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Mattia tenía razón: uno tras otro, los días se habían deslizado sobre la piel como un disolvente, llevándose cada uno una finísima capa de pigmento del tatuaje de Alice y de los recuerdos de ambos. Los contornos, igual que las circunstancias, seguían allí, negros y bien perfilados, pero los colores se habían mezclado y desvaído hasta acabar fundidos en un tono mate y uniforme, en una neutral ausencia de significado.
Los años del instituto fueron para ambos como una herida abierta, tan profunda que no creían que fuera a cicatrizar jamás. Los pasaron como de puntillas, rechazando él el mundo, sintiéndose ella rechazada por el mundo, lo que a fin de cuentas acabó pareciéndoles lo mismo. Habían trabado una amistad precaria y asimétrica, hecha de largas ausencias y muchos silencios, como un ámbito puro y desierto en el que podían volver a respirar cuando se ahogaban entre las paredes del instituto.
Con el tiempo, la herida de la adolescencia cicatrizó; sus labios fueron cerrándose de manera imperceptible pero continua. Y aunque a cada roce se abría un poco, enseguida volvía a hacerse costra, más gruesa y dura. Al final se había formado una capa de piel nueva, lisa y elástica, y la cicatriz, de ser roja, había pasado a ser blanca y confundirse con las demás.
Estaban tumbados en la cama de Alice, ella con la cabeza hacia un lado, él hacia el otro, ambos con las piernas dobladas de manera forzada, para no tocarse con ningún miembro. Alice pensó en girarse, meter la punta del pie entre las piernas de Mattia y fingir que no se daba cuenta. Pero estaba segura de que él se retiraría en el acto y prefirió ahorrarse esa pequeña decepción.
Ninguno de los dos había propuesto poner música. No tenían pensado hacer nada especial; simplemente estar allí, dejando que la tarde de domingo pasara y llegara de nuevo la hora de hacer algo necesario, como cenar, dormir y empezar la semana. Por la ventana abierta entraban la luz amarillenta de septiembre y el rumor intermitente de la calle.
Alice se puso en pie, lo que apenas agitó el colchón junto a la cabeza de Mattia, y con los puños en jarras y el pelo cayéndole por la cara y ocultando su severa expresión, le dijo:
– No te muevas.
Le pasó por encima y con la pierna buena, arrastrando la otra como si fuera postiza, saltó de la cama. Mattia pegó la barbilla al pecho y la observó moverse por el cuarto; vio que abría una caja cuadrada que había sobre el escritorio y en la que no había reparado.
Y cuando se giró, Alice tenía un ojo cerrado y el otro en la mirilla de una vieja cámara fotográfica. Mattia intentó incorporarse pero ella le ordenó:
– Quieto ahí, te he dicho que no te muevas.
Y disparó. La Polaroid sacó una lengua blanca y fina que Alice agitó para que se fijaran los colores.
– ¿De quién es? -le preguntó Mattia.
– De mi padre. Estaba en el sótano. La compró hace mucho, pero nunca la ha usado.
Él se sentó en la cama. Alice dejó caer la foto en la alfombra y le tomó otra.
– Para, para -protestó él-, que en las fotos parezco tonto.
– Tú siempre pareces tonto. -Y le sacó otra-. Creo que quiero ser fotógrafa; sí, decidido.
– ¿Y la universidad?
Ella se encogió de hombros.
– La universidad le interesa a mi padre. Que vaya él.
– ¿Vas a dejarla?
– A lo mejor.
– No puedes despertarte un día, decidir que quieres ser fotógrafa y echar por la borda un año de estudios. Así no se hacen las cosas -sermoneó Mattia.
– Ah, claro, olvidaba que eres como mi padre -ironizó Alice-. Siempre sabéis lo que hay que hacer. A los cinco años ya sabías que querías ser matemático. Qué aburridos sois, viejos y aburridos.
