38769.fb2
Al día siguiente, domingo, nos vimos todos en misa de once. Estábamos desperdigados por la iglesia, cada uno con su familia. En primera fila, en el lado del evangelio, las Castañas con sus padres. En el lado de la epístola, mi madre ocupaba dos filas casi enteras con sus siete hijos. A mí siempre me tocaba a su lado; «eres el mayor, hijo, y ocupas el lugar de tu padre cuando él no está» (cuando él estaba también, porque mi padre no iba a misa). Detrás de nosotros, Juan y Marga con sus padres. Había visto a Marga al entrar y ella me había mirado seria seria, sin un gesto.
Más atrás, pero del otro lado, los Santesmases, con Biel y Andresito. Sentadas a su lado, Alicia y Carmen, las primas. Domingo no estaba, aunque sí sus padres. Él nunca iba a misa y ello enfurecía a don Pedro; debería de haber comprendido que Domingo era demasiado pagano, demasiado fruto de la tierra, para acercarse a una iglesia. Todas aquellas espiritualidades le parecían una sarta de pamplinas inútiles y, por consiguiente, las combatía a su manera, pero como era hijo del alcalde nadie le reprochaba el escándalo.
Las mujeres iban todas con velo y, de acuerdo con las prescripciones de la moral en uso, llevaban manga corta pero por debajo del codo. Mi madre, además, llevaba medias (y supongo que todas las demás mujeres también, aunque no lo recuerdo). Yo, pantalón largo.
Don Pedro siempre fue un cura elegante, no sólo en sus gestos o en su habla, sino en su modo de vestir. Celebraba la misa de los domingos de verano en Deià como si lo hiciera en alguna capilla vaticana ante la nobleza negra de Roma. Y en la misa de once jamás hablaba en mallorquín (ni en ninguna otra, ahora que lo pienso: estaba prohibido). En un pueblillo como aquél parecía absurda tanta pompa, pero don Pedro se cuidaba en extremo de cualquier detalle, igual que hubiera hecho de encontrarse en una catedral. Resultaba interesante esta atención puntillosa a la sobriedad intelectual y a la mesura del gesto porque, llegado el verano, sus sermones adquirían un tinte de profundidad erudita (con destino a los pocos forasteros presentes) que seguro dejaba completamente confusos a los habitantes del lugar. «Es necesario y bueno, hermanos míos en Cristo, pensar con recogimiento en esta palabra de Jesús sobre a cuál amo servir con provecho, porque seréis capaces de amar a uno o a otro, pero no a los dos al tiempo, no a Dios y a Mamón simultáneamente.» Juntaba las manos y las ponía delante de la nariz. Guardaba unos instantes de silencio para dejar que se nos borrara la sonrisa traviesa que suscitaba en nosotros la palabra mamón y después, levantando la vista, nos miraba uno a uno, me parecía a mí. «Pensad, sin embargo, que nuestro Señor no pretende que escojáis a un amo o a otro por el atractivo que puedan ejercer sobre vosotros la bondad o el pecado; ambos parecen dar satisfacción. Oh sí: una salva y otro condena, pero ambos dan placer; en caso contrario no existiría la tentación, ¿verdad? -Sonreía-. Pero no quiere decir eso Jesús. Oh, no. Él dice: debéis inclinaros por el bien porque con el bien podréis desentenderos de todo lo demás. No os preocupéis de lo que habréis de comer o de cómo habréis de vestiros. Contemplad los lirios del campo: ni trabajan ni hilan, pero os digo que ni Salomón con todo el esplendor de sus ropajes se habrá vestido jamás como uno de ellos… El Señor, dice san Agustín, quiere que recordemos que al crearnos y al formarnos en alma y cuerpo nos ha dado mucho más que alimento y vestido.»
Don Pedro hablaba y hablaba sin parar, sin equivocarse y sin corregirse nunca. Me maravillaba su capacidad discursiva, una fuente de oratoria jamás interrumpida por titubeo o tartamudeo alguno, nunca rota su elegancia por espumarajos de saliva que saltaran hasta el primer banco, siempre subrayado el verbo por un gesto suave de las manos. Sospecho que mi madre pensaba igual porque seguía las palabras del párroco como si bebiera de sus labios maná caído del cielo.
