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Capítulo IX El traductor de griego

«¿Sois sacerdote, diácono o subdiácono? Si lo ocultáis, podríais perder la Casa».

El clérigo andaba todo lo deprisa que le permitían sus cortas piernas. La sotana, raída y en estado deplorable, estaba a tono con un rostro surcado por el recuerdo de una antigua viruela que, de forma inexplicable, le había permitido sobrevivir. Tenía la nariz ancha y abotargada, de un color casi púrpura, y un cuerpo que a partir del pecho se convertía en un tonel de vino añejo. Andaba sumido en sus propias reflexiones, indiferente a su entorno, molesto con aquel ladronzuelo de D'Aubert que le estaba haciendo perder su precioso tiempo. La traducción del pergamino que le había entregado le dejó confuso y desorientado, sospechando que su cliente no le había dicho toda la verdad. ¿Acaso se trataba de una clave secreta, un código desconocido? Todo aquello no tenía ningún sentido y cada vez se convencía más de que D'Aubert intentaba estafarle. Pero, ¿por qué razón? ¿Qué ganaba aquel miserable con el engaño? Mateo, el clérigo, no entendía nada, y esa sensación le mantenía inquieto y preocupado. ¿Qué importancia podía tener aquella carta? Lo único indiscutible era su antigüedad, aquel pergamino era auténtico, no se trataba de ninguna falsificación, de eso estaba completamente seguro. Había trabajado durante muchos años en pergaminos parecidos en el convento, incluso había falsificado bastantes bajo la sabia dirección de sus superiores; ése era su trabajo más admirado, su habilidad en simular e imitar los trazos antiguos con una perfección notable.

Sin embargo, el que le había entregado D'Aubert no era una falsificación, simplemente no podía entender que la naturaleza del texto mereciera tanto secreto. Cierto que el ladronzuelo lo había robado y el asunto debía ser llevado con discreción, pero aquel estúpido creía tener el mapa de un fabuloso tesoro, el secreto de la mismísima piedra filosofal. Pensó con desprecio que más bien se trataba de una simple carta, una notificación en la que alguien comunicaba que iba a emprender un viaje. Una voz anónima, muerta desde hacía siglos, hablando con otra, igualmente difunta, de su interés en hacerle una visita, de que sus parientes estaban bien de salud y esperaba que los suyos también estuvieran en perfectas condiciones.

– ¡Menuda estupidez! -murmuró Matero-. Para esto tanto secreto.

En cuanto al otro pergamino, eso era ya otra cosa; él desconocía el arameo y por lo tanto ignoraba su contenido. Le había sido imposible localizar a uno de sus viejos compañeros para que lo tradujese, pero si era como el anterior, estaban perdiendo el tiempo. Aquello no tenía ningún valor, excepto si se trataba de un mensaje oculto en el texto, una especie de enigma escondido entre banalidades. Y si era así, el precio acordado con D'Aubert debía ser corregido y aumentado, tendría que hablar con aquel embaucador y exigirle explicaciones, desde luego. A buen seguro, sabía mucho más de lo que decía saber y él no estaba dispuesto a que le engañaran con historias para tontos. Si todo el asunto resultaba ser lo que sospechaba, iba a sacar una magnífica tajada. Todavía no había nacido nadie capaz de estafarle, a menudo se olvidaba de que él mismo era un artista en estos menesteres.

Mateo, irritado, se apresuraba en dirección a la taberna de El Delfín Azul, aquel maldito agujero donde D'Aubert se escondía, y a cada paso su rostro reflejaba una sonrisa más amplia, perdidos los pensamientos en la forma, cada vez más llena, de una bolsa repleta de dinero.

En una de las habitaciones de El Delfín Azul, Giovanni contemplaba cómo su compañero Carlo golpeaba al desgraciado que decía ser el nuevo encargado de la taberna. Se habían encontrado con la desagradable sorpresa de la desaparición de Santos. No había el menor rastro del gigante y nadie parecía saber nada.

– Vamos, vamos, es sólo una simple pregunta, ¡por el amor de Dios! Dinos dónde podemos encontrar a Santos, nada más, y te dejaremos en paz.

– No lo sé, os juro que no tengo la menor idea de dónde está. -El hombre tenía la cara ensangrentada y sus palabras eran casi ininteligibles.

– ¡Que no lo sabes, maldito embustero! ¿Y qué demonios haces tú en su lugar? ¡De dónde sales tú, desgraciado! -Carlo se estaba poniendo nervioso y no cejaba de zarandear al hombre.

– ¡Hug, me llamo Hug! Preguntad en el puerto, todos me conocen por el apodo de «Sisas». ¡No sé nada, dejadme por favor!

– Bonito nombre para un ladrón de gallinas. -Giovanni reía divertido ante las súplicas de Hug-. Deberías ser más inteligente, amigo mío, haces mal en provocar a mi compañero, tiene muy poca paciencia.

– ¡Os juro por lo mas sagrado que no sé nada! Santos dijo que tenía problemas urgentes que solucionar, que debía volver a casa y que me encargara de la taberna en su ausencia. ¡Nada más, os juro que no sé nada más! -El infeliz estaba aterrado, cubriéndose el rostro con ambos brazos, en un desesperado intento de protegerse de los golpes de Carlo.

– ¿Has oído, Giovanni? Este maldito bufón está blasfemando.

