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«Entonces, Watson -dijo Holmes-. ¿No resulta curioso comprobar cómo, a veces, para conocer el pasado, es preciso conocer antes el futuro?»
R. Smullyan
– Es una partida real -opinó Muñoz-. Algo extraña, pero lógica. Acaban de mover negras.
– ¿Seguro? -preguntó Julia.
– Seguro.
– ¿Cómo lo sabe?
– Lo sé.
Estaban en el estudio de la joven, frente al cuadro iluminado por todas las luces disponibles en la habitación. César en el sofá, Julia sentada en la mesa, Muñoz de pie ante el Van Huys, aún algo perplejo.
– ¿Quiere una copa?
– No.
– ¿Un cigarrillo?
– Tampoco. Yo no fumo.
Flotaba cierto embarazo. El ajedrecista parecía incómodo, con la arrugada gabardina puesta y abotonada, como si se reservara el derecho a despedirse de un momento a otro, sin dar explicaciones. Conservaba un aire huraño, desconfiado; no había sido fácil llevarlo hasta allí. Al principio, cuando César y Julia le plantearon la cuestión, Muñoz puso una cara que no precisaba comentarios; los tomaba por un par de chiflados. Después adoptó una actitud suspicaz, a la defensiva. Que lo disculparan si ofendía, pero toda aquella historia de asesinatos medievales y una partida de ajedrez pintada en un cuadro era demasiado extraña. Y aunque fuese cierto lo que le contaban, no comprendía muy bien en qué se relacionaba él con todo aquello. A fin de cuentas -lo repitió como si de ese modo estableciera las debidas distancias- sólo era un contable. Un oficinista.
– Pero usted juega al ajedrez -le había dicho César con la más seductora de sus sonrisas. Acababan de cruzar la calle, sentándose en un bar, junto a una máquina tragaperras que, a intervalos, los aturdía con su monótona musiquilla caza-incautos.
– Sí, ¿y qué? -no había desafío, sino indiferencia en la respuesta-. Mucha gente lo hace. Y no veo por qué yo precisamente…
– Dicen que es el mejor.
El ajedrecista le dirigió a César una mirada indefinible. Tal vez lo fuera, creyó leer Julia en aquel gesto, pero eso no tenía nada que ver con el asunto. Ser el mejor no significaba nada. Se podía ser el mejor, igual que se podía ser rubio o tener los pies planos, sin que eso llevara implícita la obligación de ir por ahí demostrándoselo a la gente.
– Si fuera lo que usted dice -respondió al cabo de un instanteme presentaría a torneos y cosas así. Y no lo hago.
– ¿Por qué?
Muñoz le echó un vistazo a su taza de café vacía antes de encogerse de hombros.
– Porque no. Para eso hay que tener ganas. Quiero decir ganas de ganar… -los miró como si no estuviese muy seguro de que entendieran sus palabras-. Y a mí me da lo mismo.
– Un teórico -comentó César, con gravedad en la que Julia detectó oculta ironía.
Muñoz sostuvo la mirada del anticuario con aire reflexivo, como si se esforzara por encontrar la respuesta idónea.
– Tal vez -dijo por fin-. Por eso no creo serles de mucha utilidad.
Hizo el gesto de levantarse, interrumpido apenas iniciado, cuando Julia alargó una mano, poniéndosela en el brazo. Fue un contacto breve, con angustiosa premura que más tarde, a solas, César calificaría, enarcando una ceja, como de oportunísima femineidad, querida, la dama que solicita ayuda sin excederse en los términos, evitando que el pájaro volase. Él, César, no habría sabido hacerlo mejor; sólo hubiera articulado un gritito de alarma en absoluto apropiado a las circunstancias. El caso es que Muñoz miró un momento hacia abajo, fugazmente, la mano que Julia ya retiraba, y permaneció sentado mientras sus ojos se deslizaban por la superficie de la mesa, deteniéndose en la contemplación de sus propias manos, de uñas no muy limpias, inmóviles a uno y otro lado de la taza.
– Necesitamos su ayuda -dijo Julia en voz baja-. Se trata de algo importante, se lo aseguro. Importante para mí y para mi trabajo.
El ajedrecista ladeó un poco la cabeza antes de mirarla, no directamente, sino a la barbilla; como temiendo que dirigirse a sus ojos estableciera entre ambos un compromiso que no estaba dispuesto a asumir.
– No creo que me interese -respondió por fin.
Julia se inclinó sobre la mesa.
– Plantéeselo como una partida distinta a las que ha jugado hasta ahora… Una partida que, esta vez, valdría la pena ganar.
– No veo por qué iba a ser distinta. En el fondo siempre es la misma partida.
César se impacientaba.
– Le aseguro, mi querido amigo -el anticuario traicionaba su irritación dándole vueltas al topacio en su mano derecha- que no consigo explicarme su extraña apatía… ¿Por qué juega, entonces, al ajedrez?
El jugador meditó un poco. Después su mirada volvió a deslizarse sobre la mesa, pero esta vez no se detuvo en la barbilla de César, sino que fue directamente a sus ojos.
– Quizá -respondió con calma- por la misma razón que usted es homosexual.
