38754.fb2 La sombra del ?guila - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

La sombra del ?guila - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

— A ver, Labraguette. Acérqueme una de esas legiones de honor que tengo reservadas para los valientes.

Sonaron redobles de tambores y un par de toques de corneta, a ver esas condecoraciones que son para hoy, pero las susodichas no aparecían por ninguna parte. El Enano despachó a Labraguette a hacer averiguaciones, y lo vimos regresar al cabo, más corrido que una mona, deshaciéndose en excusas. Las lelegiones de honor se habían pe–perdido en el campo de batalla de Sbodonovo, Sire. Una caja entera, nu–nuevecitas, en el fondo del río. Imperdonable descuido y de–demás.

El Petit fruncía el imperial ceño.

— No importa. Démela suya.

— ¿Perdón?

— Su legión de honor. Démela para este bravo capitán. A usted ya le buscaré otra cuando volvamos a París–el Petit miró la ciudad desierta a su alrededor y pareció estremecerse bajo el capote gris marengo-… Si volvemos.

Labraguette y los mariscales rieron aquello como si fuera una gracia, jé, jé, Sire, muy bueno el chiste. Siempre tan agudo. Pero el Enano miraba a los ojos del capitán García, y este nunca estuvo muy seguro de si aquella vez, en la plaza del Kremlin, el Enano hablaba en broma o hablaba en serio. El caso es que después de colgarle al cuello la cruz, el Petit pasó entre nuestras filas estrechando algunas manos, bien hecho, muchachos, estoy orgulloso de vosotros. Os vi desde la colina. Algo magnífico. Francia os lo agradece y todo eso.

— ¿De dónde eres, hijo?

— De Lepe, Zire.

Después hubo unos trompetazos más, redoble de tambores, y el Ilustre se retiró a ocuparse de sus cosas, no sin antes volverse a su Estado Mayor, tome nota, Labraguette, paga doble para el 326, déjenlos saquear un rato la ciudad con el resto de la tropa, y esta noche los quiero de guardia de honor en el Kremlin. Viva Francia y rompan filas. Ar.

Así que nos fuimos a dar una vuelta por Moscú y practicar un poco el pillaje, que a esas horas estaba siendo ejercido con entusiasmo por todo el ejército franchute. En la ciudad habían quedado pocos civiles, pero suficientes para que algunos soldados encontrasen rusas a las que violar, con lo que, bueno, se produjeron ciertas escenas poco agradables, de esas que nunca se mencionan en los heroicos partes de guerra militares. En cuanto al 326, después de pasar en Sbodonovo por la máquina de picar carne, no estábamos en condiciones de violar a nadie. Además, seguíamos dispuestos a largarnos a las primeras de cambio, y tampoco era conveniente dejar mal cartel entre los ruskis, que para eso de las violaciones tienen tan buena memoria como el que más. Así que, a renglón seguido de que el capitán García le rompiera la mandíbula de un puñetazo a Emilio el navarro, que intentó propasarse con una mujer en la calle Nikitskaia, todos nos conformamos con vodka, comida y echar mano a vajillas de plata y cosas de esas, incluido un cofre de monedas de oro que descubrimos en casa de un comerciante tras hacerle, durante un rato, cosquillas con las bayonetas. Nos encaminamos al Kremlin al atardecer, cargados de botín, con gorros y abrigos de piel, piezas de seda e iconos de plata. Todos sabíamos que tendríamos que abandonar aquello si lográbamos salir por pies y pasarnos por fin a los rusos, pero hicimos buena provisión, por si acaso. Y durante unas pocas horas, infelices de nosotros, fuimos los soldados más ricos de Europa.

Esa noche montamos guardia en las murallas exteriores del recinto sagrado, en el corazón del imperio ruso, lo que a tales alturas del asunto nos impresionaba un carajo de la vela, mi capitán, para impresión la de los cañones ruskis dándonos cera en Sbodonovo, o los dos escuadrones cosacos cargándonos por las bravas en la calle principal. Después de eso, tanto nos daba estar en el Kremlin o en el Vaticano. El caso es que, impresionados o no, cumplimos el honor que nos dispensaba el Ilustre asomados a las murallas, escuchando los cantos y la juerga de los franchutes que iban con antorchas de un lado para otro por la ciudad desierta. De vez en cuando llegaban hasta nosotros ruido de tiros aislados, carcajadas o el grito de una mujer.

