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Hubo un momento, sin embargo, en que mi vida cambió. No sabría cómo definir lo que ocurrió ni en qué instante situarlo con precisión.
Lo primero que sucedió fue que el eje de mi existencia se desplazó de Deià a Madrid. Eso sí lo sé con seguridad. Me convertí en un urbanita, si tal término puede utilizarse con propiedad para describir la alteración profunda que experimentaron entonces mis sentimientos, mis opiniones y mis reacciones ante la vida.
Me pasó algo que sólo podría describir como un gigantesco encogimiento de hombros frente al asalto de los sentidos, frente al despertar de mi cuerpo y de mi mente. Puede que, preso de un ataque de pudor instintivo, decidiera esconder todo lo que de mí pertenecía a la tierra en algún doble techo de mi conciencia: me hice chico de ciudad, niño bien de la capital, cosa que me resultaba mucho menos exigente que la tarea de enfrentarme a las demandas de los sentimientos verdaderos que me planteaban Deià, la pandilla de amigos y la vida del verano. La vida en general. Debí de pensar que todo lo de allá era en el fondo cosa de gente primitiva y poco conectada con la realidad y supuse que la madurez iba unida a una ruptura con las cosas sencillas. Es decir, que la vida se me complicaba sobremanera y enfrentarme con ella me obligaba a ¿romper con el pasado? Ahora que lo escribo comprendo la necedad del concepto; entonces, sin embargo, no tenía más armas que un corazón confuso, un carácter débil y una mente enredada.
Tenía que labrarme un futuro, mi padre me lo exigía, yo lo quería, me lo pedían mi posición social y el despacho, y pensé que ese futuro, contrariamente a lo que ahora me es obvio, estaba, qué sé yo, en la sociedad desarrollada de la gran urbe más que en el silencio de la tierra y en la minucia de las cosas pequeñas y entrañables.
Debí de comprender que esto apuntaba por encima de todo en una dirección que acaso entonces se me antojara superflua, marginal, ni siquiera complicada, ni siquiera conscientemente asumida como problema, pero que era sin duda el obstáculo con el que estaba obligado a enfrentarme: la superación de la adolescencia y la sustitución del modelo colectivo de sentimientos detrás del que me había escondido hasta entonces, por juegos individuales de acción y reacción. Había llegado, sí, el momento de dinamitar la pandilla y de echar a volar, de hacer todo lo contrario de lo que me había aconsejado, insistido, don Pedro. Tenía que escapar de su imperio moral.
Y eso fue precisamente lo único que no hice. Dinamité a Marga, eso sí, de una manera que ahora me llena de vergüenza y que en aquel momento debió hacerme comprender hacia qué retorcimiento moral se encaminaba mi existencia. Pero… Sólo puedo decir en mi descargo que lo hice precisamente para convertirme en un ser individual (ése era el camino, pensaba yo), para independizarme del control que ella ejercía sobre cada uno de mis sentidos, para romper el lazo del compromiso sentimental que me unía a ella, único modo de crecer, pensaba yo. Y lo que hice fue emponzoñarlo.
Todo se complicó bastante después del verano aquel tan luminoso del 56. El regreso a Madrid para empezar un curso nuevo, la universidad, la ruptura con los rigores disciplinarios del colegio, el descubrimiento de una vida más abierta y más libre que la de una institución regida por curas trastocaron el orden natural de mis preferencias. Nos pasó a todos por igual, me parece. Sin embargo, en vez de asumir nuestras nuevas condiciones de gentes crecidas, y al contrario de lo que se necesitaba, nos limitamos a convertir el grupo infantil de juegos de verano en un nudo de amigos que respondía únicamente a la edad que teníamos y no a la mentalidad que necesitábamos. Y así nos fuimos transformando en un círculo de niños adultos que se apoyaban entre ellos y que marchaban hacia la madurez sin dejarse respirar. Diletantes, nos acabaría llamando Tomás, y con cuánto tino.
De este modo nos hicimos todos más y no menos dependientes los unos de los otros. Incluso Marga, que rehusaba casi con ferocidad someterse a nadie ni a nada y cuyos sentimientos y carácter eran de tal fortaleza que la individualizaban respecto del resto de sus parientes, de sus amigos, de nosotros, de mí, dependía de la pandilla de forma enfermiza, un odio y un amor, como si ésta fuera un coro de tragedia que le resultare esencial como espejo de resonancias de cada uno de sus actos. ¡Qué extraordinario juego de necesidades! Porque mientras Marga aparentaba lo contrario (nadie debía atreverse a hablar de sus cosas de manera colectiva ni diseccionar sus sentimientos en público), en esas apariencias desempeñaba un papel fundamental el muro de silencios que ella imponía respecto del resto de la pandilla; si ésta no hubiera existido, Marga no habría podido volcar sobre nosotros su tragedia personal para prohibirnos reaccionar respecto de ella, no habría habido muro de silencios.
La única excepción era Jaume, que nunca dependió de nadie ni le importó, y cuyo criterio fue siempre excesivamente personal (he sospechado, me parece que no sin razón, que su decisión de estudiar Filosofía y Letras en Barcelona y no en Madrid obedeció a la voluntad de estar solo, al deseo de encontrar su propio camino sin tener que compartirlo ni consultarlo con nadie; era así de maduro).
Biel, Juan, Andresito y yo coincidimos en Madrid para estudiar en la nueva Facultad de Derecho. La acababa de hacer construir el gobierno en la Ciudad Universitaria para alejar a los estudiantes de Leyes de la vieja Facultad de la Carrera de San Bernardo, en el centro de la capital. Los disturbios estudiantiles del invierno anterior habían decidido al gobierno a suspender el curso universitario (todos lamentamos que no nos hubiera tocado a nosotros: habría sido Jauja), a aprobar a todo el mundo en junio (más Jauja) y a edificar la nueva facultad en cuatro meses.
– ¡Vaya panda de caguetas! -había exclamado mi padre-. Disturbios les iba yo a dar. Lo que tienen que hacer los estudiantes es estudiar y dejar de torturarse el alma con la inmortalidad del cangrejo. Vaya pamplinas. Y vaya un gobierno que se tambalea porque cuatro gatos salen a la calle a chillar.
– No sé, papá -dije yo en aquella ocasión-. La gente se queja de que la universidad tiene demasiados estudiantes, de que los profesores no van a clase, de que no hay libertad…
– Probablemente es cierto. No. Es más. Seguro que es cierto. Así funcionan las dictaduras, hijo. Pero os toca a vosotros cambiarlo, y para eso tenéis que estudiar, sacar la carrera, convertiros en la clase dirigente… ¿No lo entiendes, Borja?… Pero mientras tanto, tú a estudiar.
