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— Escriba a París. Estimados, etcétera, dos puntos. Sbodonovo está a punto de caer, moral alta, victoria segura–echó un vistazo rápido al flanco derecho, donde el humo de las explosiones ocultaba en ese momento al 326-. Mejor escriba prácticamente segura, por si acaso.
— El adverbio es superfluo, Sire — insinuó Lafleur, que era un mariscal miserable y pelota.
— Bueno, pues elimine el adverbio. Y añada que Moscú es nuestro, o casi.
— Muy bien, Sire–Lafleur escribía a toda prisa, con la lengua en la comisura de la boca, muy aplicado-. ¿Qué frase histórica ponemos esta vez como fórmula de despedida?
— No sé–el Enano paseó la vista por el campo de batalla-. ¿Qué le parece en el corazón de la vieja Rusia quince siglos nos contemplan?
— Magnífica. Soberbia. Pero ya usásteis una parecida, Sire. En Egipto. ¿Recordáis?… Las pirámides y todo eso.
— ¿De veras? Pues cualquier otra–el Enano echó un nuevo vistazo alrededor, deteniéndose otra vez en la humareda que ocultaba al 326-. Algo de las águilas imperiales. Siempre queda bien eso del águila. Tiene garra.
Y se rió de su propio chiste, coreado por el mariscalato en pleno. Muy bueno, Sire. Ja, ja. Siempre tan agudo, etcétera. Qué gracia tiene el jodío. Después, todo el Estado Mayor se apresuró a sugerir variantes, Sire, el águila vuela alto, las alas del águila, la nobleza del águila francesa, Sire.
— ¿La so–sombra del águila? — apuntó el general Labraguette.
— Me gusta–asintió el Enano, aún con los ojos fijos en el flanco derecho-.Eso está bien, Labraguette. La sombra del águila, bajo la que se baten los valientes. Como esos españoles de allá abajo, en mi ejército de veinte naciones. Mírelos: bajitos, indisciplinados, con mala leche, siempre tirándose unos a otros los trastos a la cabeza… Y sin embargo, bajo la sombra del águila imperial van hacia la muerte como un solo hombre, en pos de la gloria.
Batió palmas el mariscalato.
— Sublime, Sire.
— Lo ha dicho un gran hombre.
— Es que el que vale, vale. Y el que no, con Wellington.
— Menos coba, Lafleur. No sea imbécil–el ilustre requirió el catalejo y echó una ojeada a retaguardia-.Por cierto. ¿Qué pasa con Murat?
Todos los mariscales empezaron a ir y venir aparentando estar muy ocupados en el asunto, a despachar batidores a caballo con mensajes para acá y para allá, Murat, a ver qué pasa con Murat, ya estáis oyendo que se impacienta el Emperador, esa carga es para hoy o para mañana, mondieu, así no hay Cristo que gane esta guerra. Y los batidores galopando hacia cualquier parte sin saber adónde ir, agachándose bajo los cañonazos y jurando en francés, con los mensajes ilegibles e inútiles en la vuelta de la manga del dolmán agujereado por los tiros y la metralla, acordándose de la madre que parió a aquel primo suyo que los enchufó como enlaces en el Estado Mayor imperial.
El caso es que visto así, en panorámica, el Estado Mayor daba la impresión de tener una actividad del carajo, con todo el mundo pendiente otra vez del flanco derecho, donde los fogonazos de artillería se intensificaban de modo alarmante entre la humareda de pólvora. Allá abajo, los cuatrocientos y pico españoles del segundo batallón del 326 de Línea habíamos gozado hasta ese momento de la relativa protección de una contrapendiente suave entre los maizales, una especie de desnivel con cuatro o cinco pajares ardiendo y tres o cuatrocientos muertos repartidos un poco por aquí y por allá, el rastro de los muchos ataques sin éxito que la división había llevado a cabo sobre ese punto durante la mañana, y en la que el mismo general Le Cimbel se había cambiado el fusil de
hombro, ya me entienden, nosotros los españoles decíamos dejar de fumar, o sea morirse. Cada uno eufemiza como puede, mi general. El caso es que Le Cimbel era uno de aquellos cuatrocientos despojos que marcaban el punto más avanzado de la progresión francesa en el flanco derecho frente a Sbodonovo: tal vez aquel fiambre sin cabeza junto al que pasábamos en ese momento. El punto más avanzado de la progresión. Tóqueme la flor, corneta. Lo del punto suena muy técnico: eso es lenguaje oficial de parte de guerra, como lo de repliegue táctico, o aquello otro, no se lo pierdan, de movimiento retrógrado hacia posiciones preestablecidas, dos formas como otra cualquiera de decir, Sire, nuestra gente ha salido giñando leches. En el flanco derecho ante Sbodonovo, el punto más avanzado de la progresión era el punto en que la carnicería se volvió tan insoportable que los supervivientes habían dicho pies para qué os quiero. Y nosotros, los del 326, apretados unos contra otros en las filas de la formación, blancos los nudillos de las manos crispadas alrededor de los fusiles con las bayonetas, estábamos a pique de rebasar el punto más avanzado de la maldita progresión de las narices, es decir el desnivel que con el humo nos protegía un poco del grueso de la artillería ruski. Ahora íbamos a quedar al descubierto ante todas las bocas de fuego de la madre Rusia, imagínense el diálogo de los artilleros: Popof, mira quiénes asoman por ahí con la que va cayendo, están locos estos franzuskis, acércame el botafuego que voy a arreglarles el cuerpo con la pieza de a doce. Carga metralla, Popof, que a esta distancia es lo que más cunde. Ahí va eso, que aproveche. Esta por la liberté, esta por la egalité y esta por la fraternité.
