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Los números primos sólo son exactamente divisibles por 1 y por sí mismos. Ocupan su sitio en la infinita serie de los números naturales y están, como todos los demás, emparedados entre otros dos números, aunque ellos más separados entre sí. Son números solitarios, sospechosos, y por eso encantaban a Mattia, que unas veces pensaba que en esa serie figuraban por error, como perlas ensartadas en un collar, y otras veces que también ellos querrían ser como los demás, números normales y corrientes, y que por alguna razón no podían. Esto último lo pensaba sobre todo por la noche, en ese estado previo al sueño en que la mente produce mil imágenes caóticas y es demasiado débil para engañarse a sí misma.
En primer curso de la universidad había estudiado ciertos números primos más especiales que el resto, y a los que los matemáticos llaman primos gemelos: son parejas de primos sucesivos, o mejor, casi sucesivos, ya que entre ellos siempre hay un número par que les impide ir realmente unidos, como el 11 y el 13, el 17 y el 19, el 41 y el 43. Si se tiene paciencia y se sigue contando, se descubre que dichas parejas aparecen cada vez con menos frecuencia. Lo que encontramos son números primos aislados, como perdidos en ese espacio silencioso y rítmico hecho de cifras, y uno tiene la angustiosa sensación de que las parejas halladas anteriormente no son sino hechos fortuitos, y que el verdadero destino de los números primos es quedarse solos. Pero cuando, ya cansados de contar, nos disponemos a dejarlo, topamos de pronto con otros dos gemelos estrechamente unidos. Es convencimiento general entre los matemáticos que, por muy atrás que quede la última pareja, siempre acabará apareciendo otra, aunque hasta ese momento nadie pueda predecir dónde.
Mattia pensaba que él y Alice eran eso, dos primos gemelos solos y perdidos, próximos pero nunca juntos. A ella no se lo había dicho. Cuando se imaginaba confiándole cosas así, la fina capa de sudor que cubría sus manos se evaporaba y durante los siguientes diez minutos era incapaz de tocar nada.
Cierto día de invierno hizo una cosa. Había pasado la tarde en casa de Alice, que estuvo todo el tiempo zapeando ante la tele. Mattia no atendió ni a las palabras ni a las imágenes del aparato. El pie derecho de ella, que tenía apoyado en la mesa, invadía por la izquierda, como la cabeza de una serpiente, su campo visual. Alice movía y doblaba los dedos con una regularidad hipnótica. Aquel repetido movimiento había hecho nacer en él algo sólido e inquietante, y se esforzó por mantener la mirada fija el mayor tiempo posible, a fin de que nada cambiara en aquella imagen.
Al llegar a su casa cogió un mazo de folios del cuaderno de anillas, lo bastante grueso para que el bolígrafo corriera fluidamente, sin rascar la rígida superficie de la mesa. Igualó los bordes, primero los de arriba y abajo y luego los lados. Escogió el bolígrafo con más tinta de los que tenía en el escritorio, le quitó la capucha, que insertó en la punta opuesta para que no se extraviara, y en el centro exacto del folio, que calculó sin tener que contar los recuadros, comenzó a escribir.
2760889966649. Puso de nuevo la capucha al bolígrafo, lo dejó junto a los folios y leyó en voz alta: Dosbillonessetecientosesentamilmillonesochocientosochen-taynuevemillonesnovecientossesentayseismilseiscientoscuarentaynueve. Lo leyó de nuevo, esta vez en voz queda, como para aprenderse el trabalenguas. Y decidió que aquel número era el suyo. Estaba seguro de que ninguna otra persona en el mundo, ninguna otra persona en toda la historia del mundo, había pensado nunca en aquel número. Hasta ese momento, probablemente tampoco nadie lo había escrito y menos aún pronunciado en voz alta.
Tras un momento de vacilación, dos renglones más abajo escribió: 2760889966651. Y éste es el suyo, pensó. En su imaginación, aquellas cifras se habían teñido del color morado del pie de Alice recortado contra el resplandor azulado del televisor.
Bien podrían ser dos primos gemelos, pensó Mattia. Y si lo fueran…
Consideró con detenimiento la posibilidad y buscó divisores de aquellos dos números; con el 3 era fácil: bastaba con sumar las cifras y ver si el resultado era un múltiplo de 3. El 5 quedaba descartado de antemano. Quizá había una regla también para el 7, pero como no la recordaba hizo la división en columna. Siguió con el 11, el 13, etc., en cálculos cada vez más complicados. Cuando estaba con el 37 el sueño se apoderó momentáneamente de él y el bolígrafo le resbaló por la página. Al llegar al 47 abandonó. Aquello sólido que había sentido nacerle dentro estando con Alice se había disipado como el olor en el aire y ya no lo notaba. Se hallaba solo en su cuarto, en medio de un montón de folios cuajados de inútiles divisiones. El reloj marcaba las tres y cuarto de la mañana.
Cogió entonces el primer folio, aquel en cuyo centro había escrito los dos números, y se sintió imbécil. Lo rasgó por la mitad, una y otra vez, hasta que los bordes superpuestos resultaron tan duros que pudo pasarlos como una cuchilla bajo la uña del anular izquierdo.