También las Castañas vinieron a Madrid: Catalina iba para enfermera, dama enfermera de la Cruz Roja las llamaban (con graduación militar de alférez), Lucía empezaba Pedagogía y Elena se proponía estudiar la carrera de Filosofía y Letras. Las tres se alojaban en el Colegio Mayor Poveda. Las veíamos en el bar de Filosofía por las mañanas. Los sábados o los domingos por la tarde íbamos todos al cine y a merendar a la cafetería California. Más tarde, cuando estábamos en segundo o tercero de carrera, íbamos de vez en cuando a bailar a la boíte del campo de rugby de la Ciudad Universitaria u organizábamos un guateque en mi casa. Siempre todos juntos, todos en grupo.
También Javier acudía al bar de Filosofía a tomarse un café con nosotros alguna mañana. Estaba terminando la carrera de piano y en el Conservatorio ya se decía que era un prodigio.
En los primeros años, Sonia, mi hermana, todavía iba al Colegio de la Asunción y no le hacíamos ni caso.
Cuando todos estuvimos instalados vino don Pedro a Madrid a hacernos una visita.
Mi madre celebró una de sus meriendas para que nuestro cura se refocilara en el contacto con su pandilla de ángeles. A todos nos abrazó don Pedro, nos acarició el pelo o nos sujetó por la barbilla o nos pasó la mano por encima del hombro de dos en dos, a derecha e izquierda suyas, mirándonos con intensidad y riendo con anécdotas y sucedidos. Luego se puso grave, se sentó y, abrazado a mis dos hermanos más pequeños, Chusmo y Juanito, que andaban por los seis y siete años de edad, dijo:
– He venido a Madrid para veros y bendeciros. La mayor parte de vosotros empieza ahora una nueva vida, una vida de gente mayor, menos sometida a la disciplina del colegio, más libre. -Sonrió y sacudió a Chusmo cariñosamente-. No me estoy refiriendo a vosotros los peques, ¿eh? Me refiero a estos mayorzotes… Y vosotros -dirigiéndose a los mayores con una sonrisa-, no creáis que esto es Jauja; siempre tendréis la disciplina de vuestros padres para que no os descarriéis. Me faltan unos cuantos de nuestra pandilla: Marga, Jaume, Domingo, Carmen, Alicia… ¿me dejo alguno? No. Unos en Barcelona, otros en Mallorca… Pero de ellos ya me encargo yo. Es de vosotros de quienes tengo que hacer más caso: estaréis lejos, aunque en el caso de los Casariego -miró a mí madre-, estáis en casa. Aun así. Madrid es Madrid, una ciudad peligrosa para las almas y para los cuerpos, esos cuerpos vuestros tan jóvenes y tan inocentes. No abuséis de vuestra libertad. Os toca estudiar y labraros el porvenir. Ésa es vuestra principal obligación ahora: estudiar y prepararos para la vida. Tenéis la suerte de tener unos padres que pueden daros la mejor educación posible. Aprovechadlo. No digo que no debáis divertiros. ¡Claro que podéis divertiros! Pero libertad no es libertinaje. Todo con mesura. Y a ti te lo digo especialmente, Borja. Tú eres el mayor, eres en cierto modo responsable de todos, ¿eh?, de lo que hagan todos. Tenéis la suerte de estar juntos aquí, de poder apoyaros los unos a los otros. No dejéis de hacerlo nunca: en un momento u otro, cada uno de vosotros necesitará a los demás, qué sé yo, por una desilusión amorosa, por un cate en los estudios, por una inseguridad en el futuro, por haber caído en la tentación. Todos sois responsables, todos debéis estar ahí como una pina. Y luego siempre estaré yo, dispuesto a acudir si algo lo demanda, dispuesto a contestar vuestras cartas…
Más tarde, mientras los demás merendaban, don Pedro me llevó a un rincón para hablar con mayor confidencia.
– ¿Qué tal estás, Borja?
Me encogí de hombros.
– Bien.
– ¿Sólo bien?
– Bueno, bah, padre, ya sabe…
– Ya sé, ya. Es Marga, ¿no?
– La echo de menos, padre. Ya sabe, es en estos momentos cuando uno querría tener a la novia al lado…
– Ah, Borja. Es en estos momentos cuando la separación, precisamente, os viene de perlas. Es una prueba para vuestro amor. -Me puso una mano en la nuca y me atrajo con fuerza hacia él, hasta que nuestros rostros estuvieron muy cerca el uno del otro. Una incomodidad a la que quise resistirme, aunque sin forzar demasiado, no me lo fuera a notar. Le olía el aliento a café-. Primero comprobarás, estando lejos de ella, que la relación física no es tan necesaria, que se aguanta bien sin ella, que el imperio del cuerpo y de los sentidos puede y debe ser dominado con corazón y cabeza. Un poco, un mucho de espiritualidad te va a venir bien, Borja, hijo. Comulgar con frecuencia, rezar a Dios Jesús… Segundo, tienes mucho que estudiar y las distracciones no te convienen. A Marga le pasa igual: la carrera de Arquitectura es dificilísima y debe concentrarse en sus estudios tanto como tú en los de Derecho. Los años pasan rápido, con vacaciones de por medio, y cuando queráis daros cuenta estaréis vestidos de boda, ¿eh? -También a mí me sacudió con cariño por el cogote-. Debes dar ejemplo, Borja. Tu ejemplo nos es fundamental a todos.
Desde el centro de la habitación, mi madre nos miraba sonriendo.
En aquella primera etapa es cierto que Marga y yo nos escribimos con frecuencia, doliéndonos de la distancia y, por lo que a mí hacía, aprovechando tal vez sin querer, no, seguro que sin querer, la ausencia mutua para dar a nuestros sentimientos menos carnalidad, un tono más elevado de romanticismo algo novelero. Era cuestión de pudor. Todavía recuerdo la pedantería de aquellas cartas: «Marga adorada, la vida sin ti tiene poco sentido… pienso en nuestras tardes solitarias, en nuestros paseos, en las largas conversaciones sobre nuestro futuro… pienso en nuestra vida juntos y quiero apresurarme para terminar cuanto antes esta carrera. Estas larguísimas ausencias, meses sin verte ni abrazarte, me pesan más que nada en este mundo. No puedo más. Si pudiera, correría a Barcelona… Mi único consuelo es tener por mejor amigo aquí a tu hermano Juan y saber que tú tienes allí a mi mejor amigo, Jaume… Sé bien que el tiempo pasa y que pronto estaremos juntos de nuevo, pero la espera se me hace interminable.» Hacíamos grandes planes de viaje, pero ninguno teníamos los medios de fortuna para emprenderlos. Sólo más tarde pude ir a Barcelona una vez en Semana Santa.
Y Marga, tan turbadora: «Borja, mi cordero, mi amor, mi vida entera. Me duelen los huesos, los pechos y el vientre, el ombligo, de no tenerte cerca… Ya sé que no quieres que te diga estas cosas porque te dueles más de nuestra separación, pero es que no puedo callármelas. Te necesito, pero no en la cabeza como se necesita al ángel de la guarda. Te necesito para tenerte pegado a mí, para besarte, mi hombre, para que tú me beses como sabes… ¡Vaya! Ya se me ha escapado otra vez… ¿Te acuerdas de Heathcliff? Pues ni siquiera sabiéndome tú en mí me basto ya…»
¡Ah, esta paz tan falsa!
