38753.fb2 La sombra de los dioses - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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UNO MUERTE

1

– ¡Escucha! -gritó mi hermano. Mamiztli, «el León de la montaña», miraba a través del lago hacia la isla y la ciudad de México-. Yaotl, ¿qué es ese ruido?

– El amanecer -respondí lacónicamente.

Tras una noche llena de acontecimientos, advertí que el agua a nuestro alrededor ya no era negra. La superficie del lago reflejaba el azul oscuro del cielo de primera hora de la mañana. Amenazaba con ser un crudo día de invierno, anunciado por el resplandor blanco amarillento que se extendía a través de la fina bruma que velaba el horizonte por el este. La niebla cubría las montañas que rodeaban el valle y se arremolinaba alrededor de los innumerables templos que había frente a ellas, suavizando sus duras formas angulares.

Los pájaros revoloteaban entre los cañaverales en la orilla, pero el ruido que había llamado la atención de mi hermano provenía de uno de los templos; mientras mirábamos hacia allí sonó de nuevo, y el sonido se movió perezosamente hacia nosotros sobre el agua inmóvil: la llamada de una trompeta que saludaba al amanecer.

Otra la siguió. Muy pronto, a nuestro alrededor, el aire se llenó con esas llamadas; provenían tanto de la ciudad como de los muchos pueblos detrás de nosotros en la costa occidental del lago. Parecía que la embarcación donde estábamos fuese el único lugar en la tierra donde los sacerdotes no soplaban con furia las caracolas. Resultaba extraño oírlas desde lejos, por encima del agua. Quizá esa había sido la causa de que mi hermano no reconociera su sonido. Teníamos la sensación de que nos llamaba exclusivamente a nosotros, en lugar de proclamar al mundo entero el alivio y la alegría de ver que el sol salía una vez más, y que, al menos hoy, no abandonaría a su pueblo.

Para nosotros, cada mañana era una lucha cuyo resultado nunca podíamos saber por anticipado. Cada vez que el sol asomaba, reproducía el nacimiento de nuestro dios de la guerra, Huitzilopochtli, y su terrible batalla con su hermanastra, la diosa Luna, y sus hermanastros, las Estrellas. Como dios de la guerra, el sol siempre vencía, pero no podíamos evitar pensar que quizá algún día no lo conseguiría; por ello, debíamos cada día al favor de los dioses.

Me estremecí, pero no fue por el aire frío del amanecer. Después de una noche como la que acababa de pasar, podía llegar a creer que nada, ni siquiera la aparición del sol por la mañana, era cierto. Llegué dispuesto a enfrentarme con un viejo enemigo y me encontré en cambio con mi propio hijo; un hijo que nunca había sabido que tenía, y que después tuve que ver cómo escapaba y desaparecía como un feroz espíritu del lago.

Cuando se apagó la última llamada de las trompetas, sentí el impulso de hacer algo que en los días en que era sacerdote solía hacer: ofrecer mi sangre a los dioses, el alimento que el sol necesitaba para su viaje del día.

Encontrar algo afilado era fácil. Había algunas hojas de obsidiana a mis pies. Habían pertenecido a la empuñadura de madera de una espada, y se habían desprendido en el momento en que hendían el cráneo de un hombre. Una mujer lloraba inclinada sobre su cuerpo tendido boca abajo. Pasé junto a ella, evité el cadáver y diversos pedazos, algunos de ellos humanos, aunque sin vida, que estaban dispersos a su alrededor.

Me agaché para recoger una de las duras y brillantes hojas con una mano mientras acercaba la otra a la sien para apartar un mechón de pelo largo y enmarañado. Luego, sin vacilar, me hice un corte en el lóbulo.

No tenía un cuenco o un trozo de papel para recoger la sangre, así que dejé que el líquido caliente corriera por la barba entrecana que cubría mi mejilla hundida y el costado de mi huesuda mandíbula. Me levanté, miré hacia la ciudad y el cielo resplandeciente y ofrecí una muda plegaria mientras recordaba qué había ocurrido todas las mañanas: el olor del incienso, el inútil aleteo de las codornices que sacrificábamos y nuestras voces que imploraban al sol que hiciera su trabajo.

La voz dura de una mujer rompió mi ensimismamiento.

– ¿No has derramado suficiente sangre por una noche?

La mujer se llamaba Oceloxochitl, que significa «Azucena». El hombre muerto era su hijo, un joven comerciante llamado Ocotl, la palabra para antorcha de pino o, como nosotros la interpretábamos, «Luz Resplandeciente». Hubiese sido difícil encontrar a un joven más vicioso, traicionero y asesino, aunque nunca nadie lo hubiese dicho por el modo en que su madre lloraba sobre su cadáver. Lo acunaba y lo sacudía como si quisiera despertarlo de nuevo; su sangre le empapaba la falda, la blusa y el manto, y chorreaba por sus brazos desnudos.

– Yo no lo maté, Azucena. Ya te he dicho cómo ocurrió. -Apelé a mi hermano-. León, tú también estabas aquí.

El nombre de León normalmente le definía. Era un hombre grande, musculoso, un guerrero de pies a cabeza, pero esta mañana distaba mucho de parecer temible. Evitó mi mirada y fijó la suya en la ciudad que tomaba forma en el amanecer. Torció el gesto. Detestaba las mentiras y no sabía decirlas.

– Todo ocurrió como tú dices, Yaotl -respondió mecánicamente-. ¿Qué quieres que diga? Momaimati puede…

– A mí no me metas -gruñó la cuarta persona que había en la embarcación, un fornido plebeyo cuyo nombre significa «Hábil con las manos» o, en otras palabras, «Manitas»-. Yo no he visto nada.

Era cierto, aunque no ayudaba. Miré con desesperación a la desconsolada madre, al tiempo que me preguntaba qué más podía decirle. El rostro angustiado que volvió hacía mí había acumulado veinte años de arrugas en una sola noche. En una ocasión lo vi con un aspecto muy diferente; estaba muy cerca, rojo de pasión, y los cabellos negros con su intrigante mechón blanco flotaban como las plumas de un abanico mientras yo la apretaba contra la estera de dormir. Muchas cosas nos habían sucedido a ambos desde entonces, pero quería encontrar algo, una palabra de consuelo, si no mía por lo menos de otra persona, que pudiera hacer desaparecer aquellas arrugas. La observé mientras su mano tocaba mecánicamente el pelo pegoteado de sangre del joven; de repente, rozó las hojas clavadas en el bastón de madera de la espada y la retiró bruscamente. Mis dedos se movieron involuntariamente. Estaba a punto de inclinarme para tocarla, aunque sabía con absoluta certeza que me rechazaría, pero el sonido de otra voz hizo que me quedara inmóvil.

Era la voz de un anciano, ronca por el cansancio y la tensión, pero todavía clara y poderosa. Mi amo, el señor Plumas Negras, no había abandonado la canoa en la que había llegado; estaba reclinado en la popa y nos miraba mientras su embarcación se mecía suavemente junto a la nuestra, que era mucho más grande.

– Por si lo habéis olvidado -dijo-, el hombre y el chico que hicieron todo esto todavía están por ahí. -Echó una mirada a aquella carnicería y prosiguió-: Los quiero vivos y conscientes. No escaparán después de lo que han hecho. ¿Me habéis oído? Recibirán un castigo ejemplar. En cuanto regresemos a la ciudad enviaré a un grupo de guerreros para que comiencen la busca. Manitas y Yaotl, vosotros esperaréis aquí en la embarcación hasta que lleguen.

Manitas era un empleado de mi amo; no era un esclavo sino un plebeyo que se alquilaba por días. Hasta ese momento yo no había pensado en su posición, solo en lo que mi amo me estaba ordenando que hiciera. Entonces imaginé que estaba con su grupo de perseguidores, y pude ver a su presa; vi el rostro aterrorizado de un joven cuya verdadera identidad el primer ministro nunca hubiese adivinado.

– ¡Mi señor! ¡No puedo! No puedes pedirme…

Mi amo se quedó mudo un momento.

