38753.fb2 La sombra de los dioses - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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CINCO PERRO

1

Regresé a la ciudad y me confundí con la multitud que atravesaba el paso elevado para ir a los campos y a los mercados de México. Esta vez no tenía por qué procurar hacerme invisible entre la muchedumbre; no era necesario. Caminaba en el centro de un espacio respetable, seguro de que cualquiera que me mirara solo vería el hollín en mi rostro, la sangre seca en la barbilla y la mugrienta capa negra. Poca gente en el valle se atrevería a mirarme a los ojos o a preguntar abiertamente por qué un sacerdote iba camino de la ciudad con todos los demás a esa hora de la mañana.

Era una sensación embriagadora. Mientras caminaba entre la multitud, que se apartaba presurosa a mi alrededor, mantenía la cabeza gacha para ocultar la incongruente sonrisa que amenazaba con aparecer en mi rostro. Murmuraba para mí mismo, no porque quisiera que la gente creyera que me estaba comunicando privadamente con un dios o ensayando un himno, sino para no echarme a reír. No podía ser más feliz. Parecían haber desaparecido todos los años transcurridos desde que me habían expulsado de la Casa de los Sacerdotes. Tenía la sensación de que regresaba a mi hogar; es más, me pareció, solo por unos momentos, que nunca me había marchado.

Cuando puse el pie en suelo mexicano, con el lago y los campos que lo rodeaban a mi espalda y la gente que se dispersaba para ir cada uno a atender sus asuntos, pensé que, por impresionante que fuese mi disfraz, no podía cambiar el hecho de que estaba agotado, hambriento y que no tenía ninguna idea de qué haría después…

Llegué a una pequeña plaza con una baja y rechoncha pirámide en el extremo más apartado. Con su docena de escalones y un único santuario, un chamizo en la cumbre que apenas tenía altura para que un hombre pudiera estar allí de pie, podía perfectamente haber sido una miniatura de cualquiera de las grandes construcciones que se elevaban en el Corazón del Mundo. Sin embargo, era muy probable que este modesto monumento fuese mucho más antiguo que cualquiera de aquellos, has grandes pirámides que dominaban la ciudad y se veían recortadas contra el cielo desde el otro lado del valle habían sido construidas muchas veces; cada vez un poco más altas que la anterior. Sin embargo, la construcción original seguramente había sido tan humilde como la que veía ahora, con un solitario y rajado brasero delante del santuario y un único sacerdote con una caracola grande como su cabeza detrás, que me miraba fijamente a través del humo.

Ver cómo habían sido en un principio los grandes monumentos que habíamos construido para estar más cerca de nuestros dioses fue otro recordatorio de lo mucho que había progresado mi gente en los pocos años transcurridos desde su llegada a esta isla.

También me dio una idea.

Me alejé deprisa, antes de que se me acercara el sacerdote y me preguntara por qué estaba llenando su parroquia de ladillas, y obligué a mis pies cansados a que me llevaran de regreso a Amantlan.

No tardé mucho en encontrarme en un lugar conocido: en el lado del canal que separaba Amantlan, el distrito de los plumajeros, del de los comerciantes en Pochtlan. A medida que me acercaba al puente donde había visto a alguien vestido como un dios y la letrina donde había encontrado el cuerpo de Vago, aminoré el paso; andaba erguido y con la mirada al frente, aunque lo que deseaba en realidad era escabullirme rápidamente con la esperanza de que nadie me viera. A pesar del disfraz, me sentía terriblemente vulnerable. Los caminos paralelos al canal estaban muy concurridos, pero nadie pareció prestarme atención y tampoco había guerreros a la vista.

Apenas alcanzaba a ver el templo del distrito, cuya pirámide asomaba por encima de los techos de las casas más cercanas. Observé que había un estrecho sendero que iba en aquella dirección, y me dirigí hacia allí, después de una rápida mirada de precaución por encima del hombro. Entonces vi a mi hijo.

Solo alcancé a atisbarlo durante un momento entre la multitud en la orilla opuesta del canal. De no haber sido porque llevaba buscándolo tres días quizá no lo hubiese reconocido, porque la muchedumbre lo engulló inmediatamente. Su tez era más clara de lo que había esperado, pero no tenía ninguna duda.

– ¡Espa…! -Estuve a punto de echar a correr hacia el puente, pero me detuve a tiempo, y ahogué el grito antes de que alguien pudiera preguntarse cuál era el motivo para que un sacerdote perdiera la compostura. Caminé lo más rápido que me atreví. La multitud me abrió paso, como muestra de respeto a lo que creían que yo era, pero el puente estaba abarrotado, y cuando llegue a Pochtlan, Espabilado había desaparecido.

Desperdicié media mañana buscándolo por las calles y los canales del distrito de los comerciantes. Al final acabé en el punto de partida, junto al canal, apoyado en una pared para recuperar el aliento y con los ojos cerrados con fuerza para contener las lágrimas de decepción.

Cuando los abrí de nuevo, lo primero que vi, al otro lado del canal, fue la cumbre de la pirámide de Amantlan.

No quería marcharme de Pochtlan, ahora que sabía que Espabilado rondaba por allí, pero decidí que lo mejor era continuar con el plan original.

La pirámide del distrito de los plumajeros no era mucho más alta que la otra que había visto a primera hora de la mañana. En cambio, era mucho más opulenta. El santuario era una casa pequeña muy bien construida y los escalones que conducían hasta la cumbre estaban pulidos, con los bordes bien cortados y limpios. Todo se veía limpio y bien cuidado.

Más o menos en mitad de la escalera un joven acólito se afanaba con la escoba, empeñado en barrer un polvo imaginario. Su rostro, como el mío, estaba tiznado de hollín y tenía regueros de sangre, parte de la cual aún goteaba sobre los escalones a sus pies y estropeaba su trabajo. Mientras observaba cómo bajaba la escalera, siempre hacia atrás para no darle la espalda al dios en la cumbre, me pregunté si estaría destinado al sacerdocio o si era el hijo de un plumajero, enviado con los sacerdotes para aprender el arte y el significado de las figuras que haría, como sería el caso dentro de poco del sobrino de Furioso.

Por encima del muchacho, delante del santuario, había un gran brasero de cerámica, un recipiente redondo, de la mitad de la estatura de un hombre, con el rostro de un dios en el frente, pintado con colores resplandecientes. Había visto ese rostro anteriormente, en uno de los nichos de la casa de Flacucho. Ahora, representado por primera vez en una imagen mayor a la real de Coyotl Inahual, vi claramente cuál era su aspecto, con sus afiladas facciones caninas y las plumas, la aguja y la paleta de hueso para untar la cola en las manos. El artista había sabido dar vida a sus facciones. Solo le faltaba un hilo de baba en las fauces para que fuese más real.

Comencé a subir los escalones. Noté el frío de la superficie pulida en mis pies desnudos. El joven que los barría no pareció darse cuenta de mi presencia hasta que llegué a su lado. Carraspeé sonoramente; él dio un respingo y soltó la escoba, asustado.

– Esto de barrer nunca se acaba, ¿verdad? -comenté.

– ¿Qui… qui… quién eres? -tartamudeó mientras se agachaba para recoger la escoba con una mirada de recelo.

– Solo un visitante. Un colega. -Me acomodé la capa y resistí el violento impulso de rascarme. Señalé hacia la cumbre de la pirámide-. ¿Puedo?

– Eees… -El muchacho miró nerviosamente la plaza que teníamos debajo. Había un par de personas, pero sospeché que él deseaba ver al sacerdote del distrito, y no había ni rastro del hombre-. Supongo que no pasará nada. Siempre y cuando no entres en el santuario.

– De ninguna manera. -Mientras acababa de subir la escalera, le pregunté por encima del hombro-: ¿Cómo te llamas?

– El… Elmimiquini -respondió.

– Eres hijo de un plumajero, ¿verdad? -Era una suposición lógica. Resultaba difícil imaginar que aceptaran para el sacerdocio a alguien con un nombre que significaba «Tartamudo».

– Sí. -Habíamos llegado a la cumbre y por unos momentos permanecimos en silencio, mientras observaba el distrito.

Amantlan y los distritos vecinos se extendían a nuestros pies. La fuerte luz del mediodía resaltaba los resplandecientes cubos blancos de las casas, las manchas oscuras de los techos de junco y en el centro los pozos negros de los patios. Los canales eran líneas rectas que separaban los distritos como el hilo de algodón que se utilizaba para cortar en porciones las tortas de maíz. Veía con toda claridad la vía de agua que separaba Amantlan de Pochtlan, y el puente que la cruzaba. Imaginé que veía la casa de Furioso, y la de Bondadoso, un poco más allá, en el lado más lejano del canal, metida entre árboles, techos y pequeñas plazas.

Por encima de todo ello, y también de nosotros, tan alta y sólida que parecía que pudiésemos tocarla, se alzaba la gran pirámide de Tlatelolco. Desde aquí, donde las casas no me obstaculizaban la visión, parecía más grande e imponente que nunca, con los dos templos en la cumbre, los de Huitzilopochtli y Tezcatlipoca, a tanta altura que quedaban ocultos entre las nubes bajas.

– ¿Qué quieres? -El muchacho sujetó la escoba con fuerza, como si tuviese miedo de que fuera a arrebatársela.

– Tal como te he dicho, solo estoy de visita -respondía vagamente. Si conseguía echarle cara, me dije, y lograba que Tartamudo creyera que era alguien importante, quizá un guardián de los dioses, un supervisor de la Casa de las Lágrimas, una figura temible para un chico que estaba sometido a la disciplina de los sacerdotes, tal vez me diría algo. Hasta ahora mi disfraz parecía funcionar, y estaba consiguiendo dominar el terror a que me descubrieran-. Sin duda desde aquí arriba ves todo lo que ocurre en el distrito.

Para mi gran asombro, el muchacho se echó a reír.

– ¡Ah, ya veo qué pretendes conseguir! ¡Quieres que te hable de la visión!

Lo miré como un tonto durante unos momentos. Luego recordé que era yo quien debía intimidarlo. Lo miré con la expresión más severa de que fui capaz.

– Escúchame, jovencito…

– Tú… tú quieres que te diga si he visto alguna cosa, ¿no es así? Pero harás lo mismo que todos los demás, tú… tú… tú no me cree… creerás.

– ¿Los demás? -repetí, para tener tiempo de pensar.

– No tienes ni idea de los tipos que han pasado por aquí en estos últimos dos días. Hechiceros, adivinos, timadores, todos dispuestos a enterarse de algún gran presagio que pudieran aprovechar. Ayer mismo apareció un grupo que tenía muy mala pinta. Eran guerreros, y su jefe tenía el aspecto de ser alguien terriblemente cruel. Un otomí muy alto con un solo ojo. Tenía un aspecto horrible, pero aunque no te lo creas sentí mucha más pena por el hombre que lo había dejado tuerto… ¿Te pasa algo?

Seguramente me había estremecido. Quizá también había empalidecido, pero no era probable que él lo hubiese visto debajo de la capa de hollín.

– Sí, estoy bien -me apresuré a responder.

– Ahora que recuerdo, parecían tener mucho más interés por un esclavo prófugo que por el dios. También han venido otros muchos. Hemos tenido a nobles con sus damas paseando por allá abajo, mientras hacían que sus esclavos se arrastraran por el suelo como si buscaran plumas o escamas, o lo que fuera que esperaban que la Serpiente Emplumada hubiese dejado como prueba de su paso. También aparecieron por aquí algunos chicos de la Casa de los Jóvenes que querían demostrar su valentía, pero montaron tal escándalo que hubiesen asustado incluso a un dios.

»La policía del distrito seguramente está harta de verlos, porque ahora han colocado centinelas. Vi cómo un par de ellos en el otro lado -evidentemente se refería a Pochtlan- pillaban anteanoche a un borracho. ¡Lo metieron de cabeza en el agua para que se le pasara la borrachera antes de llevarlo a su casa!

Intenté no demostrar mi vergüenza mientras él reía recordando aquella escena. Luego me miró con las comisuras de los labios hacia abajo, como si estuviera decepcionado.

– Todos quieren saber si he visto a Quetzalcoatl, por supuesto, pero cuando les cuento lo que vi, no me escuchan. No es lo que quieren oír.

Cambié la idea que me había hecho del muchacho. Me pareció que no me tenía miedo, pero que obviamente estaba muy seguro de la importancia de su relato y deseaba compartirlo.

