38750.fb2 La Soledad De Los N?meros Primos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 47

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45

Alice no lo esperaba tan pronto. Había enviado la carta apenas cinco días antes y era posible que Mattia ni siquiera la hubiera leído todavía. Pero en todo caso daba por seguro que primero la telefonearía para quedar, en un bar quizá, donde ella lo prepararía con calma para recibir la noticia.

La espera de una señal colmaba sus días. En el trabajo estaba distraída pero alegre, y Crozza no se atrevía a preguntarle el motivo, si bien creía tener parte del mérito. Al vacío dejado por la separación de Fabio había sucedido un frenesí casi adolescente. Alice montaba y desmontaba la imagen del momento en que ella y Mattia se encontrasen, corregía los detalles, estudiaba la escena desde diversos ángulos. Tanto pensó en ello que más que una anticipación acabó pareciendo un recuerdo.

También fue a la biblioteca municipal -tuvo que sacarse el carnet porque era la primera vez- para consultar los periódicos que referían la desaparición de Michela. Leer aquello la sobrecogió y tuvo la sensación de que el horroroso suceso estaba ocurriendo de nuevo, a un paso de allí. Al ver en portada una foto de Michela con aire ausente mirando algún punto por encima del objetivo, quizá la frente del fotógrafo, vaciló en su convencimiento. Esa imagen le trajo al instante el recuerdo de la chica del hospital, con una coincidencia tan perfecta que casi resultaba increíble, y por primera vez se preguntó si no sería todo un espejismo, una alucinación persistente. Pero luego tapó la foto con la mano, como para ahuyentar la duda, y siguió leyendo.

El cuerpo de Michela nunca fue hallado. No apareció una sola prenda ni rastro alguno. La pequeña se había desvanecido. Durante meses se pensó en un secuestro, pero esta hipótesis no condujo a nada. No hubo sospechosos. El caso acabó relegado a las páginas interiores de los periódicos, objeto de simples sueltos marginales, hasta que fue olvidado.

Cuando sonó el timbre Alice estaba secándose el pelo. Abrió distraída, sin preguntar quién era, mientras se enrollaba una toalla a la cabeza. Iba descalza y lo primero que vio Mattia fueron sus pies desnudos, cuyos segundos dedos eran algo más largos que el gordo, y los cuartos se doblaban hacia dentro; conocía aquellos detalles, se habían grabado en su memoria mejor que las palabras y situaciones. Alzó los ojos y dijo:

– Hola.

Ella retrocedió un paso cerrándose instintivamente el albornoz, como para impedir que el corazón se le saliera del pecho, y se quedó mirándolo, asegurándose de que era él. Entonces lo abrazó, apretando su liviano cuerpo contra él, y Mattia le rodeó la cintura con el brazo derecho, aunque sin tocarla con los dedos, como cauteloso.

– Ahora vuelvo, tardo un segundo -dijo ella con voz atropellada, y cerró la puerta dejándolo fuera. Necesitaba unos momentos a solas para vestirse, maquillarse y enjugarse los ojos antes de que él se los viera.

Mattia se sentó en el escalón de la puerta, de espaldas. Observó el pequeño jardín, el seto ondulado que flanqueaba con perfecta simetría la alameda describiendo media sinusoide. Cuando oyó abrirse la puerta, se volvió y por un momento todo pareció ser como debía ser: él esperaba a Alice en la puerta, ella salía bien vestida y sonriendo, juntos echaban a andar calle abajo sin rumbo fijo.

Alice se inclinó y lo besó en la mejilla. Para sentarse a su lado hubo de apoyarse en su hombro, debido a la pierna rígida. Él le hizo sitio. No tenían donde apoyar la espalda y se quedaron algo inclinados hacia delante.

– Sí que te has dado prisa -dijo ella.

– Tu carta me llegó ayer por la mañana.

– Entonces no está tan lejos ese lugar.

Mattia bajó la cabeza. Alice le tomó la mano derecha y le miró la palma. El no se lo impidió, con ella no tenía que avergonzarse de las cicatrices.

Había nuevas, que se reconocían por ser marcas más oscuras en medio de la maraña de señales blancas. Ninguna parecía muy reciente, a excepción de una redonda que debía de ser una quemadura. Alice siguió el contorno con la punta del índice, contacto que, con tantas capas de piel endurecida, él apenas notó. Dejó que ella le mirase bien la mano, pues ésta hablaba de él más que las palabras.

