sé. He de morir con la conciencia tranquila, y no falta mucho para que eso suceda. Tú mismo me juzgarás y enviarás a la hoguera.

Julián bajó la cabeza, abrumado por las palabras premonitorias de doña María. No pudo evitar las lágrimas.

– Vamos, hijo, no llores, las cosas son así, tú te has empeñado en servir a esa Iglesia que no es otra cosa que una Gran Ramera, haciendo caso omiso de mis recomendaciones.

– ¡Vos quisisteis que fuera dominico!

– Eso fue antes de encontrar a los Buenos Cristianos.

– Señora, vos pretendéis que los demás creamos en lo mismo que vos, y que dejemos de creer cuando vos dejáis de creer, y que veamos el día cuando es el crepúsculo, y la noche cuando amanece…

– ¡Basta, Julián! No te atormentes, no te voy a exigir que cambies de creencias, ya no tengo tiempo para ello; además, a tu manera, también tú eres un hereje.

– ¡Dios se apiade de mí!

– Eso no lo sé -bromeó doña María sin que Julián alcanzara a captar el matiz guasón de su voz.

El cabrero se acercó a ellos haciendo una señal a la dama. -Es verdad -dijo doña María-, se ha pasado el tiempo y debes irte. Te mandaré a buscar para que me des noticias de Fernando.

– ¿Habéis vuelto a saber de Teresa? -preguntó Julián con apremio en la voz.

– Ya te mandé decir que Teresa está bien. A finales de enero regresó Matèu, uno de los perfectos que la acompañaron a la corte de Raimundo. Pero no hemos vuelto a tener noticias.

– ¿Uno de esos hombres regresó?

– Claro, ya te lo he dicho. Creíamos que vendría con refuerzos, pero sólo trajo dos hombres de armas. Pèire Rotger de Mirapoix cree que se debe volver a intentar.

– ¿Volver a pedir ayuda al conde?

– Mirapoix ha convencido al señor del castillo, su parienteRaimon de Perelha, de que es necesario mantener la esperanza en los hombres; por eso ha vuelto a pedir a nuestro obispo, Bertran Martí, que envíe de nuevo a Matèu o a otro de los diáconos a hablar con Raimundo. Ya ves cuánto confío en ti, que te desvelo nuestros más íntimos secretos y la angustia de nuestra situación.

– No os deseo ningún mal.

– Tú eres bueno, Julián, sólo que ahora estás en el lugar equivocado. Te ha faltado perspicacia para darte cuenta del error. Crees que convertirte en un buen cristiano es un salto en el vacío, pero en realidad lo eres más de lo que siquiera puedas imaginar.

Julián se quejó a fray Pèire de que no le quedaba ni una brizna de las hierbas del físico templario, y que sin ellas le volvía a martirizar el dolor de vientre, amén de que no podría conciliar el sueño.

El bueno del fraile intentó convencerle a su vez de que no podía enviar a nadie a la encomienda, con la muy extraña petición de que les surtieran de hierbas para un dominico. Además, fray Ferrer no lo autorizaría.

Durante dos días Julián guardó cama quejándose de un dolor insoportable en el abdomen; incluso se dejó sangrar por el físico del senescal, consiguiendo aumentar la palidez de su ya blanco color de piel.

A regañadientes, fray Ferrer accedió a los ruegos de fray Pèire y consintió en enviar un paje al castillo del Temple situado en Agen, la encomienda templaria de Armand de la Tour y el hermano de Julián.

El paje fue recompensado con una bolsa de monedas, con la promesa de recibir otra más si aparte de traer las apreciadas hierbas conseguía noticias de Fernando.

– Es mi hermano -explicó Julián-, saludadle de mi parte si os es posible y si no lo fuera dadle esos saludos al caballero De la Tour para que se los transmita cuando tenga ocasión.

Hasta una semana después no regresó el paje y Julián no tuvo las ansiadas noticias.

– Siento haber fracasado en el encargo, no pude ver a ese físico -dijo.

Julián palideció temiéndose lo peor.

– Pero no os preocupéis, los caballeros me dieron un zurrón lleno de esas hierbas que tanto os alivian.

– ¿Y mi hermano? ¿Qué sabéis de él?

– Poco. Un servidor de los caballeros me contó que unos cuantos de ellos habían estado en prisión después de regresar de un viaje. Al parecer habían cometido un acto de desobediencia. Creo que vuestro hermano está entre ellos. El sirviente me contó que las mazmorras del castillo no son dignas ni de las alimañas, y que los hombres enloquecen en esos agujeros adonde no llega ni una brizna de luz, y que por todo alimento reciben medio vaso de agua al día y media hogaza de pan.

– ¿Cómo sabéis que mi hermano estaba entre ellos?

– Estuvo aquí con otros cuatro caballeros no ha demasiado tiempo. Los caballeros castigados formaban parte de ese grupo, de manera que no hay que pensar mucho para saber dónde está. Me prometisteis una recompensa si os daba noticias ciertas y éstas lo son -le recordó con codicia el paje.

Julián le entregó la bolsa. No sabía si podía creer en sus palabras, pero no tenía otra opción que darlas por buenas. Temblaba al pensar en el momento de transmitirle las novedades a doña María pero, sobre todo, temía su reacción.

11

Corba de Lantar ayudaba a vestirse a doña María. La esposa del señor de Montségur, Raimon de Perelha, no había dudado ante el requerimiento de su amiga: doña María necesitaba ropa de dama, de la que carecía puesto que era una perfecta y su traje habitual era una saya pardusca y un manto negro. Pero de esa guisa no podía presentarse en el castillo de Agen y enfrentarse al maestre de la encomienda donde estaba preso Fernando.

Raimon de Perelha había intentado hacer desistir a doña María de su aventura, pero todos sus argumentos habían chocado contra la tozudez de la dama. Tampoco Pèire Rotger de Mirapoix había tenido más suerte en el intento.