Parecía que un viento helado acabara de congelar la mesa. Julia encendió un cigarrillo con precipitación, literalmente aterrada por la inconveniencia que Muñoz había formulado sin énfasis ni agresividad alguna. Por el contrario, el ajedrecista miraba al anticuario con una especie de atención cortés, como si, en el curso de un diálogo convencional, aguardase la réplica de un interlocutor respetable. Había una total ausencia de intención en aquella mirada, interpretó la joven. Incluso cierta inocencia, como un turista que, sin percatarse, transgrede las normas locales con su torpeza forastera.
César se limitó a inclinarse un poco hacia Muñoz, con aire interesado y una sonrisa de diversión bailándole en la boca fina y pálida.
– Mi querido amigo -dijo con suavidad-. Por su tono y semblante, deduzco que no tiene nada que objetar a lo que yo, humildemente, podría encarnar de una u otra forma… De idéntico modo, imagino, que nada tenía que objetar contra el rey blanco, o contra el jugador al que se enfrentaba hace un rato allá arriba, en el club. ¿No es cierto?
– Más o menos.
El anticuario se volvió hacia Julia.
– ¿Te das cuenta, princesa? Todo está en orden; no hay motivo de alarma… Este cielo de hombre sólo pretendía sugerir que él no juega al ajedrez sino porque su naturaleza contiene ya el juego en sí -la sonrisa de César se acentuó, condescendiente-. Algo terriblemente relacionado con problemas, combinaciones, ensueños… En comparación con eso ¿qué puede suponer un prosaico jaque mate? -se echó hacia atrás en la silla mirando los ojos de Muñoz, que lo observaban imperturbables-. Yo se lo voy a decir. No supone nada -levantó las palmas de las manos, como si invitara a que Julia y el ajedrecista comprobasen la realidad de sus palabras-. ¿No es verdad, amigo mío?… Sólo un desolador punto final, un forzado retorno a la realidad -arrugó la nariz-. A la verdadera existencia; la rutina de lo común y lo cotidiano.
Cuando César terminó de hablar, Muñoz estuvo un rato en silencio.
– Tiene gracia -entornaba los ojos en algo parecido a una insinuación de sonrisa que no conseguía asentársele en la boca-. Es exactamente eso, supongo. Pero nunca lo había oído decir en voz alta.
– Celebro iniciarlo en la materia -respondió César con intención, y con una risita que le valió una reprobadora mirada de Julia.
– El ajedrecista había perdido parte de su seguridad. Ahora parecía un poco desconcertado.
– ¿Usted también juega al ajedrez?
César soltó una breve carcajada. Insoportablemente teatral esa mañana, pensó Julia; como cada vez que disponía de un público apropiado.
– Sé mover las piezas, como todo el mundo. Pero es un juego que no me da frío ni calor… -dirigió a Muñoz una mirada repentinamente seria-. Yo a lo que juego, mi estimadísimo amigo, es a esquivar cada día los jaques de la vida, que no es poco -movió la mano con desgana y delicadeza, en un gesto que abarcaba a ambos-. Y como usted, querido, como todos, necesito también mis pequeños trucos para ir tirando.
Muñoz miró hacia la puerta de la calle, aún confuso. La luz del local le daba un aire fatigado, acentuando las sombras en sus ojos, que parecían más hundidos. Con las grandes orejas asomando sobre el cuello de la gabardina, la nariz grande y el rostro huesudo, parecía un perro desgarbado y flaco.
– De acuerdo -dijo-. Llévenme a ver ese cuadro.
Y allí estaban, aguardando el veredicto de Muñoz. Su incomodidad inicial por hallarse en una casa desconocida en presencia de una guapa joven, un anticuario de ambiguas aficiones y un cuadro de equívoca apariencia, parecía desvanecerse conforme la partida de ajedrez representada en la pintura se apoderaba de su atención. Durante los primeros minutos la había estado observando inmóvil y en silencio, algo apartado y con las manos a la espalda, en postura idéntica, observó Julia, a la de los curiosos que miraban, en el club Capablanca, el desarrollo de las partidas ajenas. Y, por supuesto, era exactamente eso lo que hacía. Al cabo de un rato, durante el que nadie dijo una palabra, pidió lápiz y papel, y tras otra breve reflexión se apoyó en la mesa para trazar un croquis de la partida, levantando de vez en cuando los ojos para observar la posición de las piezas.
– ¿De qué siglo es la pintura? -preguntó. Había dibujado un cuadrado, dividiéndolo en sesenta y cuatro casillas mediante rayas verticales y horizontales.
– Finales del quince -respondió Julia.
Muñoz fruncía el entrecejo.
– El dato de la fecha es importante. Por esa época, las reglas del ajedrez ya eran casi las mismas que ahora. Pero hasta entonces el movimiento de algunas piezas resultaba distinto… La reina, por ejemplo, sólo podía desplazarse en diagonal a una casilla vecina, y más tarde saltar tres. Y el enroque del rey no se conoció hasta la Edad Media -dejó el dibujo un momento para observar con más atención-. Si quien desarrolló esa partida lo hizo con reglas modernas, tal vez podamos resolverla. Si no, será difícil.
– Fue en la actual Bélgica -apuntó César-. Hacia mil cuatrocientos setenta.
– No creo que haya problema, entonces. Al menos, no insoluble.
Julia se levantó de la mesa para acercarse al cuadro, observando la posición de las piezas pintadas.
– ¿Cómo sabe que acaban de mover las negras?
