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– ¡Vamos, despierta!
Estaba oscuro y hacía mucho frío. Muy propio de mi amo, pensé, obsequiarme con una capa nueva que era demasiado delgada para protegerme del frío. Entonces me di cuenta de que no me cubría ninguna capa y que tiritaba en mi estera de dormir sin otro abrigo que el taparrabos.
Seguramente había apartado la capa mientras dormía, me dije. Tanteé a ambos lados a ver si la encontraba. Mis dedos tocaron el áspero cuero de una sandalia, y luego la piel callosa de un pie en el momento en que este se levantaba del suelo y se dirigía hacia mis costillas.
Fue más un contacto seco que un golpe, aunque conseguí contener un grito. Me había dado cuenta de a quién pertenecía el pie y no quería darle a Chinche la satisfacción de oírme aullar.
– ¡Muévete! -ordenó.
– ¿Dónde está mi capa? -pregunté mientras me sentaba.
– Aquí. Esta es la tuya.
Me arrojó un bulto de tela desde la oscuridad. Cuando lo desplegué pensé que se había equivocado. Parecía demasiado áspera, estaba desgastada en los bordes y olía.
– ¿Qué es esto? ¿Dónde esta mi capa nueva? -En el acto lamenté haberlo preguntado.
El mayordomo se echó a reír.
– Ya no es Uno Muerte, esclavo. No creerías que nuestro amo iba a permitir que te quedaras con una capa nueva, ¿verdad?
El mayordomo y yo navegamos por un laberinto de canales hasta llegar al lago abierto; a mí, naturalmente, me tocó empuñar el remo.
A nuestro alrededor se oían los sonidos de una ciudad que despertaba lentamente. Los últimos ecos de las trompetas que avisaban del alba llegaron desde los templos y se extendieron por las calles como la niebla en un día sin viento. Oímos el ruido de las escobas que barrían los patios de las casas y el suave chapoteo que hacían las mujeres mientras lavaban los rostros de los ídolos domésticos. Quizá había sido mi imaginación, pero esta mañana me pareció oír algo poco habitual en los rituales sagrados, como si algunas de las escobas barrieran con más vigor y como si se lavaran con más mimo las pequeñas estatuas. Me pregunté si los rumores sobre la aparición de Quetzalcoatl tenían algo ver con este despliegue.
Sin embargo, la vida continuaba. Junto con los otros sonidos llegó el chasquido de la sabrosa masa de maíz sobre la parrilla. Un par de veces oí el llanto de un bebé y la voz arrulladora de una mujer que lo calmaba. Desde algún lugar cercano se oyó una sonora maldición, seguramente la de un hombre que de camino a los cultivos o al mercado se había dado cuenta de que se había dejado la comida y tenía que volver a buscarla.
Muy lejos, en el este, las almas de los guerreros muertos estarían ensayando sus cantos y bailes mientras esperaban para escoltar al sol en su viaje a través del cielo. Por supuesto, nunca se oían sus voces ni el ruido de sus pies, pero sus sonidos parecían crecer en mi mente a pesar de la charla de los aztecas que nos rodeaban, de la misma forma que se oye el rumor de una colmena a pesar del zumbido de un par de abejas extraviadas.
Un hombre que moría en la batalla o en el altar del sacrificio pasaba cuatro años en la comitiva del sol; después, nuestras creencias decían que se reencarnaba en un colibrí o una mariposa.
Ahora el sol saldrá
ahora el día amanecerá
que todos los colibrís
salgan a libar el néctar
de las flores que esperan.
– ¿Qué es eso? ¿De qué hablas? ¿Qué crees que eres, un poeta?
El puñal de bronce de mi hijo estaba oculto entre los pliegues de mi taparrabos, un molesto peso que golpeaba contra mi muslo. El impulso de empuñarlo y hacer callar para siempre al mayordomo era casi incontrolable. Sin embargo, me contuve. ¿Qué haría después? Ya me había enfrentado antes a esta realidad; si ahora escapaba no estaría seguro en ningún lugar de México, y en un mundo lleno de enemigos, un azteca no estaba seguro en ninguna otra parte.
Mientras pensaba en las palizas y las humillaciones que había sufrido a manos de Chinche y en el joven que el viejo Plumas Negras me había ordenado buscar, supe que no tardaría en llegar el día en que quizá tendría que levantar mi mano contra mi amo y sus sirvientes, pero hasta entonces lo mejor era hacer aquello que me decían. No podía dejar que nada pusiera en peligro el objetivo que me había propuesto: averiguar por qué Bondadoso me había enviado el puñal.
Además, tenía una respuesta para el mayordomo.
– Es un himno -le dije en tono de reproche-. ¿No lo conoces? Es el que cantamos al Dios Maíz cada ocho años…
– En tu caso, cantabas -se mofó. En cualquier caso se intranquilizó, como si lo hubiesen pillado cometiendo algún acto impío. Se arrebujó en la capa y mantuvo la mirada fija en el agua que nos rodeaba.
– ¿Adonde vamos? -pregunté. La vía de agua se ensanchaba y las grandes casas daban paso a pequeñas chozas de una sola habitación medio ocultas por los cañaverales y los sauces.
– Volvemos a la embarcación del comerciante. Recogeremos a Manitas…
– ¿Todavía sigue allí?
– Oh, no te preocupes por él, ¡está muy bien pagado! -El mayordomo soltó una risotada-. Después iremos a por nuestros fugitivos. El señor Plumas Negras piensa que no pueden haber ido muy lejos. Cree que ayer se escondieron en algún lugar cercano a la costa. Seguramente saben que los estamos buscando y habrán preferido dormir y mantenerse ocultos durante el día. Quizá anoche se alejaron un poco, pero si encontramos el rastro y nos movemos más rápido que ellos, los atraparemos.
– ¿Qué pasará si no los atrapamos? -pregunté ingenuamente.
El mayordomo se inclinó hacia mí hasta que su rostro quedó muy cerca del mío y olí los chiles y el tabaco barato en su aliento.
– Si no los atrapamos -dijo-, me encargaré de que el viejo Plumas Negras sepa de quién ha sido la culpa, y sin duda hará contigo lo mismo que hará con ellos si los captura. ¡Creo que lo que tiene pensado es atravesarles las pelotas con una flecha!
La embarcación del comerciante estaba tal como la habíamos dejado, aunque los cadáveres de la cubierta habían desaparecido.
– La madre de Luz Resplandeciente envió una canoa a recogerlo -nos contó Manitas cuando el mayordomo y yo lo llamamos desde nuestra embarcación.
– ¿Qué hay de los demás?
– Los arrojaron por la borda. Ayer por la mañana vinieron unos guerreros. Les ataron piedras en los pies y los arrojaron al agua. Unos tipos muy eficientes; hasta trajeron las piedras.
– ¿Guerreros?
– Otomíes. Unos cabrones de cuidado.
– ¿Otomíes? ¿Todavía están aquí? -se apresuró a preguntar el mayordomo mientras miraba nerviosamente la embarcación, donde era obvio que no había nadie más aparte de Manitas.
– Sí, están debajo del agua respirando a través de cañas -replicó Manitas burlonamente-. ¡Por supuesto que no están aquí! Regresaron a tierra firme en su canoa. ¡No quise pedirles que me llevaran con ellos!
Comprendí su enfado. Nacía del miedo.
Los otomíes, una raza de salvajes que vivían en las tierras altas y frías al norte del valle de México, eran famosos por su coraje, su fuerza y su estupidez, y por pintarse el cuerpo de azul. Solíamos reírnos a su costa: «Un imbécil otomí, cabeza cuadrada, bola de sebo con patas…». Lo divertido era que podías decirle todo esto a uno de esos idiotas extranjeros con un tono amable y el muy imbécil te sonreía como si le estuvieras preguntando por la salud de su abuela.
«Otomí» también era el nombre de algunos de nuestros más feroces guerreros, la élite del ejército, hombres que habían jurado no dar nunca un paso atrás en la batalla, y si eso te parece razonable, puedes intentar tumbar a un noble texcalteca sin perder pie ni una sola vez, y a ver cuánto aguantas. Estos psicópatas se parecían a sus homónimos bárbaros en todos los aspectos excepto en la pintura azul; nunca se te ocurriría gastarles una broma, a menos que no te importara perder la vida.
Tuve que controlar una súbita sensación de terror cuando me di cuenta de que estaban realizando la misma busca que yo. Me dije que si encontraban a mi hijo antes que yo, no tendría ninguna posibilidad. Si el primer ministro lo quería vivo probablemente le cortarían un pie para impedir que se fugara y luego se quedarían con el pie como un recuerdo.
– ¿A tierra firme? -repitió el mayordomo, y se mordió el labio inferior-. Tenemos que ir allí.
Encontrarse con los otomíes le inquietaba tanto como a Manitas y a mí. Después de todo, era un guerrero con solo tres prisioneros, y lo despreciarían casi tanto como a nosotros dos. En cuanto pensé en ello, vislumbré la posibilidad de un plan, débil y esquivo como la primera estrella en el atardecer.
– Tenemos que ir con ellos -dije con firmeza-. Si están buscando a las mismas personas que nosotros, tendríamos que unir las fuerzas, ¿no te parece?
– Bueno, no sé…
– Preferiría regresar a la ciudad -protestó Manitas-. Vosotros no habéis estado metidos en esta embarcación un día y medio. ¿Tenéis idea de lo que me hará mi esposa cuando regrese a casa?
– No creo que el viejo Plumas Negras tolere que alguien se vaya a casa antes de haber encontrado a esos dos. -Miré directamente al fornido plebeyo para asegurarme de que me había entendido-. Todo lo que debemos hacer es encontrar a los otomíes e indicarles la dirección correcta.
– ¿Todo lo que debemos hacer? -El mayordomo casi se atragantó-. ¿Te has vuelto loco? Escucha, no estamos hablando de un montón de chiquillos que buscan ranas y serpientes de agua entre los cañaverales. ¡Perseguir a un par de fugitivos es una cosa, pero esto empieza a ser peligroso!
– ¿Qué crees que hará nuestro amo si nos presentamos con las manos vacías? -Una mirada al mayordomo me dijo que había puesto el dedo en la llaga. El viejo Plumas Negras podría hacerle la vida tan desagradable como a mí-. Tienes que enfrentarte a la realidad, no tenemos ninguna posibilidad de encontrarlos por nuestra cuenta, y si lo hacemos, ¿cómo conseguiremos traerlos de vuelta con vida? Si encontramos a los soldados y les decimos dónde deben comenzar la búsqueda, quizá no nos manden a paseo; después podremos regresar a casa y decirle a nuestro amo que hemos hecho nuestra parte.
Manitas tardó apenas un segundo en tomar su decisión. Saltó por encima de la borda de la embarcación del comerciante para pasarse a nuestra canoa, que se bamboleó violentamente.
– No tendréis que andar mucho para encontrar a los guerreros -dijo el plebeyo-. Están acampados justo tras aquellos juncos de allá. Se han pasado la mitad de la noche cantando. No me dejaban dormir, pero ¡no era cuestión de decirles que se callaran! Si nuestros dos fugados los oyeron, estoy seguro de que a estas horas ya estarán muy lejos. -Yo también lo creí; luego recordé que no eran dos los fugados sino solo uno, y tenía la sospecha de que no se había ido a ninguna parte. Además, deduje que los cantos habían sido un engaño: mientras algunos de los otomíes entretenían a las criaturas de la noche con sus himnos guerreros, los demás debían de haberse movido silenciosamente entre los juncos y cañaverales de la costa, amparados por el ruido-. Solo quiero saber qué les dirás.
Mientras hundía el remo en el agua y comenzaba a impulsar nuestra sobrecargada y de pronto poco maniobrable canoa en la dirección que había indicado Manitas, señalé otro lugar en la orilla donde había visto unas huellas frescas en el fango y algunas plantas aplastadas.
– Les diré que busquen allí -contesté-. Es donde nuestros fugitivos pisaron tierra.
Manitas miró hacia el lugar que indicaba. Luego me miró a mí. Abrió la boca como si fuese a decir algo, pero la cerró.
El lugar que había señalado era el mismo en el que dos noches atrás el barquero de mi amo embarrancó la canoa y huyó. Manitas había presenciado lo sucedido. Procuré que mi rostro no reflejara la tensión mientras él decidía si debía o no mencionarlo.
– Sí, creo que tienes razón -dijo finalmente.
Antes de que pudiera dar gracias a los dioses por su colaboración, el mayordomo preguntó:
– ¿Por qué no se lo dijiste ayer a nuestro amo?
– Ayer por la mañana había demasiada niebla. No estaba seguro. -Me volví rápidamente hacia Manitas, con la intención de cambiar de tema-. ¿Qué pasará con la embarcación?
– Azucena y su padre seguramente enviarán a alguien para que se la lleve. Aún hay una carga considerable: balas de plumas, sacos de semilla de cacao, muchísimos productos de las tierras calientes del sur. No creo que quieran dejar todo esto en medio del lago.
– Pero estaba muy oscuro cuando escaparon… -Podía criticarle muchas cosas al mayordomo de mi amo, pero no había duda de que era un tipo persistente.
– ¿Qué es aquello que se ve allí? -pregunté-. A mí me parece que es humo.
Una delgada columna de humo, como la que podría elevarse de una pipa demasiado cargada, acababa de aparecer por encima ele los juncos que teníamos delante.
– Lo es -confirmó Manitas. Me miró-. Creo que es de la hoguera que encendieron los otomíes.
Ahora estábamos muy cerca de la orilla; tanto que vi cómo el agua empezaba a cambiar de color, de azul oscuro a un verde sucio, y oí el zumbido de las moscas y los mosquitos que vivían entre los cañaverales. Los patos entraban y salían de entre los juncos, sus patas apenas visibles debajo de la superficie, pequeños triángulos oscuros que dejaban una estela en los desechos que flotaban en el agua.
– ¿Adonde vamos…? -comencé a preguntar, pero las palabras murieron en mi garganta antes de que pudiera acabar.
Algo silbó en el aire. La canoa se sacudió. Manitas, de pie en la proa, soltó un grito de alarma. Un segundo más tarde sonó un segundo grito seguido de un fuerte chapoteo; de pronto, el mayordomo había desaparecido.
Me sujeté a la borda mientras la embarcación se bamboleaba violentamente. El agua estaba revuelta, los patos escapaban en todas las direcciones y había una forma que se agitaba justo debajo de la superficie.
– ¿Qué ha pasado? -grité-. ¿Dónde está el mayordomo?
– Ha saltado al agua. -Manitas hincó una rodilla en el fondo de la embarcación y tendió una mano por encima del agua hacia la figura sumergida que chapoteaba junto a la borda-. Por lo visto no sabe nadar.
Por un instante tuve la esperanza de que sujetara al mayordomo debajo del agua y lo mantuviera allí hasta que cesaran sus movimientos, pero luego apareció una mano que buscó torpemente su brazo y lo sujetó con una fuerza que hubiese bastado para estrangular a un perro.
– Échame una mano, ¿no? -gruñó mientras arrastraba el cuerpo empapado e indefenso hacia la embarcación.
No me moví. Me pareció que ya hacía suficiente con contenerme y no partirle el cráneo al mayordomo con el remo. En cambio, miré en derredor para saber qué nos había atacado. Solo tardé un segundo en descubrirlo.
– Un arpón -dijo Manitas, que lo había visto al mismo tiempo que yo; una lanza corta sobresalía del costado de la canoa, cerca de la proa. La punta de pedernal se había clavado profundamente en la madera-. Has tenido suerte, Yaotl. ¡Un palmo más arriba y te hubiese atravesado el hígado!
En el otro extremo del arpón había un cordel. Tiré de él y lo saqué a la superficie, pero lo solté apresuradamente; el atacante debía de estar en el otro extremo.
– ¿Quién lo ha lanzado? -susurré con voz ronca. Estábamos muy cerca de la orilla y habíamos hecho tanto ruido que debíamos de haber espantado a todas las aves de la costa occidental del lago, pero a pesar de ello sentía la necesidad de murmurar.
– Pues yo me arriesgaría a decir -replicó Manitas en tono agrio-, que ha sido el hombre que está de pie allí entre los juncos. Quizá sea porque tiene el lanzador en una mano y el extremo del cordel en la otra. Son estos pequeños detalles los que te delatan.
No había visto ni oído al hombre, pero eso no tenía nada de particular. Una de las tácticas preferidas de los otomíes era lanzarse sobre el enemigo gritando a voz en cuello y arrastrarlo por el suelo bien sujeto por el pelo, pero eso no significaba que hubiesen olvidado sus tácticas de caza. Seguramente este nos había estado esperando desde el principio, o quizá en cuanto nos había oído se había acercado a la orilla para sorprendernos. En cualquier caso ahí estaba, y me había pillado con la guardia baja.
Era alto y delgado, sin un gramo de grasa debajo de la piel oscura y curtida por los elementos. Llevaba solo el taparrabos; lo más probable era que se hubiese quitado las prendas de guerrero para poder moverse sin hacer ruido al arrastrarse por el suelo o rozar los juncos. No llevaba espada, pero eso no era ningún consuelo. Una mirada a su peinado -la columna que coronaba la frente y los largos mechones que le caían de forma extravagante sobre la nuca- me confirmó la sospecha de que probablemente podría matarnos a los tres solo con las manos.