Habríamos seguido así, sin término, si no fuera porque algún tiempo después, en segundo o tercero de carrera, no lo recuerdo bien, empezamos a frecuentar a Tomás. Lo habíamos conocido aquel mismo verano en Deià, un chico madrileño independiente y algo chuleta, que se pagaba los gastos de la pensión con lo que ganaba en el bar de su padre en Madrid. Tocaba el piano como los ángeles. Lo cierto es que no le habríamos tratado en Madrid de no ser porque Catalina apareció con él un día en el bar de la facultad. La adhesión a la pandilla en verano era una cosa; la intimidad lejos de Mallorca, otra bien distinta, sobre todo cuando las diferencias sociales eran tan patentes.
Tomás nos sacudió.
Estábamos sentados en torno a una mesa del fondo (ahora Elena fumaba también, igual que Juan, Biel y Andresito, pero me parece que era para darse aires). Elena, que era delegada de curso, nos leía un proyecto de manifiesto universitario en pro de los derechos de los estudiantes o algo así, chiquilladas de poco alcance, cuando fue interrumpida por la voz de Tomás:
– Pero qué derechos ni derechos, cono, que no os enteráis de la misa la media.
– ¡Pero hombre, Tomás! -exclamó Juan-. Si has venido a ver a los de provincias… ¿Y de qué cueva has sacado a este neandertal? -preguntó dirigiéndose a Catalina.
– Fijaos que me lo encontré ayer en la parada del autobús y… -se encogió de hombros.
– Claro, muchachos, que es que no os enteráis -dijo Tomás. Y estirándose el párpado hacia abajo con el índice de la mano derecha, añadió-: Hay que estar ojo avizor. Ésta, que quería entrar en contacto con el pueblo. ¿Y quiere? Pues se la pone. Ayer la llevé a conocer mi bar al lado del Rastro, bueno el bar de mi padre, y allí estuvimos, ¿verdad, tú? -le dijo a Catalina. Ella sonrió con su aire ausente de siempre-. No sé si después llegaste tarde al colegio mayor o no, pero nos reímos bastante, ¿verdad, tú? Oye, os invito cuando queráis, así conocéis el mundo lumpen y os dejáis de tanta finustiquería.
– Venga, Tomás, siéntate -dije-. ¿Quieres un café?
– Venga. -Volviéndose, de la mesa de al lado, ocupada por un grupo de estudiantes extranjeros, cogió una silla sin pedir permiso y se sentó-. ¡Pero si no me había fijado! ¡Estáis todos!
– Bueno, casi todos. Los mayores sólo, los que estamos en Madrid -dije mirando a los extranjeros. Pero como no protestaron dejé de preocuparme.
– Es verdad, que no veo a Jaume ni a Domingo ni, Dios mío -exclamó dirigiendo su mirada a mí con aire melodramático-, ni a Marga, ¿eh?
– No, ya ves. Marga y Jaume estudian en Barcelona.
– Ah pues yo voy a Barcelona de vez en cuando a hacerle recados a mi padre. Me tenéis que dar la dirección de los dos y los llamaré… aunque me parece que no soy santo de la devoción de Marga. -Rió.
– ¿Vas a Barcelona? -pregunté extrañado.
– Sí, cosas del bar. Bueno, en realidad no son cosas del bar sino -bajó la voz- del sindicato, ya sabéis. Aquí estamos todos en esto de plantarle cara al dictador.
– Sí -dijo Juan-, pero tú ya sabes el chiste ese del que tiene el índice hinchado como una morcilla de tanto decir «Franco se va, de este año no pasa» y de aporrear la mesa con el dedo. -Y pegó varias veces sobre la mesa con la punta del dedo. Soltó una sonora carcajada de las suyas, bronca y malintencionada.
– No sé qué manía os ha dado con esta historia de Franco -dijo Biel. Le miramos con sorpresa porque Biel casi nunca hablaba-. Estamos bien, no tenemos problemas y, mientras no nos metamos con el régimen, nadie se meterá con nosotros. ¿Qué más queréis?
– Vamos, Biel -dijo Elena.
– ¡Joder! -dijo Tomás.
– No, si lo digo en serio -dijo Biel.
– Pues por eso. Es lo que más me molesta.
– Da igual, no le hagáis ni caso -intervino Andresito-. Mi hermano es muy carca. Pero tiene una ventaja: cuando nos detengan por comunistas a los demás siempre habrá uno que nos pueda defender en los tribunales. -Rió con estrépito.
Fue mi primer contacto con la política y la primera vez que oía hablar de algo clandestino, por más que tal vez la clandestinidad residiera más en la palabra «sindicato» y en el tono con que había sido pronunciada que en el concepto mismo de la actividad.
– Sí, tú ríete -le dijo Tomás a Juan, sin hacer caso del exabrupto de Biel-, que así estáis todos, hechos unos señoritos, aquí en la universidad y haciendo toreo de salón. Mientras tanto, los demás nos jugamos la vida haciendo cosas contra Franco. -Se encogió de hombros-. No es mucho, pero por lo menos damos la lata. -Rió.
– Hombre, Tomás, la universidad armó un buen follón en febrero de este año y antes, en el 54… -dijo Elena.
– Sí, bah, para que os construyeran una facultad nueva, y mientras tanto nosotros escapando de la social y escondiéndonos para que no nos cazaran como a conejos… -Por un instante, la voz de Tomás se había vuelto intensa, violenta y sus ojos, bajo las cejas fruncidas, casi tenebrosos. Luego, de golpe, lanzó una sonora carcajada-. ¡Chorradas que uno hace!
– No, no, déjate -dije-. Venga, anda, cuenta.
Tomás echó una prudente mirada a su alrededor.
– Aquí no es el sitio para hablar de estas cosas.
– ¿Y por qué no? -preguntó Elena-. Al revés, es justo aquí donde hay que hablar de todo esto…
– ¿Aquí? -Tomás rió de buena gana-. Si sois todos una pandilla de diletantes, mujer. Venga ya.
También fue la primera vez que oí la palabra «diletante» y recuerdo cuánto me impresionó.
– ¿Qué es diletante? -preguntó Juan.
– Principiante con un toque de frivolidad -dijo Biel, que con esta frase y las anteriores había hablado más que en un par de días. No parecía haberle importunado el rechazo colectivo de sus opiniones políticas.
– Ya has oído a don Sentencias -dijo su hermano Andresito-. Así que somos todos unos diletantes… estudiantes diletantes. -Rió.
– Mi padre siempre dice que los estudiantes a estudiar -dije.
