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Me permitieron quedarme a pasar la noche. Dormí junto al hogar para aprovechar al máximo su calor. Mientras estuve despierto disfruté comparándolo con lo que había soportado la noche anterior. Me regodeé al recordar el frío, la fatiga y el entumecimiento de los pies mientras el calor de las llamas que se apagaban lentamente acariciaba mi cuerpo. Aún ardían cuando se me cerraron los ojos y me olvidé de todo. Me despertó el lejano toque de trompeta que anunciaba el alba; no quedaban más que brasas, dispuestas a convertirse en fuego una vez más.
En cuando me desperté no perdí el tiempo y emprendí el camino de regreso a Pochtlan. No tenía la intención de abusar más del voluble temperamento de Furioso. Me dije que quizá podría encontrar a Bondadoso y contarle qué había descubierto. Estaba más convencido que nunca de que Vago era la clave para recuperar la propiedad robada. El viejo conocía a su familia y podría darme detalles de su vida. También me preguntaba cuánto sabía el comerciante sobre la historia del atavío, quién lo había encargado y cuánto tiempo pasaría antes de que esa persona comenzara a indagar por su cuenta.
Pero mi preocupación más inmediata era Vago. Seguramente sabía qué le había pasado a mi hijo. Ese pensamiento me hizo acelerar el paso por las oscuras calles desiertas. Si mi hijo estaba vivo, debía encontrarlo lo antes posible. Si no era así, descubrir qué le había ocurrido era el último servicio que podía prestarle.
El tiempo cambió bruscamente, como era habitual en esa época del año. Una densa niebla había bajado de las montañas y había cubierto la ciudad con su manto. Mientras me dirigía hacia el puente que comunicaba con Pochtlan, la niebla me obligó a prestar atención a la senda junto al canal. Había llovido bastante durante la noche y el suelo estaba muy resbaladizo. Cuando vi el puente, alumbrado por una luz oscilante, mis nervios estaban tan tensos que ni siquiera me paré a pensar cuál podía ser el origen de aquella luz.
Lo descubrí en el momento en que pisé el puente.
– ¡Eh, tú, no tengas tanta prisa! ¡Quédate donde estás!
Creía que la llama naranja en el extremo más lejano del puente ardía en un brasero sin vigilancia; no pensé que fuera una tea de pino sujeta por el enorme y calloso puño de un guerrero veterano. Cuando oí su orden me quedé inmóvil, con un pie en el aire; mantuve esa postura durante una eternidad, hasta que conseguí que todos mis músculos resistieran a mi desesperado deseo de echar a correr. Mientras los guerreros venían a por mí, mi cuerpo se hundió y el pie que había quedado suspendido golpeó contra la madera con el sonido hueco de un tambor.
– Vaya, vaya -dijo el hombre que sostenía la antorcha-. ¿Qué tenemos aquí?
En un primer instante, lo único que sentí fue desesperación, porque mi amo y el capitán otomí habían conseguido atraparme.
Era muy fácil imaginar qué ocurriría después. Me llevarían a casa, arrastrado por las calles y sujeto por el pelo por una mano implacable que me produciría un terrible dolor en el cuero cabelludo; los talones se despellejarían por el roce contra el suelo, donde un oscuro rastro de sangre dejaría constancia de mi paso; mientras, los transeúntes asistirían a mis sufrimientos con indiferente curiosidad. Me pregunté qué me tendrían reservado. ¿El otomí querría hacer una demostración de su pericia arrancando dientes con un cuchillo de pedernal, o emplearía una hoja más afilada, quizá una de obsidiana, de esas que se usan para separar la piel de un hombre de su carne, y esta de los huesos pero sin llegar a matar al pobre desgraciado?
Curiosamente, descubrí que no me importaba. Lo único que me dolía era mi fracaso. Nunca averiguaría qué le había sucedido a Espabilado.
Entonces miré de nuevo a los dos hombres que se acercaban.
Ambos eran guerreros veteranos; incluso a la poco fiable luz de la antorcha, sus duros ojos brillantes, los labios apretados y sus piernas y brazos esbeltos y vigorosos bastaban para confirmarlo; por si quedaba alguna duda, llevaban el pelo peinado en forma de columna. Sin embargo, ninguno de ellos era un otomí. En cuanto me di cuenta sentí un aleteo de esperanza. El capitán no enviaría a nadie a capturarme; era de esos tipos que prefieren hacer estas cosas solo.
Aquellos hombres eran lugareños, policías del distrito. Todos tenían sus propios vigilantes. Alguien tenía que ocuparse de mantener el orden dentro de los límites del distrito; ellos se ocupaban de expulsar a los mendigos y vagabundos, de arrestar a los ladrones y borrachos o de pillar a cualquiera que hubiese escapado de un grupo de trabajo o del ejército. Oficialmente, tenían diversos nombres -Calpixque, Telpixque, Calpolleque-, y extraoficialmente los llamaban muchísimas otras cosas, sobre todo aquellos que tenían un largo historial de problemas con la ley.
El jefe se llamaba, como no tardé en enterarme, Yectlacamlauhqui, «Erguido», y su compañero Chimalli, «Escudo». Eran de Pochtlan, tal como ya había supuesto, dado que estaban en el extremo del puente correspondiente al distrito de los comerciantes. Naturalmente podían llamar a los hombres de aquella zona para que les echaran una mano cuando no podían arreglárselas solos, aunque estaba seguro de que eso era algo que no ocurría a menudo. Aquella pared de músculos, huesos y tendones que me separaba del lugar al que intentaba llegar era para mí tan infranqueable como la cordillera más alta.
Retrocedí un paso y me arriesgué a mirar atrás con el rabillo del ojo, por si había alguien más dispuesto a cortarme la retirada. No pude evitar fijarme en las espadas que empuñaban, en particular la de Erguido, que brillaba con el reflejo de la luz en las hojas de obsidiana. Me pareció que estaba nervioso, y me pregunté si no tendría algo que ver con estar fuera de noche, cuando se suponía que un dios rondaba por las calles. También podía ser que le preocupara encontrarse con la persona que había matado y descuartizado al hombre que descubrí en la letrina en el extremo del puente de Amantlan.
No costaba mucho adivinar cuál era la misión de aquellos hombres. Después de lo que había sucedido querían interrogar a todo el que vieran, y pobre de aquel que fuera incapaz de darles una explicación convincente.
Amagué dar otro paso atrás pero no coló.
– ¡He dicho que no te muevas! -Erguido cogió rápidamente la espada y de pronto me encontré con las afiladas hojas de obsidiana debajo de mi nariz-. No creas que no la usaré. No necesito matarte. Puedo cortarte como un trozo de carne en el mercado y todavía estarías en condiciones de hablar; y créeme, lo harías aunque solo fuera para que acabara con tus sufrimientos. ¡Ahora deja los pies quietos!
Me aparté de las hojas. Eché el cuello hacia atrás y luego arqueé la espalda hasta quedar mirando al cielo, pero el arma continuó moviéndose hacia delante hasta que llegó un momento en que casi no podía mantener el equilibro. Dominé el impulso de mover los pies, consciente de que podría ser mi último paso, pero ya era demasiado tarde; mis piernas cedieron. Con un grito de alarma, mi capa corta flotando a mi alrededor y agitando los brazos con la misma frenética desesperación que un pavo asustado, caí de espaldas y me di un terrible golpe con la cabeza contra los maderos del puente que me dejó un ensordecedor zumbido en los oídos y la espalda entumecida.
Algo golpeó contra el suelo junto a mi cadera.
Intenté incorporarme sobre los codos y torcer la pierna en un vano esfuerzo por ocultar el cuchillo con el muslo, pero ya tenía a Erguido a mi lado con la espada a un lado y un pie alzado sobre mi pecho. Vi cómo se movían sus labios en una risa apenas contenida mientras observaba mis esfuerzos, y luego, sin decir palabra, apoyó tranquilamente el pie en mi esternón y me obligó a tumbarme de nuevo.
– Escudo -llamó en voz baja, y señaló con la espada.
Su compañero siguió la dirección que apuntaba el arma. Pasó junto a su jefe y se agachó para recoger el cuchillo de mi hijo. En mi caída se había escapado de entre los pliegues del taparrabos.
– Un cuchillo. -Escudo lo sujetó con la mano libre. Le echó una ojeada y lo olió con la misma delicadeza que una muchacha huele una flor-. ¡Es de metal! ¿Qué es, cobre?
No respondí, aunque aumentó la presión en mi pecho.
– ¡Cubierto de sangre! Creo que quizá hemos encontrado a nuestro hombre.
El talón de Erguido amenazaba con clavarme la última costilla en el hígado. Jadeé al tiempo que arqueaba la espalda involuntariamente, mientras movía la cabeza para que mis ojos enfocaran el cuchillo. La punta apuntaba a mi cabeza como si fuese la mirada de un acusador.
