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Una mañana, a las diez, fingiendo una determinación que le costó tres vueltas a la manzana, se presentó en el estudio de Marcello Crozza y le dijo que quería aprender el oficio y si podía tomarla como aprendiz. Crozza, que estaba sentado a la máquina del revelado, se volvió a mirarla y le contestó que por el momento no podía pagarle. No tuvo valor para decirle que no porque también él había hecho lo mismo muchos años atrás, con una emoción cuyo recuerdo era lo único que le quedaba de su pasión por la fotografía, una emoción que, pese a las muchas desilusiones, no quería vedarle a nadie.
Trabajaba sobre todo con fotos de gente en vacaciones, familias de tres o cuatro miembros, en playas o ciudades conocidas por su arte, abrazados en medio de la plaza de San Marcos o al pie de la torre Eiffel, con los pies cortados y siempre en la misma pose; fotos tomadas con cámaras automáticas, sobreexpuestas o desenfocadas, y que al final Alice ni miraba: las revelaba y las metía en el sobre amarillo y rojo de la casa Kodak.
El trabajo consistía más que nada en estar en la tienda, recibir los carretes de veinticuatro o treinta y seis fotos que los clientes llevaban a revelar, entregarles el correspondiente resguardo y decirles que podían recogerlas al día siguiente; cobrar, dar las gracias y decir adiós.
Algunos sábados iban a bodas. Crozza la recogía en su casa a las nueve menos cuarto, vestido siempre con el mismo traje pero sin corbata, al fin y al cabo era el fotógrafo, no un invitado.
Al llegar a la iglesia montaban un par de focos. Una de las primeras veces a Alice se le cayó uno en los escalones del altar y se hizo trizas. Miró aterrorizada a Crozza, pero éste, aunque hizo una mueca como si una de aquellas esquirlas se le hubiera clavado en la pierna, acabó diciéndole que no pasaba nada y que lo recogiera.
Crozza la quería y no sabía por qué; quizá porque él no tenía hijos, o porque desde que ella trabajaba en la tienda podía irse al bar a las once a mirar la bonoloto y al volver ella le sonreía y le preguntaba si eran ricos; o quizá porque era coja, o porque le faltaba la madre como a él le faltaba una esposa y eso era algo que tenían en común; o porque temía el momento en que ella se cansase y de nuevo le tocara cerrar la persiana por la noche y volverse solo a casa, donde nadie lo esperaba, sintiendo la cabeza vacía pero muy pesada.
Pero pasó un año y medio y Alice seguía allí. Tenía sus propias llaves y cuando él llegaba por las mañanas la encontraba ya en la tienda, barriendo la puerta y hablando con la dueña del ultramarinos contiguo, a la que él nunca había pasado de decir buenos días. Le pagaba en negro, quinientos euros al mes, pero el día que había boda y al final de la jornada la llevaba a casa en su Lancia, sacaba la cartera de la guantera y, despidiéndose hasta el lunes, le daba un billete de cincuenta.
A veces, Alice le enseñaba sus fotos y le pedía opinión, aunque para entonces ambos sabían que ya nada tenía que enseñarle. Se sentaban ante el mostrador, él las observaba alzándolas a la luz y le daba algún que otro consejo sobre el tiempo de exposición o cómo sacar más provecho del obturador. Le prestaba su propia Nikon cuando se la pedía y en su fuero interno había decidido regalársela el día que se fuera.
– El sábado nos vamos de boda -dijo Crozza; era la fórmula que usaba para decir que ese día había trabajo.
Alice estaba poniéndose el chaleco vaquero; esperaba que Fabio pasara a recogerla de un momento a otro.
– Vale. ¿Y dónde?
– La ceremonia es en la iglesia de la Gran Madre, el convite en un chalet privado; gente de pasta -contestó él con un deje desdeñoso, aunque al punto se arrepintió, porque sabía que también Alice era de familia acomodada.
– Ya. ¿Y sabes quiénes se casan?
– He dejado la invitación por ahí. -Señaló el estante del mostrador, bajo la caja registradora.