– Tranquilízate, es posible que nos esté diciendo la verdad, Carlo. ¿No es así, Hug? ¡Hug, Hug, Hug, me gusta este nombre! Como única contestación, Carlo reanudó los puntapiés y patadas de forma mecánica, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida. El hombre suplicaba, con la cara convertida en un amasijo de carne y sangre, los huesos partidos, irreconocible, sus palabras convertidas en murmullos sin sentido.

– Más vale que pares, así sólo conseguirás matarlo y estaremos como al principio. -Giovanni estaba asqueado del espectáculo-. Sólo sabe lo que Santos tuvo a bien decirle, o sea, nada. Me temo que tenemos un grave problema.

Carlo tardó en captar el mensaje, como si le costara abandonar la tarea y sin poder evitar un último revés, brutal, que envió a su víctima contra la pared más alejada, inconsciente, como un muñeco de trapo abandonado.

– No son buenas noticias a Monseñor no le va a gustar -susurró en voz baja.

– Tu inteligencia es extraordinaria, Carlo, a mí no se me hubiera ocurrido un pensamiento tan profundo. Eres un perfecto imbécil… y Antonio sin aparecer. ¿Dónde demonios se ha metido?

– Quizá la Sombra lo ha atrapado. -Carlo se santiguó. Giovanni lanzó una imprecación de desprecio. Se acercó al ventanuco de la habitación, mirando fijamente el muro que tenía a tan sólo dos palmos. «¡Una ventana que daba a un muro, menuda taberna!», pensó. Empezaba a estar harto y las cosas no podían ir peor. Monseñor no era comprensivo con los problemas ajenos y mucho menos con los de sus esbirros. ¿Dónde demonios estaría Santos? Como un buen sabueso adiestrado, había olido el peligro y se había largado. Santos, invisible, era todavía un peligro mayor, Giovanni le conocía bien. Rió para sus adentros, a buen seguro el gigante estaría preparando una trampa mortal para D'Arlés, no le dejaría escapar fácilmente. Suspiró, le gustaría estar presente, contemplar cómo Santos acababa con aquel maldito bastardo sería algo impagable. Pero ¿dónde se había metido Antonio? La idea devolvió el gesto ceñudo a su semblante abstraído, pensaba a toda prisa, concentrado en encontrar una salida, una manera de cumplir las órdenes de Monseñor.

«¡Maldito el día en que le conocí!», pensó. Dos sonidos cortantes y secos, como zumbidos, le sacaron de su ensimismamiento, y se dio la vuelta, molesto, creyendo que Carlo había decidido por su cuenta liquidar al infeliz. Se quedó paralizado, con un gesto de incredulidad en la mirada, el miedo ascendiendo como una culebra en su estómago. Carlo estaba en el suelo, con los ojos muy abiertos, las dos manos apretando el vientre del que sobresalía la punta de una flecha y un charco de sangre extendiéndose entre sus piernas. En la esquina, el cuerpo de «Sisas», con otro dardo atravesándole la garganta, sin haberse enterado siquiera de su breve paso al mundo de los difuntos.

Un hombre, con una ballesta en la mano, ocupaba todo el dintel de la puerta.

– ¡Pero si es mi buen amigo Giovanni, mi antiguo compinche! -La voz metalizada estaba francamente divertida. D'Arlés lanzó una sonora carcajada al contemplar el asombro de su antiguo compañero-. Desde que no trabajo para vosotros, vais de mal en peor, amigo mío. Monseñor debe de estar de un humor de perros, seguro que me echa de menos.

– Lo único que echa de menos es tu cabeza colgando de su chimenea, bastardo. -Giovanni intentaba reponerse con esfuerzo.

– ¡Ja! Tienes sentido del humor, ya no me acordaba. Vamos, no te lo tomes así, no es nada personal, Giovanni, ya no hay motivo para estar celoso, ¿no crees? -D'Arlés utilizaba un tono malicioso e irónico-. Te devolví toda la cama de Monseñor, toda para ti solito. O sea, que estamos en paz. Giovanni lanzó una carcajada, su miedo había desaparecido.

– No me gustaría estar en tu piel, D’Arlés, tienes a cien demonios tras de ti, no me parece que me lleves mucha ventaja. Si Monseñor te atrapa, no quiero ni pensar de lo que es capaz, aunque tú ya conoces su estilo, fuiste un alumno aventajado.

– Me asustas, Giovanni, fíjate cómo tiemblo de espanto. Deberías decirle a Monseñor que se ocupara de sus propios problemas, que no son pocos. He oído decir que el Papa está bastante irritado ante su falta de resultados. Es posible que piense en un merecido retiro para su señoría.

– Quizá, pero yo no me fiaría de Monseñor a pesar de que estuviera confinado en la isla más lejana, su mano es muy larga.

– Lo tendré en cuenta, mi viejo Giovanni, pero basta de charla inútil. Por lo que veo, también habéis perdido a Santos.

– ¿Habéis…? Parece que tú también lo has perdido, caballero D'Arlés. Y, francamente, es un dato mucho más peligroso para ti que para nosotros. -Giovanni se había recuperado por completo y el odio que sentía hacia aquel hombre se manifestaba con toda su fuerza. Ni tan sólo la posibilidad de que pudiera matarle parecía afectarle lo más mínimo.

– Santos no me importa, es una pieza prescindible en este asunto, no sé por qué razón tendría que inquietarme, no puede decirme nada que ya no sepa.

Un brillo perverso iluminó los ojos de Giovanni. Por una sola vez, desde hacía muchos años, tenía una información que podía perjudicar a aquella maldita Sombra que se había convertido en su peor pesadilla.

