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Poco hay que explicar de Rose, aquella mujer inglesa con la que me topé al poco de llegar a Londres: fue lo más fácil de la huida. Nada, una tontería, un momento de insensatez. Me volví loco, al menos pasablemente loco, una locura moral que consistía en huir hacia adelante sin medir las consecuencias de lo que dejaba atrás.
Quiero pasar, me gustaría tanto pasar como por sobre ascuas, de cuánto me quema este recuerdo, de cómo me humilla en exceso. Pero es un trago necesario.
Mi idea de la salvación fue construirme una jaula para nunca escapar de ella, cerrarme los horizontes para no tener que mirar más allá de ellos y no verme así obligado a jugar con la fantasía. Mi locura consistió en dejar de experimentar nada, en los dos sentidos: en el de hacer experimentos con mi vida y en el de sentir sus efectos sobre mis sentimientos.
Dos días después de la boda de Sonia y Juan salí corriendo de Mallorca, casi sin decirle nada a Marga. «Tengo que ir a Londres», le había mascullado. «¿Qué pasa, que vas a por tabaco?», me preguntó riendo alegremente. No lo sabía ella bien.
Tiempo atrás, mi padre había abierto una sucursal de su despacho en Londres. El volumen creciente de nuestros negocios jurídicos en el extranjero lo había hecho necesario. Se decidió por Inglaterra en vez de por Bruselas, capital de la futura Europa, porque no creía en la Europa unida («¿cómo diablos se van a poner de acuerdo Alemania y Francia?, bueno, ¿y Alemania y Holanda?, ¿todo el día en guerra, todo el día matando judíos, todo el santo día invadiendo? ¿Y ahora de pronto como hermanos? Vamos, hombre»). Había mucho que hacer fuera de España, pero el negocio verdadero estaba en Gran Bretaña, las finanzas, las grandes corporaciones que empezaban a invertir en nuestro país y, como era natural, el marco legal. En realidad, mi padre había esperado a que yo terminara la carrera e hiciera mi pasantía obligatoria en el despacho de la calle de Velázquez. Cuando consideró que estaba cumplida, me mandó a Londres a estudiar Derecho financiero europeo durante un par de años. Después me hizo buscar un local en la City, resolver los trámites de constitución de un despacho de abogados en Gran Bretaña, contratar a unos abogados ingleses y empezar a funcionar.
El desarrollo de Casariego & Partners fue fulgurante. Nos convertimos con gran rapidez en una de las firmas sin cuyo consejo y gestiones no resultaba sensato invertir en España.
En los primeros años vivía a caballo entre Madrid y Londres. Creo que debí de ser el primer pasajero y el más frecuente de un puente aéreo imaginario entre las dos ciudades. Iba y venía hasta cinco y seis veces al mes.
Sólo que, en esta ocasión, este viaje de Mallorca a Londres fue oscuro, desesperado y pesimista. No debería haberlo sido, puesto que estaba haciendo exactamente lo que quería, pero, pensándolo ahora, supongo que no podía impedir que me remordiera la conciencia. Imagino que me estaba purgando el veneno espeso y me dolían las tripas.
En Londres llovía sin parar. Y así llegué allá, desmoralizado, taciturno, sin alcanzar a comprender mi desasosiego: ¿cómo era posible que me sintiera mal si me estaba liberando? Era culpa de Marga, ¿no? Era ella con sus excesos y su desmesura la que me había forzado a marchar. Si Marga hubiera sido un poco más racional, me habría resultado fácil quedarme. Ah sí. Pero de este modo, en cambio, me forzaba a romper con la vida. Era todo culpa suya.
Todos los malos tragos pasan, empero, y el tiempo acaba curándolo casi todo. Día a día, sin pensar en otra cosa que en mi trabajo, que era mucho, mi ánimo fue apaciguándose y fui recuperando la firmeza de propósito, la determinación que me habían arrancado de Deià. Tenía una ventaja: sabía que no iba a ser necesario enfrentarme a Marga. Marga no me llamaría. Y así al cabo de unas semanas fui recobrando el aliento. Hasta las ganas de vivir. Tomás me hubiera dicho que se me iba pasando el susto.
Y un mes después de llegar a Inglaterra quise reiniciar la vida de normalidad e invité a mis compañeros ingleses de despacho a cenar a casa. Tenía, tengo, un pequeño piso lleno de luz y cretonas en Knightsbridge.
