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Después de comer, Alberto y Mattia bajaron al subsuelo, donde siempre era la misma hora y el paso del tiempo se medía por la pesadez de los ojos, llenos de la luz blanca de los fluorescentes del techo. Entraron en un aula vacía y Alberto se sentó en la cátedra. Estaba macizo, no gordo, aunque Mattia tenía la impresión de que su cuerpo se hallaba en constante expansión.
– Desembucha, y empieza por el principio.
Mattia cogió una tiza y la partió por la mitad. Una partícula blanca fue a depositársele en la punta de uno de los zapatos de piel, los que había calzado el día que se doctoró.
– Consideremos el caso en dos dimensiones -dijo.
Y empezó a escribir con su bella letra. Comenzó en la esquina superior izquierda y llenó las dos primeras pizarras; en la tercera apuntaba los resultados que más adelante necesitaría. Aparentaba haber hecho aquella operación cien veces, pero en realidad era la primera. A ratos se volvía a mirar a Alberto, que asentía serio, esforzándose por seguirlo.
Mattia terminó al cabo de más de media hora, recuadró el resultado final y escribió al lado Q.E.D., como hacía de estudiante. La tiza le había secado la mano, pero él no se dio ni cuenta; las piernas le temblaban un poco.
Se quedaron contemplando aquello un rato. Luego, Alberto dio una palmada que resonó como el restallar de un látigo y saltó de la cátedra, con lo que casi se cayó, pues de tenerlas tanto tiempo colgando las piernas se le habían dormido. Le puso la mano en el hombro -Mattia la notó a la vez pesada y tranquilizadora- y le dijo:
– Esta noche cenas en mi casa, y nada de peros; esto hay que celebrarlo.
Mattia sonrió un poco.
– Bueno.
Borraron la pizarra, procurando que no quedara ni rastro de lo escrito. En realidad, tampoco lo habría entendido nadie, pero celaban aquel resultado como si fuera un valiosísimo secreto.
Salieron del aula y Mattia apagó las luces. Luego subieron la escalera uno detrás del otro, cada cual saboreando a solas la modesta gloria de aquel momento.
Alberto vivía en una zona residencial idéntica a la de Mattia, sólo que en la otra punta de la ciudad. Mattia hizo el trayecto en un autobús casi vacío, con la frente apoyada en el cristal. Lo aliviaba el contacto de aquella superficie fría, que le recordó la venda que su madre le ponía a Michela en la cabeza cuando por las noches le daba el ataque y empezaba a temblar y rechinar los dientes; era un simple pañuelo humedecido, pero bastaba para calmarla. Ella quería que se lo pusieran también al hermano y con los ojos se lo pedía a su madre; él se tumbaba entonces en la cama y allí se quedaba hasta que su hermana dejaba de retorcerse.
Se había puesto chaqueta negra y camisa, iba duchado y afeitado. En una licorería donde nunca había entrado compró una botella de vino tinto, que eligió por su elegante etiqueta. La dependienta la envolvió en papel de seda y se la entregó en una bolsa plateada.
Bolsa que ahora hacía oscilar adelante y atrás, mientras esperaba a que le abrieran. Con el pie colocó la esterilla de modo que su perímetro coincidiese exactamente con las rayas del suelo.
Acudió a abrir la mujer de Alberto que, sin hacer caso de su mano tendida ni de la botella, lo atrajo, le dio un beso en la mejilla y le susurró al oído:
– No sé lo que habréis hecho, pero nunca había visto a Alberto tan contento. Pasa.
Mattia se aguantó las ganas de frotarse la oreja contra el hombro.
– ¡Albi! -gritó ella hacia otro cuarto, o hacia el piso de arriba-, es Mattia.
Pero en lugar de Alberto, por el pasillo apareció su hijo Philip, al que Mattia conocía por la foto que su amigo tenía en su mesa, y en la que se lo veía a los pocos meses de nacer, redondo e impersonal como todos los recién nacidos. Nunca se le había ocurrido que hubiera crecido. Algunos rasgos de los padres iban asomando claramente en el pequeño: la barbilla puntiaguda de Alberto, los párpados caedizos de la madre. Mattia pensó en el mecanismo cruel del crecimiento, en aquellos blandos cartílagos que mudaban imperceptible pero inexorablemente, y pensó también, aunque sólo por un instante, en Michela, cuyas facciones habían quedado fijas para siempre desde lo del parque.