– Tu prepotencia será tu perdición, D'Arlés. Haces mal en despreocuparte de la desaparición de Santos. Monseñor no es el único que desea verte colgado de una pica. Tu ignorancia te está colocando en el último lugar de la carrera, cosa de la que me alegro.

– Ilumíname, Giovanni, me tienes en ascuas.

– Tienes muchas cuentas pendientes, algunas muy viejas pero no por ello menos peligrosas. ¿Acaso has olvidado a Jacques el Bretón y a sus amigos? Dime, D'Arlés, por curiosidad, ¿alguna vez has visto a Santos?

El rostro de D'Arlés sufrió una brusca transformación, una mueca oscura se apoderó de sus facciones, borrando cualquier rastro de ironía.

– ¿Qué estás intentando decirme, maldito asno? -Pensaba con rapidez, las palabras de su antiguo compinche habían logrado inquietarle. Realmente nunca había visto al tabernero cara a cara, ni siquiera la noche en que había asesinado al infeliz de D'Aubert. Aquel día, aprovechó la confusión creada por sus hombres para distraer a Santos y a su parroquia de borrachos. Algo se abría paso en su mente, algo que no le gustaba.

– Es fácil de entender si te esfuerzas, sobre todo para una leyenda con poderes sobrenaturales como tú. -Giovanni había empezado a reír de nuevo.

– ¡Maldito lacayo romano! ¿Qué significa esto?

D'Arlés estaba fuera de sí, cogió al italiano por el cuello, con la furia exudando por todos sus poros, zarandeándolo violentamente. Pero Giovanni seguía riendo como un poseso, ajeno a la presión que las manos de su contrincante ejercían sobre él, riendo y gritando a la vez.

– ¡Santos y Jacques el Bretón son la misma persona, estúpido, dos identidades en un solo hombre! ¡Por mucho que corras, esta vez no escaparás, maldito bastardo del demonio¡

Un ruido a sus espaldas sobresaltó a D'Arlés, que se volvió como un rayo, ballesta en mano. Un clérigo, gordo como un tonel de vino rancio, les estaba observando desde la puerta, con los ojos desorbitados por el pánico. Antes de que pudiera reaccionar ante el intruso, el clérigo echó a correr lanzando un agudo alarido, como alma que lleva el diablo. D'Arlés estalló en maldiciones y soltando al italiano, sin una palabra, emprendió una carrera tras el fugitivo.

Giovanni respiró profundamente varias veces, todavía sacudido por las carcajadas, incapaz de controlar la salvaje alegría que le producía el miedo en la mirada de D'Arlés. Sí, eran malas noticias para la Sombra, su pasado se materializaba en presente para liquidar cuentas y… una mala noticia también para el maldito Monseñor. Estalló de nuevo en carcajadas, sin poder contenerse, liberado de la presión y el miedo, doblado y pateando el suelo por las contracciones de la risa.

Mateo tenía un brillante discurso preparado cuando llegó a El Delfín Azul, no estaba dispuesto a que D'Aubert volviera a engañarle. Muy al contrario, debería darle mucha más información si deseaba que continuara con el asunto y, desde luego, tendría que reajustar el precio. Además, si se negaba a darle explicaciones, si intentaba apartarle, su silencio le resultaría más caro todavía. Estaba satisfecho, fuera cual fuese la decisión de D'Aubert, él ganaría una sustanciosa cantidad a cambio del mínimo esfuerzo.

Cuando llegó a la taberna, no vio a Santos en su atalaya particular, cosa que agradeció interiormente, le desagradaba la estricta vigilancia que el gigante mantenía sobre gentes y espacios. Subió las estrechas escaleras resoplando por el esfuerzo, y al acercarse a la habitación de D'Aubert observó que la puerta estaba abierta. Decidido, se asomó a la estancia preparando el inicio de su discurso, abstraído y casi de puntillas, pero lo que contempló le dejó helado. Había dos hombres en el suelo, en medio de un enorme charco de sangre que avanzaba lentamente hacia donde él se encontraba. Dos hombres más que desconocía se hallaban delante de él, uno desencajado por las carcajadas reprimidas, el otro se había dado la vuelta con rapidez y le observaba con sorpresa. Mateo se llevó las manos a la boca para acallar el agudo y estridente chillido que salió de su garganta, casi sin aviso, y dando media vuelta se precipitó escaleras abajo, ciego a todo lo que no fuera huir. En la planta baja, la abigarrada clientela de Santos estaba en plena celebración, los cánticos y las peleas se sucedían en extraña armonía. Un estrépito a sus espaldas, avisó al clérigo de que alguien estaba siguiendo sus pasos con ligereza y aullándole que se detuviera. Mateo, con los pulmones a punto de estallar, entró en la gran sala de la taberna, lívido y casi sin respiración, con el aire suficiente para gritar con todas sus escasas fuerzas la palabra mágica.

– ¡Fuego, fuego, fuego en el piso superior!

En respuesta a sus gritos, un tumulto ensordecedor llenó el local y la muchedumbre, como una sola alma, se levantó precipitadamente para emprender una enloquecida carrera hacia la puerta de salida. Empezaron a volar mesas y sillas, fragmentos de jarras y platos, los gritos de terror se mezclaron con los lamentos de los que eran pisoteados y abandonados. Mateo se vio arrastrado por la turba, llevado casi en volandas sin que sus pies tocaran el suelo, aferrado a la espalda de un hombre que repartía estacazos en todas direcciones, despejando su camino hacia el exterior. Sin saber cómo, se encontró en la calle, rodeado de gente que no cesaba de gritar y de pedir auxilio. Conmocionado pero sin dejar de correr, Mateo ponía distancia entre él y el peligro, sin volverse ni una sola vez, ciego y con el pánico golpeando sus sienes. Mientras sus cortas piernas luchaban para seguir el ritmo de su miedo, su mente no podía apartarse de los dos cadáveres que había visto en la habitación de D'Aubert, en la sangre extendiéndose hacia él como un mal presagio.

