38753.fb2 La sombra de los dioses - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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TRES CONEJO

1

No tuve ninguna dificultad para memorizar las indicaciones que me había dado Bondadoso. Sin embargo, conseguí perderme cuatro veces. El horrible descubrimiento que acababa de hacer ocupaba toda mi mente y me costaba concentrarme. Hasta bien entrada la mañana no me encontré donde quería estar, e incluso entonces no estaba seguro de haber acertado.

La ruta que me había señalado Bondadoso me llevó a un distrito donde estaban las bien construidas y respetables casas de los plumajeros. Seguí mi camino y encontré unos angostos y abandonados canales cuyas aguas estancadas apestaban incluso en aquella fría mañana de invierno; había chozas miserables, algunas de las cuales eran poco más que un chamizo. Muchas de ellas estaban abandonadas desde hacía tiempo; habría otras con los techos cubiertos de musgo y montañas de basura contra las paredes. Sin duda aquel era otro distrito.

Finalmente acabé por pedirle a un aguador que me confirmara si me encontraba donde yo creía. Estaba de pie en su canoa, y utilizaba el remo para abrirse camino entre los juncos mientras una espuma verde giraba y se unía a su estela. La embarcación iba cargada con cántaros que probablemente estaban llenos de agua pura de la fuente de Chapultepec, en tierra firme. Todas las mañanas, los aguadores llenaban los cántaros en el acueducto que se construyó a través del lago durante el reí nado del emperador Ahuitzotl, y vendían el agua a los sedientos habitantes de la ciudad. Por supuesto, México era un laberinto de canales, pero a nadie en su sano juicio se le hubiera ocurrido beber sus aguas. Mi pregunta le hizo reír.

– ¿Amantlan? ¡Debes de estar bromeando! -Su voz tenía un tono nasal, el resultado de los esfuerzos de no respira por la nariz-. Amantlan está allá atrás. -Movió la cabeza para indicarme el camino por donde había venido-. Esto Atecocolecan.

Miré a mi alrededor, desconcertado. No me había dad cuenta de que había andado tanto, pero al ver el entorno supe qué había ocurrido. Atecocolecan: el lugar del agua furiosa. Había recorrido todo el camino hasta el límite de la isla d México, cerca del lugar donde la calzada norte comunicaba ciudad con Tepeyac en tierra firme.

– ¡Esto es un vertedero! Mira, ni siquiera se ve un sendero. No es más que un pantano; no sabes dónde termina el canal y dónde empieza la tierra. Estas casas deben de estar siempre inundadas.

El nombre de ese lugar no era casual. Después de una fue te inundación muchas de las chozas que me rodeaban no serían más que trozos de madera flotando a la deriva.

El aguador hundió el remo en el agua.

– Así es -admitió.

– ¿Sabes dónde vive Flacucho? – le grité, mientras la canoa conseguía finalmente pasar por el agujero que había abierto en los juncos-. Estoy buscándolo, pero es obvio que me he perdido.

– ¿Flacucho? -Se rió sin volverse-. No te has perdido. ¡Vive allí mismo! -Señaló con el remo una casa que estaba muy cerca-. No te deberá dinero, ¿verdad?

– No.

– ¡Te envidio! Si lo encuentras, coméntale que me has visto. Dile que estoy dispuesto a aceptar una pava joven, siempre que sea una buena ponedora. ¡De lo contrario, puede beberse su propio orín!

El remo hendió el agua con un enfático chapoteo y levantó un chorro de agua verde y marrón. No sirvió para que la canoa ganara velocidad, pero probablemente el hombre se quedó satisfecho.

La casa de Flacucho no era de las peores en esa parte de la ciudad. Estaba en mejores condiciones que las viviendas que había a cada lado. Claro que estas no eran más que ruinas, evidentemente abandonadas, a menos que se tuvieran en cuenta a las ratas. La propiedad del plumajero parecía sólida, pero las paredes reclamaban con urgencia que las pintaran y lo único que quedaba del jardín en la azotea eran unas pocas ramas secas que caían sobre la fachada.

Un grupo de hombres estaba clavando pilotes de madera en el lecho del pantano detrás de la casa. Las sacudidas en el suelo provocadas por los golpes y las voces desafinadas de su canto ayudaban muy poco a mejorar la impresión que daba el vecindario. Recordé el comentario de despedida del aguador. Parecía el hogar de una familia a la que había abandonado la suerte.

Me pregunté cómo un plumajero podía haber acabado aquí, sobre todo alguien tan respetado como Flacucho. Amantlan, como muchos otros distritos de México, era una comunidad muy cerrada, en la que sus habitantes estaban ligados por lazos de parentesco, cuyos hijos e hijas raramente se casaban con alguien de fuera y de quienes se esperaba que continuaran con la actividad familiar que compartían con todos sus amigos y parientes. Si ponías a dos aztecas juntos la rivalidad era inevitable; los amantecas no eran una excepción, pero seguramente debía de haber ocurrido algo extraordinario para que el plumajero más famoso hubiera caído tan bajo, sin que sus pares hicieran nada para impedirlo.

A la vista del estado de su casa, me pregunté si, después de todo, era tan extraño que Flacucho hubiese vendido el atavío de un dios a Bondadoso. Quizá estaba desesperado.

Un portal bajo y cuadrado, que comunicaba directamente con una habitación, interrumpía la blanca superficie de la pared que tenía delante. No había ningún biombo, pero la oscuridad en el interior impedía que se viera nada. El resplandor del sol en el patio interior, visible a través de otro portal directamente opuesto al de la entrada, hacía que aún pareciera más oscuro. Tuve que forzar la vista para poder entrever qué había en el patio: la cúpula de un baño de vapor contra la pared del fondo y otro portal a un lado.

No había nadie en la primera habitación, así que me dirigí hacia el patio. También estaba desierto. Esto me desconcertó, porque en la mayoría de las casas de México vivía más de una familia y en consecuencia estaban atestadas, incluso durante el día, cuando los hombres trabajaban en los campos.

Mientras pensaba cuál sería la razón vi los ídolos.

Los había en todas las casas de México. Normalmente, una repisa cerca del hogar hacía de santuario, de hogar para las deidades protectoras, que podían ser temidas o adoradas, pero a las que siempre se rendía culto; a menudo incluso se las trataba como si fuesen miembros de la familia.

Aquí, al parecer, las cosas se hacían de otra forma. Dos de las cuatro paredes del patio, las que no tenían habitaciones, estaban decoradas con estatuillas de dioses. Algunas eran nuevas, otras viejas. La más grande tenía la mitad de mi estatura y la más pequeña cabía en mi mano. Estaban hechas con toda clase de materiales, desde jade pulido hasta madera de fresno, abeto o cualquier otra madera que fuera abundante y barata. Vi a Tezcatlipoca; a Xipe Totee con su máscara de piel humana; a Tlaloc con los ojos saltones y su consorte Chalchihuitlicue, La de la falda de jade; a Ohmacatl, el vanidoso e impertinente señor de la fiesta, y a algunos otros dioses que conocía y a unos pocos que desconocía. Supuse que los dioses de los plumajeros -Coyotl Inahual y la mujer Xilo y Xiuhtlati- debían de estar aquí, y reconocí a Yacatecuhtli, el dios de los comerciantes, al que los plumajeros también rendían culto.

Había algo extraño en esas figuras, aparte de su número y variedad. Todas ellas, a pesar de haber sido colocadas cuidadosamente en los nichos que les habían preparado amorosamente, estaban cubiertas de una fina capa de polvo, y algunas estaban manchadas o desfiguradas con pegotes de barro seco. Había uno de los ídolos que incluso estaba roto. Era imposible saber qué dios había representado, porque lo único que quedaba era un trozo de la base de jade.

Había muchos tiestos con flores en el patio. Uno de ellos se había roto y la tierra se había desparramado a su alrededor. Fruncí el entrecejo, porque barrer era una tarea sagrada y para una buena azteca no hacerlo era algo inimaginable.