– Pues yo estoy dispuesto a escucharte -afirmé-. Viste a Quetzalcoatl…

– ¡No! -gimió-. ¡Eso es lo que no vi! -Ante mi expresión de desconcierto añadió en tono paciente-: Escucha, tenías razón. Desde aquí arriba lo ves todo. Incluso de noche puedes ver mucho, y los sonidos también llegan con mucha claridad. -Señaló el canal y el puente que yo conocía a la perfección-. Estoy aquí todas las noches. Así son las cosas aquí; los sacerdotes nos ordenan que montemos guardia mientras ellos duermen a pierna suelta.

»Así que la noche en la que todos dicen que vieron al dios, yo estaba aquí, y lo presencié todo. Lo vi corriendo, mejor dicho tambaleándose, por la orilla del canal que corresponde a Pochtlan, y luego cruzar el puente. Después lo perdí de vista. Dos noches más tarde, el Dos Ciervo…

– Espera. ¡Me has dicho que no habías visto al dios!

– ¡Vi lo mismo que todos los demás! Durante un par de días me tuvo engañado. Pero entonces reapareció.

De pronto sentí como si la sangre se me hubiese helado en las venas. Dos Ciervo era la noche que me había cruzado con Quetzalcoatl, o al menos eso había creído.

– Continúa -susurré.

– Esta vez llegó en una canoa. Mejor dicho, llegaron, porque eran dos.

– ¿Dos dioses?

– ¡No eran dioses! ¡Las personas que vi eran de carne y hueso! Uno de ellos llevaba un traje. Fue el primero en saltar de la canoa y comenzó a correr de un extremo al otro del puente con la intención de asustar a cualquiera que se acercara. El otro descargó algo pesado de la embarcación, y después metió la canoa debajo del puente, para ocultarla. El tipo del disfraz continuó dando saltos mientras su amigo arrastraba lo que fuese que habían traído hasta la letrina. Bueno, todo el mundo sabe qué era. El cadáver del hermano del plumajero.

– Me lo comentaron -admití. -El que estaba detrás del tabique se quedó allí mucho tiempo. No vi qué hacía, aunque seguramente estaría descuartizando el cadáver. Mientras tanto, el que iba vestido como un dios seguía a lo suyo, pero no apareció nadie hasta el final, cuando su amigo ya estaba de nuevo en la canoa. Fue entonces cuando alguien entró en el puente. Quizá quería utilizar la letrina, pero vio al hombre con el disfraz y se cayó al agua del susto. Cuando consiguió encaramarse al puente, el otro ya estaba en la embarcación. -Sonrió al recordar la escena-. El pobre tipo comenzó a correr como una paloma sin cabeza, con la intención de buscar al dios, pero en ningún momento se le ocurrió mirar en el canal.

Quise abofetearme por mi estupidez. La canoa no se veía desde el puente, pero recordé que el chapoteo del agua había sonado muy fuerte. Seguramente era el ruido que hacía contra la embarcación.

– ¿Pudiste identificar a alguna de aquellas personas?

– Estaba demasiado oscuro, se encontraban demasiado lejos, y uno de ellos llevaba un disfraz. -De pronto el muchacho mostró una expresión de enfado-. ¿Si… si… hubiese sabido quiénes eran… eran esos tipos, crees que no lo habría dicho?

– ¿Conocías a Vago? -pregunté amablemente.

– A mí no me importa Vago. Todo el mundo dice que era un inútil. Pero hay alguien que lleva el atavío de un dios; lo trata como si fuese un taparrabos y no le importa profanarlo. Ya sabes lo que eso significa. Nos lo enseñaron en la Casa de las Lágrimas. No es solo un atavío. Es poderoso. Es como un ídolo. Hay que tratarlo con cuidado, rezarle. Es lo que no dejo de repetirle a la gente. Todos quieren creer que es un presagio, pero es algo mucho peor. Utilizar el atavío de esa manera solo servirá para que los dioses descarguen su ira sobre la ciudad. Nos podrían ma… matar a todos.

Abrí la boca para responderle, pero antes de que pudiese hacerlo, el ruido de unas pisadas a mi espalda me avisó de que ya no estábamos solos.

El sacerdote del distrito de Amantlan era un tipo curioso. Los hombres que conocí cuando estaba al servicio de los dioses, los hombres que vivían bajo la atenta mirada de los sumos sacerdotes en los grandes templos del Corazón del Mundo y daban ejemplo de mortificación y renuncia a sus estudiantes, eran esqueléticos y sombríos, como si pertenecieran más al otro mundo que a este. Las preocupaciones de este hombre estaban claramente con los vivos. La piel, debajo de la capa de hollín, era suave y no olía. Era obvio que pasaba el menor tiempo posible expuesto a las privaciones de la Casa de las Lágrimas, donde reinaban la miseria, el hedor de los cuerpos sucios y una disciplina implacable.

Tragué saliva, por un momento no supe qué decir, pero el recién llegado no se encaró conmigo sino con su joven acólito.

– ¡Tartamudo! -dijo-. No habrás estado de nuevo contando todas esas mentiras, ¿verdad?

El muchacho bajó la cabeza. El sacerdote exhaló un suspiro.

– Se le han metido no sé qué historias en la cabeza sobre nuestra visión -me comentó-. La gente acude aquí, dispuesta a que le hablen de Quetzalcoatl, y lo único que oyen son pamplinas sobre un hombre con un disfraz. Tú y yo sabemos -añadió en tono confidencial- que no es por eso por lo que dejan ofrendas: pavos, frutos, tamales con miel, tabaco… -Miró al muchacho con una expresión de reproche mientras enumeraba las cosas que se donaban para aplacar a los dioses pero que en su mayor parte acababan consumiendo los sacerdotes. -Hizo una pausa y entonces se volvió bruscamente hacia mí-. ¡Perdóname por olvidarme de mis modales! Seguramente vienes desde muy lejos. Se te ve cansado y hambriento. Necesitas algo de comer y un lugar donde descansar.

En esta ocasión el saludo de rigor era verdad. Musité una amable negativa, pero me tranquilizó que no hiciera caso de ella. Dejé que me llevara escalera abajo para ir a sus habitaciones a comer y a beber.

Dejamos al muchacho solo en la cumbre de la pirámide, para que siguiera mirando silenciosamente la escena del crimen que había presenciado dos noches atrás.

El sacerdote, como había supuesto acertadamente, tenía una despensa bien surtida. Disponía de una casa en una esquina del recinto del templo, que compartía con los demás sacerdotes y con los acólitos cuando no estaban ocupados con las oraciones, los sacrificios, las vigilias en lo alto de su bien cuidada pirámide o las clases en la Casa de los Sacerdotes de Tlatelolco.

– Sé qué estás pensando -manifestó el viejo mientras cruzábamos una habitación con unas hermosas mantas en las paredes que desembocaba en un pequeño patio-. Esto no se parece a… ¿de dónde has dicho que vienes?

– De Xochimilco -respondí sin vacilar. Había decidido que lo más conveniente era fingir que venía de algún lugar lejano. Mencionar un templo o una Casa de Sacerdotes dentro de la ciudad hubiese sido demasiado peligroso.

– ¿De verdad? Por tu acento habría dicho que eras de Tenochtitlan.

Por un momento lo miré desconcertado, antes de recuperar la sangre fría y echarme a reír.

– ¿No es así como se habla en estos tiempos en todo el valle? -repliqué con toda naturalidad-. Desde que Moctezuma y sus predecesores comenzaron a enviar a sus ejércitos a todas partes, hablamos como los guerreros aztecas. ¡Seamos sinceros, es probable que actualmente la mitad de nosotros descendamos de ellos! Verás, he venido porque quiero…

– ¡Son tus prendas, eso es! -me interrumpió bruscamente, como si por fin hubiese descubierto qué era lo que le preocupaba desde hacía rato-. ¡Tienen el mismo aspecto que las prendas de los sacerdotes de Huitzilopochtli!

– Es… es… es probable. En el lugar de donde vengo, cada año tenemos que enviar muchas de estas prendas al Corazón del

Mundo como parte del tributo, así que acabamos vistiendo a nuestros sacerdotes con prendas usadas que son idénticas. -Al menos, me dije mientras miraba mis prendas, había averiguado a qué dios servía mi víctima-. Bueno, como iba diciendo…

– ¡Ah, eso lo explica todo! -Se echó a reír-. Perdona, pero esos condenados tenochca se creen los dueños del mundo. Supongo que eso ya lo sabéis en Xochimilco. ¿Sabes qué hicieron en Tlatelolco? Hubo una pelea sin importancia entre algunos de sus comerciantes y las mujeres en nuestro mercado, y cuando nos quisimos dar cuenta ya teníamos aquí a todo un ejército.

Esta explicación estaba destinada al extranjero ignorante que fingía ser. Nadie en todo México necesitaba que le recordaran que Tlatelolco había sido un reino independiente hasta que el padre de Moctezuma lo conquistó, de esto hacía menos de cuarenta años. Incluso ahora, Tenochtitlan la gobernaba con mano de hierro. A la mayoría de las ciudades sometidas se les había permitido conservar a sus reyes, pero nuestros emperadores nunca se habían arriesgado a hacerlo con Tlatelolco: estaba demasiado cerca y era demasiado poderosa, así que estaba bajo el mando de un gobernador militar.

– Lo mismo nos pasa a nosotros -manifesté- El emperador dice: «Quiero ranas» y nosotros tenemos que salir a buscar a esos asquerosos bichos para enviárselos como parte del tributo. -No sabía si las ranas y las prendas de los sacerdotes entraban en los tributos que pagaba Xochimilco, pero estaba seguro de que el sacerdote tampoco lo sabía, y parecía algo razonable-. Cualquier día de estos aparecerá alguien que les dará una lección.

Un breve y tenso silencio siguió a mis palabras. No éramos más que un pobre sacerdote que despotricaba inútilmente contra un poder que sus antecesores habían aceptado hacía mucho tiempo y un esclavo que fingía ser extranjero y denunciaba a su propia gente, aunque sin mucho entusiasmo. Ninguno de los dos tenía particular interés por ese tema.

Una vez más mi anfitrión me sorprendió; ahora fue dándose una sonora palmada en un muslo.

– ¡De nuevo me he olvidado de mis modales! No te he servido nada de comer o de beber, y tampoco te he preguntado tu nombre o por qué estás aquí.

Me disponía a responderle, pero él ya se había levantado antes de que tuviera tiempo de inventarme otro seudónimo. Reapareció al cabo de un momento con un plato de tamales, que dejó delante de mí.

– Gracias -contesté mientras me apresuraba a coger una de las pequeñas tortas redondas-. Tienen un aspecto espléndido. -Cuando mis dedos levantaron el tamal, me dije que mis palabras también valían para el plato. Era un plato ovalado, que se sostenía sobre tres patas rechonchas, que el artesano había modelado para que una mitad sirviera de recipiente para la salsa; el resto lo debía de haber pintado él mismo o algún otro artista bien dotado con un intrincado dibujo multicolor que seguía exactamente el contorno de la pieza.

– El plato es de Chalco -me confirmó mi anfitrión, como si me hubiese leído el pensamiento-. Un regalo de un parroquiano agradecido.

– Te envidio -afirmé con la boca llena-. Mi gente no puede permitirse regalarme nada que no sean largatijas y saltamontes.

– Los plumajeros son gente próspera. Ibas a decirme…

– Estoy recorriendo la ciudad -me apresuré a decir-. Queremos saber más acerca de cómo los aztecas rinden culto a los dioses. Estamos seguros de que debéis de hacer algo que nosotros no hacemos, porque han hecho que vuestra ciudad sea la más poderosa y rica del mundo. Así que he visitado algunos templos, he hablado con otros sacerdotes como tú…

Lo observaba con mucha atención, intentando ver más allá de la máscara negra y descubrir alguna pista que me permitiera saber si me creía o no.

Para mi sorpresa, se echó a reír discretamente.

– ¡Todo lo que necesitas saber te lo hubiesen dicho los sacerdotes de Huitzilopochtli, el dios de la guerra tenochca! Su pueblo ha conquistado el mundo en su nombre. ¿Para qué molestarse en venir aquí? De todos modos, a los artesanos de Amantlan las cosas les van muy bien. La gente siempre necesitará plumas y a hombres y mujeres que sepan trabajarlas, ¿no te parece?

– ¡Exactamente! -exclamé-. Eso es lo que me interesa. Sabemos que nadie conseguiría derrotar a los aztecas en una guerra, así que no creemos que podamos aprender mucho de los sacerdotes y de su dios de la guerra. Pero tu dios ha conseguido que la gente sea rica, y eso sí nos interesa.

Cogí otro de los tamales y lo unté con abundante salsa antes de darle un bocado; mientras, observaba al sacerdote y pensaba en las preguntas que quería formularle.