– ¿No puedo? -Trinaba de indignación-. ¿Qué quieres decir con «no puedo»? ¿Quién eres tú para decirme qué puedo y no puedo hacer, esclavo?

Ante el claro recordatorio de mi condición, me contuve. Tuve la sensación de que era un hombre que corría ciegamente hacia un precipicio y que en el último momento se daba cuenta de qué tenía delante.

– Lo… lo siento, mi señor. No pretendía ser impertinente. Solo es que…

No podía decírselo. Hubiese significado la muerte también para mí confesar al señor Plumas Negras, el chuacoatl, el primer ministro, el sumo sacerdote y el juez supremo de los aztecas, el segundo hombre más poderoso en el mundo, que el chico al que culpaba de matar a Luz Resplandeciente, y de muchos otros delitos, era mi hijo.

Mentí sobre los sucesos de la noche; tanto a Azucena, para evitarle el dolor de la verdad, como a mi amo, para salvar mi pellejo.

La gran embarcación donde estaba había pertenecido al hijo de Azucena, Luz Resplandeciente, el mismo joven junto a cuyo cadáver ella lloraba ahora desconsoladamente. Era un mercader, un miembro de la clase de los comerciantes viajeros conocidos como pochteca, que ganaban fortuna y renombre con largos y a menudo peligrosos viajes a tierras lejanas. Sin embargo, Luz

Resplandeciente encontró un camino más fácil hacia la riqueza. A espaldas del resto de su familia, escondió todos sus bienes en esa embarcación y la utilizó en una operación ilegal de apuestas secretas en el sagrado juego de la pelota.

Engañar y robar a su madre y a su abuelo no fueron los únicos delitos de Luz Resplandeciente. Tenía gustos depravados, particularmente relacionados con chicos. Una vez, en uno de los mercados, recogió a un chico sin hogar pero muy ingenioso, un huérfano llamado Quimatini, «Espabilado». Espabilado no tenía un lugar en la sociedad azteca. Había nacido de una breve relación ilícita que yo había tenido con una prostituta. Se crió entre los tarascos, más allá de las montañas al oeste, y volvió a México convertido en un joven. Luz Resplandeciente lo adoptó, a su manera pervertida, y el chico fingió ser el hijo de su amante mientras hacía sus recados y recogía las apuestas de sus clientes.

Uno de ellos era mi amo, el señor Plumas Negras. Luz Resplandeciente lo traicionó. Muchos otros fueron víctimas de su traición; algunos de ellos yacían ahora en la cubierta, asesinados. Mi hijo había sido su cómplice involuntario.

El señor Plumas Negras encontró finalmente a Luz Resplandeciente y a Espabilado la noche anterior; pero no sabía la verdad respecto a quiénes eran o qué habían hecho. Mi amo, mi hermano, la madre de Luz Resplandeciente, el plebeyo Manitas y yo salimos en su busca y cruzamos el lago en dos canoas. Sin embargo, la de mi amo y Azucena acabó embarrancada en la costa; el barquero se dejó dominar por el miedo y escapó. Solo quedamos León y yo para enfrentarnos a los dos hombres. Nosotros éramos los únicos que sabíamos que el hijo de Azucena era el hombre que había traicionado a mi amo, y que el joven que tenía a su lado, que virtualmente se había convertido en su prisionero, era mi hijo.

Mi hermano tuvo que matar a Luz Resplandeciente. Dejamos libre a Espabilado, y cuando mi amo, Azucena y Manitas se unieron finalmente a nosotros, les mentimos. Les hicimos creer que el hijo de Azucena había sido prisionero de otro hombre y que era él quien lo había asesinado; ese hombre y Espabilado habían escapado.

Aparentemente nos creyeron; pero incluso así, el viejo Plumas Negras no iba a dejar correr el asunto. Espabilado y su amante habían visto y oído cosas que podían poner en peligro su vida si llegaban a oídos del emperador. Además, lo habían timado. Mi amo no era de los que perdonan. Quería venganza.

Parloteaba, decía lo primero que se me pasaba por la cabeza si creía que podía ayudar a que el señor Plumas Negras se apiadara de mí.

– Quizá no te sea útil. Estoy débil, mi señor. He perdido sangre, la preciosa agua de la vida. Quizá no esté en condiciones para guiar a un grupo de captura.

Mi amo se echó a reír.

Era un sonido extraño, un prolongado y áspero cacareo que acababa con un arranque de tos seca. Luego se aclaró la garganta y en su viejo rostro apareció una sonrisa.

– Oh, no te preocupes por eso, Yaotl. ¿Crees que no podrás con el encargo? ¡Será mucho peor para ti! -Dirigió una mirada muy significativa más allá del agua hacia el templo más cercano-. Ahora mismo probablemente vales más como sacrificio a los dioses que como esclavo.

Este nuevo y brutal recordatorio de mi posición me dolió en el corazón.

– Encontrarás al chico y a su padre -añadió mi amo, implacable-. ¡No quiero excusas! ¡Si no los encuentras, será mucho peor para ti!

Mi amo no tenía idea de que me estaba diciendo que le entregara a mi propio hijo, aunque de haberlo sabido tampoco hubiese cambiado nada. Entonces intervino Manitas.

– Mi señor, lo siento, pero no puedes enviar a Yaotl tras Telpochtli y el chico.

Lo miré, atónito. El miedo me revolvió el estómago. Me pregunté qué habría visto y oído en realidad. Cayó al agua casi al principio de la lucha con Luz Resplandeciente, antes de que León y yo hubiésemos descubierto quiénes eran realmente él y Espabilado. Era imposible que lo supiera, pensé para mis adentros.

Entonces el plebeyo habló de nuevo; cuando me di cuenta de a qué se refería, tuve que hacer un gran esfuerzo para no echarme a reír de alivio.

– ¿Has olvidado qué día es hoy? -preguntó en tono lastimero.

Observé el rostro de mi amo con el rabillo del ojo. Los músculos tensos y los ojos saltones parecieron hundirse después de que su expresión pasara de la furia a una cómica perplejidad.

– Yaotl es un esclavo -le recordó el plebeyo-. Es sagrado para Tezcatlipoca. Mi señor, hoy es el día de Tezcatlipoca. Hoy no puedes darle órdenes a Yaotl, ofenderías al dios. Estamos en medio del lago, ¿qué pasará si él levanta una tormenta?

Vi el respingo de mi hermano y cómo observaba el cielo con desconfianza. Siempre había sido mucho más temeroso de los dioses que yo.

– Tiene razón, mi señor. -Miró a mi amo, que ahora tenía los ojos cerrados en un gesto de resignada exasperación-. Después de todo, viajas en una pequeña canoa abierta. No vale la pena correr el riesgo, no en un día como Uno Muerte.

De todos los dioses no había ninguno que los aztecas temieran más que a Tezcatlipoca. «El Burlador», lo llamábamos, «el Enemigo en ambas Manos». «Aquel de quien somos Esclavos». Todos estos títulos definían su carácter: indigno de confianza, caprichoso y peligroso. Sentías su influencia cada vez que tus asuntos dependían del azar. El comerciante que partía para un largo viaje con su canoa cargada hasta los topes con los mejores productos y acababa en la ladera de una montaña donde los buitres picoteaban sus despojos era una víctima del capricho de Tezcatlipoca. También lo era el señor que se sentaba en su asiento reservado en la primera fila del campo de pelota, con la apuesta colocada a sus pies, y veía con impotencia cómo una pequeña pelota de caucho volaba y rebotaba de la cadera de un jugador a otro y lo hundía en la miseria.

Yo también era una víctima del Señor del Aquí y Ahora. A pesar de ser el hijo de un plebeyo, de una familia de simples campesinos y fabricantes de papel de una de las zonas más pobres del extremo sur de Tenochtitlan, fui uno de los pocos privilegiados a los que se les había permitido estudiar para el sacerdocio; sin embargo, acabé convertido en un esclavo.