Ella buscó en el bolso una goma y se recogió el pelo. Crozza la miró un momento: una vez se había masturbado imaginándosela arrodillada a sus pies, en la tienda en penumbra, después de bajar la persiana, pero tan mal se sintió luego que esa noche no pudo cenar y a la mañana siguiente la mandó a casa con el día libre.
Alice hurgó en los papeles apilados bajo el mostrador, más por hacer tiempo que por verdadero interés, y encontró la invitación, un sobre grande y duro; lo abrió y la leyenda, escrita en letra cursiva dorada y con mucho ringorrango, le saltó a los ojos:
«Ferruccio Carlo Bai y Maria Luisa Turletti Bai anuncian la boda de su hija Viola…»
La mirada se le nubló y no pudo seguir leyendo. Sintió en la boca un sabor metálico, tragó saliva y tuvo la impresión de tragarse otra vez aquel caramelo en los vestuarios. Cerró el sobre y lo agitó un momento en el aire, pensativa; sin volverse hacia Crozza, dijo:
– ¿Podría ir sola?
Él cerró la caja registradora, que emitió un tilín retemblante.
– ¿Tú sola?
Alice se volvió con unos ojos hermosos de puro abiertos y brillantes, que arrancaron una sonrisa al fotógrafo.
– Ya he aprendido, ¿no? Si no empiezo a hacerlo sola, nunca podré desenvolverme.
Crozza la miró extrañado. Ella se acercó y se acodó en el mostrador frente a él, inclinándose tanto que acabó con la cara a un palmo de sus narices, y con aquella mirada resplandeciente le rogó que consintiera sin pedir explicaciones.
– No sé si…
– Porfa -lo interrumpió Alice.
Crozza se acarició el canto de la oreja y tuvo que desviar la mirada.
– Bueno, vale -dijo, bajando la voz sin saber por qué-. Pero no hagas ningún disparate.
– Prometido -respondió ella, y esbozó una sonrisa que hizo desaparecer sus labios transparentes.
Se inclinó otro poco y le dio un beso en la cara con barba de tres días, provocándole un cosquilleo. Él hizo un ademán y la despidió diciendo:
– Anda, vete…
Alice soltó una risotada que resonó en todo el local y se encaminó a la calle con su peculiar andar rítmico y sinuoso. Aquella tarde, Crozza se quedó un rato más en la tienda, sin motivo. Miraba los objetos y los sentía más presentes, como en los buenos tiempos, cuando eran los objetos los que le pedían ser fotografiados.
Sacó la cámara del estuche en que Alice la guardaba siempre después de limpiar piezas y lentes, montó el teleobjetivo y enfocó el primer objeto que se le puso a tiro, el paragüero de la entrada. Fue agrandando la imagen del borde hasta que resultó algo distinto, parecido al cráter de un volcán apagado. Pero al final no disparó.
Dejó la cámara, tomó la chaqueta, apagó las luces y salió a la calle. Bajó la persiana, echó el candado y se alejó en el sentido contrario al de siempre, no podía borrarse una sonrisa estúpida de la cara ni tenía ganas de irse a casa.
Dos enormes ramos de lirios y margaritas a ambos lados del altar y sendas réplicas en miniatura de esos mismos ramos al lado de cada banco adornaban la iglesia. Alice montó los focos, situó el panel reflectante y se sentó en primera fila a esperar. Una señora pasaba el aspirador por la alfombra roja que Viola pisaría una hora después. Alice recordó el día en que ella y Viola habían hablado un rato sentadas en una balaustrada. No se acordaba ya de qué, pero sí de que ella la miraba embelesada como desde un lugar en sombra, un lugar detrás de sus ojos, lleno de ideas enmarañadas que también entonces calló.
Media hora después todos aquellos bancos estuvieron ocupados, y la gente que seguía llegando se quedaba al fondo, de pie y abanicándose con el folleto litúrgico.
Alice salió fuera a esperar la llegada de la novia. El sol alto le calentaba las manos y parecía traspasarlas con sus rayos. De pequeña se las miraba al trasluz y se veía los dedos cerrados ribeteados de rojo; una vez se los enseñó así a su padre y él se los besuqueó simulando que se los comía.
Viola llegó en un Porsche gris metalizado del que se apeó ayudada por el chofer, que le recogió también la aparatosa cola. Alice empezó a sacarle fotos con frenesí, más para ocultarse tras la cámara que por otra cosa. Pero cuando la novia pasó por su lado, se descubrió y le sonrió.
