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mía, y al coronel se le quitaron las dudas de golpe. Y es que no hay nada como un buen pistoletazo a bocajarro en el momento oportuno. Es mano de santo.

Raas–zaca–bum–cling–clang. Allí seguían los cañones rusos dale que te pego, y nosotros cada vez más cerca. El pobre Peláez se iba quedando atrás, charcutería fresca entre los maizales quemados, y había llovido mucho desde el follón de Dinamarca. Ustedes no están en antecedentes, claro, pero en su momento aquello dio mucho de qué hablar. Podría resumirse la historia en pocas líneas: Godoy lamiéndole las botas al Enano, Trafalgar, alianza hispano–francesa, quince regimientos españoles destacados en Dinamarca bajo el mando del marqués de La Romana, dos de mayo en Madrid y resulta que los aliados se convierten en sospechosos. Y el Emperador con la mosca tras la oreja.

— Vigílemelos, Bernadotte.

— Ala orden, Sire.

— Esos hijoputas ya son difíciles como aliados, así que cuando sepan que les estamos fusilando a los paisanos para que los pinte al óleo ese tipo, Goya, figúrese la que nos pueden organizar.

— Me lo figuro, Sire. Gente bárbara, inculta. Vuestra Majestad sabe lo que necesitan: un rey justo y noble, como vuestro augusto hermano José.

— Deje de darme coba y mueva el culo, Bernadotte. Lo hago a usted responsable.

Fue más o menos así. A todo esto, nosotros estábamos dispersos un poco por aquí y por allá guarneciendo Jutlandia y Fionia. Había pasado ya el tiempo feliz de las cogorzas de ginebra y las Gretchen rubias, de caderas confortables, que nos revolcábamos–a menudo ellas a nosotros–en los pajares locales. Ahora se olía próxima la chamusquina, las Gretchen se encerraban en sus casas con los legítimos, y los barcos ingleses patrullaban la costa sin que nosotros tuviésemos muy claro si había que darles candela cumpliendo órdenes o pedirles que nos recibieran a bordo para ir a España. El caso es que a partir de mayo los gabachos empezaron a desconfiar de nuestros contactos con los británicos. Que si usted le ha enviado un mensaje a aquel barco inglés. Que a usted qué coño le importa, Duchamp, lo que yo envíe o deje de enviar. Que si tal y que si cual, mondieu. Que yo me carteo con quien me da la gana. Que si su honog de soldado, Magtinez. Que si me voy a tener que cagar en tus muertos, franchute de mierda. Total. Empezaron a detener oficiales, a desarmar unidades y a exigirnos juramento de lealtad, que a esas alturas era como pedirle peras al olmo. En vista del panorama, La Romana nos hizo jurar que permaneceríamos fieles a Fernando VII y que íbamos a intentar llegar a España como fuera, para ajustarles allí las cuentas a los gabachos.

— Nos abrimos, López. Disponga la evacuación.

— Ala orden, mi general.

— Hay que largarse con lo puesto y aprisa, así que avise a los jefes y oficiales. El plan es capturar Langeland y concentrar en la isla a nuestros quince mil hombres para embarcar en la flota inglesa y salir por pies.

— Espero que los británicos cumplan su palabra, mi general.

— Eso esperamos todos. Sería muy incómodo liar la que vamos a liar para quedarnos en tierra.

— Viva España, mi general.

— Que sí, que viva. Pero espabile.

Fue bonito para quienes lo lograron. Nos hicimos con Langeland en un golpe de mano y todas las unidades dispersas por la costa danesa recibieron orden de acudir allí como quien acaba de patear un avispero. Los primeros en llegar fueron los del Batallón Ligero de Barcelona, y siguieron otros, infiltrándose entre las líneas y guarniciones francesas, desarmando a sus adjuntos gabachos y a las tropas danesas que no se quitaban de en medio. En varias ocasiones hubo que aplicar sin contemplaciones el sistema Peláez, pero el caso fue que entre el 7 y el 13 de agosto, en una de las mayores evasiones de la historia militar–el tal Jenofonte sólo se largó de Persia con 810 hombres más-, 9.190 españoles lograron llegar a Langeland para embarcar en los buques ingleses. Lo malo es que otros 5.175 nos quedamos a medio camino: los Regimientos de Guadalajara y

Asturias–apresados por los daneses en Seelandia tras el motín donde Peláez disparó su pistoletazo-, el Regimiento del Algarve–atrapado en la ratonera de JutIandia-, el destacamento que el mariscal Bernadotte tenía incorporado a su guardia personal, los heridos y los rezagados, amén de algunas pequeñas unidades que, como la nuestra, la sección ligera del Regimiento Montado de Villaviciosa, tuvieron mala suerte.