Se volvió hacia la ventana y tomó una foto al azar. La dejó caer también en la alfombra, junto a las otras dos, y empezó a pisarlas como si fueran uvas.
Mattia quiso disculparse pero no se le ocurrió nada. Bajó de la cama y, agachándose, cogió la primera foto entre los pies de Alice. Vio cómo la forma de sus brazos cruzados tras la nuca iba emergiendo poco a poco de lo blanco; se preguntó qué extraordinaria reacción estaba produciéndose en aquella superficie brillante y se propuso consultarlo en la enciclopedia en cuanto estuviera en su casa.
– Quiero enseñarte una cosa -dijo Alice.
Arrojó la cámara de fotos a la cama, como una niña que se deshace de un juguete por otro más tentador, y salió del cuarto.
Estuvo fuera diez minutos largos. Sobre el escritorio había un estante con libros mal colocados y Mattia se entretuvo leyendo los títulos. Eran los mismos de siempre. Juntó las iniciales de todos pero no resultó ninguna palabra sensata. Le habría gustado descubrir un orden lógico en aquella sucesión de objetos; él, por ejemplo, seguramente los habría colocado según el color del lomo, siguiendo el espectro electromagnético, del rojo al violeta, o bien según la altura, de mayor a menor.
– ¡Ta-chan! -oyó de pronto la voz de Alice.
Se giró y vio a su amiga en el umbral, asida al marco de la puerta con ambas manos, como si temiera caerse, y enfundada en un traje de novia. Probablemente había sido de una blancura deslumbrante, pero sus bordes ya amarilleaban, como consumidos por una lenta enfermedad. Los años pasados en una caja habían secado y atiesado el tejido. La parte de arriba quedaba holgada sobre los diminutos pechos de Alice. Aunque el escote no era muy pronunciado, un tirante se había deslizado unos centímetros por el hombro. En aquella postura se le marcaban más las clavículas, que interrumpían la suave línea del cuello formando una concavidad profunda, como el lecho de un lago seco; Mattia se preguntó qué sensación produciría pasarle la yema del dedo con los ojos cerrados. Los puños de encaje se veían arrugados y el izquierdo estaba algo levantado. La larga cola se perdía en el pasillo, donde Mattia no llegaba a ver. Alice calzaba las mismas pantuflas rojas, que asomaban por los bajos de la amplia falda y creaban un extraño contraste.
– ¿Qué? ¿No dices nada? -le preguntó sin mirarlo, alisando la primera capa de tul de la falda, que le pareció pobre, sintética.
– ¿De quién es?
– Mío.
– Ja. ¿De quién?
– ¿De quién quieres que sea? De mi madre.
Mattia se imaginó a la señora Fernanda dentro de aquel vestido; se la imaginó con la cara que siempre le veía cuando, antes de marcharse a su casa, se asomaba al salón, donde ella solía estar viendo la tele: cara de ternura y honda lástima, como la que se pone cuando se visita a un enfermo en el hospital. Cosa ridícula, por cierto, ya que la enferma era ella, que padecía de un mal que iba extendiéndosele lentamente por todo el cuerpo.
– No te quedes ahí como un pasmarote. Hazme una foto.
Mattia cogió la Polaroid y la miró y remiró para ver dónde debía apretar. Alice se contoneaba en el dintel como mecida por una brisa imaginaria. Cuando él se llevó el aparato a la cara, ella adoptó una postura seria y casi provocativa.
– Hecho -dijo Mattia.
– Ahora una juntos.
El negó con la cabeza.
– Va, no seas aguafiestas. Pero por una vez te quiero vestido como Dios manda, no con ese jersey viejo que llevas hace un mes.
Mattia se lo miró: los puños se veían desgastados, como roídos por la polilla. Había cogido la costumbre de rascárselos con la uña del dedo gordo, porque así tenía ocupados los dedos y dejaba de arañarse la concavidad entre el índice y el medio.