– Parecía importante -comentó.

– Y lo es.

Él se volvió para mirarla, invitándola a seguir.

– Te cuento -dijo Alice-, pero antes vámonos de aquí.

Mattia se levantó primero y le tendió la mano para ayudarla, como siempre habían hecho. Echaron a caminar. Les costaba trabajo hablar y pensar a la vez, como si las dos actividades se anularan mutuamente.

– Aquí -dijo Alice.

Desactivó la alarma de un monovolumen verde oscuro, el cual pareció a Mattia demasiado grande para ella.

– ¿Quieres conducir? -le preguntó Alice medio en broma.

– No me atrevo.

– No me lo creo.

El se encogió de hombros. Se miraron por encima del coche. El techo centelleaba al sol.

– Allí no lo necesito -se justificó.

Alice se dio unos golpecitos con la llave en la barbilla, pensativa, y con el mismo gesto con que de niña anunciaba una ocurrencia, dijo:

– Entonces ya sé adónde vamos.

Subieron al coche. Sobre el salpicadero, delante de Mattia, sólo había dos cedés, uno encima del otro y con el lomo hacia fuera: Cuadros de una exposición de Musorgski y unas sonatas de Schubert.

– ¿Te ha dado por la música clásica?

Alice echó una ojeada a los discos y torció el gesto.

– ¡Qué va! Son suyos. Yo sólo me los pongo para dormir.

Mattia se ajustó el cinturón de seguridad, que le apretó en el hombro por estar regulado para una persona más baja, Alice seguramente, que era quien se sentaba ahí mientras su marido conducía, escuchando quizá música clásica; trató de imaginárselos, pero se distrajo leyendo lo que ponía en el retrovisor: «Objetcs in the mirror are closer than they appear

– De Fabio, ¿no? -preguntó. Conocía la respuesta, pero quería deshacer aquel nudo, conjurar aquella presencia tácita y molesta que parecía observarlos desde el asiento trasero. De lo contrario, el diálogo entre ellos se encallaría en ese tema como un barco entre escollos.

Alice asintió con cierto esfuerzo. Se dijo que si le contaba todo, lo del niño, la pelea, lo del arroz -aún había granos en los rincones de la cocina-, él pensaría que lo había llamado por eso y no creería lo de Michela; pensaría que era una mujer en crisis conyugal que trata de recuperar viejas amistades para no sentirse tan sola. Por un instante ella misma se preguntó si no era así.

– ¿Tenéis hijos?

– No.

– ¿Y por qué…?

– Dejemos el tema -zanjó Alice.

Mattia calló, pero no se excusó.

– ¿Y tú? -interrogó ella al poco. Había dudado si preguntarlo, por miedo de la posible respuesta. Pero al fin lo dijo sin querer, casi para sorpresa suya.

– Yo nada -contestó Mattia.

– ¿No tienes hijos?

– No tengo… -«A nadie», iba a decir-. No me he casado.

– Ya. O sea, que sigues haciéndote de rogar -repuso ella, y lo miró sonriendo.

Mattia negó con la cabeza, apurado; comprendía lo que quería decir.

Habían llegado a un amplio aparcamiento desierto de la zona industrial, donde había hileras de grandes naves y no vivía nadie. Arrimadas a una pared gris, junto a una persiana bajada, había tres pilas de tablones envueltas en plástico. Sobre el tejado se veía un letrero apagado; por la noche debía de iluminarse con un vivo naranja.

Alice detuvo el coche en medio del aparcamiento, apagó el motor y abrió la portezuela.

– Te toca -dijo.

– ¿Qué? -Conducir.

– No, ni hablar.

Ella se quedó mirándolo fijamente, entornados los ojos y fruncidos los labios, con un cariño que parecía tener olvidado y sólo ahora revivía.

– Tampoco has cambiado tanto. -No era un reproche, más bien una agradable constatación.

– Ni tú. -Se encogió de hombros y añadió-: Bueno, lo intentaremos.

Alice rió. Se apearon para cambiar de sitio, y Mattia se dirigió al suyo con un bamboleo exagerado, parodiando así su gran resignación. Trocaban por primera vez los papeles, y así se hallaron dándose el perfil que cada cual prefería.