– Ya -dijo Lucía-, si pudiéramos…
– Tiene razón Lucía -dijo Andresito-. Aquí no hay quien estudie…
– Justo -dijo Tomás-… en la cafetería de la Facultad de Filosofía, con todo este follón, la gente fumando y bebiendo y poniéndose muy seria para discutir de chorradas. Estáis en babia, chicos. Yo, a este bar, vengo a ligar con las extranjeras que estudian español. -Estiró la cabeza para mirar a los que estaban sentados en otras mesas-. Sobre todo francesas… – Nuevamente rió-. Las digo que soy torero. Togueador, me llaman…
– Es «les digo» -dijo Biel en voz baja.
– Venga, Tomás, déjate de tonterías, que me interesa.
– ¿Te interesa, Borja? -Se puso muy serio-. ¿Te interesa lo que hace el partido comunista, por ejemplo?
Me latió más de prisa el corazón. ¡El partido comunista, Dios mío! De pronto hablábamos de cosas extremadamente graves. A la gente la mandaban a la cárcel por esto, la ejecutaban. Lo sabíamos bien, se lo había oído a mi padre muchas veces, incluso los estudiantes franceses que estaban en la Facultad de Filosofía nos contaban que fuera se sabía de persecuciones, encarcelamientos, torturas de las que no se hablaba en España. (Hasta hubo una chica de París que había hecho el viaje hasta Madrid en tren y que venía tan condicionada por las cosas que se decían de España que me explicó horrorizada cómo desde la ventanilla de su compartimiento iba viendo los campos de concentración en cada ciudad por la que pasaban; «¿campos de concentración?», pregunté; «sí, sí -contestó ella con gran seriedad-, campos de deportes».)
– ¡Claro que me interesa, Tomás!
Me miró sonriendo. Luego asintió varias veces.
– Muy bien, vale. Pregúntale a tu padre por la política de reconciliación nacional, ya verás lo que te dice… Y luego hablamos. -Volvió a sonreír-. Pero, en fin, bueno, oye, ¿por qué no os venís mañana que es sábado al bar y hablamos y tomamos unos vinos? Y como estaréis tronados, os invitaré yo, ¿no?
Hasta el concepto de «tomar unos vinos» nos era extraño. Así estábamos de escondidos en el mundo bien protegido de la alta burguesía. No se hablaba de «tomar vinos» o de «osas», que era como llamaban a las chicas los jóvenes a los que Tomás describía como lumpen. Las «osas». No. No se hablaba de nada tangible y verdadero entre la gente de nuestro entorno. La universidad era una pecera perfectamente aislada de la vida real. Nuestro contacto con ésta consistía en refugiarnos, todo lo más, en el recuerdo del mundo onírico de las tardes de pereza y sol de Deià, nunca en este universo bien concreto de la universidad, el futuro, la dictadura, la miseria (¡ah, el Pozo del Tío Raimundo, ese barrio marginal y mísero de Madrid en el que los jesuitas volcaban con gente bien intencionada su afán de sacrificio!), el cine, Siete novias para siete hermanos.
Incluso yo era con toda probabilidad el único que había dejado de ser virgen, seguro que un caso raro entre los miles de jóvenes que nos movíamos por el campus de la Complutense. Y es curioso que al final fueran estos hijos de la alta burguesía los que, con su oposición y sus críticas a la ineficacia y a la corrupción del sistema, hicieron más daño al franquismo. «No hay peor cuña que la de la propia madera», solía decir mi padre.
– Papá -le pregunté aquella noche durante la cena-, ¿qué es la política de reconciliación nacional?
Mi padre, que había empezado a comer la sopa (sopa de fideos, acelgas con patatas, merluza rebozada, natillas y fruta), se quedó de pronto con la cuchara a medio viaje entre el plato y la boca. Muy despacio la volvió a bajar y, sin soltarla, apoyó la mano en el mantel. Por fin me miró.
– ¿De dónde sacas tú eso? -preguntó.
Me encogí de hombros.
– No sé… de la facultad.
– ¿De eso habláis en la facultad en vez de dedicaros a estudiar y a intercambiar apuntes?
– Pues…
– ¡Bueno! -exclamó tirando la servilleta sobre la mesa-. Lo que me faltaba por oír.
Y de pronto habló Javier:
– Será que si no consiguen que estudiemos y que lo que hacemos es hablar de lo que pasa, el gobierno debería comprender que estas cosas no se hacen obedeciendo órdenes sino facilitando a la gente que estudie. Y eso se hace resolviendo los problemas, no mandando a la gente a porrazos a estudiar.
Había dicho todo esto sin dejar de mirar al plato. Y entonces levantó la mirada y la dirigió directamente a su padre.
– ¿Cómo?
No pude evitar sonreír.
– Caramba, Javierín… mira el que nunca dice nada.
– No te burles, Borja, que estas cosas son muy serias.
– Si no me burlo, papá. Es que me sorprende que Javierín dé señales de vida.
Javier bajó la vista a su plato.
– Déjate de tonterías y dime ahora mismo de dónde sacas esta historia de la reconciliación nacional.
– Contesta a tu padre, hijo.
Miré a mi madre y me parece que me debió de notar la impertinencia.
– Sí, mamá -dije con voz seca y resignada. De haber estado solos, mi madre me habría regañado por mi tono de voz. Pero ahora la cosa se le antojaba demasiado seria y no intervino más-. No sé, papá, son cosas que se dicen por ahí…
– Pero ¿quién?
– Cualquiera, qué más da. Se comentan… las comentan otros estudiantes en el bar…
– ¡Ya estamos! ¡En el bar!
– Pues sí, papá, en el bar. También descansamos de vez en cuando. Entre clase y clase… Se charla… ¡Pero si estamos todo el santo día redactando manifiestos que no sirven para nada y que nunca se mandan a ningún sitio y celebrando asambleas en las que todos vociferan y nadie oye nada! Y alguien, mientras discutíamos de lo que fuera, habrá dicho eso de la política de reconciliación nacional, qué sé yo…
Mi padre suspiró profundamente.
– Este asunto de la mal llamada reconciliación nacional es un tema que se han sacado los comunistas de la manga. Es muy peligroso hablar de ello con nadie… Por eso me extraña que en tu facultad ande la cosa de boca en boca. Debes tener cuidado, hijo: hay mucho policía secreta circulando por ahí, mucho confidente…
– Pero ¿qué es?
– Pues que, después de los disturbios en la universidad de febrero del 56 y de las huelgas de otoño, los comunistas, sobre todo los de Cataluña, vinieron a decir: bueno, está bien -mi padre se puso a gesticular como si él estuviera discurriendo el argumento-, de acuerdo, durante la guerra civil y en los años peores del franquismo todos estuvimos peleados los unos contra los otros. Si ahora nos olvidamos de nuestras rencillas por un tiempo y nos unimos todos contra Franco, podremos vencer, etcétera, etcétera… Pero, Borja, todo esto es muy peligroso. Tú que estás estudiando Leyes deberías saberlo mejor que nadie. Los delitos contra el régimen son juzgados por tribunales militares, los acusados son defendidos por abogados militares nombrados de oficio, en fin, poca o más bien ninguna justicia se hace… No quiero que te arriesgues a acabar en la cárcel ni metido en líos. -Me miró sin estridencia, casi con súplica.