Philip se acercaba montado en un triciclo, pedaleando como un loco. Al ver a Mattia frenó en seco y se quedó mirándolo alarmado, como si lo hubieran sorprendido haciendo algo prohibido. Su madre, desmontándolo del triciclo, lo alzó en brazos y empezó a besuquearlo.
– ¡Ven aquí, bicho!
Mattia le dirigió una sonrisa forzada; los niños lo incomodaban.
– Pasa, Nadia ya ha llegado -dijo la mujer de Alberto.
– ¿Nadia?
Ella lo miró, extrañada.
– Sí, Nadia. ¿No te lo había dicho Albi?
– Pues no.
Hubo un momento de embarazo. Mattia no conocía a ninguna Nadia. Se preguntó qué pasaba allí y temió saberlo.
– En todo caso aquí está. Vamos.
De camino a la cocina, Philip miraba a Mattia con recelo, escondiendo la cara en el hombro de su madre y metiéndose en la boca los dedos índice y medio, que brillaban de saliva; Mattia prefirió desviar la mirada. Recordó el día en que había seguido a Alice también por un pasillo, aquél más largo. Miró los garabatos de Philip que colgaban de las paredes en lugar de cuadros, y tuvo cuidado de no pisar los juguetes diseminados por el suelo. Toda la casa, las paredes mismas, parecían impregnadas de un olor a vida al que no estaba acostumbrado. Y pensó en su piso, donde tan fácil era preferir no estar. Y empezó a arrepentirse de haber ido.
En la cocina, Alberto lo saludó con un afectuoso apretón de manos, al que él correspondió como un autómata. A la mesa había sentada una mujer, que se levantó y le tendió la mano.
– Ella es Nadia -los presentó Alberto-, y él, nuestra próxima medalla Fields.
– Mucho gusto -dijo Mattia, turbado.
Nadia sonrió e hizo amago de acercarse, quizá para besarlo, pero la inmovilidad de él la contuvo y sólo repitió:
– Mucho gusto.
Mattia se quedó mirando absorto uno de los grandes pendientes que ella llevaba, un aro dorado de al menos cinco centímetros de diámetro; cuando se movía, aquel aro oscilaba con un movimiento complejo que él trató de descomponer según tres ejes cartesianos. Las dimensiones de aquella alhaja y el contraste que hacía con el pelo negrísimo le sugirieron algo desvergonzado, casi obsceno, que a la vez lo asustó y excitó.
Se sentaron a la mesa. Alberto sirvió vino tinto y brindó con grandilocuencia por el artículo que pronto escribirían con Mattia, y pidió a éste que explicara a Nadia, con palabras sencillas, de qué trataba la cosa. Mattia así lo hizo, y ella lo escuchó con una sonrisa incierta que delataba pensamientos muy distintos y que más de una vez le hizo perder el hilo.
– Parece interesante -comentó ella al final, y Mattia bajó la cabeza.
– Es mucho más que interesante -repuso Alberto, con ademanes que describían en el aire un elipsoide que Mattia se representó perfectamente.
La mujer de Alberto trajo una sopera que desprendía un fuerte olor a comino. La conversación pasó a versar sobre comida, terreno más neutral que pareció disminuir una tensión de la que no se habían dado plena cuenta. A excepción de Mattia, todos lamentaron la falta allí en el norte de alguna delicia de su país. Alberto recordó los raviolis que hacía su madre; su mujer, la ensalada de marisco que comían juntos en cierto local de la playa cuando iban a la universidad; Nadia describió los cannoli rellenos de ricotta y espolvoreados de escamas del chocolate negro que hacían en la pastelería de su pueblecito natal, y mientras lo contaba, cerraba los ojos y se relamía los labios como si estuviera saboreándolos. En cierto momento se mordió un instante el labio inferior, y Mattia, sin darse cuenta, se quedó con este detalle y pensó que había algo exagerado en la feminidad de Nadia, en la fluidez con que gesticulaba, en el acento sureño con que pronunciaba las labiales; la sentía como una potencia oscura que lo avasallaba y le caldeaba las mejillas.
– Pues no hay más que decidirse y volver -concluyó Nadia.