Intenté protestar, pero no tenía aire. Con cada jadeo, el pie me pisaba con más fuerza. Comenzó a darme vueltas la cabeza y se me nubló la visión. Muy débilmente, como si hablara desde muy lejos, oí la voz de Escudo que decía:
– Tendrías que quitar el pie de su pecho, jefe, está a punto de perder el conocimiento.
– Pues entonces despiértalo.
Incluso aunque hubiese entendido la sugerencia de Erguido, la debilidad me habría impedido hacer nada al respecto. Primero solo noté que la presión en el pecho desaparecía. Mis pulmones se llenaron con una gran bocanada espasmódica seguida por un terrible ataque de tos que hizo que me doblara en dos. La sensación siguiente fue de que caía. Escudo había interpretado la propuesta de su jefe como una orden para lanzarme por encima de la balaustrada del puente.
Chocar contra la superficie del canal fue como caer de cara contra los adoquines, excepto que cedió inmediatamente y me encontré sumergido en el agua helada. Mi grito de dolor y sorpresa se transformó en una silenciosa explosión de burbujas. El agua llenaba mi pobre pecho atormentado. Tragaba agua, tosía y vomitaba al mismo tiempo, mientras mis brazos intentaban ejecutar unas frenéticas e inútiles brazadas. Intenté empujar con los talones, pero no podía mover las piernas. Algo las tenía sujetas por los tobillos.
Un instante más tarde mi cabeza volvió a estar al aire libre. El agua chorreaba por mi nariz y mi boca, y mi cuerpo se retorcía como el de un animal en una trampa. Tenía los pies sujetos, pero mis manos estaban libres. Mis dedos se curvaron espasmódicamente en un intento por sujetarme a algo, cualquier cosa, para conseguir detener aquellos giros y poder distinguir entre arriba y abajo, pero no había nada a mi alcance.
– Vale, ya está despierto -anunció Escudo-. ¿Ahora qué, otro remojón?
Solté un débil sonido como única respuesta. Al oír la voz del agente, empecé a entender qué había pasado. Me sostenía cabeza abajo, apenas por encima de la superficie del agua, y el pelo empapado me tiraba del cuero cabelludo.
Dejé de resistirme. Poco a poco las sacudidas y los giros comenzaron a calmarse. También disminuyó el dolor en el estómago y el pecho, y cesaron la tos y las arcadas.
– Será mejor que primero averigüemos quién es.
– ¡Eso no es problema, jefe! ¡Se lo sacaremos como quien quita la sangre de la capa después de una pelea, con muchísima agua fría!
Los puños que me sujetaban los tobillos con una fuerza brutal se aflojaron de pronto y caí de nuevo. Mi rostro golpeó contra el agua antes de que las manos de Escudo me sujetaran para alzarme con una terrible sacudida que me revolvió el estómago.
Una vez más me balanceé y me retorcí. Cuando paré, mi estómago se vació de nuevo; el agua y cualquier cosa que contuviera salió de mi boca para colarse en mi nariz y en mis ojos. Por un momento perdí la visión y me sacudí violentamente. Mi torturador debió de notarlo en las manos porque le hizo reír.
– ¿Crees que necesitarás otro remojón? -Me balanceó como a un bebé; luego me dejó caer hacia el canal, pero me sujetó antes de que tocara la superficie-. ¡Quizá ahora quieras decirme tu nombre!
– Bufón -conseguí decir.
Pareció que necesitaba demasiado tiempo para pensar en mi respuesta antes de tomar una decisión.
– Vaya -dijo, indiferente; un momento más tarde volvía a tener la cabeza debajo del agua. Cuando me sacó había un tono burlón en su voz-. Ese nombre no me dice gran cosa. ¡Tendrás que explicarte un poco mejor!
En lugar de soltarme, me levantó hacia él. Por un momento me vi volando con el aire silbando en mis oídos, hasta que mis hombros chocaron contra el borde del puente, originando un ruido como el de una rama seca que se parte. Grité.
– ¡Podemos abrirte la cabeza! -gritó Erguido-. ¡Podemos tardar horas en ahogarte! ¡Podemos cortarte las pelotas! -añadió gratuitamente-. ¡Ahora habla!
Estaba mareado. No veía nada. La rojiza oscuridad que amenazaba con tragarme cuando el pie me aplastaba el pecho había vuelto. Notaba la sangre en los oídos y las arcadas en el estómago, aunque estaba vacío. No podía contar la verdad, pero si no decía nada me matarían. Solo se me ocurrió decir una cosa, un nombre.
– ¡Bondadoso! -balbuceé.
La presión en los tobillos disminuyó bruscamente, aunque no lo bastante como para que cayera de nuevo al canal.
– ¿Qué ha dicho? -La voz de Escudo sonó de pronto mucho más suave.
– ¡Bondadoso! -repetí-. ¡El comerciante! ¡Bondadoso, el comerciante! ¡Iba a verlo! ¡Él responderá por mí!
Por un momento, mientras colgaba boca abajo sobre el agua, no sabía cómo interpretarían los policías lo que acababa de decir. Corría el riesgo de que me aplastaran los sesos contra el puente como a un pescado que se quiere convertir en cebo.
– ¿Bondadoso el comerciante? -murmuró Escudo.
Al cabo de un momento noté que me balanceaba lentamente en el aire y que después me depositaban, con una suavidad sorprendente, en el suelo.
Mientras mi cabeza tocaba la madera y el resto de mi cuerpo se extendía como una pieza de tela que se mide antes de cortar, oí que Erguido añadía:
– Yo no confiaría nunca en alguien que afirme conocer a ese viejo tramposo. Sin embargo, si dice que responderá por él, será mejor que lo averigüemos, ¿verdad? Si nos ha mentido…
No pude oír qué me pasaría si resultaba ser un mentiroso, porque entonces perdí el conocimiento.
– Este cuchillo… -El interlocutor era un anciano con una voz tan débil que tuve que esforzarme para oír sus palabras-. Bronce. Muy raro. Lo que quiero saber es ¿cómo ha llegado a su poder?
De pronto pareció que gritaba con tanta fuerza que sentí el impulso de chillar y taparme los oídos. Un hombre rió cuando me retorcí. El sonido iba y venía con los latidos en mi cabeza. Era como si mis oídos aún estuviesen llenos de agua. Algo me golpeó en el hombro.
– ¿Ya estás despierto? ¡Vamos, levántate!
Estaba boca abajo sobre un suelo de tierra. Rodé sobre mí mismo, abrí los ojos y de inmediato los cerré para protegerme del resplandor del sol de la mañana.
– ¡Arriba!
Lentamente conseguí sentarme; mantuve los ojos cerrados porque creía que el mundo estaría girando a mi alrededor y no quería verlo para así evitar que se me revolviera el estómago de nuevo. Intenté tragar, pero tenía la boca y la garganta resecas como un cactus en la estación seca. Me pareció extraño, teniendo en cuenta que había estado a punto de ahogarme.
Cuando finalmente me atreví a abrir los ojos lo primero que vi fue que estaba desnudo. Con un ronco grito de espanto levanté las rodillas y me tapé la entrepierna con una mano. Eso hizo que los hombres que me miraban se echaran a reír.
– ¡Os dije que lo haría! -afirmó Escudo-. Está metido en serios problemas y lo primero que piensa es: «¿dónde está mi taparrabos?».
Lo miré con una expresión de resentimiento. Se encontraba a mi lado con los brazos cruzados. Cuando moví la cabeza hacia el otro lado vi a Erguido, que estaba en cuclillas con un cuenco entre las rodillas. Me sorprendió cuando me ofreció el cuenco.
– Toma un poco de agua. Te quitamos la ropa para asegurarnos de que no ocultabas nada más. Probablemente te hicimos un favor, porque no eran más que harapos.
Bebí un sorbo mientras miraba más allá de los dos policías, a un tercer hombre cuya voz había sido la primera que había oído.
Estaba arrodillado en una estera, con las morenas rodillas juntas, como se arrodillan las mujeres; sin duda sus anquilosadas articulaciones ya no le permitían acuclillarse. Era un comerciante. Lo sabía por la cabellera, que era larga y le caía sobre los hombros. Su capa corta tenía unos bordados soberbios. Unos pesados tachones de hueso adornaban sus lóbulos y el labio inferior. El trabajo del artesano que los había tallado en forma de peces debía de haberle costado bastante dinero.
El hombre tenía el cuchillo de mi hijo. Sostenía la empuñadura con el pulgar y el índice de una mano y apoyaba la punta en la palma de la otra. Miré a Erguido mientras dejaba el cuenco en el suelo.
– ¿Dónde estoy? -pregunté con voz ronca-. ¿Quién es ese?
Escudo se acercó y me propinó un puntapié en el cuello. Me desplomé con un grito de dolor.
– ¡Estás aquí para responder a las preguntas, no para hacerlas! ¿Está claro?
Me senté de nuevo. Vi una pequeña mancha de sangre donde mi codo había golpeado contra el suelo.