Cruzaron la mirada un instante y Viola tuvo un sobresalto, pero Alice no llegó a ver qué cara ponía, porque la novia ya la había pasado y entraba en la iglesia del brazo de su padre, al cual, por cierto, no sabía por qué, siempre se lo había imaginado más alto.
Procuró que no se le escapara nada. Hizo varios primeros planos de los novios y sus familias, inmortalizó el intercambio de alianzas, la lectura de la promesa, la comunión, el beso y la firma de los testigos. Era la única que se movía en toda la iglesia. Cuando fotografiaba a Viola le parecía que ésta se ponía un poco tensa. Aumentó el tiempo de exposición para obtener ese esfumado que según Crozza tanta impresión de eternidad daba.
Precedió a los novios cuando éstos salieron de la iglesia, cojeando hacia atrás y algo inclinada para no alterar la estatura de la pareja con una perspectiva baja. Por el objetivo pudo observar que Viola, con una media sonrisa, la miraba asustada, como si fuera un fantasma que sólo ella viera. Unas quince veces le disparó el flash en plena cara, hasta que la hizo cerrar los ojos.
Cuando montaron en el coche, Viola le lanzó una mirada por la ventanilla. Estaba claro que enseguida le hablaría de ella al marido, le diría lo curioso de encontrársela allí, a la anoréxica de la clase, a la coja, con la que ella, por cierto, nunca se había juntado. Pero no le contaría lo del caramelo, la fiesta y demás. Y Alice sonrió pensando que quizá aquélla sería la primera media verdad de los esposos, la primera de las pequeñas grietas que se crean entre dos personas, por las que tarde o temprano la vida introduce su ganzúa y hace palanca.
– Señorita -dijo una voz tras ella-, los novios la esperan en el río para las fotos.
Se volvió; era uno de los testigos.
– Claro, voy para allá.
Entró corriendo en la iglesia a recoger el material, y cuando guardaba las piezas de la cámara en su estuche rectangular oyó que la llamaban:
– ¿Alice?
Se giró sabiendo ya quién era.
– ¿Sí?
Ante ella estaban Giada Savarino y Giulia Mirandi.
– Hola -dijo la primera, arrastrando la a final, y se acercó para besarla.
La otra, con los ojos bajos como en el instituto, no se movió de donde estaba.
Alice procuró que su mejilla apenas rozara la de Giada y no abrió los labios.
– ¿Qué haces aquí? -le preguntó ésta.
Alice pensó que era una pregunta tonta y contestó sonriendo:
– Fotos.
Giada encajó la respuesta con una sonrisa que le formó los mismos hoyuelos que a los diecisiete años.
Tenía gracia encontrarlas allí, vivas, con un trocito de pasado en común que de pronto nada importaba.
– Hola, Giulia -dijo Alice, no sin esfuerzo.
Giulia sonrió y a duras penas logró articular:
– Supimos lo de tu madre. Lo sentimos mucho.
Giada asintió dando varias cabezadas, para mostrar que también ella lo sentía.
– Gracias -repuso Alice, y siguió recogiendo aprisa los bártulos.
Giada y Giulia se miraron, y la primera, tocándole el hombro, le dijo:
– Bueno, te dejamos trabajar, que estás muy ocupada.
– Bien.
Y dando media vuelta echaron a andar hacia la calle, con un taconeo que retumbó en el ámbito de la iglesia ya vacía.
Los novios la esperaban a la sombra de un gran árbol, sin abrazarse. Alice aparcó junto al Porsche y se apeó con la cámara al hombro. Hacía calor y el pelo se le pegaba a la nuca.
– Hola -dijo yendo hacia ellos.
– Ali -le contestó Viola-, no imaginaba que…
– Ni yo -la interrumpió Alice.
Se dieron un abrazo con falsa efusión, como si no quisieran estropearse el vestido. Viola estaba aún más guapa que en el instituto. Con los años sus facciones se habían suavizado, sus formas eran más delicadas y sus ojos habían perdido la vibración imperceptible que tan terribles los hacía. Y seguía teniendo el mismo cuerpo perfecto.
