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Justo antes de empezar a hablar, don Pedro, vuelto hacia toda la iglesia, permaneció un largo rato en silencio. Acababa de casar a Marga y a Javier, había escuchado solemnemente los compromisos intercambiados por ambos sobre el amor, el respeto mutuo, la fidelidad y la prole, había presidido la ceremonia de los anillos y de las arras y acababa de bendecir a los contrayentes.
– Marga, Javier, doy testimonio de vosotros, os declaro marido y mujer.
Juntó las manos frente a su rostro como queriendo meditar largamente las palabras que iba a pronunciar. Por fin, levantó la mirada, suspiró y dijo:
– No os he dejado hablar a ninguno, ningún participante de esta asamblea sagrada ha podido intervenir para oponerse a la celebración de este matrimonio porque yo quería que pesara sobre todos vosotros la gravedad de este momento, la seriedad del compromiso que, plenamente conscientes de sus circunstancias, Marga y Javier han decidido adoptar. No es momento de alegrías. -Sonrió-. Dejo las alegrías para los contrayentes, para todos vosotros, los invitados. Dejo las alegrías para la fiesta que seguirá a esta ceremonia. Ahora es el momento de ponernos serios y de hablar de responsabilidades. Marga y Javier decidieron casarse ante Dios y los hombres para que todos supierais que querían hacer solemne entrega mutua de sus vidas. Lo han hecho. Y si alguien, ahora, sabe de alguna razón por la cual deba impedirse esta unión, que lo diga -me miró directamente a los ojos- y romperemos en dos esta pareja que acaba de unirse en una. Pero que sepa quien lo haga hasta dónde alcanzarán las consecuencias de su denuncia, hasta qué punto se ha de romper la vida de quienes estamos aquí.
»Nos hemos reunido aquí para culminar una larga historia de amor y desamor. -De nuevo don Pedro se interrumpió y me miró. Hizo una mueca casi cómica-. Me refiero, claro está, al hecho de que ésta no es la primera boda canónica de Javier. La anterior le fue anulada, pero no por ello desaparece en la nada ni debo dejar de referirme a ella. Forma parte de la vida de Javier, forma parte de la vida de todos nosotros, porque todos nosotros la seguimos de cerca, ante Dios y ante los hombres. Sí, hijos míos. Cuando Javier me anunció que quería casarse con Marga intenté disuadirle.
Abrí mucho los ojos y miré a Jaume. Él frunció el entrecejo y no dijo nada; «pero qué dice», murmuré y Jaume se encogió de hombros.
– No quería que corriera el riesgo de fallar nuevamente. -Sonrió una vez más-. Pero no penséis que olvido quién soy y cuáles son mis deberes religiosos. No, no. Sé que el matrimonio anterior de Javier nunca existió a los ojos de Dios; por eso fue declarado nulo. Pero ésa no es la cuestión. La cuestión para mí es: ¿está preparado Javier para una nueva singladura? -Respiró con profundidad-. Hoy estamos aquí porque estoy convencido de que sí. No temáis. No presidiría esta ceremonia si no estuviera absolutamente convencido de que Marga y Javier se merecen por completo, están hechos el uno para el otro hasta que la muerte los separe. ¿No es éste un motivo de alegría?
»Claro que sí. -Y sonrió-. No es bueno que el hombre esté solo, se dijo Dios cuando hubo creado a Adán. Pero cuando Dios le arrancó la costilla porque no era bueno que el hombre estuviera solo y debía tener compañía, no la miró y exclamó te doy mujer, no, dijo varón, te doy varona, porque ése era el verdadero amor, la verdadera compañía que quería darle. No penséis que la compañía que os vais a dar el uno al otro puede ser diferente. Oh no, vosotros lo habéis querido así y así se os ha dado. Y si esperáis la felicidad el uno del otro, también os equivocáis… -Se le notaron bien los interminables puntos suspensivos y me pareció que Marga y Javier se enderezaban en el taburete aterciopelado que les servía de incómodo asiento frente al altar mayor-. La felicidad consiste en dar, no en esperar recibir.
¡Cuánta maldad, santo cielo!, pensé para mis muy adentros, ¡qué día de infiernos!
Jaume me sonrió con complicidad. Pero no. Esta vez no. Esta vez no nos permitiríamos salir de ésta riendo. ¿Cómo podíamos tomar a broma la destrucción total de nuestras vidas, la de Marga, la de Javier, la mía? ¿Cómo podíamos reírnos del cúmulo de vilezas en que se había convertido este día luminoso?