– A lo mejor no os volvemos a ver -comentó Corba mientras ayudaba a colocarse la toca a su amiga.

– Volveré, correré la misma suerte que cuantos estáis aquí, pero he de intentar salvar a mi hijo.

– Lo sé y os comprendo, pero no deberíais sentiros culpable por la suerte de Fernando.

– ¿Sabéis, Corba? Con este hijo nunca he hecho las cosas como debiera. Siempre he sabido que si ingresó en el Temple fue más por rebeldía que por vocación. Creo que lo hizo para castigarme. No puedo dejarle abandonado a la suerte de esos monjes soldados que tan extraños me resultan.

– Puede que el maestre no os reciba.

– Me recibirá, no tendrá más remedio que hacerlo.

Doña María había rechazado prendas costosas, y se envolvía en un vestido de color azul oscuro acompañado de un manto del mismo color ribeteado con una piel de conejo. Se había recogido el cabello e intentado dar color a sus mejillas.

No le fue fácil dejar el castillo sin que los cruzados la vieran. Ese mes de febrero, los hombres del senescal podían observar desde sus puestos los demacrados rostros de los defensores.

De nuevo Pèire Rotger de Mirapoix tuvo que buscar la complicidad de los soldados cruzados de su región, a los que regaló dos bolsas de monedas para que tuvieran a sus compañeros ocupados mientras doña María se deslizaba entre las sombras de la noche.

La dama cabalgó escoltada por un paje hasta el castillo de Agen. No aceptó ningún descanso. Quería salvar a su hijo, pero también regresar cuanto antes a Montségur para correr la misma suerte de sus hermanos. El obispo Bertran Martí la había bendecido encomendándola a Dios.

Dibujándose en la línea del horizonte, el castillo de Agen resultaba imponente. Doña María indicó al paje que se detuviera para refrescarse y peinarse, además de poder acomodar sus vestimentas y presentarse como la dama que era al maestre templario.

Su llegada al castillo provocó estupor. Se anunció con altivez: «Soy doña María, señora De Aínsa».

Un sirviente le pidió que aguardara en una estancia donde tan sólo había un banco de piedra donde sentarse. Pero estaba demasiado tensa para descansar, de manera que cruzó la estancia varias veces a la espera de que apareciera el maestre.

Cuando el sirviente entró leyó en su rostro que le traía malas noticias.

– No os puede recibir; lo siento, señora.

– ¿No me quiere recibir el señor Yves de Avenaret?

– No puede hacerlo, señora.

– Bien, pues decidle que aquí me quedaré hasta que pueda. Traedme agua y algo de comer. No tengo prisa.

El sirviente miró asustado a la dama. Se sentía indefenso ante la actitud enérgica de doña María.

– ¡Pero aquí no podéis quedaros! Éste es un castillo del Temple, no está permitida la presencia de damas.

– Lo sé, y es mi deseo irme cuanto antes, pero no lo haré hasta que el señor De Avenaret me reciba.

– ¡Señora, no insistáis! -suplicó el sirviente.

– No lo hago. Simplemente quiero que comuniquéis al maestre que le esperaré aquí, que no me iré hasta hablar con él de algo que concierne al Temple, al rey Luis y al Papa, además de a los dos.

El sirviente salió despavorido ante la mención de la gente de relieve que había nombrado la dama.

Tardó en regresar largo rato y encontró a doña María igual que la había dejado, cruzando a zancadas la estancia.

– El maestre os recibirá.

Doña María no respondió y le siguió con paso presto a través de las heladas estancias del castillo, donde se cruzó con algún caballero que la observaba de reojo con curiosidad.

Yves de Avenaret era un hombre entrado en la ancianidad. Extremadamente delgado, sus ojos hundidos reflejaban un espíritu ascético.

Permanecía de pie, rígido, junto a una butaca de respaldo alto. La estancia estaba desnuda salvo por la butaca, una mesa con varios rollos de pergamino y recado de escribir. Una chimenea de piedra empotrada en la pared caldeaba la estancia.

El templario le clavó su mirada gris sin que doña María bajara los ojos. Si aquel hombre creía poder intimidarla se había equivocado de adversario.

– Decid lo que tengáis que decir, señora -le pidió con voz autoritaria el maestre sin invitarla a sentarse.

– Seré breve; soy tan celosa de mi tiempo como vos del vuestro. Habéis encarcelado a mi hijo Fernando de Aínsa. Vos sabéis que no ha cometido ningún delito, salvo el de cumplir con la última voluntad de su madre, que pronto será enviada a la hoguera.

El maestre no pudo evitar asombrarse al escuchar a doña María hablar con tamaña crudeza sobre su propio destino.

– Mal nacido sería Fernando si negara un favor a su madre en vísperas de su muerte. Mi hijo quería salvar la vida de la más pequeña de sus hermanas y accedí, aunque le obligué a escoltarla junto a dos perfectos, dos diáconos de nuestra Iglesia, hasta un lugar seguro. Sí, le presioné: la vida de su hermana a cambio de garantizar la fuga de dos hombres buenos con nuestros bienes más preciados, que permitirán seguir difundiendo la Palabra de Dios. Ése es su pecado. Vos le habéis castigado con extrema dureza, habéis sido inmisericorde con un joven que no podía desobedecer a su madre. Sé que le tenéis en las mazmorras de este castillo junto a otros cuatro templarios que se vieron envueltos sin pretenderlo en estos hechos. Sé que se opusieron con vehemencia, pero que optaron por no dejar solo a Fernando, temerosos de que le detuvieran los cruzados, lo que podría haber provocado un gran escándalo. No hace falta tener mucha imaginación para saber que si hubieran encontrado a Fernando, el Temple se habría visto comprometido en la fuga de dos hombres importantes de la Iglesia de los Buenos Cristianos. Nadie habría creído que un templario actuaba sin el consentimiento de su maestre. Sus compañeros obraron con prudencia intentando que a la situación creada no se añadieran más dificultades, por lo que siguieron a cierta distancia a Fernando sin intervenir en lo que éste hacía, que no era otra cosa que poner a su hermana y a los diáconos en lugar seguro. Ahora quiero de vos que hagáis justicia.