– No tengo ni idea -dijo él cuando estuvo al volante, levantando los brazos como si no supiera de verdad dónde ponerlos.

– ¿Nada? ¿Nunca has conducido?

– No.

– Pues apañados estamos.

Alice se inclinó hacia él. Mattia le miró un instante el pelo, que pendía a plomo hacia el centro de la Tierra; le vio también, bajo la camiseta que se le levantó un poco, parte del tatuaje que mucho tiempo atrás observara muy de cerca. Y sin querer, como pensando en voz alta, comentó:

– Qué delgada estás.

Alice volvió la cabeza hacia él como alarmada, pero repuso encogiéndose de hombros:

– No; como siempre.

Se reclinó un poco y señaló los tres pedales.

– Bien. Embrague, freno y acelerador. Con el pie izquierdo aprietas el embrague, con el derecho los otros.

Mattia inclinó la cabeza, un tanto distraído todavía por la proximidad de su cuerpo y el aroma a gel de baño que irradiaba.

– Las marchas las sabes, ¿no? -prosiguió Alice-. Mira, aquí lo pone. Primera, segunda, tercera. De momento con ésas bastará. Para cambiar de marcha, pisa el embrague y luego vas soltándolo despacio. Lo mismo para arrancar: pisas el embrague y luego lo sueltas a la vez que pisas el acelerador, todo suavemente. Para frenar, pisas el freno con el pie derecho y a continuación el embrague con el izquierdo. ¿Preparado?

– No sé, no sé…

Mattia procuró concentrarse. Estaba nervioso como en los exámenes. Había acabado convenciéndose de que, fuera de su elemento, los conjuntos ordenados y transfinitos de las matemáticas, era un perfecto inútil. Al contrario de lo que les sucede a las personas normales, que ganan en confianza según envejecen, él confiaba en sí mismo cada vez menos. Calculó la distancia que los separaba de las pilas de tablones; cincuenta metros por lo menos. Aunque saliera disparado, tendría tiempo de frenar. Giró la llave de contacto, aunque demasiado tiempo, lo que hizo rascar el motor. Fue soltando el embrague, pero no dio bastante gas, y el coche se caló con una sacudida. Alice se echó a reír.

– Casi. Debes pisar un poco más el acelerador.

Mattia tomó aire y volvió a intentarlo. Esta vez el coche salió despedido hacia delante. Alice le ordenó que embragara y cambiara a segunda. Él lo hizo, aceleró más y se dirigió derecho a la pared de la fábrica. Cuando estaban a unos diez metros dio un volantazo que los lanzó a un lado, giró en redondo y regresó al punto de partida.

Alice batió palmas y exclamó:

– ¡Aprobado!

Él giró de nuevo y dio otra vuelta, como si no supiera hacer otra cosa que describir aquel giro ceñido y oval pese a disponer enteramente de la amplia explanada.

– Sigue recto y sal a la carretera -ordenó Alice.

– ¿Estás loca?

– Venga, que apenas hay nadie. Además, si ya sabes.

Mattia aferró el volante. Empezaron a sudarle las manos y la adrenalina puso en tensión sus músculos; hacía mucho que no le ocurría. Pensó que estaba conduciendo todo un coche, con sus pistones y engranajes bien engrasados, y que a su lado tenía a Alice para darle las indicaciones pertinentes. Era lo que tanto había soñado… o bueno, no exactamente eso, pero por una vez decidió obviar las imperfecciones.

– Vale -dijo.

Se dirigió a la salida del aparcamiento. Al llegar a la carretera se inclinó hacia delante, miró a ambos lados y giró el volante con suavidad, acompañando el movimiento con todo el tronco como hacen los niños que juegan a conducir.

Y se halló en plena carretera. El sol ya bajo le quedó a la espalda y le daba en los ojos reflejado en el retrovisor. El cuentakilómetros marcaba treinta y el coche parecía vibrar con el cálido resuello de una bestia domada.

– ¿Voy bien? -preguntó.

– De maravilla. Ya puedes meter la tercera.