Tal como había dicho Manitas, el guerrero sujetaba en una mano el lanzador, una vara de madera con una muesca en un extremo para enganchar la lanza. Me dije que el otomí debía de estar cazando su desayuno cuando nosotros nos cruzamos en su camino.
Observó nuestros grotescos movimientos en silencio. Mientras Manitas subía a bordo al mayordomo, que no dejaba de toser y manotear, empuñé el remo para llevar la canoa a la costa.
Manitas y yo saltamos al agua y arrastramos la canoa hasta embarrancaría en la orilla. El mayordomo saltó de la embarcación, cayó de rodillas y empezó a vomitar violentamente.
El otomí esperó a que acabara de vomitar y de arreglarse la capa empapada en un esfuerzo por parecer respetable, antes de dignarse a hablar.
– ¿Quiénes sois?
– Mi amo es el señor Plumas Negras -respondió el mayordomo con voz ronca- y estos…
– ¡No te lo pregunto a ti! -le interrumpió el guerrero-. Sé muy bien quién eres y qué quiere tu amo. ¿Este qué tiene que decir? -Me señaló con un gesto.
– Me llamo Yaotl. Soy un esclavo del primer ministro, y este es uno de sus peones, Manitas. Solo estamos buscando… -La inspiración murió como una planta que se seca por falta de agua y abono, y me encontré sin saber qué decir-. Solo estamos buscando…
– ¿A un hombre y a un chico?
– ¿Los habéis encontrado? -se apresuró a preguntar el mayordomo.
Sentí como si un puño helado me apretara la boca del estómago. Quizá los otomíes ya habían encontrado a sus presas, o por lo menos al chico, y ahora mismo mi hijo podía estar de camino hacia la casa de mi amo, atado como un venado, y atormentado por el dolor de lo que le hacían los guerreros y por el terror a las torturas a las que le sometería el primer ministro.
– No -respondió el otomí en tono desabrido. Se agachó para tirar bruscamente del cordel. El arpón sujeto en el otro extremo cayó al agua. Me pregunté cuánta fuerza se necesitaba para arrancarlo con tan poco esfuerzo-. Ni rastro de ellos. Nos pasamos todo el día de ayer caminando por este lodazal. Nada. Los muchachos que recorrieron las colinas que hay detrás de nosotros tampoco tuvieron suerte, pero al menos no se mojaron los pies. -Miró a cada uno de nosotros con una expresión de furia mientras recogía el cordel-. Así que el viejo Plumas Negras decidió que necesitábamos ayuda, ¿no? -No se le ocurrió preguntarnos cuánta ayuda le parecía que podríamos necesitar-. Será mejor que vengáis conmigo. Podréis explicarle a mi capitán por qué el pato que iba a ser su desayuno está nadando alegremente al otro lado del valle.
El mayordomo frunció los labios con una expresión preocupada ante la perspectiva de enfrentarse a un pelotón de guerreros hambrientos.
– Antes queremos mostrarte algo -se apresuró a decir.
– ¿Sí? ¿Qué es, un costillar de venado?
– Yaotl cree que sabe adonde han ido los dos hombres que estáis buscando.
El otomí me miró de la cabeza a los pies.
– Un rastreador experto, ¿eh?
– No, solo que…
– No nos vendría mal -reflexionó el otomí-. Escuchad, no estamos acostumbrados a buscar fugitivos. Traedme a un texcalteca que se crea lo bastante fuerte para vencerme y os demostraré qué hago con él, pero seguir un rastro entre los cañaverales no me parece algo divertido.
Manitas, leal como siempre, siguió con la propuesta del mayordomo.
– En ese caso, Yaotl es tu hombre. ¡Es capaz de seguir el rastro de un pájaro en el aire!
– ¡Espera un momento! -grité alarmado. Mi plan para engañar al mayordomo y a los guerreros del primer ministro estaba funcionando demasiado bien. ¿Qué pasaría si esperaban que los llevara hasta su presa y descubrían que yo tampoco sabía por dónde iniciar la busca?
El otomí me miró de nuevo.
– Muy bien -dijo pensativo-, no tiene ningún sentido seguir dando vueltas inútilmente. Pero primero tenemos que hablar con el jefe. -Dicho esto, giró sobre los talones y desapareció entre los juncos. Solo una pequeña brecha entre los altos tallos que se movían ofrecía una pista de la dirección que había tomado.
El mayordomo se volvió hacia mí.
– ¿Qué hacemos? -preguntó irritado.
– Supongo que lo mejor será seguirlo -respondí de mala gana.
– Una idea excelente, listillo. ¿En qué dirección se ha ido?
– Sigamos el olor del humo -propuso Manitas.
No tardamos mucho en recorrer el sendero de juncos rotos y fango pisoteado que conducía hasta el lugar donde los otomíes habían encendido la hoguera. Por encima del crujido de las cañas y los chasquidos del fango debajo de nuestros pies, pude oír una conversación mantenida en susurros rápidos y enfadados.
– ¿Qué has cazado, Cuectli? ¿Un venado? ¿Una garza? ¿Un pato? -La voz tenía un sonido extraño, como si la persona murmurara solo con un lado de la boca.
Cuectli, cuyo nombre significaba «Zorro», respondió en tono apesadumbrado:
– Solo a unos idiotas.
No oí la respuesta del capitán, pero evidentemente no debió de ser muy alentadora, porque de inmediato Zorro empezó a cantar mis alabanzas:
– Uno de ellos es un rastreador. Un experto. Afirma que puede seguir el rastro de un pájaro en el aire.
– Entonces, ¡echemos una ojeada a esa maravilla!
Al cabo de un instante me arrastraron entre los juncos hasta un claro; allí me encontré cara a cara con uno de los individuos más feos que había visto nunca.
A diferencia de Zorro, el capitán vestía el uniforme completo. El torso, los brazos y las piernas estaban cubiertos con un traje de algodón verde brillante muy ceñido, que resaltaba sus formidables músculos. En los pies llevaba unas sandalias anchas que me recordaron las losas del pavimento. Llevaba el pelo salpicado de canas y peinado de la misma manera que
Zorro. No se veía la insignia que debía de llevar en la espalda cuando iba a la batalla -una insignia con forma de lágrima y coronada con largas plumas verdes, que lo identificaba inmediatamente ante sus amigos y aterrorizaba a sus enemigos- o el escudo redondo con el borde adornado con plumas, pero seguramente estarían a mano, muy bien envueltos para protegerlos del fango y la humedad. Sin duda habrían obstaculizado su avance entre los cañaverales, pero en su caso me pareció que de todas formas no los necesitaba. Incluso desnudo hubiese asustado a cualquiera, porque, a pesar de que me fije en todos los detalles de su uniforme y leía claramente su significado, me olvidé de ellos en cuanto le vi el rostro.
Había sido el objetivo de una espada, muchos años atrás. Alguien había hendido la carne y el hueso, desde la frente hasta la barbilla, y allí donde debía de haber estado el lado izquierdo de su rostro no quedaba nada excepto la piel resplandeciente de una terrible cicatriz.
¿Cómo había sobrevivido a semejante herida? Me estremecí tras darme cuenta de que había ganado aquella pelea, porque de lo contrario ahora estaría muerto, con el corazón arrancado y expuesto en la cumbre de una pirámide en Texcala o Huexotzinco. Quizá su compañero le había salvado la vida, porque los otomíes siempre combatían en pareja. De lo que quedaba de su labio inferior colgaba el hueso de una muñeca humana, y sospeché que pertenecía al hombre que le había causado la herida.
A su espalda, sus camaradas intentaban encender una hoguera hecha de juncos y un poco de leña seca que habían traído con ellos. El suelo estaba lleno de fango y lo único que conseguían era hacer humo, algo que ayudaba muy poco a mejorar su humor, que sin duda empeoraría en cuanto supieran que tampoco tendrían nada que cocinar en el caso de que la encendieran. Algunos de los guerreros vestían como su capitán y otros solo llevaban el taparrabos. Por un momento me pregunté por qué se habían tomado la molestia de ponerse los uniformes, dado que no iban a la guerra, pero entonces me di cuenta de que la respuesta era obvia. Debía de haber pasado tanto tiempo desde que estos sanguinarios veteranos habían encontrado a algún rival digno en la batalla que el combate ya no les motivaba. Todo se había reducido a matar y mutilar a hombres que estaban paralizados por el terror. Eso era lo que habían venido a hacer aquí, y se habían vestido para la ocasión. Temblé al pensar que su presa era mi hijo.
El capitán interrumpió mis pensamientos brutalmente. Estiró el brazo, me sujetó por la mandíbula y acercó mi rostro al suyo. Me levantó la barbilla hacia su cara y observó mis facciones con su único ojo.
– ¿Nombre? -gruñó.
Tendría que haberme mostrado sumiso, pero su mirada me recordó el mercado de esclavos, a los desconocidos que me miraban la boca, palpaban mis músculos y calculaban mi valor en piezas de tela y sacos de semillas de cacao, y no pude evitar contestar:
– No puedo decírtelo si me sujetas la barbilla -respondí con una voz ininteligible.
– ¿Qué?
– Creo que quiere que lo sueltes -tradujo Zorro.
– Vaya, lo siento. -De pronto la presión en ambos lados de mi rostro se duplicó. Me forzó a abrir la boca y estiró la piel de mis mejillas sobre mis dientes. Era imposible gritar, pero el dolor hizo que me retorciera. Comenzó a zarandearme la cabeza de un lado a otro con tanta violencia que me mareé; luego el capitán estiró el brazo y me soltó; me fallaron las rodillas y caí de espaldas al suelo. Mi cabeza golpeó contra el pecho de Manitas mientras caía, y oí cómo soltaba bruscamente el aire de los pulmones.
– Un tipo chistoso -se mofó el capitán. Me froté la barbilla mientras lo miraba con resentimiento.
– Creo que se llama Yaotl -dijo Zorro.
– «El enemigo». Es el primer enemigo que hemos visto hoy. ¿Qué os parece, muchachos? ¿Le enseñamos a esta sabandija qué es enfrentarse a los otomíes?
Vi cómo se movían las figuras que estaban detrás. Me apresuré a sentarme, sabiendo que los soldados me descuartizarían en cuanto el capitán les diera la orden.
– Soy esclavo del primer ministro. Me envió aquí para buscar a los mismos dos hombres que buscáis vosotros. Todos hemos venido a hacer el mismo trabajo y ninguno de nosotros está aquí porque quiera estar…
– ¡Yo no estaría tan seguro! Aquí se está muy cómodo y tranquilo. Podríamos divertirnos un rato. ¿Qué os parece si jugamos a que vosotros os ocultáis y nosotros os cazamos como si fueseis jabalíes?
– No… Ya… Yaotl tiene razón.
Para mi gran, asombro, había sido el mayordomo quien había hablado. Su voz temblaba tanto que apenas conseguí entender las palabras, pero evidentemente su temor a participar en el cruel juego del otomí había bastado para soltarle la lengua.
– Nos envía el señor Plumas Negras -añadió-. Yaotl te dirá adonde fueron el hombre y el chico. ¿No es así, Yaotl?
Me levanté muy despacio, demasiado nervioso para percibir el tono de súplica en la voz del mayordomo. Escupí la sangre que me llenaba la boca, intentando hacerlo lejos de los pies del otomí.
– Eso creo -respondí pausadamente-. Vi dónde desembarcaron. Puedo intentar seguirles el rastro a partir de allí.
El capitán miró a Zorro.
– ¿Se puede saber de qué habla?
– Supongo que se refiere a aquel lugar donde el fango está removido, donde nos pareció que alguien había embarrancado una canoa yendo a gran velocidad. -Me miró con una expresión hosca. Tenía razón, por supuesto, e intenté disimular mi decepción. Engañar a esos hombres iba a ser mucho más difícil de lo que había creído, y era mejor no pensar en las consecuencias si llegaban a la conclusión de que los había engañado intencionadamente-. Ayer inspeccionamos el lugar -prosiguió Zorro-, y no había nada. Vimos las huellas de alguien que se había escabullido entre los cañaverales, pero solo era un juego de pisadas que desapareció en cuanto llegamos a campo abierto. ¿Qué te hace pensar que podrías encontrar algo más?
– Yaotl es un rastreador experto -señaló el mayordomo en tono malicioso. Apenas tenía idea de lo que estábamos buscando, pero estaba encantado de dejar que cargara con la responsabilidad por no encontrarlo.
– Al menos vayamos a echar una ojeada. -Exhalé un suspiro-. ¡Tampoco tenemos nada mejor que hacer!
– ¿Me dirás ahora qué está pasando, Yaotl?
Manitas y yo arrastrábamos la canoa hacia la orilla. Junto con el mayordomo habíamos navegado hasta el lugar que había señalado anteriormente, donde las huellas en el fango y los juncos aplastados indicaban que alguien había embarrancado una embarcación. Los otomíes se habían mostrado muy dispuestos a caminar; oía que se acercaban por el estrépito de las cañas a su paso, sus alegres gritos acompañados por los aleteos y las salpicaduras de las aves, y los animales que escapaban rápidamente de sus nidos y guaridas. El mayordomo se nos había adelantado, deseoso de poner los pies en una tierra relativamente seca. Dado que ya no oía el castañeteo de sus dientes, juzgué que debía de estar fuera del alcance de nuestras voces si teníamos la precaución de susurrar.
– Tenemos que perder de vista a esos bastardos.
– En eso estoy de acuerdo contigo. Pero ¿para qué quieres traerlos aquí? ¿No es este el lugar donde embarrancó el viejo Plumas Negras? Los otomíes tienen razón, aquí desembarcó solo un hombre, no dos. Ambos vimos qué pasó. El barquero de tu amo embarrancó la canoa y escapó corriendo. No es necesario ser un rastreador experto para saber hacia dónde se dirigió, pero no es a él a quien buscamos. ¿Qué te propones entonces?
No tuve más alternativa que contárselo. De todas formas, Manitas había visto más que suficiente de lo ocurrido las dos noches anteriores para poder deducir el resto por sí solo.
– No estamos buscando a dos hombres. Estamos buscando a uno, y no es el que tú crees.
Manitas y yo sujetamos la resbaladiza borda de la canoa y la metimos entre los juncos. Luego nos inclinamos sobre ella mientras recuperábamos el aliento y nos miramos el uno al otro. En el rostro del fornido plebeyo se reflejaba la preocupación, pero al cabo de un momento se relajó.
– Ya lo entiendo -dijo entre jadeos.
– ¿Lo entiendes?
– No, la verdad es que no. Pero sé que contigo las cosas nunca son lo que parecen. Por tanto, ¿a quién buscamos? Se lo expliqué rápidamente.
– Así que tu amo cree que está buscando a dos hombres, pero en realidad uno de ellos nunca existió y el otro es tu hijo, y ahora pretendes convencer a los otomíes de que estos dos personajes imaginarios se fueron por aquí; de ese modo no encontrarán el rastro de Espabilado ni descubrirán por dónde se fue. ¿Lo he entendido bien?
– Más o menos.
– Después tendrás que conseguir perderlos de vista antes de que descubran que les has mentido. -Sí.
– Y el puñal…
– Sí, el puñal de Espabilado. Necesito averiguar por qué me lo envió Bondadoso.
Manitas se apartó de la canoa.
– ¡Pues esta vez te has superado! ¿Cómo piensas hacer todo esto?
– No lo sé, pero tengo que conseguirlo como sea. Ya ves que es importante. Si los otomíes encuentran a Espabilado antes que yo, lo matarán o harán que desee estar muerto. Tú me entiendes, tienes hijos.
– ¡Sí, y me gustaría vivir lo suficiente para verlos de nuevo! -Manitas parecía a punto de vomitar-. Por otra parte, supongo que tendremos que aguantar a estos lunáticos, al menos hasta que crean haber encontrado a los fugitivos. ¡Muy bien, demuestra tus habilidades de cazador! ¡Pero recuerda quién cargará con la culpa cuando todo salga mal!
La visión y el ruido del mayordomo que aparecía entre los juncos, con la desesperación de un hombre que escapa de una manada de coyotes, me evitó tener que decidir si debía darle las gracias por sus palabras o maldecirlo. Un momento más tarde aparecieron sus perseguidores: dos otomíes vestidos con taparrabos que aullaban como niños mientras se acercaban a su presa. Probablemente se hubieran lanzado sobre Chinche de no haber aparecido las grotescas facciones de su capitán que, con una voz que sonó como un ladrido, les ordenó que se comportaran.
Se acercó a nosotros con un andar airoso sin que el uniforme le molestara en absoluto siguiendo el ritmo de sus hombres sin aparente esfuerzo. No llevaba el escudo, pero ahora iba armado. En la mano derecha sostenía la espada de aspecto más temible que yo había visto. En lugar de una hoja de madera plana con láminas de obsidiana en los bordes, estaba formada por un largo palo redondo con cuatro hileras de hojas. Me estremecí al verla. No había manera de hacer un tajo limpio con un arma como aquella; estaba diseñada para aplastar los huesos y arrancar la carne, para herir, no para matar.
Mientras Zorro y los demás guerreros aparecían detrás de su jefe, él me miró con su único ojo.
– Tú dirás -dijo con voz ronca.
– Una pisada. -Ya lo veo.
Me arrodillé en el fango con el capitán a mi lado. Noté su aliento en el cuello.
– Descalza -añadí.
– Eso también lo veo. ¿Qué demuestra?
– Que los dos hombres que buscamos no llevaban sandalias.
– La mayoría de personas no llevan sandalias. Y si las usaran no las llevarían puestas en este fangal, por miedo a estropearlas.
