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Fueron los otros quienes primero supieron lo que Alice y Mattia no comprenderían hasta muchos años más tarde. Entraron en el salón cogidos de la mano, sin sonreír, sin mirarse ni mirar al mismo sitio, pero era como si sus cuerpos fluyeran uno en el otro a través del contacto de las manos.
El fuerte contraste que hacía el cabello claro de Alice, que rodeaba su cara de tez muy pálida, y el pelo moreno de Mattia, que le caía revuelto por la frente y le cubría los ojos negros, desaparecía por obra de aquella corriente sutil que los unía. Entre ellos había un espacio compartido de confines imprecisos en el que nada parecía faltar, en el que flotaba un aire puro y sereno.
Alice iba un paso por delante y tiraba débilmente de Mattia, lo que equilibraba su paso y corregía las imperfecciones de su pierna lisiada. Él se dejaba llevar; sus pies no resonaban en el suelo, sus cicatrices quedaban ocultas y seguras dentro de la mano de ella.
Se detuvieron en el umbral de la cocina, a cierta distancia del grupo que formaban las chicas y Denis; daban la impresión de no saber dónde estaban, tenían un aire ausente, como si llegaran de un lugar lejano que sólo ellos conocieran. Denis rechazó a Giulia con brusquedad y sus bocas se despegaron con un chasquido. Miró al amigo buscando en su expresión la huella de aquello que lo horrorizaba; pensó que él y Alice se habían dicho cosas que él nunca conocería y notó que la sangre le subía a la cabeza.
Salió presuroso de la cocina y adrede golpeó con el hombro al amigo para destruir aquel odioso equilibrio. Mattia le vio un instante los ojos, enrojecidos y extraviados, que por alguna razón le recordaron la mirada indefensa de Michela aquella tarde en el parque. Con los años, aquellas dos miradas habían de fundirse en su memoria como expresión de un único, indeleble miedo.
Soltó la mano de Alice. Como si sus terminaciones nerviosas se hubieran concentrado en aquel punto, cuando lo hizo tuvo la sensación de que su brazo desprendía chispas, como el cabo de un cable eléctrico. Se excusó con ella y corrió tras Denis.
Alice se acercó a Viola, que la miraba con ojos pétreos, y balbució:
– Resulta que…
– No digas nada -la interrumpió la otra. Al verla con Mattia había recordado al chico de la playa, aquel que rechazó su mano cuando lo que más deseaba ella era que los demás la vieran así. Viola era envidiosa, y su envidia era dolorosa y violenta, y en aquel momento estaba furiosa porque acababa de regalarle a otra la felicidad que ella quería; se sentía como si Alice le hubiera robado su parte.
Ésta quiso decirle algo al oído, pero ella volvió la cara y le preguntó:
– ¿Qué quieres ahora?
– Nada -contestó Alice, apartándose asustada.
En ese momento Giada se dobló como si un hombre invisible le hubiera dado un puñetazo en el estómago, y con una mano se asió al borde de la encimera y se llevó la otra al vientre.
– ¿Qué te pasa? -le preguntó Viola.
– Voy a vomitar…
– ¡Qué asco! Al baño, corre.
Pero fue demasiado tarde. Con una arcada, Giada devolvió en el suelo una masa rojiza y alcohólica que parecía batido de tarta de Soledad.
Las demás se apartaron espantadas, pero Alice la cogió por las caderas para sostenerla. Un olor rancio se difundió al instante por el ambiente.
Rechinando los dientes, Viola dijo:
– ¡Tonta! Menuda fiesta de mierda.
Y con las manos en jarras, como para no emplearlas en romper algo, salió de la cocina. Alice se quedó mirándola preocupada, pero luego siguió atendiendo a Giada, que lloraba con sollozos entrecortados.