Mis colegas llegaron con sus mujeres y con Rose. Rose es rubia, esbelta, de ojos intensamente azules y de piel tan clara y tan cubierta de invisible vello que se diría alimentada con melocotón. También es alcohólica, pendenciera cuando se emborracha, ignorante, llena de prejuicios, desconfiada, xenófoba y muy divertida para pasar una noche de juerga. Y esto no es una broma para indicar burdamente que se trata de una mujer ruda y simpática, poco sofisticada, dada a las bromas pesadas, pero provista de un corazón de oro. No. Era como la acabo de describir. No llevaba todo esto escrito en la cara, por supuesto. ¿O tal vez sí? El único que no lo comprendió fui yo. Mi padre lo adivinó en seguida y mis compañeros de despacho no habían pretendido nada más complicado que brindarme un solaz momentáneo. ¿Quién iba a pensar que me casaría con ella? Rose no planteaba problema alguno. Sólo el divertimiento. Ah, claro, y la huida: en ella estaba mi posibilidad definitiva de fuga.
Cuando decidí que nos casáramos me había hecho, como siempre, mi egoísta composición de lugar, había acallado los gritos de mi conciencia, no, de mi conciencia, no; de mi corazón, y me había convencido a mí mismo de que estaba frente a la salida más airosa y más conveniente. Una salida arriesgada, pensaba yo. Pero la vida es de quien arriesga.
Ignoro lo que, por su parte, Rose pensó que obtendría de mí. Aún hoy no lo entiendo muy bien. No se me alcanza qué podía querer. ¿El dinero y la seguridad que no le sacaría a un compatriota? Es lo que se me antoja como más probable. Imagino que mis socios le contaron que éramos gente de dinero. ¿Posición social? Cierto, en Inglaterra no le era dado conseguirla: reconocían demasiado bien a una aventurera -a la buscona, debería decir-. Un extranjero era la única persona que podría cargar con ella si conseguía engatusarlo. Sí, me parece que todos estos elementos juntos casaban bien con su carácter y sus ambiciones en la vida. ¿Pero qué creía ella que podía esperar de España si lo único que conocía era un trozo de Marbella en verano y eso probablemente a través de una neblina alcohólica? Algún día me obligaré a consignar su curiosa y milagrera trayectoria. Ella también huía, sólo que de acreedores mucho más inmediatos y tangibles que los míos. Algún día lo contaré, sí. Pero hoy no.
¿Y yo? Cuando intento analizarme, volver a aquellos momentos y comprenderme, no sé cómo explicarlo ni cuáles fueron los mecanismos que me impulsaron a cometer tanta torpeza. Hoy llego a la conclusión de que, de pronto, me quedé sin baremos morales, de que perdí el norte, de que la dignidad dejó de importarme. Me justifiqué ante mí mismo con el engaño de que nada de mi vida personal tenía importancia puesto que lo único trascendental era mi futuro político, como si el nervio que una cosa exigía pudiera convivir con la degradación en la que la otra me sumergía.
El día en que llevé a Rose a Madrid para que la conocieran mis padres y mis hermanos no estaban ni Juan ni Sonia y Javier se encontraba en París dando un concierto mientras que Elena se había quedado en Mallorca cuidando de sus dos pequeños. Mis otros cuatro hermanos andaban cada uno por su lado estudiando o viajando o poco interesados por lo que yo pudiera contarles.
Fue un almuerzo espantoso, lleno de tensión y apesadumbrados silencios. No había avisado a nadie de la bomba que pensaba depositar en el regazo colectivo de la familia. Nadie se lo esperaba. Como, además, mis padres no hablaban bien inglés, tuve que ejercer de intérprete y transmitir, embelleciéndola, la falsedad de las palabras para así disfrazar la muy verdadera intensidad de la antipatía. Mi madre me miraba sin comprender y jamás había visto en mi padre una expresión tan apesadumbrada como la que tenía.
¿Qué más da lo que se dijera en la mesa? Una sarta de incoherencias que no soy capaz de recordar. Al terminar, mientras nos despedíamos, mi padre me dijo en tono tranquilo «me gustaría hablar contigo antes de que vuelvas a Londres. ¿Mañana por la mañana en el despacho?». Asentí.
– ¿Qué vais a hacer esta noche, hijo? -preguntó mi madre sonriendo tímidamente a Rose.
– Nada, mamá, nos quedaremos en el hotel. Como os ha dicho, Rose tiene que volver mañana temprano a Londres. You have to go back to hondón early tomorrow morning-le dije a Rose a modo de explicación. Ella sonrió con amabilidad un poco ausente.
– Os diría que os quedarais en casa, Borja, pero… pero… ya sabes… es algo difícil…
– No tiene importancia -dijo mi padre con tono cortante-. Seguro que están más cómodos en el hotel. Hasta mañana, hijo. -Y cerró la puerta de casa dejándonos solos en el descansillo mientras acudía el ascensor. Mi casa. La que hasta hoy había sido mi casa.
