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Me despertó un desagradable zumbido. Sonaba en mi cabeza; primero en un lado y después en el otro, como si su fuente se estuviese moviendo en círculos; solo cuando se posó en mi nariz y me hizo estornudar supe que se trataba de un tábano.
Abrí los ojos en el acto.
Tardé unos momentos en recordar dónde estaba. Mi cabeza aún estaba llena de las visiones y los sonidos de la noche, y de los extraños e inconexos sueños que había tenido mientras dormía. Sacudí la cabeza enérgicamente para espantar al tábano y noté un terrible dolor en el cráneo.
¿Qué me había pasado, y qué había visto? Unas vagas imágenes del dios Quetzalcoatl y de una hermosa mujer acudieron a mi mente.
Recordé un relato de Topilztin, el infinitamente sabio y bondadoso último rey de los toltecas. Compartía los atributos de Quetzalcoatl, a quien servía como sumo sacerdote y cuyo nombre llevaba. Fue víctima de la maldad de Tezcatlipoca, el enemigo de su divino patrón. Tezcatlipoca lo visitó fingiendo ser una anciana, una curandera, y le hizo beber vino sagrado con el pretexto de que era bueno para su alma. «Solo prueba una gota con la punta de la lengua», insistió la mujer. El se negó; sabía que catarlo lo llevaría a beber un trago tras otro, hasta que su alma acabara ahogada en el vino y perdida para siempre.
Después de muchos ruegos acabó por acceder a que vertiera una gota en su frente; aquello fue su perdición.
Vació una calabaza tras otra; llamó a su hermana e hizo que bebiera, y luego, en plena borrachera, yacieron juntos.
Después, consumido por el arrepentimiento, abandonó la ciudad de Tollan y se exilió en el este; nadie volvió a verlo nunca más.
Me pregunté si aquello daba algún sentido a mi visión. Hasta aquel día, Quetzalcoatl había sido célibe y abstemio. ¿Había escogido el dios, ante aquella tentación que había provocado la caída del hombre, escapar antes de arriesgarse a sufrir el mismo destino?
Llegué a aquella habitación en busca del atavío de Quetzalcoatl, seguro de que lo encontraría allí. En cambio, me encontré con el dios en persona. ¿Podía ser que hubiese visto a un hombre con el atavío del dios? ¿Había visto al asesino de Vago?
Empecé a entender el miedo y el enfado de Tartamudo cuando me contó todo lo que había visto desde lo alto de la pirámide de Amantlan. Quizá yo había visto a un hombre con la prenda de un dios, pero había un poder intrínseco al atavío de un dios que pertenecía al propio dios y del que no se podía hacer un mal uso, y yo lo había percibido.
Los rayos de sol trazaban una brillante figura oblonga en el suelo e iluminaban el resto de la habitación con un resplandor dorado. A pesar de ello, me costaba ver. Tenía la visión borrosa y necesitaba hacer un esfuerzo para centrar la mirada. Me costó un gran esfuerzo levantar la cabeza. Pareció que se despegaba del suelo, y por un instante sentí un terrible dolor. Cerré los ojos con todas mis fuerzas para intentar combatirlo y apoyé las palmas en el suelo para evitar caer de nuevo. Respiré varias veces lenta y profundamente hasta que el dolor y la náusea disminuyeron y estuve en condiciones de moverme otra vez.
«Tienes que salir de aquí, Yaotl.»
Me puse de rodillas y luego, con mucho cuidado, me levanté. Vi, extrañado, que varios trozos de cuerda caían a mi alrededor. Todavía inseguro sobre mis pies, miré al suelo y vi una mancha de sangre seca en el lugar donde había tenido apoyada la cabeza. También descubrí que estaba desnudo.
¿Dónde estaban mis ropas?
Afortunadamente no tuve que buscar mucho; el taparrabos y la capa estaban casi junto a mis pies. Había algo que brillaba encima de las prendas. Sin hacer caso del mareo que sentía, me agaché y vi que era un pequeño cuchillo de cobre.
Ahí estaba la explicación de cómo me habían cortado las cuerdas, me dije mientras me ataba el taparrabos. En cuanto acabé de envolverme en la capa y de anudarla sobre mi hombro derecho, me sentí en condiciones de mirar a mi alrededor y de hacer un esfuerzo por sacar algo en limpio de todo lo que veía y de los vagos y dispersos recuerdos que despertaban en mí.
Vi la montaña de basura junto a la pared del fondo. Ahora me daba cuenta de que no se había acumulado por sí sola a lo largo de un año. Alguien se había ocupado de barrerla hasta allí. Me acerqué y metí las manos en la pila.
Al igual que antes, me sorprendió la gran cantidad de plumas y otras cosas relacionadas con el oficio de plumajero: cuchillos, agujas, paletas de cola y otros utensilios. Mientras buscaba en la basura, el aire se llenó de plumas y tuve que contener el aliento para no estornudar.
Algo cayó desde lo alto del montón, un objeto redondo y liviano que golpeó contra el suelo con un sonido hueco y rodó hasta la pared opuesta. Cuando lo recogí, vi que era un cuenco. Pasé el dedo por el interior y noté que la superficie estaba húmeda, y que había pegados unos granos muy pequeños y duros. Me acerqué el dedo a la punta de la lengua con mucho cuidado. Descubrí que alguien lo había empleado para beber una infusión de semillas de dondiego de día.
Arrojé el cuenco a la pila y escupí en la basura para quitarme aquel sabor. Lo conocía de mis años de sacerdote. Bebíamos un poco, algunas veces, para provocar visiones, pero sabíamos que si alguien tomaba demasiado, vería unos demonios que le arrebatarían el alma y la vida. Me pregunté cuánto me habían hecho beber, y cuántas de las cosas fantásticas que había visto y oído durante la noche habrían salido de aquel pequeño cuenco.
Miré de nuevo el montón de basura. Según Mariposa, aquella había sido la habitación de Vago y Caléndula, pero parecía como si ella y Flacucho se hubiesen aprovechado de su desaparición para dejar allí todos los desechos del taller. Pronto me convencí de que no había nada debajo de la pila. Si el atavío había estado alguna vez allí, hacía mucho que se lo habían llevado.
Quedaba muy poco que ver en la habitación excepto una barata y raída estera de dormir y una vieja capa o manta que estaba en el suelo. Sin embargo, mientras me encontraba junto a aquellos objetos, percibí algo que no podía ver.
Olí el aire y fruncí el entrecejo.
El olor más fuerte en la habitación correspondía al humo resinoso de la tea de pino que habían dejado que se consumiera. Pero había otros que no conseguía enmascarar del todo.
La estera de dormir olía débilmente a almizcle, sudor y perfume rancio. Allí había yacido una mujer la mayor parte de la noche. Recogí la manta y la aplasté contra mi nariz. Después la arrojé violentamente al suelo, porque había algo conocido en aquella mezcla de olores, algo horrible, el testimonio de cosas que no quería recordar. Pensé en serpientes que silbaban, se retorcían y amenazaban con sus terribles anillos constrictores.
Tembloroso, me volví dispuesto a marcharme. Entonces capté otro olor. Este era más débil que los demás, pero supe de inmediato que no podía eludirlo. Era el olor que noté cuando entré por primera vez, antes de que me golpearan, pero ahora podía recordar qué traía a mi mente: aquello de lo que me apartaba instintivamente, el olor de mis peores pesadillas: una mezcla de putrefacción, orina, excrementos y sangre.
Era el hedor de la cárcel del emperador; por un momento mi nariz se llenó con todo lo que había olido en el tiempo en que permanecí allí, en mi pequeña jaula a oscuras, en cuclillas, porque no había suficiente espacio para estar de pie o acostado, y escuchando la ronca y forzada respiración de mis vecinos mientras esperaba a que llegara mi hora.
A punto de vomitar, fui a trompicones hacia la puerta.
Tropecé con algo y caí de bruces.
Me hice daño en la rodilla. El golpe me ayudó a recordar que no estaba en la cárcel sino que era libre y podía tropezar y caerme. Permanecí tendido durante un momento mientras me lo repetía algunas veces; después me volví para ver con qué había tropezado.
Me di cuenta de que debía de ser lo mismo con lo que me había lastimado los dedos del pie durante la noche. Era una piedra tallada; en realidad había dos: la otra, idéntica, estaba a su lado. Las recogí y comprobé que eran dos mitades de una misma pieza. Se había partido, quizá cuando alguien la había dejado caer.
Me hice un masaje en la rodilla y luego me levanté, sosteniendo la escultura rota. Al unir las dos piezas vi que quedaba una superficie dentada, por donde habían estado unidas a alguna otra cosa.
Tuve una idea. Después de echar una rápida ojeada al exterior para asegurarme de que no había nadie más, salí al patio y llevé las piezas hasta el plinto fragmentado.
Encajaban.
Al sostener el ídolo roto sobre su base, lo vi completo por primera vez.
En el acto supe qué era. Tenía la cara de un perro, arrugada y con las huellas de la vejez. Las orejas eran deformes, cubiertas de llagas, y las patas estaban torcidas. De haber sido una criatura viva, habría aullado hasta que acabaran con su agonía. Era Xolotl, que representaba las enfermedades, las deformidades y aquellos seres de mal agüero, los mellizos, cuya presencia solo podía llevar la desgracia a una casa porque apagaban el fuego del hogar.
Dejé las dos mitades del ídolo en el suelo con mucho cuidado para no hacer ningún ruido. Me pregunté por qué había estado allí; quizá porque alguien había estado enfermo, o porque Caléndula lo había comprado al creer que necesitaba a Xolotl para completar su colección. También me pregunté cuál sería el motivo de aquella profanación. Quizá el dios, a pesar de haber intentado aplacarlo para que librara a alguien de su enfermedad, había dejado que muriera. Recordé el olor en la habitación que acababa de abandonar.
¿Podía ser que Xolotl hubiese sido venerado por alguna otra razón? De pronto cruzó por mi mente la idea de que Flacucho y su hermano fueran mellizos. Pero si era así, me pregunté, ¿por qué habían roto el ídolo?
Tendría que buscar la respuesta más tarde. Ahora tenía otros problemas más urgentes. El primero era cómo salir del patio sin tener que pasar por la habitación que daba a la calle, donde podía encontrarme con Mariposa, con Flacucho, o con ambos. Luego tenía que encontrar la manera de eludir a los otomíes. Intenté no pensar en lo que vendría a continuación. Seguía sin tener la menor idea de dónde podían estar la propiedad de Bondadoso y mi hijo.
Lo mejor que podía hacer era escalar una de las paredes y marcharme por donde había venido. Cualquier planta trepadora, como una hiedra, me serviría; cualquier cosa donde apoyar los pies y sujetarme con las manos.
Miré rápidamente las paredes al fondo y a los costados del patio pero no encontré nada. Me volví hacia el frente, pero allí tampoco vi nada, aunque esta vez era porque había alguien que me lo impedía.
Era alto. Mis ojos estaban a la altura de su pecho. Mientras mi mirada se movía hacia arriba, intenté con todas mis fuerzas no creer lo que veían mis ojos. Desafortunadamente, era inconfundible: la sencilla y práctica capa corta atada a la garganta, la boca con los labios apretados, los gruesos párpados, el pelo peinado como un pilar y la empuñadura de la espada que sobresalía por encima del hombro, para poder ser utilizada en un instante. Di un paso atrás.
– ¿Er… Erguido? -tartamudeé-. Este… este no es tu distrito. ¿Qué haces aquí?
– No es mi distrito. Pero es el de ellos. -El policía movió la cabeza por encima del hombro para indicarme a los hombres que lo escoltaban. En aquel mismo momento, los tres se adelantaron. Uno era Escudo, su subalterno. Los otros dos, a juzgar por sus cuerpos robustos y su expresión de pocos amigos, también eran policías. Adiviné que eran policías del distrito de Atecocolecan.
– Ahora mismo me iba -dije.
– Es lo que harás.
Con un rápido movimiento, Erguido pasó la mano por encima del hombro, sacó la espada y la sostuvo por encima de mi cabeza. Miré a izquierda y derecha y vi que sus compañeros habían hecho lo mismo y que los dos policías locales se habían adelantado para rodearme.
– Ahora, Yaotl, podemos hacer esto de una manera sencilla para todos si nos acompañas voluntariamente, o lo podemos hacer a las malas…
– Entonces tendríais que cargar conmigo, porque no podré andar con las piernas rotas ¿verdad? De acuerdo. -Exhalé un suspiro-. Escucha, tú no lo entiendes… No, espera, ¿cómo me has llamado?
– No hay nada que entender -afirmó la bestia a mi derecha-. Escucha, Erguido, por lo que parece ya tienes a tu hombre. ¿Por qué no le aplastas la cabeza y nos vamos? Tenemos cosas que hacer.
– Pero mi nombre no es…
– ¡Sabemos muy bien cómo te llamas, maldito asesino! La mujer te ha denunciado a la policía del distrito. -Escudo me sorprendió dándome un golpe con la punta roma de la espada, sin la fuerza suficiente para hacerme daño pero sí para que me tambaleara-. Esta vez no tendrás a ninguna viuda rica dispuesta a respaldar tus mentiras con las suyas. No creerás que mi jefe bromeaba, ¿verdad?
– No -me apresuré a gritar, con la mirada puesta en las afiladas hojas de obsidiana que resplandecían al sol-. No, pero has dicho… me has llamado asesino. Ya te lo dije, no tengo nada que ver con la muerte de Vago. Te lo juro, comeré tierra…
– ¿Vago? -Para mi gran sorpresa, Erguido se echó a reír-, ¿Acaso crees que todavía nos preocupamos por Vago?
– ¿Quieres decir que hay alguien más?
– ¡Oh, esto es patético!
La punta de la espada me golpeó debajo de las costillas. Me dejó sin aire y me desplomé, y doblado en dos, intenté respirar. Apenas pude oír lo que Erguido dijo a continuación, aunque conseguí entenderlo.
– Eres un rematado idiota, Yaotl. Si hubieses tenido bastante con Vago, supongo que a nadie le habría importado en absoluto. Yo entre ellos. Creo incluso que su familia te habría recompensado por librarla de semejante estorbo. Pero tenías que hacerlo de nuevo, ¿verdad? ¿Es posible que creyeras que los amantecas pasarían por alto la muerte de alguien como Flacucho?
Discutieron si debían registrar la casa. Erguido quería hacerlo, pero los policías locales deseaban marcharse y no estaban dispuestos a dejar el campo libre a sus colegas de Pochtlan. Tampoco se entretuvieron mucho ni se encendieron los ánimos; Erguido y Escudo estaban convencidos de que ya tenían al criminal. Sería mucho más fácil y divertido, aseguraron a sus compañeros, arrancarme a palos cualquier prueba que necesitaran, que perder el tiempo en las habitaciones donde no habría más que canastos con taparrabos y vestidos viejos.
Cuando finalmente se pusieron de acuerdo, yo ya había recuperado el aliento; entre los cuatro me llevaron colgado boca abajo a través de la habitación vacía hasta la canoa en la que habían venido los dos hombres. Al menos, me dije cuando me arrojaron al fondo de la embarcación, me ahorraré la caminata de regreso.
Escudo empuñó la pértiga y apartó la canoa de la orilla. Miró a los dos colegas que se alejaban por el camino junto al canal.
– No puede decirse que nos hayan recibido muy cordialmente, ¿verdad, jefe?
– Tampoco a nosotros nos haría ninguna gracia que un par de forasteros aparecieran en nuestro distrito y nos dijeran qué hacer -manifestó Erguido. Me miró con desprecio-. Quizá tendríamos que haberles dicho que nuestro sospechoso era de Tenochtitlan. Entonces no les hubiese importado. No creo que por estos parajes sientan más aprecio que nosotros por la chusma sureña.
– No sabíamos que…
Erguido dirigió una mirada de advertencia a su subalterno, pero ya era demasiado tarde: yo había captado su significado.
– Entonces, ¿no me estabais buscando a mí? -pregunté con inocencia.
En el rostro de Erguido apareció una expresión como si le hubiese dado un puñetazo en el estómago.
– ¡No metas las narices donde no te llaman!
– Pues si no me buscabais a mí, ¿a quién buscabais? ¿Qué os ha llevado a pensar que tengo alguna relación con lo que le haya ocurrido a Flacucho?
– ¡La relación es que tú lo has hecho! -replicó Escudo, rabioso. Descargó su ira y su incomodidad en la pértiga. La clavaba en el fondo del canal con tanta fuerza que el fango subía y dejaba una estela negra entre los juncos y la porquería que flotaba en la superficie. Rogué para mis adentros que su cólera hiciera que la canoa zozobrara o embarrancara en la orilla y me diera la oportunidad de escapar, pero era demasiado experto para cometer ese error.