– Los plumajeros son muy devotos de Coyotl Inahual -manifestó con orgullo-. Hacemos todo lo posible para anticiparnos a sus necesidades. Siempre estamos disponibles cuando se debe hacer un sacrificio c interpretar los deseos del dios. Pienso que es importante cuidar bien a tu distrito, y comprender a las personas que honran al dios que sirves.

– Eso significa que conoces muy bien a la gente de por aquí -comenté sin darle mucha importancia-. Debes de ir a menudo a sus casas.

– Por supuesto. -La sospecha hizo que su voz sonara grave y su actitud fuera formal. Desvió la mirada y metió las manos debajo de la capa como si quisiera protegerlas. Fue como si se acurrucara para defenderse del frío, a pesar de que el patio estaba al abrigo y era cálido. Era obvio que le inquietaba que le hiciera tantas preguntas-. ¿Por qué?

– Oh, por nada. Solo que debes de conocer a todos los plumajeros. Me refiero a los famosos. En Xochimilco somos unos grandes admiradores de los trabajos que se realizan aquí. No estamos a la altura de lo que se hace en Amantlan, desde luego, pero eso no nos impide apreciarlos. -Eché la cabeza hacia atrás en un gesto en el que intentaba combinar la admiración y el orgullo, como si quisiera hacerle saber que aunque fuéramos gente rústica éramos capaces de reconocer la calidad cuando la veíamos.

– Los conozco a todos -admitió a regañadientes-. Todos los del distrito acuden aquí, y tengo que ir a sus casas de vez en cuando, para bendecir una fiesta en honor de Coyotl Inahual. -Tuve que morderme la lengua para no echarme a reír. Bendecir una fiesta era para un sacerdote la mejor excusa para asegurarse una buena comida a costa de los demás.

– En ese caso -manifesté con gran interés-, has conocido a hombres famosos… como Flacucho y Furioso, ¿no?

– Los conozco. ¿Y qué?

– ¿Cómo que y qué? -repetí-. ¡Dos de los más importantes plumajeros de toda la historia de México! ¿Sabes que hay quien afirma que en realidad son toltecas y que resucitaron para enseñarnos a trabajar la pluma?

Me había metido de lleno en el papel de visitante ingenuo. El comentario no podía ser más ridículo. Los toltecas eran una antigua raza que se había extinguido muchos años antes de que los aztecas nos asentáramos en el valle, pero nos aferramos a sus ideales, a sus construcciones, a su sabiduría y, sobre todo, a su arte. Nunca había llegado a saber qué era lo que hacía que el arte tolteca fuera insuperable, sobre todo el de los plumajeros. Las hermosas plumas, incluidas las espectaculares plumas del quetzal, no se habían conocido en el valle de México hasta que los comerciantes empezaron a traerlas, cuando yo era un chiquillo; por tanto, sabía que los toltecas nunca las habían utilizado, y sin embargo habían tenido la habilidad de convertir las plumas de pavo y de garza en algo mágico. Todos los aztecas creíamos a pie juntillas que aquel antiguo pueblo había conseguido cosas a las que nunca podríamos aspirar.

– Sí, hay gente que lo dice. ¿Por qué te interesa?

– ¿Cómo son estos hombres?

Me miró durante un buen rato Era imposible saber qué interpretación daba a mis preguntas. Veía cómo la capa reproducía los movimientos de sus manos, que cruzaba y descruzaba nerviosamente mientras intentaba decidir si mis preguntas tenían un objetivo determinado o si sencillamente era un tonto inofensivo.

Por fin se decidió. Sus manos emergieron de debajo de la capa y una de ellas cogió el último tamal, que yo había dejado educadamente en el plato; parecía que se había tranquilizado. Había decidido que era un tonto. Me sentí orgulloso de mí mismo. Me había aprovechado de una de las pocas cosas que los tlatelolcas y los tenochcas teníamos en común: la convicción de que todos los forasteros eran estúpidos.

– Furioso es especialista en mosaicos, probablemente el mejor productor de biombos y escudos que hayamos tenido. Flacucho trabaja sobre todo con hilo y bastidor. Trajes de guerreros, tocados, abanicos, estandartes y cosas por el estilo. Mejor dicho, trabajaba -se corrigió-. Nadie ha visto ningún trabajo nuevo de Flacucho en los últimos años.

– ¿Por qué?

El hombre se movió, incómodo; sin duda le parecía que había hablado demasiado.

– ¡Espera un momento! ¿Crees que compartiría los problemas de uno de mis fieles con un desconocido? Escucha, no sé cómo hacéis las cosas vosotros, pero aquí la gente confía en mi discreción. Quizá no sea como los sacerdotes de la diosa Sucia, que escuchan las confesiones y están obligados por juramento a guardar silencio, pero si debo interceder ante el dios y hacer las ofrendas debo saber cuál es el problema, y las personas deben poder confiar en mí. No sé cuáles son tus intenciones, pero creo que estás haciendo demasiadas preguntas.

– Lo siento -murmuré, con la cabeza gacha-. Tienes toda la razón, por supuesto. Nosotros hacemos lo mismo. Tendría que haberme dado cuenta. Pero cuando has dicho que no se sabía nada de Flacucho desde hacía años he sentido curiosidad por saber qué le había pasado. Pareció relajarse un poco.

– Supongo que es lógico. Pero ¿qué puedo decir? Siempre ha sido difícil para él. Te diré una cosa, porque no creo que sea un secreto. No es un amanteca de nacimiento. -Enarqué las cejas para expresar sorpresa-. Nació en una zona miserable en el límite norte de la ciudad, donde no hay más que pantanos. Lo adoptó una de nuestras familias.

– ¿Es eso frecuente?

– No, en absoluto. Pero su madre, me refiero a su madre adoptiva, era estéril, y su marido no tenía a nadie a quien transmitirle el oficio, ningún hijo, ni tampoco hermanos o sobrinos. El hombre estaba desesperado porque creía que su trabajo se acabaría con él, pero entonces apareció este chico, nacido en un día propicio y con un don divino para el oficio.

– Sin duda fue algo muy afortunado -comenté, escéptico.

– Así es. Tengo entendido que fue un comerciante quien lo arregló todo, porque conocía a las dos familias. Es algo bastante común entre los comerciantes y los plumajeros; somos vecinos, hacemos muchos negocios juntos y eso es algo que se remonta a mucho tiempo atrás. Es una pena que no pudiera hacer algo también por el hermano de Flacucho. Bueno, tampoco tiene mucha importancia. No sé cuál era la relación con los padres de Flacucho.

Mantuve una expresión impasible. Imaginaba perfectamente cuál era la relación, y también quién era el comerciante, pero una vez más no podía decirlo.

– ¿Dices que fue muy difícil para él?

– Flacucho no era un crío cuando lo adoptaron. Aprendió el oficio sin problemas, pero sí los tuvo en la Casa de los Sacerdotes. Era un solitario, y tenía dificultades para integrarse con los chicos que habían nacido aquí y sabían desde el primer momento cuál sería su futuro. Era muy sensible. Se tomaba muy mal cualquier crítica o fracaso, sobre todo después de salir de la Casa de las Lágrimas. Esto hizo que nunca hablara de su trabajo y que se negara a exhibirlo a menos que lo considerara perfecto. En mi opinión soportó una carga excesiva. No pudo seguir adelante.

– En ese caso, debió de encontrarse con graves dificultades económicas -señalé.

– Efectivamente. Cada vez estaba más desesperado. Lo intentó todo. Llegó un momento en que venía aquí casi todos los días. Hacíamos sacrificios al dios, le suplicábamos que le devolviera la inspiración. Bebía cada vez más vino sagrado, aunque sabía cuál era la pena, probó con los hongos, ¡e incluso se casó!

Me limité a mirarlo.

– Mira, no sé por qué que te cuento todo esto. Supongo que no tiene importancia para alguien de Xochimilco o del lugar de donde dices que eres. Pero eso muestra la desesperación de Flacucho. Nunca había demostrado mucho interés por las mujeres. No me malinterpretes; no es que le interesaran los hombres, es que solo vivía para su arte. Sin embargo, por algún motivo pensó que casarse con aquella muchacha lo ayudaría.

– Te refieres… -Tuve que tragarme el nombre. Por lo que respectaba al sacerdote, yo no conocía la existencia de Mariposa.

– Un día vino a verme con lágrimas en los ojos y me preguntó si estaba haciendo lo correcto, si yo creía que los dioses le devolverían su don. Creía que quizá Tezcatlipoca lo había castigado por rechazar la posibilidad de ser padre. -Tezcatlipoca, el Señor del Aquí y Ahora, era el dios que decidía agraciar o no el vientre de las mujeres con un hijo-. ¿Qué podía responderle? -El sacerdote rió; sonó como el ladrido de un cachorro con un hueso atravesado en la garganta-. Soy un sacerdote, igual que tú. ¡Qué podemos hacer cuando se trata de mujeres!

No pude estar más de acuerdo; mis experiencias con las mujeres, tanto cuando era sacerdote como después, nunca habían sido precisamente felices.

– La familia de la muchacha ya había llamado a un vidente para que comprobara que sus nacimientos fueran compatibles, y por tanto, no pude decirle demasiado. Solo le recomendé que la tratara bien y esperara lo mejor. Eso sí, le advertí que no le dijera nada sobre los verdaderos motivos de su matrimonio si quería vivir en paz.

– ¿Sirvió de algo? -pregunté.

– ¿Mis consejos? ¡Lo dudo!

– No, me refiero al matrimonio. ¿Le ayudó a que funcionara?

– Ah. -Frunció los labios, pensativo-. Diría que al final sí. Algo pasó. Sé que estaba trabajando en un encargo privado muy importante la última vez que vino a verme.

– ¿Quién se lo encargó? -pregunté sin poder contenerme, aunque al instante lo lamenté; desde el punto de vista del sacerdote no era asunto mío.

Sin embargo, sonrió. Fue incapaz de resistirse a aquella pregunta; le daba la oportunidad de pronunciar el nombre que sabía a ciencia cierta que impresionaría incluso a un forastero, porque era conocido y temido en todo el mundo.

– Moctezuma.

2

Después de salir de las habitaciones del sacerdote, me detuve unos momentos en la plaza del templo para reflexionar sobre todo lo que había visto y escuchado aquella mañana y decidir qué haría a continuación.

Me sentía tentado de regresar inmediatamente a Pochtlan y dedicar el resto del día a recorrer las calles del distrito atento a cualquier señal de mi hijo, pero sabía que sería inútil. Los otomíes nos estaban buscando a los dos. Si Espabilado estaba a la vista el tiempo necesario para que yo lo encontrara, no había duda de que el capitán lo atraparía primero. La única manera que quizá me permitiría encontrarlo era rastrear sus movimientos desde la noche que habían robado el atavío y utilizado el cuchillo. Muy a mi pesar admití que Bondadoso tenía razón; debía encontrar su propiedad, porque era la clave para encontrar a mi hijo. Ahora la tarea sería más sencilla; gracias al sacerdote de Amantlan y a su acólito, sabía con toda certeza que Flacucho mintió cuando dijo no saber nada del atavío, y que quien se lo llevó estaba involucrado en el asesinato de Vago. Decidí enfrentarme al plumajero, intimidarlo con mi disfraz de sacerdote y obligarlo a admitir la verdad.

Tuve miedo cuando emprendí el camino hacia Atecocolecan, y no conseguí quitar importancia al asunto. Podía tratar con Flacucho y su esposa, pero ahora sabía que había alguien más que con su terrible presencia controlaría todo lo que hiciera hasta que le fuese devuelto lo que había encargado. El sudor mojó mi frente y amenazó con llevarse el hollín que ocultaba mi rostro cuando pensé en el hombre más poderoso de la tierra, un hombre que podía acabar con mi vida en un abrir y cerrar de ojos o muy lentamente con solo una palabra: el emperador de México, Moctezuma.

– Maldito seas, condenado viejo codicioso -murmuré al imaginar la alegría de Bondadoso cuando viera la prenda que había comprado-. ¿En qué lío nos has metido a todos?

Si Mariposa se quedó desconcertada al ver que un sacerdote desconocido estaba en la puerta de su casa preguntando por su marido, no lo demostró.

– No está aquí -respondió lacónicamente-. No sé cuándo regresará.