En los cuatro años de universidad, las matemáticas lo llevaron a los rincones más apartados y fascinantes de la razón humana. Copiaba con un afán meticuloso cuantas demostraciones de teoremas hallaba. Incluso en las tardes de verano bajaba las persianas y trabajaba con luz artificial. Retiraba del escritorio todo cuanto pudiera distraer su mirada, para sentirse realmente a solas con el folio. Y escribía de corrido. Si una ecuación se le resistía o se equivocaba al alinear una expresión tras el signo de igual, arrojaba el folio al suelo y volvía a empezar. Cuando había llenado por completo una página de símbolos, letras y números, escribía al final Q.E.D. y por un instante tenía la impresión de haber puesto un poco de orden en el mundo. Entonces se reclinaba en la silla y podía entrelazar las manos sin frotárselas.
Pero pronto empezaba a distanciarse de la página; los símbolos que hasta un instante antes fluían como al conjuro de su muñeca se le antojaban ajenos, como perdidos en un lugar cuyo acceso le estaba vedado. En la oscuridad del cuarto, su mente volvía a poblarse de pensamientos sombríos y casi siempre acababa cogiendo un libro, lo abría al azar y seguía estudiando.
El análisis complejo, la geometría proyectiva y el cálculo diferencial no lo alejaron de su pasión primera, los números. A Mattia le gustaba contar, arrancar del 1 y seguir contando según progresiones complejas que a menudo inventaba sobre la marcha. Se dejaba arrastrar por los números con la impresión de conocerlos uno por uno. Por eso acudió al profesor Niccoli, catedrático de Cálculo Discreto, aunque no había hecho un solo examen con él ni lo conocía más que de nombre, para que le dirigiera la tesis doctoral.
El despacho de Francesco Niccoli estaba en la tercera planta del decimonónico edificio en que tenía su sede el departamento de Matemáticas. Era un recinto reducido, ordenado e inodoro, lleno del color blanco de las paredes, las estanterías, la mesa de plástico y el aparatoso ordenador que en ésta había. Mattia llamó tan flojo a la puerta que Niccoli no supo si estaban llamando a la suya o a la del despacho contiguo, y por si acaso dijo adelante.
Mattia abrió la puerta y dio un paso.
– Buenos días.
– Buenos días -contestó Niccoli.
Al joven le llamó la atención una foto colgada detrás del profesor, en la que se lo veía mucho más joven y sin barba, con una placa de plata, estrechando la mano a un desconocido de aire importante. Aguzó la vista pero no atinó a leer lo que ponía la placa.
– ¿Y bien? -le dijo Niccoli, mirándolo con ceño.
– Quiero hacer la tesis sobre los ceros de la zeta de Riemann -contestó Mattia, y dirigió la mirada al hombro derecho del profesor, donde un espolvoreo de caspa formaba un diminuto cielo estrellado.
Niccoli hizo una mueca semejante a una risa sardónica y, llevándose las manos a la nuca como si se dispusiera a disfrutar de un rato de asueto, le preguntó:
– Y dígame, ¿usted quién es?
– Me llamo Mattia Balossino, he terminado la carrera y quisiera doctorarme este año.
– Tiene ahí su expediente?
Mattia afirmó con la cabeza. Se quitó la mochila, la dejó en el suelo, se agachó y buscó el expediente. Niccoli extendió la mano para recibirlo, pero Mattia prefirió dejarlo en la mesa.
De unos meses a esa parte, el profesor necesitaba alejar las cosas para verlas bien. Y de esa guisa echó un vistazo a la serie de sobresalientes y matrículas de honor; ni un fallo, ni un suspenso acaso por algún amor contrariado; nada.
Cerró el expediente y miró a Mattia con más atención: viendo que vestía como cualquier persona común y corriente, y que permanecía en pie como si no supiera qué postura adoptar, pensó que era de esos que triunfan en los estudios porque en la vida real son tontos, y en cuanto se salen del camino que les marca la universidad resultan unos inútiles. Con voz reposada le preguntó:
– ¿No cree que soy yo quien debe proponerle el tema?
Mattia se encogió de hombros. Paseaba los ojos de un lado al otro del canto de la mesa.
– A mí me interesan los números primos. Quiero trabajar en la zeta de Riemann.
Niccoli dio un suspiro; se levantó y se acercó al armario blanco. Dando rítmicos resoplidos, empezó a recorrer con el dedo el lomo de los libros, hasta que cogió unos folios mecanografiados y grapados y se los tendió.
– Tenga este artículo; vuelva cuando haya resuelto todas las ecuaciones.
Mattia lo cogió y, sin siquiera leer el título, lo guardó en la mochila, que tenía apoyada, abierta y vacía, sobre su pierna. Murmuró gracias, salió del despacho y cerró la puerta.
Niccoli volvió a tomar asiento y pensó que en la cena se quejaría ante su mujer por este nuevo e inesperado fastidio.