– Vinimos aquí solo para comunicarle a la esposa de Flacucho la mala noticia -dijo Erguido-. Por supuesto, fuimos a ver primero a la policía local, y ¿qué nos encontramos? A Mariposa, la reciente viuda, que se mesaba los cabellos y decía que te había encontrado intentando robar en su casa. ¿No crees que eso basta para despertar sospechas? Máxime cuando nunca respondiste a las preguntas sobre qué le pasó a Vago. Además sabemos que la historia que tú y Azucena nos contasteis no era más que un montón de mentiras.
– ¿Se lo habéis preguntado a Bondadoso? -En cuanto hice la pregunta supe que era una tontería. Cualquier cosa que dijera Bondadoso no tenía importancia, dado que la verdad, al menos respecto a quién era yo, había salido a la luz. Recordé la visión de la hija del comerciante cuando entró en el patio de Mono Aullador, con la falda flotando alrededor de las pantorrillas y el ruido de las sandalias contra el suelo; de repente me di cuenta del riesgo que había corrido y de que, por la razón que fuese, no había servido de nada-. ¿Qué me dices de Azucena? -pregunté con un hilo de voz.
– ¿Qué pasa con ella? -Erguido torció el gesto-. Padre e hija son tal para cual, y Luz Resplandeciente era peor que los dos juntos. ¡Si alguien de esa familia me llamara por mi nombre tendría que ir corriendo a mi casa y preguntárselo a mi madre para comprobarlo! -Soltó una risotada-. No te preocupes, ha puesto las cosas en orden. Después de que tú salieras por piernas, fue a ver a tu amo y le contó todo lo sucedido.
– ¿Qué?
Escudo rió de una manera muy desagradable.
– ¡Al viejo Plumas Negras en persona! ¡Al primer ministro!
– Por supuesto, ya no tuvimos que hacer gran cosa cuando nos enteramos de quién era tu amo. El viejo dispone de hombres más que suficientes para que te busquen sin necesidad de nuestra ayuda. Si queríamos pillarte por la muerte de Vago, era mejor esperar y ver qué quedaba de ti cuando ellos acabaran contigo. -Me miró con lo que podía pasar por una expresión de lástima-. ¡Por la pinta que tienen algunos de esos tipos, tendrías que dar gracias por que te encontráramos primero!
Me pregunté qué habría impulsado a Azucena a acudir a mi amo, pero ahora tenía preocupaciones mucho más urgentes.
– ¿Adonde me lleváis ahora? -pregunté en voz baja-. ¿A casa del señor Plumas Negras? -Era fácil imaginar qué sucedería después. Mi amo jugaría un rato conmigo y luego me entregaría a las cariñosas atenciones del capitán.
– No. Ahora no. Vas directamente a ver al gobernador.
– ¿A Itzcohuatzin? ¿Por qué él?
– ¿Tú qué crees? Te he dicho que cargarte a Flacucho fue un error. En cuanto supimos quién era el muerto, ordenaron a todos los policías de Tlatelolco que llevaran al criminal ante el gobernador. No sé si el señor Plumas Negras desea otra cosa, ya que eres su esclavo, pero dado que no tengo ninguna otra orden te llevaremos ante el gobernador.
– ¿Qué le pasó a Flacucho? -pregunté.
– ¡Otra vez con lo mismo! -se lamentó Escudo.
– Dínoslo tú -replicó Erguido-. Sabemos que lo atacaste en el lado del canal que está cerca de Pochtlan, muy cerca del puente de Amantlan. ¿Por qué casi en el mismo lugar donde encontramos a su hermano? Supongo que tuviste mala suerte. No creo que lo golpearas con la fuerza suficiente para matarlo, pero se ahogó. Podrías haberlo sacado del agua.
– Quizá creyó que le estaba haciendo un favor al pobre diablo si dejaba que muriera así -opinó Escudo. Las personas que morían en el agua evitaban los terrores y los sufrimientos de la Tierra de los Muertos; pasaban la otra vida en
Tlalocan, el paraíso del dios de la lluvia, donde todo era fértil y nunca escaseaba la comida.
– Yo no lo maté -dije, solo por el placer de escucharlo.
– Eso puedes decírselo al gobernador y a quienquiera que te lo pregunte -respondió Erguido con indiferencia-. Aunque es cierto que me pica la curiosidad. ¿Por qué lo hiciste? ¿Qué problema tenías con Vago y Flacucho?
– ¡Quería levantarle la falda a la viuda!
El grosero comentario de Escudo evocó un recuerdo, un sueño que creía haber tenido, o mejor dicho una pesadilla: de pronto me encontré de nuevo en un espacio pequeño y oscuro; había una gran serpiente que me rodeaba con sus anillos, y con su arrulladora voz de mujer me decía al oído palabras que hubiesen sitio hermosas y provocativas, pero que en cambio eran todavía más grotescas y repugnantes precisamente por ello.
Me debatí. Intenté gritar, levantarme, escapar, pero una pesada mano se apoyó en mi hombro y me aplastó de nuevo contra el fondo de la embarcación.
– ¡Ni lo sueñes! -gritó la áspera voz de Escudo.
Me senté, tembloroso, mientras Erguido me miraba con una expresión pensativa.
– Interesante-comentó al cabo de un momento.
– Escucha -dije esforzándome por mantener firme la voz-. Yo no maté a Macucho porque deseara a su esposa o por cualquier otro motivo. No maté a Vago. Bondadoso me pidió que intentara recuperar algo que le pertenecía y que estaba en posesión de los dos hermanos. Por eso me encontraba en su casa.
¿Por qué las palabras de Escudo me habían inquietado tanto? Empecé a recordar otras visiones de dioses y serpientes que había tenido aquella noche. Me pregunté por qué las imágenes eran tan persistentes. Los sueños, incluso los provocados por las semillas del dondiego de día, eran frágiles, evanescentes, y por lo general se esfumaban como la niebla con la salida del sol, pero estos no desaparecían. Eran como el recuerdo de un acontecimiento real en vez de algo que había visto en un viaje al país de los sueños.
– Sabemos por qué estabas en su casa. -La voz de Escudo, mientras explicaba su teoría, me arrastró de nuevo al presente-. Querías librarte de Vago y Flacucho para que no hubiese nadie más entre tú y la esposa de Flacucho. Estoy seguro de que, ya puestos, también eliminaste a la cuñada, ¿no es así? Todavía no hemos encontrado su cuerpo, pero lo haremos. Entonces creíste que ya lo tenías todo bien atado y que había llegado el momento de ir a divertirte. -Soltó otra risotada-. Seguramente no veías la hora, y lo entiendo. ¡He visto a Mariposa!
Erguido volvió a fijarse en mí.
– ¿Por qué has vuelto a mencionar a Bondadoso? Sabemos que no eres su esclavo. ¿Qué es esa propiedad de la que hablas? ¿Por qué tanto empeño por encontrarla?
Pensé rápidamente. Había algo que no podía decir a los policías ni a nadie: la búsqueda de mi hijo. No podía arriesgarme a revelar algo que pudiese ayudar al señor Plumas Negras a descubrir quién era en realidad o por qué todavía se encontraba en la ciudad. Decidí que ese era mi secreto; para los demás, incluido Bondadoso, no era asunto de su incumbencia.
– Me había fugado. Necesitaba dinero, algo que pudiera llevarme. Por ejemplo, unos canutos de pluma con polvo de oro o algunas cabezas de hacha de cobre. El comerciante dijo que me pagaría en el acto si hacía este trabajo para él. Le había comprado un objeto de plumas a Flacucho y… verás, estábamos seguros de que él lo había robado. Flacucho me dijo que él no sabía nada al respecto pero no le creí, así que fui a su casa para comprobarlo yo mismo.
– Patrañas -murmuró Escudo.
– En cualquier caso -manifestó Erguido-, será el gobernador quien decida qué hacer contigo. Ya casi hemos llegado a su palacio.
Levanté la cabeza, sorprendido. No me había dado cuenta de la distancia que habíamos recorrido, pero era imposible confundir la silueta de la gran pirámide de Tlatelolco que se alzaba por encima de los edificios que tenía delante. El palacio del gobernador daba a la base del recinto sagrado, a imitación del palacio de los emperadores en Tenochtitlan. También junto al recinto sagrado estaba el mercado más grande del mundo, un enorme espacio abierto rodeado por una columnata donde hasta sesenta mil personas acudían todos los días a comprar, vender, estafar, robar o sencillamente a pasar el tiempo. Desde donde estábamos podía oír el sonoro rumor de fondo producido por las innumerables conversaciones en voz baja.
El canal por el que ahora navegábamos era ancho, al igual que aquellos que lo cruzaban, y los grandes edificios con fachadas sencillas y sólidos muelles en las orillas eran una clara indicación de que este era el lugar donde los comerciantes descargaban y almacenaban los productos que llevarían al mercado.
– No es la ruta más directa -me explicó Erguido. Era obvio que no veía la hora de librarse de mí y pasarle la responsabilidad a alguien de más rango. La sensación de alivio al ver que nos acercábamos al final del viaje lo volvía charlatán-. Pero sin duda es la más rápida. Prácticamente nadie utiliza estos canales excepto los comerciantes que transportan sus productos a los almacenes, y ellos solo viajan de noche. A esta hora del día, todos los demás canales están abarrotados.
Efectivamente, allí reinaba la tranquilidad; apenas había tráfico, aparte de nuestra canoa, y casi no había ninguna señal de vida, aparte de unas pocas juncias que crecían entre los postes que reforzaban la orilla del canal.
Sin embargo, no estábamos completamente solos.
Escudo lo vio al mismo tiempo que yo: una figura solitaria de pie junto a uno de los almacenes, en el centro del camino que había entre el edificio y el canal, con las piernas ligeramente separadas y moviendo la cabeza lentamente a un lado y a otro para observar toda la zona que lo rodeaba.
– ¿Qué hace ese tipo? -preguntó Escudo, suspicaz-. No tiene aspecto de ser un peón o un comerciante. ¡Mirad, se larga corriendo!
El desconocido había desaparecido detrás del edificio, y solo nos quedó la borrosa visión de una capa que ondeaba por la prisa de la carrera. Parpadeé un par de veces mientras pensaba que debía de ser alguien que estaba en muy buen estado físico para cubrir esa distancia en tan pocos instantes.
– Creo que parecía un guerrero -comenté pausadamente, dominado por un súbito presentimiento.
– ¿Por aquí? -exclamó Erguido-. Lo dudo. Algunos de los comerciantes a veces contratan a forzudos para que vigilen sus propiedades. Probablemente será uno de ellos.
– Pues a mí me parece que es un ladrón que ha ido a avisar a sus compinches -opinó su colega-. En cuanto dejemos a nuestro amiguito a buen recaudo deberíamos volver para echar una ojeada.
Me dije que cualquiera de los dos podía estar en lo cierto, aunque los guardias de alquiler solían haraganear y echar una cabezada apoyados en alguna pared, en vez de estar de pie, alertas y preparados para la acción, en el centro de un camino. Además los ladrones y sus centinelas no solían correr como un jaguar detrás de un venado si no había alguien que los persiguiera. Tampoco llevaban el pelo peinado en forma de columna y caído sobre la nuca, algo que ninguno de mis escoltas parecía haber observado.
Nos pillaron cuando estábamos a un paso del palacio del gobernador.
Escudo propulsó la canoa lentamente por una ancha vía de agua a la sombra de una de las paredes exteriores del mercado. El lejano rumor que se oía antes se convirtió en un estrépito como el de los truenos en las montañas o el de una catarata: un parloteo continuo, un constante ruido en el que se mezclaban sonidos que llegaban al oído de mil maneras distintas.
– Hora de taparse la nariz -nos advirtió-. Aquí es donde amarran las embarcaciones con los excrementos.
Erguido y yo miramos a proa. Estábamos pasando junto a numerosas embarcaciones cargadas con los recipientes de las letrinas de la ciudad para venderlos a los distritos, a los agricultores y a los fabricantes de tintes.
– Con este hedor es normal que no haya mucha gente por aquí -añadió Escudo con una voz nasal. Faltaba poco para la hora más calurosa del día. Yo respiraba por la boca y me pareció que incluso el aire tenía un sabor horrible. No quise ni pensar en cómo sería aquel lugar en pleno verano.
– ¡Cuidado! -gritó Erguido de repente. Una canoa acababa de aparecer delante de nosotros y nos cerraba el paso. Fue como si la hubiesen lanzado desde la orilla en perpendicular en nuestra dirección.
– ¿Qué se ha creído ese tipo? ¡Eh, tú, imbécil, aparta! -le gritó Escudo, pero no pudo añadir nada más en cuanto vio con claridad al único ocupante de la otra embarcación.
Esta vez era imposible confundirlo y atribuirle cualquier otra ocupación. Si el vestido verde y el peinado no bastaban, su forma de empuñar la espada era una prueba más que suficiente. La sostuvo extendida lateralmente para señalarnos que nos dirigiéramos a la orilla.
El capitán y sus hombres formaban un semicírculo en el camino junto al canal.
– ¿Qué hacemos? -susurró Escudo.
– Lo que él diga -respondió Erguido casi sin mover los labios. Me miró, furioso-. ¿Sabes de qué va esto?
No le contesté. El terror me había dejado mudo.
– Vaya, hola, muchacho. -La mitad viva del rostro del capitán mostró una sonrisa retorcida en cuanto me vio-. ¡Temía que no volviéramos a encontrarnos!
– Espera un… -comenzó Erguido.
– ¡Cállate! ¡Vamos, fuera de la canoa!
Erguido maldijo por lo bajo, pero obedeció. Escudo y yo lo seguimos. El capitán y sus hombres nos rodearon en cuanto desembarcamos.
Me coloqué en el borde mismo del canal, entre los dos policías. En ese momento eran mi única protección.
– ¿Qué quieres? -le preguntó Erguido.
– A él, por supuesto.
– ¿Con qué autoridad? Está reclamado por el gobernador. Si él nos dice que os lo entreguemos, tuyo es, pero…
– Esta es mi autoridad… -El capitán levantó la temible espada de cuatro filos y hundió la punta roma en el estómago de Erguido, solo una vez y sin fuerza; luego, con el mismo movimiento siguió hacia arriba hasta que las hojas de obsidiana brillaron delante de los ojos del policía-. Tú harás lo que ella te ordene, ¿de acuerdo? ¡Al cuerno con el gobernador!
Lo que hizo Erguido a continuación fue absolutamente instintivo. De haberlo pensado, aunque solo hubiese sido un momento, quizá habría salvado la vida, pero todo ocurrió con la celeridad del rayo, y cuando vi lo que se disponía a hacer ya era demasiado tarde para intervenir.
Acercó la mano derecha al hombro, donde asomaba la empuñadura de la espada.
Murió antes de que sus dedos llegaran siquiera a rozar el arma. La espada de Zorro le rajó el vientre con un rápido revés. Por un instante, Erguido se mantuvo en pie, con una expresión de asombro en su rostro, mientras miraba cómo se escapaban los intestinos por el tajo. Luego se oyó un eructo; la sangre escapó a borbotones de la boca y Erguido se desplomó de bruces.
Dos guerreros ya tenían bien sujeto a Escudo por los brazos para que no pudiera moverse. Parecía incapaz de hablar. Boquiabierto, miraba el cadáver de su jefe, y pude ver cómo desaparecía la sangre de su rostro.
– Zorro, eres un desastre -afirmó el capitán-. ¿Ahora quién limpiará toda esta porquería?
Escudo intentaba recuperar la voz.
– Tú… tú… -jadeó.
– Cállate. -El capitán acercó su rostro desfigurado al del policía-. Lamento mucho el desafortunado accidente de tu colega. El primer ministro te envía sus condolencias. Es importante que lo recuerdes. «Accidente» y «primer ministro», ¿está claro?
Escudo soltó un sonido que el capitán evidentemente interpretó como un sí, porque se volvió hacia mí.
– En cuanto a ti…
Levantó la espada de cuatro filos. Vi las brillantes hojas negras montadas en hileras, una a una, mientras pasaban por delante de mis ojos con el movimiento ascendente del arma. Sentí cómo se contraía mi estómago y cerré los ojos con todas mis fuerzas para no ver el golpe que me mataría.
No pasó nada.
Abrí los ojos de nuevo.
La empuñadura de la espada tenía una bola en el extremo. Fue lo último que vi. Ocupó toda mi visión mientras avanzaba hacia un punto entre mis ojos, antes de que todo se sumiera en la oscuridad.
Mi cabeza era una mazorca. La parte de atrás estaba apoyada en una piedra de moler y alguien me aplastaba la frente con un rodillo de piedra. Mi cráneo era el grano que molerían entre aquellas ásperas superficies.
Solté un grito mientras rodaba sobre mí mismo para escapar de la implacable presión de las piedras, pero mi rostro chocó contra un pie calzado con una sandalia.
– ¡Vaya! -exclamó una voz que conocía y odiaba, la voz de un anciano que había deseado no escuchar nunca más-. Está despierto.