– No querrás arruinarme la boda -añadió Alice frunciendo el ceño.
Era sólo un juego, bien lo sabía; un simple pasatiempo, una broma tonta como tantas otras. Pero cuando, al abrir la puerta del armario, se vio en el espejo con aquel vestido de novia blanco y junto a Mattia, le dio un vuelco el corazón y dijo:
– Aquí no hay nada. Ven.
Mattia la siguió resignado. Cuando Alice se ponía así, notaba como un cosquilleo en las piernas y le daban ganas de largarse. Había algo en su actitud, en el ansia con que se entregaba a aquellos juegos infantiles, que a él le resultaba insoportable. Se sentía como si lo atara a una silla para exhibirlo ante la gente como una especie de mascota. Él prefería no decir nada, manifestar por gestos su descontento, hasta que Alice se cansaba de su pasividad y desistía, refunfuñando que la hacía parecer una estúpida.
Detrás de la cola, Mattia siguió a su amiga a la habitación de los padres. Allí nunca había entrado. Las persianas estaban bajadas casi del todo y la luz se proyectaba sobre el parquet con rayas paralelas tan nítidas que parecían dibujadas. El aire se percibía más enrarecido que en el resto de la casa. Contra una pared había una cama de matrimonio mucho más alta que la de los padres de Mattia, y dos mesillas idénticas.
Alice abrió el armario y con el dedo pasó revista a los trajes de su padre, colgados en orden y protegidos todos por una funda de plástico. Tomó uno negro, lo dejó en la cama y ordenó a Mattia:
– Ponte éste.
– Tú estás loca. Como se entere tu padre…
– Mi padre no se entera de nada. -De pronto se quedó callada, como reflexionando en lo que acababa de decir, u observando algo más allá de aquel muro de trajes oscuros, y al cabo agregó-: Voy a buscarte una camisa y una corbata.
Mattia se quedó sin saber qué hacer; ella notó su indecisión.
– ¿Qué, no te cambias? No te dará vergüenza delante de mí, ¿verdad? -Y al decirlo notó que se le revolvía el vacío estómago. Por un instante se sintió indecente. Aquellas palabras eran un sutil chantaje.
Mattia soltó un resoplido, se sentó en la cama y empezó a descalzarse.
Alice le daba la espalda fingiendo elegir una camisa que ya tenía elegida. Cuando oyó tintinear el cinturón contó hasta tres y se volvió. Mattia estaba quitándose los vaqueros; llevaba unos calzoncillos grises holgados, no de los que se ciñen como ella había supuesto.
Lo había visto muchas veces con pantalones cortos y pensó que verlo en calzoncillos era más o menos lo mismo; sin embargo, temblaba levemente bajo las cuatro capas blancas del vestido de novia. Él tiró del jersey para cubrirse y comenzó a ponerse deprisa los pantalones del traje; el tejido era suave y ligero, y al pasar por los pelos de las piernas los electrizaba, erizándolos como pelaje de gato.
Alice se acercó y le tendió la camisa. Él la cogió sin levantar la vista. Ya empezaba a cansarse de aquella farsa estúpida. Le daba vergüenza enseñar sus brazos delgados, los cuatro pelos que tenía en el pecho y en torno al ombligo. Ella pensó que, como siempre, él hacía lo posible para que se sintieran violentos. Aunque luego se dijo que él creería que la culpa era suya y se le hizo un nudo en la garganta; y aunque de mala gana, prefirió volverse cuando Mattia se quitó el jersey.
– ¿Y ahora? -preguntó él.
Ella se giró y se quedó sin habla, tanta impresión le produjo verlo vestido con el traje de su padre. Cierto que la chaqueta le iba un poco ancha -sobrada de hombros-, pero estaba guapísimo. Al cabo dijo:
– Falta la corbata.