Tanto mi madre como los tres hermanos mayores llevábamos sendos misales del padre Lefebvre, regalos de nuestras respectivas madrinas o alguien así el día de las primeras comuniones. Todos les habíamos intercalado en las páginas decenas de estampas conmemorativas de muertes de abuelos, de confirmaciones, bautismos y primeras comuniones, de bodas y cumpleaños, y habíamos manejado siempre con veneración aquellas pequeñas obras de arte de cantos dorados encuadernadas en cuero suave de color marrón o negro. Naturalmente, yo a mis dieciséis años, con el ejemplo diario de la actitud de mi padre, empezaba a preguntarme qué era todo aquello de la religión, la vida eterna, el castigo de los pecados y todas las pamplinas con las que nos asustaban en el colegio, y me debatía entre el miedo del «¿y si es verdad?» y el rechazo intelectual. Claro que aún no habían llegado los tiempos en los que catolicismo era sinónimo de carcundia y en los que producía cierto alipori público ir a la iglesia.
En Deià, sin embargo, no tenía más remedio que acudir a la parroquia con mis dudas a cuestas y misal Lefebvre en ristre para que no se dijera y para ahorrarme reprimendas que no hubieran hecho más que avergonzarme ante mis compañeros de la pandilla. Ni siquiera habría conseguido la comprensión de mi padre en esos trances porque, pese a su laicismo declarado y a que, por ello, nunca se metía en temas de religión que tuvieran que ver con la educación de sus hijos, para él las cosas de la moral también debían seguir un orden bien establecido: creer en Dios podía ser una aberración; en cambio, seguir los dictados de la religión como código ético hasta la adolescencia contribuía al enderezamiento de la voluntad y a que no se extraviara el recto camino. Ya llegaría el momento en que las lecturas de los clásicos y de los enciclopedistas aprovecharan toda aquella disciplina encaminándola hacia finalidades más racionales.
Aquel domingo no comulgué, claro. Ninguno de mis pensamientos volaba por las alturas del espíritu requeridas para ello. Mi madre me miró con curiosidad, sorprendida, seguro que pensando que se habían hecho necesarias aquellas meriendas que prometía servirnos para tenernos mejor vigilados.
Marga, en cambio, sí fue a comulgar. Llevaba el porte recto y desafiante. El velo negro que cubría su cabeza le daba un aire sobriamente inocente. Ahora, años después, la actitud que enarbolaba se me antoja como la exhibición algo impúdica de un sacrificio deliberado. La creo muy capaz de haber paseado de este modo ante mí su virginidad para anunciarme que la subía a un altar justo antes de entregármela ante Dios y ante los hombres o ante lo que fuera, qué más daba. Pero sólo ella lo sabía.
Después, mientras volvía hacia su sitio, me miró al pasar, sin una sonrisa, sin un solo gesto de complicidad. Nada. Como si no me reconociera.
¡Cuánto más saludable era esta aparente indiferencia de Marga que la calurosa solicitud de don Pedro! El sí cómplice de mi madre en los años de adolescencia y cómplice nuestro en la madurez.
En aquellos veranos, mi madre y el párroco hablaban durante horas de la adolescencia, de la entrega a la religión, de la formación de los jóvenes y de nosotros. Lo hacían en el porche cuando no estaba mi padre y paseando por la carretera cuando ya había llegado. Tanto tiempo pasaban juntos que un año Juan los bautizó como «los novios». Nos dio mucha risa pero juramos no decírselo a nadie. Por el contrario, las conversaciones del porche entre don Pedro y mi padre -y cualquier otro contertulio que estuviera presente- eran de otro cariz completamente distinto: debatían de política y de literatura (de vez en cuando mi padre rezongaba «vaya, un cura inteligente») pero nunca se ocupaban de los hijos o de la educación, debiera ser ésta cristiana o no.