– No estoy metido en líos, papá.
– Me alegro de oírtelo decir. Porque no te lo podría perdonar y tendría que prohibirte salir de casa o te tendría que mandar a Deusto… No sé, algo así -añadió con severidad-. Cualquier cosa antes que verte desperdiciar tu futuro o jugarte la carrera…
– Pero, papá, ¿tú estás de acuerdo con esta gente?
– No, claro que no. Me parece que una dictadura no es buena. La gente sufre, se la encarcela por sus ideas… Pero, hijo, la situación no es muy buena en el mundo. Cuando hay un régimen como el soviético amenazándonos a todos no está bien poner en peligro nuestro sistema de vida. Porque, lo mires como lo mires, nuestro sistema de vida es mejor que el suyo. Hay que hacer un sacrificio en beneficio de la humanidad, hay que aguantar… -Suspiró-. Además, a este pueblo nuestro no hay quien lo controle y le viene bien de vez en cuando un poco de mano dura, ¿eh?
– Hombre…
– Poca mano dura, ¿eh?, pero de vez en cuando… -Titubeó.
Al día siguiente, al caer la tarde fuimos todos al bar del padre de Tomás. Estaba en la calle de Mesón de Paredes y era una taberna con una fachada de azulejos y madera pintada de verde. Había grandes letras doradas que anunciaban «vinos y comidas» y «vermú de grifo, licores, cigarros habanos, gaseosa». Una pizarra negra colgada cerca de la entrada explicaba en letras dibujadas a tiza los platos y tapas del día. Por lo borroso de los renglones sospeché que los platos del día eran siempre los mismos.
Dentro, el bar Lavapiés se dividía en dos: una primera estancia grande, con los suelos de madera, tenía a todo lo largo de su pared de la derecha una barra primorosamente mantenida. La encimera era de latón siempre limpio y brillante gracias al esmero de la madre de Tomás, que se pasaba horas frotándolo con un trapo blanco y secándole las marcas de agua y vino. Del lado de Cosme o de su hijo Tomás, cuando se ocupaba de servir desde detrás de la barra, la superficie era en su mayor parte de aluminio y sobre ella se amontonaban vasos de vidrio espeso que lanzaban destellos azules y verdes, frascas de vino y grandes frascos de cristal llenos de aceitunas, de pepinillos, de boquerones en vinagre. La familia de Tomás era muy cuidadosa y nunca guardaba las aceitunas y los pepinillos en sus latas de origen. Había grifos para tirar cerveza y uno muy pintoresco, estrecho estrecho, de hierro, por el que se servía el vermut casero. Siempre me ha gustado el vermut (servido en vaso alto, con unas gotas de ginebra, a veces de angostura, una rodaja de limón y hielo). En un extremo de la barra había un armarito redondo de paredes de cristal en cuyos varios anaqueles se colocaban croquetas caseras (unos días eran de jamón y otros, como aseguraba la madre de Tomás, le salían de «según», una bechamel algo espesa e insípida), empanadillas, platitos con ensaladilla rusa y huevos duros rellenos de atún con tomate. Eran la especialidad de la casa.
Un gran espejo recorría el bar de parte a parte detrás de la barra. Tenía los bordes pintados con una ancha raya de color verde ribeteado de amarillo. En una esquina había una vieja máquina de hacer café, siempre impecable («italiana, de las que primero llegaron a España»). La luz artificial la suministraban unos grandes faroles que colgaban del techo sobre los extremos de la barra y algún aplique de latón. Escondida por un largo tubo de latón, una bombilla alargada iluminaba la parte central de la barra. En la familia de Tomás nunca creyeron en las virtudes de la iluminación por tubos de neón.
La segunda estancia del bar, que fue en la que rápidamente establecimos nuestro lugar de reuniones (cuando íbamos por allí, que era con no excesiva frecuencia, desde luego), era una habitación cuadrada, decorada de la misma forma que el bar, con las mismas planchas de madera en el suelo y los mismos motivos verdes en tres espejos, uno para cada pared. Había seis mesas y cuatro sillas de enea por mesa, y, contra una pared, un piano vertical. Una puerta de muelle daba a la cocina, y de allí se pasaba a la vivienda de la familia de Tomás. La vivienda, que era interior y sólo recibía luz del patio, tenía salida por el portal contiguo al bar, y esa circunstancia fue la que en una ocasión nos permitió a Tomás y a mí escabullimos de los policías de la social que nos venían siguiendo desde el Rastro (bueno, venían siguiendo a Tomás; a mí no me conocía nadie). Pasé mucho miedo, una sensación nueva de peligro y de riesgo, y durante días me quedé escondido en casa sin ir a la universidad. «¿Qué haces, hijo?», me preguntaba mi madre. «Nada, que tengo mucho que estudiar para los parciales.» «Así me gusta.»
El bar estaba siempre muy concurrido y los clientes habituales nos miraban con curiosidad: un grupo de jóvenes bien vestidos y risueños que pasaban horas en la habitación de atrás charlando y cantando y riendo. Cuando a Tomás le tocaba quedarse detrás de la barra nos decía «hoy no vengáis, que me toca barra», o se asomaba para ver qué tal nos iba y para que le contáramos el motivo de tanta risa.
Aquel primer sábado, sin embargo, fue la ocasión en que Javierín nos regaló la música.
Cuando llevábamos un rato sentados hablando de esto y aquello, Catalina le pidió a Tomás que tocara algo en el piano, igual que hacía en la fonda de Deià en las noches de verano. Tomás se sentó frente al piano y empezó a tocar unos boleros con gran ritmo, muy llenos de escalas y fiorituras, que nos sonaban a gloria. Al cabo de un rato, cuando se cansó y se levantó para ponerse una cerveza, Javier, sin que nos diéramos cuenta, se sentó en la banqueta y tocó tres tímidas notas, yo creo que por curiosidad. Pero el sonido que extrajo del piano con aquellos solitarios acordes fue de tal calidez que pareció que estaba tocando un instrumento distinto. Tomás se quedó inmóvil con un vaso en una mano y el botellín en la otra a medio escanciar la cerveza. Desde la cocina asomó la cabeza de la madre de Tomás con cara de sorpresa («ya me parecía que no era Tomás») y desde el bar nos llegó de pronto el silencio.
Nunca había pensado en la música de Javier como un sonido hechizante. Estaba harto de oírle en casa y sus ejercicios siempre me habían sabido a un sonido impuesto en rigurosas escalas, en esotéricas sonatas. No sé si fue el contraste de la divertida y rítmica musicalidad de Tomás con la luminosidad y fuerza del recorrido de los dedos de Javier por el teclado o si el ambiente popular de una tasca del viejo Madrid hizo que este nuevo sonido nos resultara totalmente real. De pronto había dejado de ser el sonido académico de los ejercicios y escalas de Javier en casa o en el conservatorio para convertirse en un instante de música completamente vivo que nos alcanzó de lleno.