Llevaba el pelo suelto, como cuando la vi la última vez. Le caía sedoso y ondulado sobre los hombros y los brazos desnudos; sin duda aquella mañana se lo había cepillado. Los ojos le brillaban y la piel tenía un suave tono ocre claro. Parecía tan suave y profunda que sentí un irreprimible deseo de acercar la mano a su mejilla y tocarla solo para saber si la superficie cedía bajo mis dedos. Por un instante, el asombro me impidió hablar. Una mujer cuyo cuñado había muerto solo tres días atrás tendría que estar de riguroso duelo. Lo lógico era esperar ojos enrojecidos por el llanto y el pelo sucio y enmarañado, no que hubiera realzado su belleza con un experto uso de la cosmética.

– ¿Qué quieres?

– Necesito hablar con él de su hermano.

Al oír mi respuesta soltó una risita. Dio un paso atrás para apoyarse en la puerta y su risita se transformó en unas sonoras carcajadas. Sus dientes me deslumbraron. Eran de un blanco inmaculado, como si acabaran de salir de las encías.

– ¡Sé cómo te llamas! ¡Tú eres aquel esclavo, Bufón, que estuvo aquí hace un par de días! Te mandaba un comerciante, ¿cómo se llamaba? Ah, sí, Bondadoso. -Frunció el entrecejo con la inocente curiosidad de una niña que le pregunta a su madre por qué los hilos de bordar son de distintos colores-. ¿Por qué vas vestido como un sacerdote?

Me entraron ganas de maldecir. Era obvio que mi disfraz no engañaba a nadie que me hubiese visto alguna vez, aunque solo fuese una. Consideré la posibilidad de poner pies en polvorosa inmediatamente, con la esperanza de escapar de la ciudad antes de que ella diera la voz de alarma, pero luego lo pensé mejor.

Si ella hubiese creído que yo había matado a su cuñado, ahora estaría gritando a voz en cuello en lugar de reír. Probablemente, razoné, nadie se había molestado en decirle que era sospechoso de asesinato. Había algunas casas -la de mis padres, y sin duda la de Azucena- donde no se ocultaba a las mujeres los peligros que acechaban. En todas las demás, el universo de la mujer estaba limitado por las paredes del patio, y sus intereses y conocimientos comenzaban y terminaban allí. No había ningún motivo para suponer que a Mariposa, una jovencita con la que aparentemente su marido solo se había casado impulsado por la extraña idea de que podría devolverle la inspiración, se le permitiera participar en las conversaciones de los hombres.

– Es una larga historia -comencé en un tono quejumbroso.

– Pues en ese caso será mejor que entres. Me encantan las historias. -Se balanceó con una mano sujeta a la puerta e inclinó el cuerpo hacia delante para que sus pechos presionaran la tela de la camisa-. ¡Estoy segura de que la tuya será fascinante! -añadió con una voz sensual. Se volvió con la rapidez suficiente para que el dobladillo de la falda se levantara y dejara a la vista sus preciosas pantorrillas y cruzó ágilmente el umbral.

La seguí al patio, un tanto mareado. No estaba acostumbrado a esa clase de invitaciones después de haber vivido como un sacerdote desde la infancia y luego como un esclavo.

Nadie se había preocupado de pasar la escoba desde mi primera visita. Eché una rápida ojeada a los restos de mazorca, las pepitas de calabaza y los mendrugos de tortilla, y luego a la bellísima mujer que reinaba sobre todo aquello. Intenté establecer alguna relación entre ambas cosas, pero no lo conseguí.

– Perdona el desorden-dijo Mariposa despreocupadamente-. En algún momento habrá que barrer y adecentarlo, pero con los funerales de Vago y todo lo demás, bueno, ya sabes…

Busqué algún rincón limpio donde sentarme, pero finalmente renuncié a ello; después de todo la capa ya estaba sucia cuando me la puse.

– Cualquiera diría que en momentos como estos barrer es muy importante -comenté mientras me sentaba. Me arrepentí en cuanto acabé de decirlo. No tenía ninguna necesidad de continuar con el personaje, y me pareció que sonaba mojigato.

– ¡Hablas como mi cuñada! -exclamó, impaciente-. Caléndula era así. Los dioses esto, los dioses aquello. ¡Mira cómo es este lugar! No me importa tener algunas estatuillas, es bonito, pero aquí no puedes moverte con tanto ídolo, y dentro casi es peor.

La miré boquiabierto. Por un instante me pareció que me había quedado sin palabras; luego, cuando conseguí recordar algunas, tuve que hacer un esfuerzo para respirar el aire necesario para decirlas.

– No puedes… no lo dirás…

Mi tartamudeo provocó otro ataque de risa, que silenció rápidamente poniéndose una delicada mano sobre la boca.

– ¡Perdona! ¿Te he escandalizado?

– No temes a los dioses -musité. Aquello era increíble.

Los dioses gobernaban nuestro mundo, no de la forma remota en que un emperador gobierna una lejana ciudad vasalla y dispone quién la dirigirá y los tributos que pagará, sino de una manera inmediata y directa. Podíamos beber porque Chalchihuitlicue hacía que el agua corriera por el acueducto. Comíamos porque Tláloc se encargaba de que la lluvia cayera sobre nuestros campos y Cinteotl y Chicóme Coatí hacían que madurara el maíz. No moríamos de frío porque Huitzilopochtli hacía salir el sol. Nacíamos solo porque Tezcatlipoca nos ponía en el vientre de nuestras madres. No se espera que nadie ame a los peligrosos seres que gobiernan nuestros asuntos. Algunas veces la desesperación empuja a las personas a hacer cosas que los dioses desaprueban, y esperamos que más tarde nos harán pagar por ellas. Sin embargo, no temerlos parecía una locura.

– Por supuesto que temo a los dioses -replicó Mariposa cuando logró contener la risa-. Si quiero algo voy al templo con flores, palomas, tabaco o cualquier otra cosa que me han dicho los sacerdotes que lleve, y puede que resulte o puede que no, pero seamos realistas. A los dioses no les importamos, y no podemos conseguir que hagan lo que queremos. Estoy segura de que a ningún dios le importa en absoluto si este lugar está limpio o no. ¿Sabes qué creo? ¡El único motivo para que nos digan que barrer es una tarea sagrada es porque es algo que hacen las mujeres, y todos nuestros sacerdotes y gobernantes son hombres!

Me estremecí. Una nube había tapado el sol. El cambio de luz hizo que me apresurara a mirar al cielo y vi los gruesos nubarrones que comenzaban a cubrirlo.

– Por lo que parece quizá Tláloc te ha escuchado -murmuré-. No creo que tarde mucho en llover.

– No hay goteras en la casa. Y ahora, cuéntame por qué vas vestido de esa manera.

Había tenido tiempo para pensar una respuesta adecuada.

– Tuve una pelea con mi amo. Se enfadó mucho al ver que regresaba con las manos vacías, después de venir aquí. Verás, no es la primera vez que ocurre, y parecía dispuesto a venderme para que me sacrificaran. Así que me escapé. Supongo que ahora entiendes por qué no quiero que me reconozcan.

– Entonces, ¿por qué has venido aquí de nuevo? No tiene nada que ver con mi cuñado, ¿verdad?

– Me dije que si podía llevarle lo que reclama quizá me perdonaría. De todos modos no tengo otro lugar adonde ir.

Mariposa tenía la espalda apoyada en la pared de la habitación de la que habían salido ella y Flacucho en mi anterior visita; estaba reclinada despreocupadamente contra ella junto al hueco de la entrada, que tapaba una tela. Había algo muy poco femenino en su pose. Tenía una pierna recogida de tal forma que la rodilla tensaba la fina tela de la falda y apoyaba el pie en el revoque. Tironeaba de una hebra suelta en el dobladillo de la camisa mientras me miraba, con las cejas enarcadas en una expresión interrogativa.

– ¿Por qué crees que podemos ayudarte? Flacucho y yo ya te dijimos que no sabemos nada del atavío que compró tu amo, y mucho menos qué puede haber ocurrido con él. -Hablaba en tono suave, como el de una madre que reprende a un niño pequeño-. Lamento que no quieras creernos.

– ¡No te creo porque estás mintiendo! -repliqué furioso hasta el punto de olvidarme de los modales-. Sé de muy buena fuente que el propio emperador le ordenó a Flacucho que hiciera el atavío de Quetzalcoatl. ¡El emperador! ¡Moctezuma! No me dirás que te has olvidado de él, ¿verdad?

Tuve que admirar la sangre fría de la mujer. Me miró sin alterarse; la única reacción a mi estallido fue formar una O silenciosa con los labios.

– ¿Me dirás ahora la verdad? -añadí-. ¿Prefieres que vaya con mis preguntas a palacio?

– ¡No te atreverás! -se mofó.

Dado que tenía toda la razón, intenté otra cosa.

– A tu cuñado lo asesinaron, ¿lo sabías? -dije brutalmente-. La persona que lo mató tiene el traje. ¿Eso no te importa?

– Sé qué le sucedió a Vago -respondió, imperturbable- Nos lo comunicó la policía del distrito hace tres días; precisamente después de que estuvieras aquí. Habíamos denunciado su desaparición y vinieron porque pensaban que podía ser el muerto. Flacucho fue a Amantlan para identificarlo. Ya debes de saber qué se encontró. A su hermano lo descuartizaron y metieron los trozos en… ¡Oh, te entran náuseas con solo decirlo! El rostro estaba irreconocible, por supuesto, incluso después de que lo limpiaran. Me sorprendió que Flacucho aceptara mirarlo, pero pensó que era su deber.

– ¿Cómo supo que era su hermano?

– Encontraron su amuleto, una figurilla de Tezcatlipoca. La tenía en la mano izquierda. Vago siempre la llevaba para protegerse cuando jugaba alpatolli.

Recordé el amuleto que había visto en la mano del cadáver. El patolli era un juego en el que se hacía una carrera por un tablero en forma de cruz; podía perderse una fortuna con una mala tirada de las judías que se utilizaban para mover las fichas. Era el juego preferido de Tezcatlipoca, el Enemigo de los Dos Bandos. El hacía que las judías cayeran de un lado o de otro o, en ocasiones, de pie, por puro capricho, solo porque le divertía ver la consternación en los rostros de los demás jugadores cuando el hombre que había hecho esa tirada recogía las apuestas y se marchaba.

– ¿Así que era un jugador?

– ¡Jugador y muchas cosas más!

– ¿A qué te refieres?

– Me has preguntado si no me importaba la muerte de Vago. ¿No te extraña no verme de duelo? ¡Mira! -Se apartó de la pared y me dio la espalda al tiempo que se levantaba el pelo con ambas manos y lo dejaba caer en cascada sobre los hombros con la misma suavidad con la que caen las hojas secas en otoño. Cuando se volvió de nuevo hacia mí, sus ojos me retaban-. ¿Lo ves? ¡Me lo he lavado esta mañana! ¿Crees que hemos sacrificado a un perro para que lo acompañe? ¡No! ¡Que se busque él solo el camino a través de los Nueve Infiernos!

– ¿Qué hizo?

– ¡Nos redujo a esto, eso es lo que hizo! -Su gesto, un furioso movimiento con el brazo, abarcó el patio, la casa, y de alguna manera toda la miserable zona más allá de las paredes-. ¡El trabajo de mi marido se vino abajo de nuevo por su culpa!

Inquieto, miré al cielo; los oscuros nubarrones, cada vez más grandes, se perseguían en una majestuosa danza. Empezaría a llover en cualquier momento. Me preocupaba la fina capa de ceniza que cubría mi rostro. Un sacerdote auténtico hubiese empleado brea, a prueba de agua. Lo que yo llevaba se convertiría en churretes grises con las primeras gotas, y eso significaría el final de mi disfraz.

– ¿Su hermano hizo que dejara de trabajar? -pregunté, distraído-. ¿Cómo lo consiguió?

Titubeó. Se alejó rápidamente un par de pasos; luego se acercó con la misma rapidez, exhaló un suspiro, finalmente se arrodilló delante de mí y se metió la falda debajo de las rodillas con un gesto brusco.

– Flacucho fue a Amantlan cuando era un chiquillo. Era su destino. Había nacido el día propicio y tenía talento. Creció allí, con aquella vieja pareja que nunca podría tener hijos. Cuando mi marido tenía la edad en la que la mayoría de los chicos van a pescar o a cazar ranas al lago o haraganean en los campos mientras hacen ver que aprenden a arar, él aprendía a preparar la cola y a pulir las plumas. De allí pasó directamente a la Casa de los Sacerdotes. No sé si puedes imaginar qué clase de lugar es ese.

– Lo sé. Hubo un tiempo en que estas prendas no eran un disfraz.

– ¿De verdad? -Enarcó las cejas-. ¡Qué interesante! ¡Tienes que contármelo! Flacucho no olvidó nunca el tiempo que pasó en la Casa de las Lágrimas. No hablaba mucho de ello conmigo, y tampoco es que se rodeara de ídolos, como su cuñada, pero te dabas cuenta de que siempre estaba allí, en el fondo de su mente.