A ese chiquillo, que solo por haber nacido en un día auspicioso fue entregado al cuidado de los siniestros maestros vestidos de negro y manchados de sangre de la escuela que llamábamos la Casa de las Lágrimas, no le pareció precisamente que un dios le hubiese sonreído. Sin embargo, veinte años más tarde, el hombre en que se convirtió aquel niño sufrió terriblemente por la maldad de Tezcatlipoca, cuando por una falta menor y sin ningún sentido los hombres que habían sido sus amigos y colegas lo expulsaron de la Casa de los Sacerdotes y lo arrastraron por el fango en la orilla del lago.

Mi expulsión del sacerdocio fue solo el comienzo de mis desgracias. Al sufrimiento de saber lo que había perdido – no solo mi posición de sacerdote, reconocible por el pelo largo y el rostro pintado de negro, sino también por la rutina diaria de penitencias y ritos que habían dado significado a mi vida- se añadió la ignominia de que mi familia me recogiera y me llevara de nuevo a casa. Me toleraron, pero nunca me permitieron olvidar cuánto les había fallado: había desperdiciado una oportunidad que mis hermanos y hermanas nunca tuvieron, por no hablar de lo que le costó a mi padre pagar mi admisión en la Casa de las Lágrimas.

Busqué refugio de sus insultos y reproches en una calabaza vinatera. Esperaba que el sabor agrio del vino sagrado se llevara la amargura de mi pérdida. Sin embargo, aumentó mi humillación porque me arrestaron acusado del delito de ebriedad pública.

Tendría que haber muerto entonces. Para los sacerdotes y los nobles, la pena por ser detenido borracho sin una excusa legítima era morir a bastonazos. En ciertos aspectos la alternativa fue peor. Me perdonaron la vida, pero me afeitaron la cabeza, en la plaza delante del palacio del emperador, y en presencia de una multitud que reía y se mofaba. La forma de llevar el pelo era importante para un azteca: si lo llevaba peinado como un pilar de piedras demostraba que era un guerrero victorioso; si lo llevaba enmarañado, largo y pringoso de sangre significaba que era un sacerdote; llevar la cabeza afeitada quería decir que no eras nada, lo hacíamos con los prisioneros de guerra antes de sacrificarlos; significaba que independientemente de lo que hubiese hecho en la vida ahora solo era un cuerpo.

Pude soportarlo solo porque sabía que en cuanto me dejaran libre me emborracharía de nuevo.

Pagué la siguiente calabaza de vino, y muchas más después de aquella, con lo que me habían dado por venderme como esclavo.

La esclavitud no estaba mal. Un azteca podía venderse a sí mismo para pagar sus deudas o para proveer a su familia cuando los tiempos eran duros o, como en mi caso, para poder seguir emborrachándose. El trato tenía que formalizarse públicamente, en el mercado, en presencia de cuatro testigos. La ley permitía que el esclavo continuara libre hasta que acabara el dinero que le habían dado; luego debía entregarse a su amo y hacer su voluntad.

El amo era dueño de su tiempo pero no de su vida. Las propiedades del esclavo eran exclusivamente suyas, no de su amo. Este no tenía ningún derecho sobre su familia o sus hijos. Un esclavo no podía ser maltratado, asesinado o incluso vendido sin una buena razón; sin embargo, si le daba a su amo un buen motivo para librarse de él podía ser comprado por los sacerdotes como un sacrificio de poco valor.

Había peor suerte que la esclavitud para un hombre, mientras no tuviera dignidad. Un esclavo no podía alcanzar la gloria y enriquecerse yendo a la guerra y haciendo prisioneros, o pagar su deuda a la ciudad gracias a su trabajo en alguna gran obra pública, porque su tiempo no le pertenecía. A los ojos de mi gente, yo no contaba para nada; solo era una extensión del brazo derecho del primer ministro.

– ¿Qué te hace tanta gracia? -preguntó mi hermano.

Estábamos en el ancho paso elevado de Tlacopan, que conectaba la isla de México con la orilla occidental del lago.

Manitas nos había llevado a todos a la costa, en un viaje con diversas etapas hasta la pequeña ciudad de Popotla. Allí mi amo y la mujer encontraron canoas que los llevarían de vuelta a sus casas; León y yo regresaríamos a pie. En cualquier otro momento León hubiese podido alquilar una embarcación sin ningún problema, pero no llevaba dinero, y en su actual estado nadie lo hubiese tomado por el hombre distinguido y rico que era.

Ahora él y yo nos encontrábamos en medio de una abigarrada multitud. En la parte norte de la ciudad el gran mercado de Tlatelolco atraía al menos a cuarenta mil hombres, mujeres y niños todos los días: compradores y vendedores de todo, desde plumas y joyas a esclavos, materiales de construcción y excrementos humanos para abonar los campos. La mayoría de los artículos más voluminosos, como pieles, troncos y piedra de las canteras, los traían en embarcaciones, pero quedaba el suficiente tráfico corno para atascar las carreteras. León acababa de salvar un ojo tras esquivar el picotazo de un pavo vivo que colgaba del hombro de la esposa de un campesino; su mueca cuando retrocedió y vio mi involuntaria sonrisa me recordó que mi hermano no estaba acostumbrado a todo aquello.

Los orígenes de mi hermano mayor habían sido humildes como los míos, naturalmente, pero su carrera había sido bastante notable. A diferencia de mí, debía su ascenso a sus propios esfuerzos en vez de a su día de nacimiento. Como casi todos los hijos de plebeyos asistió a la Casa de los Jóvenes, donde aprendió todo lo que un hombre o una mujer debían saber para vivir como un azteca. En el caso de los chicos esto significaba una instrucción rudimentaria en canto y baile, medicina, historia y en hablar correctamente, y un avanzado e intensivo entrenamiento en preparación física, tácticas y manejo de las armas. León destacó en los estudios, y cuando se enfrentó a nuestros enemigos, alcanzó la fama y la fortuna; regresó a casa con más prisioneros distinguidos de los que podía contar, algo que le valió uno de los rangos más altos que podía conseguir un plebeyo: Atenpanecatl, «Guardián de la Orilla». Con su rango llegaron las marcas de distinción de su alto cargo: la capa de algodón amarillo con el borde de color rojo, las cintas de algodón con las que se ataba los cabellos, los pendientes y las sandalias especiales con las grandes correas que se le permitía llevar dentro de los límites de la ciudad.

– ¿Qué me hace tanta gracia? -repetí-. Todo esto. Mira a nuestro alrededor. Tezcatlipoca se ha superado a sí mismo esta vez, ¿no te parece?

La réplica de León se perdió porque estuvo a punto de caer de bruces. Alguien había tropezado con él por detrás. Era un porteador, probablemente en el último tramo de un largo viaje desde alguna de nuestras provincias tributarias. No había mirado por dónde iba, probablemente porque mantenía la cabeza agachada por culpa del fardo que llevaba a la espalda y sujeto a la frente con una cuerda. Por el débil olor a resina que desprendía adiviné que la carga era incienso de nopal.

El hombre murmuró algo que debía de ser una disculpa en su lengua; la airada réplica de mi hermano murió en su garganta. León se volvió hacia mí.

– Si tener que codearme con campesinos y bárbaros es lo que entiende Tezcatlipoca por gastar una broma, quizá puedas decirle a tu divino patrono que no me hace gracia.

Si su intención había sido sonar beligerante arruinó el efecto cuando se apresuró a mirar hacia las alturas, como si le asustara haber dicho demasiado.

– No me refería a ti -le aseguré, aunque podía imaginar fácilmente cómo el dios se reía del aspecto que tenía mi hermano en ese momento: el ilustre guerrero con el pelo enmarañado, la capa rota y sucia de sangre y sin una de las sandalias-. Hablaba de mí. Mírame: nací este mismo día, ¿lo recuerdas? El Uno Muerte, el día de mi patrono Tezcatlipoca. Estaba destinado a conseguirlo todo o nada. Así que nuestro padre me metió en el sacerdocio, sin duda con la ilusión de que me convirtiera en el Guardián del Dios de los mexicanos o algo así, y ¿qué estoy haciendo? Celebro el día del dios, y el mío, como una de sus criaturas: un esclavo. Debes reconocer que es divertido.