– Wow-dijo Rose-, caramba, tus padres son un poco intensos.
Respondí con un gruñido.
Al día siguiente llevé a Rose al aeropuerto. Y es que durante la comida en casa de mis padres, cuando se hablaba de nuestros planes inmediatos, había recordado que tenía una cita con su ginecólogo de Londres y prefería acudir a ella antes que llamar por teléfono para anularla. Cosas de ingleses, recuerdo haber pensado. Y, como era natural, ni se me ocurrió que a lo que iba era a que le retiraran el aparato anticonceptivo intrauterino. Lo que Rose tenía muy desarrollado era el instinto de autodefensa, y el almuerzo que acababa de padecer en casa de mis padres le había encendido las señales de peligro: iba a tener enfrente a formidables adversarios que intentarían por todos los medios impedir su matrimonio conmigo. Por tanto le urgía quedar embarazada. ¡Qué mujer más idiota! No sabía ella cuan indiferente me era el hecho de la paternidad y la escasa influencia que un hijo inoportuno habría tenido en mis decisiones. Es más: si Rose se hubiera quedado embarazada a traición, es probable que no nos hubiéramos casado siquiera.
– Bueno -dijo mi padre. Suspiró y se recostó en la butaca-. ¿Quieres un café?
– No, gracias.
¡Conocía tan bien este despacho! Yo mismo había dirigido pocos años antes su redecoración. Había hecho sustituir los pesados muebles castellanos, las oscuras librerías de cristales emplomados, los candelabros de cobre, los ceniceros de columna de latón, las sillas y los sillones isabelinos por luces halógenas, cómodas butacas de cuero, mesas de cristal y burós de trabajo ingleses con tapas de cuero verde o rojo oscuro. Había hecho pintar las paredes en suaves tonos grises y había alfombrado el parqué de viejo roble en moqueta clara. Cuando digo que lo había hecho yo, en realidad me refiero a que lo había hecho yo con el asesoramiento de Marga, sobre todo de Marga.
– Tú sabes que soy un liberal.
Asentí. Poco faltó para que sonriera porque por primera vez, que yo supiera, mi padre no se había declarado liberal de Marañón.
– Eres mayor de edad, tienes tu profesión y tu trabajo. Cuando me retire heredarás este despacho y te harás rico.
Asentí de nuevo.
– Tus escritos y tus artículos en los periódicos y en Cuadernos para el Diálogo son respetados y leídos… De hecho -añadió arrellanándose mejor-, de hecho -se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, sacó un paquete de cigarrillos negros, extrajo uno, se lo puso en la boca y la encendió con un mechero de oro que yo le había regalada con mi primer sueldo. No se guardó el encendedor sino que lo mantuvo en la mano, y así estuvo, jugueteando con él durante el resto de nuestra conversación-… De hecho no me parece descabellado pensar que tienes por delante una carrera política de primer orden. A Franco no le queda mucho tiempo, ¿verdad? -Hice que no con la cabeza-. Dime una cosa, entonces. -De pronto el tono de su voz so hizo más firme, menos paternal-. ¿Cómo es posible que te quieras casar con esa chica? ¿No comprendes que echas todo por la borda?
No dije nada.
– ¿Y Marga?
– ¿Qué, Marga?
– No entiendo nada. ¿No ibais a casaros? ¿Qué ha pasado?
– Nada, papá, no ha pasado nada. Sólo que no nos casamos.
– Pero, vamos a ver. Lleváis, yo qué sé, diez, doce años de novios. Doce años acostándoos -me miró directamente a los ojos-. Sí, hombre, no te sorprendas. ¿Qué crees, que no lo sabía?
– No. Pensé que tú, precisamente tú, no te habías dado cuenta.
Rió.
– ¡Pero, hombre, Borja! ¡Si volvías a casa con las piernas temblando y la espalda llena de arañazos, hombre!
Me encogí de hombros.
Levantó la tapa del encendedor y prendió fuego. Lo miró durante unos segundos y volvió a bajar la tapa con un chasquido.
– No hace ni seis meses, en la boda de Sonia, estabais como dos tortolitos Marga y tú. ¿Y ahora me vienes con que de lo dicho nada? No te creo. Os habéis peleado -afirmó con determinación.
– No, papá. No nos hemos peleado. Es sólo que no me quiero casar con Marga… no sé… que no la quiero lo suficiente como para casarme con ella…
– ¿Ya esta chica la quieres lo suficiente?
– Claro que sí.
– Ya, la quieres lo suficiente -repitió arrastrando las dos últimas palabras-. Y a Marga ¿se lo has dicho?
Hice que no con la cabeza.
– No es necesario.