Cuando miré de nuevo a mi alrededor descubrí que no estaba solo.

Aunque la pared a mi derecha ocupaba toda la longitud del patio, solo tenía una abertura, la que había visto desde el frente de la casa. La tapaba una cortina de tela basta que no llegaba al suelo. La cortina aún se movía como si la hubiesen descorrido y vuelto a correr. Un hombre estaba delante del portal.

– ¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí? Esta es una casa particular. Sea lo que sea lo que vendas, no lo queremos. ¡Fuera de aquí!

Retrocedí, asombrado. Este no era el recibimiento que hubiese esperado en una casa de México, donde a los visitantes se los recibía con ceremoniosa cortesía. Miré al desconocido, tratando de deducir todo lo posible de su apariencia mientras intentaba pensar una respuesta adecuada.

Era más o menos de mi estatura y, como yo, rondaría los cuarenta. Era extremadamente delgado, hasta el punto de que se le veían las costillas allí donde se abría la capa. Las bolsas oscuras debajo de sus ojos hundidos confirmaban mi impresión de que necesitaba con urgencia una buena comida. También tenía los párpados hinchados, y no dejaba de parpadear mientras me miraba, con la expresión abotagada y estúpida de alguien al que acaban de despertar bruscamente de un sueño muy profundo.

Tenía un corte que cruzaba toda la mejilla. Era una herida reciente, y dudaba de que fuese tan profunda como para dejar una cicatriz, pero podía haber sido mucho peor, porque comenzaba al lado mismo de la comisura del ojo izquierdo. Carraspeé para disimular mi desconcierto.

– Tú debes de ser Flacucho. ¿Es esta la manera en que un famoso artesano recibe a un cliente?

Sus cejas llegaron casi hasta la frente y bajaron.

– ¿Un cliente? -Me miró, boquiabierto.

Alguien apartó la cortina a su espalda. Volvió la cabeza al instante; pude ver cómo cerraba y abría la mano nerviosamente mientras yo espiaba por encima de su hombro para ver quién saldría al patio.

– ¿Flacucho? ¿Quién es? -preguntó una voz de mujer.

Los niños aztecas aprenden a una edad muy temprana que es una descortesía mirar directamente a una persona. Si mi padre me hubiese visto en aquel momento, probablemente me habría colgado cabeza abajo, aunque fuese un adulto, sobre una hoguera de chiles, hasta que considerara que los pulmones chamuscados y los ojos llorosos me habían hecho recordar mis modales.

La mujer salió de la habitación con la gracia y el silencio de un ocelote que se acerca a un gorrión en una rama; se detuvo junto al hombre, tan cerca que su brazo desnudo tocó el suyo, sin dejar de mirarme con una mirada franca como la mía. Sus ojos eran elipses perfectas, grandes y brillantes; el iris negro hacía juego con el pelo, que le enmarcaba el rostro y caía sobre sus hombros como una cascada de brea. Probablemente su color se debía en parte al tinte, pero un hombre tendría que estar hecho de mármol si le preocupara ese pequeño detalle. Desde luego yo no lo estaba; por eso no pude evitar fijarme en la curva del muslo y la forma de los pechos, con unos pezones pequeños y puntiagudos como la cabeza de una flecha, que se marcaban debajo de la falda y la camisa.

– Dice que es un cliente.

La voz de Flacucho me sacó de mi arrobamiento. Me apresuré a mirar de nuevo el rostro de la mujer. Era un óvalo perfecto con una piel sin mácula y una atractiva palidez que quizá era natural, aunque probablemente era el resultado de usar un polvo ocre claro. Me pregunté qué edad tendría, y calculé que debía de ser mucho más joven que el hombre; rondaría los veinte.

– Lamento haberte molestado -murmuré-, pero estoy buscando a Flacucho el plumajero…

La muchacha bostezó. Se apresuró a cubrirse con la mano, y cuando la bajó me sonrió con una expresión fatigada.

– Perdona. Debes de pensar que somos unos maleducados, pero no hemos dormido bien. Seguramente has venido desde muy lejos y estarás cansado. Descansa y come algo. -No era más que la forma convencional de recibir a los visitantes, pero consiguió que pareciera que de verdad le interesara. Se apartó del hombre y se dirigió hacia la puerta que estaba a mi espalda.

Me obligué a apartar la mirada de su cuerpo y me volví hacia el hombre.

– ¿Eres tú Flacucho, el plumajero? ¿He venido a la casa correcta?

Se apresuró a mirar a la mujer antes de responderme con voz áspera:

– Sí, y ella es Papalotl, mi esposa. -El nombre no podía ser más acertado. Significa «Mariposa»-. No esperábamos recibir ninguna visita. ¿Cómo has dicho que te llamabas?

– Soy Moquequeloa -contesté, llevado por un súbito impulso del que me arrepentí en el acto. Era uno de los nombres que utilizábamos para Tezcatlipoca, y significa «Bufón»-. Me envía mi amo para comprar alguno de los objetos que haces. -No pude resistir la tentación de mirar rápidamente por encima del hombro, pero lo único que alcancé a ver de la muchacha fue el resplandor de sus cabellos en la oscura habitación en la que había entrado.

– ¿Quieres comprar uno de mis trabajos? -Los ojos hundidos del hombre se abrieron por un instante y luego se entrecerraron para mirarme con suspicacia-. ¿Exactamente cuál de ellos? ¿Por qué has venido aquí?

Me pareció una pregunta francamente extraña en boca del plumajero más famoso, pero de momento no tuve que responderla gracias a la reaparición de la muchacha.

– No puedo ofrecerte gran cosa -se disculpó. Me ofreció la calabaza, esta vez con una actitud muy recatada-. Aquí tienes agua. Para comer solo tenemos algunas tortas de espuma.

– Gracias. -Quité el tapón de la calabaza y me la acerqué a la boca. Tuve la precaución de olería antes de apoyarla en mis labios y decidí que después de todo no tenía sed. Debía de hacer mucho tiempo que el aguador no fiaba a Flacucho. Le pasé la calabaza al plumajero, que la aceptó y bebió sin vacilar, como si ya no le preocupara el sabor de su contenido.

»Es muy amable por tu parte -añadí cortésmente-, pero comí y bebí antes de venir aquí. -"Tortas de espuma" era el nombre que dábamos a la espesa espuma que se recogía en la superficie del lago, que una vez prensada y seca se vendía en el mercado. Era bastante nutritiva, siempre y cuando nadie hubiese vaciado alguna porquería en el agua mientras la recogía, pero no se podía decir que fuera apetitosa. Durante uno de los períodos más infames de mi vida trabajé como recolector de espuma, así que aún me gustaba menos que al resto de aztecas.

Flacucho le devolvió la calabaza a su esposa.

– El hombre dice que quiere comprar uno de mis trabajos -murmuró.

La muchacha frunció el entrecejo; en el centro mismo de la frente apareció una única línea recta que era casi tan bonita como su sonrisa.

– Será mejor que nos sentemos y hablemos de ello. ¿Puedes traer las esteras, cariño?

Flacucho se volvió sin decir ni una palabra y entró en la habitación; reapareció al cabo de un momento con tres esteras de junco que arrojó al suelo junto a nuestros pies. A medida que cada una de ellas golpeaba contra la tierra, se levantaba una pequeña nube de polvo cuyas motas flotaban lánguidamente en el aire calmo. Una vez más me llamó la atención la suciedad de la casa. En cualquier otro patio de México las esteras no habrían sido necesarias, a menos que hubiese llovido, porque estaría todo barrido tan a fondo que se podría comer en el suelo. Mientras me sentaba e intentaba ponerme cómodo, me pregunté qué pensarían los dioses, que nos miraban desde sus nichos en las paredes, de todo aquello. Flacucho posó las nalgas en la estera que estaba junto a la mía. Mariposa se arrodilló delante de nosotros.

– Seguramente crees que somos muy descorteses -manifestó la muchacha-. En este momento estamos pasando por una situación muy complicada.