Yves de Avenaret miraba iracundo a aquella mujer intrépida que le hablaba con tanta serenidad y altanería como si fuera un jefe en la batalla que no admite réplica.

Se sentía irritado consigo mismo por haberla recibido, pero al mismo tiempo viéndola comprendía que doña María era capaz de conseguir cualquier cosa que se propusiera, y temía lo que podía llegar a hacer si no le satisfacían sus demandas.

– ¿Justicia pedís, señora? ¿Qué sabéis vos de justicia? ¿Cómo os atrevéis a presentaron aquí amenazando…?

– ¿Amenazando? ¿Os he amenazado? Decidme en cuál de mis palabras habéis encontrado un atisbo de amenaza. No, señor De Avenaret, aún no os he amenazado.

El templario se removió nervioso deseando acabar cuanto antes la conversación con aquella mujer, de la que intuía que podía ser una fuente de problemas.

– Vuestro hijo ha violado sus juramentos. Cuando se entra en el Temple uno se despide de su familia para siempre. Ha desobedecido y nos ha puesto en peligro; ha de pagar por ello.

– Extrañas normas las de unos monjes que dicen servir a Dios y piden a los hombres que olviden a quienes quieren, a la madre que les trajo al mundo, a los hermanos… ¿cómo serán capaces de hacer algo por los demás si dan la espalda a los suyos? No se puede borrar la mente de los hombres, eliminarles el pasado, por más que hayan asumido un compromiso nuevo. Mi hijo tuvo que obedecerme, no tenía otra alternativa, reaccionó como un hermano, no como un monje.

– Es extraño escucharos hablar así a vos, que sois una hereje y dejasteis a vuestro esposo e hijos.

Doña María sintió la estocada en el corazón, pero no se arredró y decidió seguir luchando.

– No sois mi juez; vuestro Dios tampoco lo será, de manera que no perdamos el tiempo hablando sobre mí. Vengo a deciros que si no liberáis a mi hijo y a sus compañeros, el rey Luis y el Papa sabrán que unos caballeros templarios de esta encomienda ayudaron a escapar a dos diáconos de Montségur que llevaban consigo un importante y enorme tesoro. Sabrán también que después de hacerlo, habéis hecho desaparecer a dichos caballeros para que nadie supiera de su hazaña, ¿acaso porque el Temple se ha convertido en guardián del tesoro de los Buenos Cristianos?

– ¿Cómo os atrevéis a decir semejantes cosas? ¡Vos sabéis que nada tenemos que ver!

– Se abrirá un proceso en el que tendréis que demostrar vuestra inocencia al Temple, al Papa y al Rey. Los hombres nunca creen lo evidente, de manera que nadie aceptará que Fernando obedecía a su pobre madre perfecta para salvar a su hermana. No os descubro que el Temple tiene muchos enemigos, algunos muy poderosos; esto les servirá para entretenerse. ¿Dónde está nuestro tesoro? Yo juraré que lo tenéis vos.

– ¡Hereje! -gritó el maestre.

– ¿Hereje? Yo creía que lo erais vos. Quiero que mi hijo salga de inmediato de esa mazmorra donde le habéis encerrado, y también quiero que le enviéis a Tierra Santa, lejos de aquí, de vos, de mí. Lo mismo pido para los otros caballeros. Juraréis sobre vuestra Biblia que jamás diréis lo que ha pasado, ni les perseguiréis. Si no cumplís vuestra palabra daréis cuentas a Dios, que no será magnánimo con vos, hijo del Diablo.

Yves de Avenaret temblaba furioso. Si doña María hubiese sido un hombre la habría atravesado con su espada, pero aquella mujer era el peor de los enemigos, dura, implacable, irreductible. Si no accedía, el Temple se vería envuelto en un escándalo, y él mismo terminaría en una mazmorra juzgado por traición, pero la sangre se le inflamaba al pensar en aceptar el chantaje de aquella dama.

Doña María guardó silencio. Se sentía extenuada; aún no sabía si había ganado la partida o no, pero era tanta su determinación que había decidido hundir a aquel templario en el fango de la historia si no liberaba a su hijo. Ella misma acudiría a la corte de Luis, pediría ver al Rey y mandaría una misiva al Papa. Se acusaría de ser una Buena Cristiana, una hereje, dirían ellos, pero a su vez acusaría al Temple de haberles robado el tesoro guardado en Montségur. No sabía lo que podía suceder, además de ser condenada de inmediato a la hoguera, pero al menos sembraría tal confusión que el Temple no saldría indemne de su embestida.

Yves de Avenaret observó con odio profundo a aquella mujer que había provocado la única derrota de su vida.

– Vuestro hijo será liberado. Tenéis mi palabra.

– Primero juraréis ante vuestra Biblia, después le mandaréis traer ante mí, le proporcionaréis a él y sus compañeros comida, agua, caballos y salvoconductos, y después saldré con ellos de este castillo para siempre. ¡Ah!, y como no me fío de vos, como podéis tener la tentación de querer arrebatarme la vida antes de que sea devorada por las llamas, sabed que otros Buenos Cristianos están dispuestos a cumplir con lo que os he anunciado si a mí o a mi hijo nos pasara algo.

– Sois una hereje y como tal no comprendéis el valor de la palabra de un caballero.

– Soy María de Aínsa, estoy desposada con el más bueno y valeroso de los caballeros, y os aseguro que en nada se parece a vos.

Volvieron a medirse cruzando las miradas. La de Yves de Avenaret, cargada de ira; la de María de Aínsa, de resolución.

La dama se acercó a la mesa y señaló la Biblia que se encontraba abierta.

Jurad, señor, jurad.

Yves de Avenaret lo hizo. Juró con rabia y con firmeza cuanto aquella mujer le pedía. Juró por Dios y por su honor. Luego salió de la estancia dejando a doña María aguardando impaciente.