– Salta a la vista. Basta observar la disposición de las piezas. O los jugadores -Muñoz señaló a Fernando de Ostenburgo-. Ese de la izquierda, el que juega con negras y mira hacia el pintor, o hacia nosotros, está más relajado. Incluso distraído, como si su atención se dirigiera a los espectadores en vez de al tablero… -señaló a Roger de Arras-. El otro, sin embargo, estudia una jugada que acaban de hacerle. ¿No ven cómo se concentra? -volvió a su croquis-. Hay, además, otro método para averiguarlo; en realidad vamos a trabajar con él. Se llama análisis retrospectivo.
– ¿Análisis qué?
– Retrospectivo. Partiendo de una posición determinada en el tablero, reconstruir la partida hacia atrás para comprobar cómo se llegó a esa situación… Una especie de ajedrez al revés, para que me entiendan. Por inducción; se empieza por los resultados y se llega a las causas.
– Como Sherlock Holmes -comentó César, visiblemente interesado.
– Algo así.
Julia se había vuelto hacia Muñoz y le dedicaba una mirada incrédula. Hasta aquel momento, el ajedrez no había significado otra cosa para ella que un juego de reglas algo más complicadas que el parchís, o el dominó, que sólo requería mayor concentración e inteligencia. Por eso la impresionaba tanto la actitud de Muñoz respecto al Van Huys. Era evidente que aquel espacio pictórico en tres planos -espejo, salón, ventana- en donde se planteaba el momento registrado por Pieter Van Huys, un espacio en el que ella misma había llegado a sentir vértigo a causa del efecto óptico creado por el talento del artista, resultaba para Muñoz -que hasta ese momento lo desconocía casi todo respecto al cuadro, e ignoraba buena parte de sus inquietantes connotacionesun espacio familiar al margen del tiempo y los personajes. Un espacio en el que parecía moverse a sus anchas como si, haciendo abstracción del resto, el ajedrecista fuera capaz de asumir en el acto la posición de las piezas, integrándose con pasmosa naturalidad en el juego. Y además, a medida que se concentraba en La partida de ajedrez, Muñoz se iba despojando de su perplejidad inicial, de la reticencia y confusión mostradas en el bar, y volvía a parecerse al jugador impasible y seguro bajo cuya apariencia ella lo vio por primera vez en el club Capablanca. Como si bastara la presencia de un tablero para que aquel hombre huraño, indeciso y gris, recobrase la seguridad y la confianza.
– ¿Quiere decir que es posible jugar hacia atrás, hasta el principio, la partida de ajedrez que hay pintada en el cuadro?
Muñoz hizo uno de aquellos gestos suyos que no comprometían a nada.
– No sé si hasta el principio… Pero supongo que podremos reconstruir unas cuantas jugadas -miró el cuadro, como si acabase de verlo bajo una nueva luz, y luego se dirigió a César-. Imagino que eso es exactamente lo que pretendía el pintor.
– Es usted quien debe averiguarlo -respondió el anticuario-. La perversa pregunta es quién se comió un caballo.
– El caballo blanco -puntualizó Muñoz-. Sólo hay uno fuera del tablero.
– Elemental -dijo César, y añadió, con una sonrisa-. Querido Watson.
El ajedrecista ignoró la broma o no quiso darse por enterado; el humor no parecía ser uno de sus rasgos. Julia se acercó al sofá, sentándose junto al anticuario, fascinada como una chiquilla ante un excitante espectáculo. Muñoz ya había terminado el croquis y se lo mostraba.
– Esta -explicó- es la posición representada en el cuadro:
Como ven, he asignado unas coordenadas a cada una de las casillas, para facilitarles la localización de las piezas. Visto así, desde la perspectiva del jugador de la derecha…
– Roger de Arras -apuntó Julia.
– Roger de Arras o como se llame. El caso es que, visto el tablero desde esa posición, numeramos del uno al ocho las casillas en profundidad, y le adjudicamos una letra, de la A a la H, a las casillas en horizontal -las indicó con el lápiz-. Hay otras clasificaciones más técnicas, pero tal vez se perderían.
– ¿Cada signo corresponde a una pieza?
– Sí. Son signos convencionales, unos negros y otros blancos. Aquí debajo he anotado la identificación de cada uno:
De esa forma, aunque se tengan escasos conocimientos de ajedrez, es fácil comprobar que el rey negro, por ejemplo, está en la casilla A-4. Y que en F-1, por ejemplo, hay un alfil blanco…
¿Comprende?
– Perfectamente.
Muñoz les mostró otros signos que había dibujado a continuación.
– Hasta ahora nos hemos ocupado de las piezas que hay dentro del tablero; pero para analizar la partida es imprescindible saber las que están fuera. Las ya comidas -miró el cuadro-. ¿Cómo se llama el jugador de la izquierda?
– Fernando de Ostenburgo.
– Pues don Fernando de Ostenburgo, que juega con negras, le ha comido a su adversario las siguientes piezas blancas:
Es decir: un alfil, un caballo y dos peones. Por su parte, el tal Roger de Arras le ha comido estas piezas a su contrincante:
– … Que suman cuatro peones, una torre y un alfil -Muñoz se quedó pensativo mirando el croquis-. Vista así la partida, el jugador blanco le lleva ventaja a su oponente: torre, peones, etcétera. Pero, si he entendido bien, esa no es la cuestión, sino quién se comió el caballo. Evidentemente una de las piezas negras, lo que suena a perogrullada; pero aquí hay que ir paso a paso, desde el principio -miró a César y a Julia como si aquello requiriese una disculpa-. No hay nada más engañoso que un hecho obvio. Ese es un principio lógico aplicable al ajedrez: lo que parece evidente no siempre resulta ser lo que de verdad ha ocurrido o está a punto de ocurrir… Resumiendo: esto significa que hemos de averiguar cuál de las piezas negras que están dentro o fuera del tablero, se comió al caballo blanco.