– Fue decisión tuya. No tenías por qué venderte. Podías haber regresado a casa.

– ¿Para hacer qué? ¿Pasarme todo el día con una azada y removiendo la mierda en la tierra?

– El honrado trabajo del campo fue suficiente para nuestro padre. Supongo que crees que era poco para ti. En ese caso, hermano, permíteme que te recuerde…

– ¡No lo hagas! -Sabía qué vendría a continuación: un resumen de mi caída que culminaría en el momento en el que me afeitaron la cabeza. No ahorraría ningún detalle, especialmente la intervención de mi hermano, que se encargó de utilizar la navaja después de convencer a los jueces para que me perdonaran la vida-. No necesité tus lecciones entonces y tampoco las necesito ahora. ¿Crees que no he sufrido bastante? -Vi una brecha en la multitud que tenía delante y me metí en ella con la esperanza de librarme de mi hermano y de todo lo que me había hecho recordar.

La multitud había formado un ruedo alrededor de dos prostitutas que se peleaban. Sin duda había comenzado con una discusión trivial sobre quién ejercería el oficio en alguno de los muchos mercados de la ciudad; hasta ahora no habían ido mucho más allá de los insultos, pero prometía. Sonreí al pensar en lo que se encontraría mi orgulloso y pío hermano si me seguía: cabellos negros que volaban a su alrededor; gruesos brazos tatuados, pintados con un suave amarillo ocre para que fueran más claros, que parecería que querían alcanzarlo con sus largas uñas; el aire cargado con el olor a vainilla del perfume barato, y los alaridos inhumanos de aquellas bocas pintadas de rojo…

Olvidé que para ser un gran guerrero se necesitaba algo más que la fuerza bruta. La mano que tiró fuertemente del dobladillo de mi capa y casi arrancó la prenda de mis hombros me recordó que León era más ágil que yo y que no había casi nada en lo que pudiera meterme o salir más rápido que él.

– Supongo que no se te ocurrió -gritó, intentando hacerse oír por encima de los gritos detrás de nosotros- que tu familia podía ayudarte.

– Ya tuve vuestra ayuda -respondí brevemente-. Lo siento, hermano, pero fue a un precio demasiado elevado.

– ¿Qué me dices de la desgracia? ¿Qué me dices de la vergüenza que has hecho recaer sobre ti?

– ¡Dirás sobre ti! Vamos, no me engañes, León. ¡Siempre ha sido así! Me manteníais ocupado en algún rincón infecto, fuera de la vista de todos, para que no perturbara tu preciosa carrera.

Para mi sorpresa, el poderoso guerrero no montó en cólera. Miró por un momento, con expresión triste, nuestros pies -los suyos con la única y preciosa sandalia que era cuanto quedaba de su dignidad, los míos descalzos como siempre- y murmuró:

– No, no es eso. -Luego me miró de nuevo, y en su rostro había una expresión pensativa que no había visto nunca-. Tus andanzas a lo largo de estos años no han ayudado, pero lo he superado; todos nosotros lo hemos hecho. Excepto tú. ¿De verdad vas a continuar siendo un esclavo durante el resto de tu vida? Nadie vive para siempre, Yaotl, ni siquiera los tipos escurridizos como tú. Lo máximo a lo que puedes aspirar es a dejar el recuerdo de un buen nombre. Quizá antes no importaba, cuando creías que no tenías hijos, pero ahora sabes que tienes uno. ¿No quieres dejarle nada, aparte de saber que su padre murió esclavo? Si no quieres esforzarte por tu bien, ¿qué pasa con el suyo?

Fue un discurso largo para León; lo dijo suavemente, sin el tono enfático que habitualmente utilizaba en sus reproches. En la incómoda pausa que siguió me dije que debía de haberle costado un gran esfuerzo. Me pregunté si no lo habría ensayado.

Me aparté de León. La multitud que se movía a nuestro lado de pronto me pareció distante. Intenté mirar los rostros preocupados que pasaban rápidamente junto a mí, pero no conseguía enfocarlos. Deseé que no hubiese mencionado a Espabilado.

– Si mi hijo tiene algo de sentido común -murmuré finalmente-, estará al otro lado de las montañas cuando anochezca. Nunca me conocerá.

– Quizá regrese algún día.

Sacudí la cabeza furiosamente para despejarla.

– ¡Cualquiera creería que tengo alguna alternativa!

– Podrías escapar. Es Uno Muerte, podrías hacerlo hoy.

– Solo si estuviese en el mercado. -Conocía la costumbre a la que hacía mención, el único y pequeño resquicio que se le ofrecía a los esclavos en el día especial de Tezcatlipoca-. Y si consigo llegar al palacio del emperador antes de que me atrapen. Ah, y la regla es que debo pisar una mierda en el camino, ¿lo recuerdas? -Siempre había sospechado que esto último indicaba el verdadero propósito de la costumbre: que los demás rieran a placer. ¿Qué podía haber más divertido que ver a un hombre corriendo por el mercado con los pies sucios, mientras su amo lo perseguía sin dejar de gritarle insultos al tiempo que intentaba no pisar las huellas de su esclavo?- ¿Crees probable que hoy me permitan acercarme al mercado? Es imposible, León. Nunca nadie ha escapado de esa forma, a menos que cause más problemas de lo que vale y su amo le deje escapar para ahorrarse el gasto de alimentarlo.

– Compra tu libertad.

Reí sonoramente. Muchos me miraron con sorpresa; incluso los agudos gritos de las chicas que aún discutían detrás de nosotros se acallaron, como si se hubiesen dado cuenta de que se había desviado la atención de su público.

– ¿Comprar mi libertad? -susurré, tras sentir de pronto la imperiosa necesidad de ser más discreto-. ¡Es una broma! ¿Con qué?

León miró con expresión compungida los harapos de su capa.

– ¡Todavía soy el Guardián de la Orilla, aunque ahora mismo no lo parezca! ¿Cuánto pagó el viejo Plumas Negras por tu libertad? ¿Veinte capas? Puedo doblar esa cantidad. Puedo ofrecer más si no alcanza.

– ¿Cómo lo haría para devolvértelo?

Su respuesta me pilló desprevenido. No dijo nada. En cambio, se lanzó hacia mí con los brazos extendidos y las palmas levantadas y chocó contra mi pecho con todo el considerable peso del cuerpo musculoso de un guerrero.

Yo estaba a dos pasos del borde del paso elevado, de espaldas al agua. Con un grito de alarma, me tambaleé hacia atrás debido a la fuerza del golpe hasta que no quedó nada bajo mis pies excepto el vacío. Por un instante mis brazos giraron frenéticamente mientras intentaba mantener el equilibrio; después caí, y atravesé la superficie con tanta violencia que el aire escapó de mis pulmones en una resplandeciente nube de burbujas.

Cuando asomé de nuevo la cabeza al aire puro, con el agua chorreándome de la nariz y las orejas, entendí el chiste. Vi que se lo había explicado a los espectadores, a juzgar por las risas que saludaron mi reaparición. -¡Feliz cumpleaños! -gritó.

– Muy gracioso -jadeé, mientras mis dedos buscaban donde sujetarse entre las ásperas piedras de la base de la calzada-. ¡Sería mucho más gracioso si me ayudaras a salir!

A esto lo llamábamos «Pasar por el agua»: era el tradicional chapuzón que te daban los amigos y la familia el día de tu cumpleaños.

– Ahora se supone que debo invitarte a una fiesta -mascullé mientras ponía de nuevo un pie en tierra-. Lo siento, León, pero no cuentes con ello.

– De acuerdo -respondió él sin molestarse-. Lo dejaré correr. Pero en cuanto a devolverme lo que pague… ¡Te estoy regalando la oportunidad de comprar tu libertad, so idiota!

Por un momento noté que se me iba la cabeza, tal era mi alivio.