Una mañana de octubre, años más tarde, acudí a visitar a don Pedro en su despacho de la Rambla en Palma. Allá tenía su cubículo leguleyo, el estudio en el que trabajaba para el tribunal de la Rota. Para entonces vestía clergyman de seda cruda y zapatos italianos de hebilla. Había perdido algunos kilos de peso y su aspecto estilizado le hacía parecer aún más alto y distinguido de lo que era. Olvidada la parroquia de Deià, el pueblo se había convertido para él apenas en un apéndice turístico-pedante en el que mezclarse con la alta burguesía local y peninsular. Su vida se desarrollaba en la metrópoli, que era donde se encontraba el futuro, el escalón hacia una carrera eclesiástica de poder e influencia (al menos eso aseguraba mi padre, que conocía bien la naturaleza humana).
– Ya sabe para lo que vengo, ¿no?
– No hace falta que me lo expliques. Pero, Borja, ¿qué quieres pedirme que yo pueda hacer? -Me miró de hito en hito sin sonreír.
– La anulación, don Pedro.
– ¡Pero eso es imposible y tú lo sabes! ¿Cómo voy a propiciar la anulación de un matrimonio canónico celebrado con todas las de la ley y con dos hijos de por medio? No, no. ¡Es imposible! ¡Si los casé yo!
– Pues precisamente por eso…
– ¡Imposible! -Levantó las dos manos como si suplicara al cielo-. Y además -continuó con tono escandalizado-, me lo cuentas a mí que soy juez del tribunal que debe dictaminar la nulidad o no del matrimonio. ¡Pero por Dios, hombre de Dios! ¿Cómo puede ocurrírsete semejante disparate?
– Usted los casó, don Pedro.
– ¿Y?
– Pues que, en cierto modo, es responsable de ellos. No sé, ¿no? Son sus hijos adoptivos o algo así, y ante el cielo dependen de usted… o sea, como si fuera su ángel de la guarda…
– ¡No me vengas con sofismas! O sea que yo los caso convencido de que se quieren y de que aceptan la indisolubilidad del sacramento, sacramento, ¿eh?, del matrimonio, ¿y ahora me vienes con que debo prevaricar y anular lo que yo contribuí a crear? Bueno, estás loco…
– No, don Pedro…
– ¡Espera! Calla un momento. Yo soy depositario de una fe sagrada, de una atribución divina inapelable, lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre, y aunque quisiera no podría violar… -meneó la cabeza-, no puedes pedirme lo que no puedo conceder.
– No, don Pedro. Usted sabía desde el principio que el matrimonio de mi hermano con una de las tres Castañas no podía funcionar. Usted lo sabía.
– Yo no sabía nada de eso, Borja. Un sacerdote es un testigo, sólo un testigo del sacramento que contraen los novios…
– Claro -dije dando una palmada en la mesa. Don Pedro se sobresaltó, pero no dijo nada-. Claro. Y como es cosa de ellos, contrato de ellos, ellos son los que deben poder rescindirlo…
– ¿Ah sí? ¿Y a Dios dónde lo dejas?
– Dios no puede ser tan cruel que permita la infelicidad de una pareja que ha dejado de amarse.
– ¡Que nunca se amó! -dijo don Pedro con violencia. Se dio cuenta de que había caído en su propia trampa y quiso rectificar-: Y si Javier y Elena no se quisieron nunca, ellos fueron los que engañaron, nos engañaron a todos. Ahora deben pagar la penitencia.
– Pues vaya una religión de la caridad…
– ¡No digas impertinencias!… Borja, Borja. -Me cogió de las manos. Era un gesto que hacía siempre y que me molestaba sobremanera. Recuerdo bien que, de críos, nos repugnaba «ese cura tocón», como lo llamaba Juan-. El matrimonio canónico es indisoluble y no hay nada que yo pueda hacer para cambiar eso.
– Nadie se lo pide. El matrimonio canónico es indisoluble pero puede ser nulo, ¿no? -Intenté retirar las manos, pero no me dejó.
– Pero en este caso no -insistió, apretándome los dedos.
– Se ha roto.
– Borja, por Dios, dame una sola razón canónica para que yo pueda pensar que este matrimonio es nulo… Una sola.
– Usted.