– Ya te he dicho que lo estaba, mi señor. Sé con qué fuerza le di el golpe. Estaba fingiendo.
– Puede ser. -El viejo exhaló un suspiro-. Es tan difícil conseguir esclavos de confianza en estos tiempos… -añadió con voz quejumbrosa.
– ¿Quieres que yo y mis muchachos le enseñemos a comportarse? -El sonido que hace un hombre con media boca cuando chasquea los labios como si se relamiera es algo que no querría escuchar de nuevo nunca más.
– Gracias, capitán. -El viejo hizo una pausa, sin duda con la intención de que la propuesta del otomí calara en mi cerebro y siguiera su camino hasta mis intestinos-. De momento solo quiero que lo levantes. Luego, tú y tus hombres podéis iros a comer. Seguramente estaréis cansados y hambrientos después de la búsqueda. Os mandaré llamar si este esclavo necesita… bueno, si necesito algo más.
– Gracias, mi señor. Eres muy bondadoso.
La manera en que el capitán me puso en pie consistió en sujetarme por la garganta, cosa que hizo muy fácilmente con una de sus manazas, y levantarme en el aire. Comencé a jadear en un intento por respirar mientras mis pies ejecutaban una frenética danza en busca del suelo. Abrí los ojos, pero solo veía una niebla de un leve color rosa.
– Si no te pones en pie -me advirtió el gigantesco guerrero-, te asfixiarás.
Conseguí apoyar los pies en el suelo, solo las puntas, pero alivió parte de la presión en el cuello. Aún me dolía y me costaba tragar, incluso cuando la mano me soltó para dejarme en pie, sin ningún apoyo, un tanto tambaleante pero sin caerme. Mi estómago hizo un ruido extraño.
– Te aconsejo que no se te ocurra vomitar delante del señor Plumas Negras, Yaotl -dijo otra voz, en tono prepotente-. Ya tienes bastantes problemas.
Volví la cabeza lentamente hacia el interlocutor y me forcé a mirarlo. El mayordomo de mi amo, Huitzic el Chinche, estaba en cuclillas unos pocos pasos más allá, con la cabeza gacha en señal de respeto hacia nuestro amo. Tenía un aspecto realmente extraño; después de un momento comprendí el motivo. Unos morados parcialmente descoloridos le cubrían los brazos y las piernas, y tenía una oreja deformada.
Recordé la última vez que lo vi, en medio de una multitud hostil de tepanecas.
– Tienes el aspecto de alguien a quien le han propinado una paliza -comenté-. ¿Te has peleado con alguien?
– Yaotl, cállate -ordenó mi amo.
Mientras movía la cabeza poco a poco hacía él, oí cómo reprendía a su mayordomo.
– Cuando necesite tu consejo te lo pediré. Entretanto, quizá quieras ocuparte de acompañar al capitán y a sus hombres a un lugar donde puedan descansar y comer algo. Ahora, en cuanto a ti…
La silla de mimbre de respaldo alto y cubierta de pieles estaba colocada en uno de sus lugares preferidos, en la tarima construida en la azotea del palacio, debajo del magnolio que había plantado su padre. Desde allí se veía el recinto sagrado de Tenochtitlan, el Corazón del Mundo, con sus templos, que se elevaban hacia el cielo apenas pasado el canal delante de la mansión. Ahora miraba en aquella dirección; probablemente estaría disfrutando de una visión en la que me arrastraban por los escalones de la pirámide para dejarme en el altar de los sacrificios.
Con gran trabajo, forcé la mirada para enfocar su rostro; intentaba descubrir de qué humor estaba. Mirar a un gran señor a los ojos era una insolencia que normalmente se castigaba con una severa paliza, pero ya me habían dado tantas en los últimos días que una más no tenía demasiada importancia. Había una encarnizada lucha entre mi frente y mi nuca para decidir cuál me dolía más, aunque los morados que los dedos del otomí me habían dejado en el cuello eran un tercer competidor con muchas posibilidades.
El viejo Plumas Negras iba vestido, para lo que era habitual en él, de una manera bastante informal, con una capa verde claro con ribetes de conchas, un taparrabos a juego con borlas doradas en las puntas y conchas auténticas en las orejas. Un tachón de madreperla en el labio completaba el atuendo. Me pareció un poco vulgar, pero solo eran prendas de estar por casa. En caso de que tuviera que ir a alguna parte se las cambiaría y casi con toda seguridad no volvería a usarlas nunca más. Las plumas del tocado eran de garza, pero eran las más blancas y largas que se podían conseguir.
Me miró tranquilamente. Sus manos, con los dedos hinchados y deformados por la artritis, descansaban sobre los muslos. No tenía a su lado el tazón de chocolate o el tubo de tabaco, pero sabía que si deseaba cualquiera de las dos cosas la tendría incluso antes de llegar a pedirla. Por mi parte solo deseaba un poco de agua, pero no me hacía ilusiones de que apareciera una bonita criada para ofrecerme una calabaza en cuanto hiciera el gesto.
– No creo que tenga mucho sentido pedirte una explicación, ¿verdad? -comenzó en un tono de cansancio.
Tragué saliva.
– Mi señor, yo…
– Podría pedirte que me dieras un buen motivo para no aceptar la interesante propuesta del otomí. Según me han dicho tiene un talento para arreglar dientes que cualquier curandero envidiaría. -Me estremecí al recordar lo que había visto en Tlacopan-. Claro que de nada serviría. No harías más que mentirme, y en cualquier caso, sé perfectamente qué has estado haciendo. Así que te diré qué voy a hacer.
Tensé los músculos y noté que el miedo me resecaba todavía más la boca mientras esperaba conocer mi destino. Algo que quizá era una expresión risueña apareció fugazmente en el rostro de mi amo, y movió una de sus manos deformes solo una vez en un gesto apenas perceptible.
Casi en el acto apareció una muchacha a su lado para servirle un tazón humeante. El aroma del chocolate y la vainilla llegó hasta mi olfato, y un súbito y agudo dolor en el estómago me recordó cuánto tiempo hacía que había comido y bebido por última vez. Mientras el viejo sorbía delicadamente la bebida, intenté alejar el miedo de mi mente preguntándome cómo lo hacían para servirle con tanta rapidez un chocolate acabado de batir y a la temperatura exacta. Me dije que lo debían de tener preparado y que lo reemplazaban cada vez que se enfriaba, pero ¿cómo sabían cuándo y qué otro sabor quería: miel, maíz verde o pimientos en lugar de vainilla?
Me concentré tanto en aquellas tonterías que tardé un momento en darme cuenta de que mi amo me hablaba de nuevo.
– Por supuesto, te has fugado. Pase lo que pase, sabes que no puedo pasarlo por alto. Tendré que amonestarte. Será la segunda vez. Una más y ya sabes qué pasará.
Claro que lo sabía: podría venderme legalmente, y como estaría marcado como inútil, solo podía esperar que me compraran para un único propósito.
No obstante, en aquel momento, la perspectiva de que acabaran sacrificándome apenas cruzó mi pensamiento. Solo tenía claro que habían suspendido mi condena. Mi amo acababa de concederme otra oportunidad.
Tragué, abrí la boca, y luego caí de rodillas, aunque no tanto por gratitud y deferencia sino porque me habían fallado las piernas. Caí de bruces delante de mi amo y extendí los brazos en una señal de sumisión.
– ¡Mi señor! ¡Gracias! Yo…
Mis palabras acabaron en un alarido; algo duro me golpeó en la cabeza. Oí un ruido como el de una rama de abedul llena de savia que estalla en la hoguera y a continuación vi unos trozos de cerámica en el suelo mientras un líquido hirviente corría por mi cabeza y mi cuello. A diferencia de la mayoría de aztecas, a mi amo le gustaba el chocolate muy caliente, y el contenido del tazón me quemó la carne tierna y dolorida del cuero cabelludo. Se me llenaron los ojos de lágrimas mientras mis manos tiraban convulsivamente de mis cabellos.
– ¡Todavía no me des las gracias, maldito gusano! ¿Por qué crees que no te entrego a mi mayordomo y al capitán y dejo que se turnen para partirte todos y cada uno de tus huesos? ¿Eh? ¡Mírame!
Levanté la cabeza para mirar a mi amo. Seguramente mi aspecto era patético, con fragmentos de cerámica enganchados en el pelo y el chocolate que me corría por el rostro y se me metía en los ojos, lo que me obligaba a parpadear continuamente.
– Dejaré que vivas, por ahora, con una condición. -Hizo una mueca de desagrado, como si yo fuese un cadáver infecto que habían encontrado pudriéndose en uno de sus almacenes-. Me dirás dónde está el chico.
– ¿El… el chico?
Se inclinó hacia mí solo un poco, probablemente todo lo que le permitía su achacosa espalda.
– El chico, Yaotl. No te hagas el imbécil. Sabes a quién me refiero. Al cómplice de Luz Resplandeciente, al que busco por haberme estafado y humillado. ¡Tu hijo, Espabilado!
– ¿Mi hijo? ¿Cómo has… cómo…?
– ¿Cómo lo he sabido? ¿Tú qué crees? La madre de su amiguito me lo dijo.
– ¿Azucena? -pregunté, incrédulo. Recordé que Erguido había dicho algo referente a que ella había acudido al señor Plumas Negras después de mi huida.
– Sí, Azucena. Que yo sepa, solo tenía una madre. Ella me contó todo lo que le habías dicho. Por lo tanto sé lo que hizo su hijo, y también el tuyo. -De pronto el viejo se echó a reír, una risa que sonó como un cacareo seguida de varios estornudos-. ¿Tienes idea de cuánto te odia esa mujer? ¡Cree que tu hijo llevó al suyo a la perdición! Por eso vino aquí a denunciarte. Estaba convencida de que aquí recibirías tu merecido. ¡Me advirtió que, si no era así, ella misma te despellejaría con las uñas!
Permanecí en silencio, pero mi mente era un torbellino. Ahora comprendía cómo el otomí que había encontrado en el canal el día anterior sabía a quiénes estaban buscando. Después de sacarme de la casa de Mono Aullador, Azucena había venido aquí para contar todo lo que le había dicho. Me asaltó una duda. ¿Yo le había contado tanto?
Intenté recordar todo lo que le había dicho a aquella mujer llena de odio y rencor durante el viaje en su canoa. No era mi intención mencionar a Espabilado. ¿Cuándo había cometido ese error?
– Sé qué estabas haciendo en Tlatelolco. -La voz del primer ministro era ahora suave, y los años de experiencia me habían enseñado que no había otro sonido más peligroso en el mundo-. Lo buscabas a él, ¿verdad? Convenciste a ese cabeza cuadrada de otomí para que fuera a buscarlo a Tlacopan, y luego fuiste a Tlatelolco porque suponías que era allí adonde había ido en realidad. Así que dime, Yaotl, ¿dónde está?
Bajé la cabeza y cerré los ojos para contener las lágrimas que amenazaban con caer por mis mejillas.
– Mi señor, no lo sé -respondí con toda sinceridad. Luego respiré profundamente y levanté la cabeza de nuevo para mirar directamente los ojos castaño claro de mi amo-. Ya puedes ordenar que venga el capitán, porque aunque lo supiera no te lo diría.
– Entonces ¿qué pasó después?
Manitas, el fornido plebeyo que mi amo tenía como hombre para todo servicio, seguía mi relato con una expresión de sincero asombro. Yo no estaba menos asombrado de verlo. En realidad estaba sorprendido de verme mirando cualquier cosa; había creído que a estas alturas mis ojos tendrían que estar colgando de las órbitas como un par de flores muertas en un tiesto olvidado.
– Dijo que me daría un día para pensarlo.
Aún me maravillaba de los cambios que había visto en el rostro de mi amo en los momentos posteriores a mi desafío. Había enrojecido de furia, los labios retraídos en algo que se parecía a la mueca de una fiera hambrienta marcándole profundas arrugas en el rostro. Luego, abruptamente, se había relajado. Se habían aflojado un poco los hombros encorvados y se había reclinado en la silla, con los dedos rascándose la barbilla mientras pensaba.
Me concedería un día.
– Así y todo, me dijo que no te perdiera de vista -señaló Manitas.
– Podría haber sido peor -repliqué-. ¡Podría haber tenido a Chinche como escolta!
Un día de absoluta libertad: ningún trabajo; ve a donde quieras, Yaotl; comienza por darte un baño y disfruta de una buena comida. Recuérdate a ti mismo lo dulce que puede ser la vida, y pregúntate si de verdad quieres que el capitán te la arrebate.
Yo no era ingenuo hasta ese punto, y el viejo Plumas Negras lo sabía. Si estaba mintiendo, un día más no significaría nada. Si le estaba diciendo la verdad, esperaba que saliera en busca de Espabilado en cuanto me dejara en libertad. Además me había dado a Manitas como escolta, sabiendo que el plebeyo era mi amigo y que me lo pensaría dos veces antes de darme a la fuga y dejar que sufriera las consecuencias de la ira del primer ministro.
Había disfrutado del baño y de la comida, y ahora Manitas y yo estábamos sentados en uno de los muchos patios del palacio, poniéndonos al día de nuestras aventuras.
– Vi a Azucena cuando vino a visitar al viejo. ¿Si estaba furiosa? Rabiaba. Por nada en el mundo hubiese querido ser el objeto de su ira, te lo aseguro, y eso que estoy acostumbrado a las broncas de Citlalli. -La esposa de Manitas tenía una lengua que parecía un látigo de obsidiana; yo también había sufrido sus azotes en el pasado-. Claro que no sabía el motivo de la visita. ¿Dices que le dijo al señor Plumas Negras que su propio hijo lo había estafado? ¿Qué esperaba sacar de semejante confesión?
– Probablemente creyó que no tenía otra alternativa. Estaba metida en un grave aprieto por haberme librado de las garras del jefe de su distrito de la manera que lo hizo. Supongo que pensó que la mejor forma de salir del atolladero era entregarme después de haber conseguido lo que quería de mí. Los comerciantes no podían reprocharle que devolviera un esclavo al primer ministro, aunque lo hiciera de una manera bastante curiosa, ¿no te parece? -Exhalé un suspiro al comprender que los actos de Azucena tenían probablemente una explicación más sencilla. No creía que fuera capaz de entregarme al primer ministro a sangre fría, solo para librarse de una confrontación con los mayores de su distrito. Tenía demasiado orgullo para rebajarse de ese modo. Si de verdad había tenido la intención de entregarme a mi amo, debía de haber actuado impulsada por la ira y el deseo de venganza-. Cuando desbaraté sus planes con mi fuga no le quedó otro remedio que venir aquí de todas maneras, repetirle al viejo Plumas Negras todo lo que yo le había dicho y rogar que se diera por satisfecho. Algo que al parecer dio resultado. -Por lo que yo sabía, mi amo quedó encantado con el relato de la mujer. Hasta tal punto que la recompensó con una carga de algodón que ella se llevó en su canoa de regreso a Pochtlan.
Pero ¿cómo se había enterado de tantas cosas? No dejaba de preguntarme qué le dije para permitir que ella adivinara la verdad sobre Espabilado, pero no conseguía dar con la respuesta.
Le pregunté a Manitas qué les había pasado al mayordomo y a los otomíes en Tlacopan después de mi huida.
– Los atizaron un poco. -Manitas sonrió-. El problema que tiene la gente como tu capitán es que especulan con el miedo que provocan a los demás y creen que no les plantarán cara. Pero incluso los tepanecas se dieron cuenta finalmente de que eran más numerosos que los otomíes. Tuvieron la suerte de que se presentara la versión local del primer ministro antes de que la sangre llegara al río. Cuando aparecí con tu hermano y sus guerreros solo había provocaciones e insultos. Yo salí beneficiado. Chinche incluso me dio las gracias por haber ido en busca de ayuda.
También el barquero había salvado la vida. Tendría que alimentarse de gachas de maíz y puré de calabaza el resto de su vida, pero después de abandonar a su suerte al señor Plumas Negras en el lago, podía considerarse afortunado. Casi lo envidiaba. Ya había recibido su castigo. El mío aún estaba pendiente, y probablemente sería mucho peor.
– Por lo visto tú eres el jefe por un día -comentó Manitas-, dado que debo escoltarte a todas partes. ¿Adonde iremos?
Miré el cielo. No había nubes. Empezaba a oscurecer, el azul era más profundo por el este y pronto aparecerían las estrellas. Mi permiso finalizaba al día siguiente, al mediodía: me quedaba toda la noche y la mañana.
Descarté cualquier posibilidad de buscar a Espabilado. Incluso aunque pudiera encontrarlo en el tiempo de que disponía, solo podría informarle de que estaba condenado a muerte. Dudaba que me dejaran vivir mucho más, a pesar de lo que había dicho mi amo.
Desesperado como estaba, solo había un lugar al que podía ir. Cuando lo pensé, supe que quizá era el único lugar donde encontraría a una persona capaz de ayudarme.
