38750.fb2 La Soledad De Los N?meros Primos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 29

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– ¿Qué pasa, mi amorcito? -preguntó Soledad a Alice, ladeando un poco la cabeza para cruzar su mirada. Desde que Fernanda estaba ingresada comía con ellos, porque estar solos los dos, padre e hija, frente a frente, les resultaba insoportable.

El padre había tomado la costumbre de no cambiarse de ropa al volver del trabajo, y cenaba con chaqueta y corbata, que se aflojaba un poco, como si estuviera de paso. Mientras cenaba leía un periódico y sólo a ratos levantaba la vista, para ver si la hija tomaba al menos algún bocado.

Comer en silencio era ya norma y sólo molestaba a Sol, que se acordaba siempre de los bulliciosos almuerzos de su casa, cuando era una niña y no se imaginaba que le esperaba aquel futuro.

Alice, que ni siquiera había mirado la chuleta y la ensalada que tenía en el plato y sólo bebía agua, a traguitos y mirando el vaso que se llevaba a los labios con los ojos bizcos, seria como si tomara un medicamento, se encogió de hombros y dirigió a Sol una fugaz sonrisa.

– Nada, que no tengo hambre -contestó por fin.

Su padre volvió la página nerviosamente, y antes de posar de nuevo el periódico en la mesa lo sacudió con ímpetu y echó un vistazo al plato intacto de la hija, aunque nada dijo, empezó a leer, desde la mitad y sin entender de qué iba, el primer artículo que cayó bajo sus ojos.

– Sol -añadió Alice.

– ¿Sí?

– ¿Cómo te conquistó tu marido? La primera vez, digo. ¿Qué hizo?

Soledad dejó de masticar un momento y luego prosiguió más lentamente, para tomarse su tiempo. Lo primero que le vino a la memoria no fue el día que conoció a su marido, sino la mañana en que se levantó tarde y, descalza, lo buscó por toda la casa. Con los años todos los recuerdos de su vida conyugal se habían concentrado en aquellos pocos instantes, como si el tiempo compartido con su marido no hubiera sido sino el preludio del fin. Recordó que aquella mañana se había quedado mirando los platos sin fregar de la noche anterior y los cojines en desorden del sofá. Todo estaba exactamente como lo habían dejado y se oían los mismos ruidos de siempre. Sin embargo, algo había en la disposición de los objetos, en el modo como la luz incidía en ellos, que la dejó clavada en medio del salón, con el alma en vilo. Y de pronto supo, con una claridad abrumadora, que él se había ido.

Dio un suspiro de afectada nostalgia y contestó:

– Todos los días me recogía en el trabajo y me llevaba a casa en bicicleta. Y me regaló unos zapatos.

– ¿Unos zapatos?

– Sí, blancos, de tacón alto. -Sonrió y con los dedos indicó la longitud del tacón-. Preciosos.

El padre de Alice soltó un resoplido y se rebulló en la silla, censurando tácitamente aquel tema de conversación. Alice se imaginó al marido de Soledad saliendo de la zapatería con la caja bajo el brazo. Lo conocía por la foto que ella tenía colgada sobre la cabecera de su cama, en cuyo cáncamo había insertada una ramita de olivo.

Así distrajo un momento su pensamiento, aunque no tardó en ocuparlo de nuevo Mattia, para no dejarlo ya; había pasado una semana y seguía sin llamarla.

Pues iré ahora mismo, se dijo.

Pinchó y comió un poco de ensalada -el vinagre le escoció en los labios-, para que su padre viera que se alimentaba, y aún masticando se levantó de la mesa y dijo:

– Tengo que irme.

Enarcando las cejas, su padre repuso:

– ¿Y se puede saber adónde, a estas horas?

– A donde yo quiera -contestó desafiante Alice; pero bajando el tono aclaró-: A casa de una amiga.

Él movió la cabeza, dando a entender que le daba igual. Por un instante Alice lo compadeció, viéndolo allí tan solo con su periódico, y tuvo el impulso de darle un abrazo y contárselo todo y pedirle consejo, pero al instante la misma idea la sobrecogió. Dio media vuelta y se dirigió resueltamente al baño.

Su padre dejó el periódico y se frotó los párpados cansados. Sol se recreó otro ratito con el recuerdo de los zapatos de tacón alto, tras lo cual lo relegó de nuevo al olvido y se levantó para quitar la mesa.

De camino a casa de su amigo, Alice puso la música alta, pero si al llegar le hubieran preguntado qué escuchaba no habría sabido decirlo. De pronto estaba furiosa; sabía que iba a estropearlo todo, pero también que no había remedio. Al levantarse hacía un rato de la mesa había superado el invisible limite más allá del cual las cosas ocurren por sí solas. Lo mismo le había pasado cuando el accidente de esquí, en que bastó que desplazara hacia delante el centro de gravedad unos milímetros para acabar cayendo de cabeza en la nieve.