– ¿Me estás diciendo que nunca tuvo juventud, que creció sometido a la influencia de los plumajeros y después a la de los sacerdotes? Déjame adivinar qué sucedió después. Se encontró con su hermano, que le enseñó todo lo que se había perdido durante todos aquellos años.

Mariposa centró la mirada en su falda con mucha atención; movía la mano como si estuviese buscando una hebra suelta.

– Comenzó a trabajar para Furioso -dijo en voz baja-. Su trabajo no iba bien. La verdad es que no lo iba en absoluto. No tenía ningún lugar adonde ir; sus padres adoptivos habían muerto y siempre se había negado a trabajar con nadie más, así que dependía de sus propios recursos. Fue muy duro. Imagina lo duro que puede ser ir a pedirle trabajo a tu rival. No creo que lo hubiese hecho de no haber sido porque debía mantenerme. -Para mi sorpresa se sorbió los mocos sonoramente y se pasó una mano rápidamente por las mejillas como si estuviese enjugándose las lágrimas-. A pesar de todo, lo hizo. Acudió a Furioso, y este le dio trabajo. Flacucho iba allí, se sentaba dócilmente en un rincón y hacía su trabajo. Yo le decía que no tenía importancia, que en algún momento la situación mejoraría y entonces podría hacer de nuevo cosas por su cuenta, algo que asombraría a todo el mundo, como hacía antes. Lo habría conseguido, ¿sabes? Por supuesto que sí, pero… -Se interrumpió con un leve sonido ahogado, pero no me costó adivinar el resto.

– Pero -sugerí amablemente- apareció su hermano.

Me miró. No vi el brillo de las lágrimas en sus ojos, pero parpadeó varias veces como si hubiera algo que la molestara en los párpados.

– No sé por qué apareció en aquel momento. No tenía ninguna relación con Flacucho y yo no lo conocía. Creo que a Vago tampoco le iban muy bien las cosas por aquí. Había descuidado la parcela de la familia.

– Supongo que no se dio cuenta de que vosotros también lo estabais pasando mal.

Mi comentario provocó una risa amarga.

– ¡Por supuesto que no! Y tampoco se lo habría creído si se lo hubiéramos dicho. Mi marido era un plumajero, así que tenía que ser rico. -Exhaló un suspiro-. Vago era uno de esos tipos despreciables que creen que debes darles lo que te piden porque tú lo tienes y él no, y tú eres su familia. Al final, Flacucho acabó tan harto con sus exigencias de comida y bebida, e incluso de ropa y granos de cacao que sabíamos que quería para jugárselos, que le pidió a Furioso que lo empleara; fue una de las condiciones para ir a trabajar con él.

– El arreglo no funcionó.

– Flacucho descubrió que le era imposible trabajar con su hermano cerca. Ni siquiera podía hacer algo tan sencillo como coser plumas en un dibujo; Vago no lo dejaba en paz. Cuando no insistía para que probara unos hongos, le ofrecía un trago de vino sagrado o lo invitaba a una partida áepatolli con sus amigos. Para un hombre que se había criado como mi marido, sentirse decepcionado con su trabajo y sin otro futuro que una tarea repetitiva en el taller de otro tuvo que ser algo insoportable.

– Flacucho volvió aquí-recordé-. ¿De quién fue la idea? ¿Furioso lo echó, o qué pasó? -Descarté la idea en cuanto se me ocurrió, al recordar que Vago había sido para Furioso algo más que un simple trabajador. Cuando se marchó del taller del plumajero, el hermano de Flacucho se había convertido en el yerno de Furioso.

– Oh, no. ¿Echar a su propia hija? ¿Qué padre haría eso? Sobre todo alguien como Furioso. La seguía como si el aire que ella exhalaba estuviese perfumado. No, nunca habría echado a Vago y a Caléndula. Fue idea de ella. Le dijo a su padre que lo mejor para ellos sería marcharse. Lo convenció de que debían volver aquí, que lo que necesitaban era trabajar en el campo, que Vago había nacido para eso, tal como habían hecho su padre y su abuelo, y que la única forma de vida para un azteca era la misma de sus antepasados, continuar con su oficio o caminar con la mierda hasta los tobillos en los campos, y honrar a sus dioses. ¡Sobre todo, honrar a sus malditos dioses!

Eché una ojeada a las estatuillas que nos miraban desde sus nichos en las paredes.

– Era una mujer muy devota.

– ¡Desde luego! Aquello estaba destinado al fracaso, pero era inútil decírselo. No servía de nada decirle que su marido no tenía ni idea de qué era trabajar la tierra y que no le importaba en absoluto. Así que acabaron aquí, sin más dinero del que le había dado su padre cuando se marcharon, y sin medios para ganarse el sustento.

– Pero ¿por qué tú y Flacucho los seguisteis?

Tardó unos momentos en responder a la pregunta. Frunció el entrecejo y desvió la mirada como si a ella también le preocupara la posibilidad de que se desencadenara una tormenta. Esperé.

– De acuerdo -contestó-. Quieres saber la verdad. De todas maneras ya sabes la mayor parte.

– ¿Tiene algo que ver con el atavío? -la animé.

– Fue poco antes de que Vago y Caléndula se marcharan. -Exhaló un suspiro-. Flacucho había desaparecido. Se marchó antes del amanecer, sin decirle a nadie adonde iba, y estuvo ausente todo el día. Creí que se había ido de juerga, pero Vago no lo había acompañado, y cuando volvió estaba sobrio. Sin embargo, estaba muy excitado, casi febril. Me contó lo que había ocurrido aquella noche. ¡Lo habían llamado a la presencia del emperador! Moctezuma le había dicho lo que quería, y le había hecho muchas preguntas referentes al encargo.

»Creo que nunca había visto que Flacucho demostrara tanto entusiasmo por nada. Cuando regresó a casa no veía la hora de empezar. Era como… bueno, ya puedes imaginártelo. El trabajo más importante de su vida, probablemente el encargo con el que sueñan todos los plumajeros. Pero había que mantenerlo en secreto. Moctezuma le dijo que nadie, y mucho menos los demás plumajeros, debían saberlo. Ni siquiera Furioso, aunque fuera su patrón.

– Así que os marchasteis. -Tenía sentido. En Atecocolecan, Flacucho estaría a salvo de las miradas de su empleador y del resto de sus colegas. Dudaba de que los peones y temporeros de su distrito natal se interesaran por su trabajo-. Flacucho vino aquí para trabajar en el traje, en paz y tranquilidad. De acuerdo. Ahora dime, ¿cómo se las apañó Bondadoso para hacerse con el atavío?

Mariposa se echó a reír con una risa desabrida.

– ¿Cómo crees que lo hizo? ¡Lo robó!

La miré, mudo de asombro.

– ¡Tu amo te mintió, esclavo! Es mentira que nos lo comprara. Debió de enterarse de algún modo; quizá Furioso descubrió cuál era el encargo, se le escapó algún comentario y pensó que era una oportunidad única que no podía desaprovechar.

– ¡No, no puede ser! -protesté-. No olvides que me envió aquí para rescatarlo, aunque tuviese que pagar para conseguirlo.

– ¡Porque alguien se lo robó! Es divertido, ¿no te parece? Que roben en la casa de un ladrón. Fuiste tú quien nos informó de que el traje había desaparecido. ¿Ahora entiendes por qué no nos mostramos muy dispuestos a hablar del robo?

Si lo que decía era verdad -que el traje que Moctezuma le había encargado en secreto a su marido había desaparecido dos veces, y una de ellas de su propia casa- entonces debía aceptar que se trataba de un asunto que más valía llevar con la mayor discreción.

– ¿Qué hay de Vago y su esposa? -pregunté-El está muerto; sé que la persona que se llevó el atavío está relacionada con su muerte, y ella ha desaparecido… -Dejé que mi voz se apagara mientras buscaba la respuesta a mi propia pregunta.

– Es obvio, ¿no? -exclamó Mariposa-. Vago descubrió dónde estaba y se lo robó a Bondadoso. Después Caléndula asesinó a su marido y escapó. ¿Quieres encontrar el atavío del dios? ¡Encuentra a mi cuñada!

Un trueno sonó por encima de nuestras cabezas. Tláloc anunciaba su presencia.

Miré al ciclo; tenía un color pizarra. Me cayó una gota en el ojo. Al cabo de un momento la lluvia arreció. La tierra del patio se llenó de pequeños círculos oscuros y los primeros churretes aparecieron en los muros encalados.

– Será mejor que entremos -murmuré al tiempo que me levantaba. En un movimiento absolutamente reflejo me encaminé hacia la habitación más próxima, aquella de donde había visto salir a Mariposa y a Flacucho en mi primera visita. La mujer se me adelantó rápidamente y me cerró el paso.

– ¡No! ¡Aquí no! La otra habitación, ve a la otra habitación. Por favor.

Me detuve, asombrado. Se había vuelto y me miraba sin pestañear pese a las gotas de lluvia que golpeaban con fuerza contra mi cabeza. Le resplandecían las mejillas, no solo debido al maquillaje, y su respiración era repentinamente rápida y poco profunda. Me enseñaba los dientes, mantenía los puños apretados y había algo en su voz que no había oído antes, un estremecimiento que se percibe en la garganta de una persona que lucha por controlar el miedo.

– Lo siento -me disculpé amablemente-. Vayamos a la otra habitación. -Encaminé mis pasos hacia la que comunicaba con la calle. Me pareció que debía decir algo más y añadí-: No lo sabía.

Oí cómo soltaba el aire, en lo que parecía un suspiro de alivio; enseguida la tuve de nuevo a mi lado, mientras nos apresurábamos a protegernos de la lluvia.

– No, es culpa mía. -Su tono había cambiado de nuevo.

El momento de tensión había desaparecido y ahora parecía que las palabras salían tan apresuradas como los gorjeos de un pájaro-. Es que aquella habitación… bueno, está hecha un desastre. Mucho peor que el patio. Era la habitación de mis cuñados, la que compartía con Caléndula. Nunca nos permitió que la limpiáramos, y hay cosas que prefiero que no vea nadie. No sé si me entiendes.

– Sí, por supuesto. -Miré rápidamente por encima del hombro. La tela empapada que cubría la abertura se movía lentamente con el azote que recibía del cielo. No entendía lo que me había dicho, excepto que detrás de aquella tela había algo que no estaba dispuesta a dejarme ver. Quizá lo que Vago había guardado allí bastaba para perjudicar gravemente a los demás miembros de la familia si alguien lo descubría. Decidí que me encargaría de averiguarlo más tarde; ahora tenía otras preguntas más urgentes.

– Háblame de Vago y Caléndula -dije casi a gritos cuando entramos en la habitación para hacerme oír por encima del estrépito de la lluvia contra el techo de cañas-. ¿Por qué estás tan segura de que ella mató a su marido?

Puso los ojos en blanco como si la desesperara tanta ignorancia por mi parte. Fue el mismo gesto que había visto en el rostro de uno de mis maestros en la Casa de las Lágrimas mientras me explicaba, por tercera vez, que la planta para curar las heridas de sanguijuela era la amolli y no la yiamolli, que solo servía para combatir la caspa.

– ¿Por qué crees que podría ser? No solo se trataba de la bebida, los hongos y el juego. Vago era incapaz de mantener las manos, y cualquier otra parte de su cuerpo, apartadas de las mujeres. Pero ella parecía no querer darse cuenta. Tal vez se sintió halagada cuando Vago comenzó a cortejarla y luego se negó a creer aquello que era obvio. El matrimonio no lo cambió. Continuó galanteando con la mitad de las mujeres de la casa de Furioso antes de venir aquí. Quizá eso tuvo algo que ver con el deseo de Caléndula de que volviéramos todos, para alejarlo de la tentación. ¡Aunque, si fue eso, no funcionó! ¡Lo primero que hizo en cuanto llegamos fue hacerme proposiciones! -La indignación provocó que su voz sonara muy aguda. Hizo una pausa y respiró un par de veces muy profundamente antes de continuar-. Por supuesto, le advertí de lo que le pasaría si no se comportaba. -Naturalmente.

– Yo creo que Caléndula lo sorprendió con alguna de las chicas de por aquí. Eran presas fáciles para él. Se había vanagloriado tanto y durante tanto tiempo de sus relaciones con los plumajeros que en un lugar sórdido y patético como este gozaba de cierta fama. Por otra parte, los hombres de por aquí… bueno, ya sabes -concluyó en tono mojigato-, no se andan con chiquitas.

