38754.fb2 La sombra del ?guila - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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— ¿Pardón? ¿Quesque–vou–dit?

— Nada, colega. Olvídalo.

En fin. Ya fuera por casualidad, o bien porque los húsares viesen algo extraño en la situación y transmitieran sus sospechas, a partir de entonces nos vimos mucho más vigilados. Dejaron de asignarnos misiones que nos alejaran del grueso de la tropa, y al 326 se le mantenía siempre entre otras unidades gabachas, imposibilitando cualquier nuevo intento de pasarnos al enemigo.

Después vino la nieve, y el hielo, y el desastre. Los trescientos y pico españoles que habíamos salido de Moscú con el 326 quedamos reducidos a la mitad entre Smolensko y el Beresina. Cada amanecer, el capitán García, con un gorro cosaco de piel en la cabeza y estalactitas de escarcha en las patillas y el bigote, nos levantaba a patadas del suelo helado, arriba, joder, en pie, maldita sea vuestra estampa, idiotas, si os quedáis ahí estaréis muertos dentro de un par de horas, oíd cómo aúllan los lobos oliendo el desayuno. Arriba de una vez, pandilla de inútiles, aunque sea a patadas en el culo tengo que devolveros a España. Algunos, sin embargo, ya no se levantaban, y García, vencido, sorbiéndose lágrimas de impotencia y rabia que se le helaban en la cara, ordenaba coged los fusiles y vámonos de aquí, y la tropa se ponía en marcha sobre la llanura helada por la que soplaba un viento frío como la muerte, dejando atrás, cada vez, cuatro o cinco bultos inmóviles en la nieve. Caminábamos apiñados, inclinados hacia adelante, entornados los ojos para no quedar cegados por el resplandor blanco que nos quemaba los párpados. Y al rato escuchábamos a los lobos aullar de placer, disfrutando el festín que les abandonábamos a nuestra espalda. Se habían vuelto tan sibaritas y había tanto donde elegir que ya no jalaban sino de suboficial para arriba.

Una vez, la última que lo vimos, llegó el Enano cabalgando junto a nosotros. Ya nadie en lo que quedaba del ejército franchute levantaba el chacó para gritar viva el Emperador y todo. eso, sino que se le acogía en todas partes con un hosco silencio. Los del 326 estábamos en un pueblo quemado hasta los cimientos, buscando inútilmente algo de comida entre los tizones que negreaban en la nieve, cuando apareció con varios oficiales de su Estado Mayor y una escolta de la Guardia. Ya no estaban allí el mariscal Lafleur ni el general Labraguette: el primero cayó prisionero de los rusos en Mojaisk, y el segundo había tartamudeado un último «po–podéis ¡ros a la mi–mierda, Sire», antes de salir de la fila, sentarse bajo un abedul y saltarse la tapa de los sesos de un pistoletazo. El caso es que el Enano se dejó caer por allí, junto a aquel pueblo calcinado, y le preguntó al capitán García cómo se llamaba el lugar. Por supuesto que no reconoció al 326. Había pasado mucho tiempo desde Sbodonovo y la muralla del Kremlin, y además a García o a cualquiera de los que seguíamos vivos no nos hubiera reconocido en ese momento ni la santa madre que nos parió. El asunto es que García se quedó mirando al Petit Cabrón sin responder, allí

de pie en el suelo helado, pequeño y cetrino con su gorro de cosaco y sus bigotes blancos de escarcha.

— ¿No has oído la pregunta, soldado? — insistió el Enano.

García se encogió de hombros. Los que estaban cerca de él juran que reía entre dientes.

— No sé cómo se llama el pueblo–dijo-. Nilo sé ni me importa.

No añadió Sire ni Vuecencias en vinagre. Lo que hizo fue sacar del bolsillo su legión de honor, aquella que el Ilustre le había colgado al cuello en el Kremlin, y arrojarla a sus pies, sobre la nieve. Un coronel de la Guardia hizo ademán de sacar el sable de la vaina, pero el Enano lo detuvo con un gesto. Miraba a nuestro capitán como si su rostro le fuera familiar, esforzándose inútilmente por reconocerlo, hasta que al fin se dio por vencido, volvió grupas y se alejó con su escolta.

— Hijo de la gran puta–dijo García entre dientes, mientras el Petit Cabrón salía para siempre de nuestras vidas. Y ese fue su último parte de guerra.