A casa de Mattia sólo había ido una vez y no pasó de la sala de estar. Aquel día, mientras Mattia subía a mudarse a su habitación, cambió con la madre unas embarazosas palabras. La señora Adele, sentada en el sofá, la miraba con un aire inquieto, casi alarmado, como si el pelo le ardiera o algo parecido, y ni siquiera atinó a invitarla a tomar asiento.

Alice tocó el timbre de los Balossino-Corvoli hasta que el piloto rojo se encendió, como dando el último aviso. El interfono crepitó un instante y la voz de la madre de Mattia contestó, asustada:

– ¿Quién es?

– Soy Alice. Perdone la hora, pero… ¿está Mattia?

Al otro lado hubo un silencio nervioso. Alice tuvo la desagradable impresión de ser observada por el objetivo del interfono y se echó todo el pelo por el hombro. La puerta se abrió con un chasquido eléctrico y Alice, antes de entrar, lo agradeció sonriendo a la cámara.

En el vacío vestíbulo del edificio sus pasos resonaron con ritmo de latir cardíaco. La pierna coja parecía más muerta que nunca, como si el corazón se hubiera olvidado de irrigarla.

La puerta del piso estaba entornada, pero no había nadie esperándola. Alice pidió permiso y entró. Mattia salió del salón, se detuvo a no menos de tres pasos de ella y sin mover un miembro le dijo:

– Hola.

– Hola.

Siguieron quietos, examinándose, como dos perfectos desconocidos. Mattia, que calzaba pantuflas, había montado el dedo gordo del pie sobre el vecino y los oprimía entre sí y contra el suelo como si quisiera aplastarlos.

– Perdona si…

– Pasa -dijo Mattia con voz mecánica.

Alice quiso cerrar la puerta pero la palma sudada le resbaló por el pomo de latón. Sonó un portazo que hizo retemblar las maderas y Mattia tuvo un arranque de impaciencia.

¿A qué ha venido?, se preguntó.

Tuvo la sensación de que la Alice sobre la que acababa de hablar a Denis no era la misma que ahora se presentaba en su casa sin avisar. Era una idea absurda y quiso conjurarla, pero no logró superar aquella sensación de fastidio.

Se le ocurrió una palabra: acorralado. Y recordó cuando su padre lo derribaba sobre la alfombra y, aprisionándolo entre sus brazos enormes, le hacía cosquillas en la barriga y las costillas; él se desternillaba hasta enrojecer.

Alice lo siguió al salón. Los padres de Mattia esperaban en pie, formando un pequeño comité de bienvenida.

– Buenas -los saludó ella, encogiéndose de hombros.

– Hola, Alice -contestó Adele, aunque sin moverse del sitio.

Pietro, en cambio, cosa inesperada, se acercó y le acarició el pelo:

– Cada vez estás más guapa. ¿Qué tal tu madre?

Adele, que esbozaba una sonrisa fija, se mordió los labios lamentando no haberlo preguntado antes ella.

Alice se sonrojó, pero no queriendo parecer melodramática contestó:

– Como siempre, ahí sigue.

– Deséale lo mejor de nuestra parte -dijo Pietro.

Y los cuatro se quedaron mudos. El padre de Mattia miraba a Alice como si fuese transparente, y ella trató de disimular su cojera equilibrando el peso sobre las dos piernas. De pronto tomó conciencia de que su madre no conocería ya a los padres de Mattia y lo sintió, pero aún sintió más ser la única en darse cuenta.

– Id arriba si queréis -dijo al final Pietro.

Alice sonrió a Adele, inclinó la cabeza ante Pietro y salió del salón. Mattia se había adelantado y llegó antes a su cuarto.

– ¿Cierro? -preguntó ella al entrar, sintiendo que el valor la abandonaba de pronto.

– Hum.

Mattia se sentó en la cama y cruzó las manos sobre las rodillas. Alice paseó la mirada por la reducida habitación. Los objetos aparentaban no haber sido tocados nunca, parecían pulcramente expuestos en el escaparate de una tienda. No había nada superfluo, ni fotos en las paredes ni muñecos infantiles conservados como fetiches, nada que transmitiese esa sensación de familiaridad y cariño que suelen tener las habitaciones de los adolescentes. Alice, que tenía la cabeza y el cuerpo hechos un lío, se sintió fuera de lugar. Sin pensarlo realmente, dijo:

– Un cuarto muy bonito.

– Gracias.

Sobre sus cabezas flotaba una gran burbuja llena de cosas que tendrían que decirse y los dos miraban al suelo para no verla.

Apoyándose contra el armario y deslizándose por él, Alice se sentó en el suelo, la pierna sana flexionada sobre el pecho. Procuró sonreír.

– Bueno, ¿qué se siente al ser doctor?

Mattia encogió los hombros y esbozó una media sonrisa.

– Nada especial.

– Nunca estás satisfecho, ¿eh?

– Eso parece.

Alice emitió un murmullo afectuoso y pensó que no había razón alguna para sentirse violentos, aunque de hecho lo estaban, de una manera invencible.

