38756.fb2 La sombra del viento - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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GENIO Y FIGURA 1953

11

Aquel año, el otoño cubrió Barcelona con un manto de hojarasca que revoloteaba en las calles como piel de serpiente. La memoria de aquella lejana noche de cumpleaños me había enfriado los ánimos, o quizá fue la vida que había decidido concederme un año sabático de mis penas de sainete para que empezase a madurar. Me sorprendí a mí mismo apenas pensando en Clara Barceló, o en Julián Carax, o en aquel fantoche sin rostro que olía a papel quemado y se declaraba personaje escapado de las páginas de un libro. Para noviembre había cumplido un mes de sobriedad, sin acercarme una sola vez a la plaza Real a mendigar un atisbo de Clara en la ventana. El mérito, debo confesar, no fue del todo mío. Las cosas en la librería se estaban animando y mi padre y yo teníamos más trabajo del que podíamos quitarnos de encima.

– A este paso vamos a tener que coger a otra persona para que nos ayude en la búsqueda de los pedidos -comentaba mi padre-. Lo que nos haría falta sería alguien muy especial, medio detective, medio poeta, que cobre barato y al que no le asusten las misiones imposibles.

– Creo que tengo al candidato adecuado -dije.

Encontré a Fermín Romero de Torres en su lugar habitual bajo los arcos de la calle Fernando. El mendigo estaba recomponiendo la primera página de la Hoja del Lunes a partir de trozos rescatados de una papelera. La estampa del día iba de obras públicas y desarrollo.

– ¡Rediós! ¿Otro pantano? -le oí exclamar-. Esta gente del fascio acabará por convertirnos a todos en una raza de beatas y batracios.

– Buenas -dije suavemente-. ¿Se acuerda de mí?

El mendigo alzó la vista, y su rostro se iluminó de pronto con una sonrisa de bandera.

– ¡Alabados sean los ojos! ¿Qué se cuenta usted, amigo mío? Me aceptará un traguito de tinto, ¿verdad?

– Hoy invito yo -dije-. ¿Tiene apetito?

– Hombre, no le diría que no a una buena mariscada, pero yo me apunto a un bombardeo.

De camino a la librería, Fermín Romero de Torres me relató toda suerte de correrías que había vivido aquellas semanas a fin y efecto de eludir a las fuerzas de seguridad del Estado, y más particularmente a su némesis, un tal inspector Fumero con el que al parecer llevaba un largo historial de conflictos.

– ¿Fumero? -pregunté, recordando que aquél era el nombre del soldado que había asesinado al padre de Clara Barceló en el castillo de Montjuïc a los inicios de la guerra.

El hombrecillo asintió, pálido y aterrado. Se le veía famélico, sucio y hedía a meses de vida en la calle. El pobre no tenía ni idea de adónde le conducía, y advertí en su mirada cierto susto y una creciente angustia que se esforzaba en vestir de verborrea incesante. Cuando llegamos a la tienda, el mendigo me lanzo una mirada de preocupación.

– Ande, pase usted. Ésta es la librería de mi padre, al que quiero presentarle.

El mendigo se encogió en un manojo de roña y nervios.

– No, no, de ninguna manera, que yo no estoy presentable y éste es un establecimiento de categoría; le voy a avergonzar a usted…

Mi padre se asomó a la puerta, le hizo un repaso rápido al mendigo y luego me miró de reojo.

– Papá, éste es Fermín Romero de Torres.

– Para servirle a usted -dijo el mendigo casi temblando.

Mi padre le sonrió serenamente y le tendió la mano. El mendigo no se atrevía a estrecharla, avergonzado por su aspecto y la mugre que le cubría la piel.

– Oiga, mejor que me vaya y les deje a ustedes -tartamudeó.

Mi padre le asió suavemente por el brazo.

– Nada de eso, que mi hijo me ha dicho que se viene usted a comer con nosotros.

El mendigo nos miró, atónito, aterrado.

– ¿Por qué no sube a casa y se da un buen baño caliente? -dijo mi padre-. Luego, si le parece, nos bajamos andando hasta Can Solé.

Fermín Romero de Torres balbuceó algo ininteligible. Mi padre, sin bajar la sonrisa, le guió rumbo al portal y prácticamente tuvo que arrastrarlo escalera arriba hasta el piso mientras yo cerraba la tienda. Con mucha oratoria y tácticas subrepticias conseguimos meterlo en la bañera y despojarlo de sus andrajos. Desnudo parecía una foto de guerra y temblaba como un pollo desplumado. Tenía marcas profundas en las muñecas y los tobillos, y su torso y espalda estaban cubiertos de terribles cicatrices que dolían a la vista. Mi padre y yo intercambiamos una mirada de horror, pero no dijimos nada.

El mendigo se dejó lavar como un niño, asustado y temblando. Mientras yo buscaba ropa limpia en el arcón para vestirlo, escuchaba la voz de mi padre hablándole sin pausa. Encontré un traje que mi padre ya no se ponía nunca, una camisa vieja y algo de ropa interior. De la muda que traía el mendigo no podían aprovecharse ni los zapatos. Le escogí unos que mi padre casi no se calzaba porque le quedaban pequeños. Envolví los andrajos en papel de periódico, incluidos unos calzones que exhibían el color y la consistencia del jamón serrano, y los metí en el cubo de la basura. Cuando volví al baño, mi padre estaba afeitando a Fermín Romero de Torres en la bañera. Pálido y oliendo a jabón, parecía un hombre veinte años más joven. Por lo que vi, ya se habían hecho amigos. Fermín Romero de Torres, quizá bajo los efectos de las sales de baño, se había embalado.