– Ya me doy cuenta -murmuré.
– Soy Ozomatl -me informó el anciano-. Estás en mi casa, en mi distrito. ¡Espero que muestres un poco más de respeto! ¡Si has olvidado tus modales, estoy seguro de que Erguido y Escudo tendrán mucho gusto en ayudarte a recordarlos!
Ozomatl. Conocía su nombre, significa «Mono aullador». Incluso recordé que ya lo había visto, en casa de Bondadoso. Era el hombre al que se consideraba el líder de los comerciantes de Tlatelolco; el hombre cuya voz tenía más peso cuando había que decidir cuál de los comerciantes tendría el honor de comprar, preparar y sacrificar a un esclavo en la fiesta de la izada de los estandartes; también contaba con el favor del gobernador militar que regía su parte de la ciudad, y que presidía los consejos y los tribunales de su gremio. Los comerciantes, tanto por su riqueza como por la información que conseguían de todos los rincones del mundo, eran inmensamente poderosos; tanto que incluso hombres como mi amo y el emperador tenían que escucharlos. Mono Aullador era el más poderoso de los comerciantes.
Su mirada recorrió el arma que tenía entre los dedos cuan larga era, de la misma manera que otro hombre hubiese admirado a una bonita mujer. Nunca había pensado cuánto podía valer el cuchillo, porque siempre lo había visto como la única posesión de mi hijo. De pronto lo vi con los ojos de un comerciante. Era prácticamente imposible conseguir bronce en México. El cuchillo debía de valer una fortuna, y si había la menor probabilidad de que hubiese más bronce en el lugar de donde provenía aquella pieza, cualquier comerciante la aprovecharía en el acto. Me pasé la lengua por los labios resecos.
– ¿Quieres saber dónde conseguí el cuchillo? Tendrás que preguntárselo al hombre que…
Un terrible golpe en un costado de la cabeza hizo que me callara. Miré a Escudo, que me observaba con una expresión de furia y con la mano levantada para descargar otro golpe. Sin embargo, con el rabillo del ojo vi que el anciano se inclinaba hacia mí, como si estuviese ansioso por escuchar lo que tuviera que decir. No obstante, permaneció en silencio; quedaba claro eme prefería dejar que sus policías hablaran en su nombre.
– ¡Olvídate de dónde procede, maldito asesino! ¡Estás aquí para decirnos qué hiciste con él!
Miré a Mono Aullador, el líder de los comerciantes, y de nuevo a Escudo, por si tenía intención de golpearme una vez más.
– No sé de qué me hablas. Yo solo lo guardaba. ¿Asesino?
Repentinamente, la gravedad de sus palabras caló en mi mente, sacudiéndome como unas manos aferradas a mi garganta que me impidieran hablar.
– ¿Asesinar a quién? -conseguí balbucear; tragué convulsivamente para contener la arcada que tuve al imaginar el rostro de mi hijo, tendido en la letrina de Amantlan, entre charcos de orina y pilas de excrementos, rodeado por sus miembros descuartizados, con sus fuertes facciones hundidas, y su piel joven grisácea y sucia de mierda.
Al cabo de un instante, gemí de dolor; Escudo me había cogido una de las orejas y me la había retorcido hasta conseguir que girara la cabeza hacia él.
– ¡Te he dicho que no estás aquí para hacer preguntas! -gritó-. ¡Ahora deja de gimotear y contéstame! ¿Qué has hecho a Vago?
– ¡Para! -chillé. El dolor, el miedo y el enojo conmigo mismo me impidieron contenerme-. ¿Crees que mataría a mi propio hijo? ¿Que lo descuartizaría como a la víctima de un sacrificio? ¿Cómo puedes…? -Pero entonces, el nombre con el que se había referido al muerto caló en mi mente-. Espera un momento. ¿Qué has dicho? ¿Vago?
El alivio y la brusca desaparición de la tensión provocan extraños efectos. Sin más, el rostro salvaje y amenazador que tenía delante adoptó un aspecto cómico. Las profundas arrugas en la frente eran como las de cualquier otro viejo estreñido, acuclillado en la letrina. La fina abertura de la boca era como el dibujo de la infelicidad hecho por un niño, una línea recta con las comisuras hacia abajo. El gruñido amenazador en el fondo de la garganta era como el ruido de los retortijones en mi estómago cuando llevaba un par de días sin comer. Empecé a reír sin poder parar.
– ¿Vago? -Escudo continuaba retorciéndome la oreja, pero por alguna razón había dejado de dolerme-. ¿Te refieres al hermano de Flacucho? ¿Era él?
– Por supuesto que era él. ¿A quién creías que habías matado? -El fornido guerrero me echó la cabeza hacia atrás mientras se estremecía de furia-. ¿Crees que esto es divertido? ¡Pues yo te enseñaré lo divertido que es!
La mano que sujetaba mi oreja tiró fuertemente hacia arriba. Con un aullido de dolor, me vi obligado a levantarme.
El golpe estuvo perfectamente calculado. Lo vi venir cuando aún no había acabado de levantarme y estaba totalmente expuesto, sin poder erguirme del todo; además, al estar sujeto por la oreja tampoco podía dejarme caer y protegerme. Solo podía esperar y ver cómo el puño describía un breve arco que acabó en la boca de mi estómago.
Intenté gritar, pero lo único que se oyó fue algo parecido a un silbido agudo. Me incliné hacia delante mientras boqueaba en busca de aire e intentaba librarme de la mano queme retorcía la oreja para poder doblarme sobre mi estómago herido. Conseguí dar un par de pasos antes de que Escudo me soltara. Apartó la mano de mi oreja como si quemara y me miró mientras caía de bruces contra el suelo.
– ¿Necesitas oír algo más? -le preguntó al anciano-. Llevaba encima el cuchillo. Está manchado de sangre. Es evidente que lo utilizó para matar al hermano del plumajero y luego descuartizarlo. Volvió anoche al lugar donde cometió el crimen y lo pillamos, y ahora está aquí riéndose de ti.
Con grandes esfuerzos aparté el rostro del suelo para mirar al hombre rico y poderoso que me observaba desde su estera de junco.
– ¡No lo entiendes! -exclamé-. ¡Me dieron el cuchillo! ¡Bondadoso me dio el cuchillo! ¿Por qué no se lo preguntas, y de paso le preguntas dónde estuvo hace dos noches?
El viejo me miró con frialdad antes de responder.
– Lo hemos hecho. Sin duda en cuanto se despierte y se le pase la resaca nos contará todo lo que deseamos saber de ti. Espero que podamos darle a lo que diga toda la importancia que merece. -Por la manera en que recalcó «merece» interpreté que a su juicio lo que pudiera decir el taimado viejo pesaba tanto como un puñado de plumas de pavo-. Pero él no está aquí. Tú sí. Ya has oído a Escudo. El hermano de un plumajero está muerto. Los comerciantes y los plumajeros, al igual que sus respectivos distritos, Pochtlan y Amantlan, están unidos desde hace generaciones, y nos cuidamos los unos a los otros. Por lo tanto, tras capturarte con el arma que quizá mató a Vago y admitir que estabas allí la noche que se cometió el crimen, ¿cómo esperas que lo interpretemos?
– ¡Yo no lo maté! -declaré-. De acuerdo, admito que encontré el cuerpo, habría que ser ciego y sordo, además de no tener sentido del olfato, para no hacerlo. Y tengo este cuchillo porque Bondadoso me lo dio. ¡Esa es la única verdad!
Desde donde estaba, Erguido se inclinó para hablarme al oído en tono confidencial.
– Si es así, convéncelo. Piensa que estás ante un tribunal y él es el juez.
– ¡No podéis juzgarme! ¡Ni siquiera me encontraba en uno de vuestros distritos cuando estos dos me pillaron! -Escudo gruñó amenazadoramente-. Tampoco soy uno de los tuyos. No soy de Tlatelolco. Soy un tenochca. ¿Tenéis alguna idea de qué os ocurrirá si no dejáis que me vaya?
Por la expresión resabiada y astuta que vi en el rostro de Mono Aullador, me di cuenta de que acababa de cometer un grave error.
Al instante siguiente me encontré mirando al cielo, o mejor dicho, atisbándolo, porque tenía los ojos casi totalmente cerrados por el dolor que sentí cuando Escudo me cogió del pelo y tiró mi cabeza hacia atrás.
– ¡Vigila esa lengua o te la arrancaré, saco de mierda!
Me empujó la cabeza hacia delante hasta que volví a ver al jefe de los comerciantes.
– Gracias, Escudo -dijo el anciano con voz tranquila-. Por supuesto, puede que Bufón esté en lo cierto. No sabemos qué ocurriría si le hiciéramos algo, ¿verdad? Podría pedirte que le rajaras la garganta y echaras el cadáver al canal más cercano. También podría creer sus palabras, ordenarte que lo llevaras de vuelta a Tenochtitlan y lo entregaras al emperador o quizá al primer ministro.