– Así que en tu opinión Caléndula decidió acabar con el problema de una vez por todas.

– ¡Creo que se le presentó una oportunidad imposible de dejar pasar! Debió de enterarse de la existencia del atavío y de pronto lo vio claro: podía librarse de su despreciable marido y de paso hacerse con una fortuna que la mantendría el resto de su vida.

Fruncí el entrecejo.

– Furioso me comentó que había accedido al matrimonio porque le pareció que estaba embarazada. ¿La crees capaz de asesinar al padre de su hijo?

Mariposa soltó una carcajada.

– ¡Solo a un hombre se le ocurriría preguntar semejante tontería!

3

El aguacero no duró mucho. El cielo comenzó a aclararse más o menos cuando Mariposa dio por acabada la conversación; algunos rayos de sol atravesaban la cortina de la entrada y convertían su negrura en un color marrón lleno de manchas. La esposa de Flacucho se levantó para ir a asomarse al portal. -Está parando.

Yo aún oía golpes y crujidos por encima de mi cabeza. Me pregunté por la calidad de la construcción del techo, aunque con una rápida mirada comprobé que no se veían grietas ni bultos sospechosos. Intenté recordar si había árboles cerca cuyas ramas se extendieran sobre el techo y por tanto continuaran goteando agua después de que las nubes dejaran de hacerlo.

– Ya puedes marcharte. -Intentó no parecer descortés a pesar de que reforzó sus palabras cruzando la habitación para ir a asomarse a la puerta que daba a la calle-. No creo que Flacucho regrese hoy. Pensaba ir al mercado de Tlatelolco, pero dijo que probablemente haría una visita a unos amigos en Amantlan.

Me sentí tentado a negarme, pero no parecía tener mucho sentido. Había muchas preguntas pendientes, y estaba seguro de que las respuestas a algunas de ellas se encontraban en aquella casa. Sin embargo, no las conseguiría incordiando a la esposa de Flacucho. No creía ni una palabra de todo lo que me había dicho. Tenía muy claro que la clave de todo aquel embrollo -el paradero del atavío, la identidad del asesino de Vago y lo que podía haberle sucedido a mi hijo- se encontraba en la habitación que había al otro lado del patio. Si ella no estaba dispuesta a mostrarme lo que había dentro, tendría que averiguarlo por mi cuenta.

En cualquier caso, no pude evitar admirarla, no solo por la elegancia de su silueta, que se recortaba en la abertura, sino también por el dominio de sí misma. Jamás conseguiría que me dijera algo que ella no hubiese decidido de antemano que debía saber.

Además, aquellos curiosos y alarmantes sonidos continuaban llegando desde el techo. No eran fuertes, y la mujer parecía demasiado ocupada en conseguir que me marchara cuanto antes de su casa para darse cuenta, pero no había duda de que eran reales. Me pregunté si la humedad no se habría filtrado en los troncos y la madera se habría hinchando.

Cuando salí de la casa, me apresuré a mirar a mi alrededor, justo delante, paralelo al sendero donde me encontraba, había un canal estrecho. Al fondo vi a los trabajadores que ya estaban allí la vez anterior; continuaban reforzando los límites de la parcela. Habían acabado con la alegre y rítmica labor de hundir los pilotes a golpes de maza y ahora trabajaban en silencio en la dura faena de acarrear piedras para construir los cimientos de su isla artificial.

A la derecha, la casa de Flacucho lindaba con una propiedad abandonada, una miserable choza rodeada de hierbajos. En la esquina del otro lado había un pequeño espacio abierto, donde crecía un robusto sauce que tenía un par de ramas que no llegaban a tocar el techo de la casa de Flacucho, y que por tanto no podían gotear sobre él.

Después de una rápida mirada en ambas direcciones, me decidí por el sauce.

Pegado a la pared de la casa, me dirigí hacia el árbol y me deslicé alrededor de la esquina como una serpiente alrededor de una roca. Me coloqué entre la casa y el tronco del sauce y miré hacia arriba.

Una rama formaba una horqueta directamente por encima de mi cabeza. Estaba muy bien situada, al igual que yo. En cuanto oí un ruido en el techo, me moví sin esperar siquiera a que apareciera el pie.

Di un salto y sujeté el tobillo antes de que el desconocido tuviera tiempo de apoyarse en la rama. No fue necesario que tirara. Sencillamente dejé que mi peso nos arrastrara a los dos; con un aullido de sorpresa mi víctima cayó del techo y se estrelló en el suelo a mis pies.

Se levantó en el acto con un grito de rabia, demasiado furioso para pensar siquiera en escapar. Lo agradecí, porque vi que se trataba de un muchacho y dudaba de que hubiera podido darle alcance. Me dispuse a saltar sobre él para sujetarlo por el pelo o el brazo y tumbarlo, pero dos cosas hicieron que me detuviera con el brazo en alto.

La primera fue que el muchacho no pensaba pelear. Mientras me miraba vi que abría los ojos y la boca al tiempo que bajaba las manos que había levantado para defenderse con uñas y dientes. Luego se dejó caer de rodillas en el barro, agachó la cabeza y comenzó a gimotear, muy asustado. Tardé un momento en entender qué pasaba y entonces casi lo estropeé todo porque me costó contener la risa. Probablemente por última vez, pero mi patético disfraz había funcionado, y el pobre chico se había dejado impresionar por el poder de un falso sacerdote.

La segunda cosa que detuvo mi mano fue que reconocí al muchacho.

No sé a quién había esperado encontrar merodeando por el techo de la casa de Flacucho, pero nunca se me hubiese ocurrido pensar en Cangrejo, el sobrino de Furioso el plumajero.

– Será mejor que me digas qué estabas haciendo -le advertí con mi tono más severo.

– Por favor, señor -gimoteó el chico, que con la cabeza gacha parecía estar hablándole a mis pies-. No pretendía hacer nada malo. Solo estaba buscando… solo estaba buscando… -Mentía muy mal. Yo en su lugar habría preparado una excusa de antemano.

Lo miré pensativamente. La tentación de continuar fingiendo ser un sacerdote y de obligarlo a confesar era fuerte, pero sabía que no daría resultado. En cuanto se le pasara el susto de haber caído del techo no le costaría reconocerme, como había sucedido con Mariposa. Tampoco quería que se reuniera una multitud, y la visión de un chico acurrucado en el suelo podía conseguirlo.

– Solo estabas buscando -repetí-. Muy bien. Vamos, levántate. Me lo contarás todo mientras regresamos a Amantlan, y te lo advierto, si no lo haces le diré a tu tío dónde te he encontrado.

Mis palabras hicieron que levantara la cabeza.

– ¿Mi tío? ¿Cómo sabes que…? ¡Oh!

Me agaché y lo cogí del brazo con suficiente firmeza para conseguir que se levantara.

– Ahora que ambos sabemos con quién hablamos, ¿qué te parece si nos vamos? -Me volví con el chico sujeto a un brazo de distancia por si sentía la tentación de resistirse.

Vaciló, se mordió el labio inferior y movió la cabeza a un lado y a otro como si buscara algún camino para huir.

– No lo entiendo. Tú estuviste en nuestra casa. ¿Por qué vas vestido de esa forma? ¿Qué haces aquí?

– Calla y camina -murmuré-, a menos que quieras que nos atrapen a los dos.

De nuevo abrió desmesuradamente los ojos. Luego pareció relajarse, como si al entender el sentido de mis palabras hubiese decidido que yo podía ser, después de todo, un colega conspirador.

– ¿Me prometes que no se lo dirás a mi tío? Respondí con un gruñido amenazador y le tiré del brazo. Comenzó a caminar.

– ¿No vas a soltarme?

– No olvides que si pretendes escapar sé dónde encontrarte. -Lo solté-. Ahora, ¿vas a decirme qué buscabas? Por favor, no me mientas.

– Buscaba a Caléndula.

Aún era un chiquillo en edad de crecer. Su cabeza apenas me llegaba a la barbilla, pero parecía aún más bajo porque andaba con la cabeza gacha. Me pregunté qué edad tendría: once o quizá doce. Me pareció mayor cuando lo conocí, en presencia de su tío, y mostraba una preocupación por cuidar del hombre más propia de una esposa o una hermana mayor. Pero después de la muerte de la esposa de Furioso, no había duda de que la marcha de la prima de Cangrejo había dejado un enorme yació en la casa del plumajero.

También recordé a otro chico que aparentaba más edad. Mi hijo era mayor, pero no mucho más. No lo había visto crecer; de pronto, imaginarnos andando y hablando juntos de aquella forma, algo que nunca habíamos hecho, hizo que asomaran lágrimas a mis ojos y que interrumpiera la marcha.

– ¿Qué pasa?

– Nada. -Tragué una vez, parpadeé unas cuantas veces y miré de nuevo a Cangrejo-. ¿Querías a tu prima?

– Todos la queríamos. -El chico exhaló un suspiro-. Después de la muerte de mi tía, ella se hizo cargo de la casa. Cuidaba de los ídolos, le encantaba hacerlo, preparaba las tortillas, barría y cosía las prendas para mi tío, tal como habría hecho una esposa. Era buena conmigo. Me cuidó cuando fui a casa de mi tío. Para mí era más una hermana que una prima, incluso después de conocerlo a él.

No hizo falta preguntarle a quién se refería.

– ¿Sabes que Vago ha muerto?

– ¡Se lo merecía! -exclamó Cangrejo.

– Ten cuidado con lo que dices, muchacho -le advertí en voz baja-. ¡La gente podría creer que tienes alguna relación con lo sucedido!

– ¡Yo y todos los que lo conocían! -afirmó con el mismo vigor-. ¡La única persona que siempre tuvo palabras buenas para ese tipejo era su esposa! Solo los dioses saben qué debía de ver en él.

– ¿Has oído algo de lo que me ha dicho la esposa de Flacucho? Cree que tu prima mató a su marido porque él se estaba… -Me pregunté qué sabría el chico de todo aquello-. Que él la trataba mal.

– ¿Te refieres a que se acostaba con otras mujeres?

El asombro hizo que pusiera los ojos en blanco. ¿Era posible que todos los chicos fueran como él y que a mí me hubiesen educado como a un mojigato?

– No he oído lo que ha dicho. De todas maneras, no lo creo. La conozco. Incluso si finalmente vio cómo era su marido, nunca lo hubiese asesinado. ¡Sería un crimen!

– Obviamente -señalé secamente, pero entendí al chico. Creía que alguien tan pío como su prima era totalmente incapaz de cometer un delito-. Sin embargo, hasta las mejores personas pueden hacer cosas terribles cuando están desesperadas.

– En cualquier caso, ¿qué necesidad tenía de matarlo? Podría haber vuelto con su padre. El tío Furioso la hubiese recibido encantado, y ella lo sabía. Se hubiesen divorciado y ya está. ¿Por qué se iba a arriesgar a matarlo y que la detuvieran? ¿Qué le ocurriría entonces?

Recordé la ley que me habían enseñado en la Casa de las Lágrimas.

– Si no la condenaban a muerte probablemente se la hubiesen entregado a Mariposa como esclava.

– ¡En ese caso sería todavía peor!

– Para que eso ocurra primero tendrán que encontrarla. -Lo miré con una expresión pensativa-. Tu prima y Mariposa no se llevaban bien, ¿verdad? El chico hizo una mueca.

– No, y tampoco ayudaba mucho que el marido de Caléndula no dejara de cortejar a su cuñada, que tampoco hacía nada por evitarlo. Además, Mariposa siempre se burlaba de los ídolos, y eso enfurecía a mi prima.

– Quizá a Mariposa tampoco le gustaba la relación de tu prima con Flacucho -le recordé.

– ¡Estoy seguro de que no hacían nada malo! -declaró el chico apresuradamente-. Creo que Caléndula le decía cosas que él necesitaba escuchar. ¿Sabes a qué me refiero? Palabras sobre lo importante que era su trabajo y lo mucho que lo valoraban los dioses. Mariposa no entendía de esas cosas. -Hizo una pausa-. No sé qué pensar de Mariposa. Parecía que cuidaba bien a su marido, pero a ninguno de nosotros nos caía bien. Mi tío cree que no se trae nada bueno entre manos, pero no he conseguido que me diga qué puede ser.

– ¿No sabe que has ido a Atecocolecan?

– No. Cree que estoy con un amigo que está en la Casa de las Lágrimas, el hijo de otro plumajero. -Sospeché que se refería a Tartamudo-. Ir a la casa de Vago fue idea mía, solo para ver si conseguía descubrir algo. Si quieres saber la verdad, el tío Furioso apenas me ha hablado en los últimos dos días. Se encierra en su taller, no habla con nadie ni deja que nadie entre, y solo sale a la hora de la comida. Sé que está muy preocupado por Caléndula. Le haría muy feliz si consigo descubrir dónde está.