Las suyas, junto con las perneras del uniforme, estaban manchadas de barro, y los extremos de las largas correas se veían negras de arrastrarlas por el lodo. Me dije que no le importaba dado que podía permitirse el lujo de tirarlas. Los guerreros victoriosos como él estaban muy bien recompensados.
– ¿Cuándo me dirás algo que no pueda ver por mí mismo? -masculló.
Fue entonces cuando descubrí dónde me había equivocado, y cómo quizá conseguiría salir con vida, después de todo.
El capitán quería que le hablara de algo que él no veía. ¿Qué más daba si yo tampoco lo veía? Solo tenía que mentir de forma convincente, y eso era algo que llevaba haciendo toda mi vida.
Procuré recordar cómo se comportaba el más paciente y sufrido de nuestros instructores en la Casa de las Lágrimas cuando trataba con un novicio particularmente torpe que se negaba a comprender lo obvio; por ejemplo yo mismo, que echaba la cabeza hacia atrás para mirar el cielo nocturno y confundía por vigésima vez el Mercado Celestial con el Campo de Pelota de las Estrellas. En una muy acertada imitación, exhalé un largo suspiro de resignación.
– Muy bien. Echemos otra mirada a esta huella, ¿de acuerdo? ¿Ves algo que te parezca extraño?
– No.
– Levanta un pie.
El capitán me miró con una expresión recelosa pero me obedeció. El pie calzado con la sandalia de cuero se movió inseguro en el aire durante un momento; parecía que se hubiese quedado inmovilizado justo antes de darme un puntapié en el rostro.
– Ahora, mira tu huella. Tú no eres precisamente lo que se dice un retaco. ¿Por qué tu pisada es mucho menos profunda que esta otra?
Bajó el pie y se inclinó para observar la huella.
– ¿Lo es? -Miró un poco más-. Vaya, eso parece -admitió con bastante renuencia-. ¿Qué significa?
Tuve que morderme el labio inferior para contener otro suspiro, esta vez de alivio. La diferencia de profundidad entre las dos huellas, si es que existía, era imperceptible, pero si se convencía de que la veía y aceptaba mi explicación quizá conseguiría seguir con vida por lo menos el resto de la mañana.
– Pues que había más peso en este pie, obviamente.
– ¿Quieres decir que el tipo que dejó esta huella era más grande que yo? Interesante. -Se irguió de nuevo y se rascó la barbilla con expresión pensativa-. ¡Esto puede resultar mucho más divertido de lo que esperaba!
Torcí el cuello para mirar la imponente y musculosa figura.
– Eso es poco probable -señalé-. Yo creo que esta huella la hicieron dos hombres. ¡Uno de ellos cargaba al otro!
Con el sol que asomaba por encima de su hombro era prácticamente imposible ver la expresión del guerrero. Contuve el aliento mientras él pensaba en lo que le había dicho.
El silencio se hizo eterno. Los músculos del pecho comenzaron a dolerme a causa de la tensión. Sentí que se me iba un poco la cabeza. Cuanto más permanecía arrodillado delante del capitán, con el rostro vuelto hacia él, más se parecía a una estatua, un enorme y mal tallado bloque de granito a punto de desplomarse sobre mi cabeza.
– ¡Zorro!
Solté el aliento violentamente mientras veía que la fila de hombres se movía detrás del capitán. Zorro se adelantó.
– ¿Ves estas huellas? ¿Ves la diferencia entre ellas? -El capitán levantó el pie de nuevo.
El guerrero vestido con el taparrabos miró vacilante una huella y después la otra.
– Las veo -dijo finalmente.
– ¡Eres un idiota! -vociferó el capitán-. ¿No ves que esta es mucho más profunda? Es obvio que la hizo un hombre que cargaba a otro a la espalda. ¿Cuántas veces recorriste ayer este terreno? Hasta un niño lo habría visto. ¡Incluso este esclavo lo ha notado, casi al mismo tiempo que yo!
Zorro retrocedió rápidamente, con una expresión de profundo terror y con los ojos desorbitados.
– Capitán, yo… yo lo siento. Tendría que haberlo visto… Sencillamente no lo vi… quiero decir, cómo es…
– ¡No lo has visto porque eres ciego además de estúpido!
El hombre tragó saliva, pero cuando me miró, descubrí que en gran parte su terror era fingido. Tenía la mirada fija y no parpadeaba, y a pesar de que indudablemente se tomaba en serio los súbitos estallidos de cólera de su capitán, supe por la manera de torcer las comisuras de la boca y por la rápida y astuta mirada que me dirigió que no era él quien se estaba jugando el pellejo.
– No pude… Señor, no pude entender por qué uno de ellos tendría que cargar con el otro.
– Bueno, es obvio, ¿no? -gritó el capitán. Me pegó fuerte con el pie que tenía levantado-. ¡Díselo, esclavo!
Me levanté con mucha cautela.
– Hay muchas razones. Quizá uno de los dos cojeaba. Tal vez se torció un tobillo al saltar de la embarcación. -¿Lo ves? -se mofó el capitán. Zorro agachó la cabeza.
– ¡Ahora llévanos a un terreno seco, antes de que se nos pudran los pies! ¡Quiero ver cómo este esclavo encuentra el rastro donde tú lo perdiste!
Me aparté mientras la columna de guerreros se abría paso entre los juncos. El mayordomo y Manitas ocupaban la retaguardia. Chinche pasó a mi lado sin mirarme pero levantó mucho uno de los codos con la intención de darme en la barbilla. En cuanto se alejó un poco, Manitas se detuvo durante un momento.
– He oído lo que has dicho -murmuró-. Es mentira, ¿verdad?
– Por supuesto -susurré-. Si la pisada de ese idiota es menos profunda que la otras es porque lleva sandalias y se reparte el peso. Además el barquero corría, así que es lógico que su huella fuera más profunda. Pero ha funcionado.
– ¡Estoy impaciente por oír tu próxima mentira!
– Lo mismo digo -repliqué lúgubremente mientras seguía al resto de la columna.
Más allá de los juncos el terreno era más firme y se empinaba hacia la colina cubierta de árboles llamada Chapultepec.
Los campos de maíz al pie de la colina estaban pelados en esta época del año. El cultivo se hacía en terrazas, bordeadas con arbustos y achaparradas plantas de maguey con sus suculentas anchas hojas; aparte de estas plantas y unas pocas chozas dispersas, no había nada que obstaculizara la visión del campo. Observé la colina, sabiendo que todos los demás me miraban.
– Aquí no hay ninguna huella -dijo Zorro-. Heló hace dos noches y estamos en campo abierto, así que la tierra es dura como la piedra. -Me dirigió una mirada de desafío-. ¿Cómo se puede saber qué dirección tomaron?
Bajé la mirada. Zorro, como siempre, estaba en lo cierto: aquí la tierra no mostraba ninguna huella ni, para ser más precisos, nada con lo que pudiera inventarme una pista. Pensé en los árboles que cubrían la colina. La idea de llevar a estos hombres al bosque y perderlos de vista era muy tentadora, hasta que me vi, encaramado en alguna rama, convertido en un blanco indefenso para el arpón de Zorro.
– Tus hombres ya han recorrido el bosque -le dije al capitán, que asintió con un gruñido-. No es el lugar donde yo habría empezado a buscarlos. Quizá descansaron aquí una noche, o quizá no, pero en cualquier caso ya se han marchado. La pregunta ahora es: ¿adonde? -Me di cuenta de que me estaba acariciando uno de mis lóbulos desgarrados, un tic nervioso. Intentaba parecer un hombre que estaba concentrándose al máximo, pero tenía la mente en blanco.
El hombre al que en realidad seguíamos, el barquero errante de mi amo, ¿adonde había ido? ¿Adonde hubiese ido yo, en su situación? El capitán me sonrió.
– Tú vas a decirnos dónde, ¿no es así?
Indefenso, miré a Manitas, solo porque era el único rostro que parecía algo amistoso. Apretaba los músculos de la mandíbula de una manera extraña; de no encontrarse en una situación tan desesperada, quizá hubiese pensado que intentaba no reír. Luego se dio cuenta de que lo miraba. Su expresión se congeló por un momento y se transformó en una de abatimiento. Después pareció tomar una decisión, y, con una voz que solo tartamudeaba un poco, se dirigió al capitán.
Estuve a punto de echarme a llorar de alivio. Después de todo, era mi amigo. Al menos, a pesar del miedo que le daban los otomíes y por muy enfadado que pudiera estar conmigo por haberlo metido en aquel embrollo, el testarudo plebeyo probablemente estaba mucho más furioso por la prepotencia con que lo trataba el capitán.
– No creo que estén por aquí -afirmó Manitas-. De haberse quedado en campo abierto, tú los habrías encontrado sin problemas. Tampoco han podido buscar refugio en la colina porque un pelotón de guerreros no tardaría en hacerlos salir del bosque. Ambos saben muy bien de lo que es capaz el viejo Plumas Negras.
– Así es -añadí yo, dispuesto a seguir por ese camino-. Sin duda esperan que los persiga todo un regimiento, y saben que los guerreros son muy capaces de talar todo un bosque si es necesario antes de abandonar la persecución. Por tanto, no pueden estar ocultos aquí. -Cuando descubrí la solución, tuve que reprimir una sonrisa; era algo tan evidente que hasta yo mismo podía creerla-. Por otro lado, tampoco han podido ir muy lejos, ¿no es así? No si uno de ellos tiene que cargar con el otro. Así que…
El capitán blandió la espada en un gesto amenazador. Las hojas de obsidiana clavadas en la madera reflejaron los rayos del sol; sus ojos también brillaron mientras las observaba. Cuando habló pareció que le hablaba a la espada, como si quisiera convencerla de que aún tenía un trabajo para ella.
– Lo que me estás diciendo es que nuestros fugitivos no pueden escapar y que tampoco están ocultos. Entonces, ¿qué? ¿Se han desvanecido sin más? ¿Son hechiceros? ¿Se han convertido en topos y ahora están bajo tierra? ¿Están aquí abajo y están riéndose de nosotros?
Golpeó el suelo con la punta roma de la espada con tanta fuerza que el sonido pareció resonar por todo el campo; cuando soltó la empuñadura, la espada estaba clavada en la tierra.
– Alguien -me recordó-pagará por todo esto. Si no encontramos a estos hombres…
– No son hechiceros -me apresuré a asegurarle-. Yo no he dicho que no estén ocultos. Solo he dicho que no se ocultarían aquí. -Miré de nuevo a Manitas. Se miraba los pies, sin duda se preguntaba si había hecho bien en ponerse de mi parte.
Respiré lenta y profundamente. Mi vida dependía de las siguientes palabras. Pero vi con toda claridad qué debía hacer. No podía luchar contra los otomíes, ni tampoco podía escapar de ellos. Necesitaba llevarlos a alguna parte donde no pudieran hacerme daño, por muy furiosos y decepcionados que se sintieran, y donde no necesitara las piernas de un mensajero para dejarlos atrás. Tenía que llevarlos a mi propio terreno. Pensé con nostalgia en la ciudad que no podía ver, oculta por los altos juncos. Imaginé las multitudes, el laberinto de callejuelas y canales, el bullicio en los enormes mercados, los refinados modales de los habitantes, la mayoría de los cuales admirarían desde lejos a un hombre como el capitán pero que se cuidarían mucho de hablar con él. Allí librarme de los guerreros sería un juego de niños.
Mi propia ciudad estaba fuera de mi alcance, pero había otras.
– ¿Cuál es la ciudad más grande cerca de aquí? -pregunté con fingida inocencia.
El capitán le ordenó a Zorro que dibujara un mapa en la tierra con la punta del arpón.
– Digamos que esto es Chapultepec -comenzó Zorro, y escarbó un pequeño agujero.
– No te molestes en señalar las aldeas -dije en un esfuerzo por ayudar-. No se acercarán a ninguna. Todo el mundo se conoce, así que descubrirían a cualquier extraño inmediatamente; os informarían de su presencia en cuanto se lo preguntarais, aunque solo fuera para que os marcharais cuanto antes. Telpochtli y el chico lo saben. -Yo también sabía que no tenía ningún sentido ocultarme en una aldea, por la misma razón.
Zorro me miró, furioso.
– De acuerdo. Aquí está el lago…
– Creo que la costa tendría que estar un poco más lejos…
– Cállate. Esto es un mapa, no una maldita obra de arte. ¿Qué distancia pueden haber recorrido? Necesito saber la extensión de la zona que hay que cubrir.
Pensé en la respuesta; me convenía que fuese lo más grande posible, porque eso obligaría a los otomíes a dividirse entre más ciudades.
– Es difícil saberlo…
– Dijiste que descansaron aquí la primera noche y sabemos que uno de ellos no está en condiciones de andar. – La voz del capitán sonaba apagada. Era obvio que pensaba en cómo mantener el control sobre sus hombres si tenía que dispersarlos por toda la zona-. Incluso si ayer por la mañana podía andar, seguramente lo hizo a marcha lenta. Tampoco está en condiciones para escalar, así que podemos olvidarnos de las zonas altas. Lo más lógico es suponer que no han salido del valle.
Zorro utilizó el arpón repetidamente mientras recitaba el nombre de cada ciudad que marcaba en el suelo.
– Coyoacán, Mixcoatl, Atlacuihuayan, Popotla, Otoncalpolco, Azcatpotzalco…
– ¿Tendremos que buscar en todas ellas? -preguntó el capitán, irritado.
– Yo lo haría -manifesté-, pero si te presentas en cualquiera de ellas con toda la tropa solo conseguirás llamar la atención y asustar a la presa. Envía un par de hombres a cada una…
Me miró con una expresión suspicaz.
– Si tú fueses uno de los fugitivos, ¿qué ciudad escogerías?
– La más grande -respondí sinceramente.
– Correcto. -Miró durante unos segundos el mapa de Zorro-. En ese caso, tú y yo iremos a Tlacopan. Ellos -añadió mirando a Manitas y al mayordomo-, pueden venir con nosotros, y también Zorro. El resto de vosotros repartíos como queráis; dos en cada ciudad, y una pareja se quedará aquí de reserva. ¡En marcha!
Así que nos pusimos en marcha hacia Tlacopan: el capitán, Zorro, Manitas, Chinche y yo.
Nos llevó la mayor parte de la tarde llegar hasta allí, pero como no dejaba de asegurarles a mis compañeros, era la ciudad más poblada e importante del lado occidental del valle, y en toda lógica la más adecuada para que los fugitivos buscaran refugio.
Realizamos la mayor parte del trayecto en silencio. En cualquier caso, teníamos poco que decirnos y suficientes motivos para no alzar la voz. Aunque evitábamos los pueblos y había poca gente en los campos, no había ninguna zona del valle que estuviese del todo desierta y siempre cabía la posibilidad de que los rumores de nuestra presencia se nos adelantaran. Tampoco ayudaba que nuestro aspecto denunciara con toda claridad que veníamos de la gran ciudad en el centro del lago.
Las gentes que vivían en estos lugares, los tepanecas, no eran bárbaros. Hablaban nuestra lengua y los considerábamos unos aliados. Sus antepasadas habían nacido del vientre del mundo en las Siete Cuevas al mismo tiempo que los nuestros. Sin embargo, no por ello nos apreciaban.
Mucho tiempo atrás, los aztecas fueron vasallos de una ciudad tepaneca, Azcapotzalco, que en aquel entonces tenía tal número de habitantes que se la conocía como el Hormiguero.
Fue el padre de mi amo, el gran señor Tlacaelel, quien convenció a los aztecas de que se rebelaran contra sus amos; cuando acabó la rebelión, la ciudad de México era libre y Azcapotzalco se convirtió en una pequeña ciudad tributaria que solo destacaba por su gran mercado de esclavos.
Solo una ciudad tepaneca dio apoyo a los aztecas en la rebelión. Como recompensa por su ayuda, Tlacopan fue admitida a regañadientes en una alianza con México, pero los aztecas no trataron a los tepanecas como iguales. Tlacopan recibió solo una pequeña parte del botín de guerra, y nuestro emperador trataba a su rey como un vasallo en todo menos en el nombre. Eran muy numerosas las personas que vivían en el lado occidental del valle que habían crecido escuchando a padres y abuelos relatar la historia de cuando los tepanecas gobernaban el mundo e incluso tenían a sus órdenes al emperador de México. ¿Quién podía culparlos si, de vez en cuando, en las ocasiones en que visitaban México durante una de las grandes festividades, cuando se distribuían los tributos, y veían qué pequeña era su parte comparada con la de los aztecas, se preguntaban cómo serían las cosas si se restauraba el viejo orden?
– Por lo tanto tened cuidado con lo que decís y a quién se lo decís -ordenó el capitán, y la orden nos recordó a todos esta historia-. Estas personas no intentarán mataros en cuanto os vean, pero si se les presenta una oportunidad la aprovecharán.
Marcó el paso y nos llevó hacia la ciudad al trote; eran las horas más calurosas del día. Él apenas sudaba, a pesar de ir vestido con algodón acolchado de la cabeza a los pies; si a Zorro le costaba seguirlo no estaba dispuesto a demostrarlo. Manitas, acostumbrado a trabajar en el campo de sol a sol, corría sin quejarse, y el esfuerzo que hacía solo se reflejaba en el sudor que brillaba en su frente y en la manera de apretar la barbilla.