– ¡La felicidad no existe! -gritó de pronto don Pedro-. Ninguno de vosotros sabe, ni siquiera vosotros. -Bajó la mirada hacia Marga y Javier y los apuntó con la mano derecha. Ellos seguían inmóviles, como si manteniendo la quietud pudieran escapar a las increpaciones de quien estaba ahí para casarlos, por más que, oyéndole, se hubiera dicho que estaba para maldecirlos-. Ni siquiera vosotros sabéis lo que es la verdadera felicidad, de qué pasta está hecha. Y, puesto que no lo sabéis, para vosotros no existe…
– Fíjate bien en lo que está diciendo -murmuró Jaume en mi oído-, fíjate bien y luego busca las explicaciones en lo que sabes, en todo lo que has vivido en estos años, y comprenderás… -Se echó hacia atrás, mirándome de hito en hito, triunfante; medio sonreía y en sus ojos muy negros había un brillo, tal vez travieso, tal vez perverso o de revancha, no sé-. ¿No lo ves?
Moví la cabeza de derecha a izquierda muy despacio. Luego fijé la vista en don Pedro que gesticulaba frente al altar mayor. Y luego volví a mirar a Jaume. Levantó las cejas al tiempo que asentía.
– ¿Lo ves? -Sonrió.
Hice que no con la cabeza.
Entonces Jaume dejó de sonreír, como si se arrepintiera de alguna maldad que no se me alcanzaba. ¿Más maldades? Me parecía que hoy habíamos sobrepasado el cupo con creces.
– Déjalo, da igual -dijo.
Pero detrás de mí se oyó la voz de Tomás, que me decía, casi un murmullo:
– Ésta sí que es buena, ¿eh, Borja? Tú lo sabes, ¿no?
Jaume se volvió hacia él.-No -dijo-, no lo sabe, pero sospecho que se lo vas a decir tú. -Titubeó-. Bien pensado, Tomás… Me parece que no deberías…
– ¿De qué estás hablando? -pregunté volviendo la cabeza.
– De don Pedro y de Javier -dijo Tomás-. ¿No lo sabes o qué?
– ¿Qué? ¡Vamos!'
– Déjalo -dijo Jaume.
– ¿No ves el cabreo que lleva don Pedro? Ay, Borja. Don Pedro te quiso a ti -dijo Tomás-, pero no te consiguió… Tanta iglesia y tanta santidad -añadió con verdadero enfado-. ¿Cómo crees que Javier obtuvo la anulación de Elena? ¿Con dos hijos? ¡Venga ya! En el monasterio del monte Athos, en Grecia, ahí es donde la consiguió.
– ¿Qué quieres decir? ¿Eh, Tomás?
– Dejadlo ya -dijo Jaume-. No deberíamos haber empezado esto. Venga, Tomás.
– No, venga, no, Jaime. Que esto no es un jardín de infancia. -Y mirándome de nuevo, Tomás añadió-: Don Pedro te quería a ti. Ah, pero se tuvo que conformar con Javierín… Y ahora os destruye a todos. Ya, sus ángeles.
Oh, sí que lo comprendí. Ahora sí. Lo vi claro, sólo que no entendí, nunca entenderé los motivos.
En esta mañana de apacible comienzo del verano mallorquín, en este día que se presumía de sol, de luces, de olores, de joyas y alegría, de sonrisas abiertas, de exuberancia, se cerraba en efecto todo un ciclo vital aquí, en la iglesia parroquial de Santa Maria del Camí, en la boda de mi hermano predilecto con la mujer que había llenado nuestras vidas. Sólo que el ciclo acababa de estancarse en un ramal inesperado: resultaba que la conclusión de todos estos años no era la dicha sino la venganza. ¿Cómo podría yo haber previsto que las cosas no se redondearían con felicidad? No era posible saberlo, igual que no era posible adivinar las intenciones, los rencores celosamente guardados, las frustraciones de unos y otros. ¿Pero qué tenía yo que ver con todo esto? ¿Por qué me castigaban a mí?
Dejé de mirar a Jaume y volví la cabeza hacia Tomás.
– Pero ¿de qué me estás hablando, Tomás?
– De que te acaban de meter una cuchilla por el tercer espacio intercostal y tú sin enterarte -contestó.
– ¿Sus ángeles? ¿De qué hablas?
– Hombre, el cura este era el que decía que os iba a proteger para siempre porque os quería y os iba a salvar de las asechanzas de los malos. -Todo esto cuchicheado para que nadie nos oyera y todos pudieran suponer que comentábamos con encanto las incidencias de este enlace del horror y la amargura.
– ¿Y? -pregunté.
– Nada, Borja, que en realidad os está jodiendo, pero bien.
– Pero ¿para qué haría una cosa así? Si hemos hecho siempre lo que él quería…
– … Ya, lo que él quería. Lo que él quería, Borja, joder, que no te enteras, era meterse contigo en la cama… Lo único que le pasa a don Pedro es que es un cura maricón.