– ¿Yo? -Completamente sorprendido-. ¿Qué quieres decir? -Me soltó las manos y se echó hacia atrás.
– Usted. Usted, don Pedro. Usted los quiere, son sus chicos, son chicos de la pandilla, chicos que usted juró defender…
– Alto ahí, Borja. -Alzó su mano derecha para que detuviera mi razonamiento; era como si intentara contener los desvaríos de un demente-. Me estás pidiendo que cometa perjurio y me haga reo de sacrilegio. Te has vuelto loco.
– No. Le estoy pidiendo que me demuestre que los quiere, que nos quiere, por encima de todo y que, como nos prometió hace años, está dispuesto a hacer lo que sea por nuestra felicidad… o ¿es por nuestra salvación?
Don Pedro se levantó de su sillón bruscamente.
– Eso que dices es una ruindad, Borja, y no tienes derecho ni a formulármela.
– ¿Una ruindad? No. ¿Se acuerda de cuando nos reunió a todos aquel verano del 56? ¿Se acuerda?
– ¿Y qué? -Don Pedro se rebuscó en la chaqueta y, mientras hablaba, sacó una pitillera de plata de un bolsillo, la abrió, extrajo un cigarrillo, se lo puso en la boca y lo encendió con un mechero de oro-. ¿Y qué? -repitió-. ¿De qué me estás hablando? Me parece, Borja, que te estás inventando una obligación que nunca contraje… -Dio una profunda calada al cigarrillo.
– ¿Que nunca contrajo? ¿Que nunca contrajo? ¡Venga, hombre, don Pedro! -Jamás le había faltado al respeto y me sorprendió mi exabrupto supongo que tanto como a él, que se quedó repentinamente mudo-. ¿Quiere que le recuerde sus palabras? Sois mis chicos, dijo, y nunca os fallaré, aquí estaré siempre, seré vuestro consuelo, vuestro amparo… Acudid a mí, dijo, acudid a mí, que yo os ayudaré si me necesitáis. ¿No nos dijo eso?
Debí reconocer la mirada que me lanzó en aquel momento. Pero no. Me pareció que le había sorprendido en su propia trampa, en la trampa que nos había tendido años antes, y no fui capaz de comprender lo que aquello quería decir. Y sólo pensé en ganar la discusión de forma tan definitiva como cuando un gran mandoble derrota a un enemigo. ¡Estúpido de mí! Y seguí con mi argumento: su afán misionero de tanto tiempo antes, su optimismo no podían ser compromisos de boquilla que desaparecían con la primera dificultad. No se lo podría permitir. ¡Ayudarnos! ¿O es que no lo estaba prometiendo en serio? ¿Lo que él buscaba entonces era sólo establecer su control sobre todos nosotros?
– Siempre me pareció que usted nos prometía ayuda -murmuré con pesado sarcasmo-, que éramos como sus hijos y que iniciaba con nosotros una especie de cruzada del bien. ¡A ninguna de sus ovejas se le permitiría descarriar! -Reí.
Me apuntó con el dedo índice.
– No te burles de mis sentimientos, no te rías de mis compromisos, ¿me oyes? -dijo con lenta violencia-. No tienes derecho a hacerlo y no te lo voy a permitir… No tienes derecho a ser tan frívolo. Te voy a decir lo que me pasa con la nulidad del matrimonio de tu hermano. Es verdad, ¿eh?, es verdad que por encima de todo empeñé mi palabra por vosotros. Que me juré que os ayudaría. ¡Claro que sí! Pero ¿anular el matrimonio de Javier? ¿Es lo que le hace falta? ¿De verdad? ¡Convénceme! ¡Venga!
Don Pedro estaba realmente enfurecido. Nunca lo había visto de esa manera, desafiándome, retándome a que lo forzara a traicionar su religión, a romper todos sus juramentos. Ya no era cuestión de fe; violaría sus votos de sacerdote si yo le daba una razón humana válida. Nada le importaba. Que lo convenciera y me atuviera a las consecuencias. Así era la violencia de su ira.
Pero eso fue muchos años después. Y esto era el verano del 56.