– Mire lo que le digo, señor Sempere, de no haber querido la vida que la mía fuese una carrera en el mundo de la intriga internacional, lo mío, de corazón, eran las humanidades. De niño sentí la llamada del verso y quise ser Sófocles o Virgilio, porque a mí la tragedia y las lenguas muertas me ponen la piel de gallina, pero mi padre, que en gloria esté, era un cazurro de poca visión y siempre quiso que uno de sus hijos ingresara en la Guardia Civil, y a ninguna de mis siete hermanas las hubiesen admitido en la Benemérita, pese al problema de vello facial que siempre caracterizó a las mujeres de mi familia por parte de madre. En su lecho de muerte, mi progenitor me hizo jurar que si no llegaba a calzar el tricornio, al menos me haría funcionario y abandonaría toda pretensión de seguir mi vocación por la lírica. Yo soy de los de antes, y a un padre, aunque sea un burro, hay que obedecerle, ya me entiende usted. Aun así, no se crea usted que he desdeñado el cultivo del intelecto en mis años de aventura. He leído lo mío y le podría recitar de memoria fragmentos selectos de La vida es sueño.

– Ande, jefe, póngase esta ropa, si me hace el favor, que aquí su erudición está fuera de toda duda -dije yo, acudiendo al rescate de mi padre.

A Fermín Romero de Torres se le deshacía la mirada de gratitud. Salió de la bañera, reluciente. Mi padre lo envolvió en una toalla. El mendigo se reía de puro placer al sentir el tejido limpio sobre la piel. Le ayudé a enfundarse la muda, que le venía unas diez tallas grande. Mi padre se desprendió del cinturón y me lo tendió para que se lo ciñese al mendigo.

– Está usted hecho un pincel -decía mi padre-. ¿Verdad, Daniel?

– Cualquiera lo tomaría por un artista de cine.

– Quite, que uno ya no es el que era. Perdí mi musculatura hercúlea en la cárcel y desde entonces…

– Pues a mí, me parece usted Charles Boyer, por la percha -objetó mi padre-. Lo cual me recuerda que quería proponerle a usted algo.

– Yo por usted, señor Sempere, si hace falta, mato. Sólo tiene que decirme el nombre y yo liquido al tipo sin dolor.

– No hará falta tanto. Yo lo que quería ofrecerle es un trabajo en la librería. Se trata de buscar libros raros para nuestros clientes. Es casi un puesto de arqueología literaria, para el que hace tanta falta conocer los clásicos como las técnicas básicas del estraperlo. No puedo pagarle mucho, de momento, pero comerá usted en nuestra mesa y, hasta que le encontremos una buena pensión, se hospedará usted aquí en casa, si le parece bien.

El mendigo nos miró a ambos, mudo.

– ¿Qué me dice? -preguntó mi padre-. ¿Se une al equipo?

Me pareció que iba a decir algo, pero justo entonces Fermín Romero de Torres se nos echó a llorar.

Con su primer sueldo, Fermín Romero de Torres se compró un sombrero peliculero, unos zapatos de lluvia y se empeñó en invitarnos a mi padre y a mí a un plato de rabo de toro, que preparaban los lunes en un restaurante a un par de calles de la Plaza Monumental. Mi padre le había encontrado una habitación en una pensión de la calle Joaquín Costa donde, merced a la amistad de nuestra vecina la Merceditas con la patrona, se pudo obviar el trámite de rellenar la hoja de información sobre el huésped para la policía y así mantener a Fermín Romero de Torres lejos del olfato del inspector Fumero y sus secuaces. A veces me venía a la memoria la imagen de las tremendas cicatrices que le cubrían el cuerpo. Me sentía tentado de preguntarle por ellas, temiendo quizá que el inspector Fumero tuviese algo que ver con el asunto, pero había algo en la mirada del pobre hombre que sugería que era mejor no mentar el tema. Ya nos lo contaría él mismo algún día, cuando le pareciese oportuno. Cada mañana, a las siete en punto, Fermín nos esperaba en la puerta de la librería, con presencia impecable y siempre con una sonrisa en los labios, dispuesto a trabajar una jornada de doce o más horas sin pausa. Había descubierto una pasión por el chocolate y los brazos de gitano que no desmerecía de su entusiasmo por los grandes de la tragedia griega, con lo cual había ganado algo de peso. Gastaba un afeitado de señorito, se peinaba hacia atrás con brillantina y se estaba dejando un bigotillo de lápiz para estar a la moda. Treinta días después de emerger de aquella bañera, el ex mendigo estaba irreconocible. Pero, pese a lo espectacular de su transformación, donde realmente Fermín Romero de Torres nos había dejado boquiabiertos era en el campo de batalla. Sus instintos detectivescos, que yo había atribuido a fabulaciones febriles, eran de precisión quirúrgica. En sus manos, los pedidos más extraños se solucionaban en días, cuando no en horas. No había título que no conociese, ni argucia para conseguirlo que no se le ocurriese para adquirirlo a buen precio. Se colaba en las bibliotecas particulares de duquesas de la avenida Pearson y diletantes del círculo ecuestre a golpe de labia, siempre asumiendo identidades ficticias, y conseguía que le regalasen los libros o se los vendiesen por dos perras.

La transformación del mendigo en ciudadano ejemplar parecía milagrosa, una de esas historias que se complacían en contar los curas de parroquia pobre para ilustrar la infinita misericordia del Señor, pero que siempre sonaban demasiado perfectas para ser ciertas, como los anuncios de crecepelo en las paredes de los tranvías. Tres meses y medio después de que Fermín hubiera empezado a trabajar en la librería, el teléfono del piso de la calle Santa Ana nos despertó a las dos de la mañana de un domingo. Era la dueña de la pensión donde se hospedaba Fermín Romero de Torres. Con la voz entrecortada nos explicó que el señor Romero de Torres se había encerrado en su cuarto por dentro, estaba gritando como un loco, golpeando las paredes y jurando que si alguien entraba, se mataría allí mismo cortándose el cuello con una botella rota.

– No llame a la policía, por favor. Ahora mismo vamos.