Proseguimos la marcha hacia el oeste. Ya apenas quedaban caballos. Algunos regimientos se reducían a unas docenas de hombres, y los mariscales y generales caminaban a pie, como la tropa, empuñando el fusil para defenderse del merodeo de los cosacos: es terrible, Duchamp, parbleu, dos mariscales de Francia como somos usted y yo, y aquí estamos, a pie y con nuestro curriculum, codeándonos con la soldadesca, imagine que dirían en Fontainebleau si nos vieran con esta pinta. Se ha salido de madre el invento, Duchamp, se lo digo yo. Bien nos la endiñó doblada, el Ilustre. Y es que ya no hay guerras como las de antes, ¿verdad? Recuerde ese paso del San Bernardo. Ese sol de Austerlitz. Esos burdeles de El Cairo… Pero no presta usted atención a lo que le digo, estimado colega. ¿Cómo?… Anda, pues tiene razón. Los cosacos. A correr tocan. Más ritmo, Duchamp, más ritmo. Up, dos, up, dos. Más ritmo que nos trincan. Up, dos, cof, cof.

Maldito tabaco, Duchamp. ¿Sabe lo que le digo…? Esta guerra es una puñetera mierda.

Oficiales y soldados desertaban por la vía rápida, o sea pegándose un tiro, mientras centenares de infelices nos seguían rezagados, sin armas, y a veces los Iván eran tan osados que llegaban hasta nosotros y se cargaban a alguno de un lanzazo o lo sacaban fuera de las filas para rematarlo a golpes de sable y apoderarse de lo que llevara encima, mientras el resto continuaba caminando, embrutecidos e indefensos como un rebaño de ovejas camino del matadero. A finales de noviembre, las unidades con capacidad de combatir en buen orden eran muy pocas en el ejército franchute. Y así llegamos a las orillas del Beresina.

La cuestión era simple. Los rusos intentaban cortar allí nuestra retirada, y durante tres días peleamos por salvar el pellejo contra un ejército enemigo que atacaba de frente para estorbar el paso, y contra otro que nos acometía por la espalda intentando empujarnos al río. Unos cuantos zapadores gabachos, metidos en el agua hasta la cintura y rompiendo el hielo a hachazos, mantuvieron en funcionamiento varios puentes de madera por los que, de modo casi milagroso, buena parte del ejército pudo ponerse a salvo. En cuanto a los supervivientes del 326, llegamos a la orilla izquierda del Beresina al atardecer del 28 de noviembre, combatiendo junto a los restos de un regimiento italiano que, sumado a nuestro centenar de hombres, apenas totalizaba los efectivos de una compañía. A los italianos los mandaba un coronel flaco que murió a media mañana, recayendo el mando en un comandante a quien le volaron la cabeza a media tarde. Eso convirtió a nuestro capitán García en jefe de la unidad. Algunos, italianos incluidos, abogábamos por tirar las armas y quedarnos en la margen izquierda del río hasta que los rusos se hicieran cargo del asunto, pero por todas partes encontrábamos grupos de rezagados que habían pensado lo mismo y que estaban siendo acuchillados por los cosacos borrachos de vodka y de victoria, cuyos hunas y pobiedas atronaban la cuenca del Beresina. Así que, tras meditarlo un rato, nuestro capitán decidió ganar los puentes antes de que los franceses nos los volaran en las narices.

— La cosa está clara, hijos míos–dijo señalando hacia el oeste, al otro lado del río-.Tal y como están las cosas, a España sólo se va por ahí.

El sargento Ortega se puso a protestar, diciendo que lo mejor era quedarse atrás y entregarse a los rusos. Algunos de nosotros aún dudábamos, y García se dio cuenta. Se iba haciendo de noche

y no quedaba mucho tiempo para dimes y diretes. Así que agarró un fusil, se fue hacia Ortega y le saltó los dientes de un culatazo.

— Insisto–dijo, volviendo a señalar hacia el otro lado del río-. A España se va por allí.

Después se cargó a hombros a Ortega, que estaba sin conocimiento, y nos pusimos de nuevo en marcha.

La noche fue espantosa. Peleamos sin tregua retrocediendo hacia el río con los rusos pegados a los talones, pasando entre cadáveres, heridos y agonizantes, carros volcados y cosacos entregados al saqueo y al degüello. Masas ingentes de rezagados, centenares de hombres harapientos, vagaban a merced de los ruskis, se calentaban en fogatas de fortuna, palmaban de frío sobre la nieve. Y al amanecer, cuando empezaron a volar los puentes, todos aquellos desgraciados parecieron despertar de su letargo y entre gritos se abalanzaron sobre los que quedaban en pie, cruzando mientras estallaban las cargas, pisoteándose unos a otros para precipitarse entre las llamas y el humo de las explosiones a las aguas heladas del río.