Tardó más de una hora en regresar y lo hizo con Fernando apoyado en un sirviente, ya que apenas podía sostenerse en pie, y tapándose los ojos doloridos por la luz que inundaba la estancia. Se le transparentaban los huesos, tenía el cabello desgreñado y un olor fétido se desprendía de la ropa mugrienta que le cubría.

– ¡Madre, habéis venido!

Doña María se acercó a su hijo sin poder evitar las lágrimas al verlo en semejante estado.

– ¡Así tratáis vos a vuestros hermanos! -gritó iracunda a Yves de Avenaret-. Nunca como hoy he visto tan de cerca al Diablo.

Fernando se apoyó en la pared desconcertado por la escena y temiendo que su madre enfureciera al maestre. Pero doña María había vuelto a recobrar el dominio de sí misma y se dirigió al templario con voz glacial.

– Mandad que ayuden a mi hijo a asearse, proporcionadle ropa y alimento. Lo mismo haréis con sus compañeros. Cuando estén listos que vengan aquí, a esta estancia, porque de aquí saldremos.

Cuando se hubo quedado sola no pudo resistir el cansancio que la embargaba y sin pensárselo dos veces se sentó en aquella silla alta que pertenecía al maestre. No supo si se había dormido ni cuánto tiempo había transcurrido, pero le devolvieron a la realidad los pasos sonoros de unos hombres entrando en la sala.

Fernando aún se apoyaba en uno de los sirvientes, al igual que el resto de sus compañeros que también lo hacían en otros criados del Temple.

Se les veía aseados, con ropa nueva, y el cabello húmedo, recién lavado. Doña María dudó si serían capaces de montar a caballo, pero decidió que no podía tentar más a la suerte y cuanto antes dejaran aquel castillo, más seguros se encontrarían.

– Los caballos están preparados, junto con cuatro mulas con víveres y armas. Aquí están los salvoconductos y las cartas de pago para que puedan embarcar rumbo a la Tierra de Nuestro Señor.

Doña María cogió los salvoconductos y se los guardó. Durante un segundo cruzó su mirada con la del maestre y supo que aquel hombre cumpliría su palabra por más que la odiara.

No se dijeron nada más. Doña María hizo un gesto indicando a los caballeros que se pusieran en marcha. Éstos no habían acertado a decir palabra y aún se preguntaban por lo que estaba sucediendo. Habían pasado de la oscuridad y el silencio a ser liberados, aseados y enviados, como si nada hubiera pasado, a combatir al sarraceno. Y todo ello parecía deberse a esa mujer enjuta, de ojos penetrantes y gesto firme, que tanto se parecía a Fernando.

Dejaron el castillo guiados por dos sirvientes que formaban parte de la comitiva, además de cinco escuderos, que parecían igual de extrañados que ellos mismos por la repentina misión. Pero nadie pregunta al maestre, nadie osa discutir sus órdenes; sencillamente se obedecen.

Se habían alejado un buen trecho del castillo cuando doña María mandó detenerse a la comitiva. Bajó del caballo y pidió a los caballeros templarios que descansaran mientras hablaba con su hijo. Esta vez sí iban a despedirse para siempre.

– Fernando, hijo, te ruego me perdones el sufrimiento que te he causado.

– No sois culpable, madre -acertó a decir el joven-, yo sabía que sería castigado y acepté quebrantar las reglas; vos no me obligasteis.

– ¡Claro que lo hice! Y en mi conciencia tengo cada segundo de tu sufrimiento y el de tus compañeros. Perdóname, no podré morir en paz sin tu perdón.

– Madre, nada he de perdonaros. Aún no sé cómo habéis conseguido sacarnos de esa mazmorra…

– Lo he conseguido y eso basta.

– El maestre es un hombre duro pero justo.

– ¿Justo? ¿Es justo castigar a un hombre sin ver la luz, encerrado entre alimañas, apenas darle media hogaza de pan para mantenerle vivo? ¿De verdad crees que merecías ese infierno? No. Ni tú ni tus compañeros merecíais ese final. Habríais muerto con vergüenza siendo inocentes. El demonio habita en los hombres que son capaces de hacer lo que te han hecho.

– ¡Madre, por Dios! ¡No digáis eso!

– Temo a los hombres que no dudan.

– Vos tampoco lo hacéis.

– ¡Qué sabrás tú, hijo! A veces es demasiado tarde para desandar el camino emprendido.

– ¿Qué haréis, madre?

– Regreso a Montségur. Dentro de poco he de morir.

– ¡Huid! No tenéis que regresar, mi padre os protegerá.

– Buscaría su desgracia si regreso. No, no puedo hacerle eso. No quiero volver, hijo, no quiero hacerlo.

– ¿Cuánto resistirá Montségur?

– Poco, Matèu ha salido en dos ocasiones. La primera regresó con dos hombres como todo refuerzo, ahora estamos esperando su regreso pero no nos hacemos ilusiones. Raimundo no vendrá, nos deja a nuestra suerte; sabe que si vuelve a desafiar al Rey no habrá perdón, prefiere conservar la vida y algunas de sus tierras. Cada vez es más difícil entrar y salir de Montségur, pero aun así Matèu nos ha mandado decir que hay dos señores, Bernat d'Alio y Arnaut de So, dispuestos a pagar a un jefe de ribaldos aragonés de nombre Corbario, para que acuda con algunos de sus hombres. Pero no hemos vuelto a tener noticias.

– Madre, buscad refugio entre los Buenos Cristianos que aún debe de haber en estas tierras, pero no regreséis.

– Hijo, no te preocupes por mí. Yo ya he vivido mi vida, lo único que siento es no haber sabido darte lo que mereces.

– Me habéis salvado la vida.

– Te la debía.

– ¿Sólo por eso?

– Y porque te quiero, Fernando, te quiero con toda mi alma aunque no haya sabido decírtelo. He sido muy dura con cuantos me rodeaban pero sobre todo lamento no haber sabido acercarme a ti, hijo. De eso responderé ante Dios.