En cuanto a mí, me habían entrenado para conseguir auténticas proezas de resistencia y a soportar el dolor más terrible sin una sola queja. En mis años de sacerdote, me habían pinchado por todo el cuerpo con espinas de maguey, me habían perforado la lengua y pasado cordeles por el agujero, me habían obligado a bañarme desnudo en el lago en plena noche y a ayunar hasta desfallecer de hambre. Ahora corrí hasta que los muslos y las pantorrillas me dolieron como si las tuviese en carne viva, sin apenas poder llevar aire a mis pulmones y con la lengua convertida en un trozo de tasajo en mi boca reseca, como si fuese carne fresca colgada a secar al sol. Pero seguí corriendo; me olvidé de las molestias. Dejé que las piernas trabajaran por su cuenta, aunque sabía que cuando me permitieran descansar sería cuando empezaría el verdadero sufrimiento.
El mayordomo no tardó en desplomarse.
– ¡No puedo creerlo! -gritó el capitán. Se volvió y se dirigió corriendo hacia el hombre que jadeaba echado a la vera del camino-. ¡Vosotros dos, ni se os ocurra sentaros! -nos advirtió cuando pasó a nuestro lado-. Reemprenderemos la marcha en cuanto se levante. ¿Se puede saber qué te pasa?
Manitas se inclinó para darse un masaje en las piernas; yo me mantuve erguido en un esfuerzo por impedir que me fallaran las rodillas.
– Lleva algunos años sin hacer estos esfuerzos -respondí, entre jadeos-. Ahora no forma parte de sus funciones.
– ¿Y se llama a sí mismo guerrero? No soporto a los hombres que se vuelven blandos. ¡Vamos, levántate!
Me sentía mareado, como si hubiese comido hongos sagrados. La visión de aquel poderoso guerrero tuerto que pateaba con rudeza al mayordomo de mi amo parecía irreal. Una parte de mí quería utilizar lo que me quedaba de aliento para vitorear al capitán y animarlo a que lo pateara más fuerte. El resto estaba profundamente impresionado. Aquí estaba mi torturador, el mayordomo del primer ministro, un hombre que me trataba peor que a un perro, convertido repentinamente en la víctima indefensa de otro hombre. Aquello hizo que me preguntara qué sería capaz de hacerle el otomí a un esclavo, si creía que tenía un motivo.
– No puedo seguir -gimió el mayordomo-. Necesito descansar. -Cuando miró al capitán su rostro tenía un color morado.
– ¡Inútil! -El capitán giró bruscamente sobre un solo pie y con el otro descargó un puntapié contra una piedra que voló hasta el otro lado del camino, sin duda habría deseado que fuese la cabeza del mayordomo-. ¡Ya casi hemos llegado!
Su rostro brutal y desfigurado se volvió hacia mí. Parpadeé para limpiarme el sudor de los ojos y me giré para mira en la misma dirección.
Mi concentración en poner un pie delante del otro había hecho que prácticamente no me fijara en el entorno, pero ahora vi que casi habíamos dejado atrás los campos de cultivo. Delante de nosotros el camino estaba flanqueado por un largo muro bajo. Las ramas desnudas de los ciruelos asomaban por encima. Atisbé una casa en medio del huerto; La paredes encaladas resplandecían detrás del entretejido d las ramas.
Se veían otros árboles más altos más allá del huerto; el ver de de los cipreses y los abetos iluminados por el sol brillaba entre las siluetas oscuras de los robles y los fresnos. Mucho más allá, por encima de los árboles más altos destacaban la cimas planas de las pirámides de Tlacopan.
– Como has dicho, ya casi hemos llegado -le señalé capitán-. No pasará nada si descansamos un rato.
Dirigió una rápida mirada al mayordomo, que ahora había conseguido ponerse a cuatro patas, aunque el sonido de s respiración me recordó al de una serpiente de cascabel furiosa
– ¿Qué haremos después? -preguntó.
– Podrías enviarme a ver qué averiguo -propuse, esperanzado. A estas horas, cuando el calor de la tarde aflojaba, la gente saldría de las casas y en las calles habría un gran bullicio. La multitud no sería como la masa de gente que llenaba los recintos sagrados de México durante una fiesta, pero habría muchas oportunidades para que un esclavo sin ninguna característica particular pudiera desaparecer discretamente. El capitán soltó una risotada.
– ¡Ni lo sueñes! ¿Crees que voy a cargar con el muerto? -Su pie se movió de nuevo en dirección al mayordomo-. No, te diré qué haremos. Zorro y yo nos adelantaremos para hacer discretamente algunas averiguaciones en el mercado. -La parte móvil de su rostro sonrió y dejó a la vista unos pocos dientes ennegrecidos. Era obvio que esperaba con ansia arrancar información a los tepanecas. Aunque parezca extraño, esto me tranquilizó: ese hombre no tendría ningún problema en conseguir que la gente hablara, pero conseguir que le dijera la verdad era otra historia.
– Vosotros tres nos seguiréis -añadió-. Nos encontraremos en el recinto sagrado, al pie de aquel templo. -Señaló con la terrible espada la pirámide más alta detrás de los árboles-. Quiero veros allí antes del anochecer. -Después, me apuntó con el arma, y dijo con voz suave-: ¡No hace falta que te diga qué te ocurriría si no estáis allí!
Manitas y yo miramos a los dos guerreros que se alejaban al trote para ir a sembrar el terror en Tlacopan. El fornido plebeyo exhaló un largo suspiro.
– Qué descanso librarse de esos dos, ¿no te parece? ¡Si el capitán nos hubiese hecho correr un poco más ahora estaríamos en el mismo estado que él!
Ambos miramos detrás de nosotros; el mayordomo estaba levantándose con grandes esfuerzos.
– Es probable que corra dos veces alrededor del lago antes del amanecer -comenté, con un gesto hacia la nube de polvo que habían levantado los guerreros-. No sé qué opinas tú, Manitas, pero creo que soy demasiado viejo para este deporte. ¿Por qué no descansamos un rato más y después intentamos que los tepanecas nos den algo de comer?
Supe por la sonrisa que asomó en el rostro de Manitas que a él le entusiasmaba tan poco como a mí la tarea que teníamos por delante.
– Es muy buena idea -afirmó-. Ahora que lo mencionas, creo recordar que uno de mis cuñados estuvo aquí en una ocasión y me dijo que había una vieja en una esquina del mercado que vendía unas deliciosas tortillas con salsa de chile.
Su expresión ilusionada desapareció en el acto cuando; sonó la voz del mayordomo.
– ¿Descansar? ¿Comer? ¿De qué estáis hablando?
A Chinche le costaba respirar y aún tenía el rostro morado, pero estaba de pie y ya no era el hombre acobardado que el capitán otomí había maltratado hacía solo unos minutos. Mientras nos miraba furioso, me di cuenta de que había fingid el cansancio, al menos en parte. No tenía el orgullo suficiente para avergonzarse de una treta tan infantil como aquella. No le había importado que el otomí lo humillara; incluso habría estado dispuesto a soportar todavía más desprecio solo par conseguir librarse de aquel tipo. Ahora que su torturador s había marchado, volvía a recuperar su valor y lo demostraba de la única forma que sabía.
– ¿Crees que es el momento de haraganear, Yaotl? ¿Creías que podrías disfrutar de una tarde tranquila, dormir una siesta a la sombra de los árboles antes de dar un agradable paseo y quizá comer algo para redondear el día? ¿Es eso lo que creías? -Avanzó hacia mí y acercó su rostro al mío. Con el rabillo del ojo vi que apretaba los puños, como si fuera a golpearme, aunque no los levantó, sin duda por la presencia de Manitas. El plebeyo no era una posesión de mi amo, y si decidía intervenir el mayordomo no tenía la seguridad de ganar la pelea o la demanda posterior.
– Ya veremos qué dirá el señor Plumas Negras sobre tu concepto de la obediencia -añadió Chinche-, pero antes creo que es el momento de ponernos en marcha. ¿Qué te parece si vamos al mercado, tal como dijo tu amigo, y hacemos algunas preguntas?
Agaché la cabeza en actitud sumisa.
– De acuerdo -murmuré-. Tú estás al mando.
Me consolé pensando que el mayordomo no tendría más suerte que los otomíes de conseguir una respuesta útil de ningún tepaneca. Por otro lado, me dije lúgubremente mientras lo seguía por el camino que llevaba al centro de la ciudad, seguía sin tener ni idea de cómo escapar.
Tenía que conseguirlo como fuera. Los golpes del puñal de mi hijo contra el muslo eran un recordatorio de que tenía asuntos muy urgentes que atender en otra parte.
Para un azteca nacido y criado en México, Tlacopan era un lugar extraño.
México era una ciudad de casas de adobe encaladas y palios, que nadie había conseguido llegar a contar, apiñadas de tal forma que desde el exterior era muy difícil distinguir una de otra, y casi todas daban a un canal. Pasábamos tantos años de nuestra vida en el agua que los niños aprendían a remar antes que a andar. A excepción de las grandes avenidas que partían del Corazón del Mundo y se extendían en cada una de las Cuatro Direcciones, la mayoría de nuestras calles no eran más que angostos senderos. Nuestros campos se encontraban en las afueras de la ciudad, en islas artificiales hechas con fango extraído del fondo del lago; allí la actividad era incesante a lo largo de todo el año, porque gracias a la tierra siempre húmeda se conseguían cosechas incluso en plena estación seca.
¡Qué distintas eran las ciudades de tierra firme! Ahora andábamos por anchas y polvorientas calles, entre extensos campos de cultivo que se llenarían de maíz, amarantos, judías, calabazas, salvia o chiles a finales del verano, pero que ahora estaban vacíos. En el centro de cada parcela se levantaba una casa; las paredes eran más gruesas que las nuestras, ya que no tenían puentes que pudieran levantar en caso de ser atacados.
– ¿Qué es ese olor? -Manitas frunció la nariz-. ¿No vacían las letrinas aquí?
– ¿Qué esperabas? -replicó el mayordomo-. ¡Son bárbaros!
– No pueden evitarlo -señalé, indulgente-. Carecen de embarcaciones para transportar las heces, como nosotros. Tienen que echarlas directamente en los campos o llevarlas hasta el lago.
El mayordomo soltó un gruñido de desprecio.
Incómodo, miraba a las pocas personas con las que nos cruzábamos, y después a mis compañeros; temía que alguien se fijara en el desprecio que se reflejaba en el rostro del mayordomo. Sin embargo, no había de qué preocuparse, porque después de pasar un día en los pantanos no teníamos el aspecto de conquistadores del mundo sino de un trío de pobres campesinos.
– Supongo que el mercado estará cerca del recinto sagrado-dijo el mayordomo-, así que iremos hacia aquella pirámide.
Señaló la construcción más alta de Tlacopan, que ahora se levantaba más allá de los árboles que teníamos delante. No tardaríamos mucho en encontrarnos a la sombra.
– ¿Qué haremos después? -preguntó Manitas.
– Lo que nos dijeron, por supuesto; hacer algunas preguntas, averiguar si han visto a un hombre acompañado por un chico. ¡No nos vendría mal encontrarlos antes de que lo hagan los otomíes!
Manitas me interrogó con la mirada. Se la devolví, impasible. Por lo que yo sabía, mi hijo nunca había estado en Tlacopan. Si el mayordomo quería perder el tiempo buscándolo aquí, a mí ya me iba bien.
– Pues en ese caso, vamos allí-dije-. ¡Quizá en el camino encontraremos a la vieja y sus deliciosas tortillas!
A medida que nos acercábamos la pirámide nos parecía cada vez más impresionante. No tardamos mucho en verla entre las ramas de los árboles que nos rodeaban, como una enorme sombra que ocupaba la mitad del cielo y ocultaba el sol.
– Ya casi estamos -comentó Manitas, sin dirigirse a nadie en particular-. Por cierto, ¿dónde está el palacio? ¿No tendría que estar frente al recinto sagrado?
– Lo tienes delante de las narices -respondí-. Aquí no construyen con la escala a la que estamos acostumbrados.
Delante de nosotros había un murete y más allá un edificio. Era una casa como la de cualquier familia pudiente de Tenochtitlan o Tlatelolco, una construcción de una sola planta con el techo de paja plano. Ocupaba más terreno que las habituales casas mexicanas, pero a nuestros ojos carecía de detalles que la distinguieran. Desde detrás de las paredes nos llegaban los sonidos de la vida doméstica: las voces de las mujeres, las risas de los niños, el ruido machacón de los telares.
– ¿Qué esperabais? -pregunté, mientras Manitas y el mayordomo miraban la casa desconcertados-. Nos quedamos con el botín de guerra y su rey solo recibe lo que Moctezuma desecha. Tlacopan tendría que recibir un quinto de lo que recauda el imperio, pero estoy seguro de que si miráis en los almacenes veréis que solo están llenos hasta la mitad.
– Así que es probable que no nos tengan mucho aprecio -murmuró el mayordomo-. ¿Y qué? ¿Quién nos aprecia? ¿Dónde está el mercado?
– Sigamos por el camino hasta el final de la pared -respondí-. Todo el mundo parece venir de aquella dirección. Quizá ya han cerrado. -Miré durante un segundo la posición del sol y fruncí el entrecejo-. Es curioso, todavía es temprano.
– Esta gente no regresa a su casa -dijo Manitas-. ¡Huyen de algo!
Aproximadamente cuarenta personas venían por el camino directamente hacia nosotros. La mayoría eran mujeres; llevaban unas faldas de brillantes colores recogidas con las manos y dejaban ver las rodillas por debajo de los dobladillos. Las blusas se agitaban como tiras de papel al viento; los niños iban desnudos debajo de las capas cortas, y había unos pocos hombres con taparrabos, con las largas cabelleras enmarañadas.
– ¡Salgamos de aquí! -ordené-. ¡Nos arrollarán!
Nos apartamos del camino justo a tiempo para que pasaran los fugitivos. Nadie nos dedicó una mirada.
– ¿Qué está pasando? -preguntó el mayordomo.
– Por ahí vienen más -dijo Manitas-. ¿Por qué no paras a uno y se lo preguntas?
El mayordomo nos miró con desconfianza, mientras una segunda oleada de fugitivos se nos acercaba corriendo. Luego, en un súbito arranque de valor, se metió entre la multitud y cogió al niño más pequeño eme pudo encontrar.
– ¡Tú! -le gritó al pequeño que pataleaba y chillaba a voz en cuello-. ¿A qué viene todo esto? ¿De qué escapáis?
– ¡Aztecas!
El grito de alarma estremeció a la multitud. Retrocedieron como si fuesen una única persona, se apartaron de nosotros como un coyote amenazado por una antorcha. Solo una mujer se lanzó gritando sobre el mayordomo y lo abofeteó con tanta fuerza que él se tambaleó; luego le arrebató al niño y salió corriendo.
– Qué curioso. -Manitas miró a la multitud que se alejaba mientras el mayordomo, atónito, se masajeaba la mejilla-. Todos han echado a correr en cuanto han oído tu voz. ¡Debe de haber sido tu acento, pero no tenía ni idea de que asustáramos tanto a la gente!
– No hemos sido nosotros -señalé, pensativo-. Está pasando algo que no sabemos.
Miré a mi alrededor. El muro del pequeño palacio ocultaba de la vista el recinto sagrado y el mercado, y no daba ninguna pista de qué podía estar ocurriendo al otro lado. Las voces que habíamos oído hacía solo unos momentos se habían acallado; pensé que las mujeres, al escuchar la conmoción del exterior, habían abandonado sus quehaceres para recoger a los niños y entrar en sus casas.
Cerca crecía un pequeña ceiba: un árbol nativo de las tierras calientes del sur; sin duda lo habían plantado aquí como adorno y para dar sombra al patio en el extremo más alejado del muro. Miré las ramas y me dije que si conseguía trepar hasta las más altas quizá podría, sin necesidad de acercarme demasiado, ver cuál era el motivo del miedo de la población. Me quité la capa y se la di a Manitas.
– Venga, ayúdame a subir.
Las ramas crujieron y se doblaron de forma alarmante bajo mi peso; di gracias por ser de constitución delgada y por la escasez de mi dieta, que me impedía acumular grasa. Subí todo lo que pude, me senté a horcajadas en una rama y miré más allá del muro.
– ¿Qué ves? -gritó el mayordomo.
– Veo el mercado. El recinto sagrado está inmediatamente después. Los productos a la venta todavía están colocados en las esteras, pero no hay compradores. Es curioso. Toda la gente está en una esquina. Hay una pequeña multitud; todos son hombres. Algunos van armados pero no intervienen. Allí es donde está el disturbio, en el centro de la multitud.
– ¿Qué disturbio?
– No lo veo.
Entonces vi un revelador destello verde, muy fácilmente identificable frente al color chocolate de los hombres que lo rodeaban. Los espectadores habían formado un círculo alrededor de dos figuras. Reconocí al instante a una de ellas, a pesar de que se encontraba demasiado lejos para verle el rostro.
– ¡Es el capitán! – añadí-. ¡Al parecer ha capturado a alguien! -Cuando me di cuenta del significado de lo que estaba viendo, grité sin pensar-: ¡Es imposible! El chico no puede haber venido aquí, nunca se…
Afortunadamente, Manitas y el mayordomo no me oían. La llegada de otra persona los había distraído.
– ¡Aquí estáis! ¿Qué está haciendo el esclavo trepado al árbol?
Miré abajo y vi el rostro de Zorro que me observaba.
– Está mirando a tu capitán -respondió Manitas.