No hice ningún comentario.

– Vivimos aquí con el hermano de Flacucho. Tlatziuhqui. Su esposa y él ocupan aquella habitación. Ella se llama Cempoalxochitl. -Tlatziuhqui era un nombre curioso: significa «Vago». Obviamente en su infancia debía de ser mucho menos prometedor que su hermano. Cempoalxochitl significa «Caléndula».

Seguí su mirada hacia el portal por donde habían aparecido primero el marido y después ella, y luego la miré de nuevo. Dejé que mi expresión planteara una pregunta que era obvia.

– No están aquí. Ellos… -Por primera vez pareció un poco insegura; se calló y miró a Flacucho en busca de ayuda.

– Desaparecieron -afirmó Flacucho-. Por eso ahora no trabajamos. Hay demasiadas cosas que poner en orden. Esta casa en realidad pertenece a mi hermano, y debemos asegurarnos de que el distrito nos permitirá quedárnosla. Lamento que hayas hecho el viaje en balde. -En su rostro apareció una sonrisa, pero sus ojos continuaban mirándome con furia. No le importaba en absoluto que hubiese hecho el viaje en balde ni tampoco le importaba que lo supiera. Me quería en su casa de la misma manera que un jardinero quiere babosas en el jardín, y lo mismo le daba que me diera cuenta.

– ¿Desaparecieron? -repetí-. ¿A qué te refieres?

– Pues a que un día estaban aquí y al siguiente ya no estaban. No me preguntes por qué.

– ¿Cuándo ocurrió? -pregunté a la muchacha.

Ella me obsequió con una inquietante sonrisa sensual.

– Hace tres noches, el Trece Serpiente.

Fruncí el entrecejo. Trece Serpiente era la noche que habían robado el atavío de la casa de Bondadoso.

¿Se marcharon sin más? Tu marido ha dicho que esta es la casa de Vago.

Se movió inquieta en la estera. Mantuve la mirada fija en su barbilla para evitar sus preciosas rodillas morenas.

– Eso mismo es lo que nos preguntamos nosotros desde entonces. ¿Por qué? ¿No es así, amor mío? Pero no hemos podido encontrar una respuesta. Nadie los ha visto. Creímos que quizá se habían ido con el padre de Caléndula, pero él tampoco sabe nada. Solo esperamos -añadió después de una pausa para tomar aliento- que no hayan tenido un accidente.

Resultaba difícil imaginar qué clase de accidente habían podido sufrir dos personas al mismo tiempo, a menos que los hubiese sorprendido una tormenta cuando cruzaban el lago en una canoa, o que se les hubiera caído la casa encima durante un terremoto. Si habíamos tenido una tormenta o un terremoto en el valle en los últimos días, yo debía de estar profundamente dormido.

– A Bufón no le interesan nuestros problemas -señaló Flacucho-. Ya le hemos dicho que no podemos ayudarlo. No le hagamos perder el tiempo.

– No os preocupéis. -No estaba seguro de que la desaparición del hermano del plumajero tuviese algo que ver con lo que estaba buscando, pero al menos me había picado la curiosidad. Miré rápidamente a mi alrededor para recordar cómo era aquel rugar. La casa no era grande, pero había espacio más que suficiente para que vivieran cuatro adultos sin apretujones. Los aztecas estaban acostumbrados a vivir amontonados. Descarté la idea de que la pareja hubiera desaparecido para buscar un poco más de espacio-. ¿Vive alguien más aquí?

– No.

Vacilé antes de formular la siguiente pregunta. Era obvio que Flacucho era un tipo irascible y no tenía ningún interés en provocarlo, pero no podía marcharme sin haber satisfecho mi curiosidad.

– Perdona, pero… ¿por qué estás aquí? Este no es el distrito de los plumajeros, ni siquiera está cerca. ¿Por qué has acabado en… -Estuve a punto de decir «en esta covacha», pero en el último momento lo cambié-: en Atecocolecan?

– Nací aquí. -La sonrisa de Flacucho se había esfumado hacía rato-. Creo que ya hemos hablado más que suficiente. Gracias por la visita. Lamento no poder ayudarte. ¡La calle -añadió con una significativa mirada hacia el portal por donde había entrado- está allí!

No me moví. Su respuesta no podía ser más asombrosa. Pensé en insistir un poco más, pero mientras me decidía me quedé mirando su mejilla, sin molestarme en disimular mi interés.

– Hubo un pelea, ¿verdad?

– ¿Qué?

– ¿Cómo te has hecho este corte en la mejilla?

– Fue un accidente -replicó la mujer vivamente. Abandonó por un momento su tono voluptuoso y su voz adquirió repentinamente un timbre agudo y nervioso-. ¡En cualquier caso, no es asunto tuyo!

– ¿Qué clase de accidente?

Ambos hicieron el gesto de levantarse. Por un instante me pregunté si me atacarían. Tensé los músculos, dispuesto a defenderme si intentaban arrojarme al canal. Me dije que probablemente podría con el hombre, y que la mujer no sería rival en una pelea cuerpo a cuerpo, pero no estaba muy seguro de si podría con ambos a la vez; además, había algo peligroso en la voz de ella, el indicio de algo que había mantenido oculto, una advertencia de que yo no sabía de qué era capaz Mariposa.

Sus miradas se encontraron; me pareció que se hacían una señal tácita. Ambos se quedaron inmóviles durante un instante, y luego se relajaron. El peligro desapareció con la misma rapidez con la que había aparecido y volvieron a adoptar la actitud anterior. Él me miraba furioso desde su estera y ella me sonreía desde la suya.

Flacucho exhaló un largo suspiro mientras la mujer decía:

– Perdónanos. No pretendíamos ser descorteses, pero ahora mismo estamos sometidos a una gran tensión.

– Me herí con un cuchillo de cobre -añadió Flacucho-. Se me resbaló cuando estaba perfilando un patrón en la tabla de cortar. Sucede a menudo. Mira, aquí hay otro. -Levantó la mano. Un corte con un aspecto muy feo cruzaba su palma; era una herida mucho más profunda que la de la mejilla, pero no más vieja; se la habían cosido con un cabello y todavía llevaba los puntos.

– No hubo ninguna pelea -afirmó la mujer en tono apremiante-. Si la hubiese habido, y Vago y Caléndula hubieran escapado, habrían ido a casa del padre de ella, pero ya te lo he dicho: él no los ha visto.

– ¿Quién es él?

– Cuehmoliuhtoc -contestó Flacucho, que se frotó la mano herida distraídamente. La comisura de su boca se movió como si se riera de una broma privada-. Mi gran rival, el gran plumajero. Todos saben que no nos llevamos bien. -Era algo previsible si el carácter del hombre hacía honor a su nombre, dado que Cuehmoliuhtoc significa «Furioso»-. Por supuesto que él sería la primera persona a la que su hija y mi hermano acudirían si hubiese un problema entre nosotros, ¡pero no lo hay!

Decidí dejar aquel tema por el momento. Si la prenda había desaparecido con la pareja fugitiva tendría que buscarla en alguna otra parte. Si no era así, aún me quedaba algo que hacer allí.

– Escuchad, aún no sabéis por qué he venido aquí. -Los miré alternativamente y finalmente me decidí por el hombre; me pareció que probablemente su expresión le traicionaría cuando les contara mi historia-. Me envía Bondadoso, el comerciante.

Flacucho estaba a punto de recoger de nuevo la calabaza, pero la mano se detuvo en el aire sin llegar a tocarla. Entrecerró los párpados.

– Continúa -dijo finalmente.

Miré de reojo a la mujer. Su rostro permanecía impasible y no quedaba ni rastro de rubor en las mejillas.

– Te compró algo no hace mucho. El atavío de Quetzalcoatl. Lo… ha perdido. -Puse todo el énfasis posible en «perdido» y esperé a que mis palabras calaran-. Ahora quiere reemplazarlo. Le gustaría mucho conseguir otro que sea exactamente igual al primero. Exactamente igual.