– ¡Y una mierda no es necesario! -exclamó de pronto con violencia-. ¿Me quieres decir que plantas a tu novia y no te parece conveniente contárselo?
– Hace seis meses que ni nos hablamos.
– ¡Paparruchas! Hace seis meses porque Marga es una pachorra isleña que no se altera por nada y está acostumbrada a esperar.
Ya, pensé para mis adentros.
– No, papá. No nos hemos vuelto a ver y, qué quieres que te diga, mi relación con Marga se acabó. ¿No lo ves? -No pude impedir el tono de desesperación-. Me voy a casar con Rose…
Se empujó hacia atrás, cerró los ojos y respiró profundamente. Después, muy despacio, dijo:
– ¿Cómo es posible que puedas llegar a pensar en casarte con una mujer así?
– ¡Papá! Te tengo mucho respeto, pero te prohíbo que hables así de Rose.
– ¿Prohibirme? ¿Tú? No digas tonterías. Tengo el sacrosanto derecho de decirte lo que quiera. Eres mi hijo… Pero no te preocupes, no te voy a matar -sonrió-. Si después de esta conversación sigues pensando igual y queriéndote casar, no seré yo quien te lo impida. No, hijo, no. Yo no te respeto. Yo te quiero, ¿me entiendes?, te quiero más que a nada. Eres, eres mi hijo primogénito. Eres mi preferido -bajando la voz-. Mi preferido. ¿Y quieres que me calle cuando estás a punto de cometer una tontería mayúscula? Ni lo sueñes.
Nunca me lo había dicho, nunca había contado sus preferencias y sus amores a nadie de su entorno. Yo no se lo había oído nunca. Oh, Dios, no se lo había oído nunca. Ni a mí, ni a Javier, ni a Sonia, ni a los demás. Ni a Sonia sobre todo, por la que era evidente que, aunque con gran disimulo, sentía ternura y debilidad.
– ¿Qué crees? ¿Que voy a estropear mi futuro político por casarme con Rose? Por Dios, papá. Esas cosas no influyen para nada.
Levantó las cejas.
– Sí que influyen, Borja. Pero… -Sacudió la cabeza-. No, hombre, no. Lo que creo que te vas a estropear seriamente es tu vida personal, hombre de Dios. Tú quieres a esa mujer tanto como yo a una rana…
Me enderecé en mi asiento.
– ¡No digas eso!
Levantó una mano en señal de paz.
– Vale, bien, bien. No digo eso. Perdona, perdona. No quiero ofenderte, nada está más lejos de mi intención que ofenderte cuando te estoy declarando mi amor, hijo. -Bajó la cabeza y, con un susurro, repitió como si no comprendiera-: Te estoy declarando mi amor, ¿para qué querría ofenderte?
Se me hizo un nudo en la garganta. Hoy, tenía que ser precisamente hoy el día escogido por mi padre para decirme por primera vez en mi vida que me quería. Hoy, Dios mío.
Por fin pude tragar saliva.
– Sé bien que no quieres ofenderme, papá… Pero tampoco puedes despreciar mi decisión de esa manera.
Cerró exageradamente los ojos.
– No sé lo que ocurrirá entre tú y yo cuando terminemos esta conversación. Ruego al cielo que nada, pero mi obligación como padre es decirte lo que te voy a decir: si te casas con esa mujer, te arruinarás la vida. -Levantó una mano para que no le interrumpiera; la mano en la que tenía el encendedor. Debería haber comprendido el tremendo esfuerzo de moderación, de autocontrol, de tensión propia que estaba realizando mi padre. Pero no: sólo pensaba en defenderme-. Espera, déjame terminar. Esa mujer que trajiste a casa ayer…
– Espera, espera, no puedo permitir… esa mujer se llama Rose…
– Rose, puesto que quieres. Rose, a la que trajiste a casa ayer, ya sé, ya sé, es inglesa y no sabe español y por eso no puede comprendernos todavía. ¿Cuándo va a aprender español? ¿O crees que aquí, como mujer de un ministro o de un diputado o de lo que sea que haya después de Franco, podrá pasar por la vida hablando inglés?
(Yo ya se lo había dicho a Rose y ella había empezado, decía, a estudiar español por el método Assimil. Un esfuerzo bastante poco entusiasta, la verdad sea dicha, pero yo no lo quise ver. Estaba dispuesto a no ver nada. Rose, como muchos ingleses, era singularmente inepta a la hora de aprender idiomas; es más, le parecía que tenía poca importancia no hablar otras lenguas. Bastaba con el inglés para circular por el mundo. En eso era insular como muchos de sus compatriotas, pueblerina en exceso.)