– Esas son las cosas necias y nimias de que están hechas las grandes tragedias -murmuró Jaume-. Vaya un sermón de farsa…
Bajé la cabeza.
A nuestro alrededor los invitados habían empezado a colocarse en el pasillo central para acudir a comulgar. Y como si se tratara de imágenes que hubieran impresionado mi retina pero no mis entendederas, tomé de pronto conciencia de que momentos antes Marga y Javier habían recibido la comunión de manos de don Pedro.
Levanté la mirada para fijarla en la espalda de Marga; era la misma espalda de siempre, espigada, firme, tensa de tanta reafirmación propia; la misma espalda que yo había contemplado durante años en la misa de los domingos de Deià. No había variación en los movimientos o en el cimbreo del talle. Sólo en el aura. Años antes, la tensión de aquella espalda maravillosa transmitía seguridad en sí misma, violencia sensual y hasta mística. Hoy sólo irradiaba venganza.
¿Por qué? Dios mío, don Pedro no nos destruía a todos; me destruía a mí. Qué ángeles ni ángeles… Era de mí de quien querían vengarse los tres, Marga y Javier y don Pedro. Estaba confuso.
Era bien cierto que mi despecho había herido a Javier aquella misma mañana de una forma que ahora me avergonzaba. Le pediría perdón, haría lo que fuera por reconciliarme con él. Le explicaría mi ruindad. ¿Sería posible con ello borrar lo imborrable? ¿Suavizarme el paladar, endulzar la hiel que me quedaba como esos sabores a sangre espesa que salen de una muela podrida y que permanecen en la boca hasta mucho después de que la hayan arrancado?
Sí, Javier tenía motivos para vengarse. Claro que sí.
Pero ¿don Pedro? ¡Si lo único que había hecho yo era rechazarlo sin ser siquiera consciente de lo que pretendía de mí! Que se hubiera obsesionado conmigo cuando yo apenas contaba doce años era cosa suya, no mía. ¿Qué culpa tenía yo? Que se vengara de Javier que era el que lo traicionaba, ¿no? Lo había casado con Elena, había anulado el matrimonio, se habían hecho amantes, ahora lo casaba con Marga. Yo no era responsable de esa cadena de miserias. A mí que me dejara en paz.
¿Y Marga? Ah, Marga, Marga. La mantis religiosa. Ella hubiera querido de mí compromisos totales que excluyeran, que hicieran inútil el resto de las cosas de mi vida. ¿Cómo podía yo darle eso? Ella debería haberlo adivinado. Porque ciertamente no era tiempo lo que le había faltado para analizar mis huidas y comprender lo que escondían. ¿Y si yo era tan débil de carácter, a qué se fijaba en mí?… El resto de las cosas de mi vida… Confieso que me tentó invocarme mis responsabilidades públicas, mi carrera política incipiente para justificarme a mí mismo mis traiciones a Marga, pero me pareció hipócrita e innecesario. No. En el fondo yo sabía bien por qué Marga se consideraba traicionada, entendía que considerara justificada su venganza. Pero no tenía justificación. No cuando apenas unas horas antes yo le había implorado que volviera conmigo, le había ofrecido mi vida para no perderla, incluso arriesgando quemarme del todo. Pero me había rechazado, ¿no?
Por el rabillo del ojo vi cómo el oficial del juzgado se acercaba a los testigos para que firmáramos el acta del matrimonio. Por un instante me puse rígido. Suprema ironía: yo tenía que atestiguar esta miseria, ¡yo! Estampar mi nombre en la certificación de esta ceremonia tan llena de odio, ¡yo! Una ceremonia hecha a medida para crucificarme… No lo haría.
– No lo hagas -dijo Jaume.
– ¿Qué?
– No hagas lo que estás pensando hacer, Borja. Todo ha acabado. Todo ha escapado de tu control. Esto ya no es nada tuyo… -Me puso la mano en el antebrazo-. No lo hagas.
– Si yo fuera tú -dijo Tomás desde detrás de nosotros-, pondría un cartucho de dinamita en esta iglesia de mierda.
Me llegó el turno de firmar y el oficial del juzgado alargó el libro del registro. Señaló un espacio al pie de la página. «Aquí», dijo.
Se habían acabado las bromas. Esto no era sangrar por la nariz como cuando Marga me la había roto en la buhardilla de su casa toda una vida antes. Esto era sangrar por todos los poros con todas las venas rotas. Aquél había sido un juego de niños. Éste era un juego de difuntos.
Saqué la pluma, le quité el capuchón y firmé.
Levanté la vista hacia el altar. Marga me estaba mirando. Sonreía.
Y allí mismo se me murió el alma.