– Creo -dije con considerable esfuerzo por la repentina aparición de un nudo en mi garganta- que iré a casa.
La casa a la que me refería era la casa de mis padres en Toltenco.
El nombre significaba «En el borde del cañaveral», y no podía ser más exacto. Se encontraba al sur de Tenochtitlan, todo lo lejos que podías estar de la casa de Flacucho y Vago en Atecocolecan sin abandonar la isla, pero los dos distritos tenían mucho en común. Ambos transmitían al visitante la impresión de que ese era un lugar donde la tierra apenas conseguía estar por encima del agua. Los canales y las calles se confundían con las chinampas, y muchas de las viviendas no eran más que miserables chozas construidas a toda prisa después de la última inundación para que los propietarios que lo habían perdido todo dispusieran al menos de un techo sobre sus cabezas antes de que llegaran de nuevo las lluvias.
Nada de todo esto me llamó la atención mientras crecía. En el poco tiempo que transcurrió desde que empecé a tomar consciencia de mi entorno hasta que me llevaron a la Casa de las Lágrimas, solo sabía que disponíamos de espacio y de aire puro, a diferencia de la gente que vivía en el centro de la ciudad, apiñada en las casas y siempre envuelta en el humo de los fogones de los vecinos. Más tarde, en mis contadas visitas a Toltenco cuando ya era un adulto, aprendí a despreciar ese lugar. Luego hice todo lo posible por olvidar que existía.
Excepto la última visita a la casa de mis padres, no había puesto los pies en el distrito durante diez años. Claro que desde mi última visita sólo habían transcurrido nueve días, así que me resultó muchísimo más fácil orientarme.
– Tampoco está tan mal -opinó Manitas-. Nuestra casa en Atlixco no es mucho mejor que algunas de estas.
– Quizá estoy siendo injusto. Después de todo, me marché de aquí como un perro apaleado. En cualquier caso, si resultas fácil de conformar, te gustará la casa efe mis padres. Está en un terreno un poco más elevado, así que muy pocas veces se inunda.
Manitas hundió la pértiga en el fondo del canal y propulsó la canoa en el rumbo indicado. Mi amo había tenido la generosidad de prestarme una embarcación. Me pregunté adonde esperaba que fuera en ella. Había dedicado la mayor parte del tiempo que habíamos tardado en llegar a Toltenco a vigilar si me había hecho seguir, o si solo confiaba en mi escolta para evitar que me fugara. Si alguien me seguía, sin duda debía ser muy bueno en su trabajo, porque ninguna de mis reiteradas miradas atrás me permitieron ver a nadie más que a unos pocos que no me prestaron la más mínima atención.
– ¿Es posible que sea aquella? -exclamó Manitas repentinamente-. ¿La que tiene aquel poste tan alto en el patio?
A pesar de todo, no pude menos que sonreír.
– Por supuesto -respondí, sin molestarme en mirar-, esa es. El árbol más alto de Toltenco.
El árbol era un tronco pelado que habían traído a través del lago desde el lugar donde lo habían talado en una de las colinas en tierra firme para plantarlo en el centro del patio de la casa dé mis padres. Estaba allí para la fiesta anual de la Caída del Agua, cuando honrábamos a las montañas que rodeaban nuestro valle, por los negros nubarrones que se amontonaban en las cumbres, y a los otros dioses que traían la lluvia, como Quetzalcoatl Ehectal, señor del Viento, y Chalcihuitlicue. Entonces recordé que aquella noche y el día siguiente serían el momento culminante de la fiesta. El tronco estaría cubierto con banderolas hechas de papel y ofrendas para los dioses. Habría una vigilia, seguida de un festín. La mayoría de los miembros de mi familia estarían presentes, y a la mañana siguiente acudiría un gran número de invitados. Esta era una de nuestras mejores fiestas, sobre todo si podías permitirte celebrarla por todo lo alto. Por la mañana habría comida y bebida en abundancia, e incluso vino sagrado, algo que en cualquier otro momento los plebeyos tenían prohibido tomar.
Organizar todo aquello llevaba mucho trabajo, y no era barato. Estaba seguro de que mi madre afirmaría que lo hacía por la pierna enferma de mi padre. Era particularmente importante para los cojos aplacar a los dioses de la montaña. Sin embargo, que ninguno de sus vecinos pudiera permitirse algo parecido también tenía mucho que ver.
– Amarra la canoa en aquel embarcadero -le indiqué a Manitas.
– A tu gente no le va nada mal -comentó mi compañero mientras seguía mis indicaciones-. Nosotros no podemos permitirnos tener nuestro propio poste, y menos cuando te obliga no solo a dar de comer y beber a los invitados sino también a los cantantes y a los músicos. Siempre vamos a casa de algún vecino. -Había cierta nostalgia en su voz; sin duda se debía a que se perdería los festejos del día siguiente.
– Todo esto es gracias a mi hermano. León le da a mi madre todo lo que necesita para montar este jolgorio, aunque después ella se pasa el resto del año quejándose del trabajo que da.
Oí a mi familia antes de verla. No éramos muchos -mis padres y sus hijos mayores, cinco sin contarme a mí, mis sobrinos y sobrinas- pero los reunías a todos dentro de los muros de un patio pequeño y sonaban como un día muy concurrido en el mercado de Tlatelolco.
– Mañana será mucho peor, en cuanto lleguen los invitados -le aseguré a Manitas.
– No lo dudo. ¿A qué estamos esperando?
Todavía estábamos en el embarcadero, a un lado de la entrada, de forma tal que no nos veían desde el patio. Simulé inspeccionar una grieta imaginaria en el revoque acabado de encalar en la pared que se encontraba a mi lado, mientras pensaba en la pregunta de Manitas. ¿Por qué vacilaba?
En la anterior visita, mi padre y mis hermanos, excepto León, habían estado ausentes. Todos los plebeyos, a excepción de los esclavos, cuyo tiempo pertenecía a sus amos, debían trabajar para el distrito o la ciudad, y había sido su turno. Sin embargo, seguramente ya habían acabado con su servicio comunitario, y era lógico esperar que estuvieran aquí.
Habían pasado muchos años desde que mi padre y yo podíamos encontrarnos sin llegar prácticamente a las manos. Ambos teníamos demasiados resentimientos para hacer las paces. Él lamentaba lo que había pagado para conseguir que me admitieran en la Casa de los Sacerdotes, un dinero perdido cuando me expulsaron. Por mi parte, lo culpaba por las humillaciones y los insultos de que había sido objeto en mi casa por haber fracasado en una manera de vida que no había escogido pero que habían aprendido a amar, y la amargura y el rencor que me había producido el fracaso.
Sin duda ese era el motivo, me dije, poco dispuesto a ahondar en una explicación alternativa: que cuando cruzara la entrada, sería para decir adiós para siempre. Incluso si trataba de salvar la vida -si, pongamos por caso, me marchaba en la canoa de mi amo hasta la orilla del lago y abandonaba el valle-, nunca más podría volver aquí.
– Nada -murmuré-. Supongo que lo mejor será entrar.
La decisión de que había llegado el momento de enfrentarme con mi familia fue interrumpida por una voz aguda pero fuerte.
– ¿Quién eres?
Miré a mi alrededor, sorprendido.
– ¿Quién ha dicho eso? -La voz parecía haber venido de ninguna parte.
– ¡Yo!
– Intenta mirar abajo, Yaotl -aconsejó Manitas-. Se ve que no estás acostumbrado a los niños. -Se agachó a mi lado-. Hola, ¿cómo te llamas?
Calculé que el recién llegado tendría unos tres años. Iba desnudo excepto por una capa corta que apenas le cubría las nalgas. No hizo caso de Manitas, pero me miró con curiosidad mientras se chupaba el pulgar.
– ¿Qué te has hecho en la cara? -preguntó.
Abrí la boca, pero la cerré de nuevo porque no se me ocurría ninguna respuesta sensata. Miré a Manitas, que se estaba levantando, para que me sacara del aprieto.
– Se cayó de morros -dijo el plebeyo.
Al chiquillo le pareció muy divertido. Comenzó a reírse.
– Parece que no le caes mal -añadió Manitas-. ¿Es uno de tus sobrinos?
– Es posible, o incluso un sobrino nieto.
– Su nombre es Quiauhtli -dijo una gélida voz femenina-. Quiauhtli, este es tu tío abuelo Yaotl. ¿Qué estás haciendo aquí? -me preguntó-. Es inútil que vengas a pedir comida; ya sabes que el ayuno no termina hasta mañana. -Con un tono un poco más amable, añadió-: ¿Quién es tu amigo?
Mi hermana mayor Quetzalchalchihuitl, «Jade Precioso», había venido a buscar al niño. Observé, divertido, que debía de haber salido del patio corriendo. Era evidente que se estaba lavando el pelo, ya que lo tenía pegado a la cabeza y le chorreaba; también se le había mojado la camisa, que debía de haberse puesto a toda prisa.
– Hola, Jade -saludé con voz cansada-. Te presento a mi amigo Manitas. Trabaja para mi amo. ¿No tendrías que hacer ayuno y abstinencia antes de la fiesta? ¿Cómo es que te has lavado el pelo?
Las familias que tenían los medios y el deseo de plantar un poste y hacer ofrendas en la fiesta de la Caída del Agua también se comprometían a seguir un período de ayuno y abstinencia durante los cuatro días previos. Durante ese tiempo estaba permitido lavarse la cara y el cuello, pero nada más, y no se permitía el jabón.
Mi hermana me miró como si acabara de preguntarle por qué las tortugas no podían volar.
– Porque obviamente mañana no tendré tiempo de hacerlo antes de que lleguen los invitados -respondió escuetamente, antes de volver su atención hacia mi compañero. La recatada inclinación de la cabeza disimulaba el rubor que oscurecía su rostro y el brillo en sus ojos mientras lo saludaba formalmente-. Has recorrido un largo camino y estás cansado. Por favor, entra y descansa. Lamento que no podamos ofrecerte nada de comer…
Noté que una involuntaria sonrisa aparecía en mi rostro mientras pasaba cautelosamente junto a mi hermana y al pequeño que ahora se cogía a su falda.
– Lo dejo en tus manos -dije, sabiendo que estarían seguros, jade hacía todo lo posible por disimular su edad, pero no podría hacerlo por mucho tiempo con un nieto a su lado. Además, el marido de Jade, Amaxtli, estaría en algún lugar de la casa, y estaba seguro de que Manitas preferiría arrojarse de cabeza al canal antes de tener que soportar la furia de Citlalli si no se comportaba con corrección.
– ¡No puede ser que ya hayan llegado los músicos! ¡Es demasiado temprano! El sol todavía no se ha puesto. ¿Dónde se ha metido Jade? Uno de vosotros debería… ¡Tlacazolli, deja de mirar el poste como un idiota y ve a buscar a tu padre! ¿Ya están preparadas las cintas? Neuctli, las cintas. Te he dicho que… oh. -La mujer no dejaba de mover la cabeza a un lado y a otro mientras daba órdenes a sus hijos como si fuesen unos chiquillos. Por fin hizo una pausa; sus ojos claros se entrecerraron al ver la figura del hombre que había aparecido en su patio y su voz adquirió un tono nasal donde se mezclaban el desencanto, el enfado y algo parecido a la resignación-. Eres tú.
– Hola, madre.
– ¿Que estás haciendo aquí?
La devoción de mi madre era más profunda que la de mi hermana mayor; o quizá era que aún no había tenido tiempo de asearse. Vestía una camisa y una falda sencillas de tela de maguey sin teñir, y aunque llevaba los cabellos grises peinados como correspondía a una respetable matrona azteca, en dos largas trenzas que se levantaban por encima de la frente como cuernos, la falta de brillo me confirmó que no se había lavado el pelo en varios días.
– Bueno, soy tu hijo -respondí en tono de reproche.
– Supongo. -Exhaló un sonoro suspiro-. No te esperaba. Creía que era alguien de la Casa del Canto. Como estamos en período de ayuno y abstinencia, no tendré que preocuparme de alimentar una boca más. No sé qué dirá tu padre.
Miró por encima del hombro a mi hermano Tlacazolli, «Glotón», que se movía por el patio siguiendo sus órdenes. Por un momento creí que lo llamaría antes de que llegara a la habitación donde evidentemente se encontraba mi padre, pero ya era demasiado tarde. Mis padres habían dado el nombre de Glotón al mayor de mis dos hermanos pequeños con motivo, y su velocidad se ajustaba a su tamaño. Si tenía un buen día era capaz de superar a un caracol, siempre que consiguiera no quedarse dormido antes de llegar a la meta, pero había conseguido atravesar el patio y ahora mismo cruzaba la entrada para transmitir la llamada de mi madre. Inquieto, miré en la misma dirección que mi madre.
– ¿Cómo está papá?
– Como siempre -respondió brevemente-. Has venido por la vigilia, ¿verdad?
– Así es.
Aproveché la oportunidad para echar una ojeada al patio. Apiladas junto al poste que lo dominaba estaban la leña y las astillas que mantendrían la casa caliente durante las largas noches de invierno, y delante de la hoguera, dispuestos en un círculo formado por diminutas esteras de junco, estaban los muñecos que serían el centro de atención de la vigilia y la fiesta del día siguiente.
– Menudo trabajo te has tomado -comenté-. Por lo que veo, los tienes todos.
– No falta ninguno. -Mi madre no pudo disimular el orgullo mientras recitaba los nombres de cada muñeco-. Popocatepetl, íztaccihuatl, Tláloc, Yoaltecatl, Quauhtepctl, Cocotl, Yiauhqueme, Tepetzintli, luixachtecatl, que son los de las montañas, y después están Xiuhtccuhtli, Chicomecoatl, Chalchihuitlicue y Ehecatl. Pensé en todo el esfuerzo que ella y mis hermanas habían dedicado a estas figuras, a las imágenes de las montañas que rodeaban la ciudad y a los dioses que la protegían; estaban hechas con una masa de semillas de amaranto con cuentas que imitaban los ojos y semillas de calabaza para los dientes. Por supuesto, era una fantástica excusa para sentarse todas juntas y cotillear. También era un cambio agradable, en la rutina de tejer, preparar tortillas y machacar corteza para fabricar papel, pero de todas formas su trabajo era admirable. Se me acercó una de las personas que se afanaban en el patio.
– ¿Yaotl?
Desconcertado, miré a una joven delgada y vivaracha, mientras intentaba descubrir quién era. Calculé que tendría unos veinte años, pero no recordaba a ninguna mujer de la familia que rondara esa edad. Jade era un año mayor que yo, y mi otra hermana era tan joven que cuando la vi por última vez aún no tenía edad para ingresar en la Casa de los Jóvenes, así que mi madre se ocupaba de enseñarle a cocinar y a hilar la fibra de maguey. Me volví hacia mi madre.
– ¿Neuctli? -pregunté, asombrado.
Su nombre significaba «Miel», y por lo que recordaba el nombre se ajustaba perfectamente al carácter de la pequeña. Ahora me sonrió dulcemente.
– No me habías reconocido, ¿verdad?
– No… no estabas aquí la última vez que vine -conseguí responder mientras continuaba mirándola como un pasmarote.
– ¿Por qué iba a estar?-exclamó mi madre-. Apareciste sin anunciarte tras no sé cuántos años. ¿Qué esperabas? ¿A toda la familia en fila para saludarte? ¡Tuviste suerte de que recordáramos tu nombre!
– Ahora he vuelto -respondí a la defensiva. Miré de nuevo a mi alrededor, y esta vez me concentré en mi familia. Reconocí a Amaxtli, el marido de Jade, un hombre bajo y fuerte que iba vestido con el taparrabos multicolor del guerrero que ha hecho un prisionero y con una capa bordada con escorpiones; estaba en cuclillas junto a la pared, rodeado por sus hijos. Arrodillada un poco más allá estaba la esposa de Glotón, Elehuiloni, una mujer poco agraciada con un bebé que lloraba en sus brazos y una expresión atribulada. Había otros niños de diversas edades correteando y gritando por el patio, pero era incapaz de decir de quién eran hijos porque no recordaba haber visto antes a ninguno de ellos. No vi a mi hermano menor, Copactecolotl, «Gavilán», aunque no era de extrañar; nunca lo encontraría en una casa donde se observara el ayuno, ya que en este se incluía abstenerse de mujeres, y por lo que recordaba, Gavilán jamás se avendría a ello. -Además, no tenía ninguna otra alternativa.
– ¡Pamplinas! Aquí tenías tu casa. Lo único que te pedí fue que fueras a vender papel al mercado, y no que te emborracharas con vino sagrado y acabaras en la cárcel.
– No tenía…
– En cualquier caso, no pienso discutir contigo. -Mi madre se apartó, y vi a mi padre, a unos cuatro pasos de distancia, que me miraba con los brazos cruzados y mostrando los dientes como un perro rabioso.