Javier debió de percibir aquel silencio inusual porque se interrumpió con las manos en alto y se volvió a mirarnos. Levantó las cejas. «Sigue», dije.
Sonrió y, sin que se rompiera el ritmo armónico de cualquiera de sus movimientos, volvió a poner las manos en el teclado y de aquel viejo piano brotó una aterradora sonata de Chopin. Nos llegó romántica, a oleadas irresistibles.
Cuando hubo terminado quedó un momento recogido, encogido, con las manos juntas, exhausto de sentimiento (y yo que hasta entonces había creído que aquello que hacían los pianistas era una pose). Luego levantó la cabeza y con la mano derecha se empujó la onda de pelo hacia atrás.
La madre de Tomás salió de la cocina y, dejando que batiera la puerta, se acercó a Javier y le dio un sonoro beso en cada mejilla. Tomás, que había dejado botella y vaso sobre la mesa, empezó a aplaudir. Le seguimos todos y desde el bar también nos imitaron.
Elena lloraba en silencio.
Miré a mi hermano y me sentí orgulloso. Javierín, dije casi sin voz.
– Cojones -dijo Tomás, y ninguna de las chicas se escandalizó.
Javier sonrió.
– Ven, Tomás, siéntate conmigo -dijo.
Y ambos al piano rompieron a tocar las melodías que se reconocían uno a otro y que tarareábamos los demás. Blue moon y Chattanoga choo choo y La mer y Walkin'my haby back home y When the saints go marchin'in, que cantamos todos sin desafinar demasiado. Se quitaban la palabra, la nota, el acorde, y lo recuperaban y lo cedían y reían, y Javier y Tomás se hicieron aquella tarde amigos para toda la vida.
– Oye, chaval -dijo Cosme, el padre de Tomás-. Tú vienes aquí a tocar esta carraca cuando te dé la gana, ¿me oyes?, y si alguien se queja, como a veces se quejan del aporreo de éste -señaló a su hijo con la barbilla-, yo mismo me encargo de cortarle los huevos. -Miró a las chicas con gran seriedad-. Ya sabéis, chicas, le corto los huevos con perdón, no os vayáis a ofender, que este chaval es un fenómeno.
Tomás y Javier, con orgullo el uno y en secreto el otro porque se hubiera dicho que el arte se ofendía (y porque mi padre sí que le habría cortado los huevos como había dicho Cosme), empezaron a tocar por ahí, en fiestas y bares, cobrando, claro. Nadaban en oro y se lo gastaban todo, pero en el caso de Javier era porque no se le ocurría qué otra cosa hacer con el dinero. Me prestó una cantidad grande para irme a Barcelona una Semana Santa. Se vino conmigo y con Tomás, y Marga les dio un beso a los dos. Javierín se puso muy colorado.
Y cuando poco tiempo después mi hermano tocó en la final del Mozarteum en Salzburgo y ganó y luego dio el concierto del vencedor, además de toda su familia estaba Tomás llorando a moco tendido. A mi madre no le había parecido bien que viniera («este chico no me gusta, ya lo sabéis»), pero Javier no se amilanó y exigió la presencia de su amigo.
Fue extraña esta amistad que se estableció entre Javier y Tomás. Se querían y se respetaban con puntillosidad, pero tenían muy poco en común. Ni el ambiente familiar respectivo ni la sensibilidad ni la delicadeza de uno cuando se la comparaba con el desgarro chulesco del otro facilitaban la relación, la complicidad y el entendimiento mutuo. Por eso acabé siendo yo el nexo de unión entre ambos. Me consultaban los dos sobre cómo debían hablarse, las cosas que les gustaban, la interpretación de lo que uno y otro decían. Y al final fue el propio Tomás el que aprendió a distinguir lo que podía y lo que no podía hacer en relación con Javier. Y lo que sobraba lo dejó para mí.
Así fue como salimos con unas osas extranjeras que había conocido Tomás en el bar de Filosofía y Letras. Y debo decir que mi primera cita a ciegas no fue un éxito sin paliativos. La de Tomás era una francesa, aquella que había llegado a Madrid impresionada por la abundancia de campos de deportes a lo largo y ancho de la geografía española, y la que me correspondía era una inglesa, Barbara, de carnes abundantes y ojos de cerdito relleno. Una chica simpática pero poco tentadora como posible aventura. Aclararé que nada estaba más lejos de mi ánimo en aquel momento que embarcarme en un episodio carnal. Si alguna utilidad podía tener todo aquello era la de establecer una relación amistosa con alguien a quien acudir en Londres cuando me mandaran mis padres a aprender inglés durante el siguiente verano. Pero para Tomás las cosas eran bien diferentes: tenía un solo objetivo y si no salía a solas con su amiga francesa era para no alarmarla innecesariamente al principio y que se pusiera a la defensiva antes de haber intentado él, qué sé yo, darle un beso («con lengua, ¿eh?») o tocarle los pechos.
A mí, por el contrario, me atrajo mucho más la idea (más limpia, menos comprometida) de ir a un guateque de gente bien, una familia amiga de mi madre con dos hijas que dieron una fiesta prenavideña. Mi madre hizo que Juan fuera invitado y allá nos fuimos los dos vestidos con nuestras mejores galas.
No tuvimos mucho éxito en aquel primer guateque. Juan se aburrió de solemnidad y yo me topé con la resistencia de casi todas las chicas a bailar conmigo. Se debía, claro, a que nadie nos conocía aún. Sólo las niñas de casa accedieron. Era evidente que lo hacían obedeciendo órdenes estrictas de su madre. Las demás me despacharon con un «estoy cansada» o un «acabo de bailar» o un misterioso «no puedo, guardo ausencias». Pregunté a una de las dos anfitrionas qué significaba aquello de guardar ausencias y me fue explicado que se debía a que tenían un novio que estaba ausente y que, por consiguiente, respetaban la circunstancia no bailando con nadie. A Juan le pareció una idiotez («pues si se van a poner tan estrechas, que no vengan a la fiesta, ¿no, tú?»), pero a mí se me antojó una muestra sublime de fidelidad y lealtad. Pensé en Marga y creí que, respetando la nueva teoría, yo tampoco debía bailar con nadie; me iba a costar un poco, pero lo haría.
Sin embargo no era la ausencia en sí lo que me atraía en verdad, sino el juego de la pureza algo coqueta que encerraba. Se trataba de un sacrificio activo, de los que pedía don Pedro, una actitud virginal a la que yo a lo mejor no era ya acreedor pero que me resultaba de instinto más atractiva que la negrura apasionada de lo que me ofrecía Marga. Y de ese modo fui separando pasión de elegancia, fuerza de limpieza, amor de blandura, y me refugié en las tres virtudes teologales, elegancia, limpieza y blandura, acentuando así mi alejamiento del mundo real.