Tenía un día por delante en el que podía fingir que era mi propio dueño, pero eso era solo porque pertenecía a Tezcatlipoca, y en su día, uno cada doscientos sesenta, nadie se atrevía a poner ni un dedo encima de un esclavo. Mañana volvería a mis obligaciones, y la primera de ellas sería dar caza a mi propio hijo.

Sin embargo, mi hermano me estaba diciendo que no tenía por qué ser así. Podría ser libre el resto de mi vida. Podría verme libre de la arbitraria y a menudo asesina voluntad del viejo Plumas Negras; sería un nuevo comienzo que de algún modo borraría toda la vergüenza y la miseria que había conocido desde el día que dejé la Casa de los Sacerdotes. La perspectiva era como el mejor de los vinos sagrados que hubiese probado; hacía que me sintiera casi ebrio aunque alerta, pero cuando me disponía a aceptarlo, cuando estaba a punto de abrazar a mi hermano, por primera vez desde que éramos niños, vi el fallo de aquella propuesta.

– Olvídalo -dije bruscamente, y me abrí paso entre la muchedumbre.

– ¿Olvídalo? -Durante un momento, León se quedó donde estaba y repitió mis palabras con incredulidad. Luego se lanzó detrás de mí; apartó con rudeza a un par de hombres que se cruzaron en su camino-. ¿Qué quieres decir con «olvídalo»? ¿Estás loco? No seas terco, Yaotl. ¡Escúchame!

Continué buscando espacio entre las anchas espaldas que me cerraban el paso; cualquier cosa antes que tener que enfrentarme a la mirada confusa, preocupada y furiosa de mi hermano.

– No estoy siendo terco, hermano -acabé por contestarle-. Hablamos del señor Plumas Negras, el primer ministro. Puedes ofrecerle veinte veces mi valor, no importa. Es el segundo hombre más rico del mundo. No necesita tu dinero, ni el de nadie. Si me retiene, es porque le soy de alguna utilidad; cuando no la tenga estaré muerto, y nada de lo que puedas ofrecerle cambiará esto.

Por un momento León se mostró herido como si lo hubiese golpeado. Luego se impuso aquella terquedad que posiblemente era lo único que teníamos en común, y vi cómo su rostro se transformaba en una máscara impasible.

– Si es eso lo que piensas, Yaotl -dijo en tono seco-, entonces solo puedo decirte que disfrutes de tu día de fiesta.

2

El señor Plumas Negras tenia un espléndido palacio cerca del centro de la ciudad, a tiro de piedra del Corazón del Mundo, el recinto sagrado, alrededor de cuyos templos e imponentes pirámides giraban la mayor parte de las actividades de nuestras vidas. Cerca se encontraba el todavía más hermoso palacio del primo de mi amo: el emperador Moctezuma el Joven.

Regresé a la casa de mi amo con los pies doloridos y agotado. Después de una noche sin dormir y llena de violencia seguida por una larga caminata y la pelea con mi hermano, me resultaba difícil pensar en cualquier otra cosa que no fuera entrar en mi habitación, quitarme las prendas que había llevado toda la noche, ponerme mi vieja capa, echarme en mi estera de junco, cubrirme la cabeza con la ropa y dormir.

Sin embargo, el sueño tardó en llegar. Era imposible no pensar en la tarea que me había encomendado mi amo, y en la sorprendente oferta de mi hermano.

La ley era bondadosa con los esclavos, pero mi amo había demostrado en múltiples ocasiones que él estaba por encima de las leyes. Hoy quizá se me permitiría descansar, pero mañana me enviaría a buscar a mi hijo, y si provocaba el enfado del viejo, por ejemplo permitiendo que el chico se fugara de nuevo, se encargaría de que lo lamentara. Encontraría la manera de librarse de mí si lo deseaba. No me cabía la menor duda.

La perspectiva de verme libre de todos estos temores de una vez para siempre era tentadora, y me mantenía despierto como un picor que no podía rascarme. Resultaba todavía más desesperante porque, de haber pertenecido a cualquier otro, el plan de mi hermano habría funcionado. Pero conocía a mi amo; si León le proponía un trato, el viejo Plumas Negras se le reiría en las barbas.

Tiritaba debajo de la capa, aunque no era un día particularmente frío. Aún seguía preguntándome cuándo llegaría el sueño que ahuyentaría mis temores cuando el mayordomo me despertó.

– ¡Yaotl! Algo ocurría.

Mi habitación estaba oscura. Tras correr el biombo de mimbre que tapaba el hueco de la puerta, la oscuridad dejó de ser total, pero por la débil luz gris del atardecer que se reflejaba en el suelo supe que había dormido gran parte de la tarde. No obstante, no fue eso lo que provocó mi desconcierto.

– ¡Yaotl!

Oí tambores. Desde algún lugar cercano llegaba la clara y aguda llamada del tambor de dos tonos, y por debajo el ritmo machacón del tambor de suelo. También oía flautas y el aullido de una trompeta, pero mi atención se centraba en las voces de los tambores, porque parecían retumbar en el suelo debajo de mi cuerpo y hacían temblar mi estera al compás de su ritmo.

No, tampoco eran los tambores. Estaba acostumbrado a su sonido. Debía de celebrarse alguna ceremonia, una ofrenda a un dios; podría deducir de cuál de ellos se trataba cuando abriera los ojos y recordara qué día era.

– ¡Yaotl! ¡Despierta!

Había algo extraño en aquella voz. La conocía de alguna parte; era un gruñido áspero que se había enronquecido tras años de gritar a los demás, pero el tono era el equivocado. Sonaba cortés, casi deferente, y me resultó todavía más extraño cuando me di cuenta de que las vibraciones no las provocaban los tambores, sino una mano que me sacudía suavemente por el hombro, como si quisiera despertarme pero tuviese miedo de conseguirlo.

Todas las piezas encajaron cuando escuché sus siguientes palabras. Sonaron ahogadas, como si hablara tapándose la boca con la mano para que no le oyeran.

– ¡Vamos, levántate, maldito trozo de mierda! ¡Si fuese cualquier otro día te estaría dando de puntapiés en esa calabaza que tienes por cabeza!

Entonces recordé qué día era y para qué era la música. Estuve a punto de echarme a reír. Sin embargo, me contuve y me conformé con sentarme en la postura más digna posible y me cubrí los hombros con mi capa corta realizando lo que esperaba que fuese un gesto señorial.

– ¿Qué quieres, Eluitzic? -pregunté fríamente.

El mayordomo de mi amo apartó la mano como si se hubiese quemado. Retrocedió, pero con el talón se pisó el dobladillo de su larga capa hecha con la de tres guerreros cautivos y a punto estuvo de caer de espaldas al suelo.

Huiztic, su nombre significaba algo muy parecido a «Chinche», que era exactamente lo que yo creía que era.

Para ganar auténtico renombre como guerrero azteca tenías que haber capturado al menos a cuatro del enemigo. Entonces estabas entre los escogidos; podías atarte los cabellos con cintas con borlas de pluma de águila, ponerte tachones en los labios y las orejas, y sentarte en la Casa de las Águilas para charlar de igual a igual con hombres como mi distinguido hermano. Conseguías todo esto si hacías cuatro prisioneros.

Chinche había hecho tres, el último de ellos muchos años atrás. A cambio le habían dado una capa de algodón roja con el borde naranja, un taparrabos bordado, algunos obsequios y un empleo. El emperador había permitido graciosamente que fuera el mayordomo de la casa de mi amo y luego, como no había conseguido volver a distinguirse, lo había olvidado completamente.

Desde que lo conocía, el mayordomo había demostrado ser un bravucón amargado y cruel. Afortunadamente, como la mayoría de los bravucones, se aterrorizaba ante un poder superior, fuera humano o divino. La última vez que me tocó fue para darme una terrible paliza por haberme fugado, pero hoy era el día de mi patrono. Quizá pagaría por ello más tarde, pero por el momento estaba a salvo del mayordomo gracias a la superstición. Se decía que cualquiera que molestara o pegara a un esclavo en Uno Muerte sería castigado con pústulas supurantes,

– Tienes un visitante. -Se había apartado hasta tocar la pared junto a la puerta, que era lo más lejos que podía estar de mí sin salir de la habitación. Advertí que llevaba algo sobre un brazo.