Había pensado mucho en ello. Alguien había ido a casa de Bondadoso porque sabía que poseía algo de enorme valor y se proponía robarlo. La persona que sin duda lo sabía a ciencia cierta era quien se lo había dado. Era muy probable que estuviese ante el ladrón, y si todo lo que quería era encontrar la propiedad robada al comerciante, me pareció que mi tarea no podía ser más sencilla. No tenía ninguna garantía de que

Bondadoso estuviese dispuesto a pagar un rescate por recuperar su propiedades, pero estaba seguro de que lo haría. Podía permitírselo. Tampoco me importaba demasiado si podía o no; comparado con mis problemas, que consistían en saber qué le había ocurrido a mi hijo, las dificultades del viejo comerciante eran minucias.

Me acomodé en la estera y esperé a que Flacucho me dijera el precio.

El hombre me miró con más furia que antes.

– No tengo ni la menor idea de qué estás hablando -afirmó en tono agrio.

– Sí la tienes. -Exhalé un suspiro-. Lo único que quiere saber Bondadoso es ¿cuánto quieres?

– ¿Para hacer un traje de plumas? Ya te lo he dicho, ahora mismo no estamos trabajando. Lamento desilusionarte a ti y a tu amos, pero no puedo ayudaros.

Empezaba a estar violento. Miré de nuevo a la mujer. Ella observaba fijamente a su marido y no parecía prestarme ninguna atención.

– Supongo que esperas que te haga una oferta -dije finalmente-. Muy bien. Te daremos lo que Bondadoso te pagó la primera vez. Eso a cambio de no informar del asunto al jefe de tu distrito ni al consejo de ancianos plumajeros.

– ¿Informarles de qué?

– ¡Del robo del maldito atavío!

En el silencio que siguió, mi grito furioso pareció rebotar en las paredes del patio.

Flacucho y su esposa me miraron; sus rostros eran fríos e inexpresivos como los de los ídolos que había en las paredes. Me pregunté si no habría cometido un error y si era posible que, después de todo, el plumajero no le hubiera robado la prenda a Bondadoso.

Fue la mujer la que habló.

– Creo que ahora deberías marcharte, Bufón. -Dijo esas palabras casi sin mover los labios, pero fueron seguidas de un fuerte suspiro y una sombra de su sonrisa-. Lo siento, pero te has equivocado. Estamos pasando por momentos difíciles. Tienes que entenderlo.

Flacucho me miró, ceñudo. Yo hice lo mismo, pero era obvio que mirarnos como gallos de pelea no llevaría a ninguna parte. Me levanté.

– ¡Ya sabes adonde ir si cambias de opinión!

Se lo dije al hombre, pero dejé que mi mirada se detuviera un momento en la mujer. No me importaba si era de mala educación. Estaba harto de ambos; además, ella era hermosa, y no esperaba volver a verla al menos durante cierto tiempo.

2

El cuchillo de mi hijo golpeaba contra mi cadera mientras regresaba a Amantlan. Cada vez que el metal pulido chocaba contra mi piel me lo recordaba. Cada golpe era como un débil grito, un distante sonido de desesperación, dolor y miedo al que no podía responder, y cada grito imaginario parecía más lejano y plañidero que el anterior.

Sentí el impulso de coger el cuchillo y mirarlo, incluso hablarle, como si fuese la única cosa que me quedara de su propietario. Metí la mano entre los pliegues del taparrabos para cogerlo, pero me retuve a tiempo. Había demasiada gente a mi alrededor y cualquiera podía fijarse en un esclavo delgado y andrajoso con un cuchillo de bronce que era una pieza única. Los barqueros impelían sus canoas tranquilamente por los canales que, aquí al menos, limpiaban y dragaban algunas cuadrillas formadas por los plebeyos del distrito. Los niños, con las capas aleteando sobre sus muslos desnudos, seguían a sus madres de casa en casa, mientras estas llevaban comida, ascuas para encender el hogar de una vecina, o sencillamente iban a charlar un rato. Un pequeño grupo de hombres avanzaba hacia mí por el camino que había junto al canal; con sus capas hasta los muslos, los peinados en forma de pilares, las porras y sus expresiones decididas, tenían el aspecto de dirigirse a una guerra.

Miré a los soldados, atento a la presencia de un uniforme verde entre ellos o al resplandor del sol en las cuchillas de la terrible espada del capitán. Tensé los músculos y mi mano se cerró sobre la empuñadura del cuchillo. Si los otomíes habían conseguido escapar del caos que provoqué en Tlacopan, no sería extraño que ahora vinieran a por mí para castigarme por haberlos engañado.

Sin embargo, estos no eran los guerreros del capitán. Por la manera informal en que hablaban con la gente, parecían ser locales, y no era difícil adivinar cuál era su cometido. Alguien debía de haber ido a la letrina junto al canal y había encontrado los despojos entre los apestosos recipientes, y ahora estos hombres estaban realizando las pesquisas de rigor.

Solté el cuchillo y saqué la mano del taparrabos. Una mujer joven que viajaba en una canoa me miró con una expresión de desagrado.

Agaché la cabeza, avergonzado, antes de volverme rápidamente.

No podía cruzar de nuevo el puente entre Amantlan y Pochtlan. Cualquiera que estuviera cerca del lugar donde habían encontrado el cadáver corría el riesgo de ser detenido e interrogado, y en mi condición de esclavo fugitivo no podía permitírmelo.

Quería volver a reunirme con Bondadoso, contarle lo sucedido en la casa de Flacucho y hacerle algunas preguntas. Bondadoso me había dicho que el padre de Flacucho y sus hermanos habían trabajado para él. En aquel momento no le encontré ningún sentido, porque di por hecho que Flacucho era del distrito de los plumajeros. ¿Qué clase de trabajo podía hacer una familia de plumajeros para un comerciante? Atecocolecan, por otro lado, era un lugar extremadamente pobre que solo daba peones, jornaleros y porteadores. Tenía cierta lógica que Bondadoso empleara a hombres de allí. Pero ¿cómo había llegado Flacucho a convertirse en un plumajero? ¿Cómo había conseguido que lo admitieran en un oficio celosamente guardado por las familias que practicaban sus artes secretas desde hacía generaciones?

De todos modos, tendría que posponer mi conversación con Bondadoso, ya que hubiera tenido que dar un largo rodeo por los distritos vecinos. Me dije que también podría ser valiosa una visita al rival de Flacucho, sobre todo si su hija y el yerno habían huido con el traje robado. Si había alguna probabilidad de que Vago fuese el ladrón, tenía que encontrarlo. Quizá sabría qué le había pasado a mi hijo.

No tuve ningún problema en encontrar la casa de Furioso. En el distrito de los plumajeros todos sabían dónde vivían los grandes artesanos; la primera persona a quien se lo pregunté, un viejo mendigo que intentaba vender unos chiles resecos que llevaba en un cesto roto, me la señaló sin vacilar. Me deseó mejor suerte de la que él había tenido, lo que interpreté como un comentario sobre mi aspecto.

– ¿Qué pasa ahora? ¿No será de nuevo ese condenad vendedor de chiles? ¡Creía que lo habíamos arrojado de cabeza al canal!

La voz de Furioso era tan fuerte como temible. Gritaba por encima del hombre que me había dejado entrar en su casa, un hombre bajo y enjuto vestido con una vulgar capa corta y con la cabeza tonsurada, probablemente un pariente pobre a quien el maestro plumajero empleaba como un favor. El sirviente seguía dócilmente al plumajero, sin dejar de murmurar y acomodarse la capa, mientras el gran hombre recorría el concurrido patio como un pavo que vigila a sus hembras.