Salimos a escape rumbo a la calle Joaquín Costa. Era una noche fría, de viento que cortaba y cielos de alquitrán. Pasamos corriendo frente a la Casa de la Misericordia y la Casa de la Piedad, desoyendo miradas y susurros que silbaban desde portales oscuros que olían a estiércol y carbón. Llegamos a la esquina de la calle Ferlandina. Joaquín Costa caía como una brecha de colmenas ennegrecidas fundiéndose en las tinieblas del Raval. El hijo mayor de la dueña de la pensión nos esperaba en la calle.

– ¿Han llamado a la policía? -preguntó mi padre.

– Todavía no -contestó el hijo.

Corrimos escaleras arriba. La pensión estaba en el segundo piso, y la escalera era una espiral de mugre que apenas se adivinaba al reluz ocre de bombillas desnudas y cansadas que pendían de un cable pelado. Doña Encarna, viuda de un cabo, de la Guardia Civil y dueña de la pensión, nos recibió a la puerta del piso enfundada en una bata azul celeste y luciendo una cabeza de rulos a juego.

– Mire, señor Sempere, ésta es una casa decente y de categoría. Me sobran las ofertas y estos retablos yo no tengo por qué tolerarlos -dijo mientras nos guiaba a través de un pasillo oscuro que olía a humedad y a amoníaco.

– Lo comprendo -murmuraba mi padre.

Los gritos de Fermín Romero de Torres se oían desgarrando las paredes al fondo del corredor. De las puertas entreabiertas se asomaban varias caras chupadas y asustadas, caras de pensión y sopa aguada.

– Venga, y los demás a dormir, coño, que esto no es una revista del Molino -exclamó doña Encarna con furia.

Nos detuvimos frente a la puerta de la habitación de Fermín. Mi padre golpeó suavemente con los nudillos.

– ¿Fermín? ¿Está usted ahí? Soy Sempere.

El aullido que atravesó la pared me heló el corazón. Incluso doña Encarna perdió la compostura de gobernanta y se llevó las manos al corazón, oculto bajo los pliegues abundantes de su frondosa pechuga.

Mi padre llamó de nuevo.

– ¿Fermín? Ande, ábrame.

Fermín aulló de nuevo, lanzándose contra las paredes, gritando obscenidades hasta desgañitarse. Mi padre suspiró.

– ¿Tiene usted llave de esta habitación?

– Pues claro.

– Démela.

Doña Encarna dudó. Los demás inquilinos se habían vuelto a asomar al pasillo, blancos de terror. Aquellos gritos se tenían que oír desde Capitanía.

– Y tú, Daniel, corre a buscar al doctor Baró, que está aquí al lado, en el 12 de Riera Alta.

– Oiga, ¿no sería mejor llamar a un cura?, porque a mí éste me suena a endemoniado -ofreció doña Encarna.

– No. Con un médico va que se mata. Venga, Daniel. Corre. Y usted deme esa llave, haga el favor.

El doctor Baró era un solterón insomne que pasaba las noches leyendo a Zola y mirando estereogramas de señoritas en paños menores para combatir el tedio. Era cliente habitual en la tienda de mi padre y él mismo se autocalificaba de matasanos de segunda fila, pero tenía más ojo para acertar diagnósticos que la mitad de los doctores de postín con consulta en la calle Muntaner. Gran parte de su clientela la componían furcias viejas del barrio y desgraciados que apenas podían pagarle, pero a los que atendía igualmente. Yo le había escuchado decir más de una vez que el mundo era un orinal y que estaba esperando a que el Barcelona ganase la liga de una puñetera vez para morirse en paz. Me abrió la puerta en bata, oliendo a vino y con un pitillo apagado en los labios.

– ¿Daniel?

– Me manda mi padre. Es una emergencia.

Cuando regresamos a la pensión nos encontramos a doña Encarna sollozando de puro susto, al resto de los inquilinos con color de cirio gastado y a mi padre sosteniendo en sus brazos a Fermín Romero de Torres en un rincón de la habitación. Fermín estaba desnudo, llorando y temblando de terror. La habitación estaba destrozada, las paredes manchadas con lo que no sabría decir si era sangre o excremento. El doctor Baró echó un rápido vistazo a la situación y, con un gesto, le indicó a mi padre que tenían que tender a Fermín en la cama. Les ayudó el hijo de doña Encarna, que aspiraba a boxeador. Fermín gemía y se convulsionaba como si una alimaña le estuviese devorando las entrañas.

– Pero ¿qué tiene este pobre hombre, por Dios? ¿Qué tiene? -gemía doña Encarna desde la puerta, agitando la cabeza.

El doctor le tomó el pulso, le inspeccionó las pupilas con una linterna y sin mediar palabra procedió a preparar una inyección de un frasco que llevaba en el maletín.

– Sujétenlo. Esto lo pondrá a dormir. Daniel, ayúdanos.

Entre los cuatro inmovilizamos a Fermín, que se sacudió violentamente cuando sintió la punzada de la aguja en el muslo. Se le tensaron los músculos como cables de acero, pero en unos segundos los ojos se le nublaron v su cuerpo cayó inerte.

– Oiga, vigile, que este hombre es muy poca cosa y según lo que le dé lo mata -dijo doña Encarna.

– No se preocupe. Sólo está dormido -dijo el doctor, examinando las cicatrices que cubrían el cuerpo famélico de Fermín.

Le vi negar en silencio.

– Fills de puta -murmuró.

– ¿De qué son esas cicatrices? -pregunté-. ¿Cortes?

El doctor Baró negó, sin alzar la vista. Buscó una manta entre los despojos y cubrió a su paciente.

– Quemaduras. A este hombre lo han torturado -explicó-. Esas marcas las hace una lámpara de soldar.