– No, no. Está aprendiendo…
– ¿Desde cuándo? Porque ayer no dijo ni una palabra, ni adiós ni gracias en español. Y eso se aprende hasta en las películas de Hollywood… De modo que… Pero es lo de menos. Hay más. Yo la miraba ayer en la mesa. Y te juro, hijo, que nunca he visto a nadie más lejos de nosotros, de lo que pensamos, de cómo reaccionamos…
– ¡Pero si no la entendías!
– Ni falta que hace. Tengo ojos en la cara, Borja… ¿Cómo te lo diría?… Rose no es de los nuestros. No nos entiende, no, qué va, no quiere entendernos, le parecemos gente de segunda clase, ya sabes, los españoles en Londres somos criadas y enfermeros. ¡Pero, hijo, por Dios! ¿No le veías la mirada de desprecio hacia todos nosotros cuando no comprendía nada de lo que estaba pasando?
– Pero ¿qué dices?
– Yo la miraba, oh sí, la miraba… ¿qué crees, que no soy capaz de entender lo que hay en las miradas de la gente?, la miraba y no había cariño hacia ti, no había, cómo decírtelo, «no entiendo nada pero esto lo hago por ti». No no. ¡Había desprecio! -El también dijo esto último con desprecio y con rabia.
– ¡No es verdad!
– ¿No es verdad? Ay, hijo mío, Borja, qué ciego estás. Dime una cosa: ¿de qué libros habláis cuando habláis de libros, de qué teatros, de qué poesía?
¡Ah, qué dardo tan certero! Me levanté de la butaca y puse las manos sobre la mesa de despacho de mi padre. Me incliné hacia adelante.
– ¡No estoy ciego! ¿Me oyes? Y tú no puedes, no te permito que malinterpretes a Rose de esa manera tan zafia.
Fue como si le hubiera dado una bofetada. Cerró los ojos, estuvo un momento callado, y por fin dijo con entonación muy tranquila:
– Haz lo que quieras, Borja. Eres mayorcito. Haz lo que quieras. Ya pagarás el precio. Y cuando lo pagues, aquí estaré para recoger los pedazos. -Le temblaban los hombros y a punto estuvo su voz de quebrarse-. Pero mientras tanto, te ruego que no nos impongas a Rose. No tenemos nada que ver con ella, no queremos tener nada que ver con ella. Es tu vida. Tú serás siempre bienvenido en mi casa, que es la tuya, pero…
– Ah no, papá. O los dos o ninguno. Ya somos mayores para jugar a que no veo las cosas…
– Eso mismo te he estado diciendo…
– … Para jugar a que no veo las cosas. Rose y yo somos una sola… estructura y o los dos o nada. Adiós.
Me enderecé, giré sobre mí mismo y fui hacia la puerta.
Entonces mi padre gimió. Volví la cabeza sorprendido. Estaba muy pálido.
– ¿No lo entiendes, hijo mío? Te estoy diciendo… no, te estoy implorando que no hagas lo mismo que yo hice. ¿Qué quieres? ¿Una compañera igual a la que yo he tenido durante treinta años? ¿El mismo desierto? ¿La misma soledad? No lo hagas, por Dios santo te lo suplico… Te morirás mil veces por dentro y al final no te quedará nada. ¿Qué me queda a mí si te vas?
Pero ya no quise escuchar. Apreté los labios, me giré hacia la puerta, la abrí y salí del despacho.
Josefina, la secretaria de mi padre, levantó la cabeza de lo que estuviere haciendo y dijo:
– Te ha llamado Tomás, que no dejes de llamarle.
Estaba demudada.
Me fui sin decir nada, bajé a la calle y recorrí andando el buen trecho que hay entre la calle de Velázquez y la de Mesón de Paredes. Entré en el bar Lavapiés.
– A la paz de Dios -dije.
Tomás estaba solo detrás de la barra. No había nadie en el local a esa hora intermedia de la mañana.
Me miró, pasó el trapo una vez por la encimera, como habría hecho su madre para sacarle brillo, y dijo:
– Joder, Borja, si le tienes miedo a Marga, sal corriendo, pero no hagas esta gilipollez. ¿Quieres un vino? Tienes cara de que te hace falta un vino.
Negué con la cabeza y, sin detenerme, hice ademán de darme la vuelta e irme.
– Espera, hombre, espera. No te lo tomes así. Vale. No digo más. Si quieres hacer el gilipollas, es tu problema, venga.
– No voy a hacer el gilipollas, Tomás.
– Ah no, majo. Haces lo que te da la gana, no quieres que te diga nada, que para eso están los amigos, no te digo nada y te ofrezco un vaso de vino. Pero a mí no intentes convencerme además… De modo que no hablemos más del asunto. Cuando quieras, aquí estaré si estos hijos de puta no me dan garrote vil antes. Y cuando la cagues seguiré estando aquí para recogerte los trocitos. -Soltó una carcajada-. Los trocitos que te deje la inglesa. Con los demás hará Marga carne picada como te llegue a poner la mano encima.