Fernando cogió su mano entre las suyas y luego la abrazó. Deseaba que en ese abrazo prolongado su madre sintiera cuánto la quería.

Los caballeros se acercaron con paso torpe hasta donde se hallaban madre e hijo.

– Queremos daros las gracias -dijo Armand de la Tour, el físico templario.

– Yo os las doy a vosotros y os pido perdón por haber puesto en peligro vuestras vidas.

– Habéis sido muy valiente, señora -afirmó Arthur Bonard.

– He cumplido con mi conciencia, quiero morir en paz. Ahora marchaos. Mi hijo os explicará todo. Vuestro maestre me ha jurado que no os perseguirá y nadie sabrá lo que ha pasado. Guardad silencio también vosotros; a todos nos conviene guardar en secreto lo sucedido.

Los caballeros juraron que jamás saldría una palabra de sus bocas, y trataron, en vano, de convencerla de que no regresara a Montségur.

– Cada cual tiene que enfrentarse a su destino. Todos elegimos el nuestro, y yo he elegido hasta la forma de morir. Pero id en paz y que Dios os proteja, caballeros.

Madre e hijo se abrazaron una vez más. Por las mejillas de ambos corrían las lágrimas, pero ninguno intentaba dominarlas.

– Te quiero, Fernando. Vive, vive como el caballero que eres, como el último señor De Aínsa.

Luego, sin volver la vista atrás, doña María se enderezó en el caballo y al galope se dirigió a Montségur.

12

Una brisa suave anunciaba la primavera aquel 16 de marzo de 1244. Julián murmuraba una oración sin poder evitar que le castañetearan los dientes. El polvo del camino indicaba que de un momento a otro verían aparecer el cortejo de los refugiados en Montségur.

Los combates de las últimas semanas habían sido intensos, y tanto el señor del castillo, Raimon de Perelha, como su comandante, Pèire Rotger de Mirapoix, habían llegado a la conclusión de que era inútil resistir por más tiempo. Esta vez el conde Raimundo mantendría su compromiso de vasallaje con el rey Luis; además, la nobleza del país no se sentía capaz de acudir a socorrer a quienes luchaban en Montségur: carecían de un jefe y el condado estaba exhausto.

El primer día de marzo, Pèire Rotger de Mirapoix había salido a negociar con los cruzados. Tanta era la alegría del senescal Hugues des Arcis, que ya fuera por bondad natural o por el deseo de acabar cuanto antes con el asedio que duraba ya nueve meses largos, lo cierto es que el caballero se mostró magnánimo.

Al igual que los otros frailes dominicos, Julián fue testigo de las capitulaciones.

Hugues des Arcis concedió un plazo de quince días para que los sitiados abandonaran el castillo, exigiendo rehenes, entre ellos a Jordan, hijo del propio señor de Montségur, y a Arnaut de Mirapoix, pariente del comandante de la guarnición, además de Raimon Martí, hermano del obispo de los Buenos Cristianos.

También se acordó establecer dos categorías, la de los perfectos y la de todos aquellos que, aun habiéndoles ayudado, no habían profesado la fe de los Buenos Cristianos, de la Gleisa de Dio. Para los Buenos Cristianos la condena era irrevocable: morirían en la hoguera, pero los que abjuraran de su fe podrían salvar la vida. Los dominicos estaban impacientes por comenzar los exhaustivos interrogatorios de los que Julián sería notario. Fray Ferrer, el implacable inquisidor, estaba ansioso por mandar a la hoguera a aquellos desgraciados. Él mismo se encargaría de recopilar las actas de cuanto había sucedido en Montségur.

Doña María, al igual que el resto de los perfectos, consolaba a las buenas gentes que les habían ayudado y compartido con ellos los sufrimientos del asedio. Muchos de los que habían defendido Montségur sin ser Buenos Cristianos decidieron pedir al obispo Bertran Martí el consolament para así correr la misma suerte que los perfectos. Corba, la esposa de Raimon de Perelha, se unió a los perfectos, al igual que su hija Esclarmonde.

De nada sirvieron los ruegos de su esposo, el señor de Montségur. La dama sintió que haría ese sacrificio como último testimonio del sufrimiento vivido, como un gesto para las generaciones venideras.

Otros cuatro caballeros se unieron a ella, además de un mercader, un escudero, un ballestero, seis soldados…

Bertran Martí preguntó uno por uno a los perfectos si deseaban retractarse, para así librarse de la hoguera. El anciano obispo les aseguraba su comprensión, pero ni uno solo quiso abjurar de su fe.

Los perfectos distribuyeron sus exiguas pertenencias entre sus vecinos y amigos, y aprovecharon para escribir cartas a sus parientes más próximos.

Dos destinatarios tuvieron las misivas de doña María. Una iba dirigida a su esposo, don Juan de Aínsa; otra, a su hija Marian, dama en la corte de Raimundo VII. Por un momento pensó escribir a Julián, pero descartó la tentación temiendo comprometerle. Sabía que el hijo de su esposo cumpliría su palabra y escribiría la crónica de la caída de Montségur.

Cuánto fanatismo, se lamentó la dama. Los Buenos Cristianos no habían hecho ningún mal, salvo vivir en la pobreza y ayudar a sus semejantes. Pagaban con la hoguera no mantenerse dentro de la estricta ortodoxia de la Iglesia, de la que no era tanto lo que les separaba.

A lo lejos veía alzarse los estandartes y las cruces de los hombres del senescal. Doña María no pudo evitar un gesto de repugnancia ante la visión de aquellos maderos en forma de cruz que los seguidores de Roma adoraban.

Rezaba a Jesús, que predicó el mensaje de Dios en la tierra. Sin embargo, no creía que muriera en la cruz para salvar a los hombres. Jesús no es de carne, no puede sufrir ningún mal porque es Hijo de Dios. También percibía como una aberración la liturgia en la que los sacerdotes engañaban al pueblo haciéndoles creer que convertían el vino en sangre de Jesús y el pan en su carne. ¡Qué horror, devorar a Jesús! ¿Se daban cuenta de lo que eso suponía?