Me apresuré a levantarme.

– ¿Un visitante? -Por un momento me atreví pensar que era León, que había venido para renovar su oferta de comprar mi libertad, y que quizá mi amo estuviese dispuesto a aceptarla-. ¿Quién es?

– No lo sé -respondió. Mis esperanzas se esfumaron-. Se presentó hace un momento, cuando su señoría estaba preparando el sacrificio para el dios. Está en el patio grande, donde han instalado el ídolo.

Me abracé a mí mismo debajo de la capa y temblé, todavía con frío después de dormir en el duro suelo helado. Miré a través del hueco de la puerta hacia la creciente oscuridad.

– Será mejor que vaya.

– ¡Espera!

Me volví con curiosidad hacia el mayordomo, que me extendía un brazo donde colgaba una tela; sus colores todavía eran brillantes; acabada de lavar, si es que no era nueva.

– El amo ha dicho que debes ponerte esto. No hemos tenido tiempo para bañarte, pero dice que debes llevar una capa nueva.

La cogí con admiración, y mientras dejaba caer mi vieja y sucia capa y me ponía la nueva, me maravillé una vez más del extravagante sentido del humor de Tezcatlipoca. La tela solo era de fibra de maguey; incluso en este día tenía prohibido el algodón. El brazo que me la había ofrecido estaba rígido como un bastón, pero el Señor del Aquí y Ahora debía de pensar que era un broma muy divertida: hacer que los hombres que un día me maldecían y golpeaban me hicieran regalos al siguiente.

En silencio seguí al mayordomo hasta el gran patio en el centro del palacio de mi amo.

No iba a poder reunirme con mi visitante durante un rato. Todos los laterales estaban atestados de gente de la casa del primer ministro y de invitados, y me costó lo mío abrirme paso entre ellos para encontrar un lugar desde donde poder ver qué estaba pasando. Un par de hombres me miraron con curiosidad, pero me abrieron paso cuando me reconocieron; esta era otra de las cosas que solo podían ocurrir en un día como aquel.

Medio patio estaba despejado. A un lado, los músicos aún interpretaban el acompañamiento de un himno. Había trompeteros que soplaban las caracolas, flautistas, cuyo instrumento era el preferido de Tezcatlipoca, y tambores. A mi alrededor la multitud se movía al ritmo de los tambores y del sonido agudo de las flautas.

Mi amo estaba de espaldas a mí. Se mantenía muy erguido, y visto desde atrás podría haber pasado por un hombre mucho más joven, pero esa noche se le reconocía por la fastuosidad de su atuendo: la capa blanca bordeada de plumas negras, que era el distintivo de su elevado cargo.

Delante del viejo Plumas Negras estaba el dios.

Tezcatlipoca vivía gran parte del año en un altar en el interior de la casa, muy cerca del fuego central, pero hoy lo habían sacado al exterior para que todos lo viéramos y le rindiéramos culto.

Llevaba generaciones en la familia de mi amo, y comenzaba a aparentar su edad, con la pintura desconchada y descolorida en algunos lugares y con grietas en la madera tallada. Sin embargo, no había perdido ni un ápice de su poder. Desde las largas plumas blancas que coronaban la cabeza hasta el disco negro del espejo mágico en la mano izquierda y la pezuña de venado, símbolo de su terrorífica rapidez, atada a su pie derecho, era una fiel representación del Señor del Aquí y Ahora. Cuando miré la ancha franja oscura que cruzaba su rostro como si frunciera el entrecejo, las flechas con puntas de obsidiana en la mano derecha y la sangre de verdad que embadurnaba la mitad de su cara, me resultó difícil no echarme a temblar. Los hombres habían tallado esta monstruosa imagen, pero su poder pertenecía al dios; los diminutos ojos que observaban a través de la nube de humo aromático y resinoso que velaba su rostro inmóvil tenían todo el poder de la ferocidad y maldad de Tezcatlipoca.

Mi amo se había tomado mucho trabajo para apaciguarlo en su día, en vista de las flores frescas amontonadas delante del ídolo y la gran cantidad de sangre fresca, cuyo hedor se imponía al perfume de las flores. Los cuerpos decapitados de las codornices sacrificadas yacían a su alrededor; su preciosa agua de la vida se derramaba en el suelo cubierto de tierra y formaba una espesa pasta oscura.

El viejo llegaba al final de un cántico. El viejo Plumas Negras era sacerdote además de cabeza de la casa, y las palabras que entonaba debían de serle tan conocidas que podría haberlas recitado en sueños. Sin embargo había algo en la manera en que las decía: un sincero fervor que no había oído en su voz desde hacía años. Supe que esa noche realmente necesitaba la ayuda de Tezcatlipoca.

Hago ofrendas

de flores y plumas

al dador de la vida.

El pone los escudos águila

en los brazos de los hombres

allí donde la guerra se libra,

en mitad de la llanura.

Como nuestros hijos,

como nuestras flores,

también tú, guerrero de la cabeza afeitada

da placer al dador de la vida…

Recitó los versos como si los arrancara de su propio corazón.

Sabía que los había compuesto para su hermana, Macuilxochitl, muerta muchos años atrás. ¿Era una coincidencia, o buscaba deliberadamente recordar al dios todo lo que había hecho su familia para honrarlo, como si quisiera pedirle que le devolviera el favor?

– Esta noche parece que carga un poco las tintas, ¿verdad? -murmuré.

El hombre que estaba a mi lado en la multitud me miró con curiosidad. Era más bajo que yo, ligeramente encorvado y con el pelo ralo y canoso. Vestía una capa sencilla que no le llegaba a las rodillas y llevaba el pelo suelto y sin adornos. Parecía un plebeyo, pero seguramente era un comerciante que ocultaba su riqueza, como siempre hacían, o quizá un artesano: un lapidario, un orfebre o un plumajero. Mi amo no era dado a invitar gente a su casa a menos que tuvieran algo que él quisiera: conocimiento, dinero o una habilidad que él pudiera utilizar.

Vi que había dado su sangre a los dioses; tenía las mejillas y el cuello embadurnados, y algunas partes todavía brillaban.

– Si lo hace, no tiene nada de particular. Todos hemos apaciguado a los dioses esta noche. ¿Por que crees si no que estamos todos aquí? ¿No te has enterado?

– No.

Mi respuesta le sorprendió.

– ¿Has estado durmiendo todo el día o qué?

– Sí.

– Entonces no sabes qué pasó anoche.

Fue mi turno de mirarlo desconcertado. Sin duda no se refería a que mi amo recurriera al dios para que lo ayudara debido a lo que habíamos hecho la noche anterior. Entendía que pudiese tener motivos, porque nuestras aventuras en el lago habían sido una última vuelta de tuerca a los bandazos que había dado su buena fortuna últimamente. Sin embargo, de ninguna manera el viejo Plumas Negras hubiese permitido que llegase al conocimiento público.

– No sé de qué me hablas -dije cautelosamente.

El hombre había susurrado, pero ahora bajó la voz hasta que casi no se le oía entre los golpes de los tambores, el estrépito de las caracolas y el canto de mi amo.

– ¡Debes de ser la única persona en todo México que no se ha enterado! Se ha visto a un dios en las calles, al norte de la ciudad, en Tlatelolco. Varias personas lo vieron. ¡Yo mismo lo vi! ¡Era Quetzalcoatl, era la Serpiente Emplumada!

Me miró, expectante.

Si esperaba que me quedara boquiabierto, gimiera, gritara o comenzara a arrancarme el pelo, a arañarme la piel o a hacer cualquiera de las cosas que hacen las personas cuando les domina el temor a los dioses y a su destino, se llevó una decepción.

– ¿De verdad? -dije.