Fermín durmió durante dos días. Al despertar no recordaba nada, excepto que creía haberse despertado en una celda oscura y luego nada más. Se sintió tan avergonzado por su conducta que se puso de rodillas a pedirle perdón a doña Encarna. Le juró que le iba a pintar la pensión y, como sabía que ella era muy devota, hacer decir diez misas por ella en la iglesia de Belén.

– Usted lo que tiene que hacer es ponerse bien, y no darme más sustos así, que yo estoy vieja para esto.

Mi padre pagó los desperfectos y rogó a doña Encarna que le diese otra oportunidad a Fermín. Ella asintió de buen grado. La mayoría de sus inquilinos eran desheredados y gente sola en el mundo, como ella. Pasado el susto, le cogió aún más cariño a Fermín y le hizo prometer que tomaría unas pastillas que el doctor Baró le había recetado.

– Yo por usted, doña Encarna, me trago un ladrillo si es necesario.

Con el tiempo todos hicimos como que habíamos olvidado lo sucedido, pero nunca más volví a tomarme a broma las historias del inspector Fumero. Después de aquel episodio, para no dejarlo solo, nos llevábamos a Fermín Romero de Torres casi todos los domingos a merendar al café Novedades. Luego subíamos andando hasta el cine Fémina en la esquina de Diputación y paseo de Gracia. Uno de los acomodadores era amigo de mi padre y nos dejaba colarnos por la salida de incendios de platea a medio No-Do, siempre en el momento en que el Generalísimo cortaba la cinta inaugural de algún nuevo pantano, lo cual a Fermín Romero de Torres le atacaba los nervios.

– Qué vergüenza -decía, indignado.

– ¿No le gusta a usted el cine, Fermín?

– En confianza, a mí esto del séptimo arte me la repampinfla. A mi entender no es más que pábulo para atontar a la plebe embrutecida, peor que el fútbol o los toros. El cinematógrafo nació como invento para entretener a las masas analfabetas, y cincuenta años más tarde no ha cambiado mucho.

Toda aquella reticencia cambió radicalmente el día que Fermín Romero de Torres descubrió a Carole Lombard.

– ¡Qué busto, Jesús, María y José, qué busto! -exclamó en plena proyección, poseído-. ¡Eso no son tetas, son dos carabelas!

– Cállese, so guarro, o ahora mismo llamo al encargado -masculló una voz de confesonario ubicada un par de filas a nuestras espaldas-. Habráse visto el poca vergüenza. Qué país de cerdos.

– Más vale que baje la voz, Fermín -aconsejé.

Fermín Romero de Torres no me escuchaba. Andaba perdido en el suave vaivén de aquel escote milagroso, con la sonrisa robada y los ojos envenenados de tecnicolor. Más tarde, caminando de vuelta por el paseo de Gracia, observé que nuestro detective bibliográfico seguía en trance.

– Creo que vamos a tener que buscarle a usted una mujer -dije-. Una mujer le alegrará la vida, ya lo verá.

Fermín Romero de Torres suspiró, su mente rebobinando aún las delicias de la ley de la gravedad.

– ¿Habla usted por experiencia, Daniel? -preguntó inocentemente.

Me limité a sonreír, sabiendo que mi padre me observaba de refilón.

Después de aquel día, Fermín Romero de Torres se aficionó a ir todos los domingos al cine. Mi padre prefería quedarse en casa leyendo, pero Fermín Romero de Torres no se perdía una sesión. Compraba un montón de chocolatinas y se sentaba en la fila diecisiete a devorarlas, esperando la aparición estelar de la diva de turno. El argumento le traía al pairo, y no paraba de hablar hasta que una dama de considerables atributos llenaba la pantalla.

– He estado pensando en lo que dijo usted el otro día sobre lo de buscarme una mujer -dijo Fermín Romero de Torres-. A lo mejor tiene usted razón. En la pensión hay un nuevo inquilino, un ex seminarista sevillano muy salado que de vez en cuando se trae unas chavalas imponentes. Oiga, cómo ha mejorado la raza. No sé cómo se lo hace, porque el muchacho es bien poca cosa, pero a lo mejor las atonta a padrenuestros. Como tiene la habitación de al lado, yo lo oigo todo, y a juzgar por lo que se escucha, el fraile debe de ser un artista. Lo que hace un uniforme. ¿A usted cómo le gustan las mujeres, Daniel?

– No sé yo mucho de mujeres, la verdad.

– Saber no sabe nadie, ni Freud, ni ellas mismas, pero esto es como la electricidad, no hace falta saber cómo funciona para picarse los dedos. Hala, cuente. ¿Cómo le gustan? A mí que me perdonen, pero una mujer tiene que tener forma de hembra y dónde agarrarse, pero usted tiene pinta de que le gusten las flacas, que es un punto de vista que yo respeto muchísimo, ¿eh?, no me malinterprete.

– Si he de serle sincero, no tengo mucha experiencia con las mujeres. Más bien ninguna.

Fermín Romero de Torres me miró con detenimiento, intrigado ante esta manifestación de ascetismo.

– Yo creía que lo de aquella noche, ya sabe, el porrazo…

– Si todo doliese como una bofetada…

Fermín pareció leerme el pensamiento, y sonrió solidariamente.

– Pues mire, que no le sepa mal, porque lo mejor de las mujeres es descubrirlas. Como la primera vez, nada de nada. Uno no sabe lo que es la vida hasta que desnuda por primera vez a una mujer. Botón a botón, como si pelase usted un boniato bien calentito en una noche de invierno. Ahhhhh…

En pocos segundos, Verónica Lake hacía su entrada en escena, y Fermín había saltado de dimensión. Aprovechando una secuencia en que Verónica Lake descansaba, Fermín anunció que se iba a hacer una visita al puesto de chucherías del vestíbulo para reponer existencias. Después de pasar meses de hambre, mi amigo había perdido el sentido de la medida, pero merced a su metabolismo de bombilla nunca llegaba a perder aquel aire hambriento y escuálido de posguerra. Me quedé solo, apenas siguiendo la acción en pantalla. Mentiría si dijese que pensaba en Clara. Pensaba sólo en su cuerpo, temblando bajo las embestidas del profesor de música, reluciente de sudor y de placer. Se me cayó la mirada de la pantalla y sólo entonces reparé en el espectador que acababa de entrar. Vi su silueta avanzar hasta el centro del patio de butacas, seis filas más adelante, y tomar asiento. Los cines estaban llenos de gente sola, pensé. Como yo.

