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Los padres de Mattia estaban viendo la tele sentados en el sofá, ella con las piernas acurrucadas bajo el camisón, él con las piernas estiradas y cruzadas sobre la mesita, el mando a distancia en el muslo. Alice se había ido sin despedirse, ni siquiera pareció notar que estaban allí.
Mattia se detuvo ante el respaldo del sofá y dijo:
– He decidido aceptar.
Adele se llevó la mano a la cara y miró a su marido, desconcertada. Pietro se volvió a medias y miró a su hijo como se mira a un hijo adulto.
– Bien hecho.
Mattia volvió a su habitación. Recogió la carta de la cama y se sentó al escritorio. Sintió que el universo era una superficie elástica que se expandía y aceleraba bajo sus pies, y por un momento temió que se rompiera y lo dejara caer al vacío.
Buscó a tientas el interruptor de la lámpara y la encendió. De los cuatro lápices que había alineados peligrosamente al borde del escritorio, escogió el más largo. Con un sacapuntas que sacó del segundo cajón empezó a afilarlo, inclinado sobre la papelera. Al acabar sopló la fina viruta adherida a la cónica punta. La hoja en blanco ya la tenía preparada.
Puso la mano izquierda sobre el papel, con los dedos bien abiertos, y deslizó por el dorso la afiladísima punta de grafito. Estuvo en un tris de clavársela en el punto donde dos venas del dedo medio confluían. Por último la levantó lentamente y soltó un hondo suspiro.
Escribió en la hoja: «To the kind attention of the Dean.»