Lo cierto es que los de la Ligera estuvimos a punto de conseguirlo. Llegamos a la costa con el resto del regimiento y los daneses y los mondieus pegados a los talones, bang–bang y todo el mundo corriendo, maricón el último, para averiguar que los barcos daneses en los que íbamos a atravesar el brazo de mar hasta la isla se habían rajado, dejándonos sin transporte. Nuestros antiguos aliados estaban a punto de echarnos el guante como a los compañeros del Algarve, abandonados por sus jefes y conducidos hasta el embarcadero por un oscuro capitán con muchas agallas, el capitán Costa, donde tuvieron que rendirse–después de que Costa se pegara un tiro–cercados–por los franchutes y sus mamporreros danesel. A nosotros estaba a punto de ocurrirnos lo mismo, pero nuestro coronel Armendáriz, que a pesar de ser barón los tenía bien puestos y no estaba dispuesto a pudrirse en un pontón gabacho, ordenó echar los caballos al agua y cruzar el canal nadando, agarrados a las crines y a las sillas. Y allá fue el regimiento. Algunos se ahogaron, otros fueron alejados por la corriente, o les fallaron las fuerzas. Nosotros, los de la sección ligera, recibimos la orden de sacrificarnos para proteger a los que se iban.

— Te ha tocado, Jiménez. Cubrís la retirada.

— No jodas.

— Como te lo cuento.

Y allí nos quedamos a regañadientes, en la playa, cubriendo la retaguardia, aguantando como pudimos más por el qué dirán que por otra cosa, peleando a la desesperada hasta que la mayor parte del Villaviciosa estuvo a salvo en la isla. Entonces los pocos de nosotros que sabían nadar echaron a correr para tirarse al agua con los últimos caballos, a probar suerte, aunque de éstos ya no llegó ninguno. El resto hicimos de tripas corazón, levantamos los brazos y nos rendimos.

Fuimos a Hamburgo, a inaugurar un campo de prisioneros nuevecito y asqueroso, para comernos cuatro años a pulso, con otros infelices deportados de la guerra de España. Tiene gracia: después, cuando Napoleón se cayó con todo el equipo, los alemanes juraban y perjuraban que ellos siempre estuvieron contra el Petit Cabrón. Pero había cantidad de ellos en el ejército gabacho. En Hambur go, sin ir más lejos, nos vigilaban centinelas alemanes y franceses, y cuando alguno de nosotros lograba evadirse, eran los vecinos de los pueblos cercanos los que muchas veces nos denunciaban, o nos devolvían al campo a patadas en el culo. Ahora tengo entendido que allí nadie recuerda que haya habido nunca un campo de prisioneros españoles en Hamburgo, y es que los Fritz son estupendos para el paso de la oca, pero andan siempre fatal de memoria. En fin. El caso es que estábamos bien jodidos en nuestro campo de prisioneros cuando, en 1812, al Enano va y se le ocurre invadir Rusia. Cuando se preparan invasiones a gran escala, la carne de cañón se cotiza bien. Así que los veteranos de la División del Norte que habíamos sobrevivido al frío, el tifus y la tuberculosis, tuvimos nuestra oportunidad: seguir pudriéndonos allí o combatir con uniforme gabacho.

— A ver. Voluntarios para Rusia.

— ¿Para dónde?

— Para Rusia.

Dos mil y pico preguntamos dónde había que firmar. Después de todo, de perdidos al río.

En cuanto a ríos, con la Grande Armée habíamos terminado vadeando unos cuantos. La santa Rusia estaba llena de rusos que nos disparaban y de malditos ríos donde nos mojábamos las botas. Antes del Moskova y Moscú, el último era aquel Vorosik que circundaba en parte Sbodonovo, por cuyo vado seguían colándose los escuadrones de cosacos que tenían el flanco derecho francés hecho una piltrafa, mientras en su colina del puesto de mando el Petit nos miraba admirado por el catalejo, preguntándole a Alaix quiénes coño éramos esos tipos estupendos que, a pesar de la que

nos estaba cayendo encima, avanzábamos imperturbables, en perfecto orden, hacia las líneas enemigas.

Y sin embargo, la respuesta era sencilla. En medio del desastre del flanco derecho del ejército napoleónico, cruzando los maizales batidos por la artillería rusa, en formación y a paso de ataque, los cuatrocientos cincuenta españoles del segundo batallón del 326 de Infantería de Línea, no efectuábamos, en rigor, un acto de heroísmo. Para qué vamos a ponernos flores a estas alturas del asunto. La cosa era mucho más simple: ningún herido que pudiera andar se quedaba atrás, y avanzábamos en línea recta hacia las posiciones rusas, porque estábamos intentando desertar en masa. Aprovechando el barullo de la batalla, el segundo del 326, en buen orden y con tambores y banderas al viento, se estaba pasando al enemigo. Con dos cojones.