Era una recta de varios cientos de metros y él miraba al frente. Alice aprovechó para observarlo con calma. Ya no era el Mattia de la foto. Su tez ya no era lisa, tersa y elástica; las primeras arrugas, aún muy finas, le surcaban ya la frente. Iba afeitado, pero los pujantes cañones le ensombrecían las mejillas. Su cuerpo daba una impresión de macicez y no dejaba intersticios por los que invadir su espacio, como a ella tanto le gustaba hacer de adolescente. O quizá fuera que ya no se sentía con derecho a hacerlo, que ya no se veía capaz.

Procuró encontrarle parecido con la chica del hospital, pero ahora que lo tenía allí el recuerdo se volvía más impreciso. Ya no veía tan claro que los detalles coincidieran como había creído. El pelo de la chica era más claro. Y no recordaba que tuviera hoyuelos a ambos lados de la boca, ni tan poblados los extremos de las cejas. Por primera vez temió haberse equivocado.

¿Cómo explicárselo?, se preguntó.

Quizá considerando que el silencio se prolongaba demasiado o advirtiendo que ella lo miraba, Mattia carraspeó. Alice desvió la mirada.

– ¿Recuerdas la primera vez que te llevé en coche? -le dijo-. Me habían entregado el carnet hacía menos de una hora.

– Ya, y entre tantas cobayas me elegiste a mí.

Alice se dijo que no era verdad, que no lo había elegido entre nadie; no había pensado en nadie más.

– Fuiste todo el tiempo agarrado a la manilla y rogándome «Despacio… Despacio…» -se burló poniendo una vocecilla atiplada y miedosa.

Mattia recordó que en realidad había ido de mala gana. Aquella tarde tenía que estudiar para un examen de análisis y sólo aceptó porque para ella parecía algo de vida o muerte. Se había pasado todo el rato pensando en las horas de estudio que perdía. Ahora que lo recordaba se sintió estúpido, como se siente uno si piensa cuánto tiempo se pierde deseando estar en otro sitio. Quiso ahuyentar aquellos pensamientos y dijo:

– Nos pasamos media hora dando vueltas para encontrar un sitio libre donde supieras aparcar.

– Era sólo una excusa para estar más rato contigo. Pero tú nunca te enterabas de nada.

Se echaron a reír para conjurar los fantasmas que aquellas palabras trajeron.

– ¿Adónde voy? -preguntó Mattia en tono serio.

– Da la vuelta.

– Vale. Pero ya está bien. Ahora conduces tú.

Cambió de tercera a segunda sin que Alice tuviera que decírselo y tomó bien la curva. Enfiló una carretera en sombra, más estrecha que la otra y sin mediana, emparedada entre grandes edificios iguales y sin ventanas.

– Paro ahí delante.

Se disponía a hacerlo cuando por la esquina apareció un tráiler en sentido contrario, ocupando buena parte de la calzada.

Mattia aferró el volante. No tenía el reflejo de pisar el freno y lo que hizo fue apretar el acelerador. Alice buscó con la pierna buena un pedal de freno inexistente. El camión se echó un poco a un lado, pero no redujo.

– No paso -se asustó Mattia-, no paso.

– Frena -ordenó Alice aparentando calma.

Él no lograba pensar. El tráiler se acercaba y el conductor por fin aminoraba. Mattia tenía el pie como agarrotado sobre el acelerador y sólo pensaba en cómo pasar por el lado. Se acordó de cuando él y Michela bajaban por la rampa de la pista de bicis con sus bicicletas; al final él frenaba y pasaba despacio entre los postes que vedaban la entrada a los coches; Michela, en cambio, en su bici con ruedecillas, pasaba a toda velocidad tan campante y sin rozarlos nunca con el manillar.

Se desvió un poco a la derecha y casi pareció que iba a estamparse contra los edificios. Alice repitió:

– Frena; el pedal del medio.

Mattia lo pisó de golpe con los dos pies; el coche dio un frenazo y se detuvo a dos palmos de la pared.

Mattia se golpeó la cabeza contra la ventanilla, pero el cinturón lo retuvo. Atice se dobló hacia delante como un junco, aunque iba agarrada firmemente de la manilla. El camión pasó por su lado como si tal cosa, escindido en dos largos segmentos rojos.

Se quedaron callados unos segundos, como haciéndose cargo de lo tremendo de la situación. Al cabo Alice se echó a reír. A Mattia le escocían los ojos y los tendones del cuello le palpitaban como si fueran a reventar.