Intenté concentrarme en retomar el hilo de la acción. El galán, un detective cínico pero con buen corazón, le explicaba a un personaje secundario por qué las mujeres como Verónica Lake eran la perdición de todo macho cabal y, aun así, no cabía sino amarlas con desesperación y perecer traicionado por su perfidia. Fermín Romero de Torres, que se estaba convirtiendo en crítico experto, denominaba a este género de historias «el cuento de la mantis religiosa». Según él no eran sino fantasías misóginas para oficinistas con problemas de estreñimiento y beatas ajadas de aburrimiento que soñaban con echarse al vicio y llevar una vida de putón desorejado. Sonreí al imaginar los comentarios a pie de página que hubiese hecho mi amigo el crítico de no haber acudido a su cita con el puesto de golosinas. La sonrisa se me heló en menos de un segundo. El espectador sentado seis filas al frente se había vuelto y me estaba mirando fijamente. El haz nebuloso del proyector taladraba las tinieblas de la sala, un soplo de luz parpadeante que apenas dibujaba líneas y manchas de color. Reconocí al instante al hombre sin rostro, Coubert. Su mirada sin párpados brillaba, acerada. Su sonrisa sin labios se relamía en la oscuridad. Sentí dedos fríos cerrándose sobre mi corazón. Doscientos violines estallaron en la pantalla, hubo tiros, gritos y la escena fundió a negro. Por un instante, la platea se sumió en la oscuridad absoluta y sólo pude oír los latidos que me martilleaban en las sienes. Lentamente, una nueva escena se iluminó en la pantalla, deshaciendo la oscuridad de la sala en vahos de penumbra azul y púrpura. El hombre sin rostro había desaparecido. Me volví y pude ver una silueta alejándose por el pasillo de la platea y cruzarse con Fermín Romero de Torres, que volvía de su safari gastronómico. Se adentró en la fila y retomó su butaca. Me tendió una chocolatina de praliné y me observó con cierta reserva.

– Daniel, está usted blanco como nalga de monja. ¿Se encuentra bien?

Un aliento invisible barría el patio de butacas.

– Huele raro -comentó Fermín Romero de Torres-. Como a pedo rancio, de notario o procurador.

– No. Huele a papel quemado.

– Ande, tenga un Sugus de limón, que lo cura todo.

– No me apetece.

– Pues se lo guarda, que nunca se sabe cuándo un Sugus le va a sacar a uno de un apuro.

Guardé el caramelo en el bolsillo de la chaqueta y navegué por el resto de la película sin prestar atención ni a Verónica Lake ni a las víctimas de sus fatales encantos. Fermín Romero de Torres se había perdido en el espectáculo y en sus chocolatinas. Cuando se encendieron las luces al término de la sesión, me pareció haber despertado de un mal sueño y me sentí tentado de tomar la presencia de aquel individuo en el patio de butacas como una ilusión, un truco de la memoria, pero su breve mirada en la oscuridad había bastado para hacerme llegar el mensaje. No se había olvidado de mí, ni de nuestro pacto.

12

El primer efecto de la llegada de Fermín se hizo notar pronto: descubrí que tenía mucho más tiempo libre. Cuando Fermín no andaba a la caza y captura de algún volumen exótico para satisfacer los pedidos de los clientes, se ocupaba de organizar las existencias de la tienda, idear estratagemas de promoción comercial en el barrio, sacarle brillo al cartel y a las cristaleras o dejar los lomos de los libros relucientes con un paño y alcohol. Dada la coyuntura, opté por invertir mi tiempo de ocio en dos aspectos que había dejado descuidados en los últimos tiempos: seguir dándole vueltas al enigma de Carax y, sobre todo, tratar de pasar más tiempo con mi amigo Tomás Aguilar, a quien echaba de menos.

Tomás era un muchacho meditabundo y reservado al que la gente temía por su aspecto de matón, serio y amenazador. Tenía una constitución de luchador, hombros de gladiador y una mirada dura y penetrante. Nos habíamos conocido muchos años atrás en una pelea durante mi primera semana en los jesuitas de Caspe. Su padre había venido a buscarle después de clase, acompañado de una niña presumida que resultó ser la hermana de Tomás. Se me ocurrió hacer una gracia imbécil sobre ella y, antes de que pudiese parpadear, Tomás Aguilar cayó sobre mí como un diluvio de puñetazos que me dejó varias semanas condolido. Tomás me doblaba en tamaño, fuerza y ferocidad. En aquel duelo de patio, rodeado de un coro de críos sedientos de combate sangriento, perdí un diente y gané un nuevo sentido de las proporciones. No le quise decir a mi padre ni a los curas quién me había zurrado de aquel modo, ni explicarles que el padre de mi adversario contemplaba la paliza complacido por el espectáculo y coreando con los demás colegiales.

– Ha sido por culpa mía -dije, dando el tema por zanjado.

Tres semanas más tarde, Tomás se me acercó durante el recreo. Yo, muerto de miedo, me quedé paralizado. Éste viene a rematarme, pensé. Empezó a balbucear, y al poco comprendí que lo único que quería era disculparse por la golpiza, porque sabía que había sido un combate desigual e injusto.

– Soy yo el que tiene que pedirte perdón por haberme metido con tu hermana -dije-. Lo hubiera hecho el otro día, pero me partiste la boca antes de que pudiese hablar.