San Juan lo dejaba claro en su Evangelio: «Mi reino no es de este mundo» o «no son del mundo como yo tampoco lo soy».

El único sacramento que permitía salvar el alma era el consolament, el bautismo espiritual. Sí, Juan Bautista bautizaba con agua, pero Jesús imponía las manos para así recibir al Espíritu Santo rezando la única oración del agrado de Dios, el Padre Nuestro.

En esos días doña María se congratulaba al ver cuántos de sus vecinos habían decidido recibir el consolament. Qué absurdo, decía, echar agua a un niño y decir que está bautizado. El bautismo, bien lo enseña el obispo Bertran Martí, sólo es posible en la edad adulta: recibir o no al Espíritu Santo es una decisión individual.

La dama terminó de escribir, intentando ordenar sus pensamientos que había dejado vagar mientras alcanzaba a ver la enorme pira de leños amontonados por los cruzados. No faltaba mucho para que ella misma fuera quemada en esa hoguera desprendiéndose de la cáscara, su cuerpo, y liberándose para encontrarse con Dios.

El cabrero le informó que fray Ferrer aguardaba con ansia que llegara el día señalado para verles arder en el fuego, pero antes él mismo les interrogaría. Doña María sentía una punzada de inquietud. El dominico catalán era un demonio, un hombre cruel incapaz de sentir compasión. Había encendido hogueras por todo el país, refinando las artes del interrogatorio, revisando viejos archivos para encontrar algún fallo que pudiera servirle para mandar al fuego a cualquiera que se hubiese librado por falta aparente de pruebas. Julián le temía, cada vez que hablaban de él se le dilataban las pupilas y un sudor frío le comenzaba a correr desde la nuca. ¿De qué sería capaz ese hombre cuando bajasen de Montségur?

Confesó su angustia a Bertran Martí en esos postreros momentos. Acaso fue demasiado egoísta al pensar sólo en vivir su fe, dejando a su esposo e hijos librados a su suerte.

El obispo la consoló, pero no logró borrar esa pena de su alma. Fernando la había perdonado, pero ¿y Juan, su esposo? ¿Y su hija Marta? ¿Y sus nietos? ¿Entenderían que hubiera decidido consumirse en la hoguera?

Una mujer perfecta se le acercó para avisarle que la hora de dejar el castillo había llegado. Doña María buscó al sargento, que le prometió hacer llegar sus cartas. Se las entregó como si de un tesoro se tratase y él, conmovido, besó la mano de esa dama que tanto valor les había insuflado en los momentos más amargos del asedio.

Raimon de Perelha dio la orden para iniciar el descenso; mientras, doña María buscó con la mirada a Pèire Rotger de Mirapoix, quien daba órdenes a los soldados, organizando la rendición. Sabía que el señor De Perelha había exigido a su comandante que salvara la vida, que huyera; para ello le había encargado una misión. También sabía que dos días antes, el obispo Bertran Martí había decidido que dos perfectos intentarían sacar el resto del oro y de la plata que aún guardaban en Montségur. Los perfectos Amelh Aicart y Huc Petavi, guiados por un montañés, iban a descolgarse por las paredes de la montaña, pero antes aguardarían a que la comitiva llegara a su destino y cayeran las sombras de la noche. Su misión consistiría en ir al mismo bosque donde los perfectos que acompañaron a Teresa no tanto tiempo atrás habían escondido el grueso del tesoro.

En aquel tibio amanecer de la primavera todo invitaba a vivir, pero buena parte de los que integraban el cortejo que salía de Montségur sabían que estaban saboreando las últimas horas de su vida.

La tregua había expirado. A los pies del castillo, se hallaba el senescal Hugues des Arcis, acompañado por el obispo de Albi y los dominicos Ferrer y Durand, además de Julián y Pèire. Hacía horas que se había levantado una empalizada capaz de albergar a doscientas personas. Los haces de leña, resina y paja aguardaban prestos a arder.

Los perfectos, descalzos, vestidos con hábitos de tela gruesa, caminaban con la cabeza alta. Les precedían las buenas gentes con las que habían compartido tantos meses de sufrimiento en Montségur.

Los inquisidores intentaban que los herejes abjuraran de su fe, pero éstos parecían no escucharles.

Fray Ferrer instaba a que se arrepintieran y besaran la cruz. Los perfectos volvían la cabeza, incluso alguno escupió sobre el preciado símbolo del cristianismo católico.

Los ojos del inquisidor brillaban de alegría con cada gesto de rechazo a la cruz. «Es la mejor prueba de la maldad de los herejes -bramaba-. ¡Merecen la hoguera!»

Doña María buscaba la mirada de Julián y, sonriéndole, intentó insuflarle la fuerza de la que el fraile carecía. Fray Ferrer se acercó con paso presuroso a la dama invitándole a besar la cruz. Doña María rechazó el madero volviendo el rostro, pero el inquisidor se regocijó colocando la cruz a pocos centímetros de su boca. La señora De Aínsa no quería escupir; aun sabiendo que la cruz era sólo un trozo de madera, que en ningún caso Jesús estaba en ella, algo en su interior le impedía escupir sobre ella como hacían algunos de sus amigos.

Julián seguía angustiado la escena. Sentía unas ganas terribles de empujar a fray Ferrer, de arrebatarle la cruz y arrojarla al suelo para que no continuara martirizando con ella a su señora. Pero sólo ese pensamiento le espantaba.

Estaba a punto de gritar, pero los ojos de doña María le llamaron a la calma.

La dama, junto al resto de los perfectos, entró en la empalizada. Los herejes comenzaron a rezar guiados por el anciano obispo Bertran Martí, mientras los soldados les ataban a los postes, que habían rodeado con resina y paja. Cuando el inquisidor Ferrer emitió una señal, prendieron la hoguera.