Raaas–taca–bum. De pronto no hubo cling–clang porque el sartenazo de los ruskis cayó en medio de la formación, toda la metralla entró en blando, y es imposible saber a cuántos se llevó por delante entre el humo, los gritos y la sordera que viene cuando una granada te revienta a la espalda. A los de las primeras filas nos salpicó sangre encima, pero no era nuestra, y sólo Vicente el valenciano soltó el fusil con una mano pegada todavía a la culata, el fus il girando en el aire con la ma no incluida y Vicente mirándose el muñón esperando que alguien le explicara aquello. Quisimos agarrarlo para que se mantuviera en pie, pero el valenciano fue cayéndose al suelo hasta quedar de rodillas, siempre mirándose la mano, y se quedó atrás y ya no volvimos a verlo. Igual tuvo suerte y alguien le hizo un torniquete y se emboscó allí con una Marujska de tetas grandes y se convirtió en campesino y fue feliz con muchos hijos y nietos y ya no volvió a ver una guerra en su puñetera vida. Igual.
Y en esto el capitán García, todo pequeñajo y ennegrecido por la pólvora, nuestro único oficial superior a aquellas alturas del asunto, que seguía sable en alto gritándonos palabras que no entendíamos con el estruendo de los cañonazos, empezó a decirle algo a Muñoz, el alférez abanderado, a quien una esquirla rusa le había sustituido el chacó por un rastro de sangre deslizándosele por la frente y la nariz, que de vez en cuando se enjugaba con el dorso de la mano libre para que no le tapara el ojo izquierdo. No lo oíamos con los bombazos pero era fácil imaginarlo: Muñoz, atento a mi orden, en cuanto yo te dé el cante abates el águila de los cojones y le pones la bandera blanca, la sábana que llevas doblada bajo la casaca, y la agitas bien en alto para que la vean los Iván, y entonces ya sabes, todos a correr levantando en alto los fusiles para que sepan de qué vamos y no nos ametrallen a bocajarro, los hijoputas. Y en las filas pasándonos la voz, atentos, en cuanto el capitán dé la orden y Muñoz ice bandera blanca, fusiles en alto y a correr hacia los ruskis como si nos quitáramos avispas del culo, a ver si terminamos de una ve z este calvario. Y otra granada rusa que pasa rasgando sobre nuestras cabezas, ahora va alta, muy atrás, y otra que llega más corta, cuidado con esa que las trae negras, y acertamos, y la granada también acierta, y más compañeros que se largan a verle el blanco de los ojos al diablo. Y el ras–ras de nuestras polainas rozando los maizales tronchados, negros de carbón y sangre, chamuscados por las bombas y las llamas escuchando el redoble del tambor que nos ayuda a mantener el paso en aquella locura. Y Popof que empieza a afinar la puntería mientras remontamos los últimos metros de contrapendiente. Y más raaaca–zas–bum y más cling–clang. Y ahora estamos casi al descubierto y nos están dando los rusos una que te cagas, y García grita algo que seguimos sin entender, mi capitán, no se moleste en abrir la boca hasta que no llegue el momento de salir arreando. Y el tambor que arrecia su redoble y las filas que se estrechan más, a ver si hay suerte y la siguiente granada le toca a otro, porque Dios dijo hermanos pero no primos. Y más raaca–zas y más
bum–cling–clang y más compañeros que se quedan atrás en los maizales. Y la contrapendiente que se acaba, y humo por todos sitios, y ya tenemos las bocas de los cañones rusos a un palmo de la cara, y García que se vuelve y parece que nos mira uno por uno duro como el pedernal, aquí nos la jugamos, hijos míos, aquí nos sacan el último naipe, a correr que llueve. Y el alférez Muñoz se limpia por última vez la sangre de los ojos y mete la mano en la casaca para sacar la bandera blanca, y abate el águila para sustituir la bandera mientras sudamos a chorros bajo la ropa, mordiéndonos los labios de tensión y miedo. Y de pronto empieza a caernos metralla rusa a espuertas, por todos sitios, y todos gritan terminemos de una vez, y ya estamos a punto, no de levantar, sino de tirar los fusiles al suelo y correr hacia los rusos con las manos en alto, españolski, españolski, cuando suenan trompetas por todas partes, a nuestra espalda, y nos quedamos de piedra cuando vemos aparecer una nube de jinetes, banderas y sables en alto, cargando por nuestros dos flancos contra los cañones rusos.