D'Arlés se abrió paso a empellones, maldiciendo. El clérigo había desaparecido de su vista, tragado por la marea humana que huía entre alaridos. Se detuvo con la cólera reflejada en el rostro, las cosas parecían torcerse desde que el bastardo de Giovanni le había escupido la identidad de Santos en medio de risotadas. No quería pensar en ello, no era el momento. ¿Y si el italiano mentía? Era capaz de hacerlo, aunque sólo fuera por el odio intenso y los celos que alimentaba contra él.

La Vilanova del Pi se extendía entre la calle Boqueria, antigua Vía Morisca que se dirigía hacia el Llobregat, y las tierras que pertenecían al monasterio de Santa Ana. El barrio crecía al rededor de la iglesia de Santa Maria del Pi, llamada así a causa del gran árbol que había crecido allí desde el siglo x, y su fama se debía en buena parte a sus burdeles, famosos en la ciudad.

Mateo se paró en una esquina, exhausto, su cuerpo se negaba a dar un paso más. Temblaba, sacudido por espasmos cada vez más frecuentes y difíciles de controlar. Sangre y más sangre en su mente, como si todo lo que mirara se transformara en rojo, impidiéndole pensar con claridad, pero se encontraba muy cerca de casa y deseaba llegar allí, costara lo que costase; no podía detenerse ahora cuando su refugio estaba tan próximo. Sin embargo, sus piernas se negaban a obedecerle. Debía calmarse, recuperar el aliento. ¿Era D'Aubert uno de los muertos? ¡Santo Cielo!, pensó, seguro que así era. Posiblemente, era aquel cuerpo con la cara totalmente desfigurada, un amasijo destrozado de carne y sangre. ¡Tenía que ser él, era su habitación! O sea, que aquel miserable tenía razones de peso para mantener el secreto. Aquello era realmente muy peligroso y le habían descubierto. ¡Por todos los santos del Paraíso, aquellos hombres le habían visto, sabían quién era…, los asesinos vendrían a por él!

Miró a su alrededor respirando pesadamente, nadie parecía seguirle, sólo algunos vecinos le miraban con curiosidad y desprecio. Le conocían y desaprobaban su vida, ¡malditos campesinos ignorantes! El enfado le ayudó a recuperarse, devolviendo las miradas con un gesto de desafío, pero siguió apoyado en la pared durante unos instantes. Después reemprendió el camino hasta el portal de su casa. Abrió la puerta, murmurando un hosco saludo a dos mujeres que parecían estar aguardándole, sin fijarse en la extraña tensión de sus rostros, en la inmovilidad de sus gestos.

– ¿Qué es lo que pasa, no tenéis nada que hacer, espantajos? La puerta se cerró a sus espaldas con suavidad. Le sorprendió no oír el portazo habitual: le había dado un buen empujón para cerrarla, como siempre. Era un aviso para los ocupantes de la casa de que el amo y señor había llegado y de que todo debía estar preparado y listo para servirle. Se volvió extrañado y vio a Santos tapando la salida, con una sonrisa irónica. Mateo lanzó un nuevo alarido y cayó al suelo desvanecido.

Fray Berenguer de Palmerola paseaba arriba y abajo de la estancia, impaciente, con la cólera habitual a flor de piel. En toda la mañana no había podido dejar de pensar en aquel asunto.

No deseaba defraudar al caballero francés que tanto confiaba en él, ni mucho menos desaprovechar las grandes ventajas que se le habían ofrecido. Ardía de rabia al pensar en aquel arrogante templario que, lejos de facilitarle la labor, se había atrevido a amenazarle. Se detuvo bruscamente cuando vio avanzar hacia él a fray Pere de Tever.

– ¡Esto es indignante, fray Pere, vuestro comportamiento es una vergüenza! Llevo dos días sin encontraros en parte alguna y sin que nadie sepa de vuestro paradero! ¿Qué significa vuestra ausencia? ¿Quién os ha autorizado a desaparecer de mi vista?

– Os ruego que me disculpéis, fray Berenguer, pero cuando llegamos a puerto, creí que ya no necesitaríais de mis servicios y enton…

– ¡Creísteis! ¡Nadie os ha pedido que penséis ni creáis nada, hermano! Vuestro trabajo se limita a obedecer, nada más, y os recuerdo que estáis a mí servicio y que no podéis ausentaros sin mi permiso. Si continuáis con vuestra indisciplina, no tendré más remedio que hablar seriamente con vuestro prior, y os aseguro que no os gustará lo que tengo que decirle.

– Tenéis razón, fray Berenguer, os pido humildemente perdón.

– ¡El perdón no es suficiente para vuestra culpa, hermano Pere! Tendré que pensar en el castigo que os merecéis; sin embargo, ahora tengo un trabajo para vos y es de la máxima urgencia. Debéis ir a la Casa del Temple y entregar este aviso, pero seguiréis unas instrucciones muy precisas, poned atención en lo que os digo. Encontraréis a algún mozalbete desocupado, que por unas pocas monedas se encargue de dejarlo en el portón de entrada, pero vos debéis vigilar que así lo haga. Es importante que nadie os relacione con el mensaje. ¿Lo habéis comprendido?