Me sonrió con la sonrisa de una calavera, mientras observaba el efecto que sus palabras provocaban en mí. Intenté no mostrar mi terror, pero no sirvió de nada; noté cómo abría los ojos y la boca ante la amenaza de que me entregaran a mi amo. Era imposible que Mono Aullador supiera a quién pertenecía, pero obviamente había adivinado que era un esclavo fugitivo.
– Veo que no te parece una buena idea. En ese caso, lo mejor sería que nos ayudaras, ¿no crees?
– Te lo diré de otra forma -intervino Escudo-. Si no le dices la verdad, te arrancaré el cuero cabelludo.
No sabía qué hacer. ¿Qué podía decir para satisfacer a aquellos hombres, si además su jefe creía saber quién era y solo estaba jugando conmigo? Quizá podía fingir que era el esclavo de Bondadoso, y rogar para que el viejo borrachín lo confirmara. Sin duda, me dije, no se arriesgaría a dejarme en manos de unos hombres que podrían obligarme a hablar de una mercancía adquirida ilegalmente y que él me había pedido que buscara.
– Tendrías que decírselo, ¿sabes? -Rechiné los dientes al oír la voz de Erguido; sus amables consejos empezaban a enojarme, sobre todo teniendo en cuenta que deseaba despellejarme vivo tanto como su subordinado. Me pregunté cómo decidían cuál de ellos presionaba al sospechoso y cuál se mostraba amistoso. ¿Echaban una judía al aire para ver de qué lado caía o sencillamente se turnaban?-. Al final tendrás que decírselo igualmente.
Miré a Mono Aullador y tragué saliva mientras decidía qué le diría. Sería el nuevo esclavo de Bondadoso, así al menos tendrían que investigarlo; mientras tanto, inventaría otra historia, por si el viejo decidía no respaldarme.
– Yo…
– ¿Quieres saber quién es? ¡Yo te lo diré!
La voz sonó detrás de mí, desde la entrada de la casa de Mono Aullador, y resonó en el amplio espacio a mi alrededor tan fuerte y clara como una trompeta que anuncia el amanecer. La reconocí, pero no podía creerlo. Me volví y me apresuré a levantarme sobre una rodilla, a pesar del riesgo de que Escudo decidiera golpearme por haberme atrevido a levantarme sin su permiso; no pasó nada, porque estaba tan sorprendido por aquella aparición como yo, y como los otros dos. Nadie me prestó la menor atención mientras la miraban, titubeantes, cómo cruzaba el patio.
Azucena se había puesto las sandalias de junco. Los golpes que daban mientras ella se acercaba tenían la amenazadora solemnidad que busca el guerrero cuando golpea la lanza contra el escudo antes de la batalla. Debía de ser el único sonido que se oía, porque yo no respiraba, y estaba seguro que los demás tampoco.
Tenía un aspecto magnífico. Se había vestido con lo que seguramente eran sus mejores galas: una camisa larga sobre una falda a juego, de colores amarillo claro y lila con un dibujo en zigzag que imitaba el rayo; ambas prendas eran de algodón, en un claro desafío a todas las convenciones y leyes. De sus lóbulos colgaban unos pendientes de oro que bajaban hasta los hombros en resplandecientes cascadas salpicadas con el verde del jade o la esmeralda. Llevaba el pelo suelto, como correspondía al duelo por la muerte de su hijo, pero no lo había descuidado; se lo había cepillado hasta convertirlo en una soberbia melena negra y plateada que se movía al compás de sus pasos.
Mantenía la cabeza erguida. Sus ojos parecían captar el sol y brillaban peligrosamente mientras se dirigía hacia el líder de los comerciantes.
La mujer solo me miró de pasada. Recordé de pronto mi desnudez y me apresuré a taparme la entrepierna con las manos, pero ella ya miraba en otra dirección.
– Es mío -afirmó con voz tajante. Estaba delante de Mono Aullador con los brazos cruzados, tal como hacía un sacerdote en la Casa de las Lágrimas cuando se disponía a reñir a un novicio por olvidar las palabras de un himno-. Es uno de mis esclavos. ¿Qué está haciendo aquí?
Mono Aullador se levantó con dificultad. Me pareció divertido que, incluso erguido en toda su estatura, la parte superior de su cabeza apenas llegaba a la barbilla de Azucena.
– Está arrestado -respondió-. Estamos intentando decidir qué hacer con él. No nos ha dicho que tuviera algo que ver contigo.
– Si lo has dejado en manos de estos dos payasos -replicó Azucena vivamente, con una fugaz mirada a Erguido y Escudo-, no me sorprende. ¡Dudo que hayan conseguido que les diga su nombre!
– ¡Sí lo hemos conseguido! -protestó Escudo, pero una mirada despreciativa de la mujer bastó para hacerle callar.
Me maravillé ante la transformación de Azucena.
Cuando la vi a ella y a Mono Aullador en su casa, unos días atrás, Azucena había estado a su merced y se había visto obligada a escuchar una humillante arenga sobre la conducta de su hijo en un momento en que su familia era pobre y apenas podían arreglárselas. Ahora su hijo estaba muerto y había recuperado su riqueza. Resultaba difícil saber si la causa de aquella transformación era la confianza que le daba ser capaz de comerciar de nuevo o si creía que con la desaparición de su único hijo no tenía nada más que perder; de todas formas era obvio que ahora no estaba de humor para aceptar las tonterías de nadie.
– ¿Dónde están sus prendas? -preguntó. Sentí que mi rostro ardía cuando me dirigió otra de sus miradas desdeñosas-. ¿Dónde está su capa, el taparrabos?
– Señora, no eran más que unos andrajos… -tartamudeó Erguido.
– ¡Era de esperar después del trato que le habéis dado! ¡Vamos, dadle unos nuevos!
– ¡Espera un momento! -exclamó Mono Aullador-. Han matado a un hombre, y tenemos que investigarlo.
– No, no tienes que hacerlo -afirmó Azucena bruscamente-. Por lo que tengo entendido no lo encontraste en uno de nuestros distritos, sino en el vecino, en Amantlan. ¿Qué tiene eso que ver contigo?
– Llevaba este cuchillo.
Mono Aullador cometió el error de acercarle el arma; ella se la arrebató inmediatamente.
– Es mío -manifestó Azucena-. Así que era esto. Me lo pareció en cuanto tu mensajero apareció en mi casa y preguntó por mi padre. Supe qué pretendías en el momento en que mencionó el cuchillo. Creíste que habías encontrado la manera de conseguir bronce tarasco y no pudiste evitarlo. Siento desilusionarte. Este es el único que hay y es un recuerdo que pertenece a mi familia desde hace años. Ahora dime, ¿dónde están tus pruebas?
– ¿Pruebas? -La voz del comerciante se convirtió en un chillido de indignación-. Mis hombres encontraron a tu esclavo cerca del cuerpo…
– ¡No es verdad! El mensajero que fue a buscar a mi padre dijo que lo habíais arrestado esta mañana. Los restos del plumajero se los llevaron ayer. Además, ¿qué es eso de «tus» hombres? ¡Creía que trabajaban para el distrito!
– Pero el cuchillo… -tartamudeó Mono Aullador con desesperación-. ¡Estaba cubierto de sangre!
– ¡La nuestra! -replicó Azucena en el acto. Seguramente se había preparado la respuesta antes de llegar-. Siempre que sacrificamos nuestra sangre a Yacatecuhtli nos cortamos los lóbulos y las lenguas con este cuchillo. Es una tradición familiar. ¿Qué pasa, no lo sabías? Es así como le recordamos al dios el lugar donde conseguimos el cuchillo, de dónde vienen nuestra prosperidad y sus regalos.
– ¿Qué pasará si te creo? -Mono Aullador parecía realmente intrigado-. Si este hombre es de verdad tu esclavo y tiene algo que ver con el cuchillo, ¿qué pasará? ¿Cómo explicar lo que le ocurrió a Vago?
Azucena resopló burlonamente.
– ¡Su única relación con el cuchillo es que intentaba robarlo! -Entonces, cuando en los ojos del viejo comerciante brilló de nuevo la codicia, añadió sin miramientos-: Probablemente intentaba que alguien como tú le ofreciera un buen precio. Pero es mi esclavo y tengo todo el derecho de castigarlo. En cuanto al hermano del plumajero, lamento mucho su muerte pero no es mi problema. ¡Dejemos que sean los amantecas quienes encuentren a un verdadero sospechoso!
Dicho esto, volvió la espalda al jefe de los distritos de los comerciantes con altanero desdén; lo trató como si él fuese algún comerciante extranjero de mala reputación que le hubiese ofrecido un precio insultantemente bajo por sus pendientes. Luego pasó entre los silenciosos y asombrados policías y se detuvo delante de mí.
– ¡Vamos, levántate! ¡Tienes que darme muchas explicaciones y espero que sean convincentes!
La miré mientras con una mano todavía intentaba tapar sin éxito mis partes.