– O quién mató al caballero -matizó Julia.
Muñoz hizo un gesto evasivo.
– Eso ya no es cosa mía, señorita.
– Puede llamarme Julia.
– Pues no es cosa mía, Julia… -observó el papel que contenía el croquis como si en él tuviese apuntado el guión de una charla de la que hubiera perdido el hilo-. Creo que me han hecho venir para que les diga qué pieza se comió al caballo. Si en esa averiguación ustedes dos sacan conclusiones o descifran un jeroglífico, estupendo -los miró con más firmeza, lo que ocurría a menudo al final de una parrafada técnica, como si extrajera dosis de aplomo de sus conocimientos-. En todo caso, es algo de lo que deben ocuparse ustedes. Yo estoy de visita. Sólo soy un jugador de ajedrez.
César lo encontró razonable.
– No veo inconveniente -el anticuario miró a Julia-. Él da los pasos y nosotros los interpretamos… Trabajo en equipo, querida.
Ella encendió otro cigarrillo, asintiendo mientras aspiraba el humo, demasiado interesada para detenerse en detalles de forma. Puso su mano sobre la de César, notando el latido suave y regular del pulso bajo la piel de su muñeca. Después cruzó las piernas sobre el sofá.
– ¿Cuánto tardaremos en resolverlo?
El ajedrecista se rascó el mentón mal afeitado.
– No sé. Media hora, una semana… Depende.
– ¿De qué?
– De muchas cosas. De lo que sea capaz de concentrarme. También de la suerte.
– ¿Puede empezar ahora mismo?
– Claro que sí. Ya he empezado.
– Pues adelante.
Pero en aquel momento sonó el teléfono, y la partida de ajedrez tuvo que ser aplazada.
Mucho más tarde, Julia afirmó haber presentido de qué se trataba; pero ella misma reconoció que esas cosas es fácil afirmarlas a posteriori. También llegó a decir que en aquel instante tomó conciencia del modo tan terrible en que se estaba complicando todo. En realidad, como supo pronto, las complicaciones habían empezado mucho antes, anudándose de forma irreversible; aunque hasta entonces no llegaron a salir a la luz en su aspecto más desagradable. En rigor se podía decir que comenzaron en 1469, cuando aquel ballestero mercenario, oscuro peón cuyo nombre jamás retuvo la posteridad, tensó la cuerda engrasada de su arma antes de apostarse junto al foso del castillo de Ostenburgo a esperar, con paciencia de cazador, el paso del hombre por cuya piel sonaba, en su bolsa, un tintineo de oro.
Al principio el policía no resultó excesivamente desagradable, dadas las circunstancias y dado que era policía; aunque el hecho de pertenecer al Grupo de Investigación de Arte no parecía distinguirlo demasiado de sus compañeros de oficio. Como mucho, la relación profesional con el mundo en el que desempeñaba su trabajo le había dejado, tal vez, cierta afectación en la forma de decir buenos días o tome asiento, y en el criterio a la hora de anudarse la corbata. También hablaba despacio, sin agobiar en exceso, y asentía a menudo con la cabeza sin venir a cuento, aunque Julia no logró averiguar si ese tic se debía a una actitud profesional destinada a inspirar confianza en sus interlocutores, o al deseo de fingir encontrarse al cabo de la calle. Por lo demás era bajo y grueso, vestía de marrón y llevaba un curioso bigote mejicano. En cuanto al arte en sí, el inspector jefe Feijoo se consideraba, modestamente, un aficionado: coleccionaba navajas antiguas.
Todo eso lo averiguó Julia en un despacho de la comisaría del Paseo del Prado, en los cinco minutos que siguieron a la narración, por parte de Feijoo, de algunos detalles macabros sobre la muerte de Álvaro. Que el profesor Ortega hubiese aparecido en su bañera con el cráneo fracturado al resbalar mientras tomaba una ducha, era bastante lamentable. Tal vez por eso el inspector parecía estar pasando tan mal rato como Julia mientras narraba las circunstancias en que el cadáver había sido descubierto por la mujer de la limpieza. Pero lo penoso del asunto -y aquí Feijoo buscó las palabras antes de mirar compungido a la joven, como si la invitase a considerar la triste condición humana- era que el examen forense revelaba ciertos inquietantes detalles: era imposible determinar con exactitud si la muerte había sido accidental o provocada. Dicho en otras palabras, cabía la posibilidad -el inspector repitió dos veces posibilidad- de que la fractura de la base del cráneo hubiera sido causada por el impacto de otro objeto sólido que nada tuviese que ver con la bañera.
– ¿Quiere decir -Julia se había apoyado en la mesa, incrédula- que alguien pudo matarlo mientras se duchaba?
El policía compuso un gesto con el que, sin duda, pretendía disuadirla de ir demasiado lejos.
– Sólo he mencionado esa eventualidad. La inspección ocular y la primera autopsia coinciden en la teoría del accidente, en líneas generales.
– ¿En líneas generales?… ¿De qué me está hablando?