Parecía una versión más vieja y pesada de mi hermano mayor, León, más grueso de cintura y cuello, y con casi todo el pelo canoso, pero todavía fuerte y vigoroso. Llevaba con orgullo la capa naranja y el pelo peinado como un guerrero que ha hecho dos prisioneros. De haber tenido en el campo de batalla la misma fortuna que había tenido su primogénito, yo habría crecido como el hijo de un famoso plebeyo, no exactamente un gran señor o un noble, pero sí algo parecido, y mi precaria y en última instancia fracasada convivencia con los hijos de los nobles en la Casa de los Sacerdotes quizá hubiese sido muy distinta. El caso era que cada uno de nosotros había tenido que abrirse camino en el mundo por su cuenta, y si alguna vez me hubiese sentido tentado de echárselo en cara, habría bastado que mirara la blanca y dentada cicatriz dejada por la lanza que le había destrozado la rodilla izquierda para recordar que él era tan víctima de su destino como yo. Desafortunadamente no se lo tomaba con la misma filosofía que yo.
– Me dijeron que habías estado aquí. ¿Por qué has vuelto? ¿Has venido a pagarle a tu madre el papel que le robaste? Muy bien. Págale y vete. -Se inclinó hacia mí, apoyándose en la pierna buena-. Si lo que buscas es comida y un techo ya puedes marcharte. ¡Antes te echaría al canal, y no creas que mi rodilla me lo impediría!
Miré a mi madre. Mantenía la cabeza gacha; su rostro estaba cada vez más ruborizado, aunque no sabía si la causa era la vergüenza o el enfado.
– Todo lo que poseo es lo que llevo puesto -comencé a decir-. Siento mucho…
Mi padre casi se desplomó sobre mí, cuando se acercó tambaleante y comenzó a pegarme en el pecho con las dos manos. Sorprendido, retrocedí, y a punto estuve de perder el equilibrio. El viejo me siguió mientras gritaba:
– ¿Lo sientes? ¡Maldito inútil, mentiroso, borracho, ladrón, putero, no vales ni una mierda de perro!
– ¡Mihmatcatlacatl! -le gritó mi madre, en tono de reproche.
Él no le hizo caso. Me golpeó de nuevo, pero esta vez fue un puñetazo de verdad, dirigido contra mi hombro con toda la fuerza de su musculoso brazo derecho y con la potencia de una década de rencor; de pronto me vi en el suelo enredado en la capa.
– ¡Cómo te atreves a aparecer por aquí! ¡Yo te daré «lo siento»! ¡Si supieras todo lo que tuve que sacrificar por ti!
Hizo el gesto de darme un puntapié entre mis piernas abiertas. Afortunadamente, dar puntapiés no era uno de sus fuertes. Su rodilla herida cedió y por un momento se tambaleó, cosa que aproveché para rodar sobre mí mismo y levantarme apoyándome en las manos y las rodillas.
Escapé a gatas. Un pequeño círculo de espectadores, compuesto principalmente por mis sobrinas y sobrinos, se había reunido a nuestro alrededor, y me dirigí hacia él. Me alcanzó antes de que llegara. Sujetó el dobladillo de mi capa y comenzó a tirar hasta que oí cómo se rasgaba la tela.
– ¡Vuelve aquí, cobarde! ¡Todavía no he acabado contigo!
Solté la capa. Conseguí deshacer el nudo con una mano y me ayudé a ponerme de pie con la otra. Me volví rápidamente, a tiempo para ver cómo mi padre caía de culo en el suelo y chillaba de rabia con la capa en una mano.
Mi madre lo llamó de nuevo por su nombre y corrió en su ayuda. A mí me dirigió una mirada de reproche.
– ¡Apártalo de mí! -El viejo se echó a llorar-. ¡No soporto verlo aquí! ¡Échalo de una vez!
Lo miré y lo escuché, desconcertado.
– No te entiendo -protesté-. Ni siquiera permites que te diga por qué estoy aquí.
– Probablemente me busca a mí.
La voz del recién llegado tenía un tono de seguridad que conocía muy bien. Me volví en el momento en que cruzaba el círculo de espectadores. El dobladillo rojo de su magnífica capa de algodón amarillo flotaba alrededor de sus pies y las cintas blancas sujetas en la nuca se ondulaban a cada paso. Los largos cordones de las sandalias golpeaban el suelo como látigos mientras caminaba.
El Guardián de la Orilla se detuvo para observar la escena que tenía delante; una sonrisa resabiada apareció en su rostro mientras miraba cómo mi madre ayudaba a mi padre a levantarse y yo me frotaba el hombro dolorido.
– Por lo que parece he llegado a tiempo. ¡Veo que finalmente vosotros dos os habéis encontrado!
– ¡León! -Mi padre cojeó hacia mi hermano con los brazos extendidos y un brillo de alegría en sus ojos-. ¡No sabía que vendrías! ¿Has venido para la fiesta?
La reacción a la llegada de mi hermano no podía ser más distinta a la de la mía. Mientras se abrazaban y se daban grandes palmadas en la espalda, miré a mi alrededor. Los chiquillos y sus padres volvieron a sentarse junto a las paredes del patio. Entre ellos vi a Manitas, con cara de vergüenza. Rogué para que mi hermana mayor no lo hubiese molestado demasiado.
– No puedo quedarme. Lo siento -respondió León, cuando consiguió separarse de mi padre-. Me necesitan en casa. -La familia de León vivía en un casa cerca del centro de la ciudad, y si preparaban una fiesta tendría su propio poste en el más grande de sus patios-. He venido a buscar a Yaotl. -Me miró.
– ¿Cómo sabías que estaba aquí? -pregunté, receloso.
– Por casualidad. Ese escorpión que tu amo tiene como mayordomo dijo que te habías marchado, aunque afirmó no saber adonde habías ido. Así que se me ocurrió venir aquí primero. Es donde te encontré la vez anterior, ¿recuerdas? ¡Por lo visto estas visitas se están convirtiendo en una costumbre!
Mi padre me miró con una expresión de repugnancia.
– Pues ya lo has encontrado -afirmó con brusquedad-. Ahora hazme el favor de llevártelo de aquí.
Solté un gemido, ya que estaba a punto de convertirme en el culpable de que mi hermano no pudiera quedarse.
– Escucha -comencé-, solo quería decir…
– Muy bien, nos vamos -me interrumpió León en tono enérgico-. No olvides la capa. -Se volvió hacia mi madre-. Lo siento. El deber nos llama, pero os lo devolveré más tarde.
Mi madre no dijo palabra. Mi padre se me acercó y luego miró a mi hermano.
– ¿Lo devolverás aquí? Ni hablar. ¡No quiero volver a verlo!
León ya se dirigía hacia la salida, entre los chiquillos que intentaban tocar el dobladillo de la capa de su tío, el héroe. Se detuvo y nos miró.
– Os lo devolveré -repitió fríamente-. Lo que después hagas con él es cosa tuya. Pero me parece que vosotros dos tenéis algunos problemas pendientes y no quiero interferir.
Salió del patio, acompañado por los chasquidos de los cordones de las sandalias.
Miré a mis padres. Mi madre me devolvió la mirada. Su rostro parecía tallado en piedra. Mi padre miraba con nostalgia la puerta por donde había salido su hijo favorito.
– ¿Qué? -acabó por preguntar mi madre, con la voz quebrada.
– Ya has oído lo que ha dicho, madre. Tengo que irme. -Me volví.
– ¿Quieres la capa?
– No -le contesté sin volverme-. Quédatela. ¡En pago por el papel!
Dejé a Manitas con mi familia. Si mi padre le perdonaba que pudiera ser amigo mío, estaba seguro de que harían que se sintiera bienvenido.
Corrí hacia el canal y alcancé a León en el momento en que se disponía a embarcar en una canoa. Había tres, amarradas en fila: una para León y para mí, y dos para su escolta de fornidos guerreros.
– La experiencia me ha enseñado que debo estar preparado para todo cuando se trata de alguno de tus embrollos -me dijo-. ¡Ahora sube de una vez!
– ¿No vas a decirme adonde vamos?
– Te lo diré en cuanto estés en la canoa. -Para entonces, por supuesto, ya no podría largarme. Sin hacer caso de mi recelo, me embarqué en la canoa. Era eso o volver a casa y dejar que el viejo me diera una paliza-. Debo admitirlo, Yaotl -añadió mi hermano, mientras se acomodaba a mi lado-, cuando te metes en algún lío, lo haces a lo grande. Después de todo, si vas a cabrear a la gente, ¿por qué no ir directamente a la cumbre?
– ¿Se puede saber de qué hablas?
– ¿No lo adivinas? -Se rió-. Es la segunda vez en pocos días que has conseguido algo que la mayoría de la gente no consigue ni una sola vez en toda su vida. -Se inclinó hacia mí para murmurarme cerca del oído en tono confidencial-: ¡Tienes una audiencia privada con el mismísimo emperador!
Anochecía. Los canales y las calles a nuestro alrededor estaban prácticamente vacías. Había acabado la actividad en los comercios, mercados, cortes, palacios y templos. La gente había regresado a sus casas y aún era demasiado temprano para que los comerciantes iniciaran sus actividades nocturnas, o los invitados estuvieran de camino a los bailes y festines que solían comenzar a medianoche. Se habían apagado los toques de trompeta que anunciaban el ocaso y solo se oía el chapoteo del agua contra nuestras tres canoas.
– Mi hora preferida del día -comentó León.
– También es la mía -afirmé-. Cuando era sacerdote me gustaba ver cómo el sol se ocultaba detrás de las montañas. Algunas veces me tocaba cuidarme del fuego en el templo de la pirámide de Tezcatlipoca, e incluso cuando no tenía que hacerlo, subía para disfrutar de la vista. Había veces en que toda la superficie del lago brillaba como una lámina de oro.
– ¿De qué hablas? -Mi hermano me miró, desconcertado-. A mí lo que me gusta es que los canales están desiertos y no tengo que aguantar que los desconocidos me aborden continuamente.
– ¿Qué quiere el emperador?
– No lo sé, aunque imagino que está relacionado con lo que has estado haciendo en Tlatelolco. ¿Vas a contármelo?
Escuchó mi relato en absoluto silencio. Era difícil ver su expresión en la penumbra, pero me pareció que fruncía el entrecejo a medida que me acercaba al final de la historia.
– ¿Qué fue exactamente lo que te pasó anoche en casa de Flacucho?
– No estoy muy seguro -confesé-. En un primer momento creí que solo era un sueño provocado por las semillas de dondiego de día, pero ahora… bueno, algo de todo aquello tuvo que pasar realmente. Me refiero a que allí había una mujer. He encontrado pruebas cuando he despertado esta mañana. Además he visto los trozos cortados de las cuerdas que me sujetaban. Pero no sé nada más.
– Yo nunca tengo sueños como ese -comentó mi hermano con pesar-. De todos modos, si me estás diciendo que solo ha sido otra de esas ocasiones en las que eres incapaz de quedarte con el taparrabos puesto, estoy dispuesto a creerte.
– ¡Eso no es justo! -protesté-. ¡Me habían drogado!
– Eso es lo que dices. No obstante, ahora mismo -manifestó León con seriedad-, tu problema más grave es que el viejo Plumas Negras quiere descuartizar a Espabilado. Tienes de plazo hasta mañana para entregárselo, y si no lo haces correrás la misma suerte, pero no tienes ni la menor idea de dónde puede estar.
– Creía que si daba con el atavío, también daría con él. Eso fue lo que me dijo Bondadoso.
La mención del viejo comerciante provocó un bufido de desprecio de mi hermano.
– ¡Por lo poco que sé de Bondadoso, yo no le daría mucho crédito! -Exhaló un suspiro-. En lo que se refiere a tu amo… no sé qué decirte, hermano. Sabes que haré todo lo posible. -Le creí. En otro momento, no hacía demasiado, no me habría sorprendido verlo entre el público asistente a mi ejecución, feliz y contento de mi destino, pero últimamente nos habían pasado muchas cosas-. ¡La verdad es que el viejo Plumas Negras no es precisamente amigo mío! El problema es que él es el primer ministro y yo solo soy un oficial. Mientras el emperador le deje, es muy libre de hacer su voluntad. -Se rascó la barbilla pensativamente-. Probablemente podría evitar que cometiera un acto ilegal. Incluso para un hombre de su posición sería bastante embarazoso que el Guardián de la Orilla empezara a preguntar qué había sido de su hermano, y él no pudiera dar ninguna explicación. Sin embargo, está en su derecho de amonestarte, sobre todo cuando te has fugado dos veces; no hay poder en México que pueda impedírselo. Tú y yo sabemos muy bien qué pasará si ocurre una tercera vez.
En la entrada del palacio de Moctezuma nos dijeron que fuéramos a la casa de las fieras.
El emperador compartía aquel amplio complejo, que era su residencia cuando estaba en México, con muchas otras criaturas, tanto humanas como animales; de algunas de ellas incluso se podía decir que estaban a medio camino de las dos.
Lo habitual era que Moctezuma hospedara en su casa a un número de sirvientes e invitados de muy diversos rangos, desde el emperador de Tetzcoco hasta los nuevos integrantes de los guerreros Águila, que casi formaban un pequeño ejército. Aproximadamente trescientas personas tenían la única misión de ocuparse de un selecto grupo de residentes: las fieras y las aves. Allí, en jaulas que en muchos casos eran más grandes que la mayoría de casas de México, el emperador tenía ejemplares de todas las especies de animales y pájaros conocidos. Todo lo que tuviera plumas, desde las águilas y los buitres hasta los pinzones y gorriones, tenían una rama donde posarse. Había estanques para los patos y los flamencos de brillantes colores, árboles cargados de frutos para que picotearan las cacatúas y los tucanes, y aguacates para hacer felices a los resplandecientes quetzales y conseguir que desarrollaran sus largas y magníficas plumas verdes de la cola. Era mejor no pensar en lo que comían las águilas y los buitres, pero probablemente era lo mismo que comían los jaguares, los pumas, los osos y los coyotes, que vivían en otra zona del recinto con otros pequeños carnívoros como los zorros y los ocelotes. La dieta incluía carne humana: los cuerpos de las víctimas de los sacrificios.
También había serpientes, que vivían en recipientes forrados con plumas para que pudieran poner los huevos sin romperlos.
– Ahora ya puedes adivinar adonde vamos -señaló mi hermano-. ¡Se los oye con toda claridad!
Los pájaros trinaban, graznaban o chillaban; los jaguares y sus primos rugían y aullaban; y podía imaginar, aunque aún no lo oía, el siseo de las serpientes.
No todos los ejemplares emitían sonidos. No se oía ningún ruido hecho por los humanos. En otra zona estaban los ejemplares más curiosos: hombres y mujeres que habían nacido con más dedos en las manos o en los pies, con las articulaciones al revés, sin ojos o cualquier otra deformidad que los hacía especiales y en la que se habían fijado los dioses para divertirse.
– Espero que el emperador no esté mirando a los hermanos unidos por las caderas -dijo León en tono lúgubre-. No me importa admitir que me inquietan. Los mellizos ya son de mal agüero, pero esos… – Se estremeció.
– Esta noche no, mi señor -le aseguró nuestra escolta-. Está con su nuevo huésped. Por aquí, por favor. -Los rugidos que llegaban desde la zona de los grandes felinos eran cada vez más fuertes, y ahora los acompañaba un hedor insoportable, una mezcla entre el olor de un templo después de haber embadurnado los postes de las puertas con la sangre de una víctima, y el de una perrera.
– Tendrás que cambiarte la capa aquí, mi señor -añadió el guía. Yo no contaba, pero mi hermano no podía presentarse ante Moctezuma vestido con su fina capa de algodón y sus sandalias. Como yo no tenía capa ni sandalias, sencillamente esperé a que reapareciera, descalzo y cubierto con una vieja y remendada capa de maguey que apenas le llegaba un poco por encima de las rodillas.
– No quiero saber qué le pasó a la última persona que se la puso -murmuró, mientras esperábamos que nos hicieran pasar-. ¡Solo espero que su final fuera rápido!
Algo se movía en mi estómago. Intenté controlarlo. La última vez que había estado en presencia del emperador, me habían amenazado con la muerte.
Nuestro acompañante nos indicó con un gesto que ya podíamos pasar.
– ¡Recordad, no es os ocurra mirarlo a la cara! -susurró.
Entre nosotros y la habitación donde esperaba Moctezuma había un único guardia, un rapado, un guerrero de élite que tapaba la entrada y obstruía totalmente la visión porque él y la entrada eran del mismo tamaño. Se apartó mientras anunciaba con un murmullo:
– ¡El Guardián de la Orilla y un esclavo, mi señor!
Mientras me prosternaba en el suelo, me pregunté por qué había hecho el anuncio en una voz casi inaudible.