– No tengo nada para vestirme -respondí en tono lastimero.
No importaba que me hubiese visto desnudo. Ella ya lo había visto todo anteriormente, aunque su comportamiento entonces había sido muy distinto. No soportaba la idea de que me llevaran desnudo por las calles de Tlatelolco, inclinado, con la cabeza gacha para evitar las miradas de asombro de los demás aztecas.
Azucena miró a Escudo.
– ¡He pedido que alguien le trajera unas prendas! -ordenó a Escudo en un tono que no admitía réplica-. No necesito nada lujoso. ¡Vamos, ve a buscárselas antes de que me enfade!
Escudo se marchó, acobardado. Oí cómo rezongaba por lo bajo. Tardó muy poco en volver con un taparrabos y una capa. Eran prendas sencillas, pero mejores de las que usaba habitualmente.
Mientras me vestía oí unas pisadas; Mono Aullador había dejado la estera para ir junto a Azucena.
– ¿Qué pretendes hacer? -preguntó.
– ¡Llevarme a mi esclavo a casa y castigarlo!
– ¡Todavía no hemos acabado de interrogarlo!
– ¿Interrogarlo sobre qué? Ya te he dicho dónde consiguió el cuchillo y qué pensaba hacer con él. ¡Eso es algo que no tiene nada que ver contigo ni con nadie más!
– Pero el cadáver… Vago…
Sin hacerle caso, la mujer se inclinó hacia delante, me sujetó el brazo con una fuerza sorprendente y me obligó a levantarme.
– ¡Vamos, levántate! Ahora -añadió con otra mirada colérica al comerciante- me llevaré a mi propiedad a mi casa, a menos que alguien tenga la intención de impedírmelo.
Mono Aullador parecía desconcertado. Se encontraba en una situación difícil. Había pretendido arrancarme la verdad con la entusiasta ayuda de sus policías, pero la inesperada aparición de Azucena y su insistencia en que le pertenecía lo había cambiado todo. Yo estaba sorprendido, porque en el lugar de donde yo venía, en Tenochtitlan, la voz de una mujer, aunque podía ser ley en su hogar, no se habría hecho escuchar entre los hombres en ningún otro patio. No obstante, entre los comerciantes de Tlatelolco, las cosas funcionaban de otra forma. Las mujeres estaban a cargo de todos los negocios familiares mientras los hombres estaban en el extranjero; ellas decidían qué se llevaba al mercado y a qué precio se vendía, e incluso eran por derecho propio quienes regían los mercados. Si de verdad yo era el esclavo de Azucena, entonces el jefe de los comerciantes no tenía ninguna autoridad sobre mí, a menos de que tuviera pruebas irrefutables de que yo tenía alguna relación con el asesinato de Vago.
– De acuerdo -aceptó en tono amenazador-. Llévatelo. Pero si me entero de que le ven en Pochtlan, o en cualquiera de nuestros distritos, mandaré a Erguido y a Escudo que le machaquen los sesos, y tú también tendrás que responder por sus actos. No lo olvides, Azucena. Tenemos cuestiones pendientes. Puede que hayas recuperado la fortuna de tu familia, pero no he olvidado cómo tu hijo llevó la desgracia a sí mismo y a su gente. ¡Todavía pretendo llegar al fondo de este asunto!
– Oh, no te preocupes -replicó la mujer sin alterarse-. ¡Yo también!
Con otro tirón, nada gentil, me sacó del patio.
Azucena guardó un inquietante silencio mientras se dirigía con paso ágil y decidido hacia el canal y la canoa que la esperaba. Me sentía como un chiquillo al que han pillado robando higos chumbos en el mercado y que ahora su madre se lleva a casa para darle una paliza. -Azucena…
– ¡Cállate! ¡Sube a la canoa!
– Solo quería darte las gracias -dije humildemente.
– Te he dicho que subas a la canoa. -Se volvió hacia mí bruscamente-. ¡Guárdate tu gratitud! ¡No te he sacado de allí para hacerte un favor! ¡Por mí aquellas dos bestias podrían haber seguido apaleándote durante el resto del día! Ahora espero que me digas todo lo que quiero saber; si no lo haces, yo misma te llevaré de nuevo a casa de Mono Aullador y les diré que pueden seguir. ¡Quizá incluso me quede a verlo!
Sus manos tenían cogida la tela de la falda y la apretaban y retorcían de la misma manera que un cocinero aplasta las hojas de coriandro para sacarles todo el sabor. La miré a los ojos; parecían nublados de ira pero también brillaban, como si estuviesen llenos de lágrimas.
– Escucha, sé que no ha sido fácil…
Me pegó sin más; levantó la mano y me abofeteó en la mejilla con tanta fuerza que noté una sensación ardiente como si me hubiesen quemado.
La miré, boquiabierto; entonces noté el sabor salado de la sangre y me di cuenta de que la bofetada había hecho que me mordiera la lengua. Azucena no dijo nada pero miró significativamente hacia la canoa. Subí dócilmente y me senté delante del remero. Era Perdiz, el esclavo de Bondadoso que me había traído el cuchillo, pero no dio muestras de reconocerme.
– Ya sabes adonde debes ir -le dijo Azucena vivamente, mientras Perdiz apartaba la canoa de la orilla del canal-. En cuanto a ti -añadió-, ya puedes empezar a contarme la verdad. ¡Quiero saber qué le hiciste a mi hijo!
– León y yo te contamos lo que sucedió -respondí mansamente.
– ¡Mentira! ¡Tú lo mataste! Tú y esa bestia que tienes por hermano.
– ¿Cómo puedes decir eso? -Noté cómo la sangre desaparecía de mi rostro y se quedaba frío y entumecido, como si me hubieran arrojado un cántaro de agua helada. Si había adivinado la verdad no había forma de saber adonde nos conduciría.
Se inclinó hacia delante y me habló con una voz que parecía el siseo de una serpiente dispuesta a clavarme los colmillos en la mejilla.
– Sé qué hacía Luz Resplandeciente en aquella embarcación. Sé lo que él y Espabilado hacían. Ahora quiero saber por qué tú y tu hermano lo matasteis. Fue una venganza, ¿verdad? ¿Por lo que él y tu hijo hacían? ¿Lo odiabas por ello? ¿O quizá solo fuera por rencor, al ver que pasar unos pocos momentos contigo en una estera no me habían convertido para siempre en tu fiel esclava?
A Perdiz casi se le saltaron los ojos de las órbitas, pero mantuvo el rostro impasible y la mirada fija en el agua más allá de la proa. Inquieto, busqué la posición del sol y me di cuenta, con espanto, de que nos dirigíamos hacia el sur, hacia
Tenochtitlan, y no hacia la casa de Azucena en Pochtlan. Apreté los dedos sobre la borda de la canoa mientras pensaba que quizá tenía la intención de devolverme a mi amo.
Me pregunté cómo había adivinado la verdad. Aunque quizá había sido Bondadoso quien lo había descubierto de la misma misteriosa forma en que había deducido que Espabilado era mi hijo. Pensé en intentar escapar. Podía saltar por la borda y nadar hasta la orilla del canal, pero solo pensar en correr entre las casas perseguido por los insultos y burlas de Azucena, como si fuera una cucaracha que esquiva los escobazos de un ama de casa furiosa, me daba horror. Debía decir la verdad, pero cuando la miré a los ojos y vi en ellos el dolor -la piel enrojecida de los párpados, la telaraña de líneas rojas en el blanco de sus ojos y las profundas arrugas en las mejillas producto de las noches de llanto-, sentí más piedad que otra cosa.
– No fue por ninguna de esas razones -dije-. Fue en defensa propia. Nosotros, León y yo, queríamos que Luz Resplandeciente nos entregara la espada, pero intentó matarme. No pudimos hacer otra cosa. Podríamos haberte evitado la verdad…
– ¡Querías evitarle a tu hijo y a ti mismo tener que explicar qué hacía él en aquella embarcación!
– Sí, eso también -admití.
– ¿Quién lo mató? ¿Quién empuñaba la espada que le hundió el cráneo, tú o tu hermano?
– ¿Acaso importa? Azucena, tú sabes qué hizo Luz Resplandeciente. No me obligues a repetírtelo.
Asombrosamente, se echó a reír. Era una risa que nunca había oído antes: un sonido débil y amargo que parecía surgir desde el puente de su nariz, y que no tenía nada de divertido.
– ¿Repetírmelo? No es necesario. ¡Sé cómo era, pero era mi hijo! -La risa desapareció para dar paso a unas lágrimas ahogadas mientras se ocultaba el rostro con las manos; yo miraba desconsoladamente su cabeza agachada y los hombros que se sacudían. Por un momento creí que se lanzaría a mis brazos. Incluso levanté las manos, dispuesto a sujetarla, pero el orgullo y la ira eran demasiado fuertes para que lo hiciera. Por fin volvió a mirarme. Vi las palmas mojadas con las lágrimas cuando las apoyó en la falda-. Solo dime quién fue -susurró-. Necesito saberlo.