Los cuatro guardaron silencio unos segundos, como pensando cada cual en lo que los ataba a aquel lugar. Philip trasteaba con sus juguetes a unos pasos de la mesa.
Durante el resto de la cena, Alberto supo mantener viva una conversación que decaía por momentos, gracias sobre todo a que habló mucho de sí mismo con ademanes cada vez más aparatosos.
Después de los postres su mujer se levantó para quitar la mesa. Nadia quiso ayudarla, pero ella rehusó y desapareció en la cocina.
En la mesa hubo un silencio. Mattia, ensimismado, pasaba el dedo por el dentado filo del cuchillo. Al cabo, levantándose también, Alberto dijo:
– Voy a ver qué hace. -Y miró a Mattia por encima del hombro de Nadia, como diciéndole que se las arreglara.
Ambos quedaron solos, con Philip. Alzaron los ojos y se miraron al mismo tiempo, pues nada más había que mirar, y se echaron a reír, azorados. Al final ella le preguntó:
– Y tú ¿por qué no vuelves? -Lo miraba con ojos escrutadores, como si quisiera adivinar su secreto. Tenía unas pestañas largas y gruesas, que a él le parecían postizas por lo inmóviles.
Mattia acabó de alinear con el dedo unas migas y contestó encogiéndose de hombros:
– No lo sé, es como si aquí hubiera más oxígeno.
Ella asintió con la cabeza, dando a entender que lo comprendía. En la cocina se oían las voces de Alberto y su mujer hablando de cosas normales, que si otra vez el grifo goteaba, que quién acostaría a Philip, cosas que a Mattia, de pronto, le parecieron tremendamente importantes.
El silencio se prolongaba y buscó algo que decir que sonase natural. Mirara donde mirase, su campo visual abarcaba siempre a Nadia, como una presencia opresiva; el color morado del vestido con escote absorbía poderosamente su atención, incluso cuando miraba, como hacía ahora, su vaso vacío. Pensó en que ahí bajo la mesa, tapadas por el mantel, a oscuras, estaban sus piernas, las suyas y las de ella, obligadas a una intimidad forzosa.
En ese momento se acercó Philip y puso ante él, sobre la mesa, un cochecito, un Maserati en miniatura. Mattia lo miró, y luego al niño, que lo observaba como esperando una reacción.
Con cierta vacilación, Mattia cogió el juguete y lo hizo rodar un poco por el mantel. Notaba clavada, como midiendo su apuro, la mirada incisiva de Nadia. Hizo un ruido con la boca imitando un motor, y al final soltó el juguete. Philip, que lo miraba en silencio, algo contrariado, estiró la mano, cogió el coche y volvió a sus juegos.
Mattia se sirvió vino y lo apuró de un trago. Entonces cayó en la cuenta de que tendría que haberle servido primero a Nadia, y le preguntó si quería. Ella contestó que no, recogiendo las manos y encogiendo los hombros como si tuviera frío.
Volvió Alberto, emitió una especie de gruñido y se frotó la cara con energía.
– Hora de la nana -le dijo al pequeño, y cogiéndolo por el cuello del polo lo puso en pie como si fuera un muñeco.
Philip lo siguió sin protestar, pero antes de salir echó una última mirada a sus juguetes, que tenía amontonados como si hubiera escondido algo debajo.
– Quizá va siendo hora de irme yo también -dijo Nadia, sin dirigirse exactamente a Mattia.
– Sí, y yo -repuso él.
Fueron a levantarse -llegaron a contraer los músculos de las piernas-, pero no lo hicieron; siguieron sentados y se miraron. Ella sonrió y él se sintió traspasado por su mirada, como penetrado hasta el alma.
Se levantaron casi al mismo tiempo, arrimaron las sillas a la mesa -Mattia notó que también ella tuvo cuidado y la levantó- y se quedaron de pie, sin saber qué hacer.
Así los encontró Alberto, y les preguntó:
– ¿Qué pasa? ¿Ya os vais?
– Es tarde y querréis descansar -contestó Nadia por los dos.
Alberto miró a su amigo con una sonrisa cómplice.
– Os llamo un taxi.
– Yo vuelvo en autobús -se apresuró a decir Mattia.
Alberto lo miró torciendo el gesto.
– ¿A estas horas? No sabes lo que dices. Además, la casa de Nadia te pilla de camino.