– ¿Te has hecho daño? -le preguntó ella, aún riendo como si no pudiera parar.

Él estaba asustado y no contestó. Ella procuró ponerse seria.

– Déjame ver. -Se quitó el cinturón y se inclinó hacia él.

Mattia miraba la pared, tan próxima, y pensaba que impactar contra aquella superficie rígida habría supuesto la liberación brusca de la energía cinética que ahora le hacía temblar las piernas.

Por fin levantó los pies del freno y el coche, calado, se movió un poco hacia atrás por la levísima pendiente de la carretera. Alice echó el freno de mano.

– No es nada -le dijo tocándole la frente.

Él cerró los ojos, inclinó la cabeza y se concentró en no llorar.

– Vamos a casa y te tumbas un rato -sugirió ella, como si vivieran en la misma casa.

– No; me voy a mi casa -protestó Mattia con escasa convicción.

– Ya te llevo luego, ahora has de descansar.

– Tengo que…

– Calla.

Bajaron del coche para cambiarse de sitio. Había oscurecido casi por completo y en el horizonte apenas quedaba una última franja de luz.

No cambiaron palabra en todo el trayecto. Mattia llevaba la cabeza apoyada en la mano derecha. Se frotaba los ojos y se oprimía las sienes. Leía una y otra vez en el retrovisor «Objetcs in the mirror are closer than they appear». Pensando en el artículo que había dejado que escribiera Alberto solo y en los disparates que podía poner, se decía que debía volver cuanto antes. Además, tenía que preparar las clases en su piso, un lugar silencioso.

A ratos Alice, apartando la vista de la carretera, lo miraba preocupada. Procuraba conducir despacio. Se preguntó si sería buena idea poner música, pero no sabía cuál le gustaba. La verdad, ya no sabía nada de él.

Llegaron. Ella quiso ayudarlo a bajar, él prefirió hacerlo solo. Ella abrió la puerta, él dudó. Alice se movía con rapidez, pero con cuidado. Se sentía responsable de lo ocurrido, como si hubiera sido la inesperada consecuencia de una ligereza temeraria por su parte.

Tiró al suelo los cojines del sofá para dejar sitio y le dijo que se tumbara; él obedeció. Fue a la cocina a prepararle un té o una manzanilla, lo que fuera, algo que pudiera llevar cuando volviera al salón.

Mientras esperaba a que el agua hirviera se puso a ordenar la cocina frenéticamente. Cada poco se volvía hacia la sala de estar, pero sólo alcanzaba a ver el respaldo del sofá azul oscuro.

Mattia no tardaría en preguntarle por qué le había pedido que viniera y ella tendría que decírselo. Ahora, sin embargo, ya no estaba segura de nada. Había visto a una chica que se parecía a él, sí, ¿y qué? El mundo está lleno de gente que se parece; lleno de coincidencias estúpidas que nada significan. Ni siquiera había hablado con la chica, ni sabía dónde encontrarla. Ahora que lo pensaba, ahora que Mattia estaba allí, todo le parecía absurdo y cruel.

Lo único que sabía es que él había vuelto y no deseaba que se fuera.

Fregó unos platos ya limpios y apilados en el fregadero, vació una olla con agua que había sobre un quemador. En el fondo había un puñado de arroz que llevaba allí semanas; vistos a través del agua, los granos parecían más grandes.

Vertió el agua hirviendo en una taza e introdujo una bolsita de té; una mancha oscura coloreó el agua. Le echó dos cucharadas de azúcar y volvió al salón.

Mattia tenía los ojos cerrados y la mano se le había deslizado al cuello; la cara, distendida, presentaba una expresión neutra. Su pecho se movía con regularidad y respiraba sólo por la nariz.

Alice posó la taza sobre la mesilla de cristal y sin dejar de mirarlo se sentó en un sillón. La respiración de Mattia la calmó. No se oía otro sonido.

Poco a poco le pareció que empezaba a pensar con más coherencia y sensatez, después de haberlo hecho como corriendo locamente a ninguna parte. Se sorprendió así en la sala de su propia casa, como si viniera de otro mundo.