Cangrejo y yo nos despedimos en el límite de Amantlan. Antes de marcharse a su casa, me recomendó que me deshiciera de mi disfraz. Me dijo que estaba perdiendo el hollín. Me miré las manos y las piernas y vi que mi aspecto era más sucio que siniestro; desprendía escamas de ceniza negra del mismo modo que los frutales pierden los pétalos en primavera.

Decidí seguir el consejo del chico. Busqué un rincón tranquilo, algún canal donde poder bañarme sin ser visto. Convencido de haber encontrado el lugar adecuado, doblé una esquina, pero descubrí que alguien más había tenido la misma idea.

Acababa de hacer sus necesidades en el agua y se estaba arreglando las prendas. Iba vestido desde el cuello hasta los tobillos con algodón verde, y en los pies llevaba unas sandalias anchas con cordones muy largos. Había una espada y un escudo a su lado, y su pelo se levantaba como una columna que caía en una larga cola negra por encima de la nuca. Me daba la espalda, pero antes de que se volviera ya sabía quién era: un guerrero otomí.

Permanecí muy quieto mientras me miraba. Deseaba correr, pero mis piernas no dejaban de temblar violentamente; sabía que me atraparía antes de que pudiera dar media docena de pasos. No me quedaba otro remedio que confiar en mi disfraz.

Era uno de los soldados de la tropa del capitán. Agradecí que no fuera el capitán, o Zorro, porque cualquiera de los dos me habría descubierto en el acto. Me pregunté dónde estaría su monstruoso jefe tuerto.

– ¿Que haces aquí? -acabó por preguntarme el guerrero.

Me acordé de falsear la voz, y mascullé algunas palabras tal como suelen hacer los sacerdotes debido a las muchas heridas que se hacen en la lengua para que sangre.

– Por lo visto, lo mismo que tú.

El otomí se agachó para recoger la espada y el escudo.

– No hay ninguna letrina por aquí, aunque desde luego es mucho mejor hacerlo en los canales en esta parte de la ciudad. -Mostraba el habitual desprecio de la gente de Tenochtitlan, además del que suelen sentir los guerreros por los comerciantes y artesanos que viven en las casas cercanas. Miró mis prendas-. ¿Por qué un sacerdote de Huitzilopochtli ronda por Tlatelolco?

– Un asunto oficial -respondí con toda naturalidad-. Aunque yo también podría hacer la misma pregunta.

El otomí blandió la espada en un gesto impaciente.

– Estamos buscando a un par de fugitivos: un chico y un esclavo fugado. ¿Has visto a alguien así?

– No.

– Pues si los ves, avisa. Mi capitán está muy interesado en atraparlos, sobre todo al esclavo. ¡Nos metió en un buen jaleo en Tlacopan! ¡Sus tripas le servirán de taparrabos cuando lo encontremos! -De pronto me observó con mucha más atención-. ¿No te he visto en alguna parte?

– No creo -respondí con el corazón en un puño-. Sirvo al dios en su gran templo en el Corazón del Mundo. Quizá me has visto en alguna ceremonia.

– No, no fue allí. -Frunció el entrecejo-. No sé, pero tu cara me suena.

Conseguí soltar una carcajada.

– Es difícil saberlo con todo este tizne negro, ¿verdad?

Continuó mirándome durante un buen rato; yo hacía lo imposible por dominar el terror. Luego pareció decidirse.

– No puedo quedarme aquí todo el día -manifestó en tono enérgico mientras pasaba a mi lado-. Tengo que ir a por esos tipos. ¡Hay una recompensa de tabaco para todo el año para el que los atrape!

En cuanto se marchó, caí de rodillas a la vera del canal y vomité. Cuando por fin dejaron de sacudirme las terribles arcadas y conseguí sentarme, jadeante y tembloroso, en la orilla del canal, empecé a pensar en el significado de lo que había dicho el otomí.

Había comentado que él y sus camaradas estaban buscando a un esclavo -yo- y a un muchacho. Pero cuando lo había dejado en Tlacopan, el capitán aún parecía convencido de que perseguía a una tercera persona. Era imposible que el barquero se lo hubiese dicho a pesar de la tortura, porque no lo sabía.

¿Cómo se habían enterado los otomíes de la verdad?

Me quede allí durante el resto de la tarde, intentando descansar. En cuanto oscureció, abandoné definitivamente mi disfraz. Me sumergí en el canal y me lavé hasta no dejar rastro de las cenizas y el hollín. Luego escondí la capa entre unos arbustos y emprendí el camino de regreso a la casa de Atecocolecan.

Trepé al sauce que había escalado Cangrejo para llegar al techo a primera hora de la tarde y me arrastré por el borde, como seguramente había hecho el chico, para evitar caer atravesando el techo, ya que la zona de en medio parecía muy endeble. Hice una pausa para observar a mi alrededor y decidir qué quería hacer. El cielo brillaba con la luz de las estrellas, pero afortunadamente aún no había salido la luna. Cuando miré por encima del hombro, vi la débil luz de un brasero en la cumbre del templo del distrito. Estaba demasiado lejos para iluminarme. No se oía ningún sonido excepto el murmullo del viento entre las hojas del sauce junto a la casa y de los otros árboles y setos que marcaban los límites de las parcelas del distrito junto al lago.

Había vuelto con la intención de encontrar el atavío que pertenecía a Bondadoso, porque era la única cosa que quizá podría llevarme hasta mi hijo. Estaba convencido de que el mejor lugar para buscarlo era la habitación que Vago había compartido con Caléndula. No tenía la menor duda de que había algo escondido en aquella habitación. ¿Qué otro motivo podía haber para que Mariposa hubiera hecho lo imposible para impedirme que entrara?

Mientras me preparaba para dejarme caer en el patio con el mayor sigilo posible, el miedo me provocó un doloroso calambre en el estómago. Lo que me disponía a hacer, entrar en una casa por la noche, era un delito grave, pero no era eso lo que me asustaba. Había cometido otros delitos tanto o más graves y había salido bien parado, de una manera u otra. Ahora me aterrorizaba pensar que el motivo de la muerte de Vago tenía relación con aquello que había ido a buscar, y que la persona que lo había asesinado no vacilaría en matar de nuevo.

Respiré hondo y salté.

En cuanto mis pies tocaron el suelo me dirigí hacia las sombras. Desde allí, después de echar una rápida ojeada a mi alrededor para asegurarme de que estaba solo, avancé hacia la entrada prohibida. Contuve el aliento mientras levantaba una esquina de la tela, por si había pasado por alto algún sonido que pudiese delatar la presencia de alguien en la habitación: un carraspeo, una pisada, una tos, un ronquido o el suave roce de alguien que se da la vuelta debajo de una manta. Mariposa me había dicho que esta había sido la habitación de Vago y Caléndula, y por tanto suponía que estaba desocupada, pero si Flacucho y su esposa se habían instalado allí durante la tarde, yo estaba preparado para salir disparado antes de que abrieran los ojos.

No oí nada, así que me colé en la habitación y dejé que la tela volviera a caer a mi espalda.

La oscuridad era absoluta. Tendría que buscar guiándome por el tacto. Maldije por lo bajo. Lo que menos deseaba era moverme por una habitación extraña con las manos tanteando el aire a la espera de tocar algo importante; sin embargo, no tenía otra alternativa.

Di un paso, y al momento sentí un terrible dolor. Tuve que morderme la lengua para no soltar un alarido. El dolor y la sorpresa hicieron que me flaquearan las piernas.

Me había dado en los dedos del pie.

Me lloraban los ojos mientras intentaba descubrir contra qué había tropezado. Apoyé una rodilla en tierra, con la pierna del pie herido debajo del muslo para protegerlo, y palpé en el suelo para encontrar el objeto. Era un trozo de piedra, áspero y dentado, o al menos así lo creí hasta que le di la vuelta y descubrí que estaba pulido. Al pasar los dedos por las curvas y rebordes supe que se trataba de una talla, aunque era imposible saber por el tacto qué o a quién representaba.

«¿Cómo se habrá roto? -murmuré-. Quizá algún otro idiota se la ha llevado por delante antes que yo.»

Me levanté con una mueca de dolor. Mientras avanzaba con precaución, un poco apartado del lugar donde había dejado la piedra, encontré otro trozo, áspero y dentado como el primero, que rocé con el talón.

Mariposa no había mentido al decir que aquel lugar estaba hecho un desastre. Mientras andaba a través de la habitación hacia la pared de atrás, encontré una montaña de basura. Al parecer alguien había amontonado todas las pertenencias de Vago y las había dejado allí en medio. A tientas, encontré restos de tortilla, cacharros rotos, telas, hilos, algo afilado que debía de ser una hoja de obsidiana y plumas. Había una sorprendente cantidad de plumas.

La pila ocupaba todo el ancho de la habitación, así que tuve que pasar por encima para averiguar qué había al otro lado. Di un respingo cuando algo cayó y rodó por el suelo con gran estrépito. Me quedé inmóvil por un momento pero no oí ningún otro sonido.

La habitación resultó ser más pequeña de lo que parecía desde el exterior, porque me encontré con la pared trasera inmediatamente después de la pila.

Pasé las manos por la superficie. No parecía haber ningún nicho o estante, sino solo el revoque. El acabado era áspero como si lo hubiesen terminado deprisa. Noté una corriente de aire en los pies, por lo que supuse que los ratones de los campos de detrás de la casa habían abierto un agujero en el adobe.

Un olor desagradable llenaba esa parte de la habitación. Me resultaba vagamente conocido, aunque no conseguía recordar dónde lo había olido antes. En cambio no era difícil adivinar de dónde salía: de algún lugar de la pila a mi espalda. Exhalé un suspiro; sabía que no podía hacer otra cosa que escarbar en la basura. Creía saber el motivo para que la hubiesen dejado aquí. Era el lugar perfecto para esconder el traje.

Pasé de nuevo por encima con la intención de buscar desde el otro lado, donde había más espacio para moverse.

Estaba agachado sobre la pila, de espaldas a la puerta, cuando oí que algo se movía. Me pareció una pisada leve y sigilosa.

Intenté levantarme pero fui demasiado lento.

Algo se estrelló contra mi cabeza, y antes de llegar al suelo ya me había sumido en una absoluta oscuridad.

4

Una serpiente danzaba ante mis ojos. No era venenosa. Cuando levantó su ancha cabeza plana y abrió la boca para acercar silenciosamente su lengua bífida a mi rostro, vi que no tenía colmillos. Era de las que matan a sus víctimas lentamente; las aprietan hasta que no pueden respirar, hasta que las costillas se parten y los órganos estallan. Sabía que cualquier movimiento solo serviría para que aumentara la presión. Me mantuve tan quieto como pude y apenas respire hasta que la presión en los pulmones y la sensación de que mi cabeza giraba y se balanceaba incluso mientras el resto de mi cuerpo permanecía clavado al suelo fueron demasiado fuertes; entonces empecé a jadear y a toser.

La serpiente no reaccionó. Sus ojos me miraban. Mientras los observaba me di cuenta de que había algo extraño: las pupilas no eran unas gemelas rajas elípticas sino unas cuentas negras perfectamente redondas con el iris de un cálido color castaño que conocía de alguna parte.

Sostuve la mirada de la serpiente porque no podía mirar hacia la luz intermitente que los iluminaba. Parecía balancearse como un incensario en las manos de un sacerdote. Se me acercaba hasta parecer que se metería en mi cabeza y luego se alejaba hasta convertirse en un punto brillante como una estrella.

Oía una voz. Sonaba como si viniese de muy lejos y no tenía claro si pronunciaba palabras o sonidos inarticulados. El sonido era tan débil que cuando se apagó no sabía a ciencia cierta si lo había escuchado, pero en cuanto sonó de nuevo, la serpiente pareció darle una respuesta.

– ¿Puedes oírnos?

Parpadeé. Tenía los ojos nublados, irritados. Cada vez me resultaba más difícil enfocar el rostro de la criatura, aquellos inquietantes ojos, las escamas que brillaban al reflejo de la luz, la burla en aquella boca sin labios. Cerré los ojos pero la serpiente seguía allí; su cabeza se movía ahora de un lado a otro en una lenta y sinuosa danza. Sentí que sus anillos se movían por mi cuerpo; me retorcí de miedo, apreté los puños y levanté la cabeza del suelo, pero la sofocante presión no llegó. Me quedé quieto de nuevo, intrigado por la sensual caricia de la piel de la serpiente contra la mía, por el contacto de su lengua en mi garganta y pecho.