– Lo he comprendido, fray Berenguer, pero yo mismo puedo entregarlo, y no sería nec…

– ¡ Nadie os ha pedido vuestra opinión! -cortó tajante fray Berenguer-. Seguiréis las órdenes que os he dado y aprenderéis a obedecer sin preguntas ni comentarios. No aumentéis el castigo que, tened bien seguro, se aplicará a vuestra desobediencia.

Fray Pere de Tever asintió en silencio. Compungido, cogió el papel que le tendía su superior y esperó.

– La curiosidad es un pecado muy grave, hermano, y sólo se supera con el recogimiento y la obediencia. Deberíais saber que soy un hombre muy ocupado y no se debe molestarme con preguntas estúpidas e inútiles. Y ahora marchad de una vez y cumplid mis órdenes a rajatabla.

Fray Pere no se movió. Miraba a su hermano con desconfianza.

– ¿Se puede saber a qué estáis esperando?

– Me habéis ordenado que entregue unas monedas a cambio del encargo, fray Berenguer. Olvidáis que además del voto de obediencia, también prometí el de pobreza. ¿ Con qué se supone que debo pagar?

Fray Berenguer lanzó un resoplido de disgusto ante la insolencia del joven, pero no quería perder más tiempo, y rebuscando en su bolsa le entregó un par de monedas murmurando. -Con esto os bastará, procurad que no os engañen.

Fray Pere salió del convento, pensativo y cabizbajo. Sus graves sospechas no hacían más que aumentar y temía los manejos de fray Berenguer. A buen seguro estarían tramando algo contra el anciano judío, él y el caballero francés, el hombre que había embarcado en Limassol como un tripulante más. ¿Qué pretendía con aquel disfraz? ¿Quién era en realidad? Lo único seguro en aquella situación era que estaba manipulando la cólera de fray Berenguer en su provecho, halagándole descaradamente con palabras que nadie, excepto su vanidoso hermano, era capaz de creerse. ¿Qué estaría tramando aquel hombre? Nada bueno, sospechaba. Se sentía perdido y desorientado, no quería colaborar en las intrigas para perjudicar al bueno de Abraham. ¿Qué tenía aquel hombre contra el anciano médico? Tenía muchas preguntas y muy pocas respuestas. Dudó unos instantes mientras vagaba sin rumbo, sin atreverse a emprender el camino que le llevaría hasta la Casa del Temple, vacilando sobre qué debía hacer. De repente, tomó una decisión y cobijándose en un recodo de la muralla antigua, sacó la nota que le habían entregado, la desdobló y leyó con atención, casi sin atreverse a respirar. La perplejidad asomó a su rostro durante la breve lectura, sorprendido ante la mezquindad de su hermano, del poder perverso de su ambición. Aquello acabó por convencerlo, sabía perfectamente lo que debía hacer y no le importaban los riesgos. Sin más demora, emprendió el camino hacia la Casa del Temple.

Una parte de su memoria deseara estar enterrada en los paisajes que describía. Nunca lo había contemplado desde esta perspectiva y Guillem quedó pensativo. Quizá debería revisar sus propios recuerdos a la luz de esta nueva realidad.

Finalmente, Guillem había conseguido descansar un par de horas. Había recurrido a uno de los escondrijos de Guils, uno de tantos en la gran red de refugios seguros que había tejido cuidadosamente durante años de servicio. Los «Santuarios». Aprovechó para tumbarse en un viejo jergón, estaba completamente rendido y no tardó ni un segundo en perderse en el mundo de la inconsciencia. Soñó con los desiertos de Palestina, aquella inmensidad de arena dorada que tan bien describía Bernard en las horas muertas, la luz especial que se reflejaba en las calladas dunas. Un caballo blanco apareció en su sueño, mirándole con curiosidad, con las riendas sueltas, inmóvil. Después de unos instantes de contemplación, la bestia dio la vuelta, emprendiendo un ligero trote, alejándose de él. La llamó con un grito desesperado, comprobando con terror que de su garganta no salía sonido alguno, a pesar de 1o cual la hermosa bestia se detuvo volviendo el cuello y observándole de nuevo. «¿Qué quieres?», parecía decir. Pero por mucho que Guillem se esforzaba, no podía emitir sonido alguno, estaba mudo.

Despertó sobresaltado y con la camisa empapada en sudor. Unos fuertes golpes en la puerta habían conseguido arrancarle de la visión del desierto. Tardó en despejarse, en recordar dónde se hallaba y quién era, y finalmente se dirigió hacia la puerta tomando todas las precauciones. Uno de los viejos colaboradores de Guils en la ciudad, a quien conocía, le traía la respuesta al aviso que había mandado a la Casa. El hombre no necesitó decir nada, y con un movimiento de cabeza desapareció, siguiendo todavía las estrictas órdenes de Bernard: «Si no hay nada que decir, el silencio es seguridad». Guillem leyó el mensaje: Santos había localizado al traductor de griego. ¿Santos? ¿Por qué no le había confesado Jacques el Bretón, uno de los mejores amigos de Bernard, su verdadera identidad? El joven creía que estaba muerto hacía tiempo, y Bernard hablaba de él en pasado, aunque lo cierto era que hablaba de muchas cosas utilizando el pasado, como si lo estuviera.

– Si lo que os trae aquí es la intención de continuar con el interrogatorio que empezó vuestro hermano, estáis perdiendo el tiempo. No tengo nada que añadir a lo que ya os dije. -Frey Dalmau observaba al joven fraile con dureza.

