38750.fb2 La Soledad De Los N?meros Primos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 28

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26

El amor que Denis sentía por Mattia se extinguió solo como una vela que arde olvidada en un cuarto oscuro, dejando paso a un hambre insatisfecha. A los diecinueve años, en la última página de un periódico local vio el anuncio de un local gay, lo recortó y se lo guardó en la cartera. Allí lo llevó dos meses, y a veces lo sacaba y releía la dirección, que ya se sabía de memoria.

Los chicos de su edad salían con chicas, practicaban sexo regularmente y no hablaban de otra cosa. Denis veía que la única solución era aquel recorte de periódico, aquella dirección que el sudor de sus dedos había ya medio borrado.

Así que una noche lluviosa, sin proponérselo realmente, fue. Se vistió con lo primero que encontró en el armario y a sus padres, que estaban en el cuarto de al lado, les voceó que se iba al cine.

Pasó primero dos o tres veces por delante del local, dando cada vez la vuelta a la manzana, y al final entró, con las manos en los bolsillos y haciendo al guarda jurado un gesto confidencial. Se sentó a la barra y pidió una clara, que se bebió a sorbos, mirando las botellas alineadas, esperando.

Al poco se le acercó un tío y Denis, sin verle siquiera la cara, decidió que sería ése. El otro empezó a hablarle de sí mismo, o quizá de alguna película que él no había visto, gritándole al oído. El no lo escuchaba. Al poco lo interrumpió y le dijo que fueran al baño. El desconocido enmudeció y acto seguido sonrió enseñando unos dientes horribles. Denis se dijo que era feo, casi cejijunto y viejo, muy viejo, pero que no importaba.

En el baño, el tío le levantó la camiseta y quiso besarlo, pero él lo rechazó. Se arrodilló y le desabotonó la bragueta. Hostias, qué rápido, dijo el otro, pero no se opuso. Denis cerró los ojos y procuró acabar pronto.

Como con la boca no conseguía nada y se sentía un inútil, usó las manos, las dos a la vez. Mientras el otro se corría él también se corrió, en los calzoncillos. Escapó del baño dejando al desconocido a medio vestir, y nada más salir, como si le hubieran arrojado un cubo de agua helada, lo asaltó el sentimiento de culpa, el mismo de siempre.

En la calle estuvo media hora buscando una fuente para quitarse el olor.

Volvió otras noches. Siempre hablaba con un tío distinto y siempre inventaba una excusa para no decir su nombre. No volvió a estar con nadie. Coleccionaba historias de otros como él, que solía escuchar en silencio, y descubrió que se parecían: había un camino que recorrer, a lo largo del cual era preciso sumergirse hasta el fondo para luego poder salir a la superficie y tomar aire.

Todos tenían un amor del alma contrariado, como él tenía a Mattia. Todos tuvieron miedo y muchos aún lo tenían, menos cuando estaban allí, entre personas que podían entenderlos, protegidos por el «ambiente», como ellos decían. Conversando con aquellos desconocidos, Denis se sentía menos solo y se preguntaba cuándo llegaría su hora, el día en que tocaría fondo y podría por fin emerger y respirar también él.

Una noche, uno le habló de lo que en aquel mundillo llamaban «los candiles», una callejuela detrás del cementerio sin otra iluminación que la débil y temblorosa luz que arrojaban las lámparas de las lápidas a través de la gran verja. Por allí te paseabas a tientas, era donde mejor podías desahogar el deseo, como quien se libra de una carga, sin ver ni ser visto, dejando el cuerpo a merced de la oscuridad.

En aquella calleja, Denis tocó su fondo, o más bien chocó con él de bruces, como quien se zambulle en aguas poco profundas. Desde aquel día no volvió al local y se encerró con mayor obstinación en la negación de su ser.

Cursando el tercer año de universidad hizo un viaje de estudios a España. Allí, lejos del mirar inquisitivo de la familia, los amigos, la gente que lo conocía por la calle, halló el amor. Se llamaba Valerio y como él era italiano, y como él era joven y estaba asustadísimo. Los meses que pasaron juntos en un pisito cercano a las Ramblas de Barcelona, rápidos e intensos, terminaron por hacerle olvidar todo aquel sufrimiento, como una noche despejada hace olvidar los días de lluvia torrencial que la han precedido.