Furioso era un hombre alto y fornido; su capa colgaba sobre su cuerpo como si hubiera renunciado a poder ocultar su considerable barriga. Tenía el pelo blanco y el rostro surcado de profundas arrugas. Era más viejo que su rival, Flacucho, quizá bastantes años mayor. Mientras andaba sus brazos se movían con torpeza. Parecían hacerlo independientemente uno del otro y del resto del cuerpo. Siempre había pensado en los plumajeros como artistas cuyos delicados dedos manipulaban los materiales con el mismo cuidado y mimo que una matrona que lava el rostro de un recién nacido. Resultaba difícil conciliar esta imagen con la de Furioso, cuyas manos acababan en unos apéndices que parecían mazorcas.

Era una de esas personas que atraen las miradas de tal forma que al principio apenas me fijé en qué más ocurría en el patio. Solo cuando el sirviente consiguió finalmente llamar su atención de nuevo y logró que se detuviera, se inclinara y frunciera el entrecejo mientras el hombre le contaba quién era yo y por qué estaba allí, se me ocurrió mirar a mi alrededor y hacerme una idea de aquel lugar. Era bastante notable.

El patio estaba desnudo, desprovisto de cualquier ornamento, de cualquier cosa que no sirviera a un propósito práctico inmediato. Incluso había menos ídolos de lo habitual, aunque seguramente en algún momento había habido más, porque las paredes estaban cubiertas de plintos y de nichos vacíos. Por extraños que fuesen, apenas les dediqué una mirada antes de observar a la gente. El lugar estaba abarrotado. Era tal la actividad que me recordó una colmena.

En un rincón, los niños removían los potes de cola caliente: grasa de pavo fundida cuyo fétido olor llenaba todo el lugar. Vaciaban la cola en caparazones de tortuga, que otros niños más pequeños se encargaban de llevar a las mujeres, que pegaban algodón recién cardado en las hojas de maguey, a los hombres que ligaban las anchas y toscas plumas de cuchareta, loro y garza para formar la base de los diseños, y a un pequeño grupo que se mantenía alejado de todos los demás en el rincón más apartado. Estos eran los verdaderos artesanos; su tarea consistía en seleccionar y colocar las plumas más preciosas, las plumas arrancadas del trogón verde, la cuchareta roja y el colibrí, y las más caras y preciadas de todas, las largas y resplandecientes plumas de la cola del magnífico quetzal.

Había otros grupos ante los que los niños pasaban de largo, porque su parte en el proceso no requería el uso de la cola: las mujeres que cardaban el algodón para producir unas capas tan delgadas que incluso podía verse una figura a través de ellas; los hombres que colocaban las capas de algodón sobre los dibujos trazados por los escribas, para reproducir los trazos, y aquellos que despegaban cuidadosamente el algodón pintado y pegado de las hojas que habían servido de soporte.

El resultado de toda aquella actividad eran unos fabulosos mosaicos de plumas: la especialidad de Furioso.

Ahora se dirigía hacia mí, con el rostro enrojecido y una expresión que hacía honor a su nombre. La nota curiosa la aportaban dos perros gordos y pequeños que trotaban pegados a sus talones. Los animales se me acercaron y comenzaron a jugar entre mis piernas; se gruñían el uno al otro y olisqueaban y mordían una hebra suelta de los andrajos de mi capa mientras su amo me observaba con una expresión colérica.

– ¿Qué quieres? -me increpó antes de añadir sin darme tiempo a responder-: Dicen que sabes algo de mi hija y mi yerno. ¡Vamos, habla!

Miré a sus mascotas con desconfianza. Soy de los que siempre han creído que el mejor lugar para un perro es en un buen estofado con judías y chiles.

– Hoy he ido a ver a Flacucho y a su esposa…

Furioso me interrumpió con un sonoro bufido.

– Me han comentado que tú no eres lo que se dice su mejor amigo.

– ¿Eso han dicho? -Su rostro se ensombreció todavía más. Miró a los perros, como si acabara de descubrir que estaban allí-. ¡Acamapichtli! ¡Ahuitzotl! ¡Venid aquí!

Cuando las bestias se le acercaron gimoteando, se agachó para recogerlas en un pliegue de la capa. Luego se volvió, pero solo un momento, para llamar a su viejo sirviente.

– Estoy ocupado. Encárgate de estos dos. -Le entregó los perros con mucha más delicadeza de la que le hubiese creído capaz.

El sirviente los sostuvo apartados de su cuerpo como si creyera que en cualquier momento le defecarían encima.

– Deben de gustarte mucho los perros -comenté.

– Le gustaban a mi esposa -replicó el gigantón sin mirarme-. Compró una pareja para cría con las capas que le di cuando nos casamos, y tuvo bastante éxito, pero por alguna razón ninguno de los que crió acabó en la cazuela. Cada vez que comemos perro lo compramos en el mercado. A estos dos los tengo como un recuerdo. Son los últimos en su línea de descendencia.

– Lo siento. ¿Cuándo la perdiste?

– Hace tres años, pero no es asunto tuyo. Háblame de mi hija.

Le hablé de mi encuentro con Flacucho y Mariposa y le repetí la historia que les había contado a ellos: que era el esclavo de Bondadoso, enviado por el viejo comerciante para recuperar su propiedad.

– Me han contado que Caléndula y su marido desaparecieron la misma noche que se perdió el vestido. Por supuesto, no sé de nada que relacione a tu hija con el robo, pero sería de gran ayuda encontrarla. Bondadoso tiene mucho interés en que este asunto se solucione con la mayor discreción posible.

– Y esperas que te ayude a encontrar a mi hija, ¿no es así?

– También podría ser yo quien te ayudara a encontrarla -manifesté con toda tranquilidad-. Flacucho y Mariposa me han dicho que ella no ha venido aquí. Por lo tanto, he pensado que quizá tú también tendrías mucho interés en averiguar su paradero.

Tras mis palabras hubo un largo silencio cargado de amenazas mientras él pensaba en lo que le había dicho. Entonces, sorprendentemente, se echó a reír, pero sin alegría.

– ¡Ya veo en qué piensas! Debería estar desesperado por encontrar a mi hija y al inútil de su marido, y si no coopero contigo es porque la estoy ocultando, ¿me equivoco? -De pronto se inclinó hacia mí y me enseñó lo delicados que podían ser sus largos y gruesos dedos.

Me pilló por sorpresa. Me tambaleé. Antes de que pudiera recuperar el equilibro, los pulgares de Furioso me oprimían la garganta, uno a cada lado del cuello; yo luchaba por respirar y mantenerme en pie al mismo tiempo, mientras mis manos se agitaban inútilmente en el espacio que había entre los dos.

– ¡Me estás estrangulando! -jadeé.

Su rostro estaba tan cerca del mío que nuestras narices casi se tocaban.

– Así es -murmuró despreocupadamente-. Un poco más de presión y te partiré la tráquea.

Me temblaban las rodillas y mis ojos parecían empeñados en salirse de las órbitas. Intenté gritar, pero lo único que conseguí fue un débil carraspeo. Había un sonido en mis oídos, como el de las olas estrellándose contra la orilla del lago. Empecé a ver manchas negras.

Luego me encontré en el suelo; puse una mano en mi dolorida garganta mientras tosía, babeaba y jadeaba, todo al mismo tiempo.

Estaba tumbado, sacudido por unos violentos temblores, intentando conseguir que los brazos y las piernas se movieran para poder levantarme y alejarme cuanto antes del plumajero. Cuando sacudí la cabeza para despejarla sentí dolor y náuseas. Tuve una arcada, pero solo vomité algo de bilis, Me acurruqué en la tierra apisonada del patio, sin ver nada, pero vagamente consciente de que aún oía la voz de Furioso.

– No, Axilli, no lo entiendes.

– Pero, tío, si puede ayudarnos a encontrar a Caléndula…

Su interlocutor era un chico; su voz estaba a punto de quebrarse. Volví la cabeza con mucha cautela hasta que conseguí verlos.

– ¡Te aseguro que desearía que estuvieras en lo cierto. -exclamó el plumajero-. Pero no puede. Es demasiado peligroso.