– No es lo que creéis, frey Dalmau. No sabía qué hacer ni a quién acudir… hasta que leí la nota no… ¡no quiero que le ocurra nada malo al anciano judío! -Fray Pere de Tever se derrumbó en el sillón al tiempo que sus manos intentaban ocultar las lágrimas.

El templario quedó turbado ante la reacción del joven, no se esperaba algo así y su dureza inicial desapareció.

– Perdonad mi insolencia, hermano Pere, os ruego que me disculpéis. Tuve una pequeña discusión con vuestro superior hace tan sólo unas horas y al presentaros como su ayudante, temí que… Bien, veo que hay algo que os inquieta profundamente. ¿Queréis contármelo?

Primero con balbuceos inseguros, el joven fraile explicó al templario todas sus preocupaciones. Después, recuperándose gracias a la atención que frey Dalmau le procuraba, le contó con detalle su relación con fray Berenguer: el viaje realizado y la travesía marítima, el estupor al reconocer en el caballero francés a uno de los miembros de la tripulación.

– Tranquilizaos, muchacho. Aunque le conozco poco, tengo la impresión de que esta nota anónima es muy propia de fray Berenguer. «Vuestro huésped judío está en grave peligro, debéis buscar un refugio mas seguro.» Y firma, «un amigo». ¡Menudo amigo! Hay que reconocer que vuestro hermano es un poco ingenuo al creer que nos apresuraremos a sacar a Abraham de la Casa, ¿no creéis?

– Está bajo la influencia absoluta del otro hombre, frey Dalmau, del caballero francés del que os he hablado. Le ha dicho que Abraham es un peligroso traidor y asesino.

– Sí, es cierto, pero vuestro hermano ya estaba dispuesto a creerse cualquier estupidez. El pobre Abraham no tiene un aspecto muy feroz, ¿no estáis de acuerdo, fray Pere?

El joven fraile sonrió por primera vez, al recordar el aspecto venerable del anciano.

– Habladme de ese otro hombre, de ese caballero francés. -sugirió frey Dalmau a la expectativa.

– Veréis, vino a visitar a fray Berenguer en el convento y yo, llevado por mi curiosidad, estuve espiando. No podía creerme que alguien le visitara… ¡Dios me perdone! Escuché su conversación y me asusté mucho, no podía entender su interés en perjudicar a Abraham. Entonces, cuando se levantó para marcharse, pude verle la cara y me quedé aterrorizado, era el hombre de Limassol.

– ¿Estáis realmente seguro, fray Pere?

– Totalmente, os lo aseguro, siempre recuerdo los rostros. Veréis, este hombre provocaba las iras del capitán D'Amato, siempre estaba donde no debía, y por ello me fijé especialmente en él. Cuando visitó a fray Berenguer en el convento, vestía lujosas ropas y alhajas, pero era el mismo hombre; le prometió cargos importantes y le halagó hasta hacer relucir sus ojos con el brillo de la avaricia. ¡Dios misericordioso, perdonadme por hablar así de mi hermano!

– Vos no sois culpable de la ambición de los demás, fray Pere -susurró con suavidad el templario.

– Sólo deseo que no perjudiquen al anciano, sólo eso. Ese hombre no ha hecho mal a nadie, frey Dalmau. Sólo quiero hacer lo correcto.

– Habéis actuado correctamente, fray Pere, y vuestra información nos permitirá proteger a Abraham. Pero estoy preocupado por vos, éste es un asunto muy peligroso, ya lo veis. No puedo contaros nada, lo siento, porque si lo hiciera, pondría vuestra vida en peor situación y correríais un peligro aún mayor. -No necesito que me contéis nada, frey Dalmau, no soy hombre de mundo ni de intrigas palaciegas. Mi único deseo es proteger a Abraham de gente tan perversa.

Frey Dalmau lo miró en silencio, estaba convencido de las buenas intenciones del joven, pero también de su falta de experiencia y eso le preocupaba. Había demasiados muertos en aquel asunto y no podía permitir que fray Pere aumentara tal cantidad.

– Deberíais alejaros de la ciudad por un tiempo. Pedid permiso para visitar vuestro convento y quedaros allí una temporada. Ese hombre que habéis reconocido os mataría sin vacilar si descubre que lo habéis desenmascarado; es un asesino, muchacho, un peligroso asesino.

– Quiero ayudar -contestó simplemente el fraile-. Lo he visto con toda claridad en cuanto leí la nota. Agradezco vuestros consejos, frey Dalmau, pero ya no me puedo quedar al margen, jamás podría perdonarme el haber cerrado los ojos ante la injusticia. No puedo volver al convento, no puedo huir por muy asustado que esté.

Dalmau lo miró con afecto. La juventud era una extraña enfermedad que sólo los años ayudarían a contener y a encauzar, pero ¡bendita enfermedad!

– Temo por vos -insistió-. En este asunto hay fuerzas perversas y poderosas que no vacilarían ni un momento en quitaros la vida, si ello les fuera de utilidad, debéis creerme fray Pere.

– Dios velará por mi vida, frey Dalmau, y yo correré el riesgo de confiar en él. Creo que os seré más útil si vuelvo al convento de la ciudad y no pierdo de vista a fray Berenguer. Si intentan algo, os avisaré, os tendré informado. Nadie se fijará en mí.