Tomás bajó la mirada, avergonzado. Observé a aquel gigante tímido y silencioso que vagaba por las aulas y pasillos del colegio como alma sin dueño. Todos los demás chavales -yo el primero- le tenían miedo, y nadie le hablaba u osaba cruzar la mirada con él. Con los ojos caídos, casi temblando, me preguntó si yo querría ser su amigo. Le dije que sí. Me ofreció su mano y la estreché. Su apretón dolía, pero me aguanté. Aquella misma tarde, Tomas me invitó a merendar a su casa y me enseñó la colección de extraños artilugios hechos a partir de piezas y chatarra que guardaba en su habitación.

– Los he hecho yo -me explicó, orgulloso.

Yo era incapaz de entender qué eran o pretendían ser, pero me callé y asentí con admiración. Me parecía que aquel grandullón solitario se había construido sus propios amigos de latón y que yo era el primero a quien se los había presentado. Era su secreto. Yo le hablé de mi madre y de lo mucho que la echaba a faltar. Cuando se me apagó la voz, Tomás me abrazó en silencio. Teníamos diez años. Desde aquel día, Tomás Aguilar se convirtió en mi mejor -y yo en su único-, amigo.

Pese a su apariencia beligerante, Tomás era un alma pacífica y bondadosa a quien su aspecto evitaba toda confrontación. Tartamudeaba bastante, especialmente cuando hablaba con cualquiera que no fuese su madre, su hermana o yo, lo cual era casi nunca. Le fascinaban los inventos extravagantes y los ingenios mecánicos, y pronto descubrí que llevaba a cabo autopsias en todo tipo de artilugios, desde gramófonos hasta máquinas de sumar, a fin de averiguar sus secretos. Cuando no estaba conmigo o trabajando para su padre, Tomás pasaba la mayor parte de su tiempo encerrado en su habitación, construyendo artefactos incomprensibles. Todo lo que le sobraba de inteligencia le faltaba de sentido práctico. Su interés en el mundo real se concentraba en aspectos como la sincronía de los semáforos de la Gran Vía, los misterios de las fuentes luminosas de Montjuïc o los autómatas del parque de atracciones del Tibidabo.

Tomás trabajaba todas las tardes en el despacho de su padre y a veces, al salir, se pasaba por la librería. Mi padre siempre se interesaba por sus inventos y le obsequiaba con manuales de mecánica o biografías de ingenieros como Eiffel y Edison, a quienes Tomás idolatraba. Con los años, Tomás le había tomado un gran afecto a mi padre y llevaba una eternidad intentando inventar para él un sistema automático para archivar fichas bibliográficas a partir de las piezas de un viejo ventilador. Hacía cuatro años que estaba trabajando en el proyecto, pero mi padre seguía mostrando entusiasmo por el progreso del mismo para que Tomás no perdiese los ánimos. En un principio me preocupaba cómo iba a reaccionar Fermín ante mi amigo.

– Usted debe de ser el amigo inventor de Daniel. Tengo muchísimo gusto en saludarle. Fermín Romero de Torres, asesor bibliográfico de la librería Sempere para servirle a usted.

– Tomás Aguilar -tartamudeó mi amigo, sonriendo y estrechando la mano de Fermín.

– Vigile, que eso que tiene usted no es una mano, sino una prensa hidráulica, y yo preciso mantener dedos de violinista para mis labores en la empresa.

Tomás le soltó, disculpándose.

– Y, a todo esto, ¿usted cómo se manifiesta frente al teorema de Fermat? -preguntó Fermín, frotándose los dedos.

Acto seguido pasaron a enzarzarse en una incomprensible discusión sobre matemática arcana que a mí me sonó a mandarín. Fermín le trataba siempre de usted, o de doctor, y hacía como que no advertía el tartamudeo del muchacho. Tomás, para corresponder a la infinita paciencia que Fermín mostraba con él, le traía cajas de chocolatinas suizas envueltas con fotografías de lagos de azul imposible, vacas en pastos verde tecnicolor y relojes de cucú.

– Su amigo Tomás tiene talento, pero le falta dirección en la vida, y un poco de morro, que es lo que hace carrera -opinaba Fermín Romero de Torres-. La mente científica tiene estas cosas. Vea usted, si no, a don Alberto Einstein. Tanto inventar prodigios y el primero al que encuentran aplicación práctica es la bomba atómica, y encima sin su permiso. Además, con ese aspecto de boxeador que tiene Tomás, se lo van a poner muy difícil en los círculos académicos, porque en esta vida lo único que sienta cátedra es el prejuicio.

Motivado a salvar a Tomás de una vida de penurias e incomprensión, Fermín había decidido que lo necesario era hacerle ejercitar su oratoria latente y su sociabilidad.

– El hombre, como buen simio, es animal social y en él priva el amiguismo, el nepotismo, el chanchullo y el comadreo como pauta intrínseca de conducta ética -argumentaba-. Es pura biología.

– Ya será menos.

– Qué pardillo que es usted a veces, Daniel.

Tomás había heredado la pinta de duro de su padre, un próspero administrador de fincas que tenía despacho en la calle Pelayo junto a los almacenes El Siglo. El señor Aguilar pertenecía a esa raza de mentes privilegiadas que siempre tienen razón. Hombre de convicciones profundas, estaba seguro, entre otras cosas, de que su hijo era un espíritu pusilánime y un deficiente mental. Para compensar estas vergonzosas taras, contrataba a toda suerte de profesores particulares con el objetivo de normalizar a su primogénito. «A mi hijo quiero que lo trate usted como si fuese imbécil, ¿estamos?», le había oído yo decir en numerosas ocasiones. Los maestros lo intentaban todo, incluso la súplica, pero Tomás tenía por costumbre dirigirse a ellos sólo en latín, lengua que dominaba con fluidez papal y en la que no tartamudeaba. Tarde o temprano, los tutores a domicilio dimitían por desesperación y temor a que el muchacho estuviese poseído y les estuviera endilgando consignas demoníacas en arameo. La única esperanza del señor Aguilar era que el servicio militar hiciese de su hijo un hombre de provecho.