– De lo que hay. Ciertos detalles, como el tipo de fractura, la posición del cadáver… Cuestiones técnicas que prefiero ahorrarle, pero que nos causan perplejidad, dudas razonables.
– Eso es ridículo.
– Casi coincido con usted -el bigote mejicano adoptó la forma de un condolido acento circunflejo-.
Pero de confirmarse, el panorama iba a resultar distinto: el profesor Ortega habría sido asesinado de un golpe en la nuca… Después, tras desnudarlo, alguien pudo meterlo bajo la ducha con los grifos abiertos, para fingir un accidente… En estos momentos se está realizando un nuevo estudio forense bajo la posibilidad de que el fallecido hubiese recibido dos golpes en vez de uno: el primero para derribarlo, y el segundo para asegurarse de que estaba muerto. Naturalmente, -se echó hacia atrás en la silla, cruzó las manos y observó a la joven con placidez- no son más que hipótesis.
Julia seguía mirando a su interlocutor como quien se cree objeto de una broma pesada. Se negaba a registrar cuanto acababa de oír, incapaz de establecer una relación directa entre Álvaro y lo que Feijoo sugería. Sin duda, susurraba una voz oculta en su interior, aquello era una errónea distribución de papeles, como si le estuviesen hablando de una persona distinta. Resultaba absurdo imaginar a Álvaro, el que ella había conocido, asesinado de un golpe en la nuca como un conejo, desnudo, con los ojos abiertos bajo el chorro de agua helada. Era una estupidez. Se preguntó si el propio Álvaro habría tenido tiempo de encontrar el lado grotesco a todo aquello.
– Imaginemos por un momento -dijo, tras reflexionar un pocoque la muerte no hubiera sido accidental… ¿Quién podía tener razones para matarlo?
– Esa es, como dicen en las películas, muy buena pregunta… -los incisivos del policía aprisionaron su labio inferior, en una mueca de cautela profesional-. Si he de serle sincero, no tengo la menor idea -hizo una breve pausa con aire demasiado honesto para ser auténtico, pretendiendo insinuar que ponía, sin reservas, todas sus cartas sobre la mesa-. En realidad, confío en su colaboración para esclarecer el asunto.
– ¿En la mía? ¿Por qué?
El inspector miró a Julia con deliberada lentitud, de arriba abajo. Ya no era amable, y su gesto traslucía cierto grosero interés, como si intentase establecer una suerte de equívoca complicidad.
– Usted vivió con el fallecido una relación… Disculpe, pero el mío es un desagradable oficio -a juzgar por la sonrisa de suficiencia que le asomaba bajo el mostacho, no parecía desagradarle mucho en ese momento el oficio que desempeñaba. Metió la mano en el bolsillo para sacar una caja de fósforos con el nombre de un conocido restaurante de cuatro tenedores y encendió, con gesto que pretendía ser galante, el cigarrillo que Julia acababa de ponerse en la boca-. Quiero decir una, ejem, historia. ¿Es correcto el dato?
– Es correcto -Julia exhaló el humo, entornando los ojos, incómoda y furiosa. Una historia, acababa de decir el policía, resumiendo con simpleza un trozo de su vida cuya cicatriz aún latía. Y sin duda, pensó, ese tipo gordo y vulgar, con ridículo bigote, sonreía por dentro mientras valoraba de un vistazo la calidad del género. La amiguita del difunto no está mal, iba a comentar con sus colegas, cuando bajara a tomarse una cerveza al bar de la Brigada. No me importaría hacerle un favor.
Pero otros aspectos de su propia situación la preocupaban más. Álvaro muerto. Tal vez asesinado. Absurdo o no, ella estaba en una comisaría de policía, y había demasiados puntos oscuros, que no alcanzaba a comprender. Y no comprender ciertas cosas podía ser muy peligroso.
Sentía todo el cuerpo en tensión, concentrado y atento, a la defensiva. Miró a Feijoo, que ya no se mostraba compasivo ni bonachón. Todo era cuestión de tácticas, se dijo. Intentando ser ecuánime, decidió que tampoco el inspector tenía razones para mostrarse considerado. No era sino un policía, torpe y vulgar como cualquier otro, que hacía su trabajo. A fin de cuentas, meditó mientras intentaba plantearse la situación desde el punto de vista de su interlocutor, ella era lo que aquel individuo tenía a mano: la ex amiguita del difunto. El único hilo del que tirar.
– Pero esa historia es vieja -añadió, dejando caer la ceniza en el cenicero, inmaculadamente limpio y lleno de clips metálicos, que Feijoo tenía sobre la mesa de escritorio-. Hace ya un año que terminó… Usted debería saberlo.
El inspector apoyó los codos en la mesa, inclinándose hacia ella.
– Sí -dijo, casi confidencial, como si ese tono fuese prueba irrefutable de que, a aquellas alturas, ambos eran ya viejos asociados y él se hallaba por completo de su parte. Después sonrió, y parecía referirse a un secreto que estaba dispuesto a guardar celosamente-. Pero se entrevistó con él hace tres días.
Julia disimuló su sorpresa mirando al policía con el gesto de quien acababa de oír una solemne estupidez. Naturalmente, Feijoo había estado haciendo preguntas en la facultad. Cualquier secretaria o conserje podía habérselo contado.
Pero tampoco se trataba de algo que necesitara ocultar.