Con el rabillo del ojo vi que la habitación daba directamente a un jardín. La débil luz del atardecer entraba por una gran abertura y trazaba en el suelo un dibujo cuadriculado que me intrigó hasta que descubrí qué era: la abertura al jardín tenía una reja. No sabía a qué impedía la entrada, pero me pareció oír un rumor entre las hojas en el exterior.
Moctezuma el Joven estaba sentado delante de la abertura y miraba hacia el jardín. La mayor parte de su cuerpo quedaba oculta por el respaldo de la silla de mimbre que habían colocado allí para él; y apenas se veía una sombra irregular contra el débil resplandor del jardín. Sin embargo, la luz allí donde tocaba su rostro, de facciones delicadas y con una perilla muy bien recortada, y la mano apoyada en el brazo de la silla más cercano a mí, lo perfilaba de forma espectral, como si un hilo de plata siguiera el trazo.
Había un hombre de pie a un lado y un poco más atrás que la silla. Me dije que debía de ser el intérprete, porque Moctezuma no solía hablar directamente con nadie excepto con sus súbditos más destacados.
Me sobresalté al oír la voz de mi hermano, que pronunciaba el saludo de rigor.
– ¡Mi señor! ¡Oh, mi señor! ¡Mi gran señor!
Las palabras de mi hermano fueron seguidas por un silencio absoluto. Incluso cesó el rumor en el jardín.
Luego se oyó el murmullo de Moctezuma. No estaba seguro de que hubiese dicho alguna palabra, pero el significado debía de ser lo bastante claro como para que el intérprete se volviera hacia nosotros y dijera:
– ¡El emperador dice que te calles!
Oí el ruido que hizo León al tragar saliva.
Me arrodillé, aplasté el rostro contra el suelo y me pregunté si podría disminuir el ruido de mi respiración haciéndolo solo por un orificio de la nariz; entonces, un débil crujido de la silla del emperador me dijo que este se había relajado un poco. Al cabo de un momento creí oír de nuevo el mismo rumor de antes. Ahora sonaba un poco más fuerte, más confiado, como si fuera lo que fuese lo que hacía hubiese decidido mostrarse en lugar de moverse cautelosamente en la espesura.
– Ah. -No había duda de que era de la voz del emperador. Sonaba satisfecha, y sentí un alivio tan profundo que me arriesgué a espiar qué estaba sucediendo en el jardín. Tardé un momento en verlo-. Aquí llega.
Torcí el cuello en una posición forzada, de tal modo que pudiera mirar sin correr el riesgo de cruzarme con la mirada de Moctezuma si por azar este se volvía.
El jardín tenía el aspecto de no haber sido cuidado en años. Las plantas crecían en un desorden total, excepto un pequeño espacio delante mismo de los barrotes donde solo había media docena de árboles artísticamente colocados. Estaban tan apiñados que, si alguien quisiera limpiar la maleza, tendría que hacerlo provocando un incendio. Sin embargo, lo importante no eran las plantas ni la decoración. Había algo más, algo que apenas alcanzaba a distinguir: era una silueta pálida que estaba entre los troncos y la hojarasca, más allá del claro.
Se movía; pude ver una forma blanca alargada que se deslizaba por el suelo con tanta suavidad que la confundí con una serpiente, hasta que vi que se movía sobre unas patas. Adelantaba una pata cada vez, y esperaba hasta haber apoyado la zarpa lenta y silenciosamente en el suelo antes de levantar la otra; las patas traseras las mantenía recogidas y tensas como un arco, de forma que mantenía el cuerpo muy pegado al suelo pero sin rozarlo. Estaba acechando algo. Tenía sus orejas triangulares muy erguidas y los ojos, extrañamente pálidos contra el rostro blanco, estaban muy abiertos.
Solo vi a la presa en el momento de su muerte.
Era un perro pequeño. Los guardianes lo habían atado a una larga cuerda sujeta a una estaca en mitad del claro, aunque no era necesario. Se trataba de una de aquellas pequeñas y rechonchas criaturas sin pelo que comíamos, nacidas y criadas para acabar en la cazuela; cualquier instinto de supervivencia, de escapar o de defender su vida, había desaparecido hacía muchísimas generaciones. No tuvo la menor idea de qué le esperaba hasta que el jaguar saltó.
La criatura se convirtió en un relámpago blanco. Solo cuando las enormes garras se cerraron alrededor del perro, la víctima reaccionó. El pobre animal soltó un único ladrido y saltó para escapar, pero la cuerda se tensó al máximo, lo frenó cruelmente y volvió a echarlo al suelo. Antes de que llegara a tocarlo, una zarpa lo golpeó en el aire con tanta fuerza que lo lanzó de lado y le partió el cuello.
La gigantesca cabeza se inclinó para recoger su comida. La sostuvo en alto y por un momento aquellos extraños ojos claros miraron directamente a los del emperador. Parecía que supiera que era la única criatura en México que podía hacer aquello y salvar la vida.
Profirió un gruñido sorprendentemente suave. Sacudió al perro una vez y lo dejó caer con desprecio.
Cuando comenzó a devorarlo, oí un largo suspiro del hombre que estaba en la silla.
– Podéis mirar -anunció el intérprete, solemnemente-. Quizá nunca volveréis a verlo.
No hacía falta que me autorizaran a mirar al animal. Escuché la exhalación de mi hermano. Supuse que llevaba rato conteniendo la respiración. Luego oímos de nuevo la voz del emperador.
– Un jaguar blanco. Una criatura perfecta. La más noble de las bestias, y del color del este, la dirección de la luz y la vida.
– Es un animal hermoso, mi señor -se aventuró a decir mi hermano.
Hubo una pausa. Moctezuma murmuró algo y el intérprete nos lo transmitió.
– Así es. Vienen de un territorio próximo a Cuetlaxtlan, cerca de la costa del mar Divino. Cuando el gran señor Tlacael el, el padre de tu amo, Yaotl, era primer ministro, le divertía imponer a los habitantes de aquella ciudad que se habían rebelado contra nosotros el castigo de pagar el tributo con pieles de jaguar blanco en lugar de moteadas. Pensaba que estarían tan ocupados buscándolas que no les quedaría tiempo para organizar otra revuelta. -Se oyeron más murmullos desde la silla-. Les dije que les reduciría parte del tributo anual si me conseguían un ejemplar vivo. ¡Y aquí está!
Oír mi nombre en labios del emperador, o al menos en los de su intérprete, me sorprendió tanto que no pude callarme.
– Mi señor, ¿por qué nos has mostrado esto?
Siguió otra larga pausa, durante la cual la figura sentada en la silla no se movió en absoluto. Por fin habló de nuevo; el intérprete comenzó a transmitir sus palabras antes de que acabara su parlamento.
– El jaguar blanco es sin duda el emperador de todas las bestias. No teme a nada ni a nadie, y no hay nada comparable a él. ¡Sin embargo es casi ciego! Si lo vierais durante el día comprobarías que tiene los ojos rosados. No soporta el sol, y solo sale de noche. Podría haberte matado con la misma facilidad que a ese perro, Yaotl. Lo sabes. También a tu famoso hermano. No tengo más que ordenarlo y ambos estaríais muertos en un instante. Pero el poder, sin comprensión, sin saber qué pasará, ¿de qué sirve? ¡Soy tan ciego como el jaguar blanco, que a pesar de toda su fuerza estaría muerto si no lo hubiesen capturado recién nacido para traerlo aquí!
De nuevo reinó el silencio, y esta vez fui yo quien lo rompió.
– Mi señor, ¿qué quieres?
Moctezuma y su intérprete no dijeron nada. El emperador parecía absorto observando a su mascota favorita mientras devoraba su comida. Solo cuando los gruñidos de satisfacción y el ruido de los dientes disminuyó, volvió a murmurar. Lo que dijo fue tan ininteligible como siempre, aunque hubo una palabra que oí con claridad: Flacucho.
– Anoche -dijo el intérprete-, un hombre llamado Flacucho, un plumajero, murió en el canal entre Pochtlan y Amantlan. Esta mañana dos policías del distrito de Pochtlan te encontraron en su casa. Me han dicho que su canoa zozobró mientras te llevaban al palacio del gobernador de Tlatelolco y que aprovechaste la confusión para darte a la fuga.
No pude contenerme ante tal falsedad.
– ¡No escapé! ¡Me secuestraron!
Mi hermano gimió. El intérprete miró titubeante a la figura en la silla y después se inclinó hacia mí.
– Vuelve a interrumpirme -me dijo en tono confidencial- y es probable que acabes como el perro.
– Lo siento… -me disculpé. Había olvidado dónde me encontraba, pero al menos ahora sabía qué había ocurrido. Escudo había seguido al pie de la letra la recomendación del capitán.
– Ahora -prosiguió el intérprete-, el emperador quiere que le digas todo lo que sabes de Flacucho y su trabajo.
Les repetí la misma historia que les había contado a Erguido y a Escudo. Tardé bastante, porque no dejaba de vacilar, temeroso de que cualquier error o inconsistencia pudiera dar pie a una pregunta cuya respuesta pusiera al descubierto cuál era el verdadero motivo de mis andanzas en Tlatelolco. No quería que Moctezuma conociera la existencia de mi hijo. No tenía idea de lo que podía hacer si se enteraba, pero creía que Espabilado, allí donde estuviese, ya tendría bastantes problemas, sin necesidad de llamar la atención del emperador.
A medida que caía la oscuridad, incluso las voces de los animales y los pájaros se apagaron en la casa de fieras; aparte de mi voz, los únicos sonidos eran el suave rumor de las garras del leopardo que se alejaba de los restos del perro y un débil crujido cuando el emperador se acomodó en la silla.
Cuando acabé me preguntó, a través del intérprete, qué creía haber visto la noche que había ido a casa de Bondadoso y me había encontrado con la aparición de Quetzalcoatl.
– Vi a un hombre vestido con el atavío de un dios -manifesté muy seguro de mí mismo-. El vestido que llevaba había desaparecido de la casa de Bondadoso dos noches atrás, lo que coincide con la primera aparición.
– ¿Por qué se lo puso el ladrón?
– Era un buen disfraz. La mayoría de las personas que lo vieron echaron a correr despavoridas en lugar de enfrentarse a un ser al que tomaron por un dios.
El emperador y el intérprete ahora no eran más que unas sombras, y los murmullos de uno y la voz del otro eran difíciles de distinguir, porque parecían haberse fundido la una en la otra, como si los dos hombres compartieran una única voz. No tuve muy claro si fue la voz del emperador o la del intérprete la que me respondió.
– Estás equivocado. El ladrón se vistió con el atavío porque quería. El atavío de un dios tiene su propio poder. El hombre que lo viste adopta la forma del dios, y sus atributos. Se convierte en un dios.
Intenté recordar lo que Tartamudo, el aprendiz del plumajero en el templo de Amantlan, me había dicho. El atavío era como un ídolo, al que había que rezar y tratar con cuidado.
– Mi señor, ¿puedo preguntar si Flacucho hizo el atavío para ti?
Esta vez no me costó saber quién me respondió. La voz aguda del emperador era inconfundible.
– ¿Para que yo lo llevara? No. Pero por orden mía, sí.
Hubo una pausa, y luego se volvió a oír la voz del intérprete.
– Lo que ahora os diré no podéis repetirlo, ni siquiera entre las paredes de este palacio. Si lo hacéis, moriréis los dos, morirán vuestras familias, y sus casas, las de tus padres, y la tuya, León, serán demolidas. Cualquiera que pronuncie vuestros nombres será castigado con la muerte. Nadie en México guardará el menor recuerdo de vosotros. ¿Está claro?
A mí me pareció que estaba meridianamente claro. Miré a mi hermano, que no se había atrevido a levantar el rostro del suelo desde que había entrado. Le oí decir un «Sí» ahogado y me apresuré a repetirlo.
– Estáis enterados de los disturbios ocurridos en la ciudad en los últimos tiempos. Estáis enterados de los presagios. Algunos los he visto yo mismo: el fuego en el cielo, las aguas del lago que hervían y se desbordaban en un día en que el aire estaba en calma, el templo que se incendió sin ningún motivo aparente, los hombres… -Tanto el emperador como el intérprete parecieron titubear en este punto-. Los hombres pálidos montados a lomos de venados que vi en una visión. Sabéis que esos hombres existen.
Había oído esos rumores, algunos de ellos de boca del propio emperador, la última vez que había estado en su presencia. De las tierras de los mayas en la costa oriental del mar Divino habían llegado informes de unos extraños y siniestros acontecimientos: la aparición de criaturas que parecían hombres, con la piel clara y pelo en el rostro, acompañados por unos monstruos de cuatro patas aún más temibles y unos perros enormes y salvajes que eran como coyotes amaestrados. También estaba al corriente de las historias que habían precedido a su llegada: los relatos de hechos ocurridos en las islas del mar Divino, de cómo sus gentes habían sido perseguidas y esclavizadas por los hombres pálidos o cómo habían caído víctimas de horribles enfermedades desconocidas que habían traído con ellos. Incluso había visto algunas cosas de la magia de aquellos desconocidos, objetos que las olas habían arrastrado hasta la costa unos años atrás: una tela más delgada y más resistente que el mejor algodón y una maravillosa espada hecha de un metal más duro que el bronce.
– No sabemos qué o quiénes son estos hombres. No sabemos si son hombres. Quizá sean dioses. Hemos oído decir que uno de ellos es nuestro predecesor, Topiltzin Quetzalcoatl, el último rey de Tollan. Quetzalcoatl, que escapó de su reino hace centenares de años -añadió el intérprete para recalcar lo obvio: si el antiguo gobernante había regresado después de tanto tiempo, tenía que ser divino-. Debemos prepararnos para la posibilidad de que haya dioses entre esos desconocidos, o que sean emisarios de los dioses. Hemos dispuesto que se preparen regalos para ellos. Entre los regalos estaba el atavío que debía vestir al dios.
¡Así que la prenda había sido hecha para el propio Quetzalcoatl! No dije nada, pero ahora mi mente se adelantaba a las palabras del intérprete. Incluso mientras me explicaba las medidas adoptadas para mantener en secreto la confección del atavío y los otros regalos, yo buscaba una explicación a por qué se habían tomado tantas molestias, por qué me habían llevado allí, a la presencia del emperador, para hablar de una prenda perdida.
Si el emperador creía sinceramente que uno de aquellos extranjeros de piel clara y barbudos podía ser Topiltzin Quetzalcoatl, entonces sabía la implicación: que un poder superior al suyo, nada menos que el del rey de los toltecas, la raza semidivina de la que él decía descender, podría estar muy pronto entre nosotros. En ese caso su reinado se vería sometido al análisis de los extranjeros, que lo juzgarían y dictarían sentencia. Solo podía intentar imaginar cómo veía Moctezuma dicha perspectiva, pero no necesitaba ser un político para saber el menoscabo que el más leve rumor podía provocar en su autoridad, no solo en México sino por todo el imperio.
– Ordenamos que se hicieran otros atavíos -continuó el intérprete-. Las prendas de Tláloc y Tezcatlipoca se confeccionaron aquí, en nuestros propios talleres, y las costureras, las bordadoras, los lapidarios y los plumajeros que los confeccionaron, saben que si revelan el secreto les espera la muerte. Sin embargo, los palacios engendran rumores de la misma manera que los campos de batalla engendran moscas. No podíamos correr ese riesgo con el atavío de Quetzalcoatl. -Así que este era el mayor temor de Moctezuma: que se divulgara su convicción de que su antepasado podría aparecer para suplantarlo-. Le confiamos el trabajo al mejor plumajero de Amantlan.
– Mi señor, ¿no sabías que Flacucho no había hecho nada en años?
– ¡No hagas más preguntas, maldito idiota! -me susurró mi hermano.
El emperador, no obstante, se mostró dispuesto a responderme.
– Lo sabíamos. Lo entrevistamos personalmente. No podía negarse a nuestra orden, por supuesto. -Nadie cuerdo lo haría-. Creímos que era sincero. Nos habló de su visión del trabajo. Nos complació. Habló con elocuencia de su devoción a los dioses, y de su servidor en la tierra. -Con eso, Moctezuma se mencionaba a sí mismo. De haber estado en la posición de Flacucho, yo también hubiese empleado las mismas lisonjas, pero era desconcertante que un plumajero fracasado estuviese dispuesto a dar detalles de su proyecto como si quisiera aceptar el encargo. Mi asombro fue en aumento cuando el intérprete añadió que uno de los más altos consejeros del emperador había visitado al plumajero en dos ocasiones, en el máximo secreto, y que se había declarado satisfecho.
¿Qué le había pasado a Flacucho en su última etapa?
– Ahora el plumajero está muerto -continuó el intérprete-, y la prenda que le encargamos ha desaparecido. La ha vestido un ladrón, que ha adoptado la forma y el poder de un dios. ¿Es eso en sí mismo un augurio de lo que se nos avecina? -La pregunta flotó en el aire por un instante antes de que añadiera-: No tiene importancia. Hay que encontrar el atavío. ¡Tú lo encontrarás!