Desde, donde yo estaba, Furioso y el chico que lo llamaba «tío» eran unas siluetas oscuras recortadas en el brillante cielo de la tarde. Axilli, que significa «Cangrejo», era una figura pequeña junto al corpachón de su tío. Agachó la cabeza, como si se sintiera desilusionado. Conseguí sentarme.

– ¿Peligroso? -repetí con voz ronca-. ¿Por qué? Lo único que queremos es que nos devuelvan el atavío. Bondadoso incluso está dispuesto a pagar sin hacer ninguna pregunta.

El gigantón me miró.

– ¿Crees que Caléndula lo tiene?

Antes de que pudiera contestarle, me había dado la espalda. Observé cómo pasaba delicadamente por encima de un montón de plumas desechadas y se detenía junto a la pared más cercana. Cuando habló de nuevo, su voz era sorprendentemente suave, suave hasta tal punto que tuve que hacer un esfuerzo para oírlo.

– ¿Ves todos estos nichos y plintos vacíos? Se llevó los ídolos con ella, cuando se fueron a Atecocolecan. Necesitaba tenerlos con ella.

Me levanté con mucha dificultad.

– No te entiendo.

– Mi hija amaba a los dioses, Bufón, o como te llames. Los temía, pero también los adoraba. ¿Crees que alguien así sería capaz de robar el atavío de uno de ellos?

Apoyó suavemente una de sus enormes manos en uno de los nichos. Luego soltó un sonido que podía ser tanto un suspiro como un gemido.

– Es curioso. Pensaba que eran pintorescos, mientras ella estaba aquí. Incluso un incordio. Ahora los echo en falta. -Se volvió, pero no para mirarme; su mirada estaba fija en el suelo junto a sus pies, mientras que sus manos caían flojamente a ambos lados del cuerpo, como si hubiese olvidado para qué servían-. Caléndula es mi única hija, es todo lo que tengo. ¿Eres capaz de entenderlo?

Cuando sus manos se movieron de nuevo, no fue para sujetarme la garganta, sino para taparse los ojos y ocultar las lágrimas que amenazaban con caer. Cangrejo se encontraba a su lado, pero lo único que podía hacer ante el sufrimiento de su tío era retorcerse las manos en un gesto de impotencia.

Al verlo, tuve que reprimir el recuerdo de lo que había sentido aquella mañana mientras sacaba los restos profanados de aquellos apestosos recipientes en la letrina junto al canal.

– Lo comprendo. Yo también tengo solo un hijo. El… creo que podría ayudarte si consigo encontrar ese vestido. Si no fue tu hija quien lo robó, quizá fue su marido. ¿No podríamos trabajar juntos?

Furioso bajó las manos. Abrió muchos los ojos; las lágrimas brillaban. Me miró durante un buen rato, con una expresión pensativa, como si fuera a tomar una decisión. Luego, con voz áspera, me preguntó qué quería saber.

– Podrías empezar contándome qué pasa entre Flacucho y tú.

El plumajero se rió, un sonido breve y duro que perfectamente podría haber emitido uno de sus perros.

– ¿Por qué no se lo preguntas a él?

– Lo haría si estuviera aquí.

– Podríamos haber sido amigos, socios, en lugar de rivales, si no hubiese sido por… bueno, no importa. Ven, te enseñaré algo. -Miró a Cangrejo-. Este es mi sobrino -dijo, modo de presentación, antes de decirle al chico-: Por favor, ve y tráeme una de las dalias.

– ¿Dalias? – repetí, desconcertado. La última dalia que había visto la había matado la helada a finales de otoño. ¿Para qué necesitaba ahora una el plumajero?

Cuando el chico regresó, lo entendí. Traía la figura de un flor.

Era un mosaico, hecho íntegramente de plumas: plumas rojas sobre un fondo de plumas negras. Mientras Furioso me lo daba, admiré cómo captaba y reflejaba la luz. La flor, en el centro, estaba hecha a capas para darle una profundidad de color que una verdadera flor apenas podría superar. Me dije que si en aquella época del año hubiera abejas, en ese momento estarían posándose en aquella maravilla.

– ¿Ves esto?

– Es hermosa. -Imaginé una flor arrojada al lago, quizá una ofrenda a Chalchihuitlicue, la diosa que regía las aguas. Vi la flor flotando por la ciudad durante la noche, en su lecho de agua tan profundo y oscuro como estas aterciopeladas plumas negras (arrancadas a un estornino o alguna otra variedad de cuervo), que después se hundían lentamente a medida que se empapaba, hasta desaparecer en silencio.

Me arrebató el mosaico de las manos y lo arrojó al suelo.

– ¡Hermoso! -Furioso repitió la palabra con desprecio-. ¡Por supuesto que es hermoso! ¡Es hermoso como cualquier otro mosaico de una maldita dalia que ha salido de este taller en los últimos treinta años! ¿Sabes por qué? -Giró con los brazos abiertos hasta trazar casi un círculo completo que abarcaba el patio-. Por Cangrejo y todo el resto de mi pequeño ejército. Porque todos hacen una tarea, cardan el algodón, trazan los dibujos, preparan la cola, endurecen las plumas, lo que sea; solo una tarea, la misma, un día sí y el otro también, hasta que llegan a ser tan buenos que ni siquiera tienen que pensar en lo que hacen. No hay ningún verdadero artesano entre nosotros, pero podemos hacer cualquier cosa que nos pidas: camisas, faldas, escudos, abanicos, mosaicos, cualquier cosa, siempre que no sea algo único, original, algo que ninguno de tus amigos haya visto antes. -Me miró, iracundo. Pareció desafiarme a que le hiciera la pregunta obvia, así que la hice.

– ¿Qué pasará si lo hago?

– ¿Qué pasará si haces qué?

– Si pido algo que sea único, original.

Desvió la mirada. Se quedó en silencio tanto rato que llegué a creer que no me había oído, a pesar de que estaba a solo un par de palmos de él, pero entonces escuché su apenas audible respuesta.

– Entonces debes acudir a Flacucho, por supuesto.

Permaneció allí con los hombros caídos y la cabeza gacha; inmóvil como un tocón; sus ojos eran como pálidas astillas contra la carne oscura de su rostro. Era un hombre más alto que yo, me sacaba una cabeza, pero tuve la sensación de que para mirarle a los ojos tendría que agacharme.

En el largo silencio que siguió, vi que muchos de los que estaban sentados a mi alrededor se preparaban para marcharse; dejaban a un lado las plumas, las espátulas de hueso, el papel y los cuchillos de cobre y se dirigían hacia la salida con el gesto furtivo y el paso sigiloso que la gente adopta cuando está a plena vista y desea no estarlo. No querían que su patrón viera que se iban, a pesar de que empezaba a oscurecer y hacía frío. Me dije que Furioso, debía de ser un patrón exigente, pero ahora parecía haberse olvidado de sus trabajadores.

– Tío… -se decidió a decir Cangrejo mientras acercaba una mano que fue apartada.

– Se está haciendo tarde -murmuró el plumajero-. No tardará en oscurecer. Me voy dentro.

Dio media vuelta y se alejó sin más. Miré al chico que estaba a mi lado.

– Vamos -me dijo.

Dejé que me guiara hacia la cocina, que se encontraba al otro lado del patio, donde sabía que me encontraría al viejo dios que vigilaba las tres soleras alrededor del fuego.

3

Las brasas iluminaron el rostro de Cangrejo mientras las avivaba. Aquella visión me recordó la luz del sol en las colinas peladas más allá de las montañas que rodeaban nuestro valle; sus mejillas, la frente y la nariz destacaban como las cumbres contra el resplandor naranja, mientras que su boca y ojos permanecían en unas sombras tan oscuras como el más profundo de los valles. Parecía mucho mayor de lo que era en realidad, y torturado por las preocupaciones.

Era extraño ver a un chico cocinando, pero con su tía muerta y su prima desaparecida, evidentemente no quedaba ninguna mujer en la casa para hacerlo. En cuanto tuvo un buen fuego colocó una cazuela de cerámica sobre el trípode, y muy pronto la cocina se llenó con el aroma de las brasas y las gachas de maíz que se calentaban.