Delante tenía a un hombre al que una vez conoció pero que ahora era un desconocido. Podía parecerse, en efecto, a la chica del hospital, pero idénticos no eran, eso estaba claro. El Mattia que dormía en su sofá ya no era aquel muchacho al que vio desaparecer por las puertas del ascensor cierta tarde de viento cálido y juguetón que soplaba de las montañas. No era aquel Mattia que se le había metido en la cabeza sin dejar espacio para nada más.

No; ante ella había una persona adulta que, en medio de un drama espantoso, sobre un terreno quebradizo, había rehecho su vida lejos de aquel lugar, entre gentes a las que Atice no conocía. Y ella estaba a punto de destruir todo aquello, de desenterrar un horror olvidado, por una simple sospecha, leve como el recuerdo de un recuerdo.

Aunque ahora que Mattia estaba allí, cerrados los ojos, sumido en pensamientos a ella inaccesibles, todo parecía aclarársele de pronto: le había pedido que viniera porque lo necesitaba, porque desde el día que se despidieron en aquel rellano su vida había caído en un pozo y ya no había salido; él era el cabo de aquella madeja interior que los años no habían hecho sino enredar, y si aún había una posibilidad de desenmarañarla, ahora tenía a su alcance tirar de ese cabo.

Sintió que algo se hacía realidad, que una larga espera tocaba a su fin; lo sentía en sus miembros, incluso en aquella pierna lisiada que nunca sentía nada.

Se levantó con toda naturalidad, sin preguntarse si estaba bien o no, si tenía o no derecho. Era sólo que el tiempo volaba llevándose consigo más tiempo; eran sólo actos evidentes que nada sabían del futuro ni del pasado.

Se inclinó sobre Mattia y lo besó en la boca; lo besó sin miedo de despertarlo, como se besa a una persona despierta, prolongando el contacto, oprimiendo sus labios cerrados. El tuvo un sobresalto, pero no abrió los ojos. Separó los labios y la besó a su vez. Estaba despierto.

Fue distinto que la primera vez. Sus músculos faciales eran ahora más fuertes, más conscientes, tenían un ímpetu y un sentido precisos, eran los de un hombre y una mujer. Ali ce permaneció inclinada, sin ocupar el sofá, como si hubiera olvidado el resto del cuerpo.

El beso duró largo rato, minutos enteros; tiempo suficiente para que la realidad se colase entre sus labios adheridos y los obligase a reflexionar sobre lo que estaba ocurriendo.

Se separaron. Mattia sonrió maquinalmente; Alice se tocó los labios húmedos, como para asegurarse de que no era un sueño. Había que decidirse y había que hacerlo sin palabras. Cada cual miró al otro, pero, faltos ya de sincronía, no llegaron a cruzar la mirada.

Mattia se levantó, dubitativo, y dijo señalando el pasillo:

– Voy un momento…

– Claro. La puerta del fondo.

Salió de la estancia. No se había descalzado y sus pisadas resonaban como si se hundieran bajo tierra.

Cerró la puerta con llave, apoyó las manos en el lavabo; estaba aturdido, medio atontado. En el lugar del golpe estaba formándose un chichón.

Abrió el grifo y se mojó las muñecas con agua fría, como hacía su padre para restañarle las heridas de las manos. Viendo el agua pensó en Michela, como siempre. Pensaba en ella sin dolor, como quien piensa en dormirse o en respirar. Su hermana se había disgregado en la corriente de aquel río, disuelto en el agua, y a través de ésta volvía a él; las moléculas de Michela formaban parte de su cuerpo.

La circulación se le reactivó. Ahora tenía que pensar, pensar en aquel beso, en lo que había venido a buscar después de tanto tiempo, en por qué se había dejado besar por Alice y luego había sentido el impulso de correr a esconderse allí.

Ella seguía en el salón y lo esperaba; los separaban dos tabiques de ladrillos, unos centímetros de enlucido y nueve años de silencio.

Lo cierto era que, una vez más, ella había tomado la iniciativa y lo había hecho venir, cuando él mismo no deseaba otra cosa. Le escribía diciéndole que fuera y él acudía como por encanto. Los reunía una carta como una carta los había separado.