Había llegado a mis propias conclusiones acerca de los dioses muchos años atrás. Ellos habían dado su sangre y sus cuerpos para crear a los primeros humanos y hacer que el sol y la luna aparecieran en el cielo. Para honrarlos y recompensarlos por su sacrificio, nosotros les ofrecíamos los corazones y las vidas de fuertes y hermosos guerreros. Eso era lo que hacíamos: reclamábamos nuestro derecho a dirigirnos a ellos en sus mismos términos. Sollozar muertos de miedo no haría crecer nuestras cosechas, no evitaría las inundaciones del lago ni desviaría las lanzas de nuestros enemigos; pero si hacíamos sacrificios y exigíamos que los dioses los aceptaran, quizá hicieran aquello que les pedíamos.

Esto no significa que no hiciera caso de los augurios o que la mayor parte de la ciudad no se sintiera paralizada de temor por ellos. Casi todo, desde ver a un conejo que entraba en tu casa a soñar que se te caían los dientes, podía ser interpretado como un portento. En los últimos años se habían visto más cosas extrañas que en cualquier otra época: misteriosas luces que atravesaban el firmamento, templos que se incendiaban hasta quedar calcinados sin motivo aparente, el lago que se agitaba y crecía en un día en que no se movía ni una hoja. Quizá ese fuese el motivo de que todos estuviesen inquietos después de esta última aparición. Al mirar a su alrededor, me pareció que la multitud que había en el patio del primer ministro era extraordinariamente numerosa, y se mostraba extrañamente silenciosa y atenta, incluso más de lo habitual para unos aztecas.

– ¿Qué pasó exactamente? -pregunté.

– Tienes mucha sangre fría -comentó mi vecino-. ¿Qué pasó? Pues que vieron al dios en aquel lugar, poco después de la medianoche. Fueron muchos quienes vieron lo mismo. Cuando el señor Plumas Negras se enteró, nos mandó llamar. -Como primer ministro mi amo era el máximo responsable de lo que ocurría en las calles de la ciudad, y que los dioses rondaran por ellas era algo que merecía su atención. Me pregunté si se mostraría tan escéptico como yo en esta cuestión.

– ¿Dices que fueron muchas las personas que lo vieron? Las calles de Tenochtitlan y Tlatelolco suelen estar desiertas por la noche. Rondan demasiados espíritus malignos. Nadie quiere arriesgarse a ver una lechuza, un portento que anuncia tu propia muerte, o encontrarse con las Princesas Divinas, los espíritus de las madres muertas en el parto que se vengan de los hombres haciendo que sufran terribles enfermedades.

– Creo que se celebraba una fiesta -señaló mi vecino, a la defensiva-. Quizá algunos de los invitados…

– Quizá algunos de los invitados se atiborraron de hongos sagrados. ¡Podrían haber visto cualquier cosa!

– ¿Quieres escucharme o no? -Interpretó mi silencio como un sí-. El dios corría, o intentaba correr. Avanzaba a trompicones a lo largo del canal, y gritaba, maldecía. Parecía como si estuviera borracho.

– ¿Por qué todos creyeron que era Quetzalcoatl?

– ¡Tenía su aspecto! Tenía el rostro de serpiente, muy suave y brillante, y el resto de su cuerpo estaba cubierto de plumas; le salían plumas de la cabeza, la espalda e incluso de la capa y el escudo que llevaba, grandes y largas plumas verdes por todas partes. ¡Tendrías que haberlo visto! -exclamó muy excitado-. ¡Las plumas de quetzal más bellas que he visto nunca, y eso que soy plumajero!

No acababa de creerlo. La descripción parecía demasiado precisa, idéntica a la de las imágenes que decoraban los innumerables santuarios y templos.

– ¿De verdad viste todo esto?

– ¡Te lo estoy diciendo, estaba allí! Lo tenía delante, tan cerca como estás tú ahora.

– ¿No serías tú uno de los asistentes a la fiesta que has mencionado? -Cuanto más escuchaba, más me convencía de que había sido cosa de los hongos sagrados.

– No -respondió, claramente ofendido-. Mira, estaba tan sobrio como estoy ahora, ¿de acuerdo?

Exhalé un suspiro; no tenía la intención de armar una bronca.

– De acuerdo, lo siento, pero es que parece increíble. ¿No estabas asustado?

– ¿Asustado? Mira -dijo, con un perverso tono de orgullo-. No me da vergüenza decirlo: ¡tenía tanto miedo que me meé encima!

– Así que estabas paseando por Tlatelolco sin compañía…

– Andaba por el canal que separa Pochtlan de Amantlan, ¿lo conoces? -Lo conocía. Imaginé la ancha calzada, con embarcaderos a ambos lados y los blancos muros encalados de las casas y los patios, la mayoría grandes y bien cuidadas, dado que Pochtlan y Amantlan eran dos de los distritos más ricos de la ciudad-. Oí la conmoción al otro lado; alguien que gritaba y pies que corrían. Estaba demasiado oscuro para poder ver con detalle al otro lado del agua. -La única luz a esas horas era la de las estrellas y el resplandor de las hogueras que ardían en las cimas de las pirámides cercanas-. Todo lo que podía ver era que alguien se movía hacia mí. Recuerdo que me pregunté si cruzaría el puente antes que yo. ¡Lo hizo! -Vi cómo el hombre tragaba saliva-. Estaba tan asustado que ni siquiera podía correr. Solo miré cómo cruzaba tambaleándose el pequeño puente de madera. No sé si estaba borracho, pero desde luego apenas podía mantenerse en pie, y después ¡me encontré cara a cara con un dios!

Cara a cara con un dios. En la expresión del hombre, en los ojos desorbitados y en el gesto de su boca vi algo del terror que seguramente había experimentado. Estaba diciendo la verdad. No tenía ninguna duda. Haber sabido de boca de los demás que habían visto lo mismo que él y que no había sido simplemente una pesadilla solo podía haber aumentado su miedo.

Me disponía a preguntarle qué había sucedido a continuación -adonde había ido el dios, si él había perdido el conocimiento o había escapado-, pero unos tirones en mi capa me interrumpieron.

– Tu visitante, esclavo -murmuró Chinche.

Mi visitante se negaba a entrar en el patio. El mayordomo tuvo que llevarme hasta él. Lo hizo de muy mala gana. Arrastraba el dobladillo de su larga capa de algodón por el suelo de tierra con la intención de ensuciarme de polvo el rostro mientras lo seguía. Cuando llegamos al último escalón de la larga y ancha escalera que bajaba desde la terraza delantera de la casa de mi amo hasta el canal que pasaba por delante, murmuró audiblemente.

– Ya no falta mucho. Ya verás qué te espera mañana, condenado imbécil… Ahí lo tienes.

En la escasa luz del ocaso, el espacio pavimentado delante de la casa reflejaba un resplandor incoloro, igual que en la casa opuesta. El canal entre ambas era una ancha faja de color negro puro. En el centro había una trémula mancha de luz amarilla, el reflejo de una hoguera en lo alto de una pirámide cercana.

Mi visitante se había colocado de tal forma que la silueta de su cuerpo se recortara en la mancha de luz, y todo lo que vi en un primer momento fue la forma angular de un hombre alto vuelto a medias hacia mí.

– ¿Yaotl?

– Aquí lo tienes -respondió sin entusiasmo el mayordomo.

– Gracias -dijo el visitante; luego, al ver que el otro hombre no parecía dispuesto a marcharse, añadió en un tono que sonó claramente como una orden-: Eso es todo.

Oí el susurro de la capa del mayordomo cuando se volvió y emprendió el camino de regreso a la casa. En el momento en que se perdió de vista me volví hacia la figura en sombras de pie junto al canal.

– Muchas gracias. ¿Tienes idea de lo que me espera por la mañana?

El desconocido se echó a reír.

– ¡Cállate! -exclamé-. Tú no tienes que aguantar a ese zoquete todos los días. Es una mala bestia cuando se enfada y no hay nada que moleste más a un idiota como él que el hecho de que le dé órdenes un desconocido. Vamos a ver, ¿quién eres? La risa se interrumpió bruscamente.