– Pues ya puede bajar; hemos pillado a esos cabrones -anunció Zorro.
El mayordomo soltó un grito de alegría, de alivio al pensar que la búsqueda había concluido y que podría irse a casa.
La cabeza me daba vueltas. La desesperación se apoderó de mí. Sentí náuseas, se me nubló la vista y me quedé sin aliento, como si mis pulmones hubiesen decidido de pronto que no tenía sentido continuar trabajando.
Dado que en realidad estábamos persiguiendo solo a una persona, no a dos, no había ninguna duda de quién era el hombre que habían capturado los guerreros. ¿Quién podía ser sino Espabilado?
– Idiota -exclamé por lo bajo-. ¿Cómo se te ocurrió venir aquí? ¿Por qué, cuando había tantos otros lugares adonde ir?
Cuando empecé a bajar, el aturdimiento hizo que me sujetara mal a una rama, perdí pie y caí.
Las ramas me golpearon la espalda, los brazos y las piernas mientras me precipitaba a tierra, pero frenaron la caída, así que en lugar de matarme acabé despatarrado en el suelo al pie del árbol, mientras las risotadas del mayordomo y de Zorro resonaban en mis oídos.
– ¡No aproveches para echar una siesta, maldito haragán! ¡Levántate!
No hice caso del mayordomo. No me veía capaz de soportar su repugnante expresión de triunfo. Aunque no le obedeciera, mi destino no cambiaría mucho, así que mantuve los ojos cerrados y protegidos por el antebrazo.
– ¡No has podido hacerte daño!
Alguien me tocó. Me encogí, a la espera de un golpe, pero el contacto fue mucho más suave; una mano debajo del hombro me empujaba como si quisiera levantarme del suelo.
– Venga, Yaotl. -La voz de Manitas sonó casi pegada a mi oído- Tenemos que irnos. Aquí tienes la capa.
Deseaba apartarlo, decirle que me dejara en paz, pero entonces oí de nuevo la voz del mayordomo.
– ¡Qué tierno! -se mofó-. No hay nada entre vosotros dos, ¿verdad?
Sentí cómo aumentaba la presión de la mano del plebeyo en mi hombro. Estaba a punto de perder los estribos, algo que no le ayudaría en nada. Me obligué a recordar que él no tenía ninguna obligación de ayudarme y que si se limitaba a mantenerse al margen y a mirar cómo el mayordomo y Zorro la emprendían a puntapiés conmigo hasta matarme podría evitarse muchas complicaciones.
Me levanté, acepté la capa y, furioso, miré al mayordomo.
Manitas hizo la pregunta que yo no me atrevía a formular.
– ¿A cuál de los dos habéis capturado?
Cerré los ojos para contener las lágrimas. También me habría tapado los oídos con las manos, si con ello no hubiera llamado la atención.
– Al más viejo. Todavía no hemos dado con el rastro del chico.
– ¿Qué?
Abrí los ojos. Miré a Zorro; estaba boquiabierto pero no me atreví a hablar porque no confiaba en lo que podía decir.
Mi hijo no era el hombre que estaba en el centro de la multitud, maltratado por el guerrero vestido de verde. Di gracias a los dioses y me pregunté quién debía de ser la víctima del capitán.
– Pero… pero… -tartamudeó Manitas.
– Venid a verlo -dijo Zorro, y se volvió hacia el mercado-. ¡Creo que el capitán se está divirtiendo!
Mientras él y el mayordomo echaban a andar, vi que Manitas abría la boca para decir algo que ambos lamentaríamos. Me moví rápidamente a un lado y le di un pisotón para convertir sus palabras en un juramento ahogado.
– ¡Calla! -susurré-. Tengo que pensar. -En voz alta añadí-: ¿Cómo lo habéis capturado?
– Ha sido muy fácil -respondió Zorro por encima del hombro-. El capitán sabe cómo hacer estas cosas. Es como recaudar los tributos de los bárbaros. Vas hasta el centro del mercado, rompes un par de cosas para llamar la atención (lo mejor es empezar con los alfareros, porque hace mucho ruido, aunque tampoco está mal romper unas cuantas jaulas de pavos) y luego le dices a la gente qué buscas exactamente. ¡En cuanto vieron el uniforme del capitán se dieron una prisa increíble! -Rió-. Lo más divertido fue ver cómo se disculpaban porque no podían entregarnos a los dos. Alguien trajo a ese pobre infeliz y nos dijo que era el único azteca fugado que habían visto. Creo que ahora el capitán está intentando convencerlo de que nos diga dónde está el chico.
Llegamos a la esquina y nos encontramos en el mercado; estaba casi desierto. Miré las hileras de cántaros, las esteras cubiertas de objetos, abandonadas a la carrera, a juzgar por los desperdicios que había a su alrededor: los sacos de semillas de cacao que se usaban como calderilla; las tortillas a medio comer, que picoteaban un par de pavos; la calabaza de un aguador que derramaba su contenido en el suelo polvoriento. La multitud estaba reunida en la esquina más apartada; los jóvenes locales más valientes, o al menos los más interesados en parecerlo, estaban sin duda dispuestos a ver el espectáculo de un azteca torturando a otro. Todos aquellos que tenían un poco de sentido común habían huido en cuanto creyeron que los guerreros ya tenían lo que habían ido a buscar.
– ¡Vamos! -gritó el mayordomo-. ¡Nos perderemos la diversión!
Se adelantó al trote y nos dejó atrás en su ansia por presenciar el sufrimiento de otro ser humano. Me pregunté si esperaba ganar alguna propina.
Después olvidé su ruindad; se me había ocurrido un pensamiento aterrador.
Las espaldas de los espectadores me ocultaban al capitán y a su víctima, y a esa distancia solo oía la áspera voz de mando del otomí, pero súbitamente adiviné quién era el cautivo.
¿Qué azteca había escapado hacía dos noches, al parecer con la intención de buscar refugio en la orilla occidental del lago?
Solo podía ser el barquero de mi amo, el mismo que había abandonado al primer ministro y su canoa dos noches atrás. Seguramente había ido a esconderse entre la población de la ciudad más cercana y más importante; precisamente donde yo había dicho a los guerreros que fueran a buscar.
– Maldito idiota -murmuré-. ¿Por qué no siguió corriendo?
Me pregunté de cuánto tiempo dispondría antes de que el capitán le arrancara la verdad. ¿Cuánto tiempo antes de que descubriera que había seguido una pista falsa?
El espeluznante alarido que salió de detrás de la multitud parecía ser la respuesta.
El mayordomo apuró el paso. Me pareció oír incluso cómo se relamía. Zorro le pisaba los talones. Se abrieron paso a empellones entre la multitud, apartaron a codazos a los jóvenes que se apartaban sumisamente mientras sus miradas permanecían fijas en el fascinante espectáculo que se desarrollaba ante ellos. A Manitas y a mí nos arrastraban hacia el horror en el centro del círculo de hombres. Nos detuvimos antes de llegar al espacio despejado que había alrededor del capitán, y nos quedamos cerca de la multitud, mientras que Zorro y el mayordomo corrieron a su lado para admirar sus habilidades manuales.
Vi la sangre antes que al hombre.
La tierra que tenía delante estaba cubierta con ella. Había regueros, gotas y pequeños charcos, como si saliera de la víctima poco a poco. Aquí y allá entre las gotas y los regueros de color rojo oscuro había diminutos fragmentos de algo duro y blanco que me costó identificar hasta que miré al barquero.
De no haber deducido ya quién era la patética figura que yacía con las piernas recogidas hasta el pecho y que temblaba a los pies del capitán, no lo hubiese reconocido. Tenía el rostro vuelto hacia arriba, quizá en una inútil súplica de compasión, pero ya no parecía un rostro. Era una máscara de sangre coagulada con un siniestro agujero en el centro; los fragmentos blancos que había en el suelo a su alrededor eran sus dientes.
Antes de ocuparse de la boca del hombre era obvio que el capitán había dedicado sus atenciones al resto del rostro, porque le había roto la nariz, las orejas eran unas masas informes y la carne alrededor de los ojos era un picadillo sanguinolento, pero lo peor eran los dientes. Utilizaba un pequeño cuchillo de pedernal, sin duda cogido de un tenderete cercano, para rompérselos trozo a trozo hasta vaciar la encía.
– A ver, probaremos de nuevo -dijo el capitán como si mantuviera una amable charla-. Todavía no te he cortado las orejas, así que sé que puedes oírme. ¿Dónde se oculta el chico?
– Yaotl, esto no me gusta. -La voz de Manitas sonó con fuerza junto a mi oído.
– ¿Yaotl? -El capitán oyó mi nombre y miró en mi dirección-. ¡Al fin apareces! Tenías razón, ¿lo ves? Nos has traído directamente hasta aquí. Ahora les estoy enseñando a los tepanecas cómo los aztecas tratamos a la gente que nos engaña. ¿Quieres participar?
Noté cómo la multitud a mi alrededor se movía, inquieta; de pronto quedó un pequeño espacio despejado alrededor mío y de Manitas, como si los hombres más cercanos a nosotros se hubieran dado cuenta de quiénes éramos y hubieran decidido no quedarse demasiado cerca.
El rostro destrozado se volvió hacia mí. Los ojos, la única parte que parecía estar más o menos intacta, se movieron en mi dirección. El movimiento de la mano del capitán que empuñaba el cuchillo los distrajo un momento, pero no tardaron en volver, unas elipses pequeñas y pálidas que me observaban fijamente. El barquero soltó un débil sonido agudo, como si quisiera decir algo. No sabía si me hablaba a mí o de mí pero era obvio que sabía quién era, y si no se me ocurría una manera de evitar que se lo dijera al capitán, era probable que yo también sintiera el filo de aquel cuchillo teñido de sangre en mis propias carnes.
El mayordomo sin darse cuenta me salvó del trance.
– ¡Déjame a mí! -gritó, y casi saltó al espacio en el centro de la multitud en su ansia por sumarse a la tortura-. ¡Le enseñaremos a esta escoria tepaneca de qué estamos hechos!
A los espectadores no les gustó el comentario. Oí los murmullos y un ruido de pies que se movían inquietos.
El capitán miró al mayordomo con una expresión de enojo.
– Ahorra el aliento -se mofó, y movió el cuchillo con furia. Una gota de sangre cayó sobre el brazo del mayordomo-. ¡Podrías necesitarlo si tienes que salir corriendo!
Chinche miró la gota de sangre, oscura contra la piel. De pronto se quedó muy quieto.
Alguien en el pequeño grupo de hombres a mi alrededor soltó un gruñido. Zorro, que había permanecido junto a su capitán y que no había dejado de mirar alternativamente y con cierta inquietud a su jefe, a la víctima de la tortura y al mayordomo, tosió nerviosamente. Se daba cuenta de que los espectadores estaban cada vez más inquietos. Más allá de lo que pudieran pensar de los aztecas, ver que discutíamos entre nosotros no ayudaría a que siguieran comportándose mansamente.
– ¿Crees que podrás escapar? -le murmuré a Manitas, con mucho disimulo.
– ¿Por qué? ¿Qué te propones?
– Voy a iniciar un alboroto. Quiero que le lleves un mensaje a mi hermano. Dile que venga aquí con un pelotón de guerreros.
Miró por encima del hombro para calcular la distancia que había hasta la orilla del lago.
– Si consigo llegar al camino, podría estar en la ciudad al anochecer -respondió-, pero sigo sin entender por qué…
– Entonces, ¡en marcha! -le urgí-. ¡No hay tiempo que perder!
Echó una última mirada a la desgraciada criatura tendida en el suelo, en el preciso momento en que el capitán se acercaba de nuevo a ella y levantaba el cuchillo. Luego Manitas me dio una palmada en el brazo y echó a correr.
– ¿Adonde va? -preguntó Zorro.
– Cree que ha visto algo -contesté-. Puede que sea el chico. Regresará en un momento.
– ¡ Ah! -El capitán se inclinó sobre su víctima-. ¿Lo has oído? ¡Ahora podremos empezar a divertirnos de verdad!
Metió de nuevo el cuchillo en la boca destrozada del barquero; este soltó un alarido y se sacudió como un pescado fuera del agua.
– ¿Cómo ha empezado todo? -pregunté en voz baja.
Junto a mí se encontraba un joven. Tenía la cabeza afeitada, lo que significaba que había perdido el pelo durante los años que debía de haber pasado en la Casa de los Jóvenes, o como se llamara el lugar donde educaban a los chicos de Tlacopan. Había estado en la guerra y había conseguido hacer un prisionero, pero a juzgar por su nerviosismo y la forma en que su mirada seguía al capitán, alternando entre el vil rostro del otomí y el cuchillo de pedernal, no era un veterano curtido.
– Alguien me dijo que encontraron al hombre oculto en un granero -contó-. Sabían que era un azteca, por supuesto, así que lo encerraron en el palacio y enviaron un mensajero a México. Luego se presentó el otomí. Dijo que lo mandaba el primer ministro azteca. Nos ordenó que le entregáramos cualquier azteca fugitivo, así que le dimos este hombre.
– ¿Por qué dejáis que haga esto? -pregunté en voz alta y en tono provocativo.
Miré rápidamente a los hombres más cercanos al espacio abierto pero solo tenían ojos para el barquero, que escupía sangre y trozos de dientes. ¿De cuánto tiempo disponía antes de que comenzara a hablar?
– ¿Qué clase de guerreros tenéis aquí? ¿Dejáis que un par de hombres aterroricen a vuestras mujeres y niños, destrocen el mercado, y os conformáis con hacer lo que os dicen? ¿A nadie se le ha ocurrido impedírselo, o preguntarles por qué lo hacen?
Zorro miró en mi dirección, frunció el entrecejo, y se acercó a su capitán, como si quisiera advertirle. Me dije que seguramente me había oído, pero entonces el barquero cogió el dobladillo de la capa del capitán y tironeó de ella, quizá con la intención de levantarse; me di cuenta de que también pretendía hablar y de que el tiempo del que disponía se agotaba rápidamente.
– ¿Vosotros os llamáis hombres? -acabé por gritar para que aquellos que me rodeaban pudieran oír el desprecio y la incredulidad en mi voz; ya no me preocupaba que el capitán, Zorro o el mayordomo descubrieran qué me proponía-. ¡No me extraña que los aztecas gobernemos el mundo entero!
– ¡Por supuesto que no, cuando tu emperador mantiene a nuestro rey como rehén en su palacio y manda a todos nuestros curtidos guerreros a tierras lejanas mientras los tuyos se quedan en casa sin hacer otra cosa que tomar chocolate y torturar a sus vecinos!
Me volví, como hicieron todos los demás hombres a mi alrededor, para mirar a la persona que me había replicado.
Era un sacerdote. Me di cuenta en el acto al ver su rostro embadurnado de hollín, surcado por los regueros de sangre de los lóbulos, y con el pelo enmarañado y grasiento. Vestía una larga túnica de algodón, y la bolsa de tabaco que colgaba alrededor del cuello no era una bolsa informe sino un jaguar en miniatura, con sus mandíbulas, las cuatro garras y la cola, perfectamente confeccionado con piel de ocelote. Supe que debía de ser un hombre con una posición de prestigio. Quizá pertenecía al principal templo de la ciudad. Miré hacia la cumbre de la pirámide que dominaba el recinto sagrado y el mercado; entonces lo entendí: desde arriba había seguido la actuación del capitán y de Zorro, y después de ver los disturbios en el mercado y darse cuenta de que no se estaba haciendo nada para recuperar la normalidad, había bajado dispuesto a intervenir.
Lo miré y me eché a reír. Pretendía mostrarme lo más despectivo posible, pero por encima de todo quería ocultar mi alivio.
– Dime una cosa, tú que eres tan sabio -pregunté en tono de mofa -, ¿cuántos tepanecas hacen falta para contener a dos aztecas?
– ¡Eh, cuidado con lo que dices! -Uno de los jóvenes que se encontraba a mi lado apoyó una mano en mi brazo para advertirme que mostrara un poco más de respeto, pero el sacerdote ordenó que nos calláramos con una mirada.
– Uno -me aseguró, antes de avanzar entre la multitud para llegar al espacio en el centro.
Se acercó sin más al capitán. El otomí lo miró con su único ojo.
– ¿Qué significa todo esto? -preguntó el sacerdote.
– ¿Quién quiere saberlo?
– Un servidor de Tezcatlipoca.
La respuesta del capitán fue agacharse rápidamente para recoger su terrible espada; luego se irguió cuan largo era mientras mantenía la espada en alto para que el sol se reflejara en las cuatro hileras de hojas de obsidiana.
– Así que un servidor de Tezcatlipoca, ¿eh? ¡Pues los guerreros de Huitzilopochtli te ordenan que te ocupes de tus asuntos! -gritó el otomí al tiempo que con la mano libre le daba un empellón en el pecho.
No fue un golpe fuerte sino una simple advertencia. El tepaneca se tambaleó pero mantuvo el equilibrio. Sin embargo, fue demasiado para los espectadores. Los hombres se abalanzaron con grandes gritos de protesta. Me apartaron a golpes de codo y de rodilla, y casi me hicieron caer; los jóvenes que había a mi alrededor, con el orgullo herido por mis pullas, corrían a defender a su sacerdote.