Fue la leche. Llegamos al último puente cuando los zapadores ya prendían fuego a las mechas de los explosivos. Lo hicimos alejando con las bayonetas a los cosacos que pretendían cogernos prisioneros, retrocediendo a tropezones sobre los heridos y los muertos que nos obstruían el paso. Cruzamos el puente pegando tiros casi a ciegas, roncos de desesperación y pavor, con el capitán García que paraba y devolvía sablazos con la espalda apoyada en los maderos del lado izquierdo y azuzaba a los rezagados, vamos, cagüentodo, vamos, cruzad ya hijos de la gran puta, cruzad o no volveréis a casa jamás, cruzad antes de que el diablo nos lleve a todos. Y un pequeño grupo congregado a su alrededor, gritando ¡Vaspaña!, ¡Vaspaña! para reconocernos unos a otros en mitad de aquella locura, bayonetazo va y bayonetazo viene, y la artillería ruski raaas–taca–bum, y la metralla zumbando por todas partes, y los cosacos¡ Hurra, pobieda!, clavándonoslas lanzas y degollando a mansalva, en una orgía de vodka y sangre. Y el busilero Mínguez disparando pistoletazos mientras le tira a García de la manga, vamos para atrás que están ardiendo las mechas, mi capitán. ¡Vaspaña! Eso es, mi capitán, vámonos a España de una puta vez. Y en esto, de pronto, más cosacos que llegan y se amontonan en el lado izquierdo del puente, y el capitán con un sablazo en la cara, la hemorragia chorreándole por las patillas y el mostacho, esto se acaba, hijos míos, corred, salid de aquí, corred, maldita sea mi sangre. Y los últimos echamos a correr y él nos sigue cojeando, apoyándose en Mínguez que lo sostiene con una mano mientras en la otra lleva una bayoneta. ¡Vaspaña! ¡Vaspaña! Y Mínguez nos grita esperad, hijos de puta, no podéis dejar aquí al capitán, esperad. Y de pronto ya no puede más y deja caer sentado al capitán y se vuelve hacia los cosacos empuñando la bayoneta. Y los últimos del 326, que ya ganamos la otra orilla, nos volvemos a mirar por última vez a Mínguez de pie entre la humareda de pólvora, erguido en mitad del puente, las piernas abiertas con desafío y el capitán García agonizando abrazado a una de ellas. A Mínguez que está vuelto hacia los cosacos a los que corta el paso y grita ¡Vaspaña! mientras le hunde la bayoneta a uno de ellos en la garganta y los demás le caen todos encima, y en esto que el puente salta por los aires bajo sus pies y Mínguez se larga, con su capitán, derecho a ese cielo donde van, con dos cojones, los maricones de San Fernando que también son pobres soldaditos valientes.

Epílogo

Un año y medio después del incendio de Moscú, la tarde del último día de abril de 1814, once hombres con una vieja guitarra cruzaron la frontera entre Francia y España. Algunos cargaban hatillos al hombro y aún podían reconocerse, en sus ropas hechas jirones, los restos azules del uniforme francés. Llevaban los pies envueltos en botas destrozadas y harapos. Enflaquecidos y exhaustos, barbudos, sucios, parecían una manada de lobos vagabundos y acosados, en busca de un lugar donde refugiarse, o donde morir.

Caminaban en grupos de dos o tres, con algún rezagado. Caía un sol de justicia, y los aduaneros franceses, protegidos bajo la garita donde ondeaba la flor de lis de los recién restaurados Borbones, los dejaron pasar con indiferencia al cabo de un breve diálogo del tipo mira, Dupont, ahí viene otro grupo, creo que no merece la pena pedirles papeles, ya se las entenderán con los de la aduana española. Y les permitieron seguir adelante, moviendo despectivos la cabeza hasta que se perdieron de vista. Ni eran los primeros, ni serían los últimos. Tras la caída del Monstruo, confinado ahora en la isla de Elba, los caminos de Europa estaban llenos de emigrados, antiguos prisioneros y soldados que regresaban a casa. Aquellos once escuálidos fantasmas, con las encías roídas por el escorbuto y ojos enrojecidos por la fiebre, eran cuanto quedaba en pie del Segundo batallón del 326 regimiento de Infantería de Línea, después de vagar por los campos de batalla de media Europa. Los héroes de Sbodonovo.

El sol caía vertical en el camino de Hendaya a Irún. Pedro el cordobés levantó la cabeza, palpándose la venda mugrienta que le cubría la cuenca del ojo perdido en el cruce del Beresina, y preguntó si ya estaban en España. Alguien dijo que sí, señalando una garita en la revuelta el camino, desde la que dos hoscos carabineros los miraban acercarse, observando con creciente desconfianza el aire francés de sus destrozados uniformes. Entonces Pedro el cordobés desató la guitarra de su espalda y, con cierta dificultad porque le faltaba una cuerda, pulsó las primeras notas de una melodía lenta, nostálgica. Algo sobre una mujer que espera, y un hombre huido a la sierra. Aquellas notas se habían dejado oír una vez en las murallas del Kremlin. Y ahora sonaban, apagadas y tristes, en el aire caliente de la tarde.

La Navata, julio de 1993