A eso de la medianoche, el capitán García estaba apoyado en las almenas que daban a la ciudad vieja, encendiendo una tagarnina que había encontrado el día anterior en los bolsillos de un oficial de cosacos muerto. Sonaba en la oscuridad la guitarra de Pedro el cordobés, y alguien, uno de los centinelas inmóviles como sombras negras, tarareaba entre dientes una copla. Algo de una niña que espera y un hombre que está lejos, huido a la sierra. En esto García oyó unos pasos y, cuando se disponía a preguntar alto quién vive, santo y seña y toda esa jerga que suele barajarse antes de descerrajar un tiro, apareció el Enano en persona. Iba envuelto en su capote gris, inconfundible a pesar de la oscuridad. No había nadie tan bajito ni con un sombrero tan enorme en toda la Grande Armée.

— Buenas noches, capitán.

— A sus órdenes, Sire–García, cortadísimo, se cuadraba con un taconazo-. Sin novedad en la guardia.

— Ya veo–el Ilustre se apoyó en la muralla, a su lado-. Descanse. Y puede seguir fumando.

— Gracias, Sire.

Estuvieron un rato inmóviles los dos, el uno) unto al otro, escuchando la guitarra del cordobés y la copla del centinela. García, que no las tenía todas consigo, observaba de reojo el perfil del Ilustre, iluminado apenas desde abajo por una hoguera que ardía al pie de la muralla. A quien le digan, pensaba, que estoy a dos palmos del fulano que tiene en el bolsillo a media Europa y acojonada a la otra media. Instintivamente rozó la culata de la pistola que llevaba al cinto, imaginando lo que ocurriría si le soltaba un tiro al Petit Cabrón así, por las buenas. ¿Qué dirían los libros de Historia?… Napoleón Bonaparte, nacido en Córcega, muerto en las murallas del Kremlin por un capitán español. Véase Capitán García… Y en la letra G:

García, Roque. Capitán de infantería. Mató a Napoleón de un pistoletazo en las murallas del Kremlin. Eso aceleró la liberación de España, pero García no estaba allí para disfrutar del asunto. Juzgado sumariamente por un tribunal militar francés, fue fusilado al amanecer… Con un suspiro, el capitán apartó la mano de la culata. Figurar en los libros de Historia no era la pasión de su vida.

— ¿Por qué lo hicieron, capitán?

Sobresaltado, García tragó saliva.

— ¿Por qué hicimos qué, Sire?

— Aquello de Sbodonovo, ya sabe–el Enano hizo una pausa y al capitán le pareció que reía quedamente, en la penumbra-. Avanzar así hacia el enemigo.

García tragó más saliva mientras se rascaba el cogote, indeciso. Más tarde, al contarnos el episodio, confesaría que hubiera preferido hallarse otra vez frente a los cañones rusos que allí, intimando con la realeza imperial. Por qué lo hicimos, preguntaba el Petit Cabrón. Sin embargo, unos cuantos porqués sí tenía nuestro capitán en la punta de la lengua. Por ejemplo: porque pretendíamos largarnos y se nos fastidió el invento, Sire. Porque ya está bien de tanta gloria y tanta murga, tenemos gloria para dar y tomar, gloria por un tubo, Sire. Porque esto de la campaña de Rusia es una encerrona infame, Sire. Porque a estas horas tendríamos que estar en España, con nuestros paisanos y nuestras familias, en vez de estar metidos hasta las cejas en esta puñetera mierda, Sire. Porque la Frans nos la trae floja y Vuecencia nos la refanfinfla, Sire.

Eso es lo que tenía que haberle dicho el capitán García al Ilustre aquella noche en la muralla del Kremlin, con lo que nos hubieran fusilado a todos en el acto y santas pascuas, ahorrándonos la retirada de Rusia que nos esperaba días más tarde. Pero no se lo dijo, por las mismas razones que momentos antes le impidieron pegarle un tiro. Se limitó a dar una fuerte chupada a la tagarnina y dijo:

— No había otro sitio a donde ir, Sire.