– León -contesté a mi pesar, porque ahora no parecía haber razón alguna para mentir-. ¡Pero, Azucena, en aquel momento Luz Resplandeciente me estaba estrangulando!
– ¡Sí, y qué le habíais hecho tú y tu hermano! Lo provocasteis para que lo hiciera, ¿no es así? ¿Qué le hiciste, incitarlo con tus astucias, solo porque habías conseguido averiguar lo que ocultaba?
– No fue así, Azucena. Estaba desesperado. Sabía que nunca le permitirían vivir. Mi amo estaba dispuesto a matarlo; habría ordenado que lo quemaran vivo. Sabes que es muy capaz de hacerlo. Luz Resplandeciente no solo había estafado al primer ministro, era un asesino, y él y Espabilado eran, bueno, tú ya sabes cuál es la pena por lo que hicieron. -Me resultaba difícil, incluso ahora, admitir el delito que mi hijo y su amante habían cometido. Comprendía, hasta donde podía hacerlo cualquier azteca, lo que los había impulsado a echarse en brazos el uno del otro, pero nada en mi crianza y educación me había preparado para pensar en esa ofensa contra los dioses de otro modo que no fuera con una sensación de asco.
Azucena rehuyó mi mirada. Miró a lo lejos por encima de mi hombro. Cuando me volví sentí que mi estómago se encogía; justo delante de nosotros, en la orilla del ancho y concurrido canal, estaba una de las columnas de piedra que marcaban el límite entre Tlatelolco y Tenochtitlan. Me estaban llevando a casa de mi amo. Me volví hacia la mujer.
– ¡Azucena, tienes que escucharme! -supliqué-. No quería que tu hijo muriera. ¡El deseaba la muerte y quería que yo lo acompañara! ¿No lo comprendes?
Mantuvo la cabeza erguida. Ahora sus ojos estaban secos y claros, y sus manos reposaban en los pliegues de la falda sin temblar.
– Lo comprendo -replicó, serena-. Tú y tu hermano matasteis a mi hijo.
– Sí… no, espera, ¿no has oído lo que he dicho? Me miró y esbozó una sonrisa.
– Ya he oído lo que quería de ti. Cualquier otra cosa que quieras decir, resérvala para tu amo.
La miré horrorizado.
– ¿Qué esperabas? -añadió fríamente-. Ya has oído lo que ha dicho Mono Aullador. Si te ven de nuevo en Tlatelolco habrá problemas. Te llevo con el señor Plumas Negras. Estoy segura de que estará encantado de saber qué has estado haciendo estos últimos dos días.
– ¡Me matará! -grité, pero inmediatamente me di cuenta de que en su actual estado mental efe poco me serviría, así que añadí-: Podría hablarle de tu hijo, de cómo lo estafó, de lo que él y Espabilado hicieron… -Mi voz se apagó cuando ambos comprendimos lo que estaba diciendo.
– ¿Le dirás lo que tu propio hijo le hizo? No lo creo. Ya no puede hacerle daño al mío. -Me miró-. Ya hemos llegado. Tenochtitlan. Será mejor que empieces a pensar en lo que le dirás a tu amo, esclavo.
Delante de nosotros, por encima de las casas y los edificios públicos que daban al canal, vi las enormes moles de las pirámides del Corazón del Mundo, recortadas contra el cielo. La más alta era la pirámide doble que pertenecía a Huitzilopochtli, el dios de la guerra, y a Tláloc, el dios de la lluvia. Me pregunté cuánto tiempo pasaría antes de que me arrastraran por los peldaños manchados de sangre de la cara occidental para que el sacerdote del fuego me abriera el pecho con su cuchillo de pedernal.
Eso si tenía suerte, me dije a mí mismo, mientras miraba con desesperación los rostros indiferentes de los hombres que remaban o empujaban con las pértigas sus embarcaciones por la gran vía de agua; nuestro remero también tenía dificultades para meterse en el intenso tráfico. Miré hacia la orilla por encima de la borda y calculé cuántas probabilidades tenía de llegar nadando hasta la libertad.
– ¿A qué estás esperando? -le preguntó Azucena a Perdiz, enfadada, como si hubiese leído mi pensamiento.
– Un hueco -respondió Perdiz con brusquedad-. ¡Muy bien, allá vamos!
Hundió el remo en el agua y nos movimos rápidamente hacia delante en una nube de espuma.
No alcanzaba a ver el espacio que había encontrado. Solo veía dos embarcaciones delante de nosotros que casi se tocaban. La primera era una grande y fea barcaza, hecha con un tronco entero. Se hundía mucho en el agua por el peso de un cargamento de tablones toscamente cortados. El remero, que sudaba la gota gorda para empujarla, solo llevaba un taparrabos. Inmediatamente detrás la seguía una embarcación muy distinta, pequeña y muy bien construida, con la madera tallada en una elegante curva a proa y a popa, perfectamente pulida y pintada de un color verde brillante. En medio llevaba una toldilla de algodón con plumas de loro y colibrí en los bordes y las esquinas. El hombre que empuñaba el remo iba mucho mejor vestido que la mayoría de los barqueros; llevaba una amplia capa corta, además del taparrabos de rigor. Impaciente, maldecía mientras buscaba la forma de adelantar a la pesada barcaza que tenía delante.
De pronto, tuvo otro motivo para maldecir, cuando la canoa de Azucena se cruzó en su camino.
– ¡Cuidado, maldito imbécil! ¿Adonde crees que vas? -le gritó a voz en cuello, al tiempo que hundía el remo en el agua y ciaba en un esfuerzo para frenar la canoa y evitar la colisión-. ¡La acaban de pintar!
La única respuesta que recibió fue un gruñido mientras Perdiz iniciaba el viraje para situar la canoa de Azucena en la línea. No pude evitar admirar su habilidad: había calculado perfectamente la maniobra para dejar un pequeño espacio entre nuestra embarcación, la barcaza que tenía a proa y la canoa del hombre rico a popa. Sin embargo, en sus cálculos no había incluido la presencia a bordo de un esclavo desesperado.
En cuanto la popa de la barcaza cruzó por delante de nuestra proa, salté, sin preocuparme del violento bamboleo que provocaría, y me dejé caer al tiempo que me sujetaba desesperadamente al costado de la otra embarcación. En el mismo movimiento empujé la canoa de Azucena con los dos pies con todas mis fuerzas. Funcionó. De pronto ya no virábamos para seguir al tráfico. El empujón anuló los esfuerzos de Perdiz y frenó la canoa durante un momento antes de que la embarcación que venía detrás la embistiera con tanta violencia que Azucena, Perdiz y el hombre rico cayeron por la borda.
Me aferré con las dos manos a la barcaza, que continuó su marcha sin que le afectara el caos que había detrás; casi me descoyunté los brazos al esquivar el naufragio.
Caí al agua; me sostenía con un solo brazo al costado de la barcaza. Durante unos instantes esta me arrastró y me las vi y me las deseé para mantener la cabeza fuera del agua y poder respirar; por fin conseguí sujetarme a la madera con la otra mano.
– ¡Acércame el remo para que pueda subir! -grité. El barquero me miró por encima de la borda. No pareció sorprenderle ver a un hombre colgado en la popa.
– ¿Por qué debo hacerlo?
– Te daré mi capa.
– Está empapada.
– Se secará. ¿Crees que conseguirás una oferta mejor?
Se lo pensó mientras hundía el remo en el agua para propulsar la embarcación y luego me acercó la pala.
– De acuerdo, pero ten cuidado. No vayas a estropear la capa.
El barquero me dejó en Copolco, en el lado oeste de la ciudad, desde donde era fácil llegar al paso elevado a tiempo para mezclarme con la multitud que cruzaba el lago de vuelta a sus hogares en Tlacopan, Popotla o cualquiera de las otras ciudades y pueblos que había en la costa. Mi capa se quedó cuidadosamente plegada y guardada en un lugar limpio y seco de la barcaza. Con el taparrabos mojado y sucio y el pelo desordenado, tenía el mismo aspecto que cualquier otro siervo, esclavo o jornalero que volvía a su casa.
Cuando llegué a la costa occidental del lago me sentí tentado de descansar, de buscar algún rincón tranquilo donde pudiera sentarme y disfrutar de la maravillosa noticia de que el cadáver que había encontrado no era el de mi hijo. Quería reír y llorar de alegría, pero no podía permitirme perder tiempo. Podía ser que los otomíes aún estuvieran en esta zona, intentando descubrir mi paradero, y estaba convencido de que si Espabilado seguía con vida me necesitaría, y por tanto debía reunirme con él lo antes posible. La única pista que tenía seguía siendo el atavío. La muerte de Vago no me facilitaba la tarea de encontrarlo, porque yo creía que estaba en su poder, pero debía intentarlo. Eso significaba regresar a México. En cualquier caso, mi hijo debía de estar en alguna parte de la ciudad. Estaba seguro de que había regresado para recuperar el cuchillo.
