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Durante el primer año se cartearon. Empezó escribiéndole Alice, como empezaba todo lo que había entre ellos. Le envió la foto de una tarta en la que ponía, algo torcido, «Feliz cumpleaños» entre fresas cortadas por la mitad; en el reverso de la foto sólo había escrito una A seguida de un punto, su firma. La tarta la había hecho ella misma por el cumpleaños de Mattia, y luego la había tirado tal cual a la basura. Él le contestó con una carta de cuatro páginas en la que le contaba lo difícil que se le hacía vivir en un lugar nuevo, sin conocer el idioma, y se excusaba por haberse ido. O al menos eso le pareció a Alice. No le preguntaba por Fabio, ni en aquella carta ni en las siguientes, y ella tampoco le habló de él. Sin embargo, ambos sentían su presencia, extraña y amenazante, como entre líneas, y eso dio pie a que pronto empezasen a mostrarse más fríos, a espaciar más su correspondencia, hasta que dejaron de escribirse.
Pasaron los años y un día Mattia recibió otra carta de Alice; era la invitación a su boda con Fabio. Él la pegó en el frigorífico con un trozo de celofán, como si allí puesta debiera recordarle algo. Todas las mañanas y noches la veía, y cada vez parecía dolerle un poco menos. A falta de una semana para la boda decidió enviar un telegrama: «Gracias por invitación imposible asistir motivos profesionales. Enhorabuena. Mattia Balossino.» Empleó toda una mañana en escoger un jarrón de cristal en una tienda del centro y lo expidió al nuevo domicilio de los recién casados.
Pero no se dirigió a ese domicilio al salir de casa de sus padres, sino a la casa de los Della Rocca en la colina, donde él y Alice habían pasado tantas tardes juntos. Sabía que allí no la encontraría, pero quería creer que nada había cambiado.
Mucho dudó antes de tocar el timbre. Contestó una mujer. Debía de ser Soledad.
– ¿Quién?
– ¿Está Alice?
– Alice ya no vive aquí. -Sí, era Soledad. Reconoció el acento hispano, aún muy marcado-. ¿Quién pregunta por ella?
– Soy Mattia.
Hubo un silencio prolongado. Sol se esforzaba por recordar.
– Si quiere le doy sus nuevas señas.
– No, no hace falta, ya las tengo, gracias.
– Adiós, pues -dijo Sol tras otro silencio, más breve.
Mattia se alejó sin volverse. Estaba seguro de que la criada se había asomado a una ventana y lo observaba. Quizá entonces lo reconociera y se preguntara qué tal le habría ido todos aquellos años y a qué volvía ahora; y la verdad es que ni él mismo lo sabía.