– Y eso que últimamente te han pasado un montón de cosas…

– Así es.

Alice dudó en decirlo, pero lo soltó con la boca seca:

– Algunas de ellas bonitas, ¿o no?

Mattia encogió las piernas y pensó: «Me lo temía.»

– Sí, algunas.

Sabía muy bien lo que debía hacer: levantarse, sentarse a su lado, sonreír, mirarla a los ojos y besarla; pura mecánica, trivial sucesión de acciones que lo llevarían a aplicar su boca sobre la de ella. Aunque en aquel momento no le apetecía, podía hacerlo, podía confiarse al automatismo del acto.

Quiso levantarse pero no pudo; como si la cama, superficie pegajosa, lo retuviera.

Una vez más Alice actuó por él.

– ¿Puedo sentarme a tu lado?

Él asintió con la cabeza y se apartó un poco sin necesidad.

Ayudándose con las manos, Alice se puso en pie.

Sobre la cama, en el sitio que Mattia había dejado libre, había una hoja escrita a máquina y plegada como un acordeón en tres partes. Al cogerla para apartarla, Alice observó que estaba escrita en inglés.

– ¿Y esto?

– Me ha llegado hoy. Una carta de una universidad.

Ella leyó el nombre de la ciudad, escrito en negrita en la esquina superior izquierda, y los ojos se le empañaron.

– ¿Y qué te dicen?

– Me ofrecen una beca.

Alice sintió un mareo y palideció.

– ¡Uau! -dijo aparentando alegría-. ¿Para cuánto tiempo?

– Cuatro años.

Ella tragó saliva. Seguía de pie.

– ¿Y vas a aceptar? -musitó.

– Aún no lo sé -contestó él como excusándose-. ¿Tú qué harías?

Alice permaneció con la hoja en la mano, la mirada perdida.

– ¿Tú qué harías? -repitió él, como si creyera que no lo había oído.

– ¿Que qué haría? -contestó ella en un tono repentinamente duro que casi sobresaltó a Mattia.

Sin saber por qué, Alice pensó en su madre, ingresada en el hospital, aturdida a base de fármacos. Miró impasible el papel y tuvo impulsos de romperlo. Pero lo dejó de nuevo en la cama, donde tendría que haberse sentado ella.

– Sería conveniente para mi carrera -se justificó Mattia.

Ella asintió con la cabeza, seria, sacando la barbilla, como si en la boca tuviera una pelota.

– Bueno, pues ¿a qué esperas? Vete. Total, aquí no hay nada que te importe, me parece -murmuró.

Mattia notó que se le hinchaban las venas del cuello. Quizá porque iba a llorar. Desde aquella tarde en el parque siempre se lo parecía, como algo que se le atragantaba; al parecer, sus conductos lacrimales, tanto tiempo obturados, se habían abierto por fin y todo lo que llevaba dentro pugnaba por salir. Con voz algo trémula dijo:

– Pero si acepto, tú me…

– Yo te ¿qué? -Y lo miró como si mirase una mancha en la colcha-. Yo los siguientes cuatro años me los imaginaba de otro modo. Tengo veintitrés años, mi madre está agonizando y yo… -Movió la cabeza-. Aunque a ti esto te importa muy poco. Sólo piensas en tu carrera.

Era la primera vez que utilizaba la enfermedad de su madre para atacar a alguien y no se arrepintió. Lo miró como si le pareciera más pequeño.

Él no replicó. Repasaba para sus adentros las instrucciones para respirar.

– Pero descuida -prosiguió ella-, que ya tengo a alguien a quien le importa. En realidad venía a decírtelo. -Hizo una pausa durante la cual no pensó nada. Las cosas ocurrían de nuevo por sí solas, volvía a rodar por el barranco, olvidada de frenar con los bastones-. Se llama Fabio y es médico. No quería que tú… pues eso…

Lo dijo como una mala actriz, con una voz postiza, sintiendo que las palabras le raspaban como arena, y mientras lo decía escrutó la cara de Mattia buscando un atisbo de decepción al que aferrarse; pero él tenía los ojos demasiado oscuros y no pudo apreciar el relámpago que los cruzó. Se convenció de que a él le era indiferente y sintió que se le helaba la sangre. En voz baja, rendida, dijo:

– Me voy.

Mattia inclinó la cabeza y se volvió hacia la ventana cerrada para eliminar por completo a Alice de su campo visual. Aquel nombre, Fabio, caído del cielo, se le había incrustado en la cabeza como metralla y sólo quería que ella se fuera.

Vio que hacía una noche clara y supuso que soplaría una brisa cálida. Las pelusillas blancas de los chopos revoloteaban a la luz de las farolas como grandes insectos sin patas.

Alice abrió la puerta y él se levantó; la acompañó, dos pasos detrás, hasta el rellano de la escalera. Ella se miró distraídamente el bolso para ver si lo llevaba todo, para ganar un poco más de tiempo. Murmuró que sí y subió al ascensor. Y cuando las puertas se cerraban se dijeron un adiós que nada significaba.