Las llamas se deslizaban entre los pies de los condenados, que continuaban rezando sin pedir clemencia.

Julián miraba los pies de doña María y el borde de su túnica, que comenzaba a arder. No pudo evitar un grito seco y angustiado que, para su suerte, nadie pareció escuchar.

No podía apartar los ojos de la señora De Aínsa, toda dignidad atada a aquel madero, valiente hasta el final. Sus labios murmuraban rezos pero no clemencia, mientras Julián sentía sus ojos clavarse en él dándole la última orden: «Escribe la crónica, que la posteridad sepa por qué morimos en Montségur».

El fuego era tan vivo que fray Ferrer y los otros dominicos tuvieron que alejarse para, desde la distancia, seguir contemplando el macabro espectáculo. El olor a carne quemada inundaba la montaña y el calor que expandía la hoguera abrasaba el aire y las piedras. Nubes negras cubrían el cielo que pocos minutos antes lucía de un azul intenso.

Los ojos de fray Ferrer brillaban de entusiasmo. Era el momento cumbre de su carrera: se regocijaba viendo arder frente a él a los últimos resistentes del país. Sabía que aún había perfectos tanto en los pueblos como escondidos en los bosques, pero él los buscaría hasta convertirles en humo, como a los habitantes de Montségur.

– ¡Julián! ¡Julián! ¿Os encontráis bien?

La voz de fray Pèire le devolvió a la realidad. Julián, tendido en el suelo, no sabía en qué momento se desmayó. Frente a él, fray Ferrer le observaba con desprecio.

– ¿Tan frágil es vuestra fe que perdéis el sentido al ver arder a esos herejes? -clamó el inquisidor.

– Han sido el calor y el fuerte olor -le disculpó fray Pèire-, yo mismo me he sentido mareado.

– Pues recobraos, porque debemos comenzar cuanto antes a escuchar las confesiones de esa gente.

– ¿Hoy mismo? -preguntó con angustia Julián.

– Sí -respondió sin vacilar el inquisidor-. Y sabed que no consentiré flaqueza alguna en un notario de la Inquisición.

13

La noche era fresca, pero el aire que corría no era capaz de borrar el olor a carne quemada.

Los cruzados parecían haber caído en un mutismo extraño. No tenían ganas de hablar los unos con los otros, como si el fin del asedio y la rendición de Montségur no fueran un sonoro triunfo sino más bien un velado fracaso.

Algunos hombres no habían podido ocultar las lágrimas. Los detenidos, que aguardaban ser interrogados por fray Ferrer, tenían a familiares o amigos angustiados por su suerte. Algunos se habían acercado a fray Pèire y fray Julián para preguntarles qué sería de aquellos que no eran perfectos y que estaban detenidos. Los dos frailes aseguraron que la Iglesia cumpliría con su parte: interrogaría a cuantos habían vivido dentro de Montségur, pero no les quemarían salvo que fray Ferrer viera en ellos la menor sombra de herejía.

Los interrogatorios duraron varios días y fueron exhaustivos. Pèire y Julián escribían a gran velocidad las preguntas de su superior y las respuestas titubeantes de los acusados. En ocasiones, fray Ferrer sometía a sus prisioneros a la prueba de fuego: les colocaba delante de un crucifijo instándoles a besarlo y a rezar el Padre Nuestro.

Fray Ferrer sabía que ninguno de los bons homes o bonas donas serían capaces de adorar la cruz, de manera que en cuanto veía una actitud de duda, se ensañaba hasta lograr una confesión de herejía.

Todas las declaraciones de los defensores de Montségur eran transcritas con minuciosidad por los escribanos de la Inquisición y enviadas a un lugar seguro.

Cuando, caída la noche, Julián llegaba a su tienda continuaba escribiendo febrilmente narrando el horror de lo vivido cada día, la falta de misericordia de fray Ferrer. Julián veía en su superior una mente enferma y retorcida, un fanático que disfrutaba del dolor ajeno en el nombre de Dios.

Una noche el cabrero entró de improviso en su tienda cuando se disponía a apagar la vela para conciliar el sueño.

– Pero ¿qué hacéis aquí? -exclamó asustado.

– Vengo a recordaros la promesa que hicisteis a doña María, ¿tenéis lista la crónica?

– Aún no, aún me queda mucho por contar.

– Quizá queráis añadir que dos perfectos han podido salvarse, que el señor De Mirapoix los ayudó, y que él mismo ha salvado la vida.

– Fray Ferrer le ha mandado buscar por todos los rincones…

– Pero no le encontrará. El señor De Perelha dispuso que Pèire Rotger de Mirapoix viviera. Quién sabe si será capaz de organizar alguna resistencia contra los invasores.

Julián guardó silencio. Lo que el cabrero decía era sólo un sueño, un sueño imposible: la Iglesia y el rey de Francia habían ganado la partida. Quienes no lo aceptaran sólo tenían futuro como proscritos.

– ¿Qué tenían de especial esos perfectos para que se decidiera su huida?

– En Montségur se guardaba oro, plata y piedras preciosas donadas por los caballeros y damas credentes o que habían decidido abandonarlo todo para hacerse perfectos. Con ese tesoro manteníamos la Gleisa de Dio, las casas donde las perfectas acogían a las viudas y a los huérfanos, la ayuda para nuestros hermanos menesterosos, también para comprar víveres, e incluso armas para nuestros defensores… Nuestro obispo no quería que el tesoro cayera en manos de nuestros verdugos. Confiaba en que otros perfectos pudieran continuar llevando la palabra de Dios, y para ello era necesario tener una bolsa bien llena. Nuestros hermanos han escondido ese oro en lugar seguro. Cuando llegue el momento lo utilizarán como deben. Os cuento todo esto porque así me lo indicó la señora.

– ¿Le teníais afecto?

El cabrero bajó los ojos y con la punta del zapato raspó el suelo mientras buscaba las palabras que hicieran justicia a su devoción por doña María.