Furioso también se sentó junto al fuego; las llamas hacían que sus ojos brillaran.

– Tienes que saber -comenzó, mientras su sobrino removía las gachas con una mano y sujetaba la cazuela con la otra- que la mayoría de los plumajeros ya no viven en Amantlan; no si son buenos. Mi caso es distinto -añadió sin presunción-, y también el de Flacucho. Somos plumajeros particulares, y siempre lo seremos, pero actualmente casi todos los mejores, especialmente los más jóvenes, se los llevan a palacio. Nuestros jóvenes van a la Casa de los Sacerdotes como parte de su formación, para comprender las figuras que hacen: quiénes aparecen en ellas y las historias que hay detrás. Cangrejo irá a finales de año. -El sobrino metió el dedo en las gachas para ver si ya estaban calientes y siguió removiendo-. Los enviados del emperador van a la Casa de los Sacerdotes y escogen a los que tienen más talento. Los alojan, les da de comer, les pagan bien y trabajan para el emperador. Hace abanicos, trajes y adornos que el emperador regala como recompensa a los guerreros más valientes. ¿Ese potaje todavía no está a punto?

Aproveche que Cangrejo se volvía para coger tres cuencos y le pregunté a su tío por qué él y Flacucho eran distintos.

El chico metió uno de los cuencos en la cazuela y me lo dio, no sin antes derramar una pizca de su contenido en e1 fuego, para el dios. Lo acepté agradecido porque mi estómago me recordaba insistentemente que no lo había llenado desde antes del amanecer, y que luego me había apresurado a vomitar el contenido. Cangrejo respondió por su tío, que tenía la boca llena.

– Mi tío tuvo la posibilidad de ir a palacio, pero no quiso.

Casi me ahogué con las gachas.

– ¿Qué?

– Está muy caliente -me advirtió Cangrejo cuando y era tarde-. ¿Quieres un poco de sal o chiles secos?

– No, gracias. -Miré a Furioso-. ¿Rechazaste la oferta del emperador?

Me miró a través del vapor que se levantaba del cuenco. Cuando habló, el vapor se esfumó, como una telaraña barrida por el viento.

– Mi forma de trabajar no les hubiese convenido -manifestó escuetamente.

– ¿Qué pasó con Flacucho? ¿El también le dijo que no a emperador?

– Flacucho y yo éramos los mejores plumajeros de México. Por supuesto, éramos graneles rivales, siempre intentando superar el uno al otro. Yo hacía los mejores mosaicos. -El tono del gigantón era de absoluta modestia, no pretendía darse ínfulas-. Algunos de ellos parecían tan auténticos que habrías jurado que eran flores, pájaros, mazorcas, peces y personas reales, y no figuras. Flacucho hacía abanicos, trajes y las insignias que los guerreros llevan en la espalda. No era muy partidario del uso de la cola, prefería el método de la base y el hilo, pero hacía cosas increíbles. Puedo mostrarte uno de sus abanicos; parece el agua cuando la golpea una piedra, las plumas se levantan y todo el conjunto parece estar a punto de estallar.

– ¿Qué pasó después?

– Empecé a recibir más y más encargos de señores, grandes guerreros y extranjeros. Tenía más trabajo del que podía hacer, incluso con mi familia trabajando a pleno rendimiento. Tuve que llamar a todos mis parientes, y ahora, como ves, tengo esto lleno. Para serte sincero -añadió en voz baja-, algunos de ellos no son parientes, así que tuve que saltarme un poco las reglas para emplearlos. Cada uno hace su tarea, y sabe cómo hacerla a la perfección. -Dejó el cuenco lentamente. Con el fuego entre nosotros era imposible interpretar su expresión-. Pero ¿sabes una cosa? No creo que haya ni uno solo de nosotros, quizá ni siquiera yo, que sea capaz de hacer un abanico o un mosaico desde el principio, ahora ya no. Todo lo que hacemos es impecable, pero… bueno…

– Pero no es original ni único. -Recordé el mosaico de la dalia-. Sin embargo, Flacucho no tiene el mismo problema. ¿Qué le pasó?

– No siguió por el mismo camino que yo. No sé por qué. Quizá no quería trabajar de esa manera. Puede que tuviera algo que ver con el lugar de donde venía.

– Precisamente me lo estaba preguntando. No es de Amantlan, ¿verdad? ¿Cómo se convirtió en plumajero?

– Vaya, lo sabías. Así es, comenzó su vida en Atecocolecan. Pero nació en un día auspicioso para un artesano, y consiguió que una de las familias de aquí lo adoptara. No sé cómo. Alguien debió de pensar que era un desperdicio que fuera un peón. Desde luego tenía talento, pero siempre fue un solitario, insistía en trabajar él solo, incluso cuando vender lo que hacía le acarreaba considerables pérdidas. No podía competir con nosotros; podíamos dar a nuestros clientes lo que deseaban, cuando lo pedían, y garantizar la calidad.

– ¿Calidad? -exclamé sin darme cuenta-. ¡Nunca nadie ha producido trabajos comparables a lo de Flacucho! Bueno, excepto tú, por supuesto.

– ¡Ahórrate el esfuerzo! -replicó Furioso despectivamente-. En sus mejores momentos, yo no le llegaba ni a los tobillos, y ambos lo sabíamos. Pero la mayoría de las veces, Flacucho no buscaba hacer un gran trabajo. Muchas veces no hacía nada en absoluto. Se sentaba rodeado de una montaña de plumas y se limitaba a cogerlas y a mirarlas durante toda una tarde.

Me imaginé al hombre esquelético y con los ojos hundidos que había visto por la mañana desperdiciando su vida jugando inútilmente con una montaña de hermosas plumas.

– Es curioso -prosiguió el plumajero-. Podía haber hecho unos abanicos muy buenos o cualquier cosa que le pidieras, todas las veces que fuera necesario, pero era como si le resultara imposible hacer algo que no fuese lo mejor, y tampoco aceptaba que lo ayudaran, a pesar de que el producto de su trabajo era su único medio de subsistencia.

– Tú rechazaste la oferta del emperador. No me has dicho si Flacucho también la rechazó.

– Para hacer los abanicos y los trajes que me pidieran Moctezuma y sus nobles tendría que haber ido a vivir a palacio. Eso hubiese significado abandonar todo este montaje y, si quieres saber la verdad, no estaba muy seguro de poder trabajar para él. En palacio debieron de pensar lo mismo, porque no insistieron. No sé qué pasó con Flacucho. Estoy seguro de que sencillamente no quería que nadie le dijera qué debía hacer, aunque fuese el emperador. Más tarde, perdió la inspiración, se aficionó a los hongos sagrados y al peyote; después de eso el palacio ya no lo hubiese aceptado.

– ¿Qué le pasó? ¿Por qué regresó a Atecocolecan, a esa covacha donde vive ahora?

– Creo que todo empezó cuando se casó -respondió Cangrejo-. Eso fue hace poco más de dos años.

– Lo dejó para muy tarde, ¿no? -La mayoría de los aztecas se casaba a los veinte, cuando salían de la Casa de los Jóvenes. Flacucho debía de ser bastante más mayor.

– Todos creíamos que nunca se casaría -manifestó Furioso-. En su juventud nunca demostró mucho interés por las chicas. No sé qué le hizo cambiar de idea. Pero su mujer parece que ejerció alguna influencia en él. Tú la has visto. -Hizo una mueca, como si de pronto las gachas se hubiesen agriado-. Supongo que ella lo inspiró. Comenzó a trabajar de nuevo, y ambos acabaron aquí.

– ¿Aquí? -Miré a tío y sobrino-. ¡Pero si Flacucho era tu rival!

– ¿Qué haces con tu competidor cuando está pasando por un mal momento? Lo llamas y haces que trabaje para ti, por supuesto. Flacucho acababa de casarse, ganaba poco y necesitaba ayuda. Así que lo contraté.