Tenía claro que él no valoraba el arma como tal sino porque era el último vínculo que le quedaba con su vida anterior, con la madre que nunca había conocido y con el hombre que lo había criado y protegido como una muestra de amor hacia ella. Intenté no pensar que él había matado a Vago, ya fuese para recuperar el cuchillo o por cualquier otro motivo, pero eso no cambiaba mucho las cosas.
Ahora el cuchillo estaba en poder de Azucena. Me pregunté qué haría Espabilado si lo descubría. ¿Intentaría arrebatárselo? Me estremecí al pensar lo fácil que sería para ella tenderle una trampa. La forma en que me había tratado dejaba muy claras sus ansias de venganza. Su hijo y su amante la habían engañado cruelmente, y parecía lógico que le achacara la culpa a mi chico.
Todo esto pasó por mi mente mientras cruzaba el paso; pero también había un problema práctico al que ahora me enfrentaba: no solo me amenazaba el peligro de mi amo y los otomíes, sino también el de la policía de por lo menos un distrito, por no mencionar a Azucena. Llegué a la conclusión de que para regresar a la ciudad necesitaría un disfraz, convertirme en un personaje que me resultara fácil y convincente. ¿Cuál podría ser?
Una sonrisa astuta apareció en mi rostro cuando di con la solución.
En cuanto llegué a tierra firme me aparté de la bulliciosa multitud y me dirigí a través de bosques y campos hacia las colinas bajas que bordeaban el valle, las estribaciones de las montañas envueltas por la bruma que separaban al mundo civilizado de los bárbaros del otro lado. Evité las terrazas cultivadas y las pocas casas que había, y subí al amparo de los árboles hasta llegar a una distancia suficientemente lejana de la orilla del lago; allí tenía la certeza de que nadie me reconocería. A partir de ahí ya no me preocupé demasiado; subí los muros que separaban las parcelas y avancé en línea recta a través de un campo sembrado con las flores que brotarían en primavera, crucé entre las gruesas hojas de los magueyes que bordeaban el campo y rodeé el bosque que había más arriba.
Pasado este encontré lo que estaba buscando. El terreno se elevaba hacia las montañas. Lo cruzaba un sendero abierto por el paso de muchas generaciones que iban desde el bosque, que se encontraba a un lado, hasta los cactus y la vegetación, al otro. Unos veinte pasos más adelante y en el centro mismo del sendero había una mancha: un gran círculo de ceniza de color gris oscuro que señalaba el lugar donde se habían encendido infinidad de hogueras en el transcurso de los años.
Respiré más tranquilo al saber que mi memoria no me había fallado y que había encontrado el lugar pese al tiempo que había transcurrido.
No creí que nadie lo utilizara ahora. De todos modos, tomé la precaución de recoger una rama caída de un fresno. La empuñé como si fuese un garrote mientras me acercaba en la media luz del atardecer, atento a cualquier posible aparición.
No vi a nadie, ni tampoco cuando me arrodillé y, después de dejar la rama en el suelo, cogí puñados de ceniza y me los froté vigorosamente por el rostro.
En cuanto estuve seguro de que mi piel se había teñido con el mismo color negro que la piel de un sacerdote, me senté en un tocón a unos pocos pasos del sendero y miré a mi alrededor.
Se acercaban unas nubes bajas que amenazaban con sumir el valle en la oscuridad. Las ramas por encima de mí y a mi alrededor eran vagas siluetas oscuras contra un cielo que no era mucho más claro, informes y amenazadoras como el recuerdo de una pesadilla. Muy pronto no habría nada de luz.
Algo aulló a lo lejos, un aullido largo y angustiado que se interrumpió con la misma brusquedad del grito de un hombre que cae en un precipicio. Mucho más cerca oí un rumor entre la hojarasca que no pude identificar; solo puede deducir que el animal debía de ser más grande que una musaraña y más pequeño que un jaguar.
Sabía que más tarde, después de que los sacerdotes hicieran sonar las caracolas de la medianoche en lo alto de los templos, un inconfundible sonido humano se levantaría de la gran ciudad dormida en el centro del valle y cruzaría el lago para llegar hasta donde me encontraba: el sonido del canto, cuando los chicos y los mozos de las Casas de los Jóvenes elevaban sus voces para demostrarles a nuestros vecinos y enemigos que los aztecas nunca dormían y siempre estaban alerta. Hasta ese momento, solo tenía la compañía de las criaturas de la noche: comadrejas, búhos, tejones, todos ellos monstruos a los ojos de un azteca, voceros de la muerte.
Me estremecí. Empezaba a refrescar. Las nubes que cubrían el cielo garantizaban que no helaría, cosa que agradecía, pero amenazaban lluvia, lo que resultaba casi más desagradable para un hombre en campo abierto y sin capa. Intenté calmarme. Como sacerdote me habían enseñado a desenvolverme en la oscuridad, a enfrentarme a los miedos que horrorizarían a casi todos los aztecas, y a vencerlos. Había luchado contra los espíritus de la noche mientras montaba guardia en estas mismas colinas, y había sobrevivido, orgulloso de saber que los había mantenido apartados de los hombres, mujeres y niños que dormían en el valle. Sabía que podía derrotarlos; además, eran esenciales para mi plan.
Esperé en el tocón hasta que se me durmieron las nalgas y la temperatura bajó tanto que ya ni siquiera podía castañetear los dientes. Perdí la noción del tiempo. Sin poder ver las estrellas, no tenía ni idea de cuánto faltaba para la medianoche. Me pregunté si no me habría quedado dormido y no habría oído las trompetas; podía ser que en la oscuridad mis ojos se hubiesen cerrado involuntariamente durante unos minutos o quizá muchísimo más tiempo sin que me diera cuenta.
Me erguí bruscamente y desapareció cualquier rastro de sueño. Había un sonido nuevo entre los susurros, crujidos y movimientos en el bosque. Moví la cabeza a un lado y a otro, con el oído atento a lo que estaba seguro que había oído, y que podía escuchar de nuevo. Había acabado la espera.
Algo se movía hacia mí. Era grande, y avanzaba de forma más decidida y menos furtiva que un animal que buscara una presa. Mientras escuchaba el firme y cauteloso avance, que hacía pausas y volvía a emprender su camino, supe que mi plan podía dar el fruto esperado. Lo que oía era un sacerdote que hacía su ronda por las colinas, alrededor de la ciudad, recorriendo un camino que conocía hasta el punto de no perderse en la oscuridad. No tardaría mucho en detenerse para hacer una ofrenda a los dioses. Quemaría algunos juncos y perfumaría el aire con resina de nopal.
Caminé lentamente por el sendero detrás del sacerdote y me detuve a unos pocos pasos del lugar donde dejaría los juncos y sacaría la varilla para encender el fuego: el círculo de cenizas que había encontrado antes del anochecer. Me encontraba lo bastante cerca para oír el roce de la varilla que hacía girar rápidamente para conseguir las primeras chispas. Empuñé la rama que había cogido para defenderme.
Bruscamente, los juncos empezaron a arder y se elevaron unas llamas anaranjadas; su brillo me pareció cegador después de haber pasado tanto tiempo en la oscuridad; los chisporroteos del fuego resonaron en mis oídos.
Me volví para librarme de las fantasmales manchas verdes que se movían delante de mis ojos. Luego me obligué a volver a mirar la hoguera con los ojos entrecerrados; sabía que los juncos ardían muy rápido y solo dispondría de unos momentos para llevar adelante mi plan.
Podía ver al sacerdote con toda claridad, o al menos su silueta, un bulto oscuro inclinado ante el fuego.
Avancé lentamente y pisé una espina enorme.
Solté un aullido. Empecé a dar alaridos y a saltar de dolor sobre el pie bueno mientras lanzaba golpes a diestro y siniestro con el improvisado garrote.
El sacerdote se levantó de un salto con un grito de alarma. Se volvió, con el incensario por delante, y me echó una nube de humo dulzón y asfixiante.
– ¿Quién eres? -gritó. Su voz temblaba pero era un hombre valiente y dispuesto a defenderse-. ¿Qué eres? ¿Un hombre, un demonio, un espíritu o un dios?
No podía ver su rostro porque tenía la hoguera detrás. Confié en que no viera el mío, aunque con los saltos que seguía dando no podía ser más que una mancha.
– ¡Soy Ehecatl! -respondí-. ¡El Señor del Viento Nocturno! -Dejé de saltar y apoyé los dedos del pie herido en el suelo. Avance un paso y me metí en la nube de incienso. De pronto, a todos mis problemas se añadieron las ganas de estornudar.
– ¿Mi señor? -La voz del sacerdote era la de un joven aterrorizado pero decidido a demostrar su valor. Sentí una pizca de remordimiento por lo que iba a hacer. Me pareció estar oyéndome a mí mismo veinte años atrás, y me pregunté a qué ser debía de imaginar él que se enfrentaba: un dios, el alma de un mago en una noche de correrías, o quizá solo un hombre, lo bastante desesperado como para estar aquí solo y con idéntico miedo.