Y le dio una color burdeos. Mattia la tomó e instintivamente pasó la yema del pulgar por el brillante tejido: un estremecimiento le recorrió el brazo y le bajó por la espalda. Notó seca como arena la palma de la mano y, para humedecerla, se la llevó a la boca y le echó el aliento. No resistió la tentación de morderse una falange, y así lo hizo procurando que no lo viera Alice, que desde luego lo vio.
– No sé hacer el nudo -dijo con voz cansina.
– Trae acá, torpe.
Alice ya sabía que él no podría hacérselo, y estaba deseando mostrarle que ella sí. Su padre le había enseñado cuando era niña. Por las mañanas, él le llevaba la corbata a la cama y antes de irse pasaba por su habitación para ver si estaba lista. Ella salía corriendo a su encuentro con el nudo ya hecho. Entonces su padre se inclinaba con las manos a la espalda, como si hiciera una reverencia ante una reina, ella le introducía la corbata por la cabeza, él se la ajustaba al cuello y se la arreglaba, y decía: «Parfait.» Hasta que una mañana, después del accidente, halló la corbata en la cama tal como la había dejado. Desde entonces tuvo que hacerse el nudo él mismo, y así aquel pequeño rito se extinguió, como tantas otras cosas.
Moviendo sus esqueléticos dedos más de lo necesario, Alice hizo el nudo. A Mattia le pareció complicado, y dejó que se la pusiera también.
– Uau, casi pareces un señor respetable. ¿Quieres verte?
– No -contestó Mattia; lo que quería era irse, y vestido con su propia ropa.
– Foto -anunció Alice dando una palmada.
Él la siguió de nuevo a su habitación. Ella cogió la cámara y dijo:
– No tiene disparador automático. La haré estirando el brazo.
Tomó a Mattia por la cintura, lo atrajo hacia sí -él se puso tenso- y disparó; la fotografía empezó a salir con un zumbido.
Alice se arrojó sobre la cama, igual que una novia cansada de tanta fiesta, y empezó a abanicarse con la foto.
Él se quedó donde estaba, experimentando la grata sensación de desaparecer dentro de aquellas ropas ajenas. De pronto cambió la luz del cuarto: dejó de ser amarillenta y se hizo uniformemente azulada; la última uña de sol se había ocultado tras el edificio de enfrente.
– ¿Puedo ya cambiarme?
Lo preguntó con intención, para que ella entendiera que estaba harto del jueguecito. Pero Alice, que parecía profundamente absorta, enarcó un poco las cejas y dijo:
– Una última cosa. -Y se levantó-. El novio cruza el umbral con la novia en brazos.
– Menuda tontería.
– Tienes que cogerme en brazos y llevarme ahí. -Señaló el pasillo-. Y quedas libre.
Mattia sacudió la cabeza, resignado. Ella se acercó extendiendo los brazos como una niña, y le dijo burlona:
– Ánimo, mi héroe.
Él hundió los hombros en señal de derrota y se inclinó desmañado para tomarla en brazos; nunca había llevado así a nadie. Le pasó un brazo por las corvas y el otro por la espalda. Cuando la levantó en vilo, lo sorprendió cuán ligera era.
Trompicando, se dirigió al pasillo. A través de la finísima tela de la camisa notaba cerca, muy cerca, la respiración de Alice, y oía el frufrú de la cola arrastrando por el suelo. Cuando franqueaban el umbral, el sonido de un desgarrón seco y prolongado lo detuvo bruscamente.
– ¡Hostias!
Dejó a Alice en el suelo. La falda se había enganchado en la puerta: el roto medía un palmo y parecía una grotesca boca abierta. Los dos se quedaron mirando como alelados.
Mattia supuso que Alice diría algo, se tiraría de los pelos, se enfadaría con él. Pensó que debía excusarse, aunque la culpa era de ella, ella se lo había buscado.
Pero Alice miraba el desgarrón sin inmutarse y al final dijo:
– Bah, para lo que servía ya a nadie.