Guardé silencio, mientras asimilaba sus palabras junto con el resto de mi comida.

– Supongo que no se quedaría mucho tiempo -dije finalmente.

– Alrededor de un año. Pero cuando se marcharon, no fue por Flacucho. Fue por su hermano.

Las gachas se estaban asentando en mi estómago y transmitían su calor a mis venas, de modo que empezó a apoderarse de mí una peligrosa modorra. Solo deseaba echarme en una estera en cualquier parte, o tumbarme directamente en el suelo desnudo. Apenas conseguía mantener los ojos abiertos. Entonces, repentinamente, Furioso mencionó a Vago y me desperté de golpe.

Mi hijo, recordé. Vago era el hombre que sabría qué le había pasado.

– Acepté tener a Flacucho y a Mariposa aquí por el bien de su reputación, y al principio pareció funcionar. Flacucho había dejado los hongos. Ponía toda su voluntad. Lo que producía no era lo mejor, ni de lejos, pero no estaba mal. Cogía el algodón, las plumas y los cuchillos y se sentaba en un rincón, apartado de los demás. Su esposa le llevaba comida y agua. Debo admitir que ella lo cuidaba. Flacucho era obsesivo con su trabajo; si ella no se hubiera ocupado de hacerle comer se habría muerto de hambre.

– Solíamos reunimos a su alrededor para observarlo -añadió Cangrejo-. Todos los chicos conocíamos su reputación y queríamos ver cómo trabajaba, y así poder llegar algún día a ser tan famosos como él.

– ¿Y qué salió mal?

Le había hecho una pregunta a Furioso, pero su única respuesta fue un sonido ahogado de su garganta, como si se hubiese atragantado con las gachas. Asustado, me incliné hacia él, pero su sobrino estiró el brazo y me detuvo.

– Su hermano se fugó con mi prima. -El tono del chico era de disculpa.

– ¡Oh! -No se me ocurrió nada que decir. No había ninguna necesidad de preguntarle a Furioso qué había llevado a su hija a abandonarlo para ir a unirse a la familia de su rival. El plumajero mantuvo la miraba baja y no pronunció palabra.

– Vago no era como su hermano -continuó Cangrejo e1 voz baja-. Flacucho vivía para su trabajo. ¡No creo que Vago supiera qué era trabajar! A mi tío nunca le gustó. Lo oía quejarse porque holgazaneaba en el patio, distraía a los que trabajaban, se aprovechaba de su hermano y cortejaba a las chicas. -Miró inquieto a su tío, pero Furioso no reaccionó-. No estaba hecho para vivir aquí. Lo suyo era Atecocolecan. Aún tenía su casa en los pantanos, y una chinampa para cultivar en el límite de la ciudad. En el distrito le advirtieron que se la quitarían si no trabajaba la tierra, pero de todos modos pasaba la mayor parte del tiempo aquí.

– Entonces no es posible que naciera en un buen día para un artesano -comenté.

– Supongo que no. -Cangrejo miró a Furioso, titubeando.

– No lo sé -murmuró Furioso, sin desviar la mirada del cuenco-. ¡Ni me importa!

Hubo una breve e incómoda pausa antes de que Cangrejo continuara.

– Mi tío intentó darle algún trabajo, pero él no hacía más que estropearlo.

– Lo hacía con toda la mala intención -afirmó Furioso, y levantó la cabeza para mirarme-. Si le decía que endureciera las plumas, dejaba que la cola hirviera hasta que se desintegraban, y si tenía que cortar un patrón, dejaba que el cuchillo cortara más de la cuenta y había que hacerlo de nuevo. No le importaba. Solo le interesaba Caléndula. Si no encontraba una excusa para ir a hablar con ella, se hacían ojitos a través del patio.

– ¿Y Caléndula no hizo nada para desalentarlo? -pregunté directamente.

Lamenté haber hecho aquella pregunta en cuanto vi cómo se movían los músculos de la cara del plumajero. ¿Qué hombre podía tolerar que acusaran a su hija de ser una coqueta? Una vez más, sin embargo, fue el sobrino quien intervino para darme una respuesta antes de que su tío se enfureciera.

– No sabes cómo es esto. Todo el mundo vive para su trabajo. Aquí todo el mundo solía reír, hablar y… bueno…

– Eso era cuando tu tía vivía – dijo Furioso-. De acuerdo, no es necesario que lo digas. Ella me paraba los pies cuando veía que me extralimitaba. -Cerró los párpados con fuerza durante un instante antes de continuar-. Ya hemos hablado de ello. Tú sabes cuántas veces me lo he repetido, sobre todo en estos últimos días. La pobre chica comenzó a sentir que las paredes del patio la ahogaban, y ya no era joven. No se puede decir que fuera una belleza, e incluso con mi fortuna sus perspectivas no eran demasiado buenas. ¿Qué otra cosa podía hacer sino enamorarse de un zángano como Vago? -Exhaló un suspiro-. Si se hubiera enamorado de su hermano… -El estaba casado -señalé.

– A pesar de ello a Caléndula le gustaba -manifestó Cangrejo-. Hablaba mucho con él, sobre todo de su trabajo y de religión. No estoy muy seguro de que a Mariposa le hiciera mucha gracia, pero nunca oí que dijera nada en su contra. No creo que Caléndula y Vago pasaran mucho tiempo hablando -añadió el chico con tristeza.

– Entonces ¿qué buscaba Vago?

– Quería la fortuna de mi tío -declaró Cangrejo con contundencia.

– Vago lo intentó con algunas otras chicas antes de fijarse en ella -precisó Furioso-. Era un cabrón; era de esa clase de tipos que están tan convencidos de que las mujeres los encuentran irresistibles que ellas acaban por creérselo. Por lo tanto, no creo que él tuviese que pedírselo dos veces.

– Sin embargo se casaron.

– Por supuesto que sí-dijo Furioso amargamente-, con una generosa dote. Me engañaba a mí mismo creyendo que ella conseguiría calmarlo un poco. Cada vez causaba más problemas en el taller. Las mujeres desatendían el trabajo, y él parecía sentir fascinación por Flacucho. No sé por qué, pero después de casarse su hermano su trabajo fue de mal en peor.

– ¿Fue entonces cuando se marcharon todos juntos? -pregunté-. ¿Cuándo ocurrió?

– A finales del verano pasado. No hace todavía ni medio año.

– Quizá Flacucho sintió nostalgia -comentó Cangrejo-. Estar de nuevo con su hermano después de tantos años debió de recordarle el lugar donde habían crecido juntos.

– Es más probable que pensaran que vivir tranquilamente en Atecocolecan a costa de la dote de mi hija era mucho más sencillo que trabajar -afirmó Furioso-. No niego que me alegré cuando Caléndula me dijo que ella y Vago querían marcharse. Creí que empezarían de nuevo y que se ocuparían de trabajar aquella parcela. Es una buena chica y le hubiera gustado hacerlo. Además, creo que… creo que ella estaba… estoy casi seguro de que ella estaba…

– Embarazada -dijo su sobrino con toda claridad.

– ¿Eso creéis? -Los miré a los dos-. ¡A estas alturas tendría que ser evidente!

– Apenas nos hemos visto desde que se marcharon.

Fruncí el entrecejo con la mirada puesta en el fuego.

– Flacucho y su esposa se marcharon al mismo tiempo.

– Repentinamente, sin dar ninguna explicación. Aunque tampoco se lo habría impedido. Para entonces el trabajo de Flacucho dejaba mucho que desear. Pero… -Un temblor sacudió el cuerpo del plumajero-. ¿Sabes qué temo, Bufón? Creo que vieron su oportunidad. Tenían el dinero de ella, pero no querían que estuviera cerca de ellos. Le han hecho algo. Ha sido cosa de Vago. Quizá ahora mismo está oculto en alguna parte a la espera de que me olvide de lo sucedido antes de reaparecer. ¡Pero no lo haré!