Tomás tenía una hermana un año mayor que nosotros, Beatriz. A ella le debía nuestra amistad, porque si no la hubiese visto aquella lejana tarde de la mano de su padre, esperando el término de las clases, y no me hubiese decidido a hacer un chiste de pésimo gusto sobre ella, mi amigo nunca se habría lanzado a darme una somanta de palos y yo nunca hubiera tenido el valor de hablar con él. Bea Aguilar era el vivo retrato de su madre, y la niña de los ojos de su padre. Pelirroja y pálida a morir, se la veía siempre enfundada en carísimos vestidos de seda o lana fresca. Tenía el talle de maniquí y caminaba erguida como un palo, pagada de sí misma y creyéndose la princesa de su propio cuento. Tenía los ojos azul verdoso, pero ella insistía en decir que eran de color «esmeralda y zafiro». Pese a haber pasado un montón de años en las teresianas, o quizá por eso mismo, cuando su padre no miraba, Bea bebía anís en copa alta, gastaba medias de seda de La Perla Gris y se maquillaba como las vampiresas cinematográficas que perturbaban el sueño de mi amigo Fermín. Yo no podía verla ni en pintura, y ella correspondía a mi franca hostilidad con lánguidas miradas de desdén e indiferencia. Bea tenía un novio haciendo el servicio militar como alférez en Murcia, un falangista engominado llamado Pablo Cascos Buendía, que pertenecía a una familia rancia y propietaria de numerosos astilleros en las rías. El alférez Cascos Buendía, que se pasaba media vida de permiso merced a un tío suyo en el Gobierno Militar, siempre andaba largando peroratas sobre la superioridad genética y espiritual de la raza española y el inminente declive del Imperio bolchevique.

– Marx ha muerto -decía solemnemente.

– En 1883, concretamente -decía yo.

– Tú calla, desgraciado, a ver si te pego una leche que te mando a La Rioja.

Más de una vez había sorprendido a Bea sonriendo para sí ante las sandeces que profería su novio el alférez. Entonces ella alzaba la mirada y me observaba, impenetrable. Yo le sonreía con esa cordialidad débil de los enemigos en tregua indefinida, pero apartaba los ojos rápidamente. Antes me habría muerto que admitirlo, pero en el fondo de mi ser le tenía miedo.

13

A principios de aquel año, Tomás y Fermín Romero de Torres decidieron unir sus respectivos ingenios en un nuevo proyecto que, según ellos, habría de librarnos de hacer el servicio militar a mi amigo y a mí. Fermín, particularmente, no compartía el entusiasmo del señor Aguilar por la experiencia castrense.

– El servicio militar sólo sirve para descubrir el porcentaje de cafres que cotiza en el censo -opinaba él-. Y eso se descubre en las dos primeras semanas, no hacen falta dos años. Ejército, matrimonio, Iglesia y banca: los cuatro jinetes del Apocalipsis. Sí, sí, ríase usted.

El pensamiento anarco-libertario de Fermín Romero de Torres habría de peligrar una tarde de octubre en que, por casualidades del destino, recibimos en la tienda la visita de una vieja amiga. Mi padre había ido a hacer una valoración de una colección de libros a Argentona y no volvería hasta el anochecer. Yo me quedé atendiendo el mostrador de la tienda mientras Fermín, con sus habituales maniobras de equilibrista, se empeñó en empinarse por la escalera y ordenar el último estante de libros que quedaba a apenas un palmo del techo. Poco antes de cerrar, cuando ya había caído el sol, la silueta de la Bernarda se recortó tras el mostrador. Iba vestida de jueves, su día libre, y me saludó con la mano. Se me iluminó el alma de sólo verla y le indiqué que pasara.

– ¡Ay, qué grande está usted! -dijo desde el umbral-. ¡Si no se le conoce casi… ya es usted un hombre!

Me abrazó, soltando unas lagrimillas y palpándome la cabeza, los hombros y la cara, para ver si me había roto en su ausencia.

– Se le echa a faltar a usted en la casa, señorito -dijo bajando la mirada.

– Y yo te he echado a faltar a ti, Bernarda. Venga, dame un beso.

Me besó tímidamente, y yo le planté un par de sonoros besos en cada mejilla. Se rió. Vi en sus ojos que estaba esperando que le preguntase por Clara, pero no pensaba hacerlo.

– Te veo muy guapa hoy, y muy elegante. ¿Cómo es que te has decidido a venir a visitarnos?

– Bueno, la verdad es que hacía tiempo que quería venir a verle, pero ya sabe cómo son las cosas, y una está muy ocupada, que el señor Barceló aunque es muy sabio es como un niño, y una ha de hacer de tripas corazón. Pero lo que me trae es que, verá, mañana es el cumpleaños de mi sobrina, la de San Adrián, y a mí me gustaría hacerle un regalo. Yo había pensado regalarle un libro bueno, con mucha letra y poco cromo, pero como soy lerda y no entiendo…

Antes de que yo pudiese responder, la tienda se sacudió con estruendo balístico al precipitarse desde las alturas unas obras completas de Blasco Ibáñez en tapa dura. La Bernarda y yo alzamos la vista, sobresaltados. Fermín se deslizaba escaleras abajo como un trapecista, la sonrisa florentina estampada en el rostro y los ojos impregnados de lujuria y embeleso.

– Bernarda, éste es…

– Fermín Romero de Torres, asesor bibliográfico de Sempere e hijo, a sus pies, señora -proclamó Fermín, tomando la mano de la Bernarda y besándola ceremoniosamente.

En cuestión de segundos, la Bernarda se puso como un pimiento morrón.