– Él es Carlo -presentó a su flamante marido.
Alice le estrechó la mano, que sintió muy suave, y para atajar dijo:
– ¿Empezamos?
Viola asintió y miró a su marido, aunque éste no lo notó.
– ¿Dónde nos ponemos?
Alice miró a un lado y a otro. El sol caía a pico y tendría que usar el flash para eliminar las sombras de la cara. Señaló un banco a pleno sol, a la orilla del río.
– Sentaos allí.
Empleó más tiempo del necesario en preparar la cámara, montar el flash, elegir el objetivo. El novio se daba aire con la corbata y con el dedo se enjugaba las gotitas de sudor de la frente.
Alice dejó que se asaran otro poco, fingiendo buscar la distancia idónea.
Por último, empezó a darles órdenes con sequedad. Abrazaos, sonreíd, poneos serios, cógele la mano, apoya la cabeza en su hombro, susúrrale al oído, miraos, acercaos más, mirad hacia el río, quítate la chaqueta. Crozza le había enseñado que al fotografiar a las personas no hay que darles tregua ni tiempo de pensar, pues basta un instante para que la espontaneidad se esfume.
Viola obedecía y en dos o tres ocasiones preguntó con voz nerviosa si lo hacía bien.
– Bien, ahora vamos a aquel prado.
– ¿Más? -se alarmó Viola. La rojez de sus encendidas mejillas empezaba a transparentarse bajo la capa de maquillaje, y la raya de los ojos, medio corrida, le daba un aire de cansancio y dejadez.
– Echa a correr y él que te siga por el prado -pidió Alice.
– ¿Qué? ¿Tengo que correr?
– Sí, tienes que correr.
– Pero… -quiso protestar Viola y miró a su marido, que se encogió de hombros.
Resoplando, se recogió la falda y salió corriendo. Los tacones se hundían unos milímetros en la tierra y despedían pellas de barro que le manchaban los bajos del blanco traje. Su marido, que corría tras ella, la animó:
– Más rápido.
Ella se volvió con ímpetu y lo fulminó con aquella mirada que Alice recordaba muy bien.
Dejó que se persiguieran dos o tres minutos más, hasta que Viola, desasiéndose de Carlo, dijo que ya estaba bien. El peinado se le había deshecho por un lado; una de las horquillas se había soltado y un mechón de pelo suelto le caía por la mejilla.
– Unas pocas más y terminamos.
Los llevó a un quiosco y les compró dos polos de limón.
– Tomad.
Los novios no entendían y los desenvolvieron con recelo. Viola tuvo mucho cuidado de no pegotearse las manos. Debían fingir que los comían cruzando los brazos uno con otro y ofreciéndoselos recíprocamente. Viola sonreía cada vez más tirante.
Y cuando Alice le dijo que se cogiera de la farola y girara alrededor, estalló:
– ¡Qué estupidez!
El novio la miró intimidado, y luego miró a Alice como excusándose.
– Es que eso forma parte del álbum clásico -les explicó ésta sonriendo-, que es el que habéis pedido. Pero podemos saltárnoslo.
Procuró sonar sincera. Notaba el tatuaje palpitar como si fuera a saltarle de la piel. Viola la fulminó con la mirada y ella se la sostuvo hasta que los ojos le escocieron.
– ¿Hemos acabado? -preguntó al cabo la novia. Alice afirmó con la cabeza-. Pues vámonos -le dijo a su marido.
Antes de verse arrastrado, él se acercó a Alice y le dio la mano con toda educación.
– Gracias.
– De nada.
Alice los vio remontar la leve pendiente del parque y llegar al aparcamiento. Apagados, se oían los ruidos propios del sábado: risas de niños en el tiovivo, voces de madres vigilantes. Llegaban también de lejos, como ruido de fondo, un eco de música y el rumor del tráfico en la avenida.
Le habría gustado contárselo a Mattia, porque él lo entendería. Pero ahora Mattia estaba lejos. Y pensó en el cabreo que cogería Crozza, pero que al final, bien lo sabía, la perdonaría.
Y sonriendo sacó el carrete de la cámara y allí mismo, a la brillante luz solar, desenrolló la película de punta a cabo.