– ¡De rodillas! -rugí al tiempo que avanzaba.
No hizo caso de mi orden y de nuevo movió el incensario para envolverme en más nubes de humo perfumado. Ahora el deseo de estornudar era insoportable y tuve que taparme la nariz y la boca con la mano libre mientras descargaba un golpe con la rama que le arrancó el incensario de la mano y lo hizo volar por los aires.
El resultado fue impresionante. El sacerdote gritó, y un instante después vi con satisfacción que se arrojaba de bruces al suelo y adoptaba la postura de un guerrero vencido que permite que su enemigo le sujete el pelo en el gesto ritual de victoria y lo lleve hacia donde van todos los vencidos: al camino que conduce a los templos de México y a la muerte a manos del sacerdote del fuego.
Su pelo, grasiento como el de casi todos los sacerdotes, porque no se les permitía lavárselo durante los ayunos, resplandeció con la luz de la hoguera. Me alegré de que fuera abundante, ya que evitaría un daño mayor y me facilitaría el trabajo posterior.
Descargué el golpe contra su cabeza con la fuerza suficiente para partir la rama y hacerme daño en el brazo.
Mi víctima se desplomó silenciosamente en el sendero.
Esperé, sin acabar de creer que hubiese funcionado, pero permaneció inmóvil a mis pies el tiempo suficiente para convencerme. Entonces, con un largo y sonoro gemido, me desplomé a su lado.
Me quedé sentado junto al sacerdote inconsciente durante un rato para disfrutar del calor de su hoguera, pero cuando comenzó a disminuir pensé que si no me ocupaba de recoger un poco de leña no tardaría en apagarse.
En el momento en que intenté levantarme el pinchazo me recordó la espina en el pie. De nuevo empecé a dar saltos y a chillar hasta que acabé en el suelo. Me senté torpemente, y rechiné los dientes mientras me la sacaba delicadamente de la carne tierna. La acerqué al fuego, vi lo que era y solté una exclamación. Era una larga y afilada espina de maguey. Sin duda se le había caído a mi compañero dormido. Para él era una herramienta esencial, dado que se empleaba para las sangrías, para ofrecer al dios la preciosa agua de la vida, algo que formaba parte de la rutina de un sacerdote como dormir y comer. Sentí cierta envidia por aquella figura tumbada junto a la hoguera; luego tuve remordimientos e incliné la cabeza para escuchar su respiración y asegurarme de que era suave y regular. En otro tiempo había sido como él.
Me levanté de nuevo para recoger leña y colocarla ordenadamente sobre los rescoldos de los juncos. Poco a poco las llamas reaparecieron; pronto, su crepitar se convirtió en el sonido más apaciguado y firme de un fuego bien hecho. Calculé que ardería hasta la mañana, o casi; en cualquier caso, duraría lo suficiente para mantener a raya a los coyotes y al frío. Me volví hacia el sacerdote caído.
– Ahora -dije, mientras le quitaba las prendas-, quiero que entiendas que hay una buena razón para esto. -Era mentira. Cuanto menos comprendiera, mejor-. Después de todo -añadí con cierto desagrado cuando le quité el taparrabos-, tampoco te servirá de nada quejarte. Tus amigos solo creerán que has estado comiendo hongos sagrados.
Afortunadamente la única respuesta fue un gran ronquido.
Me quité mi taparrabos y a continuación, llevado por un impulso, se lo puse al sacerdote para que al menos no estuviese peor vestido de lo que yo había estado. No es fácil vestir a un cuerpo inerte y me llevó más tiempo de lo calculado, pero después de haber estado yo mismo desnudo no me pareció justo que regresara a la ciudad con el rostro rojo de vergüenza y las manos sobre sus partes íntimas. Bastantes problemas tendría para dar una explicación coherente tal como estaban las cosas.
En cuanto acabé de vestirme con sus prendas, colgarme alrededor del cuello su bolsa de tabaco y atar las puntas de la capa negra sobre mi hombro derecho, miré de nuevo a mi alrededor y luego al ciclo entre las aberturas del follaje. Seguía sin tener ni idea de cuánto faltaba para el amanecer y para que reanudaran la cacería de mi hijo. Nada me hubiese apetecido más que arrebujarme en la capa del sacerdote y echarme a dormir junto al delicioso calor de la hoguera, pero no podía arriesgarme a perder el tiempo ni a que el hombre al que había tumbado de un garrotazo se despertara.
Miré mi aspecto. La piel del rostro me picaba debajo de la capa de ceniza. La capa me cubría como una nube negra. Repentinamente, por primera vez en muchos años, sentí que pertenecía a la oscuridad, a los lugares secretos en las alturas que frecuentaban los sacerdotes, a las colinas durante la noche y a las habitaciones sin luz en el fondo de los templos.
Faltaba algo.
Tarde un momento en descubrir qué era, pero finalmente lo supe; aun la sentía contra la palma. Abrí la mano y la vi allí: la espina de maguey que me había clavado en el pie y que ahora resplandecía con la luz de la hoguera, empapada con mi sangre.
Entonces supe qué debía hacer; era lo correcto, no solamente para completar mi disfraz, sino para honrar al dios al que el sacerdote había estado dispuesto a ofrecer su sangre. Sin vacilar me clavé la espina primero en un lóbulo y después en el otro, y la retorcí hasta que noté el calor de mi sangre que chorreaba por mi barbilla.
El dolor era insignificante y no podía compararse con lo que sentí después: una curiosa satisfacción, como si hubiese quedado en paz con el hombre que fui una vez. Mientras miraba la espina sanguinolenta en mi palma, comprendí el sentimiento y lo disfruté. Durante una mañana, quizá durante todo un día, volvería a ser un sacerdote, un hombre dedicado a los dioses; mi posición entre los aztecas estaba asegurada, reconocida, respetada; es más, cualquiera que encontrara en mi camino me miraría con miedo.
Sostuve la espina entre el pulgar y el índice y observé cómo resplandecía con el fuego. No sabía si el hombre tendido a mis pies había hecho la ofrenda. Sí sabía que su deber era conservar la espina para devolverla a la Casa de los Sacerdotes, donde, junto con otras muchas, la clavarían en una bola de paja para después guardarla con reverencia en una urna de piedra. Esto ahora ya no ocurriría, pero hice todo lo que pude: miré el cielo absolutamente negro, hacia los trece firmamentos, y recé al dios que conocía mejor, al que me habían consagrado desde el nacimiento.
– Oh, Tezcatlipoca -susurré-. Oh, Señor, fui tu siervo en una ocasión. Ahora lo soy de nuevo… por poco tiempo. Sé que puedes aplastarme como a una cucaracha sin pensártelo dos veces. Solo te pido que lo dejes para mañana, ¿de acuerdo? Hoy soy tuyo. Te he dado mi sangre. Ahora no me abandones.
Oí cómo flaqueaba mi voz. Sabía que nada le gustaba más al dios al que le rezaba que dejar a la gente en la estacada.
Agité la espina más o menos en dirección al este, para verter un par de gotas de sangre hacia el sol, ante la suposición de que no tardaría en aparecer, y luego la arrojé al fuego. Volví a fijarme por un momento en el hombre tumbado junto a la hoguera y de nuevo dirigí mi mirada al cielo.
– Ah, y también intercede ante el dios al que sirve este pobre hombre. Gracias.
No podía hacer nada más por mi víctima. Lo dejé y emprendí el camino cuesta abajo, de regreso a la ciudad.
Apenas había dado algunos pasos cuando comencé a sentirme mucho menos caritativo con el involuntario donante de mi disfraz. En el momento en que avisté el lago y el inconfundible panorama de mi ciudad natal, con las hogueras encendidas en las cumbres de los innumerables templos y sus reflejos que teñían la superficie del agua de un color rojizo, lo maldecía de todo corazón.
– ¡Maldito seas, cabronazo! -mascullé mientras me rascaba con furia la entrepierna por debajo del taparrabos-. ¡Hijo de mala madre! ¡Ojalá los coyotes se coman tus pelotas!
El sacerdote estaba en su período de ayuno. No sabía desde cuándo no se bañaba, pero sin ninguna duda debían de ser semanas. Hubiese jurado que algunas de las ladillas debían de tener el tamaño de judías, y que evidentemente disfrutaban con el cambio de dieta.
Cada vez me atraía más la idea de desistir de hacerme pasar por un sacerdote, quitarme las prendas robadas y lanzarme desnudo al lago, pero me contuve, apreté las mandíbulas y me dije que me habían enseñado a soportar cosas peores.
En lugar de darme el baño que tanto ansiaba, me senté ante mi ciudad y esperé a que se iluminara el cielo y que el sol se elevara por encima de los campos, los templos, las casas y las montañas de más allá.