38750.fb2 La Soledad De Los N?meros Primos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 31

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29

Fabio la recibió en la puerta, con las luces de rellano, recibidor y salón encendidas. Y al pasarle ella la bolsa de plástico en que traía el helado, le apretó los dedos y le dio un beso en la mejilla como lo más natural del mundo. Y le dijo, porque de verdad lo pensaba, que el vestido le sentaba de maravilla, y siguió preparando la cena sin dejar de mirarla.

Sonaba una música que Alice no conocía y que él no había puesto para que escucharan, sino para completar un escenario perfecto pensado al detalle. Había dos velas encendidas y la botella de vino ya estaba abierta. La mesa estaba muy bien puesta para dos, con el filo de los cuchillos hacia dentro para significar que el comensal era bienvenido, como ella sabía porque su madre se lo había enseñado de pequeña; el mantel de la mesa, blanco, no tenía una sola arruga, y los dobleces de las servilletas plegadas en forma triangular coincidían a la perfección.

Alice se sentó a la mesa y contó los platos del servicio para saber cuánto había que comer. Esa noche, antes de salir, había permanecido mucho rato encerrada en el baño mirando absorta las toallas, que Soledad cambiaba todos los viernes. En el mueble con tablero de mármol encontró el estuche de maquillaje de su madre y decidió pintarse. Lo hizo medio a oscuras, y antes de pintarse los labios olió la barra: el olor no le recordó nada.

Había querido cumplir con el rito de probarse vestidos, y lo hizo con cuatro distintos, aunque ya desde el día anterior tenía elegido cuál ponerse: el que vistió en la confirmación del hijo de Ronconi, y que su padre juzgó impropio para tal ocasión porque le dejaba al descubierto los brazos y la espalda hasta más abajo de las costillas.

Con aquel vestidito azul puesto, cuyo escote sobre la piel clara parecía una sonrisa de satisfacción, y sin calzarse todavía, había bajado a la cocina para recabar la opinión de Sol alzando las cejas con ansiedad. La criada le dijo que estaba radiante y le dio un beso en la frente, a riesgo, como Alice temió, de estropearle el maquillaje.

Fabio se movía por la cocina con agilidad y al mismo tiempo la cautela de quien se sabe observado. Alice bebía a sorbitos el vino blanco que él le había servido y notaba en el estómago, vacío desde hacía al menos veinte horas, como pequeños estallidos provocados por el alcohol. Una sensación de calor se difundía por sus venas, le subía poco a poco a la cabeza y conjuraba el recuerdo de Mattia, como marea que barre la playa.

Sentada a la mesa, observó atentamente el tipo de Fabio: la neta línea que separaba su pelo castaño del cuello, las caderas no muy estrechas y los hombros que abultaban bajo la camisa. Acabó pensando en lo muy segura que debería sentirse la mujer a quien aquellos brazos estrecharan con fuerza, sin darle elección.

Había aceptado la invitación por lo que le había dicho a Mattia, y porque, ya estaba segura, no conocería nada más parecido al amor que lo que allí encontrase.

Fabio sacó del frigorífico una pastilla de mantequilla y cortó un pedazo de al menos, según estimó Alice, ochenta o noventa gramos. Luego lo echó a la sartén en que previamente había hecho el risotto con setas -con lo que se disolvió liberando todas sus grasas saturadas y animales-, apagó el fuego y siguió removiendo con un cucharón de madera otro par de minutos.

– Listo -dijo al fin.

Se secó con un trapo que colgaba de una silla y, sartén en mano, se dirigió a la mesa.

Alice echó una ojeada despavorida al contenido de la sartén.

– Para mí poquísimo -dijo, haciendo con los dedos el gesto de una pizca, justo antes de que cayera en su plato una enorme cucharada de aquella pasta hipercalórica.

– ¿No te gusta?

– Es que soy alérgica a las setas -mintió-, pero lo probaré.

Fabio pareció frustrado y dejó un momento la sartén suspendida en el aire.

– Vaya, lo siento. No lo sabía.

– No importa, de veras -repuso Alice sonriendo.

– Si quieres te hago…

Ella lo acalló cogiéndole la muñeca. Fabio la miró como niño que mira un regalo.

– Lo probaré, en serio.

Él sacudió la cabeza.

– De ninguna manera. ¿Y si te sienta mal?

Retiró la sartén y Alice no pudo evitar sonreír. La siguiente media hora la pasaron hablando ante los platos vacíos y Fabio tuvo que abrir otra botella de vino blanco.

Alice tenía la grata sensación de que perdía trozos de su ser con cada trago que daba. Y a la vez que experimentaba aquella levedad de su cuerpo, sentía la maciza presencia del de Fabio sentado enfrente, los codos apoyados en la mesa y la camisa arremangada hasta mitad del antebrazo. La imagen de Mattia, que tanto la había traído de cabeza las últimas semanas, vibraba débilmente en el aire como cuerda de violín algo floja o nota disonante en medio de un acorde.

– Bien, consolémonos con el segundo plato -dijo Fabio entonces.

A Alice estuvo a punto de darle un soponcio. Había supuesto que no habría más. Pero sí: Fabio se había levantado de la mesa y sacaba del horno una bandeja con dos tomates, dos berenjenas y dos pimientos amarillos, rellenos con lo que parecía carne picada y pan rallado. Los colores eran alegres, pero viendo el tamaño desmesurado de aquellas verduras ella se las imaginó al punto metidas, enteritas como estaban, dentro de su estómago, como piedras en el fondo de un estanque.