Sobrevino un silencio. Entonces el Enano se volvió despacio a nuestro capitán, y en ese momento alguien avivó la hoguera de abajo y el resplandor iluminó un poco más el rostro de los dos hombres. Y el Ilustre sonreía a medias, entre irónico y comprensivo, como el viejo zorro que

les da cuartelillo, las gallinas del corral. García sostuvo aquella sonrisa y la mirada del Ilustre sin apartar la vista ni pestañear, porque el capitán, a pesar de ser un pobre desgraciado como todos nosotros, era de Soria y tenía lo que hay que tener, y porque tanto él como el Petit, en el fondo, eran soldados profesionales y se estaban entendiendo sin palabras.

— Se dio cuenta–nos diría el capitán, más tarde-. Ese tío sabía que en Sbodonovo nos quisimos largar. Se dio cuenta pero le importa un carajo… Su instinto le dice que la Grande Armée tiene los días contados, y ni él mismo está seguro de salir bien de ésta.

Eso es lo que nos contó García. De una u otra forma, lo cierto es que al Enano debió de gustarle lo que había en los ojos de nuestro capitán, porque éste observó que le echaba un vistazo al cuello de la casaca, de donde García se había quitado por la tarde la legión de honor, y no hizo ningún comentario, sino que acentuó su extraña media sonrisa.

— Comprendo–se limitó a decir.

Y dando media vuelta, hizo ademán de alejarse. Pero a los dos pasos se detuvo, como si

hubiese olvidado algo.

— ¿ Hay algo que pueda hacer por usted, capitán? — preguntó sin volverse.

García se encogió de hombros, consciente de que el Ilustre no podía ver su gesto:

— Mantenerme vivo, Sire.

Hubo un largo silencio. Después, la espalda del Petit Cabrón se movió imperceptiblemente.

— Eso no está en mi mano, capitán. Buenas noches.

Y el emperador de Francia se alejó lentamente por la muralla.

García lo estuvo mirando hasta que desapareció entre las sombras. Después se encogió de hombros por segunda vez. La tagarnina se había apagado, así que fue al resguardo de la almena para encender el chisquero. Entonces se dio cuenta de que la guitarra de Pedro el cordobés se había interrumpido y el centinela ya no cantaba su copla. Se asomó a la muralla, inquieto, y entonces vio el resplandor rojo que crecía en la zona este de la ciudad.

Moscú estaba en llamas.

X. El puente del Teresina

Fue un largo camino y una larga agonía. El 326 se había ido diluyendo a retaguardia en el barro, la nieve y la sangre desde aquella noche del incendio, cuando el capitán García cambió unas palabras con el Enano en las murallas del Kremlin. Incapaz de sostenerse en la ciudad, con el invierno encima, el Ilustre convocó a sus mariscales y generales para tocar retirada, o sea, caballeros, a casita que llueve. Y empezó el viacrucis: trescientos mil hombres iban a quedarse en el camino, jalonando aquella tragedia con nombres de resonancia bárbara: Winkowo, Jaroslawetz, Wiasma, Krasnoe, Beresina… Columnas de rezagados, combates a quemarropa en la nieve, hordas cosacas acuchillando a espectros en retirada demasiado embrutecidos por el frío, el hambre y el sufrimiento para oponer resistencia, así que puede irse usted, directamente al carajo, mi coronel, no pienso dar un paso más, etcétera. Batallones exterminados sin piedad, pueblos ardiendo, animales sacrificados para comer su carne cruda, c,mpañías enteras que se tendían exhaustas en la nieve y ya no despertaban jamás. Y mientras caminábamos sobre los ríos helados, envueltos en harapos, arrancando las ropas a los muertos, pasando junto a hombres sentados inmóviles y rígidos, con los copos de nieve cubriéndolos lentamente como estatuas blancas, el aullido de los lobos nos seguía a retaguardia, cebándose con los cuerpos que dejábamos atrás en la retirada. ¿Se imaginan el panorama…? No, no creo que puedan. Hay que haber estado allí para imaginar eso.