– Eso mismo me ha dicho mi padre.
– ¿Que como Marga te pille…?
– No. Que estará aquí para recoger los trozos.
– Claro.
Me encogí de hombros. Tomás me sirvió un vaso de vino.
Pocos días después, de regreso en Londres, me llamó don Pedro desde Mallorca.
– Ya te imaginas, ¿no?
– Sí-dije.
– ¿Por qué, Borja?
– A usted se lo puedo decir, padre. A lo mejor me entenderá mejor: es más pacífico, más tranquilo. No creo que la vida de un hombre tenga que ir jalonada de sobresaltos…
– El reposo del guerrero, ¿eh?
– Pues sí. Tengo muchas cosas que hacer en la vida y Marga no me dejaría. Marga exige demasiado de mí.
Hubo un silencio al otro lado de la línea. Luego, un gruñido.
– Bueno. No estoy muy seguro de esto, Borja. Me preocupa, me preocupa mucho. ¿Por qué no nos vamos tú y yo solos a algún lugar remoto -rió-, ya sabes, a unos ejercicios espirituales o así, y analizamos la situación? No sé… Sabes que te apoyo siempre y que me fío de tu juicio, sabes que desconfío un poco de las pasiones carnales como la tuya con Marga, o más bien la de Marga contigo… pero, no sé, me gustaría convencerme de que estás verdaderamente seguro de lo que vas a hacer, ¿eh?
Sonreí.
– Bueno, páter, el problema es que esto ya no tiene remedio. Nos casamos mañana.
– Ya… Bueno, qué le vamos a hacer. Si estás seguro… ¿Te puedo dar un consejo cínico y nada sacerdotal? No te cases por la Iglesia. -Le oí sonreír-. Dicho lo cual, Borja, de todos modos, esto no puede seguir así. No puedes romper así con tu familia, ¿estás de acuerdo? Tienes que volver a hablar con tu padre, Borja, y con tu madre.
– Si hablo con él, padre. Con mucha frecuencia, además… Y mi madre…
Las conversaciones telefónicas con mi padre estaban siendo rápidas, duras, sin concesiones al sentimiento, puramente profesionales. Ni una sola vez habíamos aludido a nuestra discusión en su despacho.
– Ya, asuntos del despacho, claro. No es eso lo que digo. Digo hablar con él, Borja, en serio…
– Buf, bueno, ya llegará. Hay que darle tiempo al tiempo, ¿no? Ya llegará. Todo esto ha sido muy duro.
– Pero no ha sido culpa de ellos.
– Ya. Qué se le va a hacer.
También me llamaron los demás. Biel, Andresito, las Castañas, Domingo, Javier. Uno detrás de otro quisieron saber la razón de mis actos y yo se lo expliqué con infinita paciencia. No se me ocurrió colgar el teléfono a ninguno de ellos. Eran mi gente, tenían derecho a una explicación. Javier, además, venía a Londres con frecuencia a dar conciertos. Fue el único que estableció una relación amistosa con Rose. Se veían, no se estorbaban, a ella le gustaba el glamour de la relación con un concertista famoso al que invitaba a cenar y podía exhibir con orgullo. Y él, con su blandura habitual, no se metía en camisa de once varas, no se enfrentaba a nada.
Juan fue el primero en llamar. Me preguntó lo que había pasado.
– Nada, Juan, no sé cómo decírtelo, qué quieres que te diga, tu hermana y yo no encajábamos, ¿eh?
– Pero tú y yo seguimos siendo amigos, ¿no?
– Claro, hombre, estaría bueno.
Jaume, en cambio, no llamó. Al principio me dolió. Ahora sé bien por qué no lo hizo: él sabe que cada cual tiene derecho a sus equivocaciones. Y las mías eran exclusivamente mías. Para él, las equivocaciones no forman parte del proceso del aprendizaje de la vida. Son lo que constituye estar vivo. Un acervo vital que es indispensable respetar. De haber sido yo un niño, Jaume se habría entretenido con paciencia en explicarme lo que es una equivocación, por qué la estaba cometiendo y por qué debía evitar cometerla si no quería sufrir. Siendo yo una persona mayor, sin embargo, consideraba que se habría injerido en mi espíritu al darme un consejo no solicitado. Respetaba demasiado la opinión del prójimo y yo no le había requerido la suya. Una lástima porque era la única opinión desapasionada a la que habría prestado oído atento.
Marga no dio señales de vida.
