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Viola decidía quién era amiga suya y quién no. El padre de Giada Savarino telefoneó al suyo el domingo por la mañana, despertando a toda la familia Bai. La llamada fue larga. Viola, en pijama, fue hasta la habitación de sus padres y pegó el oído a la puerta, pero no captó una sola palabra de la conversación.
Cuando oyó chirriar la cama, volvió corriendo a su cuarto, se metió en la cama y se hizo la dormida. Su padre la despertó y le dijo:
– Ya me explicarás. De momento, que sepas que se acabaron las fiestas en esta casa, y donde sea.
Durante la comida, su madre le pidió explicaciones por la lámpara rota de la buhardilla, y su hermana no salió en su defensa, pues sabía que Viola había metido mano en sus efectos personales
Se quedó encerrada en su cuarto todo el día, humillada y con la prohibición terminante de telefonear. No se quitaba de la cabeza a Alice y Mattia cogidos de la mano. Y más tarde, cuando con las uñas ya se quitaba los últimos restos de esmalte, decidió que Alice había dejado de ser su amiga.
El lunes por la mañana, Alice se encerró con llave en el cuarto de baño y se quitó definitivamente la gasa del tatuaje, la hizo una pelota y la tiró al váter junto con las galletas desmigajadas que no se había comido en el desayuno.
Se miró la violeta en el espejo y pensó, con un agradable estremecimiento de emoción y pesar a un tiempo, que por segunda vez había cambiado su cuerpo para siempre; que su cuerpo era sólo suyo y podía destruirlo si quería, o cubrirlo de marcas indelebles, o dejar que se ajara como una flor que una niña arrancase por capricho y arrojara luego al suelo.
Decidió que aquella mañana les enseñaría el tatuaje a Viola y las otras en el baño de chicas, y les contaría cómo ella y Mattia se habían besado largo rato. No había por qué inventar nada más. Si luego le pedían detalles, ya sabría ella seguirles la corriente.
Al llegar a clase dejó la mochila en su sitio y se dirigió a la mesa de Viola, donde ya se habían reunido las otras. De camino oyó a Giulia Mirandi decir: «Que viene.» Las saludó con efusión, pero ninguna le contestó. Se inclinó sobre Viola para darle un par de besos, como ella misma le había enseñado a hacer, pero la otra no se movió.
De nuevo erguida, miró a las cuatro una tras otra: todas estaban serias.
– ¡Ayer casi nos morimos! -dijo Viola.
– ¿Y eso? -repuso Alice con sincera preocupación-. ¿Qué os pasó?
– Nos entró un dolor de tripa horrible -explicó Giada con acritud.
Alice la recordó vomitando y a punto estuvo de decirles: «Ya imagino, con lo que bebisteis.»
– Pues a mí no me pasó nada.
– Ya -dijo Viola con ironía, mirando a las otras-, claro.
Giada y Federica rieron, Giulia bajó los ojos.
– ¿Por qué lo dices? -preguntó Alice sin comprender.
– De sobra sabes por qué lo digo -contestó Viola, en otro tono y clavando en ella sus penetrantes ojazos.
– No, no lo sé -se defendió Alice.
– Nos envenenaste -la acusó Giada.
– ¿Qué? ¿Que os envenené?
– Va, chicas -intervino Giulia con timidez-, no es verdad.
– Sí lo es -le replicó Giada-, a saber qué porquerías metió en esa tarta. -Y dirigiéndose a Alice, añadió-: Querías jodernos, ¿eh? Pues lo conseguiste.
Alice oyó aquella sucesión de palabras y tardó unos segundos en comprender su significado. Miró entonces a Giulia, que con sus ojazos azules estaba diciéndole que la perdonara, que nada podía hacer, y buscó luego amparo en los de Viola, que le devolvieron una mirada vacía.
Giada tenía una mano en el estómago, como si aún sintiera arcadas.
– Pero si la tarta la preparamos Soledad y yo, y lo compramos todo en el supermercado.
No le contestaron. Cada una miraba en una dirección, como esperando a que la asesina se marchara.
– No fue la tarta de Sol. Yo también comí -mintió- y no me pasó nada.
– Mentirosa -le espetó Federica Mazzoldi, que hasta ese momento había permanecido callada-. Tú ni la probaste, todo el mundo sabe que… -Se interrumpió.
– Vamos, dejadla -rogó Giulia, que parecía a punto de llorar.
Alice se llevó la mano al liso vientre y sintió palpitar el corazón bajo la piel. Con voz tranquila preguntó:
– ¿Qué sabe todo el mundo?
Y miró a Viola Bai -que empezó a mover lentamente la cabeza- esperando palabras que no llegaron, que flotaron en el aire como lenguas de humo transparente. Sonó el timbre y ella siguió quieta donde estaba. Tubaldo, la profesora de Ciencias, tuvo que llamarla dos veces para que fuera a sentarse a su sitio.