Por unos momentos el vocerío y las carreras me impidieron comprender qué estaba pasando. Oí unos gritos airados, el ruido de puntapiés y puñetazos contra la carne, el sonido más seco cuando golpeaban los huesos, y los aullidos de dolor. Con el rabillo del ojo vi el destello del sol en las hojas de la espada del capitán. Un chorro de líquido rojo cruzó el aire y algunas gotas calientes salpicaron mis mejillas mientras alguien chillaba.
Después se oyó un largo alarido de desesperación, un grito de terror que me recordó la voz del mayordomo de mi amo. Luego, poco a poco, se hizo de nuevo el silencio.
De puntillas, para poder mirar por encima de las cabezas y los hombros encorvados por los músculos tensos, alcancé a ver lo suficiente para hacerme una idea de lo que había ocurrido.
El otomí tenía al sacerdote sujeto por la garganta. Parecía haberse olvidado del barquero, al menos de momento. No empuñaba la espada; alguien había conseguido arrebatársela durante la refriega.
Zorro estaba espalda contra espalda con su capitán. Aunque no fueran una pareja, ahora estaban dispuestos a luchar como uno solo y defenderse mutuamente hasta la muerte, y de paso llevarse con ellos al mayor número posible de enemigos. Aún quedaba un pequeño espacio alrededor de ellos, porque nadie se atrevía a ponerse a su alcance.
El mayordomo había sido la presa más fácil; tres tepanecas lo sujetaban como un trofeo. Tenía los ojos casi fuera de las órbitas y la boca abierta en una mueca de terror.
– ¿Qué vais a hacer? -preguntó el capitán con una voz tensa pero firme. Movió su terrible cabeza en dirección al mayordomo-. Podéis hacer con él lo que os venga en gana. No es nadie. ¿Cuál de vosotros será el primero? ¡Tendréis la sangre de este sacerdote en vuestras manos!
La multitud se estremeció, furiosa, pero nadie se movió.
Entonces se oyó la voz del sacerdote, un tanto ronca al tener que forzarla a través de la enorme presión de la mano del otomí.
– Nada vive eternamente en la tierra -afirmó-. Puedes matarme, y mis cenizas serán enterradas con un perro para que me guíe a través de los Nueve Infiernos, y encontraré mi lugar de descanso en la Tierra de los Muertos. Pero luego a vosotros os harán pedazos, y arrojarán los trozos fuera de la ciudad como si fueran basura, para que se los coman los buitres y los coyotes. Nunca tendréis reposo, y vuestras familias nunca podrán acabar el duelo.
Si el capitán dio una respuesta no la oí. Tampoco vi que aflojara la presión en la garganta del sacerdote ni que se moviera ninguno de los hombres que lo rodeaban.
Yo ya no los miraba. Antes de que el sacerdote hubiese acabado de hablar, corría con todas mis fuerzas hacia la orilla del lago y el camino que me llevaría de regreso a la ciudad.
Ya era de noche cuando llegué a Pochtlan. Había hecho la mayor parte del trayecto corriendo. En mi desesperación por alejarme todo lo posible de los otomíes ni siquiera me había parado para orinar. Cuando finalmente me detuve, agotado, junto al canal que rodeaba el distrito de los comerciantes, no podía aguantar más.
Podría haber orinado en el canal, pero el pudor azteca me lo impidió. Vacilé durante unos momentos y pasé el peso de un pie al otro, hasta que vi la solución. Un puente de madera cruzaba el canal y en el extremo más lejano, en el distrito de Amantlan, donde vivían los plumajeros, había un cobertizo de mimbre.
Corrí hacia allí. Otros habrían vacilado, por los relatos de demonios que se apoderaban de los hombres durante las visitas nocturnas a las letrinas, de las siniestras enanas cuya aparición anunciaban la enfermedad y la muerte, pero mi necesidad era tan sumamente imperiosa que superaba todos los temores.
Las tablas del puente estaban cubiertas de escarcha y, ante el riesgo de resbalar, avancé a pasos muy cortos y sin desviar la mirada de mis pies.
El puente se movió. Noté la sacudida en las pantorrillas y supe que no estaba solo. Miré hacia delante y al segundo siguiente estaba luchando para mantenerme en pie porque las piernas amenazaban con no sostenerme.
Un dios me miraba silenciosamente desde el otro extremo del puente.
Solté una exclamación de sorpresa y espanto. A pesar de que mi mente me decía que aquello que veía era fácilmente explicable, algo mucho más antiguo se imponía: el miedo de la infancia, cuando miraba a los aterradores ídolos en sus nichos en casa de mis padres, y las leyendas que me habían inculcado en la Casa de las Lágrimas, donde me enseñaron la severidad de los dioses mientras la sangre del sacrificio manaba de mi lengua, los lóbulos, las espinillas y el pene.
Una nube de humo o vapor envolvía el rostro del dios. Las escamas resplandecían, perfectamente solapadas por todo el cuerpo. Largas plumas verdiazuladas, rígidas y afiladas como la punta de una lanza, coronaban su tocado y se elevaban muy por encima de su gorro de piel cónico. Sus ojos eran unos círculos negros perfectos, y su mirada parecía traspasarme como si fuese algo tan insignificante que no tenía espacio en su mundo. Unos colmillos terribles, curvados como los cuernos de la luna joven, protegían su boca hambrienta. No tenía lengua pero me pareció ver algo que se movía en aquellas fauces oscuras que amenazaba con desenrollarse y fustigarme con la velocidad de un látigo.
Se acercó a mí rodeado por la nube que se espesaba y se movía mientras hablaba.
– ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? -preguntó. Su voz retumbaba, como si saliera del interior de una caverna.
Las piernas ya no me sostuvieron y caí hacia atrás. Lancé un grito de dolor y miedo cuando choqué pesadamente contra la madera. El puente se balanceó con el impacto. Por un momento permanecí tumbado boca arriba con la mirada puesta en las estrellas, los brazos extendidos en cruz y las palmas apoyadas en el suelo.
Aterrorizado, intenté ponerme en pie y resbalé dos veces antes de lograr que las manos y los talones se afirmaran en la resbaladiza madera. Me senté y miré con los ojos muy abiertos el puente vacío que tenía delante y el camino absolutamente vacío al otro lado.
Parpadeé varias veces para aclarar la visión.
No había nada que ver.
Conseguí levantarme, después de resbalar varias veces más, y medio corriendo, medio patinando llegué hasta el final del puente, sin preocuparme de que un paso en falso podía hacerme caer de cabeza en el agua helada del canal. Tambaleante, llegué a tierra firme.
El agua del canal, oculta de la vista por los altos márgenes, chapoteaba sonoramente. Por un momento, me pregunté cuál sería el motivo de aquel chapoteo, porque no soplaba viento y nada perturbaba la superficie del agua, pero después pensé que en el silencio de la noche todos los sonidos se intensifican, y me concentré en qué podía ver.
Ahora me encontraba en Amantlan. Las casas de los plumajeros se extendían ante mis ojos como una única hilera ininterrumpida. No había ningún indicio de que alguien estuviese despierto y tampoco había callejones oscuros donde pudiera ocultarse un hombre o un dios.
Exhalé un largo suspiro y miré cómo se formaba una nube de vapor y luego se dispersaba lentamente.
– Se ha esfumado en el aire -murmuré. Sentí otra punzada de miedo. Sabía qué había visto. Ningún azteca podía confundirlo.
«Tonterías -añadí para mis adentros-. Tiene que estar por aquí, en alguna parte. Se ha escondido, así de sencillo. Si tengo paciencia y espero lo pillaré.»
Pero no había convicción en aquellas palabras. Por mucho que lo intentara, no podía olvidar que había visto lo mismo que muchos otros: la Serpiente Emplumada, el Precioso Gemelo, el Señor del Viento.
– ¿Quetzalcoatl? -susurré-. ¿Por qué?
Si el dios de la sabiduría, el dios que había creado a la humanidad cuando mezcló su propia sangre con el polvo de los huesos que le había robado al Señor de la Ultratumba, rondaba por la ciudad, ¿qué podía significar? El dios llevaba el mismo nombre que el último de los reyes toltecas, Topiltzin Quetzalcoatl, el antepasado de nuestro emperador Moctezuma. Desde siempre se había rumoreado que el rey tolteca nunca había muerto, sino que había escapado de su reino con la promesa de que un día regresaría para reclamar lo que era suyo. ¿Lo que acababa de ver presagiaba el final del reinado de Moctezuma? Y si era así, ¿qué vendría a continuación?
Solté con fuerza el aire de los pulmones; noté un súbito frío en los muslos y miré mi entrepierna. Después de todo, ya no necesitaba ir a las letrinas.
Me quité el taparrabos inservible y lo reemplacé con un trozo de maguey arrancado del dobladillo de mi vieja capa. Luego, con la sensación de estar desnudo y muerto de frío pero con mi pudor intacto, crucé de nuevo el puente y fui al encuentro del anciano que me había enviado el cuchillo.
La casa de Bondadoso era la única que conocía bien en todo Pochtlan. Hasta hacía poco, el viejo había vivido allí con Azucena y Luz Resplandeciente. Azucena había perdido a su esposo muchos años atrás en una expedición comercial. Desde entonces había dirigido la casa prácticamente sola. Su hijo había crecido y, pese a todos sus cuidados, se había convertido en un monstruo disoluto; su padre, en teoría el cabeza de familia, era un anciano casi senil que aprovechaba al máximo el permiso que le daba la ley para beber todo el vino sagrado que pudiera aguantar.
En una ocasión, muy breve, Azucena y yo buscamos el uno en el otro un poco de consuelo a nuestra desesperación y soledad. Aquel momento pasó, barrido como las hojas en una crecida del río por la corriente de los sentimientos -los de ella por su hijo, los míos centrados en mi propia supervivencia- pero había dejado su marca. Ahora me resultaba difícil acercarme a esa casa sin recordar cómo era su dueña, antes y después: valiente en su decisión de encontrar a su pervertido hijo; totalmente destrozada mientras lloraba sobre su cadáver.
Tragué saliva. «No tienes que estar nervioso», me dije. No estaba entrando en aquella casa como un furtivo, como había hecho anteriormente. Me habían llamado. Empuñé el cuchillo de bronce y crucé el umbral, al tiempo que miraba a izquierda y derecha como si temiese una emboscada.
Nada se movió en las sombras que me rodeaban. Me permití relajarme, hasta que la voz irritada de un viejo me habló en la oscuridad.
– ¡Ahí estás! Te has tomado tu maldito tiempo, ¿eh?
Me sobresalté. Después de todo lo que había visto y hecho aquel día, rematado con la aparición en el puente, era lo menos que podía hacer en lugar de darme la vuelta y echar a correr. Me obligué a permanecer quieto; esperé a que se calmara mi respiración y el corazón volviera a latir a su ritmo normal antes de responder.
– ¿Bondadoso? ¿Eres tú?
Me respondió el ruido de unos pies que se arrastraban, un áspero gruñido como si alguien se aclarara la garganta antes de escupir, y un movimiento en la sombra que se convirtió gradualmente en una pequeña figura encorvada que se acercaba al centro del patio, algo más iluminado por la luz de las estrellas. No era fácil ver su rostro en la penumbra, pero, aunque no hubiera reconocido su voz, habría adivinado quién era por el olor agrio de su aliento.
– Por supuesto que soy yo. ¿Quién iba a ser si no?
– ¿Qué estás haciendo aquí a estas horas de la noche? -repliqué con desconfianza-. ¿No tienes frío?
– ¡Estoy helado! Pero ahora no duermo mucho por la noche. Me pareció que rondabas por aquí y quise salir a echar una ojeada antes de que despertaras al resto de la casa. Has escogido una extraña hora para hacer una visita.
– Tú me enviaste llamar -contesté, secamente-. Tu esclavo me dio esto. He venido en cuanto he podido.
Le ofrecí el cuchillo de bronce. Lo rechazó con un gesto.
– ¡Lamento haber sido tan teatral, pero necesitaba llamar tu atención!
Guardé de nuevo el arma en el trozo de tela anudado a mi cintura.
– Ya la tienes. Ahora dime qué quieres de mí. Oí unos pies que se alejaban arrastrándose.
– Ven a la cocina.
Seguí al viejo hasta la habitación más importante de la casa: la cocina, la habitación con el hogar, cuyas llamas amarillas proyectaban profundas sombras sobre los rostros de los ídolos que lo rodeaban, y los convertían en máscaras grotescas.
Había visto esa habitación una vez, pero pocas cosas habían cambiado. Faltaba el largo bastón de los comerciantes que había estado en un rincón, envuelto con tiras de papel ensangrentadas, ofrendas para asegurar el regreso sano y salvo de su propietario desde el lugar remoto del mundo donde su negocio le hubiese llevado. Entonces recordé que el bastón había pertenecido a Luz Resplandeciente; quizá su madre lo había quemado con sus restos. En el rincón donde había estado había ahora ordenadas pilas de productos: cilindros de tabaco, semillas de cacao y especias, vajilla, leña suficiente para un gran fuego. Seguramente se habían comprado para el funeral del joven.
– ¿Dónde está Azucena? -Mi voz sonó ronca, porque la boca se me había secado repentinamente al pensar que podría verla de nuevo, que quizá estaba durmiendo a unos pocos pasos de la cocina.
– De viaje -respondió escuetamente-. Ahora que hemos recuperado las mercancías, necesitamos hacer rápidamente algunas ventas para disponer de capital y seguir con el negocio. Ha ido al mercado de Tetzcoco. Se marchó en cuanto acabó de lavar el cadáver de su hijo.
Exhalé un suspiro aunque sin saber si era de decepción o de alivio.
– Hay algunas cosas que debo enseñarte -añadió.
El viejo arrimó algo al fuego. Al cabo de unos momentos se vieron unas llamas muy brillantes y la cocina se llenó con el humo acre y resinoso de una tea de pino.
– Ven conmigo.
Le seguí lentamente a través del patio, era un hombre pequeño, que arrastraba los pies; en su pelo blanco se reflejaba la luz de la antorcha, y llevaba la cabeza agachada como un jorobado.
Mientras iba a su mismo paso, un grito agudo sonó en algún lugar cercano.
Se apagó en un instante, como si alguien hubiese puesto una mano sobre la boca del que había gritado, pero pareció flotar en el aire; era un grito de dolor o de espanto, la clase de sonido que puede hacer un niño muy pequeño que se despierta de una pesadilla. Sin embargo, la voz que lo había emitido no había sido la de un niño.
– ¿Qué ha sido eso? -pregunté con voz queda.
El viejo no se detuvo. Había girado la cabeza bruscamente en dirección al grito, pero su única respuesta había sido un siseo agudo al contener la respiración, un sonido de fastidio más que de miedo.
– Nada -respondió, y apuró el paso.
Miré por encima del hombro hacia el lugar de donde había llegado el sonido. Miré al rincón opuesto del patio, donde los portales eran manchas totalmente negras. Mirarlos no me sirvió de nada.
– Algo tiene que haber sido. Escucha, esta noche he visto una cosa…
Bondadoso no me respondió; cuando me volví hacia é comprobé que había desaparecido, pero la luz de la antorcha alumbraba el interior de una habitación cercana y salía por el portal, débil como la luz de la luna reflejada en la superficie de un canal. Entré.
– ¿De qué va todo esto?
El anciano colocó la antorcha con mucho cuidado en un soporte en la pared. Después señaló silenciosamente algo e el centro de la habitación.
Miré a mi alrededor. Había estado allí anteriormente, y conocía su peculiar decoración. Las paredes y el techo de una mitad de la habitación estaban pintados de un blanco inmaculado y adornados con unos dibujos muy bien hechos, aunque sin demasiados detalles; pinturas de los dioses. Pero el resto de la habitación estaba desnudo, con las paredes solo cubiertas con una delgada y desigual capa de barro. En otro tiempo, entre las dos mitades había un falso tabique, como era habitual en las casas de los comerciantes; allí guardaban la riqueza acumulada.
Ahora la habitación estaba vacía excepto por un arcón de mimbre en el centro. Había unas cuantas manchas marrones su alrededor.
El arcón estaba abierto. Me acerqué para mirar en el interior.
– No es más que una caja vacía. -Me levanté y miré a Bondadoso-. Déjate de juegos, anciano. ¡Quiero que me hables de esto! -Levanté el cuchillo delante de sus ojos-. ¿Por qué me lo enviaste?
– Mira de nuevo.
La tapa no estaba simplemente abierta. Alguien la había arrancado; las bisagras de cuero estaban rotas. Un lado del arcón estaba aplastado y torcido, como si le hubiesen dado un puntapié o lo hubieran arrojado, y algunos de los mimbres estaban rotos. Cuando miré con más atención, vi que estaba manchado; algo se había derramado en el interior, la misma sustancia marrón que había manchado el suelo. Aunque ya no era pegajosa, no tuve ninguna dificultad para ver, incluso a la débil luz de la antorcha de Bondadoso, que era sangre.
Miré de nuevo en el interior y comprobé que, después de todo, no estaba vacío. Había algo en el fondo, curvado contra los lados en una curva perfecta, tan inmóvil y natural como una serpiente que duerme después de comer. Era algo delicado, difícil de ver en las sombras que arrojaban los costados de la caja, aunque reconocí qué era en cuanto supe que estaba allí.
Metí la mano en el interior del arcón, toqué aquella cosa, la acaricié con reverencia y la recogí suavemente. Cuando la sostuve a la luz se desplegó en toda su longitud, más larga que mi brazo. Pareció resplandecer con la luz; temblaba cuando la alcanzaba mi aliento, y sus colores cambiaban de verde a azul y turquesa y a otro tono que no era ninguno de los tres pero que era los tres a la vez.