El día que Javier llamó para decir que nuestro padre había muerto de un ataque al corazón, Rose estaba embarazada de siete meses y llevábamos casados cinco.
Papá fumaba demasiado, dijo Javier, la presión del despacho era grande, tenía la tensión arterial por las nubes, fue visto y no visto. Nunca me dijo «lo mató el disgusto». Y yo nunca me lo planteé siquiera. No hubiera podido seguir viviendo.
Rose no me acompañó al funeral. Hicimos el paripé de que su avanzado estado de gestación lo hacía poco aconsejable. El niño ante todo. El niño ante todo… Válgame.
Para qué explicar lo que "fue el funeral. Vinieron todos, todos, hasta varios ministros del gobierno. Todos me saludaron, unos con respeto, otros con condolencia, otros con curiosidad (¿no era yo la estrella emergente, el nuevo político no rupturista, una de las posibilidades para después de la muerte de Franco?). ¡Cuánta vanidad!
Los míos, mi pandilla, estaban entristecidos e impresionados, sobre todo impresionados: mi padre había sido una roca para todos, el punto de referencia, el hombre severo al que todos habían temido, el hombre respetado del que todos habían buscado la aprobación y, en ocasiones, el consejo. Su muerte equivalía casi a la pérdida de sus propios padres y, por consiguiente, estaban ahí menos para manifestarnos tristeza por nuestro dolor que para estar tristes ellos mismos. Nos abrazamos todos. Incluso Marga vino hasta mí y sin decir nada, mirándome a los ojos sin pestañear como cuando se daba la vuelta después de comulgar, me puso una mano en la mejilla. Luego se apartó y desapareció.
Don Pedro también estuvo presente desde el primer momento. Me abrazó fuerte fuerte y estuvo así durante un buen rato, sin decir nada, sin murmurar una palabra de consuelo, simplemente abrazado a mí. Luego extendió su brazo derecho e incluyó a Javier en el abrazo. Después se separó de nosotros y fue a refugiar a mi madre en sus brazos, y también permaneció así, en silencio, por largo tiempo. El muy farsante.
Lloré. Naturalmente que lloré. ¿Quién iba a poder aguantar tanta tensión emotiva? Pero fueron unos días solamente. Pronto comprendí que no podía vivirse sometido a la constante presión de la tristeza. Perdí en seguida la añoranza de los momentos en los que mi padre se encontraba más cerca de mí, y después, de inmediato, empecé a olvidar todo de él. Así son las cosas de la vida.
El hecho es que me quedé en Madrid para poner orden en las cosas de la familia y del despacho. Era lo que se esperaba de mí y me dispuse a cumplir con mi obligación con toda naturalidad. Ello requeriría mi presencia casi continua en España y no perdí un segundo en lamentar no poder estar en Londres acompañando a Rose cuando naciera nuestro hijo. O a lo mejor sí podría estar; daba igual. Esto era precisamente lo que había pretendido al casarme con ella y no con Marga: poder hacer las cosas de mi vida profesional, política y pública sin tener que soportar urgencias y exigencias de mi esfera más personal. Con Rose, mi intimidad pasaba al último lugar; con Marga no podía más que estar en primera línea.
De hecho estuve en Londres cuando nació Daniel. Fue una casualidad profesional, pero allí estuve.
Dios mío. Da la sensación de que aquel matrimonio de conveniencia fue rígido, frío, antipático y, sobre todo, poco cordial. No es así. Rose era divertida y hubo meses, muchos meses que pasé en Londres durante los tres años siguientes, en que nuestra relación fue de cordialidad, incluso apacible. Daniel crecía en la nueva casa de campo que yo había comprado para nosotros en el condado de Berkshire y pasábamos el tiempo sin sobresaltos.
Rose bebía, claro, pero se controlaba bastante bien y su alcoholismo sólo se le notaba en la belicosidad del atardecer, the evening's belligerency, como llamábamos a las tensas peleas que por una mezcla de suspicacia y whisky estallaban entre nosotros con regular frecuencia. Los motivos eran siempre una idiotez, y me parece que lo que más enfurecía a Rose era detectar, gracias a una especie de sexto sentido alcohólico, el desprecio que sentía por ella, por su ignorancia supina, por sus respuestas a todo tan reaccionarias e inspiradas siempre en los editoriales más racistas y xenófobos de cuantos había leído en la prensa amarilla de la mañana. Con frecuencia tenía ganas de abofetearla, pero se me pasaban una vez que, regresados a casa, ya no había testigos de la humillación que provocaba en mí tener a una mujer borracha a mi lado.