– Lo siento, pero me pareció divertido. Sé que no tendría que haberlo hecho, porque ambos estamos en la misma posición, pero tengo que darte un mensaje; es urgente y muy privado.

– ¿La misma posición? ¿Tú también eres un esclavo?-Me sentí un poco mejor dispuesto hacia él. Hacía falta tener valor para mandar con viento fresco al mayordomo como había hecho él, aunque seguramente sería yo quien pagaría las consecuencias. Además, ahora estaba intrigado-. ¿El esclavo de quién? ¿Por qué estás haciendo recados en Uno Muerte? ¿No tendrías que estar descansando?

– Me ofrecí voluntario. Verás, soy nuevo; hace muy poco que me vendí. Mi nombre es Chihuicoyo. -Significa «Perdiz»-. Ni siquiera he gastado todo el dinero que me dieron, así que por derecho no tendría que estar trabajando, pero mi amo me necesitaba con urgencia, y siempre es bueno causar buena impresión, ¿no te parece?

Lo comprendía perfectamente. Un esclavo valioso puede llegar a tener un cargo de responsabilidad, supervisar a los demás esclavos, o incluso conseguir comprar la libertad a un precio razonable. Si además era lo bastante listo para ganarse el aprecio de la esposa de su amo y el viejo moría en el momento oportuno, las posibilidades eran ilimitadas.

– Por eso, cuando Icnoyo me llamó para que trajera un mensaje, no me pareció oportuno negarme.

Lo miré fijamente.

Resultaba difícil ver cualquier detalle con tan poca luz; solo una capa corta que le colgaba de los hombros con la rigidez propia de la tela de fibra de maguey. Todo lo que veía de su rostro era los ojos brillantes, pequeños como los de la mayoría de los aztecas, y parte del pelo. Lo llevaba más corto que yo, como la mayoría de la gente. Yo lo llevaba largo hasta los hombros para taparme las orejas, que estaban mutiladas por años de sangrarlas en los sacrificios cuando era sacerdote.

Sin embargo no fue su aspecto lo que hizo que lo mirara fijamente. Fue la sorpresa.

– ¿Has dicho Icnoyo? -pregunté con voz débil.

Una vez, cuando era un chiquillo y estaba en la Casa de las Lágrimas, uno de los chicos mayores me dio un trozo de ámbar que por lo visto había estado frotando con un paño para despertar al espíritu que vivía en el interior. Yo me pegué un buen susto y él rió a placer.

Las palabras del esclavo me asustaron tanto como aquel trozo de ámbar.

Icnoyo, un viejo comerciante con un nombre muy poco adecuado -significa «Bondadoso»- era el padre de Azucena, el abuelo de Luz Resplandeciente. Recibir un mensaje del viejo esta noche, cuando creía que había acabado con él y con toda su familia y solo tendría que ocuparme de mis problemas y del horrible dilema al que me enfrentaría por la mañana, era lo que menos deseaba en el mundo.

– Así es -confirme) el esclavo-. Bondadoso tenía muchísimo interés en que lo recibieras inmediatamente. Tenía que dártelo a ti, a nadie más. Dijo que no significaría nada para otra persona, pero que tú sabrías qué hacer con él.

– Quizá. Si era algo tan urgente ¿por qué su hija no me lo dijo anoche, o esta mañana? Se olvida de qué soy. Podría haber hecho algo al respecto durante el día, de haber sabido qué deseaba, pero ahora ya es tarde. Creo que mi amo tiene otros planes para mí. -Suspiré con pesar. Ahora que me había recuperado de la sorpresa noté que me picaba la curiosidad. ¿Qué críptico mensaje debía de traer el esclavo de Bondadoso?

– Extiende la mano.

La voz de Perdiz se convirtió bruscamente en un susurro apremiante. Sin pensar, hice lo que me pedía; en la oscuridad sentí, más que vi, el pesado paquete envuelto en una tela que cayó sobre mi palma. Cuando lo miré vi que era más oscuro que la piel de mi mano; también me di cuenta de que estaba húmedo.

– ¿Qué es esto?

No obtuve respuesta.

Cuando alcé la mirada el esclavo había desaparecido.

Miré apresuradamente a uno y otro lado. Respiré profundamente, dispuesto a llamar, pero me contuve, y en cambio escuché con atención.

El único sonido era el de los suaves golpes de unos pies desnudos que corrían por el camino a lo largo del canal.

Me senté en el primer escalón de la escalera que conducía desde el canal hasta la casa de mi amo y miré fijamente el paquete que sostenía en mi mano.

Todavía me llegaba el sonido de los tambores, pero ahora los músicos que mi amo había contratado competían con los de las casas vecinas, así que desde donde estaba sentado toda la ciudad parecía resonar con su ritmo. Las grandes casas estarían llenas de personas que rezaban y hacían ofrendas a Tezcatlipoca. Para aquellos que no vivían en las grandes casas o que no estaban invitados a ellas, los sacerdotes, en todos los templos, estarían entonando himnos a Aquel de quien somos esclavos. Todos, desde el más célebre guerrero y el más rico comerciante hasta el más pobre y hambriento siervo en su parcela anegada en el lago, estarían rezando para obtener el favor del dios. El pobre rezaría por el golpe de fortuna que lo convertiría en rico en un abrir y cerrar de ojos. El rico le pediría al dios que no lo abandonara y le permitiera conservar lo que tenía.

Yo era el único en la ciudad que no pedía nada. No tenía nada que valiera la pena conservar, y había visto demasiado para no saber que el dios podía empeorar las cosas si lo deseaba.

Lo único que tenía era un paquete envuelto en una tela mojada. Mientras lo sopesaba tuve un pensamiento desagradable sobre la razón por la que podía estar empapado. Luego, cuando me lo acerqué a la nariz para olerlo con cautela, casi lo arrojé, asqueado. Hay algo en el olor de la sangre que tiene el poder de asquear incluso al más curtido carnicero.

Con mucho cuidado, con el paquete a la distancia de un brazo, comencé a quitarle el envoltorio. A medida que la tela delgada y basta se rompía a trozos, me prometí que arrojaría aquella cosa repugnante al canal y me lavaría las manos en cuanto descubriera qué era.

Mis dedos, entumecidos por el frío y la humedad, parecían moverse cada vez más lentamente a medida que se acercaban al centro del paquete. Había algo en su peso que me tiraba de la mano como un pescado que se agita en la red, en su forma, estilizada y con una utilidad bien definida, en su brillo apagado, que conocía lo suficientemente bien como para temerla.

Luego lo tuve en la mano, con los restos de la tela del envoltorio dispersos en el suelo alrededor de mis pies, como las pieles abandonadas de las serpientes.

Mi primer impulso fue dejarlo caer. El segundo fue aferrarlo en mi mano y apretarlo contra mi pecho en un desesperado abrazo para no soltarlo nunca más. El tercero fue vomitar hasta las tripas.

No hice ninguna de las tres cosas. Me limité a seguir sentado junto al canal y mirar lo que tenía en la mano: un puñal de bronce pegajoso con sangre coagulada. Intenté deducir su significado.

Conocía ese puñal. Me había amenazado en más de una ocasión. La última vez que lo vi, su hoja estaba clavada en el pecho del viejo esclavo de Bondadoso, Nochehuatl. Eso fue cinco días atrás, y explicaba cómo el comerciante se había hecho con el arma, aunque también observé con un estremecimiento de horror que parte de la sangre era más fresca que la que debía de pertenecer al esclavo.

Era un regalo siniestro, pero también era algo más. El puñal había sido la única posesión de mi hijo, el único recuerdo de los años de la infancia pasados en el exilio entre los tarascos, los bárbaros del otro lado de las montañas, en el oeste, que eran los únicos que sabían fundir y trabajar el bronce.

¿Por qué me lo enviaba ahora el viejo comerciante? ¿Estaba intentando decirme que mi hijo había regresado para reclamarlo?