38750.fb2 La Soledad De Los N?meros Primos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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13

Cual aves rapaces, Viola, Giada, Federica y Giulia cercaron a Denis, y Viola le preguntó:

– ¿Te vienes allí con nosotras?

– ¿A qué?

– Luego te lo explicamos -contestó riendo Viola.

Denis se puso tenso y buscó amparo en Mattia, pero vio que su amigo seguía observando absorto cómo temblaba la Coca-Cola en el borde del vaso. La música atronaba y con cada golpe de bombo la superficie del líquido se agitaba. Mattia aguardaba con extraña expectación el instante en que se desbordara. Denis contestó:

– Prefiero quedarme aquí.

Viola se impacientó:

– ¡Qué coñazo eres, madre mía! Vente y calla.

Y le tiró del brazo. Denis intentó resistirse, pero Giada empezó a tirar también y el chico se rindió. Dejándose arrastrar hacia la cocina, miró por última vez a su amigo: no se había movido.

Mattia advirtió la presencia de Alice cuando ella puso la mano en la mesa y rompió el equilibrio del vaso, cuyo colmo rebosó y formó en torno al fondo un cerco oscuro. Instintivamente alzó los ojos y sus miradas se cruzaron.

– ¿Qué tal? -le preguntó ella.

Mattia inclinó la cabeza y respondió:

– Bien.

– ¿Te gusta la fiesta?

– Mm-mm.

– A mí la música tan alta me marea.

Alice esperó a que él dijera algo; lo miraba y le parecía que no respirase. La expresión de sus ojos era de mansedumbre y sufrimiento. Como la primera vez, tuvo el impulso de pedirle que la mirara, cogerle la cabeza entre las manos y decirle que todo iría bien. Al fin se atrevió a preguntarle:

– ¿Me acompañas al otro cuarto?

Mattia inclinó la cabeza, como si hubiera esperado la pregunta, y contestó:

– Bueno.

Alice echó a andar hacia el pasillo y él la siguió a dos pasos de distancia, mirando, como siempre, al suelo. Notó que, mientras que la pierna derecha de Alice, como todas las piernas del mundo, se doblaba con garbo por la rodilla y el pie se apoyaba en el suelo sin hacer ruido, la izquierda, rígida, describía a cada paso un giro hacia fuera, con lo que por un momento la cadera quedaba desequilibrada y daba la impresión de que Alice fuera a caer de lado, y cuando por fin tocaba tierra, lo hacía pesadamente, como si fuera una muleta.

Se concentró en aquel ritmo giroscópico y, sin darse cuenta, acompasó su paso al de ella.

Cuando llegaron a la habitación de Viola, Alice, con una audacia que a ella misma sorprendió, deslizándose a su lado cerró la puerta. Y allí quedaron ambos de pie, él sobre la alfombra, ella justo fuera.

¿Por qué no dice nada?, se preguntó Alice. A punto estuvo de desistir, abrir la puerta y escapar. Pero entonces ¿qué le digo a Viola?

– ¿A que se está mejor aquí?

– Sí -contestó Mattia. Tenía los brazos colgando, como un muñeco de ventrílocuo, y con el índice derecho se levantaba un padrastro que tenía en el pulgar; la sensación era muy parecida a la de un pinchazo y le permitió sustraerse un momento a la tensión reinante.

Alice se sentó en la cama, muy en el borde -el colchón no se hundió bajo su peso-, miró a los lados como buscando algo, y al final preguntó:

– ¿No te sientas?

Él lo hizo; con cautela, a tres palmos de ella. La música retumbaba como si las paredes respiraran con sofoco. Alice observó las manos de Mattia, que él tenía cerradas.

– ¿Se te ha curado la mano?

– Casi.

– ¿Cómo te lo hiciste?

– Me corté en el laboratorio de biología, sin querer.

– ¿Puedo ver la herida?