Una vida sencilla, en realidad, sin sobresaltos, sin demandas sentimentales. Poco a poco iba ganando aquella batalla de equiparar el nervio que me exigía la vida pública a la degradación de mi vida íntima. Se podía hacer y el precio era mínimo. ¿Y qué me importaba cuál fuese? Todo esto era una obra de teatro y yo su único verdadero actor, porque yo solo era el único que actuaba sin comprometer el corazón en la comedia.
Incluso la vez en que acudí a Palma de Mallorca a visitar a don Pedro para obtener de él el beneplácito para la anulación del matrimonio de Javier y Elena, incluso en esa ocasión fue como una partida de ajedrez sin alma. Acorralé a don Pedro y lo llevé hasta el borde de la aniquilación. Luego no tuve más que esperar de él que, aprovechados todos los recursos que me daba el largo conocimiento del adversario vencido el enemigo por la lógica, pidiera una salida honorable.
Discutimos durante largo rato sobre la anulación canónica y las posibilidades de que Javier se beneficiara de ella. Don Pedro, que no es ningún tonto, no quería salirse del campo de la religión, que era donde estaba seguro del dogma y de donde, de no dejarse un flanco descubierto, yo no podría sacarle jamás hacia mi terreno de las necesidades humanas. Ah, pero nuestro buen cura era un sentimental.
– ¿De qué me estás hablando? Me parece, Borja, que te estás inventando una obligación que nunca contraje…
– ¿Que nunca contrajo? ¿Que nunca contrajo? ¡Venga, hombre, don Pedro! ¿Quiere que le recuerde sus palabras? Sois mis chicos, dijo, y nunca os fallaré, aquí estaré siempre, seré vuestro consuelo, vuestro amparo… Acudid a mí, dijo, acudid a mí, que yo os ayudaré si me necesitáis. ¿No nos dijo eso? Siempre me pareció que usted nos prometía ayuda, que éramos como sus hijos y que iniciaba con nosotros una especie de cruzada del bien. ¡A ninguna de las ovejas se le permitiría descarriar!
– No te burles de mis sentimientos, no te rías de mis compromisos, ¿me oyes?… No tienes derecho a hacerlo y no te lo voy a permitir… No tienes derecho a ser tan frívolo. Te voy a decir lo que me pasa con la nulidad del matrimonio de tu hermano. Es verdad, ¿eh?, es verdad que por encima de todo empeñé mi palabra por vosotros. Que me juré que os ayudaría. ¡Claro que sí! Pero ¿anular el matrimonio de Javier? ¿Es lo que le hace falta? ¿De verdad? ¡Convénceme! ¡Venga!
Acababa de ganarle la partida.
– Estamos hablando de su salud mental y de la de Elena. Estamos hablando de la felicidad y bienestar de mis dos sobrinos. Estamos hablando de un mundo como es el de Javier, lejos del concepto religioso de la vida. ¿Salvación? ¿Y qué le importa a Javier la salvación? ¿No es mejor que Javier bendiga una religión misericordiosa antes que maldecir al Dios que le niega otra oportunidad? Lo digo con total seriedad, páter, somos sus chicos, esos a los que prometió amparar. Pues ahí tiene usted un chico al que amparar antes de que se vaya, abandone su Iglesia, viva para siempre en pecado y acabe condenándose. Una pequeña mentira sola arreglaría eso. ¿No merece la pena?
Don Pedro soltó una sonora carcajada.
– ¿Una pequeña mentira? ¿Eso es lo que tú llamas una pequeña mentira?
– Bueno, una pequeña mentira jesuítica. En este caso, el fin justifica los medios. Nadie lo sabrá nunca…
– Excepto Dios…
– Sí, pero él se lo va a perdonar porque la causa es buena.
Apoyó el codo en el reposabrazos y apretó el pulgar y el índice de su mano derecha contra los ojos. Seguro que estaba haciendo elenco de todos los argumentos de que disponía para destrozar los míos. Pero no los invocó.
– Te diré lo que vamos a hacer, Borja -concluyó por fin-.Javier se va a venir conmigo de ejercicios espirituales… Pero unos largos ejercicios espirituales. Nos vamos a ir lejos, al monte Athos, en Grecia, una isla en la que sólo se permite la entrada de hombres, incluso si no son monjes -sonrió-, hasta las ovejas están prohibidas, y allí vamos a pasar quince días meditando y rezando. Y allí me va a tener que convencer Javier de que es justo que obtenga la nulidad de su matrimonio.
Me faltó poco para reclinarme en mi asiento y que se me escapara una sonrisa triunfal. Lo habría estropeado todo. No lo hice.
Fue a mi regreso de Mallorca un día antes de lo previsto cuando sorprendí a Rose en la cama con uno de mis compañeros de despacho.
Una historia anodina en realidad.