– Fui a pedirle ayuda sobre un cuadro de cuya restauración me ocupo estos días -le sorprendió que el policía no tomara notas, y supuso que aquello formaba parte de su método: la gente habla con más libertad cuando cree que sus palabras se desvanecen en el aire-. Estuvimos charlando cerca de una hora en su despacho, como parece saber perfectamente. Incluso quedamos citados para después, pero ya no volví a verlo.
Feijoo daba vueltas a la caja de fósforos entre los dedos.
– ¿De qué hablaron, si no es entrometerme demasiado?… Confío en que sabrá hacerse cargo, disculpando este género de preguntas… hum, personales. Le aseguro que son pura rutina.
Julia lo miró en silencio mientras daba una chupada al cigarrillo, y después negó lentamente con la cabeza.
– Usted parece tomarme por idiota.
El policía entornó los párpados, enderezándose un poco en el asiento.
– Disculpe, pero no sé a qué viene…
– Yo le diré a qué viene -aplastó con violencia el cigarrillo en el montoncito de clips, sin apiadarse de la pesadumbre con que el otro siguió su gesto-. Yo no tengo el menor inconveniente en contestar a sus preguntas. Lo que pasa es que, antes de continuar, voy a pedirle que me diga si Álvaro se cayó en la bañera o no.
– Realmente -Feijoo parecía cogido de través- no cuento con indicios…
– Entonces la conversación está de más. Pero si cree que hay algo turbio en esa muerte, e intenta tirarme de la lengua, quiero saber ahora mismo si me está interrogando como sospechosa… Porque de ser así, o salgo inmediatamente de esta comisaría o pido un abogado.
El policía levantó las palmas de las manos, conciliador.
– Eso sería prematuro -sonrió torcidamente mientras se removía en la silla como si estuviese otra vez buscando las palabras-. Lo oficial, hasta ahora, es que el profesor Ortega sufrió un accidente.
– ¿Y si sus maravillosos forenses terminan decidiendo lo contrario?
– En ese caso… -Feijoo hizo un gesto impreciso-. Usted no sería más sospechosa que cualquiera de las personas relacionadas con el fallecido. Imagínese la lista de candidatos…
– Ese es el problema. Que no consigo imaginar a nadie capaz de matar a Álvaro.
– Bueno, esa es su opinión. Yo lo veo de otra forma: alumnos suspendidos, colegas celosos, amantes despechadas, maridos intransigentes… -había estado contando con el pulgar sobre los dedos de una mano y dejó el gesto en el aire cuando le faltaron dedos-. No. Lo que ocurre es que, y eso tendrá que reconocerlo, su testimonio es muy valioso.
– ¿Por qué? ¿Me sitúa en el apartado de amantes despechadas?
– No iré tan lejos, señorita. Pero usted se vio con él horas antes de que se rompiera el cráneo… O se lo rompieran.
– ¿Horas? -esta vez Julia sí estaba realmente desconcertada-. ¿Cuándo murió?
– Hace tres días. El miércoles, entre las dos de la tarde y las doce de la noche.
– Eso es imposible. Debe de haber un error.
– ¿Un error? -la expresión del comisario había cambiado. Ahora miraba a Julia con abierta desconfianza-. No hay error posible. Es el dictamen forense.
– Tiene que haberlo. Un error de veinticuatro horas.
– ¿Por qué cree eso?
– Porque el jueves por la tarde, al día siguiente de mi conversación con él, me envió a casa unos documentos que yo le había pedido.
– ¿Qué tipo de documentos?
– Sobre la historia del cuadro en que trabajo.
– ¿Los recibió por correo?
– Por mensajero, aquella misma tarde.
– ¿Recuerda la agencia?
– Sí. Urbexpress. Y fue el jueves, alrededor de las ocho… ¿Cómo se explica eso?
Bajo el bigote, el policía emitió un resoplido escéptico.
– No se explica. El jueves por la tarde, Álvaro Ortega llevaba veinticuatro horas muerto, así que no pudo hacer ese envío. Alguien… -Feijoo hizo una breve pausa, para que Julia asimilase la idea-. Alguien tuvo que hacerlo por él.
– ¿Alguien? ¿Qué alguien?
– Quien lo mató, si es que lo mataron. El hipotético asesino. O la asesina -el policía miró a Julia con curiosidad-. No sé por qué atribuimos de buenas a primeras una personalidad masculina a quien comete un crimen… -pareció caer en la cuenta de algo-. ¿Había alguna carta, o una nota que acompañara ese informe supuestamente enviado por Álvaro Ortega?
– Sólo documentos; pero es lógico pensar que los envió él… Estoy segura de que hay un error en todo esto.
– Nada de errores. Murió el miércoles, y usted recibió esos documentos el jueves. Salvo que la agencia retrasara la entrega…
– No. De eso estoy segura. La fecha era del mismo día.
– ¿Había alguien con usted aquella tarde? Quiero decir un testigo.
– Dos: Menchu Roch y César Ortiz de Pozas.
El policía se la quedó mirando. Su sorpresa parecía sincera.
– ¿Don César? ¿El anticuario de la calle del Prado?
– El mismo. ¿Lo conoce?
Feijoo aún dudó antes de hacer un gesto afirmativo. Lo conocía, dijo. Por motivos de trabajo. Pero ignoraba que fuesen amigos.
– Pues ya ve.
– Ya veo.