– La pluma de la cola de un quetzal -susurré. No recordaba haber tocado nunca algo tan precioso. Para un azteca aquello representaba la verdadera riqueza, mucho más que el oro o las gemas. Era hermosa, iridiscente, del color de los tiernos tallos del maíz en los que depositábamos todas nuestras esperanzas cada verano; era muy difícil de conseguir, porque había que arrancarla intacta de un pájaro vivo; y era frágil, como la vida misma.
Había visto otras como esa precisamente aquella noche. Miré a Bondadoso con una expresión de incredulidad. Sin duda, me dije, esto debía de ser una coincidencia. ¿Cómo podía tener este anciano algo que ver con la aparición en el puente?
– ¿De dónde ha salido esto?
– Del culo de algunos de esos pájaros de aspecto ridículo que vuelan en los bosques del sur, por supuesto. ¿De dónde crees tú que viene? No es saber de dónde viene lo que me interesa, sino saber adonde ha ido a parar el resto.
– No te entiendo.
– Mira la base de la pluma.
En lugar de una punta afilada, la pluma acababa en un muñón irregular.
– Está rota. Parece como si la hubiesen arrancado de alguna parte.
– Y así fue. -El viejo exhaló un suspiro-. ¿No te parece que es una caja demasiado grande para guardar una sola pluma, incluso una tan especial como esta? Hasta anteanoche ahí dentro había una propiedad mía muy importante; prácticamente todo lo que poseía, al menos hasta que tú encontraste aquella embarcación con todo lo que mi nieto nos robó. Ahora esto es todo lo que queda.
– Esta no procede de un manojo de plumas sueltas -afirmé-. La arrancaron de un trabajo acabado. -Miré al viejo con suspicacia-. ¿Qué era, un abanico, un estandarte, un vestido?
– Algo así -murmuró, como si sintiera vergüenza.
– ¿Por qué se rompió?
Sus hombros se hundieron más de lo habitual.
– Alguien lo robó. ¡Se lo llevó todo menos esta pluma!
– ¿Cuándo?
– Hace dos noches. La noche que celebramos el banquete.
– Pero tu casa estaba llena a rebosar: señores, comerciantes, guerreros…
– Yo había asistido al banquete, para atender a mi amo, que había sido uno de los invitados.
– Así es. Llena de señores, comerciantes y guerreros; la mayoría de ellos estaban ciegos de tomar hongos sagrados. ¿Qué mejor momento para que alguien entrara en la casa y robara una obra de arte que no tiene precio?
Otra voz lo interrumpió; la que había sonado antes al otro lado del patio.
– Ahí está de nuevo -dije, pero la reacción del viejo fue exactamente la misma: volvió la cabeza rápidamente con una expresión de enojo.
– No es nada -murmuró sin darle importancia-. Lo más probable es que sea un zorro. Rondan por aquí para hurgar en la basura. Si la guardia del distrito hiciera su trabajo esto no pasaría.
– A mí no me ha parecido un zorro -comencé, pero él ya había cambiado de tema.
– Ahora bien, la persona que robó esta pieza tuvo que entrar aquí muy tarde, poco antes del amanecer. -Bondadoso hablaba con energía-. Teníamos guardias en la puerta. No los despedimos hasta pasada la medianoche, cuando todos se habían marchado o estaban dormidos. Tú te habías marchado hacía rato. No vi que faltase nada hasta la mañana siguiente.
– ¿Qué encontraste entonces?
– Lo mismo que ves ahora. ¡Nada salvo esta pluma y la caja que la guardaba!
– ¿Me dirás qué era?
El viejo me miró con una expresión pensativa. Carraspeó sonoramente. Parecía poco dispuesto a hablar; su silencio se prolongó hasta que ya no pude soportarlo más.
– Escucha -le solté sin más-, me has traído aquí para mostrarme algo. He venido desde la costa occidental del lago, y déjame que te diga que he arriesgado mi vida, sobre todo si mi amo y su mayordomo se enteran de adonde he ido. Ahora estoy cansado y hambriento y tentado de ir a arrojarme a los pies de mi amo y suplicarle su perdón solo para conseguir unas pocas horas de descanso en mi estera de dormir. Por lo tanto, si quieres que sepa qué había en el arcón, dímelo ahora. ¡De lo contrario me voy!
Bondadoso exhaló un largo suspiro, seguido de una tos seca.
– De acuerdo -respondió con voz fatigada-. Pero es un secreto, ¿lo entiendes?
– Sí -asentí, receloso.
– ¿Has oído hablar de Pitzauhqui?
– ¿Pitzauhqui? ¿El plumajero? Por supuesto que he oído hablar de él. Era muy famoso, aunque obviamente no debí de ser gran cosa en la infancia, dado que su nombre significa «Flacucho».
– ¿Quién si no? -Cloqueó como una gallina-. Flacucho, el plumajero.
– ¿Es una broma? -Lo miré, asombrado-. ¿Es uno de sus trabajos? Debe de valer… ¡Seguro que no tiene precio! ¿Cómo conseguiste hacerte con él?
Si las plumas eran nuestro bien más precioso, el trabajo del plumajero era nuestra expresión artística más pura. Al arte del escriba o el bordador se añadía la destreza y el juicio del plumajero que seleccionaba, pulía y colocaba las plumas cuyas formas y colores naturales podían dar vida a los más refinados diseños. Los plumajeros creaban mosaicos, trajes o abanicos cuyas plumas parecían brotar de sus soportes como los pétalos del corazón de una flor. Un buen plumajero era un hombre de una posición social elevada, no como un guerrero pero sí como los comerciantes, aunque sin la envidia y el resentimiento que acompañaban a la riqueza de estos. Los plumajeros aprovechaban al máximo su posición; como la mayoría efe los artesanos, pasaban sus conocimientos de padres a hijos y de madres a hijas. Yo no conocía muy bien a los plumajeros ni su distrito, Amantlan; los amanteca, como se llamaban, protegían celosamente sus secretos.
Entre los plumajeros quizá había un par con el mismo renombre que Flacucho, cuya técnica era tan depurada que se decía que era un brujo que tenía el poder de hacer que las plumas volaran, se colocaran e incluso cambiaran de color a una orden suya. Había visto una de sus obras en una ocasión. Era un objeto pequeño, solo un abanico hecho con plumas de cuchareta rosadas, pero nunca lo había olvidado. El artesano había conseguido colocar las plumas de tal forma que no había dos que captaran la luz de la misma manera. Todas eran rojas, pero bastaba mirarlas par ver muchos colores: naranja, chocolate, escarlata, un rosa que me hizo recordar un magnolio en flor, y el color de la sangre en todos los estados, desde la recién derramada hasta la vieja y agrietada.
La obra de Flacucho era legendaria, y el vendedor podía obtener el precio que quisiera. No lograba imaginar cómo Bondadoso había podido permitirse comprar uno de sus trabajos o quién podía haber llegado a encontrarse tan desesperado como para vendérselo. De todas maneras, de haber tenido que adivinarlo, el último nombre que se me hubiese ocurrido fue el que Bondadoso mencionó en respuesta a mi pregunta.
– La conseguí de manos del propio Flacucho.
– Creía que estaba muerto.
– Puedo asegurarte que no lo está.
Miré la pluma que tenía en mis manos; oscilaba siguiendo mi propia agitación, y al captar la luz de la antorcha sus colores verde y azul parecían perseguirse como olas, desde un extremo al otro. Miré la punta rota e intenté imaginar la obra de arte de la que había sido arrancada. Pensé en el hombre que la había hecho, y sentí un respetuoso asombroso al considerar que aquella pluma que sostenía mi mano había sido parte de ella, que el gran artesano la había seleccionado, pulido y colocado en el lugar correcto, y que después la había pegado con grasa de pavo que él mismo aplicaba porque no podía confiar en nadie más para que lo hiciera correctamente.
– Oí decir que él nunca rectificaba. Siempre escogía la pluma adecuada y la colocaba perfectamente a la primera. Mi amo intentó encargarle una obra y no lo consiguió, y te aseguro que la gente no suele decirle que no al primer ministro. Por eso creí que estaba muerto. En cualquier caso, hace años que no se sabe nada de él; corre el rumor de que enloqueció de tanto comer hongos sagrados. -Fruncí el entrecejo y miré al viejo con suspicacia-. ¿Cómo sabes que era realmente una obra suya?
– Ya te lo he dicho. ¡El mismo me la dio!
Me incliné para depositar la pluma con mucho cuidado en el fondo del arcón. No pesaba nada y temí que si la dejaba caer pudiera volar. Quizá incluso podría subir hasta la llama de la antorcha y quemarse, y eso sería un desastre. Sentí la necesidad de protegerla a la espera del día en que quizá volviera reunirse con la incomparable creación de la que un día formó parte.
No me apresuré a levantarme; quería pensar. Observé el espacio oscuro en el interior del arcón y pensé en qué haría después. Tenía muy claro lo que me convenía hacer: darme la vuelta, pasar junto a Bondadoso, salir de la habitación, cruza el patio y perderme en la noche. No sabía adonde iría después, pero intuía que otra alternativa solo añadiría más complicaciones a los problemas que ya tenía.
Sin embargo, tenía el cuchillo de mi hijo. Me lo había enviado por alguna razón, y hasta que no descubriese cuál era, no podría descansar. Así que, a pesar de todo, me levanté miré al anciano y le formulé la pregunta que él esperaba que hiciera, y de la que yo ya conocía la respuesta.
– Así que alguien te robó la obra de un plumajero. Lo lamento mucho, pero ¿qué tiene que ver conmigo?
Bondadoso se miró los pies. Al menos tuvo la delicadez de parecer avergonzado.
– Bueno, verás -murmuró-, esperaba que quizá tú quisieras buscarla para mí.
– ¿Por qué tendría que hacerlo?
Esta vez me miró. A la luz de la antorcha sus ojos brillaban como el jade pulido. Frunció los labios con una expresión pensativa, antes de responderme.
– Porque… Verás, Yaotl, el vestido de plumas no era lo único que había en el arcón. Había algo más, algo que deje aquí porque, francamente, no sabía en qué otro lugar guardarlo. -Hizo un gesto hacia la forma angulosa en mi cadera-. Envolví el cuchillo en varias capas de tela de maguey para evitar que la sangre manchara el vestido. No era más que un bulto informe, pero alguien lo encontró y se tomó la molestia de desenvolverlo.
– También de utilizarlo. -Saqué el cuchillo de nuevo y lo observé. Era muy valioso, dado que estaba hecho de bronce, el metal duro y opaco que solo los tarascos en el oeste sabían fabricar y que era casi desconocido en México, pero no era en su valor material en lo que Bondadoso había estado pensando-. Déjame que adivine. Crees que la persona que estuvo aquí la otra noche sabía que el cuchillo se encontraba en esta habitación.
– O al menos en la casa. Esta era la única habitación vacía; el resto de la casa estaba llena de gente, así que era el primer lugar donde entraría un ladrón.
– No puede haber sido tan sencillo. Para empezar, tuvo que producirse una pelea por el vestido, porque se desprendió una pluma. Segundo, se usó el cuchillo.
– Sí.
– ¿No sabes quién resultó herido?
El viejo frunció el entrecejo y las arrugas de su rostro se convirtieron en surcos muy profundos.
– No lo sé. Nadie de mi casa, y creo que cualquiera de mis huéspedes se habría quejado si al despertar hubiese visto que lo habían apuñalado, ¿no te parece? Pero había un rastro de sangre desde aquí hasta el patio.
– Había dos personas. -No pude evitar sentir una gran curiosidad-. ¿Qué pasó? ¿Hubo algún desacuerdo entre ellos?
– Eso es lo que parece. ¿Qué otra cosa puede haber sido? ¿Dos hombres entran en mi casa la misma noche; saben exactamente qué están buscando y dónde encontrarlo, y de repente uno de ellos decide asestarle una puñalada al otro? Creo que es poco probable.
– ¿Dónde encontraste el cuchillo?
– En el patio.
Miré de nuevo el cuchillo. Se me ocurrió que debía limpiarlo, pero después pensé que esa no era mi tarea. Pertenecía a mi hijo. La mía era devolvérselo.
– Lo que he pensado -añadió Bondadoso-, es que quizá el que apuñaló al otro cambió de idea y se llevó a su amigo a casa. Por supuesto, conservan con ellos lo que robaron de mi propiedad. Si encuentras a cualquiera de los dos lo hallarás. Pero al menos uno de ellos vino aquí en busca del cuchillo. Estoy seguro de que querrás saber quién era y por qué, ¿no es así?
– Así que por eso estoy aquí -respondí con voz apagada. Continué mirando el arma. De pronto comencé a verla con otros ojos. Era valiosa, desde luego, pero ¿qué podía valer para alguien que nunca había poseído nada más?
Apreté el cuchillo con todas mis fuerzas hasta que m tembló la mano y los nudillos se volvieron blancos.
– Tenía razón, ¿verdad? -dijo el viejo suavemente-. Harás lo que sea para devolvérselo a su dueño.
– ¿Cómo lo has sabido?
– Digamos que soy buen adivino. Azucena me contó lo sucedido en el lago la otra noche, y todo lo que le contaste de ti mismo mientras estabais… cuando estuviste aquí la última vez. No fue muy difícil deducir que ese chico era tuyo. Además, si crees que ha estado aquí en lugar de huir y alejarse todo lo posible del primer ministro, estarás desesperado por descubrir dónde está y qué se propone hacer.
Recordé los esfuerzos y la pena que había sentido al averiguar que Espabilado era mi hijo. ¿Cómo había podido descubrirlo Bondadoso? Me estremecí al pensar que si aquel viejo casi senil había conseguido deducir la verdad con tan poco esfuerzo, a pesar de las mentiras que yo le había contado a su hija, otros también podían hacerlo, entre ellos mi amo.
– Así que tú crees que mi hijo vino en busca de su cuchillo -señalé en voz baja-, y que si lo busco y descubro qué le sucedió, es posible que en el proceso encuentre tu precioso vestido de plumas.
Aplaudió con el entusiasmo de un niño.
– ¡Estaba seguro de que lo comprenderías! Por supuesto te pagaré si me lo devuelves de una pieza. ¿Cuándo puedes empezar?
Abrí tanto y tan rápido la boca que me dolió.
– ¡No puedo creerlo! No sé cómo te hiciste con un vestido de plumas de incalculable valor. Lo guardas aquí, en una casa llena de guerreros que se ha puesto de hongos sagrados hasta las cejas, que como todo el mundo sabe no tienen el menor aprecio por los comerciantes, para no hablar de los colegas a los que invitaste, todos ellos rivales dispuestos a robarte solo por envidia. Luego, cuando te la roban, te sorprendes y esperas que la recupere para ti. ¿Estás loco?
Cualquier otra persona habría aceptado mis reproches. Incluso podría esperar ver cómo su rostro se oscurecía o empalidecía de vergüenza ante su estupidez o de ira ante mis palabras, o quizá de decepción tras darse cuenta de que no se saldría con la suya. Observé la expresión de Bondadoso cuando acabé de hablar, pero no vi ninguna de estas reacciones, y no tardé en saber que no las vería.
El Bondadoso que yo conocía era un viejo derrotado que solo servía para estar tumbado contra la pared de su patio, emborrachándose con vino sagrado y charlando con cualquiera que aún tuviese la paciencia de escucharlo. La firme mirada con la que sostuvo la mía pertenecía a otro rostro todavía más viejo que el suyo; el rostro de un comerciante que en otros tiempos había viajado por tierras ardientes, regiones heladas y pantanos infectos; que había visto morir a sus amigos, entre ellos a su yerno; que había quemado los cuerpos inertes de sus compañeros comerciantes en piras funerarias y luego había luchado y vencido a los bárbaros que los habían matado. Nada de lo que pudiera decir haría mella en el viejo.
– Sabes que no lo estoy -replicó con voz firme-. Sé que lo harás, Yaotl, porque es la única manera de descubrir qué le pasó a tu hijo.
Aún empuñaba el cuchillo. Hubiese sido ridículamente fácil estirar el brazo y hundir la hoja en el pecho de ese vil anciano. Nadie descubriría jamás que había sido mi mano la que empuñaba el arma homicida; nadie excepto Bondadoso sabía que estaba allí. Por un momento deseé hacerlo, pero mi brazo parecía haberse dormido.
Exhalé un suspiro y bajé el brazo al tiempo que aflojaba la presión en la empuñadura.
– De acuerdo. Tú ganas, cabrón. Será mejor que me digas qué era este fantástico objeto. ¿Un tocado, la insignia de un guerrero, un mosaico?
– Oh, no. Nada tan mundano.
– En ese caso, ¿qué era?
– Era el atavío de un dios.
– El atavío de un dios.
Era absolutamente obvio, pensé, y lo explicaba todo. Me traté de idiota por el terror que había sentido en el puente, cuando me enfrenté a lo que me había parecido un augurio nefasto.
– Creo que ya sé de cuál.
– Entonces has oído lo que cuentan.
– ¿Sobre la visión? Tengo informes de primera mano, Bondadoso. ¡Yo la he visto!
Me miró con una expresión de asombro.
– ¿Tú? -exclamó-. ¿Cuándo?