– ¡Mi señor! -exclamé contra el suelo-¿Por qué yo? ¿Cómo puedo yo…?
– ¡Silencio, esclavo!
Fue el emperador quien habló. Se decía que casi nunca alzaba la voz, pero esta vez lo hizo, y su sonoro grito se extendió por el jardín exterior.
Oí el crujido de la silla, cómo se levantaba, el chasquido de las sandalias contra el suelo mientras pasaba junto a la silla para acercarse y detenerse delante de nosotros. Aplasté la nariz contra el suelo y recé para mis adentros a Tezcatlipoca para que me salvara la vida.
– Te recuerdo que el atavío ya fue robado una vez. -Su voz volvió a ser el susurro habitual, y eso hizo que sus palabras sonaran más temibles-. Sea como sea, pasó a ser posesión de Bondadoso el comerciante, quien, según tú mismo has dicho, te pidió que lo recuperaras después de que se lo robaran. No sé qué te llevó a aceptar, pero no tiene importancia. Buscarás para mí lo que buscabas para Bondadoso. Encontrarás y me traerás el atavío. Lo harás para mañana. Si lo haces, quizá esté dispuesto a ser magnánimo.
Calló. Se prolongó el silencio, durante el cual fue consciente de su amenazadora presencia: el ser más poderoso del mundo miraba a un simple esclavo.
Decidí no abrir la boca, pero fue mi hermano quien soltó la única pregunta cuya respuesta no deseaba oír de labios del emperador.
– ¿Qué… qué pasará si no lo hace, mi señor?
– Entonces sufrirá la más lenta y la más terrible muerte que se nos ocurra.
León apenas me dirigió la palabra después de que el emperador nos despidiera. No podía reprochárselo. De haber estado en su lugar tampoco tenía claro qué hubiese hecho. Decir «¡Mira el lío en que te has metido!» parecía francamente insuficiente.
– Mis muchachos te llevarán a casa -dijo, y me señaló una de las canoas.
– Escucha un… -comencé a protestar.
– ¡Sube! -me interrumpió-. No sé cómo te las apañarás para encontrar el atavío del emperador. Tampoco sé cómo lo harás para encontrar a tu hijo. Pero no puedes hacer gran cosa hasta la mañana, así que ve con nuestros padres. Comparte la vigilia en su patio. -Vaciló antes de añadir con una voz que de pronto se volvió ronca-: Ambos sabemos que quizá sea la última visita que les hagas. Mañana haz lo que quieras, pero esta noche… -esbozó una sonrisa-, bueno, siempre puedes decirle a nuestro padre que, después de todo, no tendrá que matarte. Por lo que parece tu amo y el emperador están dispuestos a evitarle esa molestia.
Cuando la canoa llegó al embarcadero en la casa reinaba el silencio, pero no había nadie dormido. Mientras me acercaba, olí el humo de la hoguera, y al levantar la mirada, vi las chispas y las llamas que asomaban por encima del muro del patio.
De pronto un sonido sorprendentemente fuerte, un toque de trompeta, rompió el silencio. Al cabo de un instante, todo el vecindario pareció reverberar con el sonido de los cantos, acompañados por los tambores y las flautas. Había comenzado la vigilia.
Cruce la entrada y me encontré con una pequeña multitud en cuclillas o arrodillada alrededor de una hoguera. Los que se hallaban más cerca de mí no eran más que unas siluetas negras recortadas contra la luz de las llamas, pero vi que estaba toda mi familia, aparte de León y el errante Halcón. Mis sobrinos y sobrinas formaban solemnes y silenciosos grupos alrededor de sus padres. En cuanto a los míos, estaban sentados en el lado opuesto de la hoguera; la luz naranja del fuego alumbraba sus rostros. Ambos estaban en cuclillas juntos, pero separados por una distancia que era el testimonio de una discusión, y por la forma en que mi padre me miraba con los ojos brillantes y el entrecejo fruncido, me dije que probablemente yo había sido el tema de la disputa. Quizá mi madre le había dicho que por lo menos intentara soportarme durante una noche. Mi padre no habló, pero su mirada me siguió con recelo mientras me sentaba junto a Manitas.
A mi otro lado se encontraba un pequeño grupo de músicos y cantores de la Casa del Canto, que dirigía un joven sacerdote con una caracola.
Cautelosamente, y sin apartar los ojos del viejo rostro que me miraba con animosidad desde el otro lado de la hoguera, ocupé mi sitio dispuesto a unirme a la vigilia.
Sumé mi voz a las demás que cantaban un antiguo himno a Tláloc:
En México
tomamos los bienes de los dioses
entre banderas de papel
y en las cuatro zonas
los hombres están de pie
y también es su momento de llorar…
Miré al propio Tláloc, el dios de la lluvia, que también era una de las montañas que mi madre y hermanas habían modelado con la pasta de semillas de amaranto y habían colocado en su pequeña estera, entre sus compañeros divinos. Los dientes y los ojos brillaban como ascuas con la luz de las llamas y las prendas de papel confeccionadas por los sacerdotes resplandecían. Unas extrañas sombras se movían sobre el papel, las siluetas de sus instrumentos: el tambor, el sonajero hecho con una calabaza seca y el caparazón de tortuga que estaban en la estera. También tenía comida y bebida. Un plato de tamales en miniatura y un cuenco con vino sagrado. Era su primera y última comida, porque junto con todos los demás dioses y las montañas sagradas que lo rodeaban, estaba condenado a morir con la salida del sol.
Pero he sido formado
y por mi dios
con sangrientas flores de maíz
unas cuantas llevaré
al patio del dios…
– ¿Crees que lloverá? -me preguntó Manitas, entre una y otra estrofa.
Alcé la mirada. Las cintas de papel enganchadas en el poste se movían pesadamente con la corriente de aire caliente que se alzaba de la hoguera. No soplaba ni una gota de viento y era difícil saber si había nubes porque la luz y el humo de la hoguera impedían ver el cielo.
– No lo sé. Tampoco podemos quejarnos; este invierno ha sido muy generoso en lluvias.
Tú eres mi guerrero
un príncipe hechicero
y aunque es cierto
que tú haces nuestra comida
tú el primer hombre
ellos solo te avergüenzan…
Abrí la boca para la siguiente estrofa, pero la cerré en cuanto Manitas me habló de nuevo.
– Tengo algo para ti.
Inquieto, miré al joven sacerdote que tenía al otro lado. Esperaba ver su mirada de reproche por nuestra charla, pero parecía estar mucho más atento a no perderse en la interpretación del himno que a nuestra conducta.
– ¿Qué?
– Aquí lo tienes. No tengo ni remota idea de qué es. Lo trajo un esclavo poco después de que tú y León os marcharais.
– ¿El esclavo de quién? -pregunté, suspicaz. Cogí el objeto. Era un paquete, en una bolsa de tela como las que usaban los peones para llevar la comida al campo.
– No lo dijo. Habló con tu hermano, Glotón. Dijo que era para ti, y si tú no estabas había que entregárselo a León. Se marchó antes de que a Glotón se le ocurriera preguntarle quién lo enviaba.
– ¡Te creo!
– Tu padre quería abrirlo, pero tu madre me lo dio. Creyó que yo podría dárselo a… ¿Qué pasa? ¿No vas a abrirlo?
Sopesé el paquete en mi mano. Pesaba mucho para su tamaño. Noté algo muy duro a través de la tela. Cuando le di la vuelta vi por un instante algo muy brillante, algo que había reflejado el fulgor de las llamas.
Estaba afilado hasta tal punto que había hecho un corte en la tela como si quisiera escaparse.
El paquete, la hoguera, el sacerdote a un lado y el plebeyo en el otro se convirtieron de pronto en algo borroso. En ese momento era incapaz de decir si las lágrimas que nublaban mis ojos eran de alegría o de profunda tristeza.
– No es necesario -susurré-. Ya sé qué es.
Aquel que me avergüenza
no me conoces
tú eres mi padre
mi sacerdocio
mi serpiente jaguar…
Por supuesto, miré el contenido. Esperé a que estuviese a punto de comenzar el siguiente himno, cuando mi joven vecino se llevó la caracola a los labios y sopló con tanta fuerza que la aguda nota hizo que todos los mayores se taparan las orejas con las manos y los rostros se retorcieran en una mueca de dolor y que los más pequeños buscaran refugio detrás de las espaldas de sus madres. Entonces tuve la absoluta seguridad de que nadie me prestaba la menor atención.
No me molesté en desenvolverlo. Metí los dedos por el agujero y dejé que el cuchillo se deslizara en la palma de mi mano. Brillaba. Alguien lo había limpiado y pulido, para eliminar cualquier rastro de sangre seca, y luego había conseguido que la hoja reluciera con tanta fuerza como la luna. Pasé la yema del pulgar e hice una mueca al comprobar qué afilada estaba. La persona que se había ocupado del cuchillo conocía muy bien su trabajo.
Comenzó el himno. Apenas lo escuchaba. Mi mirada se entretenía en pasar de la resplandeciente hoja en mi mano al fuego, y del fuego, con el resplandor de las llamas todavía en los ojos, a los rostros de mi familia, algunos solemnes, otros con el entrecejo fruncido, y un par de ellos que apenas conseguían mantener los ojos abiertos a pesar de los cantos y los toques de trompeta. Después miré las chispas y la columna de humo que subían hacia el ciclo y ocultaban las estrellas a imitación de las nubes que estábamos invocando.
Mi hijo estaba vivo, pensé, con el cuchillo bien sujeto en mi mano. No había nadie en México que supiera cuidar como él de un cuchillo de bronce.
Lo primero que sentí fue terror. Saber que Espabilado estaba vivo también significaba saber el peligro que corría. Por un instante, vi a los otomíes persiguiendo al muchacho, tendiendo la red de la venganza de mi amo.
Después borré la visión de mi mente. Me dije que mi hijo estaba vivo y que debía de haberme enviado el cuchillo como un mensaje. Pero ¿qué clase de mensaje?
Entonces se me ocurrió preguntarme cómo había conseguido recuperar el cuchillo. Había pasado por diversas manos desde que se lo habían arrebatado: las de su difunto amante, Luz Resplandeciente; las de Bondadoso; las mías; las del jefe del distrito de los comerciantes!, Mono Aullador, y las de Azucena.
¿Cuántas de las luces que veía en el aire eran estrellas y cuántas eran chispas?, me pregunté mientras intentaba adivinar la cadena de acontecimientos que había conseguido reunir a mi hijo con su más preciada posesión, y le había dado la oportunidad de enviármelo. Sabía que algunas veces, cuando tenías que resolver un problema difícil, ayudaba centrar la mente en algo más sencillo, así que miré las pequeñas luces anaranjadas en movimiento e intenté descubrir los pequeños puntos más claros e inmóviles entre ellas.
Continué contando chispas mientras escuchaba el canto y sentía el peso del cuchillo en la palma de la mano, hasta que me sumergí en la tierra de los sueños.
Allí todo pareció encajar: todos los detalles que había visto y escuchado desde que me mandaron el cuchillo la primera vez, cubierto de sangre. Cuando me desperté, creí saberlo todo: quién había matado a Vago y Flacucho y por qué, el lugar donde estaba el atavío, adonde había ido Caléndula, y la solución al mayor misterio de todos: qué se había hecho de mi hijo.
Todo me pareció tan sencillo y obvio que no sabía si reír o llorar por mi estupidez, por no haber sabido resolverlo mucho antes.
Tal como creí, acerté en algunas cosas. Si hubiese prestado un poco más de atención a todo aquello que habían dicho Bondadoso el comerciante y Furioso el plumajero, y hubiese sido un poco menos sensible a las semillas de dondiego de día, quizá lo habría entendido todo.
– ¡Despierta!
La bofetada en la mejilla me hizo volver la cabeza.
– ¡Vamos! -gritó una voz, muy cerca de mi oído-. ¡Despierta!
Parpadeé para borrar la niebla de los ojos y vi el rostro de mi padre. Estaba desfigurado por la ira.
– ¿Qué ha pasado? -pregunté con una voz pastosa. Vi que estaba tumbado. Me incorporé apoyándome en los codos.
– Te has quedado dormido durante la vigilia -respondió mi madre en tono de reproche.
– Te dije que no debíamos dejar que se quedara -afirmó mi padre-. Mira qué ha hecho. ¿Qué nos harán los dioses por su culpa? Imagina que toda la ciudad se vea asolada por la sequía, que las cosechas se pierdan, que se desborde el lago, que nadie pueda encender el fuego; nosotros seremos los únicos responsables.
– Oh, cállate -replicó mi madre-. ¡A mí no me preocupan los dioses sino lo que diga él! -Miró al joven sacerdote que observaba su caracola como si se preguntara cómo podría conseguir que sonara más fuerte la próxima vez-. Lo sentimos mucho -añadió mi madre. En su voz se mezclaban la amenaza y la súplica-. Nunca había ocurrido. No sabíamos que nuestro hijo estaría aquí.
– Tampoco se quedará mucho tiempo -puntualizó mi padre.
El joven murmuró algo referente a que no tenía importancia, que ocurría con frecuencia. Pensé que había llegado el momento de decir algo.
– Lo siento. Me he quedado dormido. Si supierais lo que me ocurrió ayer…
– ¡No me importa lo que te ocurrió! -gritó mi padre-. ¡Preferiría ver cómo te comen los buitres antes de que ensucies mi patio!
– ¡Oh, muchas gracias!
Mi familia se había reunido a mi alrededor del mismo modo que los vendedores en el mercado rodearían a un ladrón. Mientras los miraba uno a uno, recordé los pensamientos que se habían agrupado en mi cabeza mientras dormía, y sin poder evitarlo, una amplia sonrisa iluminó mi rostro.
Me gané otro sonoro bofetón. Esta vez con tanta fuerza que me zumbaron los oídos.
– ¿Crees que es divertido? -gritó-. ¡Sal de mi casa, maldito esclavo! ¡Vete, fuera!
Me levanté. Las piernas me temblaban un poco, pero en un momento me encontré por encima de mi padre, que aún estaba agachado en una posición desde la que podría pegar en el rostro de un hombre tendido ante él. La rodilla no le permitía arrodillarse.
Mientras se levantaba lentamente para que no le doliera la espalda, me di cuenta de la ventaja que le llevaba. Mi padre estaba de espaldas a la hoguera. Bastaría un empujón para hacerle caer en las llamas.
Avancé un paso y extendí el brazo.
Evidentemente, estaba acostumbrado a sujetarse a algo cuando se levantaba: a alguno de sus otros hijos, o quizá a alguno de sus nietos. Cogió mi brazo instintivamente antes de saber a quién pertenecía.
Le sujeté la muñeca con la mano libre, tiré con fuerza y se la retorcí para hacer girar al viejo hasta colocarlo de cara a la hoguera, apoyado en la pierna sana mientras que la mala quedaba doblada inútil y dolorosamente debajo de su cuerpo. Gritó, asustado.
– ¡Yaotl! -gritó mi madre-. ¿Qué estás haciendo?
– ¡Suéltame! -vociferó el anciano-. ¡Glotón, vosotros, quitádmelo de encima!
– ¡Quietos! -grité a mi vez-. ¿Recuerdas cómo nos sujetabas sobre los chiles que se asaban y nos hacías respirar el humo a la menor falta, padre? -Di otro paso adelante para empujarlo hacia la hoguera, aunque con mucha precaución para que no se cayera-. ¿Quieres saber qué se siente?
Empezó a toser.
– ¡Ayudadme! -suplicó con voz ronca.
Repentinamente, a mi hermano Glotón se le ocurrió que debía hacer algo. Se levantó para avanzar con paso torpe en mi dirección, pero primero tuvo que rodear la hoguera y esquivar al sacerdote, a los músicos y a los cantantes. Cuando acabó el recorrido, Manitas ya se había cruzado en su camino.
– Espera un momento -dijo Manitas.
– ¡Es mi padre!
– Sí, y el otro es tu hermano mayor. Estoy seguro de que sabe lo que hace -afirmó el fornido plebeyo con una convicción que superaba con creces la mía.
Mi cuñado Amaxtli también se había levantado. Para gran sorpresa mía, Jade lo detuvo cuando pasó por su lado. Oí que le susurraba:
– ¡Ocúpate de tus asuntos! -Luego se volvió hacia mí-. Yaotl, ¿acaso te has vuelto loco de remate?
– ¡Por supuesto que está loco! -señaló mi padre. La desesperación hizo que su voz sonara como los chillidos de un jabalí-. ¿Qué os pasa? ¡Quitádmelo de encima!
– De acuerdo -dijo Manitas con voz tranquila-. Yaotl, suéltalo. ¿Se puede saber a qué viene todo esto?
Me aparté un par de pasos de la hoguera y arrastré al viejo conmigo para alejarlo del humo, aunque todavía no estaba dispuesto a soltarlo.