III. La sugerencia del mariscal Murat

Total. Que estábamos allá abajo, a dos palmos de las líneas rusas y aguantando candela mientras intentábamos pasarnos al enemigo como el que no quiere la cosa, y desde su colina, sin percatarse de nuestras intenciones, el Estado Mayor imperial nos tomaba por héroes. Los generales se miraban unos a otros sin dar crédito a lo que estaban viendo. Regardez, Dupont. Oh–la–la les espagnols, quien lo iba a decir. Siempre protestando, que si esta no es su guerra, que si vaya mierda de rancho, y ahora mírelos, atacando en plena derrota, con un par. Nomdedieu. Quién lo hubiera dicho cuando los alistamos para Rusia casi a la fuerza, o esto o pudrirse en Hamburgo. Y se daban unos a otros palmaditas en la espalda porque así, desde su punto de vista, no era para menos, con aquel flanco derecho que estaba literalmente hecho trizas, maizales humeantes llenos de muertos como si alguien se hubiera estado paseando por allí con una máquina de picar carne, los cañones de los Iván dale que te pego y el segundo del 326 siempre adelante, recto hacia el enemigo con la que estaba cayendo. Oh, les espagnols. Que son braves, los tíos. Quién nos lo iba a decir, Dubois. Vivir para ver. Togueadogues, eso es lo que son. Unos togueadogues.

Por su parte, el Enano no nos quitaba ojo. Cada vez que el humo de las granadas rusas cubría el valle frente a Sbodonovo, arrugaba la frente imperial pegándose el catalejo a la cara, inquieto por la suerte del pequeño batallón solitario que aguantaba el tipo frente a las líneas enemigas donde todos sus anfansdelapatrí habían salido por piernas. Ese gesto lo repetía a cada instante, pues aquella mañana los artilleros ruskis quemaban pólvora con entusiasmo, y con tanta granada y tanto raaszaca–bum y tanto pobieda tovarich en el flanco derecho, había ratos en que el Petit y su Estado Mayor tenían la misma visión del flanco en cuestión que podía tener una fuente de salmonetes fritos. La verdad es que, desde aquella colina, el panorama del campo de batalla era impresionante: maizales chamuscados que humeaban, filas azules en retirada por la derecha o sosteniendo la línea en el centro y a la izquierda, los campos salpicados de manchitas azules más pequeñas, individuales e inmóviles. Heridos y muertos a granel, casi tres mil a aquellas alturas del asunto, y todavía quedaba tajo para un buen rato. De pronto los cañones del zar soltaban una andanada en condiciones, las filas azules del 326 desaparecían bajo la humareda, y todo el mundo en la colina, bordados y entorchados en pleno del mariscalato imperial, contenía el aliento imitando al fulano de capote gris y enorme sombrero que oteaba el paisaje con el ceño fruncido. Después, un poco de brisa abría claros entre el humo para mostrarles al 326 que proseguía su avance en buen orden, el Petit sonreía un poco, así, a su manera, torciendo la boca como si acabara de confirmar una corazonada, y todos los pechos galoneados en oro, todos los comparsas que lo rodeaban a la espera de un ducado en Holstein, una pensión vitalicia o un enchufe para su yerno en Fontainebleau, suspiraban a coro compartiendo solícitos su alivio, mais oui, Sire, voila les braves y todo eso.

— Los va–van a de–descuartizar–tartamudeó el general Labraguette, resumiendo el pensamiento de los que estaban en la colina.

Labraguette era el optimista del Estado Mayor imperial, así que la cosa estaba clara. El 326 tenía por delante menos futuro que María Antonieta la mañana que le cortaron el pelo en la Conciergerie. Sin embargo, al oír a Labraguette decir aquello, el Enano se puso el catalejo bajo el brazo y apoyó el mentón en un puño, frunciendo el ceño. Era el gesto que siempre ponía para salir en los grabados y ganar batallas, y solía costarle a Francia entre cinco y seis mil muertos y heridos cada vez.

— Hay que hacer algo por esos héroes–dijo por fin-. ¡Alaix!

— Ala orden, Sire.

— Envíeles un mensaje para que retrocedan honorablemente. No merece la pena que se hagan matar de ese modo… Y usted, Labraguette, busque a alguien de la División Borderie para que proteja su retirada.

— Labraguette dudaba en abrirla boca.

— Me te–temo que es imposible, Sire–se aventuró por fin.

— ¿Imposible? — el Enano lo miraba con la simpatía de doce mosquetones en un pelotón de fusilamiento-. Esa palabra no existe en el diccionario.

Labraguette, que a pesar de ser general era un tipo leído, miraba al Ilustre, perplejo.

— Yo ju–juraría que sí, Sire. Imposible: algo que no es po–posible.

— Le digo que no existe–el Enano fulminaba a Labraguette con la mirada-. Y si esa palabra existe, cosa que dudo, va usted a la Academia y me la borra… ¿Se entera, Labraguette?

Labraguette ya no estaba perplejo. Ahora se retorcía una patilla con visible angustia.

— Na–naturalmente, Sire.

— Los listillos me repatean el hígado, Labraguette.

— Di–disculpad, Sire–el general había pasado ya del estado de angustia al estado

viscoso-. Fue un ma–malentendido. Ejem. Un la–lapsus lingüe.

— Por un lapsus parecido a ese trasladé al coronel Coquelon a Sierra Morena, en España. Por allí anda, echando carreras por el monte con los guerrilleros.