De regreso en Italia no volvieron a verse, pero Denis no sufrió. Con una confianza que ya nunca lo abandonaría, se embarcó en nuevas aventuras que parecían haberlo esperado todo el tiempo en ordenada fila al doblar cada esquina. De los viejos amigos no conservó más que a Mattia. Seguían en contacto, sobre todo por teléfono, y eran capaces de estarse en silencio minutos enteros, absorto cada cual en sus pensamientos, oyendo al otro lado de la línea el respirar rítmico y tranquilizador del amigo.

Cuando aquel día sonó el teléfono, Denis estaba lavándose los dientes. En su casa no solía sonar más de dos veces, lo que tardaban en llegar al aparato más cercano desde cualquier punto de la casa.

Su madre le gritó que era para él. Denis no se apresuró a responder; se enjuagó bien la boca, se secó con la toalla, se miró un momento los incisivos superiores, que últimamente tenía la impresión de que se estaban montando, debido sin duda a las pujantes muelas del juicio.

– ¿Sí?

– Hola. -Mattia casi nunca se identificaba; sabía que su amigo conocía perfectamente su voz y le molestaba pronunciar su nombre.

– Hombre, doctor, ¿qué tal? -dijo Denis con efusión. No se había tomado a mal lo de la tesis. Había aprendido a respetar el abismo que Mattia se había excavado alrededor. Años atrás quiso saltarlo y se había despeñado. Ahora se conformaba con sentarse en el borde y dejar colgar las piernas. La voz de Mattia no le producía ya vuelcos de corazón, aunque lo tenía y lo tendría siempre presente como el único punto de comparación con todo lo que había venido después.

– ¿Te molesto? -preguntó Mattia.

– No. ¿Y yo a ti? -replicó Denis con burla.

– El que llama soy yo.

– Por eso, dime; por tu voz diría que pasa algo.

Mattia guardó silencio. Lo tenía en la punta de la lengua.

– Bueno, ¿qué? ¿Me lo dices o no?

Denis lo oyó dar un fuerte suspiro y tuvo la impresión de que le costaba respirar. Cogió un bolígrafo que había junto al teléfono y empezó a juguetear con él, hasta que se le cayó; no se agachó a recogerlo. Mattia seguía callado.

– ¿Tendré que preguntarte? Pues veamos…

– Me ofrecen trabajo en el extranjero -dijo por fin Mattia-, en una universidad importante.

– ¡¿Qué me dices?! -repuso Denis, aunque nada sorprendido-. Caramba, suena muy bien. ¿Y piensas aceptar?

– No lo sé. ¿Tú qué dices?

Denis simuló una carcajada.

– ¿Y me lo preguntas a mí, que ni siquiera acabé la carrera? Yo aceptaría sin vacilar. Cambiar de aires está muy bien. -Además, quiso añadir, ¿aquí qué te retiene?, pero se abstuvo.

– Es que el otro día ocurrió algo… el día que me doctoré…

– ¿Algo?

– Con Atice…

– ¿Qué fue?

Mattia dudó un momento y al cabo se oyó decir:

– En fin, que nos besamos.

Denis oprimió el aparato con una reacción que lo sorprendió. No eran celos, sería absurdo tenerlos a esas alturas, pero aquello le trajo ciertos recuerdos que creía sepultados en el olvido: Mattia y Alice entrando en la cocina de Viola cogidos de la mano, Giulia Mirandi metiéndole la lengua en la boca como si le introdujera un estropajo. Afectando contento exclamó:

– ¡Sí señor, ya era hora!

– Ya.

Hubo un silencio durante el cual ambos tuvieron ganas de colgar. No sin esfuerzo, Denis dijo:

– Y por eso estás que no sabes qué hacer.

– Pues sí.

– Pero ahora ella y tú sois… ¿cómo decirlo…?

– Nada, no hemos vuelto a vernos…

– Ah.

Denis pasó la uña del dedo por el cable enrollado del teléfono. Mattia hizo lo mismo y pensó como siempre en una hélice de ADN a la que faltara la pareja.

– Piensa que a lo tuyo puedes dedicarte en cualquier sitio -dijo Denis-, ¿o no?

– Sí.

– En cambio, Alice sólo está aquí.

– Sí.

– Pues ya lo tienes claro. -Denis notó que su amigo empezaba a respirar de manera más ligera y regular.

– Gracias.

– De nada.

Mattia colgó. Denis se quedó unos segundos con el auricular al oído, como escuchando el silencio. Sintió que algo acababa de apagarse en su interior, como al final se apaga un ascua cubierta de ceniza.

He dicho lo que debía, pensó.

Por fin empezó a sonar el tono de ocupado. Denis colgó y volvió al baño, a mirarse aquellas malditas muelas del juicio.