Entonces se irguió, como si fuera a atacar.

– ¿Sientes esto? -preguntó, más fuerte que antes.

Era una voz de mujer, ronca, atrayente, hechizadora. Era una voz capaz de despertar el deseo de un hombre incluso cuando está a punto de morir, o quizá más que nunca entonces, cuando lo único que le queda es el deseo de vivir y de lo que crea vida.

Gemí.

Me pareció que la voz no me hablaba a mí. La voz distante le respondió con un sonido que pareció un sollozo.

– Oh, lo podemos hacer todavía mejor. Podemos hacer una música mucho más dulce que esta, ¿no crees? -ronroneó la serpiente.

Entonces pareció desprenderse de su piel; la dejó caer como hacen las serpientes, para dejar que las escamas del año que han pasado se sequen en una roca o en un cactus, se destruyan y se las lleve el viento. Por un instante, cuando se movía hacia mí, vislumbré el cuerpo de la criatura, el juego de sombras sobre la limpia y suave piel nueva, y pensé que era la cosa más hermosa que había visto en mi vida. Volví a sentir deseo, más fuerte que antes, cuando solo había oído la voz de la criatura. Se deslizó de nuevo sobre mí y encerró suavemente mi virilidad; no pude debatirme a pesar del miedo. Intenté seguir el ritmo de la serpiente, acompasar sus ondulaciones con las mías, pero cuando descubrí que seguía sujeto con tanta fuerza que no podía moverme fue la decepción, no el miedo o el terror, lo que me hizo gemir de nuevo.

– ¡ Ah, esto es bueno! -La voz había cambiado, ahora tenía un tono más salvaje y agudo-. ¿Puedes sentir lo bueno que es?

Una vez más sus palabras parecían tener otro destinatario, a pesar de la intimidad con la que su carne estaba unida a la mía.

Un dolor, leve al principio pero que fue en aumento y que cada vez era más insistente, apareció en mi nuca, incluso mientras oía mis propios gemidos de placer.

– Te gusta, ¿verdad?

Ahora las palabras eran claramente para mí, susurradas por unos labios que rozaban mi oreja. Gemí de nuevo. Tenía que irme, pero no había nada que pudiera hacer, y el deseo de que aquello continuara era demasiado fuerte.

– ¿Por qué no me dices quién eres de verdad? -La deliciosa caricia fue disminuyendo hasta casi cesar del todo-. Si no lo haces, quizá pare. ¿Quieres que pare?

Solo conseguí responder con un gorgoteo.

– No creo. Te he dado algunas de esas semillas negras que tenía Vago. Ahora no puedes dejar que pare, ¿verdad? Nosotros también las usamos, así que lo sé. -Una desagradable risa burlona agitó el pelo junto a mi oreja-. ¡Incluso aunque esto no me lo dijera! -Me apretó una vez más, y jadeé-. ¿Qué estás haciendo aquí?

Algo que no era el miedo o el deseo sexual arrancó la respuesta de mi garganta; parecía imponerse a mi voluntad y obligarme a contestar a sus preguntas sin que pudiera evitarlo.

– Me llamo Cemiquiztli Yaotl -respondí con voz ahogada-. Soy uno de los esclavos del señor Plumas Negras. Estoy buscando a mi hijo.

Ella permaneció inmóvil por un momento. Luego se levantó, sin soltarme, y miró mi lánguido cuerpo. Se inclinó ligeramente hacía un lado para que la luz, el vacilante resplandor amarillo que ahora veía que procedía de una tea de pino, cayera sobre su rostro; en el reflejo de la luz, vi el brillo de una gota de sudor en su mejilla.

– ¿Qué te hizo creer que había venido aquí? -Su voz seguía siendo un susurro.

– Creí que él y el traje de Bondadoso podían estar en el mismo lugar. -Sus movimientos habían cesado. Una parte de mí quería que continuara. Otra deseaba gritar que no lo hiciera. El dolor en mi cabeza iba en aumento.

Se inclinó de nuevo hacia mí y sentí la caricia de su pelo y su aliento en mi rostro.

– No tengo ningún motivo para mentirte -murmuró-. Aquí no está el atavío que buscas y no sé nada de tu hijo. Si finalmente dejamos que te marches, podrás decírselo a Bondadoso. Pero ahora…

De repente, se movió de nuevo; sus muslos se apretaron contra los míos con una nueva urgencia, sus manos amasaron la piel de mi pecho y unos suaves gemidos escaparon de sus labios.

El dolor en mi cabeza pareció aumentar con su excitación, y mi cráneo parecía a punto de estallar. Sentí náuseas en el estómago y la respiración se cortó en mi garganta como si me estuviesen estrangulando. Gemí muy alto, con éxtasis incluso, en el momento en que mi hombría comenzaba a arrugarse.

El mundo empezó a girar a mi alrededor antes de hundirme de nuevo en la oscuridad. Lo último que oí fue su grito.

Fue algo más que un grito de placer. Era un grito de guerra, la orgullosa proclama de un vencedor, un grito de triunfo.

Entraba y salía de mis sueños, pasando de uno a otro.

Unas criaturas fantásticas bailaban ante mis ojos. Me parecía ver nidos llenos de serpientes, con sus resplandecientes pieles llenas de dibujos de rayas y espirales y pintadas de bellísimos colores: rojo, amarillo, azul, verde y otros colores que no había visto hasta entonces y que probablemente nunca volvería a ver, colores que podía saborear con la punta de la lengua y cuyos sonidos eran como de flautas, de lluvia o de risas. Algunas veces no veía las serpientes, sino solo los dibujos en sus pieles, que crecían, se unían, se separaban y ondulaban ante mis ojos.

Creí estar en una habitación llena de pájaros. Sus cuerpos oscurecían el espacio a mi alrededor y el batir de alas llenaba mis oídos hasta ahogar los latidos de mi corazón. Sus plumas parecían llenarme la nariz y la boca, lo que me hacía estornudar y toser.

Entonces me encontré en un mundo poblado por dioses.

Una única luz muy brillante se colaba entre mis lágrimas. Parecía marcar el compás de los latidos en el fondo de mi cabeza. Me pregunté si era aquel el aspecto del sol desde los Trece Firmamentos, por encima de las nubes y el cielo. ¿Podía ser que ya fuera de noche y que el sol ya estuviese debajo del horizonte occidental, después de despedirse de las almas de las madres muertas que formaban su guardia de honor antes de emprender el viaje de regreso a través de la tierra debajo de nuestro mundo? Me estremecí al darme cuenta de que quizá me encontraba en una de las nueve regiones de Mictlan, la tierra de los muertos.

Quería moverme, huir, golpear el suelo con los puños, o hacerme un ovillo alrededor de mi espanto, del dolor y la náusea en mi estómago, pero algo me retenía tumbado en el suelo, a merced de cualquier criatura o demonio que pudiera venir a por mí.

En aquel momento pensé que debía de estar muerto o a punto de morir, porque oí una voz de mujer.

Me pareció que la había oído anteriormente pero no había sabido reconocerla. Sin embargo, ahora era inconfundible. No tenía palabras para mí, aunque eso no tenía ninguna importancia. Desgarrada por amargos sollozos, arrancados de una garganta atormentada por el dolor, la ira, el reproche y el arrepentimiento, y lanzada contra mí a través de la helada oscuridad del infierno, esa voz solo podía pertenecer a Cihuacoatl, la Mujer Serpiente, la diosa cuyos lamentos eran el sonido más espantoso que podía oír un azteca, como el presagio de la destrucción total, la muerte y la ruina de la ciudad.

Quería gritar, pero solo conseguí emitir un ronco gruñido entre mis labios resecos.

Una sombra grande c irregular llenó mi visión. Su forma era extraña, aunque no desconocida. Mientras tomaba consciencia de lo que veía, sentí que mi terror aumentaba.

Había visto anteriormente esta figura con todo detalle. Desde las largas y gráciles plumas que se elevaban por encima de su cabeza y que caían sobre la espalda hasta el brillo de la obsidiana en las sandalias y, sobre todo, la aterradora cara de su máscara de serpiente. Era imposible no reconocer al dios. Me encontraba ante Quetzalcoatl, la Serpiente Emplumada.

Casi dejé de respirar. Paralizado de miedo lo miré mientras se inclinaba sobre mí. La mirada de los dos agujeros negros que eran sus ojos pareció pasear pensativamente por mi cuerpo indefenso. Me encogí al tiempo que apretaba las nalgas para impedir la descarga de los intestinos.

Entonces el dios avanzó hacia mí; llevaba un pequeño objeto brillante en la mano. No pude contener un grito de miedo al ver que se trataba de un cuchillo de cobre: la herramienta adecuada para trabajar las plumas, o para despellejar a un hombre. Me dominó el miedo a algo peor que la muerte: si de verdad estaba en el infierno, ¿podía el dios desear torturarme eternamente?

– No…

El dios se irguió. Levantó la mano libre, extendió un dedo, y lo sostuvo delante de la boca. Me estaba ordenando que guardara silencio.

Cuando se arrodilló y acercó el cuchillo, no hubiese podido encontrar mi voz ni aun queriéndolo. Simplemente esperé en silencio mientras él tiraba de las cuerdas que me sujetaban y las cortaba una a una hasta dejarme libre.

Se levantó; luego apoyó su mano en mi pecho y me empujo suave y firmemente en una clara indicación de que no debía levantarme. Podría haberse evitado la molestia: mis miembros pesaban como piedras y el hormigueo me impedía moverlos.

A contraluz no se veía ninguna expresión en la máscara de serpiente, pero algo me dijo que la mente que había detrás estaba preocupada y perpleja, como si se hubiese encontrado con algo del todo inesperado y ahora no supiera qué hacer al respecto. Al final murmuró:

– ¿Por qué estás aquí?

La voz sonó como si llegara desde el fondo de un cántaro. También parecía de alguien joven, pero me dije que los dioses no tenían edad. Me sentí obligado a responder.

– Yo…

– ¡En voz baja! -me interrumpió-. ¡Ella te oirá!

La advertencia llegó demasiado tarde.

Algo se movió en el otro extremo de la habitación. Nos llegó el sonido de lo que pareció un bostezo, y luego apareció su figura, como si se desenroscara del lugar donde había yacido. Se desperezó con la misma naturalidad y gracia que un jaguar que se despierta de la siesta, mientras la sombra proyectada por la vacilante luz de la antorcha sobre la pared se movía sugestivamente.

Quetzalcoatl se levantó en el acto y se volvió con un susurro de plumas y un suave roce de los talones de las sandalias.

– ¡Por fin has vuelto! -Oírla hablar fue como si me acariciaran las orejas con un plumón. La voz era suave y seductora, pero había algo en ella, un timbre, un sentimiento, o un recuerdo, que hizo que me estremeciera. Caminó hacia el dios con los brazos extendidos, y en el instante en que la luz cayó directamente sobre su cuerpo, vi que estaba desnuda-. Ven aquí -dijo con una voz ronca por el deseo.

Desde que había visto a la mujer, Quetzalcoatl parecía haberse quedado clavado en el suelo. Ahora, cuando sus dedos se le acercaron y las puntas rozaron la dura piel de la máscara enjoyada, pareció despertar. Con un grito ahogado levantó los brazos como si quisiera apartarla. Retrocedió. Una de las sandalias me aplastó el tobillo. Grité de dolor y el dios estuvo a punto de caer sobre mí. Trastabilló, logró recuperar el equilibrio y retrocedió hacia la puerta.

– ¿Qué pasa? -gritó la mujer-. ¿No quieres…? ¡Vuelve!

Él consiguió llegar al umbral. Por un momento pareció que no era más que un montón de tela, plumas y piedras preciosas; luego desapareció acompañado por el eco de sus gritos en el patio.

– ¡Espera! -gritó la mujer. Sin preocuparse de su desnudez, corrió tras él-. ¡No te vayas! ¡Dime qué pasa!

Me obligué a levantar la cabeza para que mis oídos pudieran seguir el rastro de su voz a través del patio. La oí más baja cuando atravesaba la otra habitación y más alta en cuanto alcanzó la calle; me maravillé al comprobar lo aguda y desagradable que sonaba, y lo desesperada que debía de estar para salir corriendo de la casa sin llevar nada encima.

Comenzó a darme vueltas la cabeza. Me obligué a concentrarme, convencido de que debía mantenerme despierto. Tenía que levantarme y salir de allí antes de que la mujer regresara, pero el dolor y la náusea eran más fuertes, y perdí el conocimiento.