Escribí a Marga explicándole el asunto de las ausencias. Creo que se me adivinaba entre líneas un toque de admiración, de añoranza por tan poco arriesgada actitud vital, y Marga, como siempre, lo adivinó al instante: «Ay, mi amor. ¡Y pensar que hay gente a quien atraen estas cosas! Pues vaya una tontería, ¿no? Guardar ausencias porque el novio no está equivale a confesar que el amor con ese novio es completamente superficial, que no ha calado más adentro que la epidermis. Yo puedo bailar con quien me da la gana porque, mientras bailo, el rescoldo que llevo dentro es tuyo, mi entraña es tuya, sólo ha sido tuya. Vaya niñas ésas con las que vas a bailar. Qué montón de sinsorgas. Si no te conociera el sexo y cómo se te pone cuando estamos juntos, hasta creería que te gustan…»
Esta doble o triple vida que llevaba me tenía algo esquizofrénico y, en el fondo, añorante de una existencia sin complicaciones que me permitiera dedicarme a labrar el famoso futuro que recomendaban mi padre y don Pedro.
La escapatoria estuvo en las cosas de la política, porque me pareció que los riesgos que empecé a tomar en aquella dirección (mínimos, todo hay que decirlo) justificaban toda mi vida y me permitían trampear y jugar a ignorar que todo quedaba en la superficie de las cosas, de los amores, de las pasiones, de los sentimientos. Cuando se pasa miedo, cuando la adrenalina se descarga, no se suele analizar la verdadera justificación moral de los actos.
Esa época coincidió más o menos con el comienzo de los verdaderos problemas de Tomás con la policía.
A Tomás lo venían siguiendo desde algún tiempo atrás. Como era joven, chaparro, descarado y con pinta de inocente golfillo, Cosme y la demás gente de su célula comunista lo utilizaban como correo. Nada era impuesto: él se ofrecía gustoso y se reía del peligro.
Yen un viaje a Barcelona lo detuvieron. Tuvo suerte porque, habiéndose dado cuenta de la vigilancia, se metió en el váter del vagón y tiró los papeles que llevaba por la taza. «Así, si los descubrían en la vía, tendrían que leerlos limpiándoles la mierda con las manos», me dijo meses después. Reía un poco de lado porque le había quedado una cicatriz en la barbilla a consecuencia de las palizas recibidas en los calabozos de la Puerta del Sol. Le pegaron menos que a Julián Grimau cuando había sido detenido unos meses antes porque era menos importante, no porque se apiadaran de él o de su juventud, y porque comprendieron que sabía pocas cosas. Luego me contó que lo único en lo que pensaba era en exculpar a su padre, como si no supiera nada.
Menos de un día después, sin saber lo que había pasado y sin que a Cosme le hubiera dado tiempo a avisarnos, fuimos todos a la tasca de Tomás en Lavapiés. Cosme nos recibió con aire abatido.
– ¿Está Tomás? -pregunté.
Rehaciéndose, Cosme señaló con los ojos a dos policías de paisano que bebían un vaso de vino acodados a la barra. Iban sucios, con sendas gabardinas llenas de lamparones, y uno de los dos llevaba días sin afeitarse.
– Han detenido a mi hijo y lo van a juzgar.
– ¡Dios mío! ¿Cuándo? -Los dos policías giraron la cabeza para mirarnos.
– Ayer, cuando volvía en tren desde Barcelona.
– Pero, hombre. ¿Y por qué? -pregunté asustado. Detrás de mí, Juan y las Castañas y Biel y Andresito se movieron como queriendo hacerse más pequeños, apelotonarse para que no se los viera.
Cosme se encogió de hombros.
– Por nada. El chico no ha hecho nada. Yo qué sé por qué… No sé lo que va a pasar…
En ese momento, uno de los dos policías nos interpeló:
– A ver, identifíquense.
– ¿Y por qué? -Me latía el corazón muy de prisa-. No hemos hecho nada.
– ¡No me discuta! ¡Enséñeme su documentación o me los llevo a todos a la Dirección General!
– ¿Y qué hacen unos niños tan monos y tan bien vestiditos en este antro? -preguntó el otro policía-. ¿Vamos a tener que llamar a papá? ¿Para que les dé tas tas en el culito? ¿O vamos a tener que darles de hostias nosotros?
Detrás de mí, mis amigos se encogieron aún más y a Lucía se le escapó un gemido. Tragué saliva.
– No hemos hecho nada -repetí. Le entregué mi DNI-. Y no tiene usted por qué insultar de esa manera.
– Insulto lo que me sale de los cojones -dijo girando varias veces la cabeza como si le estuviera estrecho el cuello de la camisa. Dio un paso hacia mí-. ¿Habráse visto el niñato este?
– Espera, Pepe, tranquilo -dijo su compañero, y dirigiéndose a mí, preguntó-: ¿Es usted algo de don Javier Casariego?
– Soy su hijo.
En esos días, después de la ejecución de Julián Grimau y el escándalo que se había armado en el extranjero, se hablaba de que el Generalísimo iba a hacer nueva crisis de gobierno y que mi padre iba a ser nombrado ministro de Justicia. «¿Yo, un hombre de Marañón y de Ortega y Gasset? -había exclamado cuando le habían llamado sus amigos para contárselo-. ¿Yo colaborar con la dictadura? Están locos. ¡Nunca seré ministro de Franco! Por muy hombre de orden que sea.»
– Bueno, hombre -dijo el policía más tranquilo-, usted, el hijo de un hombre público y respetado, metido en estos líos, aquí en este antro…
Miré a Cosme con el rabillo del ojo; estaba apoyado sobre la barra con las dos manos separadas y los brazos rígidos y miraba negro negro a los dos policías de la social. Si las miradas hubieran matado, ambos policías habrían caído al suelo fulminados.
– No hemos hecho nada… Conozco a Tomás y… y…
– Bueno, bueno… Mejor será que se vayan a casa, ¿eh? Y ya hablaremos con su padre.
– Venga, largaos ya, niñatos -dijo el que se llamaba Pepe.
– Lo siento, Cosme. Ya le diré a mi padre lo que ha pasado.
– Déjalo, Borja. No te metas en líos. Nosotros ya saldremos de ésta y como Tomás no ha hecho nada… pues eso…
– Tú a callar -dijo el policía tranquilo.
– Bueno, bueno -dijo Cosme-, es mi hijo, ¿no?
– Venga… -dijo Pepe con impaciencia.
Estábamos en primavera de 1963, si no recuerdo mal. Yo había terminado la carrera casi dos años antes, igual que Biel, Juan y Andresito. Mi padre nos había metido en el despacho como pasantes a Biel y a mí una vez que hubimos terminado los meses de prácticas de las milicias universitarias que nos quedaban por hacer a todos como traca de fin de carrera. A mí me había tocado en Valencia. Marga estaba en tercero de Arquitectura pero se las compuso para pasar un mes en la ciudad, se supone (eso había contado a sus padres) que en casa de una compañera de facultad, pero en realidad en una pensión que no recuerdo como sórdida. Fue el momento más feliz de nuestra vida juntos: totalmente despreocupados, en manos del destino, vivíamos como marido y mujer, como si fuera un período estanco, separado de todo, sin antecedentes ni consecuentes.