– Lo siento, pero por lo visto hasta ahora no he tenido mucha suerte en conseguir llamar vuestra atención. Escuchad lo que quiero decir; seré lo más breve posible y después me marcharé. -Miré a jade y a Manitas-. ¿Os parece bien?
Ninguno de los dos dijo nada, pero tampoco se movieron. Me pareció que estaba rodeado de estatuas. Manitas y mi hermano a un lado, Jade y su estupefacto marido al otro, y casi pegado a mí el sacerdote, que parecía estar a punto de guardar la caracola debajo de la capa y marcharse a casa.
– ¿No volverás? -murmuró mi padre.
– No, si no quieres que lo haga.
Masculló algo que podría haber sido un asentimiento. Aflojé la presión de mi mano. Él no se volvió en el acto para propinarme un puntapié con la pierna sana, y pensé que por el momento estaba a salvo.
– Ahora os contaré una historia -comencé.
El joven sacerdote se apresuró a interrumpirme.
– ¡Perdona, pero se supone que esto es una vigilia!
– Estamos despiertos, ¿no? -dijo Manitas-. ¡Puedes tocar la trompeta si eso te hace feliz!
– ¡Que los dioses nos perdonen! -gimoteó mi madre, asustada.
Los miré desconcertado y luego decidí seguir con el relato.
– Como os iba diciendo…
– Probablemente ya habréis oído la mayor parte de la historia de boca de Manitas, mientras yo estaba con León.
– Les relaté todo lo que me habías contado -confirmó el plebeyo-. Saben lo de tu hijo y el encargo de Bondadoso para que recuperaras el atavío. -Dirigió una mirada rápida y nerviosa a Jade. Sonreí comprensivamente. Jade era capaz de hacer hablar a las piedras.
– De acuerdo. Ya sabéis gran parte de la historia. Esto es lo que falta.
Les conté todo lo relacionado con Flacucho y Vago; cómo su padre había trabajado para Bondadoso y cómo el comerciante, a cambio, había conseguido que una familia de plumajeros de Amantlan adoptara al chico que había dado muestras de poseer un extraordinario talento. Les relaté cómo el chico había prosperado rápidamente, y cómo después las cosas habían empeorado.
– Perdió la inspiración. Lo intentó todo para salir adelante en su trabajo, que en su caso consistía en intentar superar cada vez la obra anterior. Por supuesto, nada funcionó. Cuando fue a trabajar con su rival, Furioso, se convirtió en compañero de juergas de su hermano y se casó; lo único que pretendía era olvidar que se había fijado una meta imposible.
– ¿Qué me dices de la prenda que estaba confeccionando, la que robaron de la casa de Bondadoso? -preguntó Manitas.
– Sí -añadió mi hermana mayor-. ¿Qué tenía de especial para que Flacucho recordara de pronto cuál era el trabajo con el que se ganaba el sustento?
– Puede que no fuera el atavío en sí mismo, aunque sin duda era algo especial. -Consciente de las advertencias del emperador, esto era todo lo que estaba dispuesto a comentar sobre el último encargo de Flacucho-. Creo que finalmente acabó por encontrar lo que andaba buscando durante tanto tiempo: una fuente de inspiración. Creo que se enamoró.
Glotón frunció el entrecejo.
– Manitas dijo que estaba casado. Él y su esposa…
– ¡Olvídate de la esposa! Se enamoró de la mujer de su hermano. ¡Caléndula!
Todos los miembros de mi familia me miraron sin decir palabra. Supe que se habían perdido, y no me extrañó. Parecía una adivinanza, aunque para mí tenía sentido.
– Flacucho pasó gran parte de su juventud en la Casa de las Lágrimas, donde fue educado por los sacerdotes. Es algo que hacen todos los hijos de los plumajeros, y aunque estoy seguro de que no los someten a todo el rigor de la educación de un sacerdote, a la edad en que ingresan es indudable que se ven muy influenciados por el culto. A juzgar por lo que me dijo su propia esposa, causó un gran impacto en Flacucho. Después, años más tarde, cuando se le acabó la inspiración, cuando no sabía a qué más recurrir y estaba desesperado, ¿a quién encontró sino a la mujer más devota de todo México?
»Hay más ídolos en la casa de Atecocolecan que en el Corazón del Mundo. Caléndula se los llevó con ella cuando arrastró a su marido de regreso a su distrito natal. Según Mariposa, ella creía que el cambio sería para bien, pero no estoy muy seguro de que Caléndula estuviese pensando en Vago.
Creo que su verdadera intención era apartarlo de Flacucho. Estaba dispuesta a sacrificarse a sí misma en beneficio del arte de Flacucho, para que él pudiera continuar honrando a los dioses.
– No dio resultado -apuntó mi madre-. Flacucho los siguió.
– No podía trabajar en el atavío en la casa de Furioso. Era algo demasiado secreto. Quizá ni siquiera Caléndula estaba enterada.
– También podría ser que Flacucho no soportara estar lejos de ella -apuntó Jade.
– Sí, también. Si estoy en lo cierto y ella era su inspiración, es probable que no pudiera trabajar si estaban separados. Furioso me contó que el trabajo de Flacucho comenzó a ir de mal en peor poco después de casarse su hermano, y es posible que las dos cosas estén relacionadas. Sin embargo, aunque no sé cómo, ya había superado el bache cuando empezó a trabajar en la prenda…
– ¡Yo te diré cómo lo superó! -exclamó Jade-. ¿Cómo crees que Caléndula acabó embarazada?
Miré a mi hermana con una expresión de asombro.
– ¿No creerás que…? No, ella nunca…
– ¡No seas tonto, Yaotl! ¡No hay nadie que sea beato hasta ese extremo! Además, si de verdad creía que acostándose con su cuñado lo ayudaría en su trabajo, estoy segura de que no se lo pensó dos veces. ¿No estás de acuerdo, mamá?
Nunca dejaba de asombrarme la capacidad de las mujeres de mi familia para dar la interpretación más lasciva a las acciones de cualquiera. De todas maneras, mi madre, quizá al ver la expresión preocupada del marido de Jade, se decidió por una actitud recatada y comentó que no había forma de saberlo a ciencia cierta.
– El caso es -proseguí- que Flacucho comenzó a trabajar en el atavío y todo salió a pedir de boca, y lo acabó. Desafortunadamente, nunca llegó a entregarlo.
– Se lo vendió a Bondadoso -señaló Manitas-. ¿Por qué haría algo así?
– No lo hizo. Fue su hermano.
– ¿Vago?-exclamó Manitas-. No, eso no puede ser. Bondadoso te dijo que Flacucho se lo vendió. Es imposible que no supiera con cuál de los dos hermanos estaba tratando. Conocía a la familia desde que eran unos chiquillos.
– No es del todo correcto -le corregí-. Conocía a la familia cuando ellos eran unos chiquillos. No creo que Bondadoso tuviera mucha relación con los hermanos después de que se convirtieran en hombres, sobre todo tras el fallecimiento del padre. Vago era demasiado inconsciente para serle de alguna utilidad y Flacucho estaba en otra onda. Pero aunque tuviera con ellos algún trato ocasional, era muy fácil confundirlos. Eran gemelos. Encontré un ídolo de Xolotl en casa de Vago. Lo habían arrancado del plinto y estaba partido en dos. Creí que alguien había caído enfermo y que habían profanado el ídolo cuando la persona murió. Con todo, estoy seguro de que veneraban a Xolotl; había gemelos en la casa. Podría ser que Flacucho se enfureciera con el dios después de fallecer su hermano y rompiera el ídolo en un arrebato de cólera.
Un largo silencio siguió a mis palabras. Manitas lo rompió.
– A ver si lo adivino. Vago se hizo pasar por su hermano y le vendió la prenda a Bondadoso. ¿Por qué? ¿Y por qué Bondadoso se la compró?
– Vago se había aficionado a los hongos, era jugador y no tenía dinero. Encontró algo en el taller de su hermano que podía serle útil. No sé cómo serían las relaciones entre los hermanos en aquel momento. Quizá Jade esté en lo cierto, y Flacucho y Caléndula eran amantes. Tal vez su principal motivo no eran las ganancias, sino el rencor. En cuanto a Bondadoso, es probable que se preguntara por qué Flacucho tenía tanta prisa por vender algo que valía una fortuna, pero la codicia le impidió rechazar aquella oferta, así que optó por no hacer preguntas embarazosas.
Jade, con su habitual perspicacia, me dijo qué debía de haber sucedido después.
– El plumajero se enteró y le robó la prenda a Bondadoso.
– Eso es lo que seguramente ocurrió -afirmé-. Flacucho no solo conocía el valor de la prenda que había confeccionado. También sabía, a diferencia de Vago, quién la había encargado. Yo diría que le aterraba la idea de comunicar la desaparición del atavío. Flacucho planeó el robo a la perfección. Todo indica que sabía dónde buscar, y que allí habría muchas personas que no estarían en condiciones de reconocerlo, de preguntarse qué estaría haciendo o de impedirle que lo hiciera. Solo la mala suerte impidió que el plan funcionara a la perfección. Había otra persona en la casa que estaba despierta y alerta, porque se encontraba allí por la misma razón que el plumajero: mi hijo, Espabilado.
La mención del nombre de mi hijo provocó una reacción en mis oyentes: cierta inquietud, un restregar de pies y un par de suspiros. Incluso mi padre, que no me había hecho el menor caso desde que había empezado mi relato, me miró fijamente. Ninguno de ellos había visto nunca a Espabilado, ni habían sabido de su existencia hasta hoy, pero nadie podía permanecer indiferente ante un nieto, un sobrino o un primo perdido. Quizá, me dije, ahora que veían a su padre sentirían pena por el muchacho. Me entristeció pensar que probablemente nunca llegarían a conocerlo.
– Quería recuperar su cuchillo de bronce. Sabía que su… -Miré los rostros expectantes que me rodeaban y me apresuré a cambiar lo que había estado a punto de decir y así evitar herir su sensibilidad-. Sabía que su socio, Luz Resplandeciente, lo había llevado a casa de Bondadoso. Por supuesto, el cuchillo no fue lo único que encontró.
»Solo los dioses saben exactamente qué ocurrió cuando nuestros dos ladrones se encontraron. Es obvio que se produjo una pelea; vi manchas de sangre en el suelo de la habitación y en el patio, en la hoja del cuchillo, y observé lo que parecía un corte en la mano de Flacucho. No creo que Espabilado intentara impedir que Flacucho se llevara la prenda. Solo quería recuperar su cuchillo y huir de allí. Quizá Flacucho lo encontró primero y la pelea comenzó cuando Espabilado intentó quitárselo.
»Mucho me temo que Espabilado se llevó la peor parte. Llegué a creer, durante un tiempo, después de encontrar el cadáver en el puente, que había muerto. -Se oyó un gemido colectivo-. En aquel momento no se me ocurrió pensar que la sangre que había visto en el puente no tenía por qué guardar ninguna relación con lo ocurrido en la casa de Bondadoso, porque no había nada que los uniera.
»En cuanto a Flacucho, no sé si planeó lo que hizo a continuación o si se le ocurrió en aquel momento. En lugar de cargar con la prenda, se la puso. No le molestaba para andar, así que le daba lo misma llevarla que cargarla, y sabía que al ir vestido como un dios, cualquiera que se cruzara en su camino echaría a correr en lugar de intentar detenerlo. Funcionó tan bien que se lo puso de nuevo un par de noches más tarde, cuando yo lo vi. Entonces intentaba asustar a la gente mientras su cómplice se deshacía del cadáver.
La hoguera se consumía rápidamente; ahora no era más que una montaña de cenizas donde había solo un puñado de llamas dispersas, aunque aún había mucho humo. El aire era frío y por el este comenzaba a clarear y se vislumbraban las montañas, con las cumbres recortadas contra el fondo rosa pálido. No tardaría mucho en salir el sol, que anunciaría el final de la vigilia y el comienzo de la fiesta. Para mí también era el anuncio del día en que debía satisfacer a mis dos amos -el primer ministro y el emperador- o enfrentarme a la muerte.
– Creo que Flacucho y Vago mantuvieron una última discusión cuando Flacucho regresó a la casa. Seguramente buscaba pelea. Ya se había metido en una para la que no estaba preparado, y luego se había enfrentado a un duro camino de regreso a casa. Quizá Vago cometió el error de sacar el tema de la relación entre Flacucho y Caléndula. Era lógico que llegaran a las manos. Vago murió. No sé si Flacucho tenía la intención de matarlo o simplemente las cosas se salieron de madre, pero de repente se encontraron con un cadáver que debían eliminar.
– ¿Se encontraron? -Glotón no había dejado de fruncir el entrecejo durante la mayor parte de la noche, pero aquella pregunta dejó claro que había seguido el relato mucho mejor de lo que creía.
– Flacucho, por supuesto, y su esposa, y por lo que sé, quizá también Caléndula. Ninguno de ellos tenía motivos para querer a Vago. Incluso podría ser que los tres estuviesen compinchados.
– ¿Por qué escogieron la letrina para deshacerse del cadáver? -preguntó Jade-. Corrieron un gran riesgo llevándolo hasta el puente. ¿Por qué no lo enterraron sin más en los pantanos detrás de la casa?
Fruncí el entrecejo. Mi hermana había señalado un punto débil.
– Están preparando unas chinampas por aquella zona. Quizá tuvieron miedo de que alguien lo encontrara demasiado cerca de la casa. Hubiese sido fácil relacionarlo con ellos.
El marido de Jade se sumó a la conversación, convencido de que había encontrado otro fallo en mi relato.
– Creía que había sido Flacucho quien identificó el cadáver después de que la policía lo encontrara. Eso no encaja, si realmente fue él quien lo ocultó allí.
– El policía sabía que su hermano había desaparecido. No creo que en Amantlan abunden los cadáveres sin identificar. Por eso fueron a su casa para pedirle que los ayudara a identificar el cadáver, y cuando le mostraron el amuleto de su hermano, no tuvo más alternativa que admitir quién era. Tampoco importaba mucho. Después de todo, no había nada que pudiera relacionarlo con el asesinato.
– Así que el plumajero recuperó la prenda, asesinó a su hermano, y todas esas visiones de Quetzalcoatl fueron obra suya. -Manitas contaba con los dedos cada uno de los misterios sin resolver a medida que los citaba-. De acuerdo, pero entonces, ¿qué le pasó a él? ¿Qué le pasó a su… bueno, sea lo que sea que había entre ellos, a Caléndula?
– Oh, eso es fácil -respondí despreocupadamente-. Mariposa los mató a los dos.
– ¿Qué?
– ¿Quién si no? Odiaba a Caléndula. Fuesen o no inocentes sus relaciones con Flacucho, estoy absolutamente seguro de saber qué pensaba Mariposa. Fue una cuestión de celos. Mató a Caléndula, probablemente poco después de la muerte de Vago, y más tarde asesinó a su marido. Quizá él la atosigaba con preguntas sobre dónde podría estar su amiguita, y Mariposa se hartó. Creo que lo hizo antes de que yo fuera a su casa por segunda vez, cuando me dijo que Flacucho había salido. No puede decirse que hiciera un gran trabajo a la hora de deshacerse del cadáver: lo arrojó sin más a un canal, por lo que lo encontraron inmediatamente. Quizá por ello tuvo más cuidado con el cuerpo de Caléndula. Nadie lo ha encontrado hasta ahora.
– Tú fuiste a la casa una tercera vez. -La mirada de mi madre y el tono despreciativo me dijo que Manitas le había contado lo sucedido la noche que había intentado colarme en casa del plumajero. Exhalé un suspiro.
– No sé qué decir al respecto. Ya sabes lo de la mujer y el dios.
– Entonces, ¿quién llevaba la prenda? -preguntó Jade-. Los dos hermanos estaban muertos, ¿no? La miré con una expresión grave.
– No creo que nadie llevara el traje. Quizá solo fue el efecto de las semillas de dondiego de día, o… no lo sé. Pero en aquel momento creí sinceramente que era el dios.
Nadie hizo ningún comentario. Reinó el silencio. Ni siquiera crepitaba la hoguera. De nuevo fue Manitas quien formuló la siguiente pregunta:
– ¿Dónde está la prenda?
– En casa de Mariposa -respondí en el acto, complacido por una pregunta a la que podía responder con seguridad-. Donde ha estado desde el primer momento. Veréis, había un lugar que desconocía, aunque debía haberme dado cuenta de que estaba allí en el momento…
– ¿Prenda? -La voz de mi padre, que sonaba por primera vez desde el comienzo de mi relato, hizo que me callara, y todos los demás se irguieron-. Olvídate de la prenda. ¿A quién le importa? ¿Qué pasa con tu hijo? -Miró a mi madre-. Nuestro nieto. ¿Dónde está? ¿Qué piensas hacer?
– Oh, eso es muy sencillo -contesté.
Entonces hice lo más estúpido que podía hacer. Se lo dije.