– Poco antes de llegar aquí. -De pronto tuve ganas de reír al recordar mi incredulidad cuando oí el relato del plumajero en la casa de mi amo. Por supuesto ninguno de los dos había visto a un dios. Ambos nos habíamos encontrado con un hombre que llevaba un traje robado, aunque seguía siendo un misterio por qué rondaba por el canal entre Pochtlan y Amantlan, y cómo había conseguido esfumarse en el aire.
Bondadoso me miró como un tonto mientras le relataba lo que me había pasado.
– Así que aún continúa en este distrito -murmuró cuando acabé-. Quizá, después de todo, las cosas acaben solucionándose para bien.
– Pero dime, ¿cómo lo conseguiste? Debe de valer… -Mi voz se apagó mientras trataba inútilmente de imaginar qué se podía entregar a cambio de algo tan valioso.
El viejo se echó a reír.
– ¡No tiene precio, Yaotl! Flacucho no fue el único artesano que lo hizo. Naturalmente, como plumajero fue el último que lo tuvo en sus manos, dado que las plumas son la parte más delicada, pero ¿viste la máscara? ¿La cabeza de serpiente? Las escamas son turquesas, y también el lanzador que lleva el dios.
– Las sandalias estaban hechas de obsidiana -recordé.
– Así es, y el frente del escudo estaba recamado con láminas de oro y conchas, y en la gorra había una esmeralda tan grande que podría comprarte a ti veinte veces. -Tuve que apretar las mandíbulas ante esta cruda referencia a mi condición-. ¡Los lapidarios ganaron una fortuna! Pero son la plumas las que destacan por encima de todo lo demás. Nunca había visto nada igual.
– Ni yo.
– Y tampoco, según recordé, el plumajero con quien había hablado en la casa del primer ministro-. Por lo tanto, ¿cómo lo conseguiste? ¿Por qué? ¡Es obvio que Flacucho no podía venderlo!
– Flacucho y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo -contestó despreocupadamente-. Su padre y algunos de sus tíos solían trabajar para mí. Nuestras familias se ayudaban entre sí de vez en cuando.
Lo miré fríamente. Creí poder deducir qué venía a continuación. El plumajero sabía sin duda que Bondadoso estaba en la ruina, y que su nieto se había llevado todo lo que poseía la familia. Había supuesto que el viejo comerciante haría cualquier cosa para conseguir dinero, y si le ofrecían algo que parecía una ganga lo aceptaría sin hacer preguntas.
– Seguramente no te paraste a pensar que quien había encargado la confección de este fabuloso atavío quizá querría recuperarlo, ¿verdad?
– ¡Por supuesto que lo pensé! ¡Pero teníamos preparada una historia! -Sonrió, desconsolado-. íbamos a decir que lo habían robado de su taller.
Estaba claro, me dije, que cuando el dueño del traje empezara a investigar en serio, ya lo habrían vendido.
Pensé en lo que Bondadoso me había descrito: la fabulosa riqueza del oro, las piedras preciosas, las plumas, incluso las conchas; cada una recogida y colocada con extremo cuidado en su montura. Todo aquello debía de reflejar en cada elemento y cada pluma una soberbia maestría. Me pregunté dónde creía que podría vender algo así, y quién se atrevería a comprar algo tan peculiar. Sin duda nadie en la ciudad, ni en ninguna de las otras ciudades del valle de México. Quizá, me dije, Bondadoso había tenido la intención de enviarla al extranjero. Sabía que su familia comerciaba con plumas. Las importaban de las tierras calientes del sur y el este, y debían de comerciar con los bárbaros que vivían allí. ¿Confiaba en poder cambiar el atavío del dios por plumas, y así recuperar el capital que se había llevado su nieto?
Entonces creí saber cuál había sido su intención. Por peligroso que fuera, a Bondadoso no le había importado arriesgarlo todo en aquella aventura, si con ello conseguía volver a comerciar por su cuenta. Durante mucho tiempo, él y su hija habían vivido en la pobreza, y su negocio estaba arruinado a causa de las trampas de su nieto. El vino sagrado que Bondadoso bebía sin mesura podía haber obnubilado su juicio, pero no había disminuido ni un ápice su orgullo. Había visto la oportunidad de ser libre de nuevo, de disfrutar una vez más de la independencia que separa a la clase de los comerciantes del resto de los aztecas, y la había aprovechado sin pensárselo dos veces.
¡Qué irónico! Con su nieto muerto y tras recuperar la embarcación con toda la riqueza de la familia, Azucena y Bondadoso se habían encontrado con la independencia servida en bandeja, sin que él hubiera tenido que mover un dedo.
– A ver si lo he entendido bien -dije en tono agrio-.
¿Crees que saldré a buscar el atavío, o mejor dicho, al hombre que lo lleva, con la esperanza de que quizá en el empeño averigüe qué se ha hecho de mi hijo?
– Así es -contestó Bondadoso, imperturbable-. Por supuesto, estoy seguro de que podríamos negociar un pago por recuperarlo…
– ¡Oh, no te molestes! -exclamé, repentinamente abrumado por una sensación de disgusto. Desde el momento en que me habían dado el cuchillo de mi hijo, sabía que no tenía ninguna otra alternativa en este asunto, pero no por ello tenía que gustarme-. Si se te ocurre la manera de decirle a mi amo dónde he estado y qué he estado haciendo y así evitar que me mate, me daría por satisfecho.
– ¿De verdad? -replicó alegremente-. ¿Eso es todo? ¡Trato hecho! -Luego, al ver mi expresión ceñuda, añadió-: ¡Vamos, Yaotl, es una broma! Escucha, no sé qué le dirás a tu amo, pero supongo que si de verdad te preocupara ahora estarías sentado obedientemente a sus pies en lugar de estar hablando aquí conmigo. Seamos sinceros, ambos necesitamos encontrar algo y hay muchas probabilidades de que lo que ambos buscamos esté en el mismo lugar. No estoy en condiciones de ir por ahí corriendo detrás de ello, soy demasiado viejo y demasiado conocido. Así que solo quedas tú. Bueno, ¿qué me dices?
Todo el agotamiento de un día y la mayor parte de una noche de actividad y tensión incesante parecieron abatirse sobre mí; agaché la cabeza y la apoyé en los brazos cruzados sobre las rodillas.
– De acuerdo. Tú ganas. Me encargaré de buscar tu precioso atavío.
– ¡Magnífico! -exclamó-. Creo que ha llegado el momento de sellar nuestro acuerdo con un trago, ¿qué te parece? Hay una calabaza de vino sagrado en la cocina. No tardaré ni un momento.
Antes de que pudiera darle una respuesta el viejo ya había salido de la habitación y cruzaba el patio. Al cabo de un momento ya estaba de vuelta y me ofrecía la calabaza. Me aparté en silencio mientras escuchaba el chapoteo del líquido.
– Vamos, Yaotl. No irás a decirme que no te apetece echar un trago de vez en cuando. Este no es el matarratas al que estás acostumbrado. ¡Es puro zumo de maguey, no una porquería hecha de escupitajos y miel!
– No quiero -dije, sin alzar la mirada.
Bondadoso quitó la mazorca que servía de tapón de la calabaza e inmediatamente se olió el intenso aroma del vino.
– ¿Por qué no? Hubo un tiempo en que era tu único alimento, ¿no es así? Bueno, tú mismo.
Levantó la calabaza y se la acercó a los labios. Comprobé que podía escuchar el chapoteo del vino con un distanciamiento del que nunca me hubiese creído capaz. ¿Era quizá porque estaba buscando algo tan importante para mí que anulaba el viejo deseo? Me aferré a ese pensamiento; me dije que si alguna vez volvía a sentirme de aquella forma, dominado hasta tal punto por la desesperación de tomar un trago que haría cualquier cosa por conseguirlo, robar, traicionar a las personas más queridas o humillarme de una manera inconcebible para un azteca, tal vez solo necesitaría recordar que tenía un hijo, y el deseo desaparecería. Por fin, conseguí decirle:
– Solo te pido que me consigas una manta y un taparrabos limpio y me dejes pasar la noche aquí.
No obtuve respuesta.
Al cabo de unos instantes lo miré, sorprendido.
Bondadoso había dejado la calabaza en el suelo. Se balanceaba sobre los pies mientras miraba con evidente inquietud a través del portal.
– ¿Qué pasa? -Apenas conseguía mantener los ojos abiertos. Ya veía mi cuerpo dolorido envuelto en una manta de piel de conejo, con la cabeza apoyada en mi capa enrollada y sin la menor intención de despertarme hasta bien entrado el día, pero una mirada al rostro del anciano fue suficiente para borrarlo todo. Gemí al darme cuenta de que después de todo era muy probable que aquella noche no pegara ojo; me sentí como un corredor que acaba de coronar lo que él cree que es la última cima antes de llegar a casa y entonces ve que, al otro extremo del valle, le espera otra subida todavía más ardua.
– Lo siento, Yaotl. -Su tono era demasiado distante y distraído para poder interpretarse como una disculpa-. No puedo dejar que te quedes aquí. Esta es la única habitación vacía y la necesito. Traerán toda la carga de la embarcación antes del amanecer y la guardarán aquí. Ya sabes que los comerciantes siempre trasladamos las mercaderías por la noche. Te prestaré una manta, y te daré agua y algo de comer.
La noche llegaba a su fin cuando me marché de la casa de Bondadoso con una vieja manta remendada sobre los hombros, una tortilla y una calabaza de agua que el viejo me había dado generosamente en el último momento.
– Haz cuanto puedas, Yaotl -dijo, mientras me sacaba de la casa casi a empellones-. ¡Cuento contigo, al igual que tu hijo!
Parecía ansioso de librarse de mí después de que rechazara su invitación a beber. Me pregunté el motivo mientras permanecía junto al muro encalado de su casa y miraba sus fugaces reflejos en la superficie del canal a mis pies. Pensé en su expresión distante, como si se sintiera avergonzado. También me pregunté cuál sería el origen de aquellos extraños gritos que había oído. Me había parecido que sonaban cerca, pero no los había vuelto a oír y no había nada a la vista.
Exhalé un suspiro y me dije que eran misterios menores comparados con otros en los que me había visto envuelto últimamente. Me ajusté la manta alrededor del cuerpo y me dirigí de nuevo hacia el puente que comunicaba con Amantlan. Si quería encontrar el fabuloso atavío de plumas de Bondadoso, quizá debería empezar con una charla con el hombre que lo había confeccionado.
Mientras cruzaba el puente vi un rastro de sangre.
Me llamó la atención una mancha oscura que reflejaba la luz de las estrellas. Me agaché para tocarla con la punta del dedo y después la olí. Era fresca.
Me levanté parar mirar a un lado y a otro. Me sorprendió que el rastro comenzara más o menos donde yo estaba y siguiera hacia la orilla opuesta. ¿Había tenido lugar una pelea y un hombre herido se había alejado tambaleándose hacia Amantlan? Miré de nuevo el suelo. Había algunas marcas en la escarcha que cubría las tablas del puente. Distinguí huellas dejadas por las plantas de mis pies descalzos. Había otras, menos claras, que podían pertenecer a algo pesado que alguien había arrastrado a través del canal; la mancha estaba en su estela. No conseguí ver nada que indicara una lucha.
Caminé lentamente a través del puente, con el entrecejo fruncido, atento al rastro, hasta que vi adonde me llevaría. Entonces vacilé; me detuve para olisquear el aire, y tuve la primera arcada cuando intuí lo que debía de haber al otro lado del tabique de mimbre en el extremo más lejano del puente, el lugar hacia el que me dirigía cuando creí que me había cruzado con un dios.
Mi sentido del olfato siempre ha sido muy agudo. Había pasado la mayor parte de mis años de sacerdote en la oscuridad, en las alcobas más recónditas de los templos, donde nunca entraban los rayos del sol, dedicado a observar las estrellas desde la cumbre de una pirámide, o a rondar por las colinas alrededor del lago donde se alzaba nuestra ciudad, sin ver nada pero alerta a los olores que traía el viento: a pino, salvia y salmuera. A menudo, para un sacerdote es más importante la nariz que los ojos, y esos sentidos aún me eran útiles cuando los necesitaba.
Me detuve junto al tabique de mimbre. Observé la nubecilla de mi aliento que se condensaba en el aire frío de la noche; a continuación, olí lenta y profundamente.
Contuve la náusea que subió a mi garganta junto con cada uno de los olores que insistían en su derecho a ser identificados. Todos eran espantosos: orín y materia fecal y, debajo de todos pero inconfundible, un olor que ningún sacerdote o ex sacerdote olvidaría: el hedor de la sangre humana fresca.
Miré el suelo. No había ninguna duda de que aquí era adonde conducía el corto rastro que había seguido. El olor venía de detrás del tabique, y no podía hacer otra cosa que ir a buscar su origen.
En parte sabía qué encontraría. Habría cántaros en los que los transeúntes podían hacer sus necesidades, y que luego se transportarían en canoa para venderlos en los mercados para hacer tintes o abono. En efecto, encontré algunos recipientes de arcilla grandes y bajos, con los costados desportillados y con grandes manchas negras después de años de uso. Miré su desagradable contenido con toda la atención que permitía la oscuridad, pero no vi nada fuera de lo normal. Luego avancé un paso, y sentí que mi estómago se contraía.
Mis pies descalzos se pegaron al suelo.
No necesitaba mirar. El olor de lo que me rodeaba bastó para desvelarme qué había pisado. Alrededor de los recipientes estaba empapado de aquella sustancia; allí se había derramado suficiente sangre para satisfacer incluso a Cihuacoatl, la más sanguinaria de nuestras diosas.
La cabeza me dio vueltas. Me sentí tentado de apoyarme en el tabique pero me detuve justo a tiempo, porque sin duda la endeble estructura habría caído. Miré a mi alrededor buscando en cada uno de los oscuros rincones la señal de algún cuerpo; desesperadamente, intentaba convencerme de que e muerto no había acabado donde yo intuía.
Con un gemido, acepté la evidencia de mis ojos y me aventuré a mirar en el recipiente más cercano. Lo empujé nerviosamente con la base de la palma. Pesaba demasiado para tumbarlo, y sencillamente volvió de nuevo a la posición anterior. Una vez más, intenté volcarlo; no lo conseguí, y finalmente, dominado por la decepción y el enojo, sujeté el borde resbaladizo con las dos manos y empujé con todas mis fuerzas.
Tuve que apartarme de un salto porque un torrente espeso se derramó por el suelo. Afortunadamente no había luz suficiente para ver de qué color era, pero el olor y algo pálido que flotaba en la espesa y hedionda materia oscura eran inconfundibles. Era parte de un brazo humano. La mano estaba vuelta hacia mí, como si suplicara, aunque los dedos estaban cerrados alrededor de algo, un pequeño objeto resplandeciente y de forma irregular, como una talla de obsidiana o de jade.
Me agaché para ver mejor la mano, pero en aquel momento la náusea me venció. Corrí a la orilla del canal y vomité. Vacié lo poco que había en mi estómago y continué con las terribles y dolorosas arcadas hasta casi no poder respirar. Cuando acabé, permanecí un buen rato arrodillado en el borde del agua, mirando cómo las primeras luces de la aurora se reflejaban en las ondas de la superficie hasta que la humedad en mis ojos las convirtió primero en vagas formas fantasmagóricas y luego en un movimiento débil y pálido, como el de una manta sacudida en un día nublado.
Pasó un buen rato tras escapar del horror de detrás del tabique, durante el cual no hice otra cosa que permanecer acurrucado y tembloroso junto al canal. Cuando cesaron las arcadas y mis ojos se secaron, me quedé mirando el agua.
Tenía que volver allí, volcar los demás recipientes y enfrentarme a sus secretos. Me balanceé sobre las plantas de los pies un par de veces, con la intención de levantarme e ir a mirar de nuevo detrás del tabique, pero las dos veces me quedé donde estaba. Creía adivinar lo que había ocurrido y me aterraba la idea de confirmarlo.
Mi hijo había ido a casa de Bondadoso a buscar su cuchillo. Me pregunté si tal vez había sorprendido a otro ladrón y le había robado el atavío de Bondadoso, o si, como creía el viejo, ambos habían participado en el robo y después habían discutido. Uno de ellos había apuñalado al otro, y la víctima había acabado aquí. Miré detrás, hacia el puente, e intenté imaginar qué había ocurrido. Quizá el asesino había cargado con el cuerpo hasta la mitad del puente y luego lo había arrastrado el resto del camino antes de descuartizarlo y ocultarlo rápidamente en la letrina.
¿Podía Espabilado haber hecho algo así? Cerré los ojos e intenté imaginar al chico que apenas había tenido ocasión de conocer matando a un hombre por conseguir un cuchillo de bronce y un atavío de plumas. Era difícil. Espabilado había sido el amante de un asesino cruel y vicioso, pero no era un criminal. No obstante, la otra alternativa era peor; significaba que era el cuerpo de mi hijo el que yacía en pedazos en la letrina.
Tenía que saberlo.
Me armé de valor y me levanté, pero entonces me di cuenta de que aquel asunto ya no estaba en mis manos y que había perdido una oportunidad.
Faltaba muy poco para el amanecer y la ciudad despertaba al nuevo día. Comenzaron a pasar canoas; un par de remeros miraron con curiosidad a la miserable criatura que estaba de pie junto al canal, con el rostro pálido de tanto vomitar, los ojos inyectados en sangre por el cansancio y las ropas convertidas en harapos. Debía alejarme rápidamente antes de que alguien descubriera lo que había visto y lo relacionara conmigo.
Dirigí una última mirada al tabique de mimbre y seguí mi camino.