VI. La carga de Sbodonovo
Desde su colina, el Enano había visto abatirse la bandera del 326 a pocas varas de los cañones rusos, justo en el momento en que el alférez Muñoz se disponía a sustituirla por la sábana blanca y todos nos preparábamos allá abajo para consumar la deserción echando a correr hacia los Iván sin disimulo alguno. Era tanto lo que en ese momento nos caía encima, raas–zaca–bum y cling–clang por todas partes, que la humareda de los sartenazos ruskis cubría el avance del batallón, ocultándolo de nuevo a los ojos del Estado Mayor imperial. Con el catalejo incrustado bajo la ceja derecha, el Petit Cabrón fruncía el ceño.
— Ha caído el águila elijo, taciturno y grave.
A su alrededor, todos los mariscales y generales se apresuraron a poner cara de circunstancias. Triste pero inevitable, Sire. Heroicos muchachos, Sire. Se veía venir, etcétera.
— Ejemplar sa–sacrificio–resumió el general Labraguette, emocionado.
De abajo llegaban unos estampidos horrorosos. Ahora era una especie de pumba–pumba en cadena. Toda la artillería rusa parecía ametrallar a bocajarro al batallón, o lo que quedara de él a tales alturas del episodio.
— Escabeche–dijo el mariscal Lafleur, siempre frívolo-.Los van a hacer escabeche… ¿Recordáis, Sire? Aquel adobo que nos sirvieron en Somosierra. ¿Cómo era? Laurel, aceite…
— Cierre el pico, Lafleur.
— Ejem, naturalmente, Sire.
— Es usted un bocazas, Lafleur–el Petit lo miró con la misma simpatía que habría dedicado a la boñiga de un caballo de coraceros-. Están a punto de hacer trizas a un puñado de valientes y usted se pone a disertar sobre gastronomía.
— Disculpad, Sire. En realidad, yo…
— Merece que lo degrade a cabo primero y lo envíe allá abajo, al maldito flanco derecho, a ver si se le pega a usted algo del patriotismo de esos pobres chicos del 326.
— Yo… Ejem. Sire… — Lafleur se aflojaba el cuello de la casaca, con ojos extraviados de angustia-. Naturalmente. Si no fuera por mi hernia…
— Las hernias se curan como soldado de infantería, en primera línea. Es mano de santo.
— Acertada apreciación, Sire.
— Imbécil. Tolili. Cagamandurrias.
— Ese soy yo, Sire. Me retratáis. Clavadito.
Y el pobre Lafleur sonreía, conciliador, entre la chunga guasona del mariscalato, siempre
solidario en este tipo de cosas.
— A ver, Labraguette–el Ilustre había vuelto a mirar por el catalejo-. Anote: Legión de Honor colectiva para esos muchachos del 326 en caso de que alguno quede vivo, cosa que me sorprendería mucho. En todo caso, mención especial en la orden del día de mañana, por heroísmo inaudito ante el enemigo.
— He–hecho, Sire.
— Otra cosa. Carta a mi hermano José Bonaparte, palacio real de Madrid, etcétera. Querido hermano. Dos puntos.
Y el Ilustre se puso a dictar con destino a su pariente, ese que los españoles llamábamos Pepe
Botella por aquello del trinque o la maledicencia, vaya usted a saber, dicen que le daba al rioja
pero que tampoco era para tanto. El caso es que el Petit se despachó a gusto aquella mañana en la
modalidad epistolar desde la colina de Sbodonovo y con Labraguette dándole al lápiz a toda leche.
Hermanito del alma, tanto llorarme sobre tus súbditos, que si no hay quien gobierne con esta gente
y que si tal y que si cual, a ver quien se las arregla en un país donde no hay dos que tomen café de