– Procurad que sea así -asintió Dalmau, con resignación-. Que nadie se fije en vos y no olvidéis el riesgo que corréis, tenedlo muy presente. Recordad que más vale reconocer el miedo que ser imprudente, amigo mío, y estad alerta. Si tenéis la más mínima sospecha de que os han descubierto, huid rápidamente y tened en cuenta que nuestra Casa está estrechamente vigilada.

Dalmau acompañó al joven dominico hasta una salida más discreta y alejada, dándole los últimos consejos. Fray Pere de Tever estaba satisfecho de su decisión, por primera vez era consciente de que había elegido por sí mismo, por su propia voluntad y de nadie más. No sabía nada del asunto ni nada quería saber, no le interesaban los asuntos mundanos, pero había hecho suya la bandera de Abraham y que el viejo judío conservara su integridad física era para él una obligación moral, estaba dispuesto a luchar por ello. Se sentía asustado y excitado, la misma sensación que había experimentado en Marsella cuando embarcó por primera vez en su vida. Aspiró con fuerza, una gran paz inundaba su espíritu.

Mateo gimoteaba, tenía una pesadilla atroz en la que alguien se obstinaba en abofetearlo, una y otra vez. No soportaba el dolor físico y su sola mención le provocaba sudores hela dos de pánico. Se despertó gritando, al tiempo que una jarra de agua fría caía sobre su cara.

– ¡Despierta de una vez, clérigo mentiroso y falsario! Santos volvió a abofetearle y se detuvo al ver que parecía despertar de su desvanecimiento.

– ¡Basta, basta. No me peguéis más, no me torturéis! -Cuánta sensibilidad, Mateo, unos simples bofetones convertidos en tortura…, un poco exagerado, ¿no crees?

– ¿Qué queréis de mí? Os diré lo que queráis, pero no me torturéis.

Santos le observaba con sorpresa, aquel hombre estaba realmente asustado y no era por su causa. Santos se preguntó sobre las razones de su miedo.

– Nadie va a matarte ni a torturarte, bufón eclesiástico, solo quiero hablar contigo. Que yo recuerde, las palabras todavía no han asesinado a nadie.

– Tú y yo no tenemos nada de qué hablar, Santos. -Mateo había reconocido a su intruso visitante y parecía recuperado del susto inicial-. Yo, en tu lugar, me preocuparía de los cadáveres que se amontonan en tu taberna. No les va a gustar nada a los alguaciles y es posible que vaya a contarlo.

– ¿Ves como tenemos mucho de qué hablar, Mateo? Por ejemplo, ¿de qué cadáveres me estás hablando?

Mateo se levantó del suelo, buscando la protección de las dos mujeres, refugiadas en un rincón alejado.

– He ido a tu asquerosa taberna para visitar a un cliente, y me he encontrado con tanta sangre, que más parecía matadero que pensión de mala muerte.

– Eso ya lo has repetido, procura ser más explícito, Mateo, -porque mi paciencia es escasa. -Santos hizo un esfuerzo por controlar la irritación que sentía.

– En la habitación de mi cliente había dos hombres muertos y dos vivos, contemplando el espectáculo. Asesino y a-sesi-na-dos. He huido a toda prisa y uno de ellos me ha perseguido con una ballesta en la mano, con muy malas intenciones. Soy un hombre honrado y…

– ¡Ja, ja, no me hagas reír, maldito embustero! Tú no sabes lo que significa la palabra honradez. Pero me interesa el tema de tu cliente, cuéntame qué tratos te llevabas con él.

– No voy a decirte nada -graznó Mateo-. Los asuntos entre mis clientes y yo son secretos, y sólo terminan con la muerte.

Unos golpes en la puerta provocaron un nuevo aullido de Mateo, que corrió a esconderse tras un aparador. Santos abrió la puerta y dejó pasar a Guillem.

– O sea que éste es el palacio de nuestro traductor -dijo el joven a guisa de saludo, con una expresión torva en su mirada.

– Es el hombre que buscabais, señor -le contestó Santos, lanzándole un gesto de advertencia que Guillem entendió.

– ¿Y qué nos cuenta este viejo cerdo de engorde, Santos? -Me temo que no desea hacernos partícipes de sus conocimientos, señor.

– Eso tiene fácil arreglo, Santos -suspiró Guillem, acercándose al clérigo con gesto amenazante. Mateo retrocedió hasta topar con la pared, demudado y lívido.

– ¡No me hagáis daño, señor, yo no sé nada!

– Eso lo decidiremos nosotros, pero te aconsejo que nos ayudes. No me obligues a mancharme con tu sangre.

Mateo reanudó sus gemidos y lamentos, en tanto Santos lo arrastraba hasta el centro de la estancia y lo sentaba, de un empellón, en un pequeño taburete.

– Si no paras de gimotear, te arrancaré la lengua de un manotazo -rugió Santos, consiguiendo un silencio repentino y absoluto.

– Eso está mucho mejor, Mateo -intervino Guillem-. Ahora vas a contarnos tus negocios con D’Aubert y más te vale andar con cuidado; no nos engañes, nuestra poca paciencia es famosa en el mundo entero.

– D'Aubert está muerto. Lo mataron en la taberna de ése -bramó Mateo, señalando a Santos.

Nadie le contestó, los dos hombres tenían la mirada fija en el clérigo que, con ademanes nerviosos y sudando a mares, empezó a hablar.

– Me contrató para la traducción de unos pergaminos antiguos, en griego y en arameo. Le dije que desconocía el arameo, pero que encontraría a alguien de confianza… bueno, con dinero se encuentra todo, ¿no es cierto? Dijo que era muy secreto, que nadie podía enterarse de su existencia. Él pensaba que eran muy importantes.