Un tercio de los soldados de la Grande Armée no éramos franceses, sino españoles, alemanes, italianos, holandeses, polacos, enrolados de grado o por fuerza en la empresa imperial. Algunos afortunados consiguieron largarse. Muchos compatriotas del regimiento José Napoleón lograron escabullirse en la retirada y terminaron alistados en el ejército ruso, donde con el tiempo tuvieron ocasión de devolverles ojo por ojo a los antiguos aliados gabachos. Emotivos diálogos del tipo hola, Dupont, qué sorpresa. ¿Te suena mi cara? Sí, hombre. Yo soy Jenaro el de Vitebsk, cómo no te vas a acordar, si cuando intentamos desertar y tú eras coronel ordenaste fusilar a uno de cada dos, haz memoria: uno, dos, bang, uno, dos, bang. Fue muy ingenioso, Dupont, de verdad. Todavía me estoy descojonando de risa. Y aquí me tienes ahora, al final lo hice, de sargento ruso a pesar de este acento malagueño mío que no se puede aguantar. Las vueltas que da la vida, Dupont, camarada, cómo lo ves. Mira, de momento te voy a rebanar los huevos despacito, en recuerdo de los viejos tiempos, sin prisas. Tenemos todo el invierno por delante.

Eso los que tuvieron suerte. Otros desaparecieron por las buenas, perdido su rastro para siempre entre los fugitivos, los rezagados y los muertos; cayeron prisioneros o fueron fusilados por los franchutes en los primeros momentos del desastre, cuando aún se intentaba mantener cierta apariencia de disciplina. En cuanto al 326 de Línea, los azares del destino y de la guerra nos impidieron repetir el intento de deserción en los primeros momentos de la retirada. Después, cuando todo empezó a desmoronarse y aquello se convirtió en una merienda de negros, los merodeadores rusos, la caballería cosaca y el odio de la .población civil que dejábamos atrás desaconsejaban alejarnos del grueso del ejército. En nuestra misma división, los supervivientes de un batallón italiano que intentó entregarse a los ruskis fueron degollados, desde el comandante al corneta, sin darles tiempo a ofrecer explicaciones, o sea, ni ochichornia tovarich ni espaguettis en vinagre. Italiani degollati. Tutti. Vete a andarle con sutilezas a un cosaco.

Una vez, en el camino de Kaluga, creímos llegada la ocasión. Llovía a mantas como si se hubieran abierto de golpe todas las compuertas del cielo, ríos de agua repiqueteando en los charcos y el barro del camino donde nos hundíamos hasta los tobillos. El día anterior habíamos intercambiado disparos con infantería ligera rusa que se movía por nuestro flanco, e hicimos algunos prisioneros; así que, aprovechando la lluvia y la confusión de la jornada, al capitán García se le ocurrió utilizarlos para que aclarasen el asunto a sus compatriotas y estos nos recibieran con

los brazos abiertos en vez de a tiros. García convocó a dos de los prisioneros, un comandante y un teniente joven, y les explicó nuestro plan.

— Aquí todos tovarich, y los franzuskis a tomar por saco. ¿Me explico?

Los Iván dijeron que sí, que vale, que de acuerdo, y nos pusimos en marcha bajo la lluvia, por el camino que conducía a través de un bosque espeso y embarrado. Todo fue de maravilla hasta que se nos acabó la suerte, y en lugar de encontrarnos con tropas regulares rusas topamos de boca con una horda de caballería cosaca que no dio tiempo ni a gritar nos rendimos. Cargaron por todos lados aullando hurras como salvajes, con los caballos chapoteando en el barro. Al comandante ruso se lo cepillaron a las primeras de cambio, en el barullo, justo cuando abría la boca para decir hola. En cuanto al teniente, salió por piernas y no volvimos a verlo más. Aquello terminó en un sucio combate entre los árboles, ya saben, pistoletazos a bocajarro y sablazos, bang–bang y zas–zas dale que te pego, con los ruskis yendo y viniendo mientras nos ensartaban con aquellas jodidas lanzas suyas tan largas. El caso es que perdimos veinte hombres en la escaramuza, y salvamos la piel porque unos húsares que andaban cerca acudieron a echarnos una mano y pus ieron en fuga a los Iván.

— Hay que joderse, Fran~ois. En toda esta puta guerra nunca me he alegrado tanto de verle el careto a un gabacho como hoy a ti.