– Elige -le ofreció Fabio.

Alice se mordió el labio y señaló tímidamente un tomate, y él, pinzándolo con el tenedor y el cuchillo, lo sirvió en su plato.

– ¿Qué más?

– Nada más.

– Eso sí que no. No has comido nada. ¡Y con lo que llevas bebido!

Alice lo miró y por un instante lo odió profundamente, como odiaba a su padre, a su madre, a Sol y a quienquiera que llevase la cuenta de lo que comía. Pero se rindió y señaló una berenjena:

– Esta.

Fabio se sirvió una ración de cada verdura y las atacó no sin antes mirarlas con satisfacción. Alice probó el relleno con la punta del tenedor. Además de carne, enseguida reconoció huevo, queso fresco y parmesano, y rápidamente calculó que un día de ayuno no bastaría para compensar.

– ¿Te gusta? -preguntó Fabio con una sonrisa y la boca medio llena.

– Buenísimo.

Se armó de valor y tomó un bocado de berenjena; reprimió las náuseas y siguió comiendo, bocado tras bocado y sin pronunciar palabra hasta que se la terminó, pero no bien dejó el tenedor junto al plato le entraron ganas de vomitar. Fabio hablaba sin dejar de servirle vino, y ella asentía dando cabezadas mientras la berenjena le bailaba en el estómago.

A todo esto, él se lo había comido todo, mientras que a ella aún le quedaba el nauseabundo tomate relleno. No podía trocearlo e ir escondiendo los trozos en la servilleta sin que él la viera, pues, aparte de las velas ya medio consumidas, nada había que la tapara.

Se acabó también, bendita fuera, la segunda botella de vino, y Fabio, no sin dificultad, se levantó de la mesa con intención de abrir una tercera. Se llevó las manos a la cabeza y le dijo en voz alta: «Por favor, señorita, ya está bien de beber», y Alice le rió la gracia. Fabio buscó en el frigorífico y los armarios, pero nada, no encontró más botellas.

– Me parece que mis padres se las han soplado todas. Tendré que bajar al sótano.

Rompió a reír sin motivo y Alice rió también, por mucho que al hacerlo le doliera la tripa.

– Tú no te muevas de aquí-ordenó él, señalándola con el dedo.

– Descuida -contestó ella; de pronto se le había ocurrido una idea.

No bien desapareció Fabio, cogió el pringoso tomate con dos dedos y, teniéndolo bien lejos de la nariz para no aspirar más su olor, fue al baño. Echó el pestillo, levantó la tapa del váter y le pareció que la limpia taza le sonreía como diciéndole ya me encargo yo.

Examinó el tomate; era grande y quizá convenía trocearlo, pero como también estaba blando, pensó que pasaría y lo echó tal cual. El tomate cayó con un plof, a punto de sal picarle el vestido azul, y fue a parar al recodo del desagüe, donde quedó medio escondido.

Alice tiró de la cadena y el agua cayó como lluvia salvífica, sólo que, en lugar de desaguar por el conducto, empezó a llenar la taza con un inquietante borbolleo.

Retrocedió espantada, le flaqueó la pierna coja y a punto estuvo de irse al suelo. Se quedó mirando cómo el agua subía y subía… hasta que de pronto se detuvo.

Se oyó el ruido del depósito. La taza estaba llena hasta el borde. La superficie del agua límpida temblaba un poco y dejaba ver en el fondo el tomate, encajado en el mismo sitio.

Alice estuvo mirándolo al menos un minuto, a la vez espantada e intrigada. Al cabo oyó que abrían la puerta del sótano y reaccionó: contraída la cara con asco, cogió la escobilla y la hundió en el agua para tratar de desalojar el tomate, pero éste no se movía ni a la de tres.

¿Y ahora qué hago?, se dijo.

Y casi sin darse cuenta tiró otra vez de la cadena. Ahora sí que el agua desbordó la taza y empezó a esparcirse por el suelo formando un charquito que llegó a lamerle los elegantes zapatos. Desesperada, accionó la palanca del depósito, pero el agua no cesó de fluir ni el charco de expandirse, y si ella no hubiera interpuesto la alfombrilla habría llegado a la puerta y por debajo al cuarto contiguo.

Finalmente, el depósito dejó de descargar. El tomate seguía allí abajo, intacto, pero el agua del suelo dejó de extenderse. En una ocasión, Mattia le había explicado que una superficie de agua cesa de expandirse en el momento preciso en que su tensión la mantiene cohesionada, como formando una película.

Alice observó el estropicio. Bajó la tapa del váter, como quien se da por vencido, y se sentó en ella. Se llevó las manos a los ojos cerrados y rompió a llorar; lloraba por Mattia, por su madre, por su padre, por toda aquella agua, pero sobre todo por sí misma. Quiso llamar a Mattia, pedirle auxilio, pero el nombre se le enredó en los labios, endeble, pegajoso.

Fabio llamó a la puerta. Ella no se movió.

– Ali, ¿estás bien?

Podía ver su silueta por el cristal esmerilado de la puerta. Se sorbió la nariz, aunque sin hacer ruido, se aclaró la voz y contestó:

– Sí, sí, ya salgo.

Miró a los lados desorientada, como preguntándose qué hacía allí. La taza seguía goteando al menos en tres puntos distintos y por un momento deseó ahogarse en aquellos milímetros de agua.