Bien sabía lo que tenía que hacer: volver con ella y sentarse a su lado, cogerle la mano y decirle que no tenía que haberse ido, y besarla, besarla una y otra y otra vez, hasta que no pudieran dejar de besarse. Ocurría en las películas y ocurría en la vida real, todos los días. La gente no perdía el tiempo, se aferraba a unas pocas casualidades y fundaba sobre ellas su existencia. Tenía que decirle a Alice que ahí estaba, o irse de nuevo, tomar el primer avión y regresar al lugar donde había vivido como en vilo todos aquellos años.

Sí, lo había aprendido. Las decisiones se toman en unos segundos y se pagan el resto de la vida. Así había sido con Michela, así había sido con Alice; así era también ahora. Esta vez los reconocía: eran esos segundos y no volvería a equivocarse.

Ahuecó la mano bajo el chorro de agua y se mojó la cara. Sin mirar, inclinado sobre el lavabo, alargó el brazo, cogió una toalla y se secó; al retirarla vio en el espejo una mancha más oscura en el envés. Volvió la toalla: eran dos iniciales, FR, bordadas a un par de centímetros de la esquina y simétricas con respecto a la bisectriz.

Miró el colgador: había otra toalla, idéntica, y en el mismo punto tenía bordadas las iniciales ADR.

Se fijó mejor en todo. Había un vaso ribeteado de cal con un solo cepillo de dientes, y al lado una cestita llena de objetos: tubos de crema, una goma roja, un cepillo con pelos enredados, unas tijeras de uñas… En el estante al pie del espejo había una maquinilla de afeitar, e incrustados bajo la hoja se apreciaban fragmentos milimétricos de pelos negros.

Hubo un tiempo en que, sentados él y Alice en la cama, podía recorrer con la mirada la habitación de ella, reparar en un objeto que hubiera en algún estante y decirse: «Yo se lo regalé.» Esos regalos eran hitos que jalonaban un camino, banderitas clavadas en las etapas de un viaje, según se sucedían navidades y cumpleaños. De algunos aún se acordaba: el primer disco de los Counting Crows, un termómetro de Galileo con sus burbujas de colores fluctuando en un liquido transparente, un libro de historia de las matemáticas que Alice recibió soltando un bufido pero al final leyó. Ella los cuidaba y los colocaba bien visibles, para que él supiera que los tenía siempre presentes. Mattia lo sabía, lo sabía todo, pero no se decidía a dar el paso. Temía que, si acudía al reclamo de Alice, caería en una trampa de la que nunca saldría. Y había permanecido impasible y callado esperando a que fuera demasiado tarde.

Ahora no había allí ningún objeto suyo. Se miró en el espejo, revuelto el pelo, medio doblado el cuello de la camisa, y comprendió: era que en aquel baño, en aquella casa, como tampoco en la de sus padres, ya no quedaba nada de él.

Permaneció quieto, asimilando la decisión que acababa de tomar, hasta que sintió que los dichosos segundos habían pasado. Entonces dobló cuidadosamente la toalla, enjugó con el dorso de la mano las gotas de agua del lavabo, salió del baño, recorrió el pasillo, llegó al salón y dijo desde la puerta:

– Tengo que irme.

– Ya -contestó Alice, como si estuviera preparada.

Los cojines del sofá se veían de nuevo en su sitio y la gran lámpara del techo lo iluminaba todo. Ya no quedaba una sola huella de complicidad. El té, que seguía en la mesa, se había enfriado y en el fondo de la taza se veía un oscuro poso de azúcar. Mattia pensó que era la casa de una desconocida, ni más ni menos.

Se encaminaron a la vez hacia la puerta. Al pasar junto a ella le rozó la mano sin querer.

– En tu carta… querías decirme algo.

Alice sonrió.

– No era nada.

– Antes has dicho que era importante.

– No, no lo es.

– ¿Algo sobre mí?

Ella dudó un momento.

– No. Sobre mí.

Mattia inclinó la cabeza; pensó que allí se agotaba una posibilidad, que acababan de extinguirse las invisibles fuerzas de campo que los habían mantenido unidos a través del aire.

– Bueno, adiós -dijo Alice.

La luz estaba toda dentro y la oscuridad toda fuera. Mattia se despidió con un ademán y ella, antes de entrar, pudo ver de nuevo el cerco oscuro de la palma, semejante a un símbolo misterioso e indeleble y ya irremediablemente hermético.