– Ay, que se confunde usted, yo de señora…

– Lo menos marquesa -atajó Fermín-. Lo sabré yo, que me pateo lo más fino de la avenida Pearson. Permítame el honor de escoltarla hasta esta nuestra sección de clásicos juveniles e infantiles donde providencialmente observo que tenemos un compendio con lo mejor de Emilio Salgari y la épica narración de Sandokan.

– Ay, no sé, vidas de santos me da reparo, porque el padre de la niña era muy de la CNT, ¿sabe usted?

– Pierda cuidado, porque aquí tengo nada menos que La isla misteriosa de Julio Verne, relato de alta aventura y gran contenido educativo, por lo de los avances tecnológicos.

– Si a usted le parece bien…

Yo los iba siguiendo en silencio, observando cómo a Fermín se le caía la baba y cómo la Bernarda se abrumaba con las atenciones de aquel hombrecillo con planta de caliqueño y labia de feriante que la miraba con el ímpetu que reservaba para las chocolatinas Nestlé.

– ¿Y usted, señorito Daniel, qué dice?

– Aquí el señor Romero de Torres es el experto; puedes confiar en él.

– Pues entonces me llevo ese de la isla, si me lo envuelven ustedes. ¿Qué se debe?

– Invita la casa -dije yo.

– Ah, no, de ninguna manera…

– Señora, si usted me lo permite y así me hace el hombre más dichoso de Barcelona, invita Fermín Romero de Torres.

La Bernarda nos miró a ambos, sin palabras.

– Oiga, que yo pago lo que compro y esto es un regalo que quiero hacer a mi sobrina…

– Entonces me permitirá usted, a modo de trueque, que la invite a merendar -lanzó Fermín, alisándose el pelo.

– Anda, mujer -le animé yo-. Ya verás como lo pasáis bien. Mira, te envuelvo esto mientras Fermín coge su chaqueta.

Fermín se apresuró a la trastienda a peinarse, perfumarse y colocarse la americana. Le soplé unos cuantos duros de la caja para que invitase a la Bernarda.

– ¿Dónde la llevo? -me susurró, nervioso como un crío.

– Yo la llevaría a Els Quatre Gats -le dije-. Que me consta trae suerte para asuntos del corazón.

Le tendí el paquete con el libro a la Bernarda y le guiñé el ojo.

– ¿Qué le debo entonces, señorito Daniel?

– No sé. Ya te lo diré. El libro no llevaba precio y se lo tengo que preguntar a mi padre -mentí.

Les vi marchar del brazo, perdiéndose por la calle Santa Ana, pensando que a lo mejor alguien en el cielo estaba de guardia y por una vez les concedía a aquel par unas gotas de felicidad. Colgué el cartel de CERRADO en el escaparate. Pasé un momento a la trastienda a repasar el libro donde mi padre apuntaba los pedidos y escuché la campanilla de la puerta al abrirse. Pensé que sería Fermín, que se había dejado algo, o quizá mi padre que ya había vuelto de Argentona.

– ¿Hola?

Pasaron varios segundos sin que me llegase una respuesta. Yo seguí ojeando el libro de pedidos.

Escuché pasos en la tienda, lentos.

– ¿Fermín? ¿Papá?

No obtuve respuesta. Me pareció advertir una risa ahogada y cerré el libro de pedidos. Quizá un cliente había ignorado el cartel de CERRADO. Me disponía a atenderle cuando escuché el sonido de varios libros caer desde los estantes en la tienda. Tragué saliva. Agarré un abrecartas y me acerqué lentamente a la puerta de la trastienda. No me atreví a llamar de nuevo. Al poco escuché de nuevo los pasos, alejándose. Sonó de nuevo la campanilla de la puerta, y sentí un vahído de aire de la calle. Me asomé a la tienda. No había nadie. Corrí hasta la puerta de la calle y la cerré a cal y canto. Respiré hondo, sintiéndome ridículo y cobarde. Me dirigía de nuevo a la trastienda cuando vi aquel pedazo de papel encima del mostrador. Al acercarme comprobé que se trataba de una fotografía, una vieja estampa de estudio de las que acostumbraban a imprimirse en una lámina de cartón grueso. Los bordes estaban quemados y la imagen, ahumada, parecía surcada por el rastro de dedos sucios de carbonilla. La examiné bajo una lámpara. En la fotografía podía verse a una pareja de jóvenes, sonriendo para la cámara. Él no parecía tener más de diecisiete o dieciocho años, con el cabello claro y los rasgos aristocráticos, frágiles. Ella parecía quizá un poco menor que él, uno o dos años a lo sumo. Tenía la tez pálida y un rostro cincelado, ceñido por un pelo negro, corto, que acentuaba una mirada encantada, envenenada de alegría. Él le pasaba un brazo por el talle y ella parecía susurrar algo, burlona. La imagen transmitía una calidez que me robó una sonrisa, como si en aquellos dos desconocidos hubiese reconocido a viejos amigos. Detrás de ellos se podía ver el escaparate de una tienda, repleto de sombreros pasados de moda. Me concentré en la pareja. Las ropas parecían indicar que la imagen tenía por lo menos veinticinco o treinta años. Era una imagen de luz y de esperanza que prometía cosas que sólo existen en las miradas de pocos años. Las llamas habían devorado casi todo el contorno de la fotografía, pero aún podía adivinarse un rostro severo tras aquel mostrador vetusto, una silueta espectral insinuándose tras las letras grabadas en el cristal.

Hijos de Antonio Fortuny

Casa fundada en 1888

La noche que había regresado al Cementerio de los Libros Olvidados, Isaac me había contado que Carax usaba el apellido de su madre, no el de su padre: Fortuny. El padre de Carax tenía una sombrerería en la ronda de San Antonio. Observé de nuevo el retrato de aquella pareja y tuve la certeza de que aquel muchacho era Julián Carax, sonriéndome desde el pasado, incapaz de ver las llamas que se cerraban sobre él.