Durante los dos veranos en que hacíamos las milicias en La Granja, Marga había venido a visitarnos. Una de las dos veces yo estaba arrestado y no pude verla. Pero luego, durante los permisos, íbamos a Mallorca, viajando en tren toda la noche y en barco todo el día, y al regreso igual, para aprovechar en el mar los cinco días que nos daban.
Y mientras nosotros empezábamos a trabajar en el despacho de mi padre, Juan se había quedado en el colegio mayor a estudiar la oposición de notaría y Andresito hacía lo propio para intentar entrar en la judicatura.
Juan y Sonia ya eran novios formales.
Javier y Elena eran novios formales y serían los primeros en casarse, claro.
Marga y yo éramos novios formales, los más formales y los menos formales de todos.
España andaba muy revuelta. Meses antes de la detención de Grimau (y de la de Tomás, que era la que nos afectaba e importaba de verdad), mucha gente de la oposición había viajado a Munich para reunirse con gente del exilio, socialistas y nacionalistas vascos y catalanes. Estos de la oposición interior eran sobre todo católicos, demócrata-cristianos. Uno de los pasantes de mi padre había acudido; con su consentimiento, claro. A mí no me había dejado ir.
Para lo que podrían haber sido, las represalias fueron mínimas. Al pasante de nuestro despacho le cayó un extrañamiento a Canarias y, cuando el ministro de la Gobernación le preguntó a mi padre cómo había podido tolerar esta deslealtad de su empleado, mi padre se limitó a encogerse de hombros y decir: «Bueno, estamos en un país libre, ¿no? Lo ha dicho el otro día el Generalísimo. Y yo no puedo controlar lo que piensan quienes trabajan para mí.» Es revelador de la influencia de mi padre y del respeto que inspiraba que no le hicieran nada.
– Papá, tienes que ayudar a Tomás… -le dije aquella noche, cuando hubimos vuelto de la tasca de la calle Lavapiés y una vez que le hubimos explicado con detalle todo cuanto había ocurrido.
A punto estuvo mi padre de llamar por teléfono al ministro de la Gobernación para quejarse del trato que me habían dado, pero luego lo pensó mejor y decidió no complicar más las cosas.
– ¿Ayudar a Tomás? No te entiendo. ¿Cómo podría ayudarlo?
– Defendiéndolo, sacándolo de la cárcel… eso, ayudándole.
Cerró los ojos y con las manos unidas se masajeó la nariz.
– Ni aunque quisiera, podría. ¿Defenderle?
– Sí, claro que sí. Eres un abogado de prestigio, te respetan… Si hablas con el ministro de la Gobernación -levantó una mano para recordarme que había decidido no hacerlo-, bueno, no ahora mismo, tal vez, pero ¡si hablas con él a diario! Papá, que te han ofrecido ser ministro de Justicia… Seguro que si tú lo pides, le dejan en libertad.
– ¡Pero si es comunista! Tú mismo lo has reconocido. Aquí las cosas se han puesto mal. Ya has visto cómo dieron garrote a Grimau. Ni con la petición de clemencia del papa se ablandó Franco. Los comunistas, Dios mío, los masones -sacudió la cabeza con incredulidad- son el enemigo público número uno en esta mierda de país. Hay cosas a las que mi influencia no alcanza, Borja, y la principal es ésta de liberar a comunistas… Además -apretó los labios-, contra la jurisdicción militar no podemos hacer nada.
– Espera, espera, papá, llevamos semanas hablando del Tribunal de Orden Público que van a crear para acabar con la jurisdicción militar sobre crímenes políticos…
– Ya, ya lo sé, Borja. Pero, si lo crean, no te fíes ni por un momento de que vaya a ser más indulgente…
– Sólo te pido una cosa, papá. Una sola cosa. -Apoyé las dos manos sobre la mesa de despacho de mi padre, con los brazos estirados, como los había tenido Cosme aquella tarde-. Inténtalo, por Dios te lo suplico, inténtalo.
Suspiró.
– Está bien -añadió en voz baja-, está bien. Lo intentaré.
Lo intentó, ya lo creo que lo intentó. Consiguió que el caso de Tomás no pasara a la jurisdicción militar. Consiguió que fuera retrasado hasta la creación del Tribunal de Orden Público. Consiguió que el juicio de Tomás no coincidiera con el de dos anarquistas, Francisco Granados y Joaquín Delgado, a los que acabaron dando garrote vil. Se trajo a don Pedro desde Mallorca para que declarara como testigo de carácter. Y defendió a Tomás.
Como era de esperar, la presencia inmediata de don Pedro respondía no sólo a la llamada de mi padre sino a una misión espiritual difícil. Por un lado, se trataba de proteger a uno de los suyos, por más que Tomás fuera un miembro tardío del grupo y además el menos inclinado a seguir las enseñanzas evangélicas; era más bien la manzana podrida, pero… a don Pedro le obligaba la solidaridad de todos nosotros con el último llegado a la pandilla. Por otro lado, nuestro buen cura quería aminorar los efectos catastróficos no sólo del contagio político con lo incorrecto sino de lo que creía que acabaría siendo la degradación social de todos nosotros. Sospecho que respiró con alivio cuando comprobó que Tomás tardaría algún tiempo en salir de la cárcel.
Para cuando mi padre consiguió que sólo le impusieran una pena de un año (y, por consiguiente, con una sentencia suspendida), Tomás llevaba ocho meses en la prisión de Carabanchel.
Fui a buscarlo a la puerta con Cosme.
La noche siguiente hicimos una gran fiesta, sin excesivas alharacas por aquello de la vigilancia policial, pero grande entre nosotros. Y fuimos todos. Hasta mis padres. Hasta Marga vino de Barcelona, y Jaume y Domingo y Alicia, de Mallorca.
¿Cómo es posible que ese mismo grupo que lo festejó con lágrimas en los ojos como si fuera un héroe lo rechazara de su seno pocos años después sólo porque había roto con Catalina y porque, en palabras de Carmen, «bah, de todos modos no pintaba nada aquí»? ¿«Es un zafio»? Sólo se me ocurre que fuera una reacción tribal de rechazo a un cuerpo extraño, tal vez traidor, que nunca se había incorporado realmente, nunca había aceptado las reglas del juego.
A mi padre, esa noche, lo miré a los ojos y le dije «gracias». Sonrió.
– Era lo menos que podía hacer. Tomás es buen chico y yo, que soy un hombre de Marañón, no acepto las tonterías de la tiranía. Pero los comunistas no me gustan nada, ¿eh?