– Cuidó de mi esposa durante su larga enfermedad. El físico dijo que las pústulas que tenía eran contagiosas, pero doña María no se asustó: la lavaba y limpiaba, luego extendía sobre las heridas una mezcla de barro y hierbas. Ni siquiera yo me atrevía a acercarme a ella, que Dios perdone mi cobardía. También fue generosa con mi hija y le dio una dote que la ha permitido hacer una buena boda con un palafrenero del conde de Tolosa. Y a mi hijo le envió a casa de su hija Marian, donde sirve a su esposo.

– Siempre fue generosa.

– Hasta el último momento. Repartió cuanto tenía entre los más pobres de nosotros. A vos… a vos os quería, siempre hablaba de vos como su «buen Julián». Me encomendó que viniera a veros y os dijera todo esto. También me pidió que os rogara que fuerais cuidadoso e hicierais llegar cuanto antes la crónica a doña Marian.

– No sabré cómo hacerlo… -se lamentó Julián.

– Yo mismo la llevaré.

– ¿Vos?

– No me quedaré aquí mucho tiempo, sólo lo que tardéis en terminar vuestra crónica. Ya os he dicho que mis hijos están bajo la protección de doña Marian en la corte del conde Raimundo; espero poder ganarme la vida cerca de ellos. Aquí… no me desprendo del olor a carne quemada, la carne de los Buenos Cristianos.

Acordaron volver a verse tres días después, aunque Julián no le aseguró que pudiera concluir el escrito.

No se lo dijo, pero temía más que nunca a fray Ferrer y aunque tenía bien escondida la crónica, temía que la descubriera su superior, que había tomado la costumbre de presentarse de improviso en su tienda.

Julián sentía la desconfianza de fray Ferrer y éste sentía el miedo de Julián.

14

– ¡Fray Julián, fray Julián! -gritó fray Pèire entrando como una exhalación en la tienda.

¿Qué sucede, hermano? -preguntó Julián que en ese momento se preparaba para acudir al lugar de los interrogatorios.

– ¡Fray Ferrer ha ordenado detener a vuestro amigo el cabrero!

Julián volvió a sentir las náuseas que le acechaban siempre que tenía miedo, pero se sobrepuso y, sin saber de dónde, sacó valor y se acercó con paso raudo hasta donde fray Ferrer estaba.

El cabrero tenía las manos atadas a la espalda y había sido azotado convenientemente.

– ¿Qué sucede? ¿Qué mal ha hecho este hombre?

Fray Ferrer le miró incrédulo. Tenía a Julián por un cobarde incapaz de interesarse por nadie que no fuera él mismo.

– ¿Conocéis a este hombre? -le preguntó con desconfianza fray Ferrer.

– Sí, le conozco y el senescal también. En realidad le conocemos todos en este campamento, ya que durante nueve meses nos ha surtido de leche y buen queso.

– Entonces ha engañado a todos -aseveró fray Ferrer.

– ¿Engañado? ¿En qué?

– Es un credente, un hereje.

– ¡Imposible! -afirmó Julián mirando angustiado al cabrero.

– Una de las campesinas le ha señalado. Asegura que entraba y salía de Montségur llevando mensajes y que espiaba este campamento.

– ¿Y vos la habéis creído?

– ¿Qué más pruebas necesitáis para condenarle por traición?

– ¿Pruebas? Precisamente eso es lo que no tenemos. Una mujer le acusa y, ¿qué ha presentado ella, además de su testimonio?

– Con eso es suficiente -insistió fray Ferrer.

– Es una prueba endeble. Todo el mundo puede decir cualquier cosa de uno por despecho, por contentaros a vos o por salvar su pellejo.

– ¿Defendéis a este hombre? ¿Por qué?

El acerado tono de voz de fray Ferrer hizo temblar a Julián. Podía ver en sus ojos al sádico que llevaba dentro.

– Es muy fácil saber si este hombre es un hereje -dijo Julián al tiempo que se desprendía del cuello la cruz que llevaba colgando.

Miró a los ojos al cabrero suplicándole con la mirada que hiciera lo que le iba a pedir. Se acercó con paso decidido y le tendió la cruz.

– Besadla, buen hombre, despejad las dudas de mi hermano.

El cabrero apenas titubeó. Agarró con fuerza la cruz y, mirando primero a Julián y después a fray Ferrer, la besó repetidas veces, después se santiguó y cayó de rodillas con ella entre las manos, llorando y musitando una oración.

– Ya habéis visto. ¿Qué otra prueba necesitáis? Este hombre es un buen cristiano -dijo recalcando las últimas palabras.

Fray Ferrer estaba rojo de ira. Deseaba con todas sus fuerzas golpear al entrometido fraile que hasta ese momento le había parecido un infeliz. ¿De dónde había sacado las agallas para defender al cabrero?

– Dejadle marchar, es inocente -suplicó Julián-. Nadie creerá en la justicia de la Iglesia si no somos capaces de separar la cáscara del trigo.

Un grupo de soldados se había arremolinado junto a ellos. Contemplaban la escena con expectación, hartos muchos de ellos de ver morir a familiares y amigos por indicación de aquel fraile que no conocía la compasión.

Fray Ferrer se dio media vuelta sin decir palabra. Tenía la furia dibujada en el rostro y Julián se preguntó qué sería capaz de hacer.

– Marchaos -le ordenó al cabrero-. Ahora mismo, sin perder tiempo, no cojáis nada. ¡Fuera!

El hombre se levantó y con lágrimas en los ojos abandonó el campamento mirando hacia atrás, temeroso de que fray Ferrer mandara detenerle.

Julián se sentía exhausto, pero por primera vez en mucho tiempo, en paz consigo mismo. Pensó en Armand de la Tour, el físico templario cuya única receta para curar sus males había sido que siempre actuara de acuerdo con su conciencia.

– Algún día -musitó-, algún día, alguien vengará tanta sangre inocente.