El policía tamborileó con el bolígrafo sobre la mesa. Parecía repentinamente incómodo, y tenía motivos. Como Julia supo al día siguiente de labios del propio César, el inspector jefe Casimiro Feijoo estaba lejos de ser un funcionario modelo. Su relación profesional con el mundillo del arte y las antigüedades le permitía, cada fin de mes, redondear con ingresos extraordinarios la nómina policial. De vez en cuando, al recuperar una partida de piezas robadas alguna de ellas desaparecía por la puerta falsa. Ciertos intermediarios de confianza participaban en estas operaciones, dándole un porcentaje de los beneficios. Y, piruetas de la vida, César era uno de ellos.
– De todas formas -dijo Julia, que aún ignoraba el currículum de Feijoo- supongo que tener dos testigos no prueba nada. Los documentos me los podría haber enviado yo misma.
Feijoo asintió sin comentarios, aunque ahora en su mirada se traslucía mayor prevención. También un nuevo respeto que no respondía, como Julia comprendió más tarde, sino a razones prácticas.
– La verdad -dijo al fin- es que todo este asunto resulta muy extraño.
Julia miraba al vacío. Desde su punto de vista, aquello dejaba ya de parecer extraño, para convertirse en siniestro.
– Lo que no entiendo es quién podía estar interesado en que yo recibiera esos documentos.
Feijoo, con los incisivos mordiéndole el labio inferior, sacó una libreta del cajón. El mostacho le colgaba flácido y preocupado mientras parecía analizar los pros y los contras de la situación. Saltaba a la vista el escaso entusiasmo que sentía al verse envuelto en aquel embrollo.
– Esa -murmuró, tomando con desgana las primeras notas-. Esa es, señorita, también, otra buena pregunta.
Se detuvo en el umbral, sintiéndose observada con curiosidad por el policía uniformado que vigilaba la puerta. Al otro lado de los árboles de la avenida, la fachada neoclásica del museo se iluminaba con potentes reflectores ocultos en los jardines cercanos, entre los bancos, las estatuas y las fuentes de piedra. Caía una llovizna apenas perceptible, suficiente para reflejar en el asfalto las luces de los vehículos y la alternancia rigurosa del verde, ámbar y rojo de los semáforos.
Julia se subió el cuello de la cazadora de piel y caminó por la acera, escuchando el eco de sus pasos en los portales vacíos. El tráfico era escaso, y sólo a ratos los faros de un coche la iluminaban desde atrás, proyectando su silueta larga y estrecha, primero extendida ante sus pies y luego más corta, oscilante y fugitiva hacia un lado, a medida que el ruido del motor crecía a su espalda hasta rebasarla, aplastada y desvanecida la sombra contra la pared mientras el coche, ahora dos puntos rojos y otros dos gemelos sobre el asfalto mojado, se alejaba calle arriba.
Se detuvo en un semáforo. En espera del verde buscó otros verdes en la noche, y los encontró en las luces fugitivas de los taxis, en semáforos que parpadeaban a lo largo de la avenida, en el neón lejano, compartido con azul y amarillo, de una torre de cristal en cuyo último piso, de ventanas iluminadas, alguien limpiaba o trabajaba a aquellas horas. Se encendió el verde y Julia cruzó buscando ahora rojos, más abundantes en la noche de una gran ciudad; pero se interpuso el destello azul de un coche de la policía que pasaba a lo lejos, sin que Julia llegase a escuchar la sirena, silencioso como una imagen muda. Rojo automóvil, verde semáforo, azul neón, azul destello… Esa sería, pensó, la gama de colores para interpretar aquel extraño paisaje, la paleta necesaria en la ejecución de una pintura que podría llamarse, irónicamente, “Nocturno”, a exponer en la galería Roch aunque, sin duda, Menchu se haría explicar el título. Todo adecuadamente combinado con tonos de negro: negro oscuridad, negro tiniebla, negro miedo, negro soledad.
¿Sentía realmente miedo? En otras circunstancias, la cuestión hubiera sido buen tema de discusión académica; en la grata compañía de un par de amigos, en una habitación cómoda y caldeada, frente a una chimenea y con una botella a medio vaciar. El miedo como factor inesperado, como conciencia estremecedora de una realidad que se descubre en un momento concreto, aunque siempre haya estado ahí. El miedo como final demoledor de la inconsciencia, o como ruptura de un estado de gracia. El miedo como pecado.
Sin embargo, caminando entre los colores de la noche, Julia era incapaz de considerar como cuestión académica lo que sentía. Había experimentado antes, por supuesto, otras manifestaciones menores de lo mismo: El cuentakilómetros que rebasa lo razonable mientras el paisaje desfila rápidamente a derecha e izquierda y la raya intermitente del asfalto parece una rápida sucesión de balas trazadoras, como en las películas de guerra, engullida por la voraz panza del automóvil. O la sensación de vacío, de hondura insondable y azul, al arrojarse de la cubierta de un barco en mar profunda y nadar, sintiendo cómo el agua resbala sobre la piel desnuda, con la desagradable certeza de que cualquier tipo de tierra firme está demasiado lejos de los pies. Incluso esos otros terrores inconcretos que forman parte de una misma durante el sueño, para establecer duelos caprichosos entre la imaginación y la razón, y a los que, casi siempre, basta un acto de voluntad para reducir al recuerdo, o al olvido, con sólo abrir los párpados hacia las sombras familiares del dormitorio.