Mattia apretó los puños con fuerza, pero luego, lentamente, abrió la mano izquierda. Una cicatriz morada y perfectamente recta la surcaba en diagonal, en medio de otras más cortas y claras, casi blancas, entrecruzadas a lo largo y ancho de toda la palma, como las ramas peladas de un árbol vistas a contraluz.

– Yo también tengo una -dijo Alice.

Mattia cerró la mano y se la metió entre las piernas, como escondiéndola. Ella se puso en pie, se alzó un poco el suéter y se desabotonó los vaqueros. Él fue presa del pavor. Bajó la vista todo lo que pudo, mas no evitó ver cómo las manos de Alice doblaban un poco los pantalones y dejaban al descubierto una gasa prendida con esparadrapo y, bajo ella, el ribete de unas bragas gris claro.

Y al ver que también bajaba este ribete unos centímetros, contuvo el aliento.

– Mira -dijo Alice.

Paralela al hueso ilíaco se veía una cicatriz larga, de bastante relieve y más ancha que la de Mattia; las señales de los puntos de sutura, que la cruzaban perpendicularmente a intervalos regulares, la asemejaban a las que se pintan los niños en la cara cuando se disfrazan de piratas.

A él no se le ocurrió nada que decir. Ella se abotonó los vaqueros, se remetió la camiseta y volvió a sentarse, esta vez algo más cerca del muchacho.

A continuación hubo un silencio casi insoportable. La distancia que mediaba entre sus caras palpitaba de expectación y azoramiento. Al cabo, por decir algo, Alice preguntó:

– ¿Te gusta la nueva escuela?

– Sí.

– Dicen que eres un genio.

Mattia se mordió las mejillas hasta sentir el sabor metálico de la sangre.

– ¿Y de veras te gusta estudiar?

Él asintió.

– ¿Por qué?

– Es lo único que sé hacer -contestó con voz queda.

Deseó decirle que también le gustaba porque era algo que podía hacer solo, porque lo que uno estudia son cosas sabidas, muertas, frías; porque las páginas de los libros de clase tienen todas la misma temperatura, lo dejan elegir a uno, nunca hacen daño ni uno puede hacerles daño a ellas… Pero se abstuvo.

– ¿Y yo? ¿Te gusto? -se aventuró a preguntar Alice; la voz le salió un tanto chillona y se sonrojó.

– No lo sé -contestó Mattia mirando al suelo.

– ¿No lo sabes?

– No, no lo he pensado.

– Esas cosas no se piensan.

– Yo si no pienso no comprendo.

– Tú a mí sí me gustas -dijo ella-, un poco, creo.

Él inclinó la cabeza. Jugó a enfocar y desenfocar los arabescos geométricos de la alfombra contrayendo y relajando el cristalino.

– ¿No quieres besarme? -le preguntó Alice; no sintió vergüenza, pero sí un vuelco en el corazón por miedo a que le dijera que no.

Mattia permaneció quieto unos segundos, hasta que negó lentamente con la cabeza, sin dejar de mirar la alfombra.

Alice, en un arranque nervioso, se llevó las manos a la cintura y se la abarcó. Con otra voz dijo atropelladamente:

– Da igual… pero por favor, no se lo digas a nadie. -Y pensó: ¡Qué boba soy! Peor que un crío de párvulos.

Se levantó. Aquella habitación le pareció de pronto un lugar extraño, hostil. Las paredes llenas de mil colores, el escritorio cubierto de cosméticos, las zapatillas de baile colgando de una hoja del armario como los pies de un ahorcado, la foto de gran formato de una guapísima Viola tumbada en la playa, los casetes amontonados en desorden junto al equipo de música, la ropa tirada en la butaca, todo eso empezó a marearla.

– Volvamos al salón -pidió.

Mattia se puso en pie y se quedó mirándola. Ella tuvo la impresión de que le pedía perdón. Abrió la puerta -la música irrumpió potente en el cuarto-, recorrió un trecho de pasillo, pensó en la cara que pondría Viola, dio media vuelta, lo cogió sin más de la rígida mano y así cogidos regresaron al ruidoso salón de los Bai.