– ¿Y lo eran? -preguntó Guillem.

– ¡Era un engaño! -chilló Mateo-. Por eso volví a la taberna, para arreglar cuentas con el maldito D'Aubert. Quería ponerme a prueba ¡y está muerto, muerto!

– ¿Un engaño? -Guillem y Santos lanzaron la pregunta al unísono.

– Los pergaminos son auténticos y el texto también, pero el contenido no vale nada, no tiene ninguna importancia.

– Verás, Mateo, es mucho mejor que nos dejes decidir a nosotros. Comprobaremos lo que dices. Trae los pergaminos aquí -ordenó el joven.

Mateo se levantó con desgana, arrastrando los hinchados pies hacia el mismo aparador donde se había refugiado. Rebuscó en uno de los cajones y sacó un envoltorio que entregó a Guillem. Los dos hombres se inclinaron sobre la mesa y extendieron los pergaminos y las notas que Mateo había hecho.

– ¿Estás seguro que son los mismos pergaminos que D'Aubert te entregó? -Guillem todavía estaba inclinado, leyendo con atención, y la pregunta había sido hecha sin ninguna entonación.

– ¡Os lo juro, señor! Me los entregó en mano y como veis es una carta sin importancia. Por ello pensé que el miserable me estaba poniendo a prueba, eso me irritó mucho.

Santos y Guillem hablaban en voz baja, ajenos a la charla compulsiva del clérigo.

– ¿Puedes describir al hombre que te persiguió en la taberna? ¿Y al otro?

– No tuve mucho tiempo, la verdad. El hombre de la ballesta estaba de espaldas a mí, frente al otro, un hombre de mediana edad, estaba riendo como un loco y hablaba en italiano, no parecía importarle que intentaran estrangularle, la verdad. Yo sólo quería huir de allí y no me volví. Había sangre por todas partes. Se trataba de mi vida, caballeros.

Santos lanzó una carcajada ante la última frase de Mateo. -De repente descubres que somos caballeros, viejo infame. ¡Harías lo que fuera para salvar el pellejo, embaucador del demonio!

Guillem dobló cuidadosamente los pergaminos y los guardó en su camisa. Observaba con atención al clérigo y a las dos mujeres. Una de ellas, ya entrada en años, conservaba en los surcos de su rostro la imagen del sufrimiento, una infinita red de lágrimas y resignación. La otra era muy joven y muy hermosa, con un gesto de desafío en la mirada, una tupida cabellera rojiza enmarcando una cara de finas facciones y ojos fieros y oscuros que mantuvieron su mirada sin un parpadeo. Una turbación extraña invadió al joven que se apresuró a retirar la mirada, un poco avergonzado. Santos se acercó a él discretamente y le susurró algo al oído. Guillem asintió con la cabeza y se dirigió hacia el clérigo.

– Estás en peligro muy grave, Mateo. El hombre de la ballesta te buscará y si te encuentra, no va a conformarse con tus explicaciones. Necesita eliminar cualquier rastro que tenga relación con este asunto, por pequeño que sea, y tú mismo has comprobado su especial forma de diálogo. Te aseguro que es un consumado maestro en el arte de la tortura.

– ¡Pero yo no sé nada de nada y…!

– Eso no tiene ninguna importancia para él -le respondió Santos-. Además, sabes demasiado, no te engañes, sabandija con sotana, y eso te coloca con el agua al cuello. Si te encuentra, que seguro que lo hará, tu vida valdrá tanto como esas raídas y sucias ropas que llevas.

– ¿Y qué se supone que debo hacer? Las mujeres no tienen nada que ver con todo esto y no tengo adónde ir y… -Podemos facilitarte un escondite seguro, durante un tiempo, hasta que las cosas se calmen, siempre que obedezcas nuestras órdenes. -Guillem le estudiaba, atento a sus reacciones, sin fiarse de él-. Nuestra protección tiene un precio, Mateo, y se llama obediencia absoluta. ¿Lo entiendes?

– ¡Os juro por lo más sagrado que haré todo lo que digáis!

– ¡Dios bendito, Mateo, tus juramentos valen lo que el estiércol! -saltó Santos-. Coge lo indispensable y preparárate para partir. Además, tengo otra condición: la boca bien cerrada y nada de preguntas.

Mateo asentía con movimientos de cabeza mientras ordenaba a las mujeres que se movieran, que recogieran lo necesario, repitiendo de forma incansable, «deprisa, deprisa, deprisa».

Guillem le pidió papel y pluma y en tanto la tropa de Mateo se afanaba bajo la atenta vigilancia de Santos, se sentó para redactar una nota. Cuando terminó, Mateo y las mujeres estaban junto a la puerta, esperando. Santos se inclinó para leer la nota que Guillem había dejado sobre la mesa y después de leerla con curiosidad, palmeó la espalda del joven con una sonrisa. Tras comprobar que no había peligro en el exterior, los cinco se pusieron en marcha, abandonando la casa a buen paso. Santos encabezaba la comitiva y Guillem se ocupaba de defender la retaguardia. En la mesa de la casa abandonada, una nota esperaba a su destinatario:

D'Arlés, a buen seguro, tarde o temprano encontrarás este agujero, y cuando lo hagas, creo prudente avisarte de que, a pesar de tus esfuerzos, el buen Abraham logró rescatarme de la muerte, esa extraña compañera que tanto deseabas para mí. Las piezas vuelven a estar en el tablero de juego y la partida se reanuda. Como es ya habitual, no voy a desearte suerte.

Bernard Guils