Pero aquel miedo, que Julia acababa de descubrir, era diferente. Nuevo, insólito, desconocido hasta entonces, sazonado por la sombra del Mal con mayúscula, inicial de aquello que está en el origen del sufrimiento y del dolor. El Mal capaz de abrir el grifo de una ducha sobre el rostro de un hombre asesinado. El Mal que sólo puede pintarse con negro de oscuridad, negro tiniebla, negro soledad. El Mal con M de miedo. Con M de matar.
Matar. Era sólo una hipótesis, se dijo mientras observaba en el suelo su propia sombra. La gente resbala en las bañeras, rueda escaleras abajo, se salta un semáforo y muere. También los forenses y los policías se pasan de listos de vez en cuando, por deformación profesional. Todo eso era cierto; pero alguien le había enviado a ella el informe de Álvaro cuando Álvaro llevaba veinticuatro horas muerto. Eso no era una hipótesis: los documentos estaban en su propia casa, en un cajón. Y aquello sí era real.
Se estremeció antes de mirar sobre sus pasos para ver si la seguían. Y aunque no esperaba descubrir a nadie, vio, efectivamente, a alguien. Que la siguiese o no a ella, eso era difícil de establecer; pero una silueta caminaba a unos cincuenta metros, iluminada a intervalos cuando cruzaba los espacios de luz que, reverberando en la fachada del museo, pasaban entre las copas de los árboles.
Julia miró al frente, siguiendo su camino. Todos sus músculos contenían la necesidad imperiosa de correr, como cuando era niña y cruzaba el portal oscuro de su casa, antes de subir a saltos la escalera y llamar a la puerta. Pero se impuso la lógica de una mente acostumbrada a la normalidad. Salir corriendo, por el mero hecho de que alguien caminara en su misma dirección, cincuenta metros atrás, no sólo era desproporcionado, sino ridículo. Sin embargo, reflexionó después, pasear tranquilamente por una calle sólo a medias iluminada, con un potencial asesino a la espalda, por muy hipotético que fuese, no sólo era también desproporcionado, sino suicida. El debate entre ambos pensamientos ocupó su atención durante unos instantes en los que, ensimismada, relegó el miedo a un razonable segundo plano para decidir que su imaginación podía jugarle una mala pasada. Inspiró hondo, mirando atrás de reojo mientras se burlaba de sí misma, y en ese momento pudo observar que la distancia entre ella y el desconocido se había acortado unos metros. Entonces volvió a sentir miedo. Tal vez a Álvaro lo habían asesinado realmente, y quien hizo eso le había mandado después el informe sobre el cuadro. Se establecía un vínculo entre La partida de ajedrez, Álvaro, Julia y el presunto, posible o lo que diablos fuera, asesino. Estás hasta el cuello en esto, se dijo, y ya no fue capaz de encontrar pretextos para reírse de su propia inquietud. Miró a su alrededor, buscando alguien a quien acercarse en demanda de ayuda, o simplemente para colgarse de su brazo y rogarle que la acompañara lejos de allí. También pensó regresar a la comisaría, pero aquello planteaba una dificultad: el desconocido se interponía justo en mitad del camino. Un taxi, tal vez. Pero no había ninguna lucecita verde -verde esperanza- a la vista. Entonces sintió la boca tan seca que la lengua se le pegaba al paladar. Calma, se dijo. Conserva la calma, estúpida, o estarás realmente en peligro. Y consiguió reunir la calma suficiente, justo para echar a correr.
Un quejido de trompeta, desgarrado y solitario. Miles Davis en el tocadiscos y la habitación en penumbra, sólo iluminada por un pequeño flexo orientado, desde el suelo, hacia el cuadro. Tic-tac del reloj en la pared, con un leve reflejo metálico cada vez que el péndulo alcanzaba su máxima oscilación a la derecha. Un cenicero humeante, un vaso con restos de hielo y vodka sobre la alfombra, junto al sofá; y sobre éste, Julia, con las piernas encogidas, rodeadas por los brazos, un mechón de pelo cayéndole sobre la cara. Sus ojos, de pupilas dilatadas, fijos ante sí, miraban la pintura sin verla exactamente, enfocados hacia algún punto ideal situado más allá de la superficie, entre ésta y el paisaje entrevisto al fondo, a mitad de camino entre los dos jugadores de ajedrez y la dama sentada junto a la ventana.
Había perdido la noción del tiempo que llevaba sin cambiar de postura, sintiendo la música moverse suavemente en su cerebro junto a los vapores del vodka el calor de sus muslos y rodillas desnudas entre los brazos. A veces, una nota de trompeta emergía con mayor intensidad entre las sombras y ella movía despacio la cabeza a uno y otro lado, siguiendo el compás. Te amo, trompeta. Eres, esta noche, mi única compañía, apagada y nostálgica como la tristeza que rezuma mi alma. Y aquel sonido se deslizaba por la habitación oscura y también por la otra, iluminada, donde los jugadores seguían su partida, para salir por la ventana de Julia, abierta sobre el resplandor de las farolas que iluminaban la calle, allá abajo. Donde tal vez alguien, en la sombra proyectada por un árbol o un portal, miraba hacia arriba, escuchando la música que salía también por la otra ventana, la pintada en el cuadro, hacia el paisaje de suaves verdes y ocres en que despuntaba, apenas esbozada por